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Pensar la vida

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Escrito por Jaime Nubiola
Publicado: 04 Enero 2016

“Los libros me enseñaron a pensar y el pensamiento me hizo libre” (Acción Poética Acapulco)

Charles S. Peirce −el científico y filósofo norteamericano al que he dedicado mucha atención en los últimos veinticinco años− consideraba muy difícil decir cuál era la verdadera definición del pragmatismo: “para mí es una especie de atracción instintiva por los hechos vivientes”. A mí −como a Peirce− me pasa lo mismo: me llaman siempre la atención los hechos vivientes y, sobre todo, lo que me fascina es reflexionar sobre lo más vivo; unas veces intento pasar −en términos de Eugenio d’Ors− de la anécdota a la categoría, otras articular lo que pienso y lo que vivo mediante la escritura para así iluminar la vida por medio de la teoría.

Quizá por este motivo llamaron poderosamente mi atención los testimonios de varios filósofos compilados en un número reciente de los Proceedings and Addresses of the American Philosophical Association en los que relataban con cierto detalle su trayectoria intelectual. Por ejemplo, Amelie Rorty escribía: “He llegado a pensar que enseñar filosofía es esencial para hacer filosofía bien. Nuestros estudiantes —especialmente los de cursos introductorios— nos ayudan a ser honrados. Nos recuerdan por qué hacemos filosofía y de qué va eso”. Estoy del todo de acuerdo. Y unas páginas más adelante, al referirse a algunos colegas a los que admira, señala: “Eran filósofos que habían viajado y que conocían mucha historia, que leían novelas, miraban cuadros, escuchaban música y pensaban sobre política; eran filósofos para quienes no había distinción entre su vida y su pensamiento filosófico” [PDF].

Pienso que así se ha hecho siempre la mejor filosofía. Frente al superespecialismo estéril de algunos colegas y frente a la fácil charlatanería de otros, es posible pensar un camino más modesto para una filosofía educadora de la humanidad, una filosofía que se ocupe de los problemas de los hombres y mujeres reales y trate de hacer más razonable la convivencia en nuestra sociedad. John Dewey escribió en The Need of a Recovery in Philosophy que “la filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres”. Con Hilary Putnam −quizás el mayor filósofo vivo en la actualidad− me gusta recordar a menudo “que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados y que es parte de la tarea de una filosofía responsable lograr esa conexión”. Este y no otro es para mí el papel de la filosofía.

Se dice a veces que el rasgo más característico de la juventud de hoy es la superficialidad. No estoy seguro de que sea así. Más bien los veo como consumidores explotados bajo el imperio de una sociedad comercial. Lo que sí compruebo a diario es que tanto jóvenes como adultos tienen miedo a pararse a pensar: “Quien piensa se raya” dicen a veces. En su magnífica novela En lugar seguro, Wallace Stegner escribe que llevar un diario en sus años universitarios habría sido como tomar notas mientras se baja en un tonel por las cataratas del Niágara: “En nuestra vida no había grandes acontecimientos, pero nos arrastraba”. Lo mismo −me parece a mí− les pasa a muchos hoy: su vida es arrastrada por los móviles, las redes sociales y las pantallas de todo tipo que solicitan constantemente su atención y a menudo anestesian su capacidad de reflexión.

“La filosofía es teoría que ilumina la vida”, tuiteaba uno de mis alumnos del pasado curso y me alegraba comprobar que al menos uno había captado y expresado lo que quería decirles. Frente a la filosofía moderna que privilegió unilateralmente la razón y frente al irracionalismo nietzscheano postmoderno que presta atención solo a los efímeros impulsos vitales, lo que nuestro tiempo necesita es intentar articular las aspiraciones teóricas más abstractas con las necesidades humanas más prácticas.

Pararse a pensar es el primer paso −el motor de arranque− de la vida intelectual. La segunda etapa es aprender a escuchar a los demás y a decir lo que uno piensa, sea de palabra o por escrito. La tercera −que dura toda la vida− consiste en empeñarse en vivir lo que uno dice. Pensar lo que uno vive, decir lo que uno piensa, vivir lo que uno dice: esto que parece un trabalenguas es −me parece a mí− el motor de la vitalidad interior.

Merece la pena empeñarse en ello. A fin de cuentas, lo que nuestra vida necesita es, sobre todo, pensamiento, teoría, que la haga más razonable. Siempre se puede pensar más y eso nos ayuda a vivir mejor.

Jaime Nubiola, en filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com.

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