Pio Santiago

 

Índice:

1.       ¿Una cuestión menor?

1.1.    Delimitación del concepto

1.2.    Eutrapelia: la diversión ordenada

2.       La diversión desordenada

2.1.    La diversión excesiva del bomólogo

2.2.    La diversión defectuosa del agroico

BIBLIOGRAFÍA


1. ¿Una cuestión menor?

En el libro cuarto de la Ética a Nicómaco, Aristóteles se refiere a la virtud que ordena el descanso y la diversión: la eutrapelia. Santo Tomás habla de esta virtud principalmente en laSuma Theologiae (II-II, q. 168, aa. 2-4), y en su comentario a la Ética (IV, l. 16), pero a lo largo de su obra vemos que lo lúdico aparece en 173 sentencias. Esta abundancia nos da idea de que no es una cuestión marginal en el pensamiento del Aquinate. Solamente en la Sumadedica a esta virtud el triple de espacio que Aristóteles en la Ética, e invoca autoridades de autores paganos (como Cicerón) y cristianos (Ambrosio y Agustín, entre otros).

1.1.Delimitación del concepto

La palabra que emplea Tomás de Aquino para referirse al campo de ejercicio de la eutrapelia es «ludus», que, aunque normalmente se traduzca como «juego», tiene un sentido más amplio que el que le asignamos habitualmente en castellano. Me parece más correcto traducirlo por «diversión», ya que se refiere no sólo a las actividades que llamamos lúdicas o deportivas, sino al ocio en general, es decir, a todo aquello que nos sirve para descansar del trabajo, desde el juego y el deporte hasta las bromas, chistes, ocurrencias y dichos ingeniosos. Así se entiende que Tomás de Aquino traduzca eutrapelia por «iucunditas», es decir, «buen humor». En este sentido, Tomás habla también del «eutrapelus» como «bene vertente» (siguiendo la etimología griega, por al que Aristóteles quiere comparar la eutrapelia como virtud del alma flexible a la agilidad del cuerpo que se mueve con soltura). Esa interpretación del alegre, que sería «aquél que se vuelve o convierte bien», lleva al Aquinate a hablar de la eutrapelia como la capacidad de convertir adecuadamente en risa las incidencias de lo cotidiano:

«Et dicit, quod illi qui moderate se habent in ludis vocantur eutrapeli, quasi bene vertentes, quia scilicet ea quae dicuntur vel fiunt convenienter in risum convertunt».[1]

1.2. Eutrapelia: la diversión ordenada

Aristóteles sale al paso de quienes condenan toda actividad ociosa, señalando que, «dado que en la vida también hay descanso y en éste hay entretenimiento acompañado de diversión, parece que también aquí se produce una cierta elegancia de trato entre lo que se debe decir y cómo decirlo, e igualmente en oír».[2] El descanso es una actividad lícita, y aun necesaria, no tanto como fin en sí misma, sino ordenada a la acción. Santo Tomás ilustra la conveniencia del ocio con una historieta que toma de las Colaciones de los Padres:

«El evangelista san Juan, cuando algunos se escandalizaran de verlo jugando  con sus discípulos, mandó a uno de ellos, que tenía un arco, que tensara una flecha. Después de hacerlo muchas veces, le preguntó si podría hacerlo ininterrumpidamente, a lo que el otro respondió que, si lo hiciera así, se rompería el arco. San Juan hizo notar entonces que, al igual que el arco, se rompería también el alma humana si se mantuviera siempre en la misma tensión».[3]

La diversión es necesaria con vistas a la acción, pues sólo el que de vez en cuando descansa del trabajo y se divierte podrá luego reemprenderlo con fuerzas renovadas, mientras que el que trabaja sin descanso sucumbirá a la tensión del esfuerzo continuo, y al cabo cumplirá peor su función, y el fruto de su acción será peor que la del que sabe divertirse. Aristóteles señala que «en la conservación de esta vida es necesario descansar mediante el juego. Hay que hacer uso de él, por tanto».[4]

Para que este uso sea ordenado y conforme a razón, Santo Tomás afirma que hay que cuidar tres cosas:

1) evitar que este deleite se busque en obras o palabras torpes o nocivas,

2) o que la gravedad del espíritu se pierda totalmente;

3) por último, hay que procurar que el juego se acomode a la dignidad de la persona y al tiempo, es decir, que sea digno del tiempo y del hombre

Estos excesos se evitan por la eutrapelia o alegría (iucunditas), que ordena según la razón el juego y la diversión.

2. La diversión desordenada

2.1 La diversión excesiva del bomólogo

El que se excede en la diversión incurre en el vicio de bomología: nada ni nadie es ahorrado para alimentar su desordenado deseo de divertirse y provocar la risa. Aristóteles habla de estos así:

«Los que se exceden en lo risible parecen bufones y toscos porque está siempre pendientes de lo ridículo y tienden más a provocar la risa que a hablar con decoro y no dañar a quienes son objeto de sus burlas».[5]

De cualquier ocasión hace motivo de burla, sin reparar en las circunstancias, y así no le importa ofender a los demás o resultar él mismo ridículo, ni tiene reparos en bromear en lugares y tiempos que naturalmente exigen gravedad. El Aquinate señala «que nadie llama a éste gracioso, es decir, virtuoso».[6] En castellano existe la voz «truhán» para referirse al que así se excede en la broma, y que se define como “aquél que con bufonadas, gestos, cuentos o patrañas procura divertir y hacer reír” (DRAE).

Santo Tomás distingue al bomolochus del irrisor. Mientras éste pretende zaherir a los demás con sus bromas, es decir, su fin es la ofensa, el bomólogo sólo pretende divertirse y divertir, aunque para conseguirlo ofenda a los demás o se ridiculice a sí mismo; su fin, por tanto, es la diversión, y a ella consagra el bienestar y aun la dignidad propia y ajena. El irrisor es necesariamente malévolo, mientras que el bomolochus puede ser sólo inoportuno, y se le compara a los milanos que rondan los templos para hacer rapiña de las vísceras de los animales inmolados, pues son incapaces de distinguir lo conveniente de lo inconveniente, y así hacen motivo de broma aquello que de ninguna manera lo es[7].

En el exceso de diversión ve Tomás un pecado, según Prov 14,13: «La risa se mellará con el llanto, y el gozo termina en luto». Como en el exceso de diversión hay risa y gozo desordenados, les corresponde el llanto y luto que anuncia el proverbio. La diversión será excesiva cuando sobrepase la norma de la razón, y por tanto exceda el dominio de la eutrapelia. Este exceso puede ser grave, en primer lugar, por las mismas acciones que se realizan en el juego, cuando es grosero, insolente, disoluto y obsceno, es decir, cuando con ocasión del ocio hay palabras o acciones torpes o nocivas al prójimo en materia grave. También puede haber grave exceso por falta de las debidas circunstancias, como el hacer uso de él en lugar o tiempo indebido, o de forma que desdiga de la dignidad de la persona o de su profesión. Por último, también puede ser pecado mortal cuando, por exceso de pasión, se prefiere la diversión al amor de Dios, y se violan los preceptos de Dios o de la Iglesia por no dejar de divertirse.[8]

2.2. La diversión defectuosa del agroico

Pero la diversión no sólo puede ser viciosa por exceso, sino también por defecto. A este vicio llama Aristóteles agroikía. El agroico, que el Filósofo llama también duro o rústico, es aquél para quien toda diversión es inútil, y no se permite bromear bajo ningún concepto, ni tolera que los demás lo hagan en su presencia. Tomás les llama «agrii», es decir, «amargos». La palabra «rusticidad», que en castellano remite a la persona sencilla, poco sofisticada, pero no necesariamente viciosa, no hace justicia a la noción de agroicismo; será más exacto hablar de «dureza» o «amargura».

En la Summa Theologiae, II-II, q.168, a.4, Tomás de Aquino explica que «va contra la razón el mostrarse oneroso para con los otros, es decir, no proporcionarles nada agradable, e impedir sus deleites». Peca por defecto el que nunca se permite un chiste, ni consiente que los demás bromeen en su presencia, aunque sus chanzas sean ordenadas por la razón. Los que esto hacen no son austeros, sino duros, pues la austeridad sólo veta los deleites desordenados, y la diversión y broma es justa cuando se ordena a la razón, y entonces no hay motivo para rechazarla sin pecar.[9] El defecto de diversión, no obstante, es menos vicioso que el exceso, ya que el deleite no se ordena directamente a la felicidad de la vida humana, sino sólo a la acción, por cuanto consiste en el justo descanso de ésta. Y sigue lo que dice Aristóteles, «que un poco de sal basta para condimentar toda la comida».[10]


BIBLIOGRAFÍA

Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza, Madrid 2002.

––, Ética nicomáquea. Ética eudemia, Gredos, Madrid 41998.

Tomás de Aquino, Sto., Sententia libri Ethicorum, Pamplona 2001.

––, Suma de Teología, BAC, Madrid 1994.


NOTAS:

[1] In IV Ethic. 16,5

[2] Ética a Nicómaco IV, 8 (en adelante EN).

[3] S.Th., II-II, q.168, a.2co. El ejemplo lo toma de Casiano, col.24 c.21: ML 49,1312.

[4] EN, IV, 8

[5] EN, VI, 8

[6] In IV Ethic. 16,15

[7] In IV Ethic. 16,3.

[8] S.Th., II-II, q.168, a.3co.

[9] S.Th., II-II, q.168, a.4, ad 3.

[10] EN, VI, 4.

Pio Santiago

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Publicado en: A.SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.

Índice

1.         Noción

2.         El estudio: templanza y fortaleza

3.         El diálogo

4.         La reflexión

5.         La curiosidad


1.         Noción

El estudio es la virtud que modera y orienta según la razón el deseo de conocer[1]. Y precisamente por eso, influye en toda la conducta, pues toda actividad del hombre, si se quiere desarrollar bien, comienza por el conocimiento y reclama, a lo largo de su ejecución, la aplicación de la mente. La actividad técnica o artística, por ejemplo, exige que previamente se sepa hacer lo que se quiere hacer, que se piense sobre los medios que hay que poner para conseguir hacer lo que se pretende, y que se sepa cómo aplicarlos adecuadamente.

El estudio tiene que ver, por tanto, con todo lo que en la vida es ocupación (studium, en el sentido latino). Ahora bien, la «ocupación» fundamental de la persona –que incluye y da sentido a las demás- es la tarea de su propia vida: alcanzar su plenitud como persona, su felicidad y salvación. Esta es la ocupación –la investigación de las verdades relevantes para la persona- a la que debe aplicarse, en primer lugar, la virtud del estudio. 

La fe cristiana debe ser un acicate para el estudio y la formación intelectual en todos los campos: «Tened en cuenta –anima el Apóstol- todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio»[2]. La fe nunca es una barrera para profundizar en la verdad científica y técnica, como quiere hacer creer la crítica racionalista. El reto que en otro tiempo lanzó la Ilustración al cerrilismo, aude sapere!, lo lanza de continuo la fe a la razón para que trascienda sus propios límites. 

El cristiano, que está llamado a poner a Cristo en la cumbre de su actividad humana[3], debe sentirse impulsado a adquirir la mejor formación intelectual que pueda, no sólo en el ámbito teológico, sino también científico y técnico, sabiendo distinguir entre la verdadera y la falsa ciencia. Esta es la que aparta de la fe[4], la que se busca para exaltar la propia excelencia, y no para el servicio del bien de la persona[5]; la que se cierra orgullosamente a la verdad divina, convirtiéndose en necedad[6].

«La investigación metódica en todas las disciplinas, si procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque la realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerzo por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son»[7].

2.         El estudio: templanza y fortaleza

El objeto propio de la virtud del estudio, lo que ella ordena, no es la actividad del conocimiento como tal, sino el deseo de conocer. Esta virtud proporciona al hombre un deseo recto de conocer la verdad, y de aplicar rectamente su entendimiento a lo que debe aplicarlo y no a otra cosa[8], evitando así toda curiosidad impertinente. Desde este punto de vista, es decir, como virtud moderadora del deseo de conocer, el estudio es un aspecto de la templanza.

Pero el estudio participa también de la virtud de la fortaleza, pues estimula a adquirir conocimiento cuando tendemos a evitar el esfuerzo que implica su búsqueda. Conocer la verdad, en efecto, supone dedicación de tiempo, concentración de la mente, reflexión, constancia, respeto a la realidad, etc. Para evitar estas dificultades, sucede a veces que la persona, en lugar de estudiar un asunto, se conforma con la opinión más difundida, o con la que más le agrada a primera vista, la toma acríticamente por verdadera y la defiende como si fuera cierta. La virtud del estudio, en cambio, confiere al deseo de conocimiento la fuerza necesaria para vencer la tendencia a la comodidad[9]. El hombre «estudioso» –que no se identifica necesariamente con el «intelectual”- no se conforma con el «se dice», con la opinión dominante o con las ideas de moda; sólo se conforma con la verdad.

3.         El diálogo

Además del estudio propiamente dicho, también la conversación, el coloquio o diálogo puede ser un medio para conocer la verdad. «Es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana»[10].

El presupuesto de todo diálogo es la existencia de la verdad y la capacidad del hombre para conocerla. Si se parte de que todas las opiniones son igualmente válidas, el diálogo se convierte en una actividad estéril. Por otra parte, el diálogo no es un fin en sí mismo –como pretende la posición relativista-, ni un regateo para consensuar verdades al gusto de todos, sino un medio para la búsqueda y la comunicación de la verdad entre las personas.

El diálogo, especialmente sobre las cuestiones más relevantes para la persona, no es fácil. Aunque le cueste admitirlo, el hombre tiene una fuerte tendencia a «cerrarse» a las opiniones contrarias a las suyas; siente una cierta fobia ante lo que no ha descubierto por sí mismo, especialmente si contradice sus opiniones. De ahí que, para que el diálogo sea fructuoso, se requiera una previa educación que, entre otras, ha de fomentar las siguientes actitudes:

a) El amor a la verdad. La finalidad del diálogo es la búsqueda o la comunicación de la verdad, y no la victoria dialéctica sobre los que piensan de modo diferente. Los que dialogan deben tener el deseo sincero de acoger la verdad. Para ello es imprescindible saber escuchar, con ánimo de comprender, sin encerrarse obstinadamente en la propia posición.

b) La claridad, que exige esforzarse por expresar el pensamiento y comunicar la verdad de modo inteligible para el oyente. En muchas ocasiones, la falta de entendimiento se debe a la falta de inteligibilidad del discurso. Y no rara vez esa falta de claridad esconde la vanidosa pretensión de que el propio pensamiento sea juzgado profundo por ser oscuro.

c) La mansedumbre, necesaria para no enfadarse con las ideas ni mucho menos con quienes las defienden. Sustituir las razones por la descalificación personal puede manifestar debilidad de carácter, ignorancia o poco respeto por la dignidad de la persona. La verdad no puede imponerse nunca por la violencia física o verbal.

«El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso»[11].  En el diálogo debe realizarse la unión de la verdad con la caridad[12], de la inteligencia con el amor.

d) Atenerse a las ideas: son estas las que hay que entender, afirmar o rebatir. Para dialogar es imprescindible la disposición interior de aceptar la verdad venga de quien venga: no «mirar a quien habla», sino prestar atención a lo que dice. 

«Al aceptar o al rechazar una opinión, no debe el hombre dejarse conducir por el amor o por el odio hacia el que opina, sino por el amor a la verdad misma. De ahí que conviene amar a todos, tanto a aquellos cuya opinión seguimos como a aquellos cuya opinión rechazamos, porque unos y otros nos ayudan en la adquisición de la verdad. Y por ello es justo decirles: gracias»[13].

4.         La reflexión

Al estudio y al diálogo debe añadirse la reflexión, sin la cual incluso la verdad conocida queda en la superficie del alma, no se asienta en la profundidad de la persona, y corre el riesgo de perderse, por  no haber sido convertido en vida.

Reflexionar significa «pensar atenta y detenidamente sobre algo»[14]. Consiste en entrar en uno mismo, en el hombre interior, para buscar la verdad[15]. Es una actitud definida por la concentración de nuestras potencias cognoscitivas hacia la búsqueda de la verdad sobre un asunto. Tal actitud exige recogimiento: silencio, cese de la actividad, un cierto aislamiento del exterior, y dominio de los sentidos –especialmente de la imaginación y la memoria- para que colaboren con la inteligencia.

La reflexión implica salir del anonimato, de la frivolidad, y superficialidad en las que se vive habitualmente; quitarse las máscaras con las que se pretende aparentar ante los demás algo que no se es; renunciar a las actividades alienantes a las que el hombre se entrega para no pensar; y superar el miedo a enfrentarse con el mundo interior personal, si se sospecha que está vacío o es falso. Sólo así puede la persona entrar en sí misma, no para hacer una especie de introspección psicológica, sino para encontrar la verdad profunda de lo que es y de lo que puede ser[16].

El silencio necesario para la reflexión no es sólo el silencio exterior, sino, sobre todo, el interior, que consiste en hacer callar los propios intereses y conveniencias, las preferencias, ambiciones y gustos, para que pueda hacerse oír claramente la voz de la verdad. Se requiere una cierta ascesis de la inteligencia para liberarla de todo aquello que distorsione la realidad, de modo que pueda verla tal como es, incluso cuando resulte desagradable o penosa. La peor deformación de la inteligencia es tomar los deseos por realidades.

5.         La curiosidad

El significado más obvio del término curiosidad es querer enterarse de lo que a uno no le afecta. De modo más preciso, la curiosidad puede definirse como el exceso del deseo de conocer[17]; es un modo impertinente, moralmente malo, de ejercerlo. En realidad, a la persona curiosa le importa más satisfacer su afán de conocer que la verdad en sí misma.

El deseo de conocimiento, que en sí es bueno, puede convertirse en algo desordenado o nocivo[18], dando lugar a diversas formas de curiosidad.

a) Buscar la verdad con una intención mala. Es el caso, por ejemplo, del que desea saber más para tener motivos de orgullo, o el de quien estudia los mejores medios para realizar una acción inmoral. En ambos casos, la posesión de la verdad se convierte en medio: en lugar de servir a la verdad, el hombre se sirve de ella y la utiliza para fines inmorales.

b) Descuidar el estudio de las verdades necesarias, relevantes para la vida de la persona (formación profesional, moral y religiosa), por dedicar el tiempo a enterarse de cosas menos útiles. La dedicación de tiempo al estudio y su oportunidad, dependen en gran parte de las circunstancias personales. En todo caso, deben ordenarse lo intereses según la importancia y hacer compatible el estudio de la verdad con los deberes familiares, civiles, etc.

c) Empeñarse en aprender de personas a quienes no se debe escuchar. Santo Tomás pone como ejemplo a «los que preguntan a los demonios algunas cosas futuras, lo cual es curiosidad supersticiosa»[19]. El ejemplo es, por desgracia, plenamente actual. En las últimas décadas ha crecido de modo notable el número de adivinos de todo tipo, y el de personas que acuden a ellos con la curiosidad malsana de saber cosas sobre el futuro de sus vidas. Existen también, como en otras épocas, los falsos maestros, con más capacidad que nunca para hacerse oír, gracias a los medios de comunicación: prensa, revistas, libros, televisión, etc. Es preciso, en estas circunstancias, moderar el deseo de estar al día de todo lo que se dice y escribe, y tamizar con un sano espíritu crítico las opiniones que se difunden, especialmente las relativas a cuestiones morales y religiosas.

d) Desear conocer la verdad sobre las cosas sin ordenar dicho conocimiento al fin debido, que es el conocimiento de Dios. El conocimiento científico y filosófico, si es verdadero, puede y debe llevar a Dios. Pero el hombre puede también encerrarse en sí mismo, y utilizar su ciencia incluso para negar la existencia del Creador.

e) Tratar de conocer verdades que superan la propia capacidad. La causa de este tipo de curiosidad es casi siempre la soberbia y al deseo de ser admirados por los demás. Hay que saber detenerse con humildad ante lo que se encuentra por encima de nuestra comprensión, siguiendo el consejo de san Pablo: «No pretendáis saber más allá de lo que conviene saber, sino saber sobriamente; cada uno según Dios le repartió la medida de la fe»[20].

