El último ‘motu proprio’ del papa Francisco, publicado el pasado 8 de agosto, ha motivado distintos análisis y comentarios. El nuevo texto modifica dos cánones del Código de Derecho Canónico (CIC) relativos a la figura de la prelatura personal, lo que afecta al Opus Dei, que es la única prelatura personal establecida en la Iglesia católica.
La previsión más importante es que las prelaturas personales son asimiladas a las asociaciones clericales. Estas últimas se encuadran entre las asociaciones de fieles, pueden admitir a fieles laicos, pero son dirigidas por clérigos y hacen suyo el ejercicio del orden sagrado (CIC, c. 302). Algunas de estas asociaciones pueden incardinar clero y contar así con la dedicación estable de sacerdotes; pero deben distinguirse de las llamadas asociaciones de clérigos, es decir, compuestas exclusivamente por presbíteros y diáconos, que son reguladas en un lugar distinto del CIC (c. 298).
Asimilación sin identificación
Es importante subrayar que la asimilación dispuesta por la nueva ley pontificia no equivale a una identificación entre prelaturas personales y asociaciones, sino solamente una semejanza en ciertos aspectos, singularmente los que se refieren a la dedicación del clero.
El uso de la analogía en derecho expresa una semejanza, pero también la necesaria distinción entre instituciones. Por ejemplo, una cuasi-parroquia se equipara en ciertos aspectos a una parroquia, pero no se identifica con ella, porque le faltan algunos elementos necesarios en toda comunidad parroquial.
Sin embargo, el problema que plantea el nuevo ‘motu proprio’ es que no parece existir una semejanza suficiente para justificar la asimilación de la prelatura personal a la asociación clerical, como ha explicado la profesora italiana Geraldina Boni en un reciente artículo.
No basta decir que así lo dispone ahora la ley canónica, pues la voluntad del legislador no es capaz de obrar milagros transformando la realidad. La base de la asimilación tiene que encontrar su justificación en la historia y en la vida de la Iglesia, en la que se encuentran agrupaciones diversísimas, no confundibles entre sí, por más que todas cooperen al bien común de la realización de la ‘communio’ eclesial.
Diferencias fundamentales
Hay varias razones que explican las diferencias fundamentales entre prelaturas personales y asociaciones. La historia del derecho canónico nunca las ha asimilado. Las prelaturas han sido ámbitos de jurisdicción de un prelado secular, como quedó nítidamente establecido en el CIC de 1917, que a su vez recogió una amplia tradición anterior.
Con el Concilio Vaticano II y el CIC de 1983 las prelaturas se distinguen en territoriales, si el prelado gobierna un territorio al que pertenecen los fieles de la prelatura, o personales, si la participación de los fieles en la prelatura depende de circunstancias sociales que sean especialmente relevantes para la misión de la Iglesia.
Además, el CIC sigue regulando las prelaturas personales en un título distinto del que se dedica a las asociaciones de fieles, incluidas las asociaciones clericales. El contenido de las normas es bien distinto: una asociación no puede tener un seminario propio, como tiene la prelatura personal (c. 295 § 1), ni es erigida con el necesario dictamen de la conferencia episcopal del país (c. 294), ni tiene propiamente obras “pastorales o misionales” (c. 297), sino que sirve a fines específicos de piedad, caridad o apostolado (c. 298 § 1).
Son diferencias importantes, pero no bastan todavía para dar respuesta a la cuestión de la insuficiente semejanza entre prelaturas y asociaciones. La respuesta es compleja e implica los fundamentos de la organización eclesiástica. Sin embargo, se puede intentar al menos proponer ahora alguna anotación.
Misión del pueblo de Dios
La prelatura, toda prelatura, sea territorial o no, expresa la dimensión institucional pública de la Iglesia y afecta a la misión del pueblo de Dios. Implica una distribución y relación de los fieles entre sí sobre la base del bautismo y del orden sagrado. Las prelaturas son comunidades, instrumentos pastorales y apostólicos por los que la Iglesia organiza su actividad pública de magisterio, régimen, liturgia y caridad en distintos países.
En el derecho canónico se conocen tradicionalmente con el nombre de circunscripciones. El catálogo de circunscripciones es variado: existen prefecturas, vicariatos, ordinariatos, administraciones apostólicas… y prelaturas. La figura ejemplar de estas comunidades es la diócesis.
Las diócesis se constituyen cuando las comunidades locales alcanzan la madurez suficiente en número de bautismos y clero disponible. A la diócesis se aplica la doctrina teológica de la Iglesia particular, desarrollada especialmente a partir del Concilio Vaticano II, de modo que no puede considerarse un mero distrito administrativo de la organización eclesiástica, sino parte necesaria de la comunión de las Iglesias.
Comunidades cuasi-diocesanas
Por su parte, las prelaturas no son diócesis, pero tradicionalmente han sido consideradas comunidades cuasi-diocesanas, bien porque acabarán siendo diócesis, bien por disponer de elementos de gobierno y organización típicos de las diócesis.
Por el contrario, las asociaciones responden a otros principios y siguen una dinámica distinta. Aunque a veces sean promovidas por los obispos o la Santa Sede, las estructuras asociativas son fruto del ejercicio de un derecho humano y cristiano que la Iglesia reconoce y promueve. En este sentido, no son concesión de la autoridad, sino que encuentran su fundamento radical en el sacramento del bautismo que justifica los derechos de los fieles.
