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Escrito por Juan Luis Selma
Publicado: 30 Octubre 2022

En caso de que Dios no existiera habría que inventarlo porque, de lo contrario, el hombre peligra

El pasado día 22, fiesta de san Juan Pablo II, se inauguró en Córdoba una parroquia dedicada a este gran papa. Es un templo nuevo situado en una zona de expansión de la ciudad. Nuestro obispo, don Demetrio, se preguntaba en la homilía si en estos tiempos era necesario este templo en medio de una barriada nueva. ¿El hombre del tercer milenio aún necesita a Dios?, ¿los templos no son algo obsoleto, propio del siglo XVI? La cuestión es si el hombre de hoy sigue necesitando a Dios, si puede subsistir una ciudad sin Dios.

El Evangelio nos muestra la figura de Zaqueo, un hombre influyente, rico, recaudador de impuestos al servicio de Roma, que siente la necesidad de encontrar a Jesús. Oye que pasa e intenta verle, pero la concurrencia de público y su baja estatura se lo impiden. No duda en subirse a un árbol para lograrlo, no le importa ni el qué dirán ni su posición. Ver al Maestro está por encima de todo. Este encuentro va a ser decisivo en su vida: se convierte, encuentra la salvación y, en agradecimiento, reparte la mitad de sus bienes a los pobres.

Ya se ve que no es baladí el encuentro con Dios. Muchos se vieron beneficiados: el propio Zaqueo, su familia y un montón de necesitados. De Dios, de su presencia, de sus consejos, solo pueden venir cosas buenas. Si repasamos los momentos en que estuvimos cerca de Él, seguro que guardamos un grato recuerdo.

En una ocasión se me acercó un señor que quiso hablar conmigo. Su situación era bastante triste, reconocía que se merecía todos los males que sufría por sus malas elecciones. De pronto me dijo que lo único que había hecho bien fue cantar de niño en el coro parroquial. Me preguntó: “¿cree que me servirá de algo?”. Sin dudar le dije que por supuesto. Nos despedimos dándonos un fuerte y emocionado abrazo. La presencia de Dios, en este caso sirviéndose de un sacerdote, le reconfortó. Espero que encuentre recompensa por las cosas que hizo bien y que logre enderezar su vida.

Necesitamos a Dios. Todos lo necesitan, más todavía los que lo niegan. Nuestra sociedad debería recapacitar y tenerle más presente. Si las leyes fueran justas, respetuosas con la Ley de Dios y la Ley natural, si siguiéramos las enseñanzas de Jesús y camináramos con Él el mundo sería mucho más bonito, justo y habitable.

Parafraseando a Benedicto XVI deberíamos vivir como si Dios existiera y los no creyentes, los agnósticos, los enemigos de la fe, serían mucho más felices. En caso de que Dios no existiera habría que inventarlo porque, de lo contrario, el hombre peligra y la sociedad se degrada. Nos viene muy bien contar con signos visibles de la cercanía de Dios: templos, imágenes, campanas, sacerdotes y religiosos y tanta buena gente que con su sonrisa y caridad nos recuerdan que Dios vive.

La ceremonia de dedicación de una iglesia es muy hermosa. Todo en ella va dirigido a preparar el altar en el que se pueda celebrar la Eucaristía, para que allí se actualice la obra de nuestra redención. Sobre el ara, Jesús se ofrece al Padre por nosotros. El sacerdote, por la gracia del Espíritu Santo, hace presente a Cristo que se nos da en la comunión y se queda en el sagrario a nuestra disposición.

Primero se rocía el altar, las paredes de la iglesia y a los presentes con agua bendita. Después se escucha la Palabra de Dios, que despierta nuestra fe y nos introduce en los santos misterios. Luego confesamos nuestra fe y acudimos a la intercesión de los santos: los mejores hijos de la Iglesia que, a pesar de sus miserias, han vencido en la lucha e interceden por nosotros. Ahora llega el momento culminante: el obispo unge el altar con el Santo Crisma que fue consagrado en la Misa Crismal durante la Semana Santa, con sus manos unta la piedra que será la Piedra angular: Cristo. Lo hace con el cariño conque una madre perfuma a su bebé.

Ahora se coloca un recipiente con brasas encendidas sobre el altar que, alimentadas con incienso generoso, forman una columna de oloroso perfume que se eleva al cielo. Representa el clamor de Cristo y de sus santos intercediendo por nosotros pecadores. Este buen olor de Cristo es gratísimo a Dios Padre. El perfume impregna al templo y a nosotros pecadores reconciliándonos con Dios y con los hermanos.

Luego, con lienzos limpios se recoge el óleo sobrante. Una vez seco el altar, se reviste con un blanco mantel, se ilumina con velas y luces y se adorna con flores. Ya está preparado para que se celebre la Eucaristía. Al acercarse para ofrecer el sacrificio, don Demetrio, le dio un beso. Es un ósculo de amor agradecido al Dios tan cercano.

Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es

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