Un caso concreto en el que es especialmente importante regular, con la prudencia y la humildad, el deseo de saber, es aquel en el que la investigación de la verdad implica ponerse en cierto peligro de errar. Sucede, por ejemplo, cuando alguien, por justas razones, debe leer libros contrarios a la verdad. En tales situaciones, es importante tener en cuenta que:

a) la verdad ya conocida exige fidelidad (como veremos más adelante);

b) el error de la inteligencia implica normalmente errores prácticos: las ideas tienen consecuencias en la conducta;

c) el error se presenta con frecuencia bajo formas atractivas y mezclado con la verdad, y esto lo hace más creíble;

d) nadie puede considerarse inmune al error; sólo una persona pagada de sí misma puede pensar que tiene suficiente madurez intelectual para distinguir siempre lo verdadero de lo falso. La madurez intelectual, por el contrario, se caracteriza por la aceptación de los propios límites;

e) en consecuencia, es necesario poner los medios adecuados en cada situación para no dejarse engañar.

El vicio de la curiosidad no se da sólo en el ámbito del conocimiento intelectual, sino también del conocimiento sensible. Esta curiosidad, que se identifica con la «concupiscencia de los ojos», de la que habla San Juan[21], es un deseo de ver que pervierte la finalidad original de la vista, pues al hombre curioso no le interesa percibir la realidad, sino simplemente ver para deleitarse con ese conocimiento y dejarse absorber por él. Una de sus más graves consecuencias es que el hombre se incapacita a sí mismo para entrar dentro de sí y para conocer la verdad sobre la realidad más profunda.

En muchos casos, la curiosidad es consecuencia de la negación de la verdad y de la consiguiente renuncia a buscarla. Si no hay verdad, no hay esperanza, y sin esperanza el hombre no puede tener alegría. «Pero si el fondo del alma es la tristeza, se llega necesariamente a una continua huída del alma de sí misma, a una profunda inquietud. El hombre tiene miedo de estar sólo consigo mismo, pierde su centro, se convierte en vagabundo intelectual, que siempre se está alejando de sí mismo. Síntomas de esta inquietud vagabunda del espíritu son la verbosidad y la curiosidad. El hombre al hablar huye del pensamiento. Y puesto que se le ha quitado la visión hacia lo infinito, busca insaciablemente sustitutos»[22].

Notas

 

[1] Cfr. S.Th., II–II, qq. 166–167. Un estudio moderno sobre el tema puede verse en A. MILLÁN- PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 161–169. Sto. Tomás utiliza, para referirse a esta virtud, la palabra latina studiositas, que puede traducirse por estudiosidado estudio. El empleo de este segundo término no debe hacer olvidar que estamos tratando de una virtud y no de una actividad.

[2] Flp 4,8.

[3] Cfr. S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa: Homilías, Rialp, Madrid 2000 (38ª), nn. 156 y 183.

[4] Cfr. 1 Tm 6,20-21.

[5] Cfr. 1 Co 8,1.

[6] Cfr. 1 Co 1,19-20.

[7] GS, n. 36.

[8] Cfr. S.Th., II–II, q. 166, a. 2, ad 2.

[9] Cfr. S.Th., II–II, q. 166, a. 2, ad 3.

[10] PABLO VI, Enc. Ecclesiam suam (6.VIII.1964), n. 31.

[11] Ibidem.

[12] Cfr. Ef 4,15. Sobre la necesidad de evitar las discusiones, cfr. 2 Tm 2,14; 23-24.

[13] J. DUNS SCOTO, Expositio in Metaph. Aristo., l. XII, sec. 2, n. 56.

[14] Diccionario de la Real Academia Española.

[15] Cfr. S. AGUSTÍN, De vera religione, c. 39, n. 72: «Entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad».

[16] Cfr. R. SIMON, Morale, Beauchesne, Paris 1961, 9-10.

[17] Cfr. S.Th., II–II, q. 167, a. 1.

[18] Cfr. S.Th., II-II, q. 167, a. 1c.

[19] Ibidem.

[20] Rm 12,3.

[21] 1 Jn 2,16. Cfr. S. AGUSTÍN, Confesiones, X, 35, 55.

[22] J. RATZINGER, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 1990, 83.

Pio Santiago

 

Eduardo Ronald Oliveros

Parte de la Tesis Doctoral «La virtud de la modestia y las formas corporales de expresión en Santo Tomás de Aquino», presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2006.

Índice

Introducción

La modestia en el pensamiento moral de Santo Tomás

1. La visión tomista de virtud

2.  La templanza, virtud integradora de la modestia

2.1. La templanza en general

2.2. Las partes de la templanza

2.3.Partes potenciales de la templanza        

3. La modestia y sus virtudes subordinadas          

4. El objeto de la modestia

5. Sujeto de la modestia

5.1. La voluntad, sujeto primario

5.2. El apetito sensible y el deleite anímico

5.3.Discriminación del sujeto de la modestia

6. Definición de modestia

7. Virtudes regidas por la modestia

7.1.  La modestia en el comportamiento

7.2. La modestia en la apariencia externa

8.Vicios contrarios a la modestia

8.1. Vicios de la modestia en el comportamiento

8.2. Vicios de la modestia en la apariencia personal 

Bibliografía


Introducción

Suele considerarse que la modestia es una virtud menor – menor por la materia regulada –; sin embargo, posee con más propiedad que otras una característica que es básica en toda virtud: la moderación o medida (modus). Por eso, cuando decimos de alguien que es una persona modesta, podemos pensar enseguida en alguien que sabe estar en el lugar que le corresponde, alguien equilibrado al que da gusto tratar, que, incluso en el porte externo y en las maneras, es educado y sin afectación. Es una virtud humanamente atractiva, vivida por Cristo, modelo del hombre perfecto.

Somos conscientes de que el tratamiento de las formas corporales de expresión se ha realizado de diversas maneras y con diversos objetivos a lo largo de la historia del pensamiento. Pensamos que un estudio exhaustivo de la cuestión a través de la historia es una empresa inabarcable. Por eso hemos visto conveniente centrarnos en el pensamiento que sobre la modestia y las formas de expresión nos proporciona Santo Tomás, e intentar relacionarlo con los aspectos de esta virtud que han sido puestos de relieve por autores más recientes.

Por otro lado, debido a la banalización del cuerpo y al menosprecio de su importancia, que actualmente tiende a ser mayor, consideramos que es preciso mostrar que dichas formas tienen un contenido real y no solo convencional, pues deben ser proporcionadas al sujeto que las origina, es decir, al ser humano. La antropología tomista contiene, sin duda, los fundamentos necesarios para mostrar el valor positivo de los aspectos que acabamos de mencionar.

El hombre es un “ser en relación”. Por naturaleza necesita vivir en sociedad. La vida en sociedad reclama el ejercicio de virtudes fundamentales como la justicia, la generosidad, la templanza, etc. Sin embargo, estas virtudes siendo necesarias no bastan, de la misma manera que nadie desea habitar una casa que solo posee el armazón. Se necesitan otras virtudes menores que sean apoyo y protección de las virtudes fundamentales y a la vez manifiesten la perfección acabada de una vida virtuosa, ya que, como dice el Doctor Común, «para que haya virtud hay que atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo»[1].

Descuidar imprudentemente la modestia puede impedir o dificultar el ejercicio de otras virtudes relacionadas, pues todas son vividas por un único sujeto que actúa. No es suficiente contentarse con la moderación de los apetitos más vehementes, descuidando los más fáciles de moderar. Pensar que se puede alcanzar la plenitud de la persona descuidando las virtudes menores, es un engaño peligroso por su aparente inocuidad. El descuido de la modestia puede ocasionar, por ejemplo, que el aparente control ejercido por la templanza empiece a resquebrajarse con pequeñas fisuras, o que la caridad con los demás se convierta en una virtud más teórica que práctica. El fondo moral de la persona guarda una íntima relación con las formas externas, hasta tal punto que entre ambos se produce una cierta interacción: el buen fondo moral pide buenas formas; y el descuido de las formas arrastra muchas veces el fondo de la persona. Es este tal vez uno de los aspectos que menos se han tenido en cuenta en el estudio y en la educación de las virtudes que se relacionan de modo especial con la convivencia social. Su importancia aparece más clara cuando se aprecia adecuadamente la íntima relación entre espíritu y corporalidad.

La modestia es una virtud exigida directamente por el trato social, pero también por el trato con Dios. He aquí otra dimensión de la modestia sobre la que apenas se reflexiona. A través de los siglos, con la experiencia cristiana, al reflexionar sobre el proceso de santificación se ha puesto el énfasis en la función del alma, a veces, con cierta visión pesimista en relación al cuerpo, como si fuese un obstáculo en el camino a recorrer. Por eso, conviene no perder de vista que es la totalidad corpóreo-espiritual la que es llamada a ir a Dios en la unidad de su ser. El empeño ascético al que invita Cristo no debe despreciar o ignorar las potencialidades del cuerpo como si no fueran también un don de Dios.

La relación entre la vida sobrenatural y la modestia no se reduce únicamente a la mayor capacidad que, lógicamente, tiene la persona modesta para tratar a Dios con una delicadeza similar a la que vive con las demás personas. Hay razones más profundas implicadas en esa relación, que se pueden descubrir cuando se estudia el fenómeno religioso en cualquier época y cultura. La adoración no se puede realizar de cualquier manera: tiene exigencias, incluso en el aspecto externo de la persona que eleva su mente a Dios. Por otra parte, la oración, trato de intimidad con Dios, parece exigir que la persona sea dueña de su propia intimidad, y es precisamente la modestia la virtud que ayuda a la persona a guardarla.

La virtud de la modestia tiene también una íntima relación con la belleza y con los valores estéticos. El modo de vestir, de comportarse y de hablar debe manifestar la belleza que corresponde a la dignidad de la persona y a su filiación divina. Por eso, la educación en esta virtud implica necesariamente la educación del gusto estético, que es como la percepción del brillo del ser de los entes. Esto es posible porque la inteligencia puede conocer la razón de la belleza simultáneamente al reconocimiento de que la sensación de placer percibida se debe a esa belleza. En este proceso, la modestia remueve los obstáculos para el reconocimiento de la claridad y armonía del pulchrum, y así, las formas de expresión, en la medida en que muestran la belleza del fondo de la persona, colaboran en la intensificación del ser al participar con mayor plenitud del Ser absoluto.

La modestia es a todas luces una virtud poco popular. La búsqueda del éxito y del resultado inmediato con el mínimo esfuerzo, no es la mejor actitud para valorar las virtudes, y mucho menos si regulan “detalles pequeños” de la vida humana. El éxito no requiere virtudes, sino habilidades. Pero la pérdida del sentido de la modestia parece que se debe, sobre todo, a la pérdida de la dignidad del cuerpo y de las manifestaciones externas como expresión de la interioridad de la persona. Un problema de tan profundo calado como es la ruptura entre cuerpo y espíritu, naturaleza y persona, característica del pensamiento moderno, tiene aquí una de sus consecuencias más visibles.

La revalorización del cuerpo en la cultura contemporánea se manifiesta también en la reflexión cristiana actual. Pero, en este caso, el valor del cuerpo no es afirmado como alternativa al valor del espíritu, sino como un elemento imprescindible del desarrollo armónico de la identidad de la persona.

Ciertamente, la modestia ha perdido popularidad, en gran parte porque, en ciertos ámbitos culturales, se convirtió en una virtud sosa y vacía, compuesta de formalismos sin vida, digna de ser ridiculizada por la literatura. Pero actualmente no están en entredicho aquellas manifestaciones, sino su propia razón de ser. De ahí la importancia de rescatar la esencia de esta virtud y mostrar su raíz humana y cristiana.

El ser humano ha nacido para crecer en un mundo material. Pero ese “estar en el mundo” requiere un modo de concretarlo, de vivirlo, modo que muestra el contenido vital de la persona. Ser de un modo o de otro no es cosa tan simple y evidente como parece; no se reduce al mero hecho de existir, pues reclama un contenido que dé razón del modus vivendi.

Es preciso conformar el comportamiento con las costumbres necesarias para facilitar la vida social, pero siempre bajo la guía de la recta razón, para evitar que conductas decadentes y generalizadas en algunos lugares sean tomadas como modelo de comportamiento. En este sentido, la virtud de la modestia y otras virtudes relacionadas, como la austeridad, la cortesía, las buenas maneras, la afabilidad, etc., exigen una personalidad fuerte, fruto de la fidelidad a la verdad y al bien, y de la conciencia de la propia dignidad. Lo que está en juego no son aspectos secundarios relacionados con el modo de actuar o de vestir, sino la dignidad de la persona y, concretamente, la dignidad del cuerpo.

Muchas personas incurren en la falta de modestia por una pretendida espontaneidad y coherencia con el deseo de “ser uno mismo”. Esta consigna puede ser en ocasiones una mera excusa para justificar con comodidad cualquier acto excéntrico, y, en otras, supone una actitud de rebeldía ante lo establecido. En el fondo, todo depende del concepto que la persona tenga de sí misma, de su “ser”. De hecho, podría decirse que la modestia es la virtud de la persona que se manifiesta al exterior sabiendo que “es” persona, que “es” poseedora de una dignidad. Ser y manifestación del ser, he ahí una de las raíces profundas de esta virtud que, aparentemente, es secundaria y, para algunos, insignificante.

La persona dispone de la capacidad de orientarse hacia su perfección. Es consciente de quiénes y de lo que todavía no es pero desea alcanzar. A través de los distintos actos, cada uno se va haciendo. Pero, ¿cómo debe ser el propio modo de estar en el mundo, para orientar nuestra vida hacia su perfección? Examinar las respuestas de las distintas épocas y pensadores nos llevaría demasiado lejos. El objetivo de nuestro trabajo, como hemos dicho, consiste en averiguar la respuesta que da el pensamiento cristiano a través de Santo Tomás de Aquino, quien, como filósofo y teólogo, nos proporciona una síntesis segura como base de reflexión.

El acto modesto tiene un valor invariable y objetivo, independiente de la persona que lo valora, que puede descubrir o no su valor y tender hacia él o rechazarlo. La “ceguera moral”, es decir la atrofia en la percepción o aprehensión de los valores morales, también afecta al reconocimiento del valor de las formas de expresión corporal.

Todos los aspectos apuntados han sido otros tantos motivos para profundizar en la virtud de la modestia en el pensamiento teológico de Santo Tomás. Nos anima también a ello saber que – como afirma S. Pinckaers – la obra del Doctor Angélico constituye «el hecho histórico más importante para la moral, en relación con los que le han precedido y con los que le seguirán»[2], y proporciona rigor y unidad, tanto en el establecimiento de los principios como en el análisis de los elementos propios del obrar moral.

Por otro lado, la modestia y, concretamente, las virtudes subordinadas en las que nos centraremos (modestia en el comportamiento y modestia en la presentación personal), no han recibido en el pensamiento teológico posterior la atención y el interés que les corresponde. Una prueba de ello es la escasa bibliografía específica sobre estas virtudes, que suelen ser tratadas en estudios variados sobre otras virtudes, pero casi siempre tangencialmente.

La modestia en el pensamiento moral de Santo Tomás

1.  La visión tomista de virtud

Dado que es mucho lo escrito sobre la concepción de virtud elaborada por Santo Tomás, no pretendemos de ninguna manera en este apartado realizar un estudio profundo sobre esta cuestión. Simplemente propondremos al lector unas definiciones y conceptos que le permitan familiarizarse con el sentido en el que utilizaremos los diversos términos relacionados con la virtud.

Para definir la virtud, el Doctor Común, contra la costumbre de su tiempo, no se basa únicamente en la definición agustiniana[3], sino que incluye además, la aristotélica: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, y que está regulado por la recta razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente prudente»[4]

Teniendo en cuenta lo dicho por Aristóteles, de modo general, Santo Tomás afirma que la virtud es un hábito operativo bueno[5], «el principio del movimiento o de la acción»[6], necesario para que las potencias racionales, que no están unívocamente determinadas, se determinen a sus actos[7].  De esta manera, la virtud permite a una capacidad o potencia operativa obrar en orden a su fin, es decir, le da una perfección operativa que no le viene dada por la naturaleza de esa facultad[8].

En síntesis, las virtudes son perfecciones de aquellas facultades que están orientadas a la actividad (operatio), o dicho de otra manera, la virtud es la buena disposición de las facultades humanas para el perfecto cumplimiento de sus respectivas operaciones.

Las virtudes pueden ser intelectuales y morales. La virtud moral es «una cierta disposición, o forma, que ha sido impresa por la razón en la facultad apetitiva como un sello»[9] y que «perfecciona a la parte del alma que tiende, ordenándola al bien de la razón; el bien de la razón es aquel que es moderado u ordenado por la razón»[10]. Podemos afirmar, por tanto, que la virtud moral es un hábito bueno que perfecciona una potencia operativa, facilitando su obrar y ordenándolo al bien determinado por la razón. Así perfecciona la facultad y a la misma persona[11]

la modestia

2.1.  La templanza en general

Veamos a continuación la situación de la modestia, dentro del marco general de las virtudes tratadas por Santo Tomás en la Summa Theologiae, y concretamente de la templanza.

Santo Tomás clasifica las virtudes en torno a las tres virtudes teologales y las cuatro virtudes cardinales[12]. Éstas son jerarquizadas por el Aquinate según su proximidad a la razón[13]. La templanza, en sentido genérico, se asocia al término latino temperantia, relacionado con moderar, y en este sentido designa una propiedad de todas las virtudes. Pero, en sentido específico, la templanza es la virtud que perfecciona la facultad del apetito concupiscible, «el cual se dirige a aquello que con arreglo a la valoración de los sentidos parece placentero»[14]. A la templanza le corresponde, por tanto, regular los actos humanos que requieren moderación o contención.

Ahora bien, propiamente la virtud cardinal de la templanza se ocupa de las pasiones más fuertes, es decir, de los placeres más vehementes, como son los que siguen a las operaciones relacionadas con la nutrición y con la generación[15]. El apetito concupiscible[16] puede llevar a la persona a realizar actos que sobrepasen la norma de la razón, elevando el plano animal sobre el plano racional. Por eso la templanza debe moderar y rectificar ese apetito natural, manteniendo el justo medio, para que no pervierta el orden de la razón. Así tenemos que el sujeto propio de la templanza es el apetito concupiscible, y que su objeto son las pasiones vehementes de dicho apetito, especialmente las referidas al tacto[17].

Por otro lado, aunque existen otras virtudes relacionadas con la templanza – que también realizan el mismo tipo de regulación – lo hacen en materias menos difíciles de controlar por la razón. Con esto no se afirma que la virtud cardinal sea más perfecta que las virtudes anejas a ella, sino que versa sobre aspectos más fundamentales de la vida moral[18]. Para completar esta aproximación a la comprensión de la virtud de la templanza, pasemos ahora a tratar sobre sus partes[19].

2.2. Las partes de la templanza

Las partes integrales[20] de la templanza son la vergüenza[21] y la honestidad[22]. Las partes subjetivas[23] son la abstinencia, la sobriedad (ambas sobre los placeres de la nutrición), la castidad y el pudor[24] (éstas se refieren a los placeres de la generación: respecto al uso natural del sexo y respecto a otros actos complementarios, respectivamente). La última división corresponde a las partes potenciales: la continencia, la clemencia, la mansedumbre y la modestia. Partes potenciales son «las virtudes anejas, ordenadas a otros actos o materias secundarias porque no poseen toda la potencialidad de la virtud principal»[25]. Completan por tanto la virtud principal moderando algún movimiento hacia un objeto.