Estos principios son reconocidos explícitamente por el Vaticano II y la legislación posconciliar, así como por importantes documentos pontificios, como la exhortación ‘Christifideles laici’, publicada por san Juan Pablo II en 1988. Algunas asociaciones se componen de laicos, otras son exclusivamente de clérigos, y finalmente existen asociaciones de clérigos y laicos.
Distinta razón de ser
Las asociaciones deben su razón de ser a la libertad e iniciativa de los fieles, sin perjuicio de que la autoridad las apruebe o incluso erija en algunos casos, en el ejercicio de una función de garantía de la comunión eclesial. Por su parte, la naturaleza y organización de las prelaturas no deriva de la voluntad “popular”, sino de la ‘sacra potestas’, es decir, de la potestad pública de régimen o jurisdicción que Jesucristo entregó a los apóstoles y sucesores.
La potestad de jurisdicción no es mero dominio, sino un instrumento necesario para ayudar a los bautizados en su camino a la vida eterna; asegura la unidad comunitaria y se distingue de la simple capacidad del presidente de una asociación para dirigir su vida interna junto con sus socios. El prelado de una prelatura personal no es un simple primero entre iguales, sino que ocupa una posición ‘capital’, como instrumento visible de comunión en la prelatura, de manera que toda la potestad que en ella se ejerce es participación y colaboración en la potestad del prelado.
En el caso del Opus Dei, la figura del prelado es representación visible del Señor según el espíritu recibido por san Josemaría. Sirvan unas breves palabras sobre esta prelatura personal, dentro de nuestro argumento principal.
El caso del Opus Dei
El Opus Dei fue regulado en sus primeros pasos como una asociación de fieles y más tarde, en 1947, recibió la aprobación como instituto secular. En 1982 la Obra fue erigida en prelatura personal, porque ya san Josemaría había llegado a la convicción de que solo una solución así, del estilo de una prelatura, podía garantizar plenamente dos aspectos del carisma del Opus Dei: por una parte, la secularidad de sus miembros, que no son consagrados ni religiosos, y, por otra, la unidad orgánica de todos en una misma institución (clérigos y laicos, célibes y casados, mujeres y varones. En la historia canónica de la Obra esta diversidad-unidad no había conseguido encontrar pleno reflejo en la legislación).
Pero, aunque el Opus Dei vivió en la Iglesia según fórmulas asociativas hasta que se encontró la solución de la prelatura personal, la realidad es que la Obra tiene poco que ver con una asociación. Este desajuste no deriva de una mayor o menor influencia o poder del prelado, ni con su posible condición episcopal. Desde luego, no tiene que ver mayores o menores ‘privilegios’, como a veces se ha escrito con poco tino, sino que responde a elementos espirituales propios.
Inspiración divina
La Obra es una realidad surgida en la Iglesia por ‘inspiración divina’, como reconoce la constitución apostólica que la erigió como prelatura personal en 1982. Fue una luz que san Josemaría no buscó, pero que irrumpió en la historia el 2 de octubre de 1928 y fue confirmada el 14 de febrero de 1930 y de 1943. A partir del momento en que el santo “vio” lo que Dios le pedía, en 1928, puede considerarse fundado el Opus Dei.
Solo estaba la persona del fundador, con “26 años, la gracia de Dios y buen humor”, como solía repetir. Todavía no había fieles vinculados con la Obra, pero este proyecto divino había comenzado a realizarse en la vida de la Iglesia, a la espera de los primeros miembros y el reconocimiento de la autoridad. Este hecho sobrenatural, misterioso y carismático, de la fundación del Opus Dei expresa un espíritu que san Josemaría pudo encarnar y trasmitir hasta su muerte en 1975.
Llamada a la santidad
Es una llamada a vivir, y enseñar a vivir, la santidad en medio de la vida corriente del cristiano, que los fieles del Opus Dei aceptan e intentan aplicar con responsabilidad personal. Sin embargo, no pueden modificar libremente la finalidad y los rasgos esenciales de ese camino, porque la naturaleza, estructura, y finalidad del Opus Dei no dependen de la voluntad colectiva de sus miembros, lo que significa una diferencia fundamental con el principio asociativo.
Los miembros del Opus Dei son llamados con vocación divina a formar parte de un plan expresado a través del espíritu que Dios transmitió a san Josemaría y que la Iglesia ha reconocido repetidamente. Procuran vivir libremente este espíritu o carisma, pero su contenido no puede alterarse a voluntad. Algo semejante ocurre en algunos institutos religiosos, que expresan una realidad carismática y su reconocimiento jurídico canónico les distingue claramente de las comunes asociaciones de fieles, incluyendo una especial potestad de gobierno en el superior general. Solo es una semejanza, pues los fieles del Opus Dei no son consagrados ni pueden considerarse religiosos.
En resumen, es indudable que el nuevo ‘motu proprio’ sobre las prelaturas personales plantea algunos problemas de fundamentación e interpretación. Paralelamente, el Opus Dei se encuentra ante la delicada situación de tener que adaptar sus estatutos, sin alterar elementos esenciales, a la nueva normativa.
La labor interpretativa y aplicativa no podrá perder de vista la distancia entre esta prelatura y los modos de desarrollo característicos del principio asociativo. En efecto, propiamente el Opus Dei no es una asociación de fieles clerical y la ley eclesiástica se orienta a la salvación de las almas, no a perjudicar a los fieles ni a perturbar la paz de sus conciencias y de las instituciones que legítimamente los agrupan.
Antonio Viana en vidanuevadigital.com
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