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La máscara de la libertad

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La verdad, ni la científica ni la moral, dependen del sufragio universal

Gaceta de los Negocios

La Fundación Pablo Iglesias acaba de celebrar un seminario titulado Laicidad y Democracia. La Conferencia Episcopal ha sido allí declarada culpable de leso crimen contra la democracia. Al menos, no todos los cristianos seremos declarados, democráticamente, herejes. Un destacado dirigente socialista ha afirmado que la Jerarquía caAlmudi.org - Ignacio Sánchez Cámaratólica española es incompatible con la democracia, ya que se declara “depositaria de verdades por encima de las coyunturales mayorías y del principio de la soberanía popular”.

Ante tan absurdo dictamen, uno duda de que sea veraz. Dudo mucho de que sea coherente, pues semejante tesis debería llevar a tan fanático devoto de la teoría de la infalibilidad de la mayoría a aplaudir cualquier decisión mayoritaria, incluidas la licitud de la guerra de Irak o de la pena de muerte. Parece que la furia anticatólica ciega los ojos y obnubila las luces.

La verdad, ni la científica ni la moral, ni la religiosa, dependen del sufragio universal. El poder político, tan inmoderado él, incluido el democrático, no tiene nada que ver con la verdad. No hay nada de ultramontano en semejante afirmación, sino, por el contrario, la más estricta sumisión a los principios ilustrados. Con su tesis, el dirigente socialista no se opone al clericalismo, como acaso pretenda, sino a la Ilustración.

¿Vale Condorcet? Espero que sí. Revolucionario él, acabó siendo víctima del terror revolucionario y llegó a proclamar: “Robespierre es un cura, y nunca dejará de serlo”. Tengo para mí que lo malo no es que fuera un cura, que no lo era, sino que estaba drásticamente equivocado. La cita sólo intenta mostrar el escaso apego de Condorcet por los curas.

El sabio ilustrado francés parecía presagiar la EpC cuando afirmaba que la escuela debe abstenerse de adoctrinar ideológicamente. “La libertad de esas opiniones será meramente ilusoria si la sociedad se apropia de las generaciones que nacen y les dicta lo que deben creer”. Ese tipo de enseñanza sólo inculcaría prejuicios en el alumno y entrañaría “un atentado contra una de las partes más valiosas de la libertad natural”.

Por eso es preciso preservar la capacidad crítica de los individuos y sustraerla del ámbito del poder político. “El objetivo de la formación no es conseguir que los hombres admiren una legislación ya hecha, sino hacerlos capaces de valorarla y de corregirla”. Ya ven, ni Wojtila, ni Ratzinger, ni Rouco: Condorcet.

La separación entre el poder espiritual y el temporal es una idea cristiana, aunque no siempre todos los cristianos, incluidos algunos “jerárquicos”, hayan sido fieles a ella. El sentido del laicismo es preservar a la autonomía personal de la imposición de la autoridad eclesiástica. De la imposición, pero no del influjo de su ejemplaridad y autoridad. La liberación ilustrada combate la imposición de la religión, no la religiosidad misma. Hoy, en las sociedades occidentales, resulta más urgente preservar la autonomía individual de los ataques del poder temporal que de los del espiritual. Al menos, la Iglesia Católica, desde el Vaticano II, ha defendido, sin reservas, el principio de la libertad religiosa.

Las leyes democráticas no proclaman ninguna verdad, ni siquiera moral o jurídica. No tienen nada que ver con la verdad. Son disposiciones de la autoridad política que deben ir orientadas al bien común. Pero, en ningún caso, proclaman verdades. Por eso, a pesar de las pretensiones del despistado dirigente socialista, no se opone a la democracia quien proclama verdades, presuntas o reales.

David Hume, libre, según espero, de toda contaminación eclesiástica, escribió en 1742: “Aun cuando todo el género humano concluyera de forma definitiva que el Sol se mueve y que la Tierra está en reposo, no por esos razonamientos el Sol se movería un ápice de su lugar, y esas conclusiones seguirían siendo falsas y erróneas para siempre”.

La verdad no depende del sufragio universal. Éste sirve para otras cosas, y muy relevantes, pero no para proclamar verdades. Condorcet afirma que un poder que se apropia de las fuentes de conocimiento ejercerá, bajo la máscara de la libertad, una tiranía. Continuará, si Dios quiere.

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