Como ya se dijo, la templanza propiamente modera los placeres del tacto, que son los más vehementes. De ahí que las virtudes que moderen alguna materia o refrenen deseos, se puedan considerar virtudes menores asociadas a la templanza, tal como lo afirma Santo Tomás: «Llamamos partes potenciales de una virtud a las virtudes secundarias, las cuales ejercen, en materias de una menor dificultad, un papel moderador semejante al que desempeña la virtud principal en una materia principal. […] toda virtud que modere alguna materia y refrene los deseos de cualquier objeto pueda considerarse parte de la templanza como virtud asociada a ella»[26].

Y en otro lugar precisa: «Las partes se asignan a las virtudes principales no según la coincidencia en el sujeto o materia sino por la coincidencia en el modo formal»[27].

Todo lo anterior se puede resumir en el siguiente cuadro sinóptico.


Partes

Característica

Virtudes

Integrales

Condiciones

Vergüenza

Honestidad

Subjetivas

Especies

Abstinencia

Sobriedad

Castidad-Pudor

Potenciales

Materias secundarias

Continencia

Clemencia y Mansedumbre

Modestia

Pasemos ahora a profundizar en las partes potenciales de la templanza, entre las cuales se encuentra la modestia.

2.3.  Partes potenciales de la templanza

El Doctor Común, partiendo de virtudes relacionadas con la templanza, anteriormente propuestas por otros autores[28], las ordena según la clasificación de partes integrales, subjetivas y potenciales, explicada en el apartado anterior.

Para la clasificación de las partes potenciales de la templanza, Santo Tomás indica tres campos o ámbitos de acciones y movimientos, en los que otras virtudes pueden compartir la moderación de la templanza[29]:

a) Los movimientos y actos internos. A éstos corresponde la continencia (ordena la pasión sexual que hostiga la voluntad), la humildad (ordena el deseo de la propia excelencia), y, por último, la mansedumbre y la clemencia (ordenan la ira que busca venganza).

b) Los movimientos y actos externos al alma. Éstos son moderados por la modestia y serán estudiados con profundidad en el siguiente capítulo.

c) Las apetencias, en general, de cosas externas relacionadas con nosotros. Corresponden a este tercer tipo: la parquedad o suficiencia (para no buscar lo superfluo) y la moderación o simplicidad (para no buscar cosas demasiado exquisitas). Éstas también están relacionadas con la modestia.

Todo ello puede sintetizarse en el siguiente cuadro:

Tipos de acciones y movimientos moderados / Virtudes

1º) Internos /                                                                         
  • Continencia
  • Humildad
  • Mansedumbre y Clemencia
2º) Externos /
  • Modestia
3º) Lo externo con relación a nosotros /
  • Parquedad o Suficiencia
  • Moderación o Simplicidad

3.  La modestia y sus virtudes subordinadas

Según lo visto anteriormente, la modestia es la virtud que modera y frena los movimientos externos. Siguiendo a Andrónico, el Aquinate divide a la modestia en tres partes: el recto orden, el ornato y la austeridad[30].

Mediante el recto orden se decide «qué debe hacerse y qué omitirse, qué debe llevarse a cabo y en qué orden, y perseverar firmemente en ello»[31]. Mediante el ornato se observa la decencia en el comportamiento, y por la austeridad se cuidan las relaciones con los amigos y con los demás hombres.

Sin embargo, aunque inicialmente el Aquinate indica que la moderación de actitudes y comportamientos externos del cuerpo es lo que distingue a la modestia dentro del género templanza[32], posteriormente amplía el concepto de la virtud de la modestia para que incluya con más propiedad virtudes ya mencionadas y otras nuevas: la estudiosidad y la eutrapelia.

De esta manera, relaciona la modestia con actitudes corporales y espirituales que requieren autodominio y que no son propiamente materia de la templanza. 

Así tenemos que, dentro del concepto ampliado de modestia, el Angélico distingue cuatro virtudes: la que modera la propia excelencia (humildad), la que modera el deseo de conocer (estudiosidad), la referida al movimiento del cuerpo (el comportamiento) y la referida a la apariencia externa[33].

La división de la modestia quedaría del siguiente modo:

División original (siguiendo a Andrónico)
  • Recto orden
  • Ornato
  • Austeridad
División ampliada
  • Humildad (la propia excelencia)
  • Estudiosidad (deseo de conocer)
  • Movimientos del cuerpo
  • Apariencia externa

Se puede apreciar en este cuadro que ha habido un cambio considerable en la visión del Doctor Común. En primer lugar queremos hacer notar que en la división ampliada se concretan con mayor precisión los campos que corresponden a cada especie de la modestia. En segundo lugar, puede apreciarse con más claridad que la modestia modera no solo las acciones exteriores de la persona, sino también las interiores[34] (que se manifiestan a través de las externas[35]).

Finalmente conviene señalar que las especies de la modestia definidas originalmente por el Aquinate, están asumidas en la división ampliada. Así tenemos, por ejemplo, que el recto orden – que se ocupa de “qué y cómo hacer algo” – es asumida, de manera más concreta, por otras virtudes en la nueva división, informando aspectos que antes aparecían más difusos. Lo mismo sucede con el ornato (decencia en el comportamiento) y con la austeridad (moderar las relaciones con otras personas).

4.  El objeto de la modestia

El objeto de una virtud se relaciona con la materia circa quam, es decir, aquello sobre lo que “trabaja” la virtud, el campo donde ejerce su acción, tal como lo afirma el Aquinate al hablar de la definición agustiniana de virtud.

«La virtud no tiene materia (ex qua) de la que se forme, como tampoco la tienen otros accidentes; pero tiene materia (circa quam) sobre la que versa [se ejercita], y materia (in qua) en la que se da [reside], es decir, el sujeto. La materia sobre la que versa es el objeto de la virtud, que no pudo ponerse en dicha definición, porque el objeto determina la virtud de una especie, mientras que aquí se trata de la definición de la virtud en general»[36].

Delimitando aún más, al objeto no le corresponde la materia remota (referida a las realidades externas), sino, más bien, la materia próxima (referida a las pasiones y operaciones)[37]. Además, no se refiere al debido uso que se hace de la virtud, sino a la sustancia propia del acto. Al respecto, el Angélico, hablando sobre la magnanimidad, afirma:

«[…] una virtud está en relación con dos cosas: uno, con la materia (circa quam) de su acto, y otro, con el propio acto, que consiste en el uso debido de tal materia. Y como el hábito de la virtud se determina principalmente por su acto, de ahí que se llame sobre todo magnánimo al que tiene el ánimo orientado hacia un acto grande»[38].

Para comprender mejor lo anterior, puede ayudar lo que el Aquinate dice, hablando de la estudiosidad: «[…] pero las virtudes toman como objeto propio la materia (circa quam) sobre la que tratan de un modo principal: la fortaleza, los peligros de muerte; la templanza, los deleites del tacto. Por eso la estudiosidad tiene por objeto propio el conocimiento»[39].

Ahora bien, para determinar el objeto de la modestia, Santo Tomás parte de la templanza como su virtud integradora. Como ya se explicó, la virtud de la templanza tiene propiamente por objeto los placeres más difíciles de refrenar. La modestia, en cambio, modera los placeres menos difíciles[40]. Además, también se dijo que el Doctor Común evolucionó en su manera de concebir la modestia. Él considera que «la modestia no solo se ocupa de las acciones exteriores, sino también de las interiores»[41].

Por tanto, podemos afirmar que, para el Angélico, el objeto de la modestia son los movimientos y actitudes menores – menos difíciles de moderar – del cuerpo y del espíritu que requieren de autodominio. Se entiende también que las virtudes y vicios de estos objetos se refieren a los placeres y deleites relacionados con el objeto mencionado.

Por último, dado que estamos centrando el estudio en dos de los cuatro tipos subordinados de modestia, proponemos los objetos relacionados con ellas. El objeto de la modestia en el comportamiento[42] es la disposición de las acciones corporales en el obrar; y el objeto de la modestia en la apariencia externa[43] es el uso, como adornos, de las cosas externas (vestidos y otros objetos similares). 

5.  Sujeto de la modestia

En sentido general, «el sujeto de una potencia operativa es aquello que tiene capacidad para obrar»[44]. Con respecto a las virtudes morales, se puede hablar de un sujeto último, que corresponde a «la sustancia humana y precisamente en cuanto humana o racional»[45]. Sin embargo cuando hablamos del sujeto de una virtud nos referiremos al sujeto inmediato[46] de las virtudes que son las potencias o facultades[47]. El Doctor Común, no mencionó cuál es el sujeto de la modestia, por lo que estudiaremos los posibles sujetos de dicha virtud para determinar cuál es su sujeto propio.

5.1.  La voluntad, sujeto primario

El Angélico afirma que «las virtudes morales son hábitos de la parte apetitiva»[48], pero siempre bajo el dominio de la razón[49], y, como se sabe, la parte apetitiva del alma abarca la voluntad (apetito intelectivo, que es racional por esencia), y los apetitos sensibles (racionales por participación), que son el apetito irascible y el apetito concupiscible:

«La parte principal del hombre es la parte racional. Pero es racional de dos modos: evidentemente por esencia y por participación»[50]. «Y de la misma manera, así como en el hombre existe una potencia apetitiva sin pasión, que es la voluntad, existen dos con pasiones, que son el concupiscible y el irascible»[51].

Al mismo tiempo, Santo Tomás considera que la voluntad siempre es sujeto de cualquier virtud[52], es decir, que toda virtud tiene por sujeto a la voluntad[53], y, siendo la modestia una virtud moral, se puede decir que la voluntad es sujeto de la modestia.

La voluntad para tender al bien de la razón no necesita virtud perfectiva, a menos que ese bien no le sea proporcionado, trascienda a la voluntad, como ocurre con los bienes divinos o con el bien del prójimo, y entonces sí necesita virtudes que la perfeccionen (como la caridad, la justicia, etc.), que radican solo en la voluntad.

Si el bien fuera proporcionado a la voluntad, es decir ordenada solo al bien de la misma persona, habría virtud en la potencia gobernada por la voluntad, siendo la voluntad el sujeto primario. Pero como veremos más adelante, la modestia se ordena al bien de aquellos con los que se relaciona, a través de su bien personal.

5.2.  El apetito sensible y el deleite anímico

Un aspecto que se debe tener en cuenta para la correcta determinación del sujeto de la modestia[54], es la distinción que hace el Doctor Angélico, siguiendo a Aristóteles, de los deleites producidos por bienes placenteros. Dichos deleites los divide en anímicos (del alma) y corporales[55].

Los deleites corporales son los que terminan en cierta pasión corporal del sentido externo y son aprehendidos también por un sentido externo[56]; los anímicos, en cambio, se realizan por la sola aprehensión interior del alma, de la mente[57]. La templanza se relaciona directa y primariamente con los deleites corporales, sin embargo, en los dos aspectos de la modestia que estamos estudiando, el deleite corporal no influye determinantemente en el control de los movimientos y actitudes no vehementes que requieren autodominio, que son los que modera la modestia[58]. Asimismo, los deleites anímicos no dependen de alguna pasión corporal, como sucede con el saber y con el honor[59]. Además, en otra categoría de deleites anímicos, podemos mencionar los basados en el hablar y el oír (conversaciones insulsas) y otros referidos a las cosas exteriores, como por ejemplo el dinero y los amigos[60].

Una distinción de los deleites que realiza el Aquinate, adicional a la ya mencionada, es entre los deleites comunes y los propios. Los comunes se refieren a los relacionados a toda la naturaleza de la especie y del género humano[61]. Los deleites propios, se refiere a que no todos se complacen en lo mismo ni de la misma manera[62].

Por tanto, podemos afirmar que el placer moderado por la virtud de la modestia en el comportamiento y en la apariencia personal, son deleites anímicos propios, que no son directamente provocados por una pasión corporal – es decir, estimulada por un sentido externo, aunque éste sea el que aprehenda la realidad con respecto a las circunstancias de la persona –, pues el deleite anímico proviene de la sola aprehensión interior, como sucede en la mayoría de los casos en los que la modestia debe realizar su función moderadora. Esto no excluye que pueda haber además, algún componente interno concomitante, como por ejemplo, la vanidad (que proviene de una pasión no corporal).

En consecuencia, no se puede afirmar que el apetito concupiscible sea sujeto propio de la modestia en el comportamiento y la apariencia externa. Pues el apetito concupiscible descansa en las percepciones de los órganos sensoriales y en los efectos somáticos que causa su percepción, y como hemos visto el deleite anímico moderado por la modestia, no depende de dicha percepción.

5.3. Discriminación del sujeto de la modestia

Finalmente, para completar el análisis del sujeto de la modestia, seguiremos un razonamiento similar al usado por el Doctor Común para establecer el sujeto de la justicia.

La modestia, en el comportamiento y en la apariencia, no se ordena a ningún acto cognoscitivo (conocer rectamente); por tanto, no radica en la facultad cognoscitiva. Luego, dado que se llama modesto al que realiza algo – actúa – con moderación y que el principio próximo del acto es la facultad apetitiva, la modestia debe tener su sujeto en dicha potencia.

La potencia apetitiva o tendencial se divide en: la voluntad (apetito intelectivo) y el apetito sensitivo. Ahora bien, considerar las relaciones entre las cosas aprehendidas es propio del aspecto intelectivo, mientras que el apetito sensitivo se sigue de la aprehensión del sentido[63].

Sin embargo, esta aprehensión del sentido no es la que en sí produce la pasión que deba moderar la modestia, pues la modestia, en los dos aspectos que estudiamos, modera las pasiones en la relación con otros, como por ejemplo en la rusticidad de comportamiento o en la fastuosidad del adorno. Entonces, como la moderación que realiza la modestia requiere en sí, la consideración de relaciones de lo aprehendido, la modestia existe en sentido propio en la voluntad (apetito intelectivo).

Por último, podemos citar el caso de la continencia – otra parte potencial de la templanza, igual que la modestia – que modera el desorden de los apetitos carnales de innegable carácter físico, pero que no tiene su sujeto en el apetito concupiscible. El control que ejerce la continencia de dicho apetito, lo realiza “a distancia”, desde la voluntad (a diferencia de la castidad que lo hace desde el mismo apetito).

De todo lo expuesto anteriormente, podemos afirmar, por tanto, que la modestia en el comportamiento y en la apariencia externa, tienen como sujeto propio a la voluntad. Además, no podemos afirmar que tenga como sujeto al apetito concupiscible, ni siquiera como sujeto secundario[64].

6.  Definición de modestia

Ahora que disponemos de los elementos necesarios para definir la modestia procederemos a dar un orden sintético a los elementos ya desarrollados.

En primer lugar, la modestia, por ser virtud, es una hábito operativo bueno, cuyo termino medio es regulado por la razón en relación a cada persona. Como hábito racional, con una disposición estable, permite a la voluntad e indirectamente a la potencia apetitiva concupiscible, perfeccionar un aspecto de su capacidad de obrar en orden al bien[65].

Además, como parte potencial de la templanza, la modestia participa de la moderación de la templanza (de lo que es percibido como placentero), pero lo hace en materias secundarias o menores, es decir, en las que no hay una razón especial de bien o de dificultad en moderar[66].

Y, dado también que «la modestia no solo se ocupa de las acciones exteriores, sino también de las interiores»[67], podemos afirmar que pertenecen al campo de acción de la modestia los movimientos y actitudes menores del cuerpo y del espíritu que requieren de autodominio, y que por consiguiente, no son materia propia de la virtud de la templanza.

7.  Virtudes regidas por la modestia

Pasemos ahora a estudiar con más detenimiento las dos virtudes subordinadas de la modestia sobre las que estamos centrando nuestro estudio.

7.1. La modestia en el comportamiento

Cuando hablamos del comportamiento en los movimientos del cuerpo, nos referimos al sentido obvio de la expresión: a la manera de caminar, de moverse, de expresarse, de proceder, de permanecer; a los gestos, expresiones faciales, voz, risa, etc. y, en general, a la manera de estar, es decir, a todo lo que suponga manifestaciones del cuerpo[68].

En una apreciación inicial, podría causar extrañeza que los movimientos del cuerpo sean objeto de alguna virtud, pues, como se sabe, en condiciones normales, los movimientos del cuerpo de una persona son naturales, no necesitan un control consciente en cada momento. Por ejemplo, se puede pensar que una persona normal, al caminar, no va controlando en cada paso cómo deben ir las manos, sino que más bien éstas acompañan la acción misma de caminar, acompasándose al paso que se lleva, moviéndose rápido si se camina con rapidez y lentamente si el paso es pausado. En definitiva, es un movimiento no reflexivo.

Se podría dudar también de la necesidad de una virtud para los movimientos del cuerpo, teniendo en cuenta que dichos movimientos aparentemente ni se ordenan al bien de otras personas, ni son pasiones que requieran regularse, sino que son más bien acciones imperadas.

Pero las actitudes y movimientos del cuerpo, por estar sometidos a la voluntad, comparten con ésta la moralidad propia del ordenamiento al bien de la recta razón, incluidas las facultades locomotrices, que son las que usamos anteriormente como ejemplo (aunque no son sujetos de virtud). Pues, si bien es cierto que los movimientos humanos son libres, son también susceptibles de ser ordenados por la razón, porque los movimientos corporales son imperados por la razón para actualizar el movimiento.

Además, si bien toda persona posee unas características singulares por las que de manera propia tiende a realizar gestos, tener posturas, etc., es decir, realiza sus movimientos de manera personal – producto de la herencia genética, de la educación, etc. –, esto no impide que dichos movimientos puedan ser regulados por una virtud; regulación que no solo consiste en restringir los excesos, sino también en suplir, con el esfuerzo, la falta de gracia de la que puede carecer una persona[69].

Teniendo en cuenta que dichos movimientos pueden ser bien o mal ordenados, de acuerdo a la tendencia de la voluntad, y considerando además que los movimientos del cuerpo son ordenados al bien conocido por la razón – que los impera –, podemos concluir que deben ser regulados por una virtud moral específica, que es, en este caso, la modestia en el comportamiento[70]. Por eso, la modestia es la virtud que permite el gobierno y la correcta relación, por parte de la recta razón, de tales movimientos.

También debemos recordar, como se dijo anteriormente, que el comportamiento externo es signo que expresa una actitud interior que nace de la intencionalidad a la que tiende la voluntad[71]. Por ejemplo, el adolescente que está frente a su padre escuchando un consejo con una postura descuidada, le está diciendo: “¡no te estoy escuchando!”, aunque en realidad le esté oyendo.

Por consiguiente, es correcto afirmar que la modestia, al moderar los movimientos del cuerpo que expresan dichas pasiones internas, modera a la vez las mismas pasiones internas de la persona. Los movimientos exteriores del cuerpo exhiben lo que hay en el interior de una persona, en su intimidad, son como una voz del alma con la que ésta se revela al exterior. Por eso, debe haber un aspecto de las virtudes humanas que regule e impere lo relacionado con la verdad de tales movimientos (que se opone a la simulación, a la hipocresía). Esa virtud, que es la modestia en el comportamiento, es conveniente para que la persona se muestre tal como es en realidad, sin distorsionar sus sentimientos, mostrándose agradable al entorno y permitiendo mantener la buena actitud y distinción que conviene a la dignidad de la persona. De esta manera, moderando el modus en que la verdad de la propia persona es mostrada, colabora con la veracidad – y sus virtudes asociadas – que disponen a mostrar la verdad, pero que, si se descuida la modestia, pueden fallar en su ejecución, al no corresponder por justicia el signo con el significado[72].

Se podría preguntar también si los movimientos del cuerpo generan algún sentimiento o pasión en la persona que deba ser regulado por alguna virtud, pues, como parece a primera vista, dichos movimientos no son sino “actos mediáticos” por los cuales se realizan otras acciones, las que están regidas por otras virtudes. Sin embargo, basta pensar un poco en las diversas relaciones entre personas para comprobar que todo movimiento del cuerpo es un “lenguaje” que expresa algo. Podría incluirse, continuando con el ejemplo mencionado, hasta la manera de caminar, pues el buen porte, el garbo, incluso sin mucho razonamiento, es mejor visto que el caminar descoordinado.

