Pio Santiago

 

Pio Santiago

 

Juan Pablo II

(Audiencia, 22 de noviembre de 1978)

Recuerdo del Papa Luciani

1. En las audiencias de mi ministerio pontificio he procurado ejecutar el "testamento" de mi predecesor predilecto Juan Pablo I. Como ya es sabido, no ha dejado un testamento escrito, porque la muerte le sobrevino de forma inesperada y de repente; pero ha dejado algunos apuntes de los que resulta que se había propuesto hablar, en los primeros encuentros del miércoles, sobre los principios fundamentales de la vida cristiana, o sea sobre las tres virtudes teologales -y esto tuvo tiempo de hacerlo él-, y después, sobre las cuatro virtudes cardinales -y esto lo está haciendo su indigno sucesor-. Hoy ha llegado el turno de hablar de la cuarta virtud cardinal, la "templanza", llevando así a término en cierto modo el programa de Juan Pablo I, en el que podemos ver como el testamento del Pontífice fallecido.

