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Pobres de nosotros

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Escrito por Manuel Blanco
Publicado: 20 Noviembre 2019

Los “pobres” que se mueven alrededor o cerca de las parroquias, o con quienes el sacerdote se encuentra o a los que busca: en apariencia gente incómoda, pero el corazón cristiano y la insistencia actual del Papa Francisco los consideran un tesoro

Bajaba don Amancio la cuesta y se cruzó con el chaval de las melenas. Los que le conocían en el barrio se preguntaban cómo podía siquiera detenerse un momento con el “Chichos” (así llamaban al muchacho este del pelo largo). Los lugareños temían al joven: evitaban su ruta; se cambiaban de acera si se acercaba a ellos; agarraban el teléfono para simular conversaciones al pasar por su lado… Ya no era sólo la limosna que demandaba, sino la labia.

El párroco le escuchaba un rato. Luego, le cantaba dos verdades (“no has ido a ver a tu hija esta semana”; “no hagas caso a Fulanito, que anda con drogas…”). Y el “Chichos”, por conveniencia o por respeto, esquivaba el bulto con cierto salero justificativo y quedaba con D. Amancio (o alguien en quien el sacerdote delegaba) para recoger un poco de comida o alguna otra prestación de utilidad.

Los sacerdotes saben bien que “han puesto precio a su cabeza”. Su deambular en público les expone a convertirse en el blanco de toda petición de limosna. “Con Javier tengo mucha suerte” (explicaba D. Amancio: siempre le llamaba por su nombre). “Otros se acercan a mí amenazadores, retadores, exigiendo. Yo, que nunca llevo dinero en efectivo, lo paso mal. Todos tienen derecho a comer algo. Si hace falta, les ayudo. ¡Pero a alguno eso no le interesa! Javier es un buen chaval. Se deja guiar. Pero no se le pueden reír todas las gracias”.

Decía un sacerdote entrado en años que lo peor de la pobreza es que nos resulta incómoda, y también los pobres, aunque no existan dudas del respeto que merecen y del apoyo que necesitan. Más incómoda es su situación, sin duda. Pero en este terreno se abre una incógnita sobre el destino y la finalidad del auxilio brindado: el señor ayudado en el comedor parroquial, luego va a los medios de comunicación a agitar el árbol de sus intereses; “¡cuervos!”, grito insignia que estuvo de moda hace años, en referencia al negro del traje talar; el “Dr. Jekyll” que pide una caridad con sonrisa “jokeriana” y el “Mr. Hyde” que maltrata a un “rival”.

Cuenta la leyenda (apoyada por alguna fuente de bastante credibilidad) que las bandas se reparten en la capital de España las puertas de las más importantes basílicas nacionales. Este único dato bastaría para hacer mella en el ánimo caritativo de muchos feligreses. Pero la época del Papa Francisco ha dejado una muesca en la historia de la Iglesia: el tesoro de los pobres. Sin descartes. Sin guetos. Circunstancias traumáticas; bebida; depresión galopante… siempre hay una causa en la raíz del problema Luego puede enquistarse. Y más allá está el alma: la respuesta de cada uno al don de Dios. Porque el Señor se disfraza de “desfavorecido” (se convierte en: “Dios-favorecido”) y sale a pasear entre su pueblo. Consuelo para el pobre y ayuda al corazón de los mejor posicionados: para que no tengan miedo a entregar el corazón; para que no confíen en las riquezas; para que se abran a todos; para que aprendan a servir con los dones que se les ha confiado… la inigualable pedagogía del Señor.

Hay historias que hacen pensar, y el mundo las necesita más que nunca. La memoria del “holandés errante”; sus problemas con el vino le llevaron a deambular por el mundo; trató de mejorar una temporada junto a los parroquianos y se albergó en un antiguo palco. En una representación de Viernes Santo hizo de Pilato. No logró curarse. Un día desapareció sin más. Párroco y fieles aprendieron importantes lecciones sobre cómo vivir la fe en familia. El recuerdo de Rafa, un hombre sencillo, cuyas lágrimas fáciles no debían ser de cocodrilo; una fría noche el consejo parroquial le buscó alojamiento ante la dura helada y se abrazó a unos calcetines nuevos como si se tratase de un salvavidas en el día trágico del Titanic.

Un sacerdote de mediana edad, con un barrio marginal en los límites de su parroquia, sintió un profundo cambio en el corazón cuando un día decidió acercarse por allí. Era tiempo de Navidad y optó por llevarles unos dulces típicos. Un grupo de niños y niñas se abalanzaron sobre él como si hubiesen visto a Santa Claus. Los padres fueron separándolos hasta encontrar la figura del páter. Él trató de explicarse. En pocos segundos se vio sentado en una casa, tomando un refresco, y presentándose ante sí los abuelos, sobrinos, nietos, hermanas, etc., de los habitantes de aquel lugar. Porque no somos tan distintos.

Quizá no hemos de aparcar en el olvido el esfuerzo de las personas más humildes. Se trata de una experiencia común: en proporción, quien tiene menos muestra una mayor generosidad. Por ejemplo, la señora de pensión irrisoria que se ofende si no se admiten sus donativos: “Pero Julia, Usted lo necesita”. “Yo bien me arreglo; hay quien está peor”. Cuando el sacerdote saluda por el nombre a una persona en riesgo de exclusión: “Hola, Eugenio. ¿De dónde vienes hoy con la mochila?”, se derriban tópicos-barrera; se abren puertas; cunde el ejemplo.

Manuel Blanco
Párroco de Santa María de Portor. Delegado de Medios de Comunicación de la Archidiócesis de Santiago de Compostela.

Publicado en el número de noviembre 2019 de Revista Palabra, en la sección “Experiencias”. Para formular preguntas o consultas a esta sección, se ruega escribir a [email protected].

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