Además, las demás personas se basan en ese “lenguaje del cuerpo” para formarse un juicio sobre una persona determinada, pues es una manera indirecta y común para poder conocer el interior de alguien. Es comúnmente sabido que una persona cualquiera se da cuenta – o al menos lo intuye – de que sus movimientos y apariencia no son indiferentes para quienes lo observan, pues reflejan de alguna manera su vida interna y le ponen en contacto social con el resto de personas con las que convive. Ciertamente, puede suceder que alguien esté influido por la afectación y la doblez, fingiendo una actitud que no corresponde a la verdad. Este aspecto será desarrollado más adelante. 

El Aquinate divide los movimientos externos en dos grupos[73], tomando como base el accidente relación: en primer lugar, encontramos los movimientos del cuerpo que se orientan a la propia dignidad y conveniencia, que están íntimamente relacionados con la decencia. En segundo lugar, los que se orientan a la conveniencia ajena, y que se corresponden con el buen orden o con las relaciones sociales ordenadas.

Una muestra de la finura del análisis que realiza Santo Tomás, es que, a pesar de que Aristóteles no menciona la modestia entre las virtudes que analiza, encuentra que está implícitamente tratada cuando el Estagirita estudia otras dos virtudes: la afabilidad y la veracidad. Así, el Doctor Común logra extraer de dichas virtudes un primer concepto vago e implícito de modestia, relacionándola con esas dos virtudes según el aspecto hacia donde se oriente la moderación de los movimientos externos que ejerce la modestia.

Así tenemos que cuando los movimientos externos se ordenan al trato con otras personas, su moderación atañe a la virtud de la amistad o afabilidad; mientras que cuando muestran la disposición íntima del sujeto, corresponden a la virtud de la veracidad.

Dicho de otra manera, la modestia en el comportamiento participa de la moderación que da a las acciones del hombre la regla de la razón. Desde el punto de vista social, esta moderación produce la afabilidad o amistad; y desde el punto de vista personal, produce la veracidad o sinceridad, entendidas como coherencia entre las características de la persona y de sus manifestaciones externas.

Un ejemplo, llevado al absurdo, puede clarificar la idea: el saludo efusivamente tonto de un adolescente sorprendería un poco si viniera de un ministro del gobierno – aspecto social –; y sin embargo, no esperamos que el ministro, al dormir, use habitualmente traje y corbata – aspecto personal –.

Muchas veces las personas, con una pretendida espontaneidad y coherencia con lo que “se siente”, bajo la consigna “ser uno mismo”, incurren en la falta de moderación del comportamiento. Esa consigna puede ser en ocasiones una mera excusa para justificar con comodidad cualquier acto excéntrico, y, en otras, puede suponer una actitud de rebeldía ante lo establecido.

Más adelante estudiaremos la relación de la modestia con la verdad y con la veracidad, pero podemos adelantar que el “ser uno mismo” no justifica comportamientos que desdigan de la dignidad de la persona, teniendo en cuenta todas las circunstancias que deban matizar una conducta determinada.

Así, por ejemplo, no es extraño que los padres, en la educación de sus hijos, les enseñen que existe un modo correcto de sentarse, de modular la voz, etc., que va más allá de las buenas maneras de comportarse o de la rigidez de costumbres socialmente pactadas, aunque sea implícitamente. Ese ir “más allá” tiene su razón de ser en la correspondencia con la dignidad personal que está relacionada con el pulchrum, el orden y armonía de la naturaleza creada; en definitiva, con el modus que debe dar la medida a cada cosa creada y más aún en seres racionales y libres.

La adquisición de esta virtud no tiene nada que ver con el comportamiento fingido o estereotipado, de la misma manera que el que lucha por ser puntual no debe hacerlo para fingir, sino para que mediante actos concretos de puntualidad adquiera verdaderamente la virtud de la justicia o de la caridad, etc., en vista del bien que la razón le muestra.

Por otro lado, conviene aclarar que la modestia no modera los movimientos exteriores en relación con los otros, en razón de la justicia (aunque estén relacionadas), sino que los modera según la recta disposición de la misma persona que actúa, tomando en cuenta las relaciones en las que se vea involucrada. Aunque, tal como se ha mencionado anteriormente, los movimientos se pueden dirigir a la conveniencia del prójimo o a la propia conveniencia, es irrefutable la repercusión que posee el ejercicio de la modestia en la consecución del bien de la sociedad.

7.2.  La modestia en la apariencia externa

Santo Tomás incluye también, en la virtud de la modestia, otro aspecto relacionado con la postura exterior de la persona. Se trata de un campo que deberá controlar una nueva forma de modestia, hasta entonces no estudiada de esta manera.

La modestia en la apariencia externa (modestia cultus[74]) corresponde a la moderación en el arreglo del cuerpo y del conjunto de cosas externas, como por ejemplo el vestido, decoración y adorno propio, etc.; y, por extensión, a los objetos asociados a la imagen personal: muebles, instrumentos, vajilla, coche, etc., siempre y cuando hagan referencia a la relación con las personas a las que el sujeto desea mostrar algo perteneciente a su propia persona; todo esto sin olvidar la condición y posición de la persona, el lugar, la época, costumbres, etc.

El buen uso del adorno permite mostrar con más claridad la belleza (pulchrum) propia de la persona. El mal uso que se puede hacer de los elementos de adorno puede ser doble: en primer lugar – aspecto social –, en relación con quienes se convive, por comparación con las costumbres y la condición de esas personas. Es decir, el usar unos accesorios que resultarían extraños y chocantes para los demás, en determinadas circunstancias[75]. En segundo lugar – aspecto individual –, el mal uso puede deberse a la desordenada disposición (afecto) en el uso de dichas cosas, esté o no de acuerdo con las costumbres del lugar. Este desorden se puede dar, por ejemplo, en el excesivo tiempo empleado en el arreglo personal, o en el desproporcionado gasto que se hace para adquirirlo, el lujo excesivo, etc.

Éste es el aspecto más polémico del referido mal uso, pues es aquí donde podemos encontrar más resistencia a aceptar la moderación de una virtud. La razón es sencilla: en una sociedad donde predomina el individualismo moral, cada uno se siente señor en los dominios de su intimidad mientras no afecte a los demás de modo más o menos violento. Si el mal uso va contra las costumbres de aquellos con los que se convive, nos encontramos en el primer caso ya mencionado. Pero si no afecta a sus costumbres, el uso desordenado suele excusarse, alegando la autonomía personal.

Por otro lado, para estudiar metódicamente el uso de los accesorios para la presentación personal, podemos clasificarlo de acuerdo a las cuatro causas que lo motivan[76]: necesidad del cuerpo, necesidad del alma, conveniencia de la honestidad y el honor, y, finalmente, conveniencia de la belleza[77].

 

Este es el motivo más directo y primario, pues está relacionado con la protección ante el ambiente (el vestido). No es necesario explicar demasiado que es ésta una necesidad natural de supervivencia que abarca solo uno de los aspectos del adorno externo. Sin embargo, si no se modera, facilitaría la predisposición para el desordenado uso del vestido[78] con otros motivos que exceden a la necesidad de protegerse[79].

 

Este motivo se refiere a la natural vergüenza de mostrar la desnudez ante personas ajenas. Esta necesidad corresponde más a otras virtudes relacionadas con la modestia, tales como la castidad (y con ella, el pudor), la continencia y la misma templanza. De igual manera que en el caso anterior, no nos extenderemos al respecto.

cia de la honestidad y del honor

Nos referimos aquí a la necesidad de conservar la decencia de la condición que posee la persona de acuerdo a las costumbres de la sociedad a la que pertenece. Además, este uso que se le da al adorno está relacionado con la virtud de la veracidad, pues denota la dignidad que posee la persona, ya que por el adorno «se significa algo del estado del hombre»[80].

Por otro lado, la necesidad de moderación en este aspecto puede referirse al caso de travestismo, que puede ser un signo de una tendencia anormal o pervertida[81];  últimamente se le relaciona con la “ideología del género”[82] aunque el campo de acción de esta ideología abarca un espectro mucho más amplio que excede el estudio que hemos abordado.

El Aquinate menciona al respecto que «es vicioso que la mujer use ropa de hombre y viceversa»[83], y solo menciona como aceptable el caso de circunstancias pasajeras que obligan a ello. «El adorno externo – afirma – debe corresponder a la condición de la persona según la costumbre común»[84], por lo que se puede inferir que, teniendo en cuenta las diferencias entre su época y la actual, la restricción mencionada no se aplica al hecho de que las mujeres, hoy en día, usen ropa parecida a la que usan los hombres.

Es claro que el Aquinate va contra el uso desordenado de elementos que desfiguran la verdadera naturaleza de la persona, y que no puede aplicarse como una condena a algún aspecto de la moda actual. Es importante tener en cuenta lo dicho anteriormente, pues es de todos conocido que hoy en día el consumismo favorece que los parámetros de referencia sobre el conveniente uso de los accesorios para la presentación personal sean manipulados por intereses comerciales, con modas que muchas veces desvirtúan, en las personas, lo que la recta razón les indica.

Una de las armas más esgrimidas actualmente es el sensualismo desordenado de tendencia erótica, que altera u oscurece los criterios que sirven para juzgar el valor de la dignidad humana de un hombre o de una mujer. A todo esto se añaden campañas publicitarias – agresivas o sutiles – que buscan hacer parecer “normal” modas de vestir que están fuera de medida y por tanto exceden los límites de la decencia.

Por otro lado, el estudio que hace Santo Tomás sobre el adorno de las mujeres es a la vez una defensa razonable de la moda, en contra de las condenas devastadoras de algunos Padres, como ya hemos mostrado. Muchas de las condenas de los Padres respecto al adorno femenino las realizaban en contextos determinados contra los abusos que se daban en su tiempo y muchos con ocasión de situaciones concretas. El Aquinate, con un estudio más calmado y objetivo del tema, indica la falta de maldad intrínseca en el uso adecuado de adornos femeninos, maldad que sí existe en su uso desproporcionado, pues no se refiere únicamente al público femenino, sino también al masculino.

 

La virtud que tratamos es necesaria también para cuidar y estimular la belleza que sea conveniente y conforme a la razón, teniendo en cuenta la condición de la persona que usa los accesorios para la presentación personal. Éste es el aspecto que da lugar a mayores excesos en la utilización. S. Jerónimo ya advertía los extremos en el uso de los adornos personales, cuando afirmaba que hay que evitar tanto el excesivo uso de los adornos como el descuido. Los primeros son efecto del lujo y el segundo de la vanagloria[85].

Un punto importante que no conviene dejar de mencionar es el hecho de que se haya asociado comúnmente a la modestia en la apariencia personal, como una virtud que debe ser vivida principalmente por mujeres. En el punto anterior adelantamos un aspecto de este tema, en lo relacionado a la moda; ahora nos centraremos en el adorno femenino.

Es tan relevante este tema que Santo Tomás le dedica un artículo específico de la Summa Theologiae[86], preguntándose si existe pecado mortal en el adorno de las mujeres. Al final del artículo mencionado concluye que las mujeres que, excediendo el querer agradar a sus maridos, deliberadamente se visten para provocar lascivia en ellos, pecan; pero además, y esto muestra la originalidad del Aquinate, no tiene reparos en indicar que lo mismo se aplica a los hombres.

El Angélico desarrolla este tema relacionándolo con las personas casadas. No alude al mal uso de adornos que podrían realizar los solteros que buscan casarse, a los que también se les puede aplicar lo mencionado. Esta omisión puede explicarse por las costumbres de su época, pues en tiempos de Santo Tomás los matrimonios eran generalmente acordados entre familias. La búsqueda y elección de la pareja no tenía la importancia que tiene actualmente.

De todas maneras, en efecto, tradicionalmente se les ha atribuido a las mujeres la falta de moderación en el uso de accesorios para la presentación personal, llegando a abusar de ellos. Sin embargo, como se ve hoy en día, el desarrollo de la industria de los cosméticos, la creación de modas consumistas, etc., ha facilitado y evidenciado lo que antes ya sucedía: que el varón también es sujeto de excesos en el uso de dichos accesorios. Con esto queda claro que «el Aquinate no considera que la modestia sea posesión única del género femenino, sino una virtud igualmente importante para ambos sexos»[87].

Por otro lado, el detalle del análisis del Doctor Común llega incluso a distinguir «que no es lo mismo fingir una belleza que no se posee, que ocultar un defecto que procede de otra causa, como puede ser una enfermedad o algo semejante»[88]. Es decir, no sería falsear la naturaleza el uso de cosméticos para dar realce a la belleza natural, ni tampoco la cirugía estética correctiva; la falta de mesura surge, en este caso, en querer adquirir, sin causas proporcionadas, una apariencia que excede a la realidad de la naturaleza de la persona (piénsese por ejemplo, en implantes de silicona para aparentar mayor masa muscular, entre otros).

La moderación en el adorno es necesaria para apreciar la hermosura que debe reflejar la virtud de la templanza – de la cual la modestia es parte –, pues la modestia no modera el adorno a causa del pudor, sino en nombre de la dignidad y de la belleza de la persona. Los adornos deben mantener la armonía que proporciona la recta medida de las partes que componen el todo. De la misma manera que una nota desafinada es la perdición de un concierto sinfónico cuidadosamente preparado, la falta de moderación en la apariencia personal desdice de la dignidad de la persona.

Tratar de definir reglas en el uso de accesorios para la presentación personal, es un asunto engañoso en el que Santo Tomás no cayó. Ni siquiera indica un límite superior o inferior, aunque sí ofrece algunos principios generales que también pueden ser encontrados por cualquier persona sensata. A modo de ejemplo extremo podemos decir que es claro que la aparición de un empresario elegantemente vestido en la selva amazónica es tan chocante como la aparición de un aborigen selvático vestido con hojas en “Wall Street”.

Esto nos muestra un criterio que da el Doctor Angélico para encontrar la justa medida en el uso de ornamentos: su utilización debe ser conforme a las costumbres del lugar donde se desenvuelve. Sin embargo, al igual que sucede con la conciencia oscurecida por las pasiones, vicios u otros factores, las costumbres de un lugar pueden haberse degenerado. En este caso, el principio general mencionado se ha desnaturalizado perdiendo su función rectora que debe conducir al bien.

De esta forma, parece que el santo invita a tomar la moda como pauta de referencia – presuponiendo que no haya degeneración de costumbres –, entendida la moda como la manera en que las demás personas suelen vivir las propias costumbres. Pero esto no significa resignarse a vivir mimetizados en una uniformidad, sino poner el propio toque personal, cuidando no singularizarse indebidamente, y no provocar extrañeza o escándalo.

En definitiva, la modestia en la apariencia externa correspondería a vivir basándose en una medida socialmente aceptada y sana, pero dentro de esta medida cada uno debe aportar su estilo personal que, según corresponda, implicará la parcial o total aceptación de lo que se vive comúnmente. Así, cuando el Angélico sostiene que es necesario conformarse con la usanza general, no rechaza en absoluto que cada uno aporte una nota propia y original.

8.  Vicios contrarios a la modestia

Pasemos ahora a estudiar los vicios relacionados con la modestia. Continuando con la manera de estudiar esta virtud, veremos en primer lugar los vicios relacionados con el comportamiento y luego con la apariencia externa. El vicio se produce cuando la acción se aleja del justo medio determinado por la virtud siguiendo a la recta razón, siempre y cuando la acción no sea mala por sí misma (por ejemplo, el robo, el adulterio, etc.)[89]. Por tanto, estudiaremos el mencionado alejamiento que se produce por exceso o por defecto, pues el vicio tiende a los extremos del recto actuar[90].

8.1. Vicios de la modestia en el comportamiento

 

Se opone a la modestia, la afectación[91], entendida como un modo de proceder simulado, que carece de naturalidad, en el que el sujeto estudia su comportamiento (movimientos, gestos, conversación, etc.) para aparecer de manera diferente a lo que en realidad es.

Esta actitud se reconoce porque sobrepasa lo racionalmente prescrito sobre los movimientos, gestos, etc. Por ejemplo, incurre en este vicio la persona que excede los modales comunes o asume costumbres, maneras extrañas al entorno al que pertenece, que no son congruentes con la propia condición.

La artificialidad del comportamiento externo por exceso, es viciosa por faltar a la verdad y no corresponder a lo que hay en el interior del hombre. Algunas veces se da en quienes quieren mostrar aires de grandeza que no poseen, fingiendo actitudes forzadas que caen con facilidad en la pedantería, que dista mucho del espontáneo comportamiento sencillo y natural.

Además, no está en conformidad con el bien de la razón el fingir movimientos que no reflejan la disposición interna del sujeto. Sin embargo, poner un cuidado especial en dichos movimientos, no significa necesariamente una simulación para inducir a engaño, pues puede ser consecuencia de querer comportarse con gravedad y sencillez, más aún, si no se posee dicha cualidad por naturaleza es necesario que el sujeto se ejercite en la virtud para adquirirlo.

Por eso, no se puede afirmar directamente que posee este vicio quien busca afinar su comportamiento, si lo hace con el fin de superar ciertos defectos, pues aunque en el proceso de adquirir la virtud falle al inicio en encontrar el justo medio, la diferencia con el que tiene un modo de actuar rebuscado consiste en que el que está en proceso de adquirir la virtud tiende (“tiene intención de”) hacia el equilibrio, mientras que el otro padecerá siempre por exceso.

Podemos decir que la afectación es una clase de simulación con la que la persona busca aparentar un modo de actuar natural que no posee, así entre el signo del comportamiento externo y lo significado – una recta disposición interna – no existe correspondencia por la mala intención de la cosa significada. Dicho con palabras del Aquinate.

«La obra externa es signo natural de la intención con que se hace. Por consiguiente, cuando alguien con obras buenas de suyo, ordenadas a servir y honrar a Dios, lo que busca no es agradar a Dios, sino a los hombres, simula una rectitud de intención que no tiene»[92].

Y en otro lugar añade:

«La medida justa se llama amistad o afabilidad. El que se sobrepasa, si no lo hace más que por deleite, se llama complaciente; si, en cambio, lo hace por alguna utilidad propia, por ejemplo, por lucro, se llama adulador o lisonjero»[93].

De esta manera tenemos que la simulación se puede concretar en el vicio de la complacencia cuando, con las palabras o los hechos, se busca complacer a las demás personas, evitando todo lo que pueda ser ocasión de contrariarlas aun a costa de la verdad, asintiendo astutamente a los gustos ajenos para evitar la tristeza del enfrentamiento con otros. Si, en cambio, el comportamiento mencionado se realiza para obtener un provecho personal, se concreta en el vicio de la adulación[94].

 

Por defecto podemos mencionar el vicio de la tosquedad o rusticidad. Nos referimos a comportamientos destemplados, con actitudes insolentes o que, al menos, manifiestan descaro o desvergüenza. Si no se consideran groseros, al menos sí son descorteses.

Es obvio que debe tenerse en consideración el ambiente en el que se desenvuelve la persona, pues la virtud de la modestia en el comportamiento no se vive de la misma manera en un lugar que en otro. Esta virtud debe vivirse de acuerdo a las circunstancias. Si alguien vive y se desenvuelve en un ambiente rudo, el justo medio que la modestia debe buscar no se encuentra en la exquisitez de modales, sería algo chocante para los que se relacionan con él.

En la tosquedad, la persona pierde el equilibrio del modo de conducirse por la tendencia general del ser humano a lo que requiere menos esfuerzo. Por eso, el ejercicio más común de esta virtud es la de frenar esa tendencia natural hacia lo que más complace y requiere menos esfuerzo. Pues, como dice el Aquinate, «para que el hombre sea virtuoso debe guardarse de todo aquello a lo cual la naturaleza inclina preferentemente»[95].

Este vicio se excusa en nuestros días haciendo referencia a un pretendido comportamiento espontáneo y libre, que es producto de la concepción moderna de libertad. Este modo de proceder, que adolece del vicio mencionado, se verifica en la mayor incidencia de la grosería y desvergüenza en el comportamiento público[96]. Esto es favorecido por la difusión dada por los medios de comunicación como “reflejo de lo que sucede en la sociedad”, aunque se basan más en el criterio comercial que en la veracidad.

