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Valor y dignidad de la vida humana

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Frente a la vida de un nacido, se desprecia así la de decenas de no nacidos

Gaceta de los Negocios

Una pareja ha logrado, por primera vez en España, tener un hijo mediante fecundación “in vitro”, para facilitar un trasplante de médula para su hermano, enfermo de un trastorno incurable por otro medio. El hecho ha sido posible como consecuencia de la vigente Ley de reproducción asistida. Los padres están felices y es, desde este punto de vista, muy natural.

Sin ánimo de juzgar su conducta, y, por lo tanto, las posibilidades abiertas por la actual legislación, pero sí de valorarlas, pueden hacerse algunas precisiones. Existen muchos motivos poAlmudi.org - Ignacio Sánchez Cámarasibles para tener un hijo. Incluso cabe tenerlo sin desearlo. Todo depende de la responsabilidad de los padres. Entre estos motivos no es, sin duda, el peor, salvar la vida o la salud de un hermano.

Pero no cabe duda de que, en esta motivación, alienta una concepción instrumental, aunque orientada a un fin loable, de una vida humana. Por citar un ejemplo filosófico, Kant afirmó que la persona humana es algo que nunca puede ser tratado como medio, sino siempre como fin en sí. El niño concebido con fines terapéuticos podrá, sin duda, ser tratado luego como un fin en sí, pero ha sido concebido como un medio para un buen fin.

Aunque la vida humana no entraña un valor absoluto, como argumentó en el siglo XVII el cardenal Belarmino en contra de las tesis de Hobbes, ya que en ese caso carecería de sentido moral el sacrificio de la propia vida en favor de un ideal, lo cierto es que ese sacrificio lo puede afrontar uno mismo, pero no obligado por otros. La vida ajena merece un respeto absoluto, por su valor y dignidad. Nacer para salvar la vida de un hermano mayor está bien, pero el valor de esa conducta residiría en la imposible libre decisión de la persona, y no en la de sus padres.

Pero lo fundamental no es esto, sino el hecho de que, para conseguir el hijo con las cualidades necesarias para los fines terapéuticos, ha sido necesario sacrificar un buen número de embriones, al menos cincuenta. Nadie, espero, aceptaría la licitud moral o jurídica de matar seres humanos adultos, al menos sin su consentimiento, para salvar la vida de otro. Un embrión no es, ciertamente, un adulto, pero sí es un ser humano.

En todo este asunto late una concepción consecuencialista de la moral, según la que el bien y el mal de las conductas se miden sólo por las consecuencias. Pero no todo lo que produce un bien es, en sí mismo, un bien. Lo lícito jurídicamente no es necesariamente lo mejor moralmente. Y la moral consiste, sobre todo, en la decisión a favor de lo mejor.

La satisfacción por la salud y la vida del enfermo en este caso no puede empañar la inquietud ante las vidas embrionarias sacrificadas. La moral no consiste en la satisfacción de los deseos humanos sino en la persecución del ideal. No juzgo a quien elige lo mejor para él o para su hijo, pero sí valoro lo que es mejor en sí. El heroísmo moral no es exigible jurídicamente, pero no puede prescindirse de los ideales más altos y nobles, al menos como orientación.

Por otra parte, el embrión es un bien que debe ser protegido jurídicamente. Si hay una “ética mínima”, acaso exigible jurídicamente a todos, también hay una ”ética máxima” que marca la dirección de la nobleza humana. La dignidad y el valor de la vida humana incluyen también la de la vida embrionaria. Lo que sucede es que se trata de algo casi imperceptible, invisible. Frente a la vida de un nacido, se desprecia así la de decenas de concebidos y no nacidos destinados a la extinción.

El hecho de que se trate de un buen fin, sea terapéutico o el interés de la investigación científica, no permite ocultar la realidad de los hechos: el medio ha sido la instrumentalización de una vida y la destrucción de decenas de embriones. La conciencia de cada uno sacará sus propias conclusiones, pero siempre debe hacerlo a partir de la verdad de los hechos.

Aunque resulte duro y difícil hacerlo. Y, por cierto, en nada de lo anterior existe el menor vestigio de algún principio derivado de cualquier creencia religiosa. El valor y la dignidad de una vida humana no dependen de su estado ni de la fase en la que se encuentre, sino que abarca a toda ella, desde la concepción a la muerte.

Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho

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