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“La Obra que Escrivá no quería. La historia de un curita que llegó a santo”

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Un jardinero, a quien el Dueño del huerto confía una semilla para que, dedicándole una vida de trabajo, la transforme en una planta, cuya especie y personalidad han sido establecidos desde la eternidad

Corriere della Sera

    Fue justamente hace cinco años, el 6 de octubre del 2002, en la plaza de San Pedro que ha visto tantas multitudes, pero nunca una de tales dimensiones. De aquel hecho tengo un recuerdo privilegiado, al menos desde la perspectiva visual, pues me encontraba al lado de Giuseppe De Carli para ayudarlo en la larga retransmisión televisiva.

    El palco de la RAI estaba sobre una especie de palafito junto al colonnato: dAlmudi.org - San Josemaría Escrivá de Balagueresde aquella elevada posición se veía cómo la marea humana estaba dividida en sectores, donde cada uno ocupaba su puesto. Quizá unas cien mil personas, capaces, sin embargo, de un silencio impresionante cuando lo requería la liturgia o el Papa hablaba.

    Pero, más allá del riguroso orden en el espacio ideado por Bernini, la multitud compacta llenaba toda la Via della Conciliazione, hasta el Tíber. Incluso mucho más allá, tanto, que para saludar a todos, Juan Pablo II en el papamovil dio la vuelta hasta el Castel Sant’Angelo.

    Llegaban seguramente a medio millón. Las telecámaras encuadraban rostros con lágrimas: lloraban porque habían venido de lejos, quizá gastando todos los ahorros, pero los límites físicos de la plaza les habían impedido acercarse. Era la ceremonia de canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, el “fundador” del Opus Dei. Las comillas están justificadas, las exigía el mismo interesado cuando –a pesar de su deseo de esconderse– se escribía sobre él. Soy un fundador sin fundamento, repetía moviendo la cabeza.

    Es este un aspecto decisivo, y sin embargo casi siempre ignorado, de la autoconciencia de una de las instituciones católicas más amadas (como confirmó la impresionante marea humana del 2002) y, al mismo tiempo, más contestada, si no despreciada, a veces incluso dentro de la misma Iglesia. Amigos y enemigos a menudo no conocen la realidad sobre la que difieren. Así pues, a un lustro exacto de la canonización, conviene recordar que don Josemaría, no sólo no quería fundar nada (y menos, el Opus Dei) sino que fue apremiado y se dispuso a hacerlo, como confesó, de mala gana.

    He aquí cómo fueron las cosas: la mañana del 2 de octubre de 1928, el curita aragonés de 26 años, llegado a Madrid para completar los estudios de Derecho, se encuentra en la habitación que se le asignó para seguir los ejercicios espirituales previstos en una casa de San Vicente de Paúl.

    El joven sacerdote no tiene un temperamento místico, sino más bien pragmático, de organizador y no de profeta, hasta el punto de haber dudado entre el seminario y el politécnico, entre la teología y la arquitectura civil. Ve su futuro como sólido administrador de curia, pero no, por cierto, como sacerdote carismático. Su espiritualidad, que permanecerá igual durante toda su vida y así la transmitirá a sus seguidores, no es para nada milagrera, no espera “signos”, más bien desconfía de ellos, convencido de que Dios habla a través de las vicisitudes cotidianas. 

    Pues bien, justo mientras suenan las campanas de la iglesia vecina, sucede “el hecho” –inesperado y desconcertante– que cambiará la vida no sólo de don Josemaría sino también de innumerables personas de todo el mundo y que desembocará en la primera, y hasta ahora única, Prelatura personal de la Iglesia Católica, con 84.000 seguidores, de los cuales 1.800 sacerdotes, en todos los continentes. Por decirlo con palabras del Postulador de la causa de canonización: “Mientras se encontraba recogido en su habitación, Dios se dignó iluminarlo: vio el Opus Dei, tal y como lo quería el Señor y como llegaría a ser en el curso de los siglos”.

    Mons. Escrivá afirmó siempre, con decisión, que la institución no era suya, que no nacía del análisis, las reflexiones o el deseo de responder a necesidades espirituales o materiales, como sucede en otras familias religiosas. No se trata, por tanto, de una fundación sino de una revelación. El mismo nombre Obra de Dios, indica que todo estaba desde siempre en los proyectos divinos y que el joven –además de pobre y solo– sacerdote, proveniente de Zaragoza, fue elegido únicamente como instrumento. Instrumento, además, por bastante tiempo recalcitrante, hasta el punto de haber intentado sustraerse a una obligación que, no sólo no había buscado, sino que lo asustaba.

    Pero si tenía que cargar con esa cruz, la veía al menos limitada: “Esta Obra será sólo masculina”, escribe a uno de los pocos amigos a quienes se había confiado. Y sin embargo, el 14 de febrero de 1930, mientras celebraba la Misa, un nuevo mazazo: “volvió a ver” aquello a lo que, queriendo o no queriendo, debía ser un instrumento obediente y, con zozobra, se dio cuenta que estaba compuesta no sólo de hombres sino también de mujeres. Hoy, en efecto, pertenecen a la Obra hombres y mujeres en paridad numérica.

    Un jardinero, pues, a quien el Dueño del huerto confía una semilla para que, dedicándole una vida de trabajo, la transforme en una planta, cuya especie y personalidad han sido establecidos desde la eternidad. Y esto tiene consecuencias importantes: sobretodo, la convicción de que el Opus Dei, en cuanto nacido no de un plan humano para responder a circunstancias particulares sino de un proyecto sobrehumano, durará a los largo de los siglos, hasta el fin de la historia y el retorno de Cristo.

    Luego, la persuasión de que el proceso de crecimiento será lento y gradual, pero –como sucede con un gran árbol– continuo y seguro. Dios, que lo ha querido, es el garante de su porvenir. De aquí la “fuerza tranquila”, sin prisa, pero de algún modo implacable, que caracteriza una Obra que tomó por sorpresa hasta a aquél que, hace cinco años, la Iglesia ha incluido entre sus santos.

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