De esta manera, se llega a no tener en cuenta a las demás personas y aflora una actitud descortés y mal educada, que en el trato social puede generar conflictos porque no le importa el dañar a otros[97]. Así, junto con la rusticidad, puede darse el vicio de la pendencia, que es el otro extremo del vicio de la complacencia, por el que se busca generar discordia con los demás por no querer pasar por alto lo que contraría[98].

En los capítulos anteriores habíamos visto que la principal función de la templanza es la de refrenar los movimientos desordenados más vehementes de la persona, y la modestia, al ser una parte potencial de la templanza, comparte la forma: el modo de operar de la templanza. Contra este vicio, la modestia debe frenar este movimiento del espíritu que se muestra en el comportamiento zafio, propio de quien se deja lleva por sus instintos sin mesura, tal como mencionamos en los párrafos anteriores. La ofensa que puede causar este vicio radica en que la falta de referencia en el comportamiento social causa un daño moral a las personas con las que se convive, por lesionar su dignidad personal, que reclama ser respetada.

8.2. Vicios de la modestia en la apariencia personal

 

La persona puede actuar viciosamente por el desordenado placer que procede del uso de los adornos, vestidos, etc. En dicho actuar, el vicio por exceso se puede dar por diversos motivos.

En primer lugar, por la vanagloria, basada en que la persona que actúa presupone que los adornos usados proporcionan la estima de los demás. Este motivo está muy relacionado con la soberbia. En segundo lugar, por el desordenado placer sensual que pueden proporcionar los accesorios para la presentación personal. Y, en último lugar, por el cuidado excesivo en la comodidad personal, que va contra la satisfacción con lo conveniente y necesario. Es decir, por la afectación en su uso, que va contra la simplicidad.

Este vicio por exceso se manifiesta en el lujo, la fastuosidad, pompa, suntuosidad, que deriva del uso sin medida. Nos referimos a lo que excede la condición de la persona, en referencia al consenso tácito de la sociedad a la que pertenece. A continuación propondremos distintas manifestaciones del vicio por exceso en el uso del ornato que están en relación con los motivos mencionados párrafos antes.

El exceso en el arreglo personal que deriva en lujo y fastuosidad se puede dar por asociarse con un fin malo, por ejemplo, la gloria humana. Este es el caso en que el excesivo adorno, cuidado y preparación se aprecian como un medio para la propia complacencia, que está normalmente asociada a la vanagloria. Comúnmente se suele relacionar con los placeres sexuales, sin embargo no debe descartarse el deleite interno de sentirse admirado (vanidad).

Conviene puntualizar que, como señala el Doctor Angélico[99], el adorno personal que tiene cada uno de los esposos para aparecer atractivo ante su pareja no tiene nada de deplorable. Es más, Santo Tomás parece indicar cierta obligación moral de adornarse para atraer al cónyuge, evitar el peligro del adulterio[100] y mantener la armonía conyugal. Pero, como ya se ha puntualizado anteriormente, debido a que la modestia exterioriza una disposición interior, si esta disposición está orientada a un placer ilícito, obviamente el exceso de ornato externo es reprochable[101].

En este caso, el vicio de la inmodestia por exceso de ornato reside en la exhibición de la propia esfera íntima, que lleva consigo un envilecimiento de la persona, que se pone al nivel de un objeto que puede ser usado como medio, perdiendo el señorío que le corresponde como persona.

En el caso de buscar despertar el instinto sexual en otros, lo consiga o no, es un vicio más grave, pues constituye una ocasión próxima para actuar en contra del bien de la recta razón. Está malbaratando (vendiendo) su dignidad personal a cambio de un placer o goce inferior que no tiene comparación con el bien que está maltratando.

Finalmente, se da también vicio en la falta de moderación del ornato, cuando la persona se adorna con demasiada preocupación e interés, poniendo excesiva atención en el aspecto que tiene. De esta manera utiliza, de manera desproporcionada, mucho tiempo y atención en su apariencia personal, para obtener una determinada imagen personal o para conservarla o para adaptarla, aunque en ninguno de estos casos se oriente a un fin desordenado, lo cual agravaría el vicio.

 

El vicio por defecto en la apariencia personal se da en su falta de cuidado, en la negligencia de su uso. Tal como el Doctor Común indica, puede darse de dos maneras.

La primera se refiere a la falta de cuidado del porte exterior, por no darle importancia (por ejemplo, llevar la ropa sucia o maltratada), por pereza o por alguna otra razón similar. Este vicio es agravado, si esta falta de modestia causa escándalo por tratarse de una persona constituida en autoridad o considerada de alguna manera como modelo a seguir, y que, por tanto, debería gozar de la buena estimación de otros.

En segundo lugar, la inmodestia se considera un vicio cuando el defecto en el cuidado de los adornos se debe a la búsqueda de gloria, que está relacionada con la hipocresía. Este caso es más vulgar a causa de la jactancia o soberbia camuflada que conlleva, debido a que busca la atención de los que lo rodean y aparenta poseer una actitud interna que no posee en absoluto; «pues no solo es jactancia el exceso, sino la negligencia exagerada»[102].

Este aspecto del vicio de la modestia por defecto es deplorable y peligroso porque se presenta con excusa de virtud, y afecta directamente a la verdad. Sin embargo, debemos advertir que no debe confundirse con el caso de quien, sin lesionar su dignidad de persona ni la convivencia social, no presta cuidado al ornato externo por mortificación de los placeres sensibles o por verdadera humildad.

Este vicio tiene un aire ridículo, pero es peligroso, pues «todas las formas de mojigatería son con frecuencia nocivas para la práctica de la verdadera virtud, porque encierran al menos el peligro de desacreditarla. […] Especialmente repugnante resulta la mojigatería cuando sus apariencias externas rigoristas no corresponden a ninguna seria disposición interior virtuosa; semejante proceder solo puede merecer una calificación: hipocresía o fariseísmo»[103].


BIBLIOGRAFÍA

S. Thomae Aquinatis, Opera omnia, 5 vols., R. Busa (ed.), Milano 1980.

J. Aranguren, El lugar del hombre en el universo. “Anima forma corporis” en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Pamplona 1997.

L. Brenna, L’immagine di Dio in san Tommaso d’Aquino. L’uomo alla luce di St I,93, Roma 2004.

F. Canals, Verbum hominis. Lugar de la manifestación de la verdad. Raíz de la libertad. Nexo de la sociabilidad, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. I: «San Tommaso d’Aquino, Doctor Humanitatis», Vaticano 1991, p. 200-211.

J. Cordero, Sobre el concepto y división de imagen, según Sto. Tomás: «La Ciencia Tomista» 92 (1965) 397-429.

M. Dauphinais, Loving the Lord your God: the Imago Dei in Saint Thomas Aquinas: «The Thomist» 63 (1999) 241-267.

L. Elders, Hombre, naturaleza y cultura en Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires 2003.

L. Elders, La teología de Santo Tomás de Aquino de la imagen de Dios, en «Dar razón de la esperanza», T. Trigo (ed.), Pamplona 2004, p.299-316.

G. Eloy-Ponferrada, Metafísica de los valores, en «Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale», vol. V: «Problemi metafisici», Vaticano 1982, p. 367-381.

C. Fabro, Pensiero e linguaggio in S.Tommaso, en «Homo Loquens. Uomo e linguaggio. Pensiero, cervelli e macchine», A. Lobato (ed.), Bologna 1989, p. 167-182.

M. Foley, Thomas Aquinas’ novel modesty: «History of Political Thought» 35 (2004) 402-423.

J. García López, Virtud y personalidad. Según Tomás de Aquino, Pamplona 2003.

J. García-López, Lecciones de metafísica tomista. Gnoseología, Pamplona 1997.

M. Jordan, Aquinas’s construction of a moral account of the passions: «Freiburger Zeitschrift für philosophie und theologie» 33 (1986) 71-97.

R. Kalka, La théorie des relations personnelles. Présentation du problème, en «Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale», vol. V: «Problemi metafisici», Vaticano 1982, p. 479-481.

L. Lachance, Humanismo Político. Individuo y estado en Tomás de Aquino, J. Cruz (ed.), Pamplona 2001.

G. Lafont, Estructuras y método en la “Suma Teológica” de Santo Tomás de Aquino, N. López-Martínez (trad.), Madrid 1964.

A. Lasheras, El pulchrum como trascendental del esse en el comentario al de Divinis Nominibus y en la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino, Roma 2003.

C. Lértora, Estudio Preliminar en Tomás de Aquino, «Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles», Ana Mallea (trad.), Pamplona 2000.

A. Lobato, La humanidad del hombre en Santo Tomás de Aquino, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. I: «San Tommaso d’Aquino, Doctor Humanitatis», Vaticano 1991, p. 51-82.

J. Lombo, La persona en Tomás de Aquino, Roma 2001.

M. Manzanedo, Las pasiones o emociones según Santo Tomás, Madrid 1984.

B. Mondin, Dizionario Enciclopedico del pensiero di san Tommaso D’Aquino, Bologna 1991.

B. Mondin, Il sistema filosofico di Tommaso D’Aquino. Per una lettura attuale della filosofia tomista, Milano 21992.

F. Ocáriz, Rasgos fundamentales del pensamiento de Santo Tomás, en Fabro-Ocáriz-Vansteenkiste-Livi, «Tomás de Aquino, también hoy», Pamplona 21990, p. 49-94.

T. Ortiz, Imagen de Dios en la creación, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. V: «Problemi teologici alla luce dell’Aquinate», Vaticano 1991, p. 197-207.

G. Pöltner, Sobre el pensamiento de lo bello en Tomás de Aquino: Cuadernos de Anuario Filosófico. Serie estética y teoría de las artes 3 (2002).

E. Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios. Tomás de Aquino ante sus fuentes, Pamplona 2005.

F. Rivetti, Il linguaggio strumento di dialogo, en «Homo Loquens. Uomo e linguaggio. Pensiero, cervelli e macchine», A. Lobato (ed.), Bologna 1989, p. 114-124.

A. Rodríguez-Luño, La consideración axiológico-objetiva de las virtudes morales en la ética de Santo Tomás de Aquino, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. IV: «Etica, sociologia e politica d’ ispirazione tomistica», Vaticano 1991, p. 169-178.

F. Russo, Ermeneutica e antropologia, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. III: «Antropologia Tomista», Vaticano 1991, p. 409-415.

A. Saavedra, Fundamentación metafísica de la dignidad de la persona humana, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. III: «Antropologia Tomista», Vaticano 1991, p. 162-171.

J. Saranyana, La creación “ab aeterno”. Controversia de Santo Tomás y Raimundo Martí con san Buenaventura: «Scripta Theologica» 5 (1973) 127-174.

J. Torrell, La «Somme de théologie» de saint Thomas d’Aquin, Paris 1998.

T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes. Introducción a la cuestión 56, en Tomás de Aquino, «Suma Teológica», V, Madrid 1954.

G. Verbeke, Man as a “Frontier” according to Aquinas, p. 196, en «Aquinas and problems of his time» G. Verbeke – D. Verhlest (ed.), Louvain 1976, p. 195-223.

P. Vergriete, La tempérance, en Saint Thomas D’Aquin, «Somme Théologique», XVI, Paris 1969.

P. Wadell, An interpretation of Aquinas’ treatise on the passions, the virtues, and the gifts from the perspective of charity as friendship with God, Indiana 1985.

E. Zoffoli, La dignità del corpo umano nella dottrina di s. Tommaso, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. III: «Antropologia Tomista», Vaticano 1991, p. 81-90.

A. Obras de la antigüedad

S. Agustín, Confesiones (PL 32).

S. Agustín, De Civitate Dei, II (PL 41).

S. Agustín, De Doctrina Christiana (PL 34).

S. Agustín, De libero arbitrio, II, (PL 32).

S. Agustín, De Natura Boni (PL 42).

S. Agustín, De Sancta Virginitate (PL 40).

S. Agustín, De sermone Domini in monte (PL 34).

S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 118, sermo 4 (PL 37).

S. Agustín, Epistola 211: Ad Virgines (PL 33).

S. Agustín, Epistola 245 ad Possidium (PL 33).

S. Ambrosio, De Officis Ministrorum, I (PL 16).

Aristóteles, Ética nicomáquea, J. Pallí (trad.), Madrid 1995.

Cicerón, De Officiis, C. Atzert (ed.), Lipsiae 1977.

Cicerón, De Oratore, K. Kumaniecki (ed.), Stuttgardiae 1995.

Cicerón, La Invención Retórica, S. Núñez (ed. y trad.), Madrid 1997.

Cicerón, On Obligations (De Officiis), P. Walsh (trad. y ed.), New York 2000.

Cicerón, Rhetorici Libri duo. De Inventione, E. Stroebel (ed.), Stuttgardiae 1965.

S. Cipriano, De Habitu Virginum (PL 4).

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum Homilia LXXVIII (PG 58).

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum Homilia XLIX (PG 58).

S. Gregorio Magno, XL Homiliae in Evangelia (PL 76).

S. Jerónimo, Epistola 111. Ad Nepotianum (PL 22).

Tertuliano, Liber de cultu foeminarum, I (PL 1).

B. Otras obras

R. Alvira, El espacio urbano y la moda, en M. Codina – M. Herrero (ed.), «Mirando la moda. Once reflexiones», Madrid 2004, p. 69-75.

R. Alvira, Modernidad y moda, en M. Codina – M. Herrero (ed.), «Mirando la moda. Once reflexiones», Madrid 2004, p.13-22.

E. Barbotin, El lenguaje del cuerpo, II: El rostro, la mirada, la palabra, las relaciones interpersonales, Pamplona 1977.

C. Basevi, La corporeidad y la sexualidad humana en el «corpus paulinum, en «Teología del cuerpo y de la sexualidad», P. Viladrich (ed.), Madrid 1991, p. 287-439.

G. Borgioli, La morale del linguaggio, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. IV: «Etica, sociologia e politica d’ ispirazione tomistica», Vaticano 1991, p. 222-225.

C. Caffarra, La sexualidad en el Antiguo y Nuevo Testamento desde la perspectiva ética, en «Teología del cuerpo y de la sexualidad», P. Viladrich (ed.), Madrid 1991, p. 517-538.

V. Capánaga, Introducción a la Naturaleza del Bien, en S. Agustín, «Obras de San Agustín», III, Madrid 1971.

J. Casciaro, La sexualidad en los evangelios sinópticos con especial referencia a la predicación de Cristo, en «Teología del cuerpo y de la sexualidad», P. Viladrich (ed.), Madrid 1991, p. 171-285.

L. Coenen, Vestir, en «Diccionario teológico del Nuevo Testamento», IV, M. Sala (ed.), Salamanca 31994, p. 347-353.

F. Compagnoni-Piana-Privitera (ed.), Nuevo diccionario de teología moral, Milán 1990.

Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis Formas (15-X-1989).

A. Cruz, El influjo del arte moderno sobre la moda, en M. Codina – M. Herrero (ed.), «Mirando la moda. Once reflexiones», Madrid 2004, p. 125-134.

A. Díaz de Cerio, Ética Fundamental Privada y Pública: otras antropologías y sistemas morales, Pamplona 1995.

A. Dyck, A commentary on Cicero: De Officiis, Michigan 1996.

J. Echevarría, Getsemaní. En oración con Jesucristo, Barcelona 2005.

D. Edwards, Dress and Ornamentation, en «The anchor Bible dictionary», David Freedman (ed.), New York 1992, p. 232-238.

J. Etzwiler, Man as “Emboided Spirit”: «The New Scholasticism» 54 (1980) 358-377.

Ana M. González, Pensar la moda, en M. Codina – M. Herrero (ed.), «Mirando la moda. Once reflexiones», Madrid 2004, p. 35-49.

J. González Ruiz, Modestia, en «Enciclopedia de la Biblia», A. Diez Macho (dir.), V, Barcelona 1965, col. 240-241.

R. Guardini, Cartas sobre autoformación, G. Termenon (trad.), San Sebastián 1966.

R. Guardini, El espíritu de la liturgia, Joseph Urdeix (ed.) Barcelona 1999.

R. Guardini, Imagen de culto e imagen de devoción, J. Valverde (trad.), Madrid 1981.

R. Guardini, La existencia del cristiano, A. López-Quintas (trad.), Madrid 1997.

R. Guardini, Los sentidos y el conocimiento religioso, A. Sánchez Pascual (trad.), Madrid 1965.

R. Guardini, Sobre la esencia de la obra de arte, J. Valverde (trad.), Madrid 1981.

R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, J. Valverde (trad.), Madrid 2002.

Haag - V. Born - S. Ausejo, Vestidos, en «Diccionario de la Biblia», Barcelona 1963, col. 2025-2029.

M. Herrero, Fascinación a la carta: la moda en la postmodernidad, en M. Codina – M. Herrero (ed.), «Mirando la moda. Once reflexiones», Madrid 2004, p. 23-33.

D. v. Hildebrand, La gratitud, E. Wannieck (trad.), Madrid 2000.

D. v. Hildebrand, Santidad y virtud en el mundo, E. Prieto (trad.), Madrid 1972.

D. v. Hildebrand, Pureza y virginidad, A. de Miguel (trad.), Bilbao 1952.

H. Joachim, Aristotle, The Nicomachean Ethics. A commentary, Oxford 1951; reimpr. Connecticut 1985.

Juan Pablo II, Amor y responsabilidad, D.Szidt – J.González (trad.), Barcelona 1996.

Juan Pablo II, Carta a los artistas, P. Urbina (trad.), Sevilla 2000.

Juan Pablo II, La dottrina filosofica, teologica, etica e politica dell’Aquinate ereditá’ da riapprofondire nel contesto culturale di oggi, en «Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale», vol. I: «San Tommaso d’Aquino, Doctor Humanitatis», Vaticano 1991, p. 9-15.

Juan Pablo II, Matrimonio, amor y fecundidad. Catequesis sobre la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio, J. Espinosa (ed.), Madrid 1998.

Juan Pablo II, Varón y mujer. Teología del cuerpo, J. Espinosa (ed.), Madrid 1996.

L. Kass, El alma hambrienta. La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, G. Insausti - E. Michelena (trad.), Madrid 2005.

P. Lasanta, Diccionario social y moral de Juan Pablo II, Madrid 1995

P. Lasanta, Diccionario de teología y espiritualidad de Juan Pablo II, Madrid 1996

A. Llano, Metafísica y lenguaje, Pamplona 21997.

J. Mausbach – G. Ermecke, Teología moral católica, III: Moral Especial, Pamplona 1994.

J. Méndez, Valores Éticos, Madrid 1978.

H. Merkelbach, Summa Theologiae Moralis, II: De Virtutibus Moralibus, Brugis 111962.

A Millán-Puelles, El valor de la libertad, Madrid 1995.

B. Mondin, Dizionario enciclopedico di filosofia, teologia e morale, Milano 21994.

A. Piettre, Carta a los revolucionarios bien pensantes. Acerca del precio y el desprecio de las formas, J. Millán (trad.), Madrid 1977.

J. Pieper, Las virtudes fundamentales, J. Gil-Cremades (ed.), Madrid 21980.

S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, J. García-Norro (trad.), Pamplona 1988.

S. Ramírez, La prudencia, Madrid 1979.

Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Madrid 211994.

A. Ruiz-Retegui, Pulchrum. Reflexiones sobre la Belleza desde la antropología cristiana, Madrid 21999.

M. Rhonheimer, La Perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, J. Mardomingo (trad.), Madrid 2000.

C. Rocchetta, Hacia una teología de la corporeidad, E. Varona (trad.), Madrid 1993.

A. Rodríguez-Luño, Ética general, Pamplona 42001.

I. Schinella, La corporeità. Luogo di solidarietà: «Bioetica e cultura» 11 (1997) 93-102.

M. Scheler, Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza, I. Vendrell (trad.), Salamanca 2004.

J. Sellés, Hábitos y virtud (II): Cuadernos de Anuario Filosófico 66 (1998).

J. Sellés, Hábitos y virtud (III): Cuadernos de Anuario Filosófico 67 (1998).

R. Spaemann, Lo ritual y lo moral: «Anuario Filosófico» 34 (2001) 655-672.

Viller-Cavallera-Guibert-Rayez (ed.), Dictionaire di spiritualite, XI, Paris 1982.

