La guerra es un grave contratiempo. Hay ruinas y muertos, sufrimientos y tragedias por todas partes. El Padre sufre como todos, pero sabe que el Señor no le abandona. Y sigue haciendo la Obra de Dios, alegre a pesar de las dificultades.
Desde San Sebastián y Pamplona, el Padre se dirige a Burgos. Viste por fin su querida sotana y celebra todos los días la Santa Misa con ornamentos y vasos sagrados. Realiza, como siempre, un intenso trabajo.
Cierto día llega a las afueras de Madrid. Un hijo suyo ha sido gravemente herido y acude para acompañarle. El Padre tiene la ocasión de ver la capital de España rodeada por el ejército.
Con unos anteojos de campaña, el Padre mira la ciudad y se echa a reír. Está viendo destrozada la residencia DYA.Acepta alegremente la Voluntad de Dios.
Apenas acaba la guerra, el Padre vuelve a Madrid. En casa de su madre encuentra a su familia y a algunos miembros de la Obra que le están esperando. El encuentro es muy emocionante. Poco después se acerca a la Residencia. El edificio, destrozado por las bombas, está peor de lo que había visto desde las trincheras.
Poco tiempo después, junto con los miembros de la Obra, comienza, con gran ilusión y esfuerzo, a colocar los muebles de una nueva Residencia. Indica que coloquen un mapamundi. De este modo, cuando pasen y lo vean, recordarán que el Opus Dei debe extenderse por todo el mundo.
Poco a poco llegan los nuevos residentes. La casa está siempre llena de estudiantes, que asisten a las charlas de formación que da el Padre y a estudiar. Doña Dolores y su hermana Carmen cuidan todos los detalles materiales para que la Residencia sea un verdadero hogar, donde todos viven a gusto.
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