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El año 2020 tiene nombre

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Escrito por Rafael María de Balbín
Publicado: 20 Julio 2020

La venida de Jesucristo a la tierra dividió en dos la historia de la humanidad. Contamos los años, en casi la totalidad del planeta, según la cronología de antes de Cristo y después de Cristo

Su venida a la tierra constituye la plenitud de los tiempos, de la que habla el Nuevo Testamento. Por eso la celebración del nuevo milenio el año 2.000 supuso un acontecimiento cosmogónico, ni un hito más en la evolutiva transformación del universo. Es la conmemoración de un hecho histórico, ocurrido hace dos milenios. Y pertenece no a los ciclos de la naturaleza sino al desenvolvimiento de los planes de Dios para la salvación de la humanidad. Los nombres que la Sagrada Escritura adjudica a Jesucristo nos permiten adentrarnos en el misterio de su Persona y de su misión.

El primer nombre es el de Jesús, que quiere decir en hebreo «Dios salva». Es el nombre que el ángel Gabriel le dio como propio en el momento de la anunciación a María. En Jesús culminan los planes de salvación de Dios. La liberación de los israelitas por parte de Dios de la esclavitud de Egipto es figura de la definitiva y radical liberación del mayor de los males y origen de todos los demás, que es el pecado. Como el pecado es esencialmente una ofensa a Dios, sólo Él puede perdonarlo (cf. Salmo 51). Jesús el salvador de todos los hombres, es quien libera de todo pecado. De tal modo que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hechos de los Apóstoles 4, 12). A través de la humanidad de Jesús “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Corintios 5, 19). “La resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf Juan 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf Hechos 16, 16-18) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf Marcos 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (cf Juan 15, 16)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 434).

El nombre de Cristo procede de la palabra griega que traduce el término hebreo Mesías, que quiere decir ungido. En el Israel de la Antigua Alianza eran ungidos los que habían de cumplir una especial misión divina: los reyes, los sacerdotes y los profetas. Esta triple misión la desempeñó en plenitud Cristo, a quien ungió el Espíritu del Señor (cf Isaías 11, 2). Éste fue el anuncio del ángel a los pastores de Belén: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lucas 2, 11). “Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo por Juan, cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hechos 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Juan 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios» (Marcos 1, 24)” (Catecismo…, n. 438). Jesús aceptó el título de Mesías, pero dejando muy claro que su misión era espiritual y no terreno-temporal como pensaban muchos de sus contemporáneos. Sólo después de su muerte y resurrección resplandecerá con toda claridad su realeza mesiánica.

Jesucristo es el Hijo de Dios. Ello no significa simplemente una filiación adoptiva, como la de cualquier hombre que recibe la gracia de Dios, sino su condición de Hijo del Padre, por generación eterna, según la naturaleza divina. Pedro confesó a Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16) y Jesús alabó esta confesión. La predicación de los Apóstoles tendrá desde el comienzo como centro esta verdad fundamental de la fe cristiana. Justamente la manifestación de esta filiación ante el Sanedrín es la que llevó a sus acusadores a condenarle a muerte: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?”, y Jesús respondió: “Vosotros lo decís: yo soy” (Lucas 22, 70). En el bautismo y en la transfiguración, la voz del Padre lo había designado como su “Hijo amado” (Mateo 3, 17; 17, 5). Sus discípulos anunciarán a los cuatro vientos: “Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14).

A Jesús se le llama también Señor. Así se tradujo al griego el inefable nombre de YHWH, que Dios había revelado a Moisés (Éxodo 3, 14). En el Nuevo Testamento se da este nombre a Dios Padre, pero también a Jesús, en reconocimiento de su divinidad. El propio Jesús así lo había manifestado a los fariseos al plantearles el sentido mesiánico del salmo 109 (cf Mateo 22, 41-46). “A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina” (Catecismo…, n. 447). En muchas ocasiones sus interlocutores le dieron el título de Señor. Recordemos la invocación del apóstol Tomás a Jesús resucitado: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20, 28). “La Iglesia cree… que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (Con. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 10). La oración cristiana está llena de invocaciones a su Señor: “el Señor esté con vosotros”, “por Jesucristo nuestro Señor”; “Marana tha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Corintios 16, 22), “¡Amén!¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22, 20).

Rafael María de Balbín

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