R. Yepes, La persona y su intimidad: «Cuadernos de Anuario Filosófico» 48 (1997).


Notas

[1]   Quodlibetum IV, q.10, a.1, co.: «Quod in operibus virtutum duo sunt attendenda; scilicet id quod fit, et modus faciendi». En adelante, todas las traducciones son propias a menos que se indique una fuente reconocida.

[2]   S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona 1988, p. 290.

[3]   «Virtus est bona qualitas mentis, qua recte vivitur et nullus male utitur» (La virtud es una cualidad buena de la mente por la cual se vive rectamente y que nadie usa mal). Esta definición no se encuentra literalmente en San Agustín, pero sí sus elementos: San Agustín,De libero arbitrio, II, c. 19 (PL 32, 1268); basado en estos elementos Pedro Lombardo elaboró dicha definición (In II Sententiarum, d.27, a.2) que Santo Tomás menciona (S.Th., I-II. q.55, a.4). Cfr. J. García López, Virtud y personalidad. Según Tomás de Aquino, Pamplona 2003, p. 43 y M. Rhonheimer, La Perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, J. Mardomingo (trad.), Madrid 2000, p. 209, nt. 15.

[4]   Ética, 1106b36 – 1107a2. Santo Tomás usa frecuentemente esta definición, ver por ejemplo: In I Sententiarum, d.46, q.1; In III Sententiarum, d.33, a.3; S.Th., I-II, q.56, a.4, ad 4; q.57, a.5; q.58, a.1, ad 2; q.58, a.2, ad 4; q.64, a.1; q.65, a.1; Sententia Libri Ethicorum,II, lec. 7, n. 202; lec. 5, n. 301; lec. 7, n. 322-323; III, lec. 1, n. 382-383; lec. 5, n. 432-433; VI, lec. 2, n. 1129; lec. 10, n. 1271; X, lec. 12, n. 2119; De virtutibus in communi, a.9; a.13. Así el Aquinate no se ciñe a la razón y la voluntad sino que reconoce otras facultades humanas y sus interrelaciones.

[5]   Cfr. S.Th., I-II, q.55, a.3, co. El hábito virtuoso está causado por el acto bueno y está ordenado y subordinado a éste.

[6]   S.Th., I-II, q.26, a.2, ad 1: «Virtus significat principium motus vel actionis». Cfr. S.Th., I-II, q.41, a.1, ad 1.

[7]   Cfr. S.Th., I-II, q.55, a.1: «La virtud designa cierta perfección de la potencia. […].Pero las potencias racionales, que son las propias del hombre, no están unívocamente determinadas a sus actos, sino que se hallan indeterminadas respecto de muchas cosas, y así son determinadas a sus actos mediante hábitos».

[8]   «La virtud es el hábito por medio del cual alguien obra bien». (S.Th., I-II, q.56, a.3, co). Es decir, ese hábito, que es la virtud, dispone al hombre para obrar bien (Cfr. S.Th., I-II, q.58, a.3, co).

[9]   De virtutibus in communi, a.9, co: «Virtus appetitivae partis nihil est aliud quam quaedam dispositio, sive forma, sigillata et impressa in appetitiva a ratione» Dicho de otro modo, la tendencia, imperada por la razón, actuará según la virtud venciendo su tendencia espontánea y si esto se repite se hará estable formando un hábito. Lo propio de la virtud moral es perfeccionar la facultad apetitiva (cfr. S.Th., I-II, q.58, a.3, co; q.58, a.1, co; q.60, a.1, co.) para obedecer prontamente a la razón (cfr. S.Th., q. 68, a.3, co; a.8, co).

[10] S.Th., I-II, q.59, a.4, co: «Virtus moralis perficit appetitivam partem animae ordinando ipsam in bonum rationis. Est autem rationis bonum id quod est secundum rationem moderatum seu ordinatum» (cfr. también S.Th., II-II, q.141, a.1, co; q.168, a.1, co).

[11] Perfeccionan, por tanto, a la naturaleza humana y al sujeto (Cfr. S.Th., II-II, q.123, a.1, co).

[12] Cfr. S.Th., I-II, q.61, a.2-a.4. Esta clasificación formal de virtudes morales se basa en la distinción de facultades (voluntad y apetitos sensibles) y su relación con la razón. Con esta división, además del fin pedagógico de su obra, busca evitar repeticiones y desorden en el estudio de la moral.

[13] Cfr. S.Th., I-II, q.66, a.4, co; In IV Sententiarum, d.33, q.3, a.3, co. Por tanto, el orden es: primero, la prudencia, que reside en la razón; luego la justicia, que reside en la voluntad; finalmente, la fortaleza y la templanza, que se relacionan con el apetito sensible (irascible y concupiscible respectivamente) y actúan, por tanto, sobre las pasiones.

[14] M. Rhonheimer, o.c., p. 258. Conviene recordar que, si bien la templanza radica en el apetito concupiscible (su sujeto), esto no entra en conflicto con el hecho de que deben intervenir la razón y la voluntad en el ejercicio de una virtud. Esto se debe a que los apetitos están sometidos al dominio “político” de la razón y de la voluntad, que producen en el apetito una inclinación estable (un hábito).

[15] Estos dos apetitos son los más fuertes que posee el hombre, y se ordenan a la subsistencia del individuo y a la permanencia de la especie.

[16] El apetito concupiscible (moderado por la templanza) se dirige al bien deleitable, considerando al mal opuesto como algo fácilmente superable; a diferencia del apetito irascible (moderado por la fortaleza), que considera al bien como difícil de alcanzar y al mal como difícil de superar (Cfr. S.Th., II-II, q.141, a.3, co).

[17] Cfr. S.Th., II-II, q.141, a.4, co. Santo Tomás no niega la importancia de otros deleites, simplemente establece un orden: primero los deleites del uso del tacto, luego los del uso de los otros sentidos sensitivos y finalmente los deseos, cuando aún no se tiene la delectación deseada.

[18] Cfr. De virtutibus cardinalibus, a.1, ad 12.

[19] Una explicación completa sobre la división de las virtudes se puede encontrar en: S.Th., II-II, q.48, a.un, co. Para la templanza, se puede consultar: S.Th., II-II, q.143, a.un, co.

[20]  Partes integrales son las condiciones, requisitos que deben darse para la realización de actos perfectos de la virtud principal. No llegan a alcanzar el grado propio de virtud, pero disponen para el ejercicio de la templanza.

[21] S.Th., II-II, q.143, a.un, co: «Scilicet verecundia, per quam aliquis refugit turpitudinem temperantiae contrariam» (que hace rehuir la torpeza de actos contrarios a la templanza).

[22] Ibid: «Et honestas, per quam scilicet aliquis amat pulchritudinem temperantiae» (que nos hace amar la belleza de la templanza).

[23] Partes subjetivas son las especies en las que se divide la virtud principal (según su materia u objeto).

[24] Cfr. Ibid.

[25] S.Th., II-II, q.48, a.un, co: «Partes autem potentiales alicuius virtutis dicuntur virtutes adiunctae quae ordinantur ad aliquos secundarios actus vel materias, quasi non habentes totam potentiam principalis virtutis». Es decir, no poseen toda la naturaleza de la virtud principal; o como dice Rodríguez Luño: «Partes potenciales son las virtudes anejas que se ordenan a materias en las que no se cumple perfectamente la razón de la virtud principal» (A. Rodríguez-Luño, Ética general, Pamplona 42001, p. 225).

[26] S.Th., II-II, q.143, a.un, co: «Partes autem potentiales alicuius virtutis principalis dicuntur virtutes secundariae, quae modum quem principalis virtus observat circa aliquam principalem materiam, eundem observant in quibusdam aliis materiis, in quibus non est ita difficile. […] unde quaecumque virtus moderationem quandam operatur in aliqua materia et refrenationem appetitus in aliquid tendentis, poni potest pars temperantiae sicut virtus ei adiuncta».

[27] S.Th., II-II, q.161, a.4, ad 2: «Partes principalibus virtutibus assignantur, non secundum convenientiam in subiecto vel in materia, sed secundum convenientiam in modo formali». Cfr. también: II-II, q.137, a.2, ad 1; II-II, q.157, a.3, ad 2, II-II, q.161, a.5, co.

[28] En la S.Th., II-II, q.143, a.un, encontramos las virtudes propuestas: tres por Cicerón: continencia, clemencia y modestia; nueve por Macrobio: modestia, vergüenza, abstinencia, castidad, honestidad, moderación, parquedad (parsimonia), sobriedad y pudor; siete por Andrónico: austeridad, continencia, humildad, simplicidad, ornato, buena ordenación y suficiencia. De esta lista, dos se repiten, y además el Aquinate asocia la mansedumbre a la clemencia, ya mencionada por Cicerón.

[29] Cfr. S.Th., II-II, q.143, a.un, co. Ésta es una división inicial que realiza el Aquinate que nos permite conocer cuáles eran las categorías de clasificación que tenía en mente.

[30] Cfr. S.Th., II-II, q.143, a.un, co.

[31] Ibid.: «quid sit faciendum et quid dimittendum, et quid quo ordine sit agendum, et in hoc firmum persistere».

[32] Cfr. Ibid.

[33] Cfr. S.Th., II-II, q.160, a.2, co.

[34] Cfr. S.Th., II-II, q.160, a.2, co.

[35] Cfr. S.Th., II-II, q.160, a.2, ad 1.

[36] S.Th., I-II, q. 55, a.4, co: «Virtus autem non habet materiam ex qua, sicut nec alia accidentia, sed habet materiam circa quam; et materiam in qua, scilicet subiectum. Materia autem circa quam est obiectum virtutis; quod non potuit in praedicta definitione poni, eo quod per obiectum determinatur virtus ad speciem; hic autem assignatur definitio virtutis in communi».

[37] «La materia de las virtudes es doble, a saber, remota, como las realidades exteriores, que vienen en el uso de la vida, y la próxima, como las pasiones y las operaciones» (In III Sententiarum, d.33, q.2, a.2, ad 3). «Las pasiones sensitivas son la materia de las virtudes morales» (Quodlibetum VI, q.10, co.). «Una virtud moral es necesario que verse sobre las pasiones o las operaciones» (S.Th., II-II. q.129, a.1, ad 2).

[38] S.Th., II-II, q.129, a.1, co.: «Consideratur autem habitudo virtutis ad duo, uno quidem modo, ad materiam circa quam operatur; alio modo, ad actum proprium, qui consistit in debito usu talis materiae. Et quia habitus virtutis principaliter ex actu determinatur, ex hoc principaliter dicitur aliquis magnanimus quod animum habet ad aliquem magnum actum». Es decir, la virtud se determina por la materia del acto y no por el uso del acto que corresponde más bien al fin del acto.

[39] S.Th., II-II, q.166, a.1, co.: «Virtutes autem proprie sibi attribuunt illam materiam circa quam primo et principaliter sunt, sicut fortitudo pericula mortis, et temperantia delectationem tactus. Et ideo studiositas proprie dicitur circa cognitionem».

[40] S.Th., II-II, q.160, a.2, co.: «Modestia differt a temperantia in hoc quod temperantia est moderativa eorum quae difficillimum est refrenare, modestia autem est moderativa eorum quae in hoc mediocriter se habent».

[41]  Ibid.: «Et hoc modo modestia se habet non solum circa exteriores actiones, sed etiam circa interiores».

[42] Cfr. S.Th., II-II, q.168.

[43] Cfr. S.Th., II-II, q.169.

[44] S.Th., I, q.77, a.5, co: «Illud est subiectum operativae potentiae, quod est potens operari».

[45] J. García López, Virtud y personalidad. Según Tomás de Aquino, Pamplona 2003, p. 44.

[46] En general consideraremos que el sujeto inmediato de cualquier virtud es la facultad o potencia operativa racional (racional por esencia o por participación). Cfr. ibid., p. 44; M. Rhonheimer, La Perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, J. Mardomingo (trad.), Madrid 2000, p. 206; T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes. Introducción a la cuestión 56, en Tomás de Aquino, «Suma Teológica», V, Madrid 1954, p. 169-172, 175-182. J. Sellés, admite como sujeto de virtudes únicamente a la inteligencia y a la voluntad, por tanto, los apetitos serían potencias con actos inmanentes, educables, pero sin llegar a ser sujetos de hábitos (Cfr. J. Sellés, Hábitos y virtud (II): Cuadernos de Anuario Filosófico 66 (1998) p. 22 ss; Idem Hábitos y virtud (III): Cuadernos de Anuario Filosófico 67 (1998) p. 92). La divergencia de este autor parece radicar en que, en su noción de virtud, mantiene como una característica básica el irrestricto crecimiento perfectivo de la facultad, lo cual en una facultad con base orgánica (como los apetitos) es imposible. Siendo correcta esta postura, tomaremos el sentido amplio del sujeto de virtudes, por adecuarse mejor a nuestro estudio, tal como se verá en las siguientes páginas.

[47] Existen dos tendencias sobre la admisión de las potencias como sujetos psíquicos de hábitos: la agustiniana que solo admite a la voluntad como sujeto de hábitos, y la aristotélica, que admite al entendimiento, la voluntad y otras potencias. El Aquinate sigue esta corriente pero matizándola. Cfr. J. Sellés, Hábitos y virtud (II): Cuadernos de Anuario Filosófico 66 (1998) p. 22, nt. 20.

[48] S.Th., I-II, q.60, a.1, co. Cfr. In III Sententiarum, d.26, q.2, a.2, sc.3; De virtutibus in communi, q.4, a.1, ad 6, S.Th., II-II, q.129, a.2, co.

[49] Cfr. S.Th., I-II, q.56, a.4, co.

[50] De virtutibus cardinalibus, q.un., a.1, ad 11: «Principalis pars hominis est pars rationalis. Sed rationale est duplex: scilicet per essentiam et per participationem».

[51] Ibid., q.un., a.1, ad 7: «Et ideo, sicut in homine est una vis appetitiva sine passione id est voluntas, duae autem cum passione, id est concupiscibilis et irascibilis».

[52] La voluntad es el motor que mueve a todas las potencias al acto, incluidas las virtudes morales. Cfr. S.Th., I-II, q.56, a.6, ag 3; II-II, q.47, a.1, ad 1; I, q.82, a.4; I-II, q.9, a.1.

[53] Cfr. S.Th., I-II, q.56, a.3, co: «Subiectum vero habitus qui simpliciter dicitur virtus, non potest esse nisi voluntas; vel aliqua potentia secundum quod est mota a voluntate. Cuius ratio est, quia voluntas movet omnes alias potentias quae aliqualiter sunt rationales, ad suos actus».

[54] Es posible que una virtud radique en varios sujetos aunque no de la misma manera ni en el mismo orden de potencias. Así podría darse un sujeto primario y otros sujetos dependientes del primario (Cfr. S.Th., I-II, q.56, a.2, co.). Además, tal como afirma el Aquinate, «las virtudes que moderan las pasiones colaboran, en cierto modo, en cuanto a su efecto, con las virtudes que moderan las acciones, aunque sean específicamente diferentes» (S.Th., II-II, q.157, a.1, co. ); porque también dichas virtudes se someten a un dominio político de la razón y de la voluntad (Cfr. S.Th., I-II, q.56, a.4, co.), evitando que éstas yerren al tomar como fin suyo los deseos de los apetitos sensibles que no han sido debidamente reconducidos por las virtudes respectivas hacia el querer de la voluntad (Cfr.In III Sententiarum, d.26, q.2, a.3, a, co).

[55] Esta distinción se basa en la doctrina hilemórfica de la unión del alma y del cuerpo que desarrolló Aristóteles.

[56] Los deleites corporales se relacionan con los cinco sentidos externos (Cfr. S.Th., I, q.78, a.3).

[57] Sententia Libri Ethicorum, III, lec. 19, n. 397: «Et dicit quod earum quaedam sunt animales, quaedam corporales. Corporales quidem delectationes sunt, quae consummantur in quadam corporali passione exterioris sensus. Animales autem delectationes sunt quae consummantur ex sola apprehensione interiori».

[58] Puede darse alguna delectación fisiológica. Sin embargo, es más propio de la modestia moderar los deleites anímicos (psicológicos), que están más relacionados con la vista y el oído (sentidos que captan la belleza) que con el tacto (Cfr. J. García López, Virtud y personalidad. Según Tomás de Aquino, Pamplona 2003, p. 171 ss ).

[59] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, III, lec. 19, n. 397. Así los que aman el saber, el honor, etc. gozan en lo que aman.

[60] Estas cosas exteriores carecen de indecencia o vileza (turpitudinem) pero pueden convertirse en vicio si por un desorden en el apetito, la pérdida, por ejemplo, de dinero y amigos, entristece desordenadamente a la persona (Cfr. Sententia Libri Ethicorum, III, lec. 19, n. 397–400, passim).

[61] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, III, lec. 19, n. 410.

[62] Esto se debe a la individualidad personal, que pertenece a la naturaleza del individuo, aunque no pertenezca a la naturaleza de la especie. Pues como dice el Doctor Angélico: «No todos los hombres desean tal o cual lecho, como un colchón de plumas o con preciosas coberturas» (Sententia Libri Ethicorum, III, lec. 19, n. 411: «Non omnes homines concupiscunt talem vel talem lectum, puta stratum plumis aut pretiosis tegumentis»).

[63] Cfr. S.Th., I, q.80, a.2, co.

[64] El Aquinate, agrupa las virtudes como partes potenciales de la templanza en razón de la forma en la que actúan: refrenando. Por eso, hablando de otras partes potenciales de la templanza afirma: «La clemencia y la mansedumbre no se consideran partes de la templanza porque coincidan en la materia, sino porque lo hacen en el modo de refrenar y moderar, como se dijo» (S.Th., II-II, q.143, a.un, ad 2).

[65] Pues, como afirma el Aquinate, «la virtud importa perfección de la potencia; de ahí que la virtud de cada cosa se defina por lo máximo de que es capaz, conforme se dice en el libro IDe Caelo. Ahora bien, lo último de que es capaz una potencia ha de ser bueno, ya que todo lo que es malo importa defecto, conforme dice Dionisio, en el capítulo 4 De Div. Nom., que todo mal es débil. Por eso es necesario que la virtud de cada cosa se defina en orden al bien» (S.Th., I-II, q.55, a.3, co).

[66] Cfr. S.Th., II-II, q.160, a.2, co.

[67] S.Th., II-II, q.160, a.2, co: «Et hoc modo modestia se habet non solum circa exteriores actiones, sed etiam circa interiores».

[68] Cfr. S.Th., II-II, q.168, a.1, co; In Epistolam Pauli ad Galatas lectura, c. 4, lec. 5: «Et ideo apostolus sicut bonus praelatus ostendit, quod non ex odio increpat eos, blande loquendo eis quantum ad tria. […] Secundo quantum ad modestiae verbum. Unde dicit obsecro vos, Prov. XVIII, 23: cum obsecrationibus loquitur pauper.»; In Epistolam Pauli ad Galatas lectura, c. 5, lec. 6: «Ad id quod est infra nos, scilicet corpus, dirigit spiritus, et primo quantum ad actus exteriores corporis, quod fit per modestiam, quae ipsis actibus seu dictis modum imponit; et quantum ad hoc dicit modestia, Phil. IV, 5: modestia vestra, etc.»; In Epistolam Pauli ad Colossenses lectura, c. 3, lec. 3: «C. III, 20: quanto magnus es, humilia te in omnibus, etc. In exterioribus debes modestiam, quae ponit modum ne in prosperis excedas».

[69] S. Ambrosio, De Officis Ministrorum, I, c. 18 (PL 16, 49): «Motum natura informet, si quid sane in natura vitti est, industria emendet» (La naturaleza modela sus movimientos; si hay algo de defectuoso en ella, lo enmienda la industria humana).

