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La objeción de conciencia

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La conciencia personal es el recinto más íntimo del hombre, directamente relacionado con su libertad

Levante-Emv.com

El reconocimiento a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa es uno de los bienes más elevados y de los deberes más serios de todo pueblo que quiera asegurar el bien de la persona y de la sociedad. No es mi intención escribir un artículo jurídico, pero quizá no esté de más recordar una sentencia del Tribunal Constitucional, de abril de 1985, con la indicación de que el derecho a la objeción de conciencia existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya regulado o no, porque forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa del artículo 16,1 de nuestra Constitución.

Pero iré por otro camino, utilizando principios de la doctrina social de la Iglesia que pueden servir a todos, puesto que están relacionados con los derechos básicos de la persona. Ésta es única e irrepetible y así hay que comprenderla, no sólo con el respeto, sino con el compromiso de todos -especialmente de las instituciones políticas y sociales- para promover su desarrollo integral.

A causa de esta singularidad y dignidad del ser humano, el orden social debe subordinarse al bien de la persona y no al contrario, pues ella es el fundamento y el fin de la convivencia política. En ese marco -y después del desastre de la segunda guerra mundial, que tan gravemente conculcó esos derechos, por causa de los colectivismos y genocidios- se encuadra la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por la ONU en 1948. Esos derechos se radican en la dignidad de la naturaleza humana. Se poseen por venir a este mundo, los reconozca o no la legislación de los pueblos. Afortunadamente, la Constitución Española establece que los derechos y libertades se interpretarán de acuerdo con la citada Declaración.

La conciencia personal es el recinto más íntimo del hombre, directamente relacionado con su libertad porque, «Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad -escribió el fundador del Opus Dei-. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre». Un no creyente, no tendrá dificultad en admitir esa libertad. En uso de ella, la conciencia está llamada a reconocer de modo práctico y concreto la verdad sobre el bien y el mal, a la vez que asume sus consecuencias.

De ahí la obligación de buscar la verdad para acertar en los juicios de la conciencia y evitar que ésta sea mera subjetividad. Pero nadie puede suplantar a otro en este juicio; nadie puede formar la conciencia de otro si él, o sus padres si se trata de un menor, no lo deciden libremente. En concreto, la autoridad política ha de garantizar la vida ordenada de la comunidad, pero sin suplantar la actividad de las personas o grupos y sin entrometerse para nada en las conciencias.

El derecho a la libertad religiosa como los de libertad ideológica o de expresión son inalienables. En concreto, el primero de ellos hace a la persona inmune de coacción en materia religiosa por parte de la autoridad. Por eso, el ciudadano no está obligado en conciencia a seguir prescripciones de la autoridad civil cuando son contrarias a sus creencias o pensamiento.

Además, como afirmó Juan Pablo II, quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño legal, disciplinar, económico o personal. Por tanto, no tiene sentido pedir, por ejemplo, que un ginecólogo que no practique el aborto no debe trabajar en un hospital público. Eso sería una discriminación profesional por su modo de pensar.

Es cierto que podría legislarse la objeción de conciencia. Como afirman los especialistas, sería más fácil hacerlo a favor de la conciencia en posturas abstencionistas, es decir, las que comportan no hacer algo. Sin embargo, los comportamientos activos, que ofrecen un nivel de peligrosidad alto, seguramente deben ser regulados, para que sus conductas no resulten destructivas para la sociedad.

Pablo Cabellos Llorente. Sacerdote. Doctor en Derecho Canónico y en Ciencias de la Educación

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