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La Iglesia que de verdad importa a todos

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Escrito por Pablo Cabellos Llorente
Publicado: 25 Septiembre 2018

Es cierto que hombres de Iglesia han cometido pecados detestables (…), pero eso no es la Iglesia, sino las deficiencias de sus hombres o mujeres; hay un bosque santo y las malas ramas impiden verlo en su esplendor, divino esplendor

Puede extrañar el título. No deseo escribir en negativo, pero si quiero hacer constar que mi título interesa a quienes −desde dentro o desde fuera− quieren de veras que lo que importa es la verdad sobre la Iglesia, bien para dirigir los tiros adecuadamente, o para explicar esa verdad. Nada mejor que acudir al Papa sin disquisiciones. Desde el interior de la Iglesia las está habiendo estos días, estos meses, con el ánimo de distinguir los distintos tipos de obligatoriedad para la doctrina pontificia. Y es muy cierto que existen estas diferencias. Pero opino que no estamos en el mejor momento para esto. Todos con Francisco.

“Ubi Petrus ibi ecclesia; ubi ecclesia ibi nulla mors sed vita aeterna” es un comentario de San Ambrosio (“In Ps. 40”, 3O) que vino muy bien para preparar la venida del Santo Padre a Santiago de Compostela. "Donde está Pedro, está la Iglesia; donde está la Iglesia allí no hay muerte alguna, sino vida eterna". Con este pensamiento iría a Santiago con los suyos. Y llevaron las conchas de peregrino que simbolizan el Amor a Dios y al prójimo como ya he explicado en este mismo blog. Un signo que muchos desconocen y que es muy iluminador del verdadero sentido del Camino de Santiago. Se leía en el blog de Fernando Lillo, preparando la venido del Papa a Santiago de Compostela. He preferido situar previamente estas profundas palabras de San Ambrosio porque sin el Papa no hay Iglesia.

En la homilía inaugural de su pontificado −en la fiesta de San José− el Papa Francisco se expresaba así: ¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo.

Dios no quiere una casa construida por la mano del hombre, es Él mismo quien la edifica. Los elementos humanos con los que cuenta han de estar atentos al designio divino y responder prontamente. La Iglesia que surge de ahí, prefigurada en el Antiguo Testamento y llevada a la perfección por Cristo es la que entrevieron los Profetas y algunos Reyes, la que el Dios del Paraíso Terrenal promete a nuestros primeros padres, justo en el momento de la caída original. Es la misma que han visto tantas mujeres y hombres santos a lo largo de los siglos. Es cierto que hombres de Iglesia han cometido pecados detestables, no sólo referidos al sexo, sino también a cuestiones económicas, despotismos… Pero eso no es la Iglesia, sino las deficiencias de sus hombres o mujeres. Hay un bosque santo y las malas ramas impiden verlo en su esplendor, divino esplendor.

Podríamos poner atención en muchos aspectos que validan la verdad, belleza y santidad de la Iglesia. Bien podemos hacerlo de la mano de Francisco, que por ser el Vicario de Cristo en la tierra, es la mano mejor. No podemos ser cristianos de salón, sino apóstoles en camino que confiesan a Jesús. Esos apóstoles mostrarán una Iglesia que vale la pena vivir con ardor. No menos bonito es conocer la persecución de ser calumniados, marginados o asesinados. La belleza del martirio, es siempre semilla de cristianos que viven y muestran la paradójica hermosura de la Cruz, escándalo o estulticia para los que no creen, mas poder y sabiduría de Dios para los hombres de la Fe, como escribió el Apóstol. La tercera palabra es oración, añadía Francisco.

Restaría −en este enfoque− una alusión a los santos, quizá muy diversos, pero con una nota común: el invariable e inagotable amor por la Iglesia, porque ven ella a Cristo mismo en la historia, en el tiempo. La Iglesia es la caricia del amor de Dios al mundo, afirmó San Juan Pablo. Esa santa menudita y enternecedora, quien buscó a los más pobres de los pobres, escribe: El servicio más grande que pueden hacer a alguien es conducirlo para que conozca a Jesús, para que lo escuche y lo siga; porque sólo Jesús puede satisfacer la sed de felicidad del corazón humano, para la que hemos sido creados. La Madre decía: La Iglesia somos tú y yo. Si quieres que la Iglesia sea Santa, es tu deber y mi deber ser santos, recuerda su sucesora. San Josemaría ha predicado incansablemente su amor a la Iglesia: Baste esto de Camino: ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!

Pablo Cabellos Llorente, en lasprovincias.es.

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