[70] Cfr. In Epistolam Pauli ad Titum lectura, c. 3, lec. 1: «Deinde cum dicit sed modestos, ostendit quomodo se habeant in operatione boni. Et primo in exterioribus actibus, dicens sed modestos. Est autem modestia virtus, per quam aliquis in omnibus exterioribus modum tenet, ut non offendat cuiusquam aspectum».

[71] Como dice Santo Tomás en In III Sententiarum, d.33, q.3, a.2, ag 4: «Inclinationem autem quae ad exteriores gestus est, quibus interior affectus ostenditur, refrenat modestia, ut nihil in eis immoderatum sit».

[72] Cfr. S.Th., II-II, q. 109, a.2, co; a.3, co.

[73] Cfr. S.Th., II-II, q.168, a.1, co; H. Merkelbach, Summa Theologiae Moralis, II: De Virtutibus Moralibus, Brugis 111962, p. 980.

[74] Nos referimos al cuidado o cultivo en el modo vestir, en el adorno del cuerpo, etc.

[75] Así, por ejemplo, sería muy extraño que alguien fuera con traje y corbata a un paseo por el campo o que alguien se presentara a una boda con un polo y zapatillas.

[76] Cfr. H. Merkelbach, o.c., p. 983 ss.

[77] Obviamente es posible realizar la clasificación de acuerdo a otros criterios (por ejemplo cfr. J. Mausbach – G.Ermecke, Teología Moral Católica, III, Moral Especial, M. García-Aparisi (trad.), Pamplona 91974, p. 181 ss), sin embargo, la clasificación ofrecida nos parece la más adecuada para el análisis que estamos realizando.

[78] Santo Tomás, al comentar un pasaje del evangelio de s. Lucas, menciona que la modestia previene el exceso al determinar la suficiencia del vestido necesario: «Sicut superius dominus de alimentis monebat, ita et nunc monet de vestitu, dicens considerate lilia agri, quomodo crescunt: non laborant neque nent, ut scilicet sibi faciant indumenta. […] quod est exprimentis pretiositatem et providentiam humani generis. […]. Sufficit enim prudentibus solius causa necessitatis aptum habere vestitum, modestiam non excedentem, et ciborum quod satis est. Sufficiunt etiam sanctis quae sunt in christo spirituales deliciae, et subsequens gloria» (Catena Aurea super Lucam, c. 12, lec. 8).

[79] Coenen menciona al respecto que «el vestido es algo extraño que el hombre se pone y que cubre su cuerpo, al mismo tiempo lo protege y lo oculta: pero el vestido se adapta también a las personas como la piel al cuerpo y es precisamente lo único que a un primer golpe de ojo aparece ante los otros». H.Weigelt - L. Coenen, Vestir, en «Diccionario teológico del Nuevo Testamento», IV, M. Sala (ed.), Salamanca 31994, col. 352.

[80] S.Th., II-II, q.169, a.1, ad 3: «Quibus aliquid de statu hominis significatur».

[81] Cfr. P. Vergriete, La tempérance, en Saint Thomas D’Aquin, «Somme Théologique», XVI, Paris 1969, p. 446. 

[82] Para una introducción sintética puede consultarse: J. Burggraf, ¿Qué quiere decir género?, Costa Rica 2001.

[83] S.Th., II-II, q.169, a.2, ad 3: «De se vitiosum est quod mulier utatur veste virili aut e converso».

[84] S.Th., II-II, q.169, a.2, ad 3: «Ultus exterior debet competere conditioni personae secundum communem consuetudinem».

[85] Cfr. S. Jerónimo, Epistola 111. Ad Nepotianum (PL 22, 535).

[86] Cfr. S.Th., II-II, q.169, a.2.

[87] M. Foley, Thomas Aquinas’ novel modesty: «History of Political Thought» 35 (2004) 415.

[88] S.Th., II-II, q.169, a.2, ad 2: «Sciendum tamen quod aliud est fingere pulchritudinem non habitam, et aliud est occultare turpitudinem ex aliqua causa provenientem, puta aegritudine vel aliquo huiusmodi».

[89] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, II, lec. 7, n. 205.

[90] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, II, lec. 7, n. 223.

[91] Cfr. Cicerón, De Officiis, I, 129.

[92] S.Th., II-II, q.111, a.2, ad 1: «Opus exterius naturaliter significat intentionem. Quando ergo aliquis per bona opera quae facit, ex suo genere ad dei servitium pertinentia, non quaerit deo placere, sed hominibus, simulat rectam intentionem, quam non habet».

[93] Sententia Libri Ethicorum, II, lec. 9, n. 220: «Et ipsa medietas vocatur amicitia vel affabilitas. Ille autem qui superabundat in hoc, si non faciat hoc nisi causa delectandi, vocatur placidus; si autem faciat hoc propter aliquam propriam utilitatem, puta propter lucrum, vocatur blanditor vel adulator».

[94] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, IV, lec. 14, n. 569.

[95] S.Th., q.166, a.2, ad 3: «Quod homo fiat virtuosus, oportet quod servet se ab his ad quae maxime inclinat natura».

[96] Podemos mencionar, por ejemplo: gestos bruscos y descompasados, carcajadas ruidosas, miradas indiscretas, lenguaje soez, etc.

[97] Sententia Libri Ethicorum, II, lec. 7, n. 220: «Qui autem in hoc deficit, et non veretur contristare eos cum quibus vivit, vocatur litigiosus et dyscolus».

[98] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, IV, lec. 14, n. 570.

[99] Cfr. S.Th., II-II, q.169, a.2, ad 1.

[100] Cfr. S.Th., II-II, q.169, a.2, co.

[101] Santo Tomás afirma la licitud del adorno de los esposos cuando existe rectitud de intención: «Deinde quaeritur de ornatu mulierum, utrum sit licitum mulieribus ornare se. […] Et dicendum, quod ornatus mensurandus est praecipue ad modum et mensuram personae et ad intentionem. Si enim mulieres portent ornamenta decentia statum et dignitatem suam, ut moderate se habeant in factis suis secundum consuetudinem patriae: erit actus virtutis modestiae, quae ponit modum in incessu, habitu et omnibus motibus exterioribus: et poterit esse meritorius, si sit cum gratia. Similiter si faciat ad hoc ut placeat decenter viro suo, quem habet, vel quem accipere debet, et ut ab aliis mulieribus retrahatur. Si autem portent ornamenta pretiosiora quam deceat ipsas; erit arrogantia, vel etiam quid deformatum vitio luxuriae, si faciant ad provocandum ad concupiscentiam sui» (In Isaiam Prophetam expositio, c. 3, lec. 3).

[102] Ética, 1127b29.

[103] J. Mausbach – G.Ermecke, Teología Moral Católica, III, Moral Especial, M. García-Aparisi (trad.), Pamplona 91974, p. 296.

Pio Santiago

 

Ricardo Yepes Stork

Publicado en: Revista “Nuestro Tiempo”, nº 508, octubre 1966 (pp. 110-123)

Índice:

La vergüenza
El pudor
La desnudez anónima
La compostura
La elegancia
Lo íntegro

Me imagino que el lector esta dispuesto a admitir que la dignidad humana es para nosotros una cuestión importante, pues hoy ocupa páginas y conversaciones innumerables. Casi siempre se habla de ella como un tema político, el del reconocimiento de todos, el de los derechos humanos como fundamento del ordenamiento jurídico, o como una exigencia moral básica e inalienable que debe ser enérgicamente defendida para que la sociedad no se deshumanice.

Sin embargo, pocas veces se habla de la dignidad desde un planteamiento intimista y estético. Pero es muy instructivo hacerlo. El paciente y sufrido lector que esté dispuesto a acompañarme podrá ver, espero, cómo la dignidad humana envuelve también a aquellos asuntos que ennoblecen o degradan a la persona ante sí misma, y en consecuencia ante los demás, por ejemplo la autoestima que uno tenga de sí y la consideración que los demás le otorguen. Comportarse dignamente es algo que se aprende y que tiene que ver con un hecho escueto y principal: lo feo es indigno y vergonzoso, y debe ser ocultado o sustituido por lo bello y elegante. La presencia de lo bello y de lo feo en nosotros mismos es una parte decisiva de nuestra dignidad.

Esta cuestión nos preocupa más de lo que en principio estaríamos dispuestos a reconocer. ¿Qué piensan de mí? ¿Qué tal aspecto tengo? ¿No estoy realmente horrible? ¿Pensarán que soy tonto, o viejo, o palurdo? ¿Alguien se habrá dado cuenta de que la culpa fue mía? ¿Qué dirá mi jefe? ¿Quedaré como un imbécil?

La familia de actitudes humanas que se ponen en juego para preservar nuestra dignidad es sumamente rica. Quizá las más importantes son la vergüenza, el pudor y la elegancia. Otras muchas tienen con ellas una íntima y natural conexión, y por eso nuestro comportamiento las envuelve en expresiones y reacciones que muestran toda la inagotable riqueza de lo humano. Sin embargo, las tres mencionadas son las encargadas de efectuar el recorrido desde lo más bajo -la fealdad- hasta lo más alto -la belleza-, a través de todos sus intermedios. Son actitudes inseparables y entremezcladas, que aquí no tenemos más remedio que diferenciar para lograr así una cierta comprensión de ellas.

La vergüenza

"Tener vergüenza es sentirse intrínsecamente malo, fundamentalmente feo como persona" (G. Kaufman). La vergüenza es un sentimiento espontáneo que la persona tiene ante sí misma o ante los demás cuando algo en ella, y por tanto ella misma, aparecen como feos, y por tanto indignos y vituperables.

El sentimiento de vergüenza afecta así a lo más íntimo del hombre. Por eso es tan importante, porque el afectado es él mismo, como tal hombre. Por ejemplo, la vergüenza juega un papel decisivo en la formación de una recta conciencia moral, que nos hace sentirnos buenos o malos, inocentes o culpables. También es decisiva a lo largo del proceso psicológico y social en el que tomamos pacífica posesión de nuestra identidad y somos reconocidos y aceptados por los demás. Pero además, la vergüenza es un factor central en los desarreglos del funcionamiento del yo. Por eso, como todo sentimiento, necesita ser bien educada, pues, como añade Kaufman, es "la fuente de la insuficiente autoestima, del pobre concepto de uno mismo o de la mala imagen corporal, de la duda de sí y de la inseguridad y de la disminución de la autoconfianza". Por eso "es la fuente de los sentimientos de inferioridad. La experiencia interior de la vergüenza es como una enfermedad dentro del yo, una dolencia del alma", un tormento interior o una herida que nos separa de nosotros mismos y de los demás, aislándonos en nuestro sonrojo.

La presencia de lo feo y vergonzoso en nosotros arruina la estimación ajena: "caérsele a uno la cara de vergüenza es perder el honor", añade el mismo autor. Si lo vergonzoso es lo feo presente en la persona, se entiende que los clásicos griegos dijeran que lo contrario de lo bello (kalón) era precisamente lo vergonzoso o torpe (aischrón). Cuando vemos en los demás, o incluso en nosotros mismos, acciones, gestos o palabras ofensivos para su dignidad o la nuestra decimos que eso es vergonzoso. Lo indigno es siempre vergonzoso, e incluso ofensivo, en lo que tiene de irrespetuoso hacia alguien o hacia uno mismo. Por eso quien comete acciones feas e indecentes no merece nuestra estimación. La vergüenza se relaciona así con los sentimientos de inferioridad y con la pérdida de la estimación.

El pudor

Las pocas reflexiones que anteceden bastan para confirmar que la vergüenza se suscita por la presencia en nosotros de algo que consideramos indecoroso, y en definitiva malo. Sin embargo, aparece ya en este sentimiento un elemento más positivo: "sentir vergüenza es sentirse visto de un modo dolorosamente disminuido. La vergüenza revela el yo interior, y lo expone a la vista". Este "sentirse visto" produce una reacción espontánea por "la elevada visibilidad del yo": la "urgencia de esconderse, de desaparecer". "La experiencia de parecer transparente se crea precisamente por la sensación de estar expuesto que es inherente a la vergüenza", continúa Kaufman.

Cuando uno se siente desposeído sin su permiso de algo íntimo que pasa a ser públicamente enseñado, siente vergüenza, e incluso rabia. Sin embargo, en el sentirnos sin quererlo indebidamente "transparentes" ante los demás está operando ya ese segundo sentimiento que insinuábamos: el pudor, la inclinación a poner la intimidad a cubierto de miradas extrañas. El pudor es el gesto y la reacción espontánea de protección de lo íntimo que precede a la vergüenza y le da a ésta un sentido positivo de preservación. Tiene por eso una fuerte relación con la dignidad, pues acentúa la reserva de la intimidad, nos hace poseerla más intensamente, ser más dueños de nosotros mismos. El pudor es una manifestación de la libertad humana aplicada al propio cuerpo. Autodominio significa dignidad porque implica libertad, y ésta significa ante todo ser dueño de uno mismo. El pudor es algo así como la expresión corporal espontánea del conocido derecho jurídico a la intimidad y a la propia dignidad.

Por todo ello, la manera quizá más grave de desposeer a las personas de su dignidad intrínseca es violar su intimidad, es decir, horadarla y forzarles a manifestarla contra su voluntad, aún por medio de la coacción física o psicológica: exponerlas a la vergüenza pública y privarlas de seguir siendo dueñas y señoras de aquello que es sólo suyo: lo íntimo. Una persona violada queda reducida a la esclavitud y a una gravísima vergüenza ante sí misma: tiene dentro de sí la presencia invasora y violenta de lo extraño.

El pudor, al proteger y mantener latente nuestra intimidad (éste es su objeto), aumenta el carácter libre de la manifestación hacia fuera de lo que somos y tenemos. Lo íntimo es libremente donado porque es previamente poseído. El pudoroso es más dueño de sí, valora más el don posible de su interioridad. Incluso más la cela cuanto más rica es. El pudor es entonces el amor a la propia intimidad, la inclinación a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho, a reservar a su verdadero dueño el don y el secreto que no deben ser comunicados más que a aquel a quien uno ama. Amar, no se olvide, es donar la propia intimidad. Por eso ante el amado somos, deberíamos ser, transparentes y auténticos siempre.

Es bien sabido que la intimidad define radicalmente a la persona y que ésta es una peculiarísima y fascinante dualidad de habla y silencio, de opacidad y transparencia, de interioridad y exterioridad. La transparencia pública y total significaría, en este caso, perder toda interioridad. Esto no sólo es ofensivo para la persona, sino también imposible. La interioridad es tal porque en ella algo queda latente y silenciado para la exterioridad. El ser íntimo e irrepetible de la persona puede iluminar con su presencia unos ojos o un rostro que se vuelven transparentes y dejan ver ese fondo interior y único que a ellos se asoma. Pero ese ser siempre queda más allá, nunca es del todo exteriorizable, siempre se reserva a sí mismo para seguir iluminando ese rostro, para seguir amando a través de la mirada. El pudor es el cerrojo que abre y cierra desde dentro el umbral por el que accedemos a la persona: no somos dueños del abrir y del cerrar del otro. Es algo que se nos da, si está justificado que se nos dé, y no podemos forzarlo; si lo hacemos estamos horadando un territorio que no nos pertenece. Si él nos invita desde el umbral, hemos de suponer que es una llamada verdadera, y que su salir pudoroso a buscarnos franquea verdaderamente la entrada a esa intimidad en la que somos invitados a habitar por vez primera.

Sin embargo, cabe preguntar: ¿hasta dónde llegan las puertas de lo íntimo? El pudor se extiende tanto como se extienden éstas. Apenas es preciso decir que el pudor incluye no sólo la interioridad espiritual o psíquica, sino también el cuerpo, pues él y cuanto a él se refiere forma parte de nuestra intimidad: el vestido, las acciones, los gestos y movimientos corporales (comer, limpiarse, etcétera). El pudor se extiende también a la casa y en general al lenguaje manifestativo, pues ambos son ámbitos de expresión de lo íntimo, siendo éste el lugar donde la persona habita consigo misma.

Por ser el cuerpo parte de la intimidad, el pudor se muestra entonces como resistencia a la desnudez, como una invitación a buscar a la persona más allá de su cuerpo (Campanini). Mediante el acto y el gesto pudoroso, tan cercano aquí a la vergüenza, la persona expresa una negativa a que su cuerpo sea tomado, por así decir, sin la persona que lo posee, como una simple cosa, como un instrumento u objeto de deseo para el que mira impúdica o curiosamente. El acto de pudor es, en el fondo, una petición de reconocimiento, como si quien es así mirado o deseado dijera: "No me tomes por lo que de mí ves descubierto; tómame a mí, como persona".

La desnudez anónima

El pudor se nos aparece entonces como el acto por el cual la persona se hace presente en su cuerpo desnudo. Una desnudez es impúdica cuando, por decirlo así, no es de nadie y al mismo tiempo es de todos: es anónima, disponible para quien la quiera. Si a la persona le es indiferente desvestirse y mostrar su desnudez, ella no está en su cuerpo, y éste se convierte en una mera imagen de sí mismo, que no remite a nadie. El cuerpo está entonces sin dueño, abandonado o incluso ofrecido, es objeto decorativo o producto en venta. Cuando la persona desaparece de su cuerpo, éste se prostituye, se vende a bajo precio, se convierte en mercancía. El pudor permite ver a la persona con perspectiva, más allá de la pura epidermis en que parecen convertirse quienes se instalan en un escueto atavío, sin recatarse por la transparencia de sus telas o la firme adherencia de las prendas.

Desnudarse obedece casi siempre a razones térmicas, de comodidad. Sin embargo, el carácter sexuado del cuerpo da a la desnudez, de modo natural, cierto carácter erótico, variable según las circunstancias. Querer ignorar esta realidad natural supone reducir la sexualidad a mecanismo, a función fisiológica susceptible de "técnicas". En las relaciones humanas el carácter sexuado del cuerpo juega un papel que no es necesario explicar aquí, y que despierta la atracción entre el varón y la mujer, dando origen a tipos de conducta, entre ellas la seducción, que miran hacia el otro en tanto es varón o mujer. E1 modo de mostrar el carácter sexuado del cuerpo, y también estas pautas de comportamiento, están reguladas por una clase especial de pudor: el sexual.

El lector se preguntará entonces conmigo: ¿por qué los órganos sexuales son objeto de especial pudor? La pregunta es completamente pertinente, pero completamente imposible de responder aquí de modo cabal. Lo único que me atrevo a decir es que eso es así por una razón muy honda, y muy mal comprendida hoy en día: la sexualidad es algo especialmente íntimo. El lector me excusará de explicar qué quiero decir con ese "especialmente", pero si me otorga la confianza de aceptarlo, entonces la cuestión se simplifica: si la sexualidad es algo tan íntimo, debe tener muy estrechamente que ver con el don de la intimidad llamado amor. En tanto el amor y la sexualidad están unidos, lo sexual es profundamente íntimo y objeto de ese pudor especial recién mencionado. Parece una afirmación inocente, pero no lo es tanto, pues contiene muchos implícitos resumibles en esta idea intuitiva: el varón y la mujer se relacionan sexualmente entre sí de modo amoroso y donal, y no apareándose.

Así pues, el pudor es la regla que preside la manifestación propia o impropia de la interioridad. En cierto sentido cabe afirmar sin dificultad que es una virtud. El impúdico suele ser un sinvergüenza, pues no conoce el límite entre lo decente y lo indecente, entre lo que es oportuno y conveniente mostrar y lo que no. Para entendernos: lo indecente es intolerable, e incluso ofensivo. La idea de que la decencia es un valor antiguo, hoy ya por fortuna desaparecido, no se corresponde con la vigencia real de lo intolerable que por todas partes se detecta en nuevas costumbres y reglamentaciones. Lo que ocurre es que éstas versan sobre asuntos y valores distintos, quizá, desde luego, más triviales y exteriores que los antiguos.

