La sociedad del descarte, la opulencia en la que vivimos, la búsqueda ansiosa de dopamina, la inmediatez sin esperanza… crean un caldo de cultivo nocivo
El Papa León, en continuidad con sus predecesores -Francisco, Benedicto, Juan Pablo- nos regala una preciosa reflexión sobre la fragilidad humana, deteniéndose en sus pobrezas y carencias. La exhortación apostólica Dilexi te es una invitación a no apartar la mirada de aquello que no resulta grato, complaciente o placentero. La realidad es mucho más rica que todo eso. Hay dolor, pobreza, fragilidad… y todo ello forma parte de la belleza del ser humano: imagen de Dios, que también asume nuestra precariedad.
La sociedad del descarte, la opulencia en la que vivimos, la búsqueda ansiosa de dopamina, la inmediatez sin esperanza… crean un caldo de cultivo nocivo, una atmósfera de fantasía que nos evade de lo real. El ser humano -hombres y mujeres- no es como nos lo pintan. Tampoco lo son la familia, las relaciones laborales, la sexualidad o la salud. Esto no es Jauja, aunque, como he defendido en repetidas ocasiones, creo que el mundo es bueno.
En el mundo de la moda hemos admitido que “la arruga es bella”, como también lo son los rotos y descosidos. Nos falta descubrir lo que de hermoso hay en la pobreza y la debilidad, en las carencias y defectos. Son componentes propios de nuestra condición, de nuestras relaciones, de la realidad. Contar con ellas, sin mirar hacia otro lado, es condición necesaria de nuestra vida. Al igual que hay carencias, también tenemos medios para aliviarlas y superarlas.
Dilexi te nos propone el amor como forma de vida, no solo de pensamiento. Inspirado en el gesto evangélico de la mujer que derrama perfume sobre Jesús, el Papa subraya que el amor no se calcula ni se racionaliza: se vive con gratuidad y entrega. El amor sale de sí mismo y lleva a fijarse en el otro, en sus necesidades. Lleva a compartir.
Nos dice el libro del Eclesiástico: “El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento”.
Nuestro corazón debe ser como el del Señor, que no hace distinciones: para Él todos son iguales, importantes, queridos.
Señala el Papa: “He decidido recordar esta bimilenaria historia de atención eclesial a los pobres y con los pobres para mostrar que esta forma parte esencial del camino ininterrumpido de la Iglesia.
El cuidado de los pobres forma parte de la gran tradición de la Iglesia, como un faro de luz que, desde el Evangelio, ha iluminado los corazones y los pasos de los cristianos de todos los tiempos. Por tanto, debemos sentir la urgencia de invitar a todos a sumergirse en este río de luz y de vida que proviene del reconocimiento de Cristo en el rostro de los necesitados y de los que sufren”.
Todos experimentamos trazos de pobreza: en la salud o el carácter, en el comportamiento, en nuestra formación. También la notamos en nuestros seres queridos, en nuestros contemporáneos. En la exhortación se reconocen múltiples rostros de la pobreza, todos ellos interconectados y reveladores del clamor de los más pequeños, donde se deja ver el rostro de Cristo: pobreza material, cultural, espiritual, relacional, estructural y existencial. Esta pobreza puede abrirnos a la compasión y a la conversión.
El documento invita a abandonar una existencia centrada en el poder, la relevancia o el prestigio, para abrazar la humildad y la cercanía. El vernos frágiles puede llevarnos a Dios. De hecho, en muchas personas -sobre todo jóvenes- hay un volver a Dios, a la Iglesia, como entornos seguros, con sentido. También se despierta la preocupación por los más débiles y necesitados.
Dice el Papa que los pobres no solo son sostenidos por los medios económicos de los pudientes, sino que nos evangelizan: “¿De qué manera? Los pobres, en el silencio de su misma condición, nos colocan frente a la realidad de nuestra debilidad. El anciano, por ejemplo, con la debilidad de su cuerpo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad, aun cuando buscamos esconderla detrás del bienestar o de la apariencia. Además, los pobres nos hacen reflexionar sobre la precariedad de aquel orgullo agresivo con el que frecuentemente afrontamos las dificultades de la vida”.