La pérdida del sentido de la decencia, la incapacidad de percibir el límite de lo vergonzoso como algo que protege los valores comunes de nuestra sociedad, y que por eso debe ser a su vez protegido, no puede responder más que a una debilitación de la interioridad, a una pérdida del valor de lo íntimo, y por tanto, a un aumento de lo superficial, de lo exterior. Estrictamente esto significa pobreza, y por tanto aburrimiento. Quien no siente necesidad de ser pudoroso carece de intimidad, y así vive en la superficie y para la superficie, esperando a los demás en la epidermis, sin posibilidad de descender hacia sí mismo. Los frívolos no necesitan del pudor porque no tienen nada que reservarse. Por eso son tan chismosos; hablan mucho, pero no dicen nada. Viven hacia fuera. Están desnudos.

La regla que enseña a ocultar y desocultar lo íntimo embellece a la persona, porque la hace dueña de sí, la muestra a los demás reservada para ella misma, orientada hacia su "dentro", y por tanto digna. El pudor manifestado en la actitudes, vestimentas y palabras permite vislumbrar lo que aún queda oculto y silenciado: la persona misma. Por eso el pudor está en el umbral: porque desde él se llama al otro, se le muestra lo que pueda atraerle y admirarle, lo que aún podría avergonzar, lo que nunca se ha dicho todavía. El pudoroso no se ofrece todo entero, sino que invita a un después donde acontece un desvelamiento, donde puede darse un diálogo de miradas y palabras que abra una intimidad compartida. En tanto somos personas con interioridad el pudor regula necesariamente nuestras relaciones.

La compostura

Una vez que el pudor y la vergüenza han enseñado el límite entre lo decente y lo indecente, podemos preguntarnos de qué modo acontece la presencia de lo bello en la persona. La respuesta es la que da título a estas páginas: compostura y elegancia. Ya se dijo que el objeto de la elegancia es la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, o mejor dicho, el mantenimiento activo de esa presencia, aquella obra de arreglo y compostura que hace a la persona, no sólo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y ante los demás.

Para explicar esta idea voy a proponer al lector una cierta novedad, para la que solicito su aprobación. Consiste en introducir una distinción entre dos "elegancias": una tiene un sentido más bien negativo, como para sólo preservar de lo vergonzoso. Es la que llamaré compostura. La otra es la elegancia "de verdad", plena de sentido positivo, que incluso podría definirse como la belleza personal.

La compostura es el sentido negativo de la elegancia en cuanto designa ausencia de fealdad en la figura y conducta personales. En realidad esta actitud humana fue considerada por los clásicos como una virtud, para ellos algo menor, que denominaron "modestia". El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua dice que modestia es "cualidad de humilde, falta de engreimiento; pobreza, escasez de medios", y este es ciertamente el sentido actual de esa palabra en el lenguaje ordinario.

Pero ese mismo Diccionario antepone otra acepción distinta, tomada directamente de la filosofía clásica, que dice así: Virtud que modera, templa y regla las acciones externas, conteniendo al hombre en los límites de su estado, según lo conveniente a él". Nadie entiende hoy así la modestia. A esto hay que llamarlo más bien "compostura", y así me parece que habría de hacerse, rectificando el Diccionario si es preciso.

Para Andrónico de Rodas, primer editor de las obras de Aristóteles, la compostura era "la ciencia de lo que dice bien (lo decente) en el movimiento y las costumbres", "el buen orden que se ocupa de lo conveniente en los diversos negocios y circunstancias", "espíritu de discernimiento, es decir, de distinción, en las acciones". Su maestro Aristóteles, en cambio, decía que la compostura (por supuesto, él la llamó de otra manera: afabilidad) versa sobre lo que resulta agradable o desagradable en los dichos y hechos respecto de los hombres con quienes se convive. Esto no es otra cosa que las buenas maneras de las que hoy tanto se habla. Tomás de Aquino, por su parte, afirma que la compostura o decoro es una virtud que regula los movimientos externos del cuerpo.

Un autor de moda que escribe sobre las virtudes, el francés A. Comte-Sponville, insiste en que la cortesía no es una virtud, sino una especie de cualidad necesaria para la convivencia humana. En este caso parece obligado disentir, pues la compostura engloba algo más profundo que la simple cortesía externa, aunque ambas apuntan hacia la buena educación, los buenos modales y palabras en la vida social. Ser cortés no es sólo tratar correcta y educadamente a las personas, lo cual implica ya reconocerlas dignas de buen trato, sino todavía más: omitir decididamente todo detalle que resulte molesto o vergonzoso, e incluso buscar la compostura, la finura y el donaire en el decir y actuar, de modo que se merezca por ello la estimación, el aprecio, y aún la admiración.

La compostura incluye en primer lugar limpieza, ausencia de lo sucio y manchado que podrían afear a la persona. En segundo lugar contiene pulcritud, que es un aseo cuidadoso, el cuidado de la propia presencia, un estar la persona "compuesta" y preparada, en disposición de aparecer públicamente ante quien en cada caso corresponda. En tercer lugar compostura es orden, un saber estar que no se refiere sólo a la disposición material de objetos y vestidos, sino al moverse del modo conveniente, en el momento adecuado y, sobre todo, con los gestos adecuados. Esto es el decoro, algo así como el orden de los gestos y de las palabras, su oportunidad y mesura, su adecuación con lo que quieren expresar y con el destinatario de esa expresión: decoro son, por lo tanto, las buenas maneras.

La educación en la elegancia comienza por la enseñanza de estos aspectos básicos incluidos en la compostura. Los niños difícilmente valoran su importancia, pero sin ella no se hacen aptos para ingresar en la vida social. Es un error corriente, que se pone de moda en épocas y personas románticas, juzgar que todo esto es convención y artificio hipócrita, cuando en realidad constituye algo así como la civilización del instinto y de la espontaneidad por medio del rito y la costumbre, algo que constituye la base de toda educación y aprendizaje humanos. E1 "naturalismo", en forma nudista, robinsoniana o "hippie", suele terminar en lo cutre, ese "Teísmo" sin elegancia que no es consciente de su vulgaridad. Las buenas maneras son, en palabras de Kant, lo que "transforma la animalidad en humanidad".

Mantener la compostura exige cuidado, tiempo, arreglo en definitiva. Esto obliga a dedicarse atención, a ocuparse de uno mismo y de la propia apariencia. Si uno no quiere mostrarse desaliñado debe cuidar su exterioridad, cortarse las uñas, cambiarse de ropa, prestar atención, evitar las manchas y los malos olores. Perder la compostura es una forma de perder la dignidad: ¿quién no se ha visto en la disyuntiva de tener que elegir entre correr para subir al autobús o no quedarse sin ellas? La persona descompuesta y descuidada se desperdiga, tiene un déficit del recto amor a sí misma que precisa para remediar los defectos y deterioros de su condición corpórea y temporal, que irremediablemente se van introduciendo en ella en forma de desgaste y estropicio. Por el contrario, la persona compuesta tiene un centro que reúne lo disperso, una regla que mide y ordena, un sosiego nacido del estar dueña de sí.

La elegancia

La compostura, sin embargo, se limita más bien a "no desentonar". Aunque sin compostura no es posible la elegancia (esto conviene no olvidarlo), para alcanzar esta última se requiere algo más: ser atractivos, o al menos estarlo, desarrollar el gusto y el estilo, alcanzar la distinción.

Con el fin de comprender un poco qué significa ser elegantes, lo más práctico es analizar los requisitos o contenidos de esta rara cualidad que a todos nos gustaría tener. Lo más inmediato y obvio es que ser elegante significa tener buen gusto. Pero ¿qué es el buen gusto? Ante todo, como nos enseñan Baltasar Gracián y H. Gadamer, es una capacidad de discernimiento espiritual que nos lleva no sólo a "reconocer como bella tal o cual cosa que es efectivamente bella, sino también a tener puesta la mirada en un todo con el que debe concordar cuanto sea bello". Se trata por tanto de una capacidad que permite afirmar las realidades "gustadas" como "bonitas" o "feas". Pero decir "esto es bonito" o "esto es feo" sólo puede hacerse si "esto", particular y concreto (un vestido, un peinado o un jardín) se refiere a un todo frente al cual el objeto juzgado queda "iluminado" y descubierto como "adecuado" o "inadecuado". El buen gusto es pues "un modo de conocer", un cierto sentido de la belleza o fealdad de las cosas. No se aplica sólo a la naturaleza o al arte, sino a todo el ámbito de las costumbres, conveniencias, conductas y obras humanas, e incluso a las personas mismas. Y desde luego no es algo innato, sino que depende del cultivo espiritual de la educación y la sensibilidad que cada uno haya adquirido. Las cosas de "mal gusto" no pueden ser de ninguna manera elegantes, sino más bien torpes y vergonzosas.

Lógica y afortunadamente, no existe una regla fija que determine qué es de buen y mal gusto. Lo que sabemos es que el buen gusto mantiene la mesura, el orden, incluso dentro de la moda, a la que lleva a su mejor excelencia, sin seguir a ciegas sus exigencias cambiantes, sino más bien encontrando en ella la manera de mantener el estilo personal.

La idea del buen gusto nos lleva a la segunda nota de la elegancia: la distinción. Lo distinguido se opone a lo vulgar, a lo zafio, que tiene ya connotaciones de cierto desaliño y suciedad. Distinguido es lo que sobresale, lo elevado, lo señorial. La persona humana tiende de por sí a moverse hacia lo alto: le gusta volar, soñar, subir, despegarse del peso de la materia y sentirse ingrávida y espiritual, despegada, libre en definitiva. La distinción es aquello que sitúa a la persona humana por encima de la vulgaridad y dentro del señorío. En el caso de la elegancia, la distinción proviene del buen gusto, puesto que éste permite hacer presente la belleza en aquello que el mantenimiento de la compostura nos obliga a realizar.

Cuando la persona dispone su apariencia exterior con arreglo al buen gusto, entonces está bella: guapa, se dice en castellano. Y es esencial entender, como decisiva nota de la elegancia, la presencia de la belleza en la persona. Es ésta la que le da ese aire distinguido y espiritual que, por decirlo así, la desmaterializa y eleva. Claro está que algunas personas tienen una belleza natural, física, que apenas necesita aliños para ser elegante: su porte, su andar, tienen ya una forma naturalmente distinguida y bien proporcionada, hermosa. Estas personas, si tienen buen gusto y son elegantes, pueden llegar a enriquecer su ya natural belleza hasta un esplendor que a las demás les suele estar vedado por su inferior disposición natural.

Es esencial recordar que la belleza significa en primer lugar armonía y proporción de las partes dentro del todo, sean las partes del cuerpo, de los vestidos, del lenguaje o de la conducta. Pero además, como dice Aristóteles, "a las obras bien hechas no se les puede quitar ni añadir, porque tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección". "La fealdad -dice Tomás de Aquino comentando este pasaje- es el defecto de la forma corporal, y acaece cuando un miembro se muestra con una forma inadecuada (indecente). Pues la belleza (la elegancia) no se consigue si todos los miembros no están bien proporcionados y adornados". Esto quiere decir que un sólo defecto estropea el conjunto, pues para que la belleza se haga presente en el aspecto exterior de la persona todo en él debe ser íntegro, acabado y bien proporcionado.

Lo íntegro

Lo íntegro es precisamente lo bien hecho, aquello a lo que no le sobra ni le falta nada, lo que está completo y perfecto dentro de sus límites. A los griegos siempre les fascinó esta idea de perfección: lo íntegro es perfecto porque, circunscrito y limitado, dentro de sí tiene su télos, su finalidad, aquello que le da la plenitud. La elegancia envuelve todo el ser de la persona en cuanto ésta es íntegra, poseedora de su plenitud. Por eso, si ser elegante significa ser íntegramente bello, esto no puede limitarse sólo al aspecto del vestido o al arreglo externo. Por fuerza ha de incluir lo que la persona misma es y lo que de ella se manifiesta.

Esta es la idea griega, hoy tan perdida, de que las acciones hermosas, elegantes, son aquellas que uno realiza abandonando su propio interés para emprender la búsqueda de lo en sí mismo valioso, aquello que merece la pena por sí mismo, lo que tiene carácter de fin, lo que una vez alcanzado da la felicidad y la perfección. Este tipo de bienes no son ya los propios del bien decir, o del bien parecer, el arte o la belleza corporal, sino los bienes auténticos, los que realmente nos importan porque no sólo nos hacen felices, sino también buenos. Para los clásicos lo bello, pulchrum, es lo bueno, aquello que conviene al hombre y le perfecciona. Por eso, quien vive en armonía consigo mismo, quien se autodomina, quien emprende esa búsqueda del bien más alto y arduo, ese bien que constituye un ideal de vida, de esa persona se dice no sólo que es buena, sino que tiene kalokagathía, una bondad bella, o una belleza buena, una conducta íntegramente poseída desde sí: ésta es la verdadera elegancia, la que radica en el alma y la embellece porque pone en ella el amor, la virtud y el saber verdaderos.

La elegancia muestra así su dimensión moral, algo que constituye el fondo y sustrato de la otra dimensión, corporal y externa: quien no vive en armonía con sus sentimientos y sus tendencias, quien no sabe lo que quiere y no obra como debe, quien vive en discordia consigo mismo y con los demás, quien no conoce la serenidad y la mesura en sus deseos y acciones, quien es desconsiderado con la realidad que le rodea, quien no reproduce dentro de sí, en su voluntad, afectos e inteligencia, el orden general del universo y del ser mismo, ése no puede ser elegante porque no es bueno, ni dueño de sí mismo. Hasta aquí se extiende la idea de que la elegancia es la presencia de lo bello en la persona.

Reproducir en uno mismo la belleza general del universo es la suprema elegancia. Y esto despierta en los demás el entusiasmo, la admiración. La actitud humana que encamina hacia lograrlo se llama respeto, benevolencia, prestar asentimiento a lo real y ayudar a que cada cosa sea del todo lo que es y lo que puede llegar a ser. Lo indecente, por el contrario, es la prepotencia, atropellar la realidad para someterla a nuestros intereses, pisotear la dignidad de los otros.

La belleza humana no es sólo física, sino también moral. Pero la belleza física, incluida desde luego en la elegancia, no es sin embargo algo simplemente natural. Estaría incompleta si el vestido, el adorno y la proporción no la completaran. El escenario principal de la elegancia, su materia por así decir, es el embellecimiento de la compostura. Y ese embellecimiento puede lograrse al cumplir la inevitable tarea de cuidar de uno mismo: la disposición del atuendo, la ornamentación corporal, los modales distinguidos, la "forma bella de expresar los pensamientos", como define la elegancia el Diccionario antes citado, el modo de moverse, la figura y expresión de cada gesto, etc. La elegancia está en la bella factura de todos ellos. Y ahí es donde se aprende y desarrolla.

Esta bella factura es el escenario donde puede mostrarse otro componente de la elegancia: el arte y el estilo personales, que son la expresión exterior de la propia personalidad y gusto. Un hombre elegante tiene "estilo" propio sabe disponer las cosas con distinción, crea a su alrededor un ámbito cuidadoso y agradable, embellecido por el adorno, pero al mismo tiempo deja traducir un buen gusto característico a través de lo que hace. Por eso el estilo personal es la singularización de la apariencia, el distintivo de la propia figura que la hace inconfundible y en cierto modo irrepetible. La "distinción" radica hoy más en este sello personal que ponemos en nuestra imagen que en el carácter aristocrático de superioridad que en otros tiempos imponía una clase social (D. Innerarity). La elegancia se convierte entonces en cauce de expresión de la personalidad y creatividad de cada uno, en un desafío a la monotonía y a la uniformidad.

Hay que añadir aquí una observación que podría llevarnos muy lejos: `por qué el ornato, el adorno, y no sólo el arreglo y la compostura? Adornar es una necesidad y una costumbre humana que no responde a la manía, o a la simple conveniencia de cubrir lo desnudo o lo vacío. Tiene que ver más bien con la idea de festejar. Todo adorno tiene, en efecto, una doble función: es a la vez representativo y acompañante. Acompaña la representación festiva, y ayuda a ésta. Un traje de boda puede servir de ejemplo. Se trata de un traje extraordinario, superabundante, lujoso incluso, de color simbólico. Realiza una transformación de la novia, y la acompaña, la reviste de atmósfera solemne y festiva al tiempo que significa y realiza su condición nupcial. Se advierte aquí cómo el adorno, el aderezo externo, cumple todo él esta doble función de acompañar y significar lo que la situación exige. Cada ocasión de este tipo tiene unas exigencias y unas conveniencias que el ornato y la figura de la persona deben reflejar, preceder y acompañar. Pues bien: la elegancia preside ese "estar a la altura" que acontece en las ocasiones festivas como adorno y compostura de la persona.

Toda la inmensa capacidad humana de adornar (brazaletes, anillos, collares, pinturas, telas, trajes y utensilios de fiesta) está al servicio de la representación que hace visible y presente lo no inmediatamente presente: el júbilo, la dignidad, la veneración, la gratitud, el recuerdo y la conmemoración... La elegancia encuentra su ámbito más pleno en la fiesta y en las acciones representativas y simbólicas que en ella se dan de modo natural. Las personas en las fiestas parecen distintas, se transforman, se vuelven bellas y elegantes, se ponen a la altura del acontecimiento, y su capacidad creadora tiene entonces ocasión de brillar y de redundar en su torno. Así se transforma un ambiente en festivo.

Aquí surge el peligro de confundir elegancia con simple apariencia. Hay que advertir, como última característica, que no hay elegancia verdadera si no es con ausencia de afectación y fingimiento, con espontaneidad y autenticidad en la expresión. Esto se llama naturalidad, mostrarse uno como es, de modo que lo que aparece responda al fondo y a la interioridad verdaderas. Naturalidad no es pura espontaneidad, sino también mesura, moderación, ausencia de demasía, pues el exceso destruye la elegancia, descoyunta las cosas y los gestos. La verdadera belleza es siempre portadora de naturalidad. Actuar espontánea y moderadamente, con un gusto y estilo personales que muestran en la persona una belleza poseída desde el fondo de ella misma: esto es en resumen ser elegante.

En todo ello los demás son importantes. Mirarnos al espejo, ese dueño de nuestra estima, o sentirnos mirados, es una llamada a embellecernos, a ser elegantes y atractivos como modo de merecer la estimación y el reconocimiento propio y ajeno. Quien ama su dignidad cuida su elegancia. Y así, el cuidado de la propia apariencia añade a la persona la pizca de belleza que le hace amable y atractiva. Es una preparación para el encuentro con los otros, una búsqueda de la nobleza humana del convivir, la creación de un ámbito que está más allá de la pura utilidad: la presentación alegre y festiva de la persona. Ser elegantes consiste en saber encontrar siempre motivos para expresar la alegría por medio del adorno.

Nada se ha dicho todavía de la creación de elegancia. Suele hacerse por medio de modelos (aquí en sentido estricto) que encarnan visiblemente el canon de belleza corporal en cada momento vigente, y el estilo que se hace moda y referencia. Todo ello es socialmente necesario y hoy, como todo, se realiza de modo profesional y empresarial. La imagen del modelo o la modelo es muchas veces multiplicada en los medios de telecomunicación. Pero después, como a los actores y actrices, se le pide que hable, que muestre algo más que una cara o un vestido, que no se convierta en fetiche, que posea de verdad su propia imagen, que no sea sólo lo que parece.

Quien adora el fetiche querrá repetir en sí una elegancia mecánica e imitada, carente de respeto por lo que uno o una es de modo propio y original. Lo importante de la elegancia es que no sea sólo imitación exterior, sino expresión de un mundo auténticamente personal. Esto es lo que he querido decir, amigo lector. Si el hombre habla, no sólo con sus palabras, sino también con su expresión, con su gesto, con su figura, con su vestido y apariencia, decir las cosas bellamente se torna no sólo bueno, sino deseable, pues al ejercerse nos dignifica como personas y eleva al nivel de lo verdaderamente humano la comunidad de vida que tenemos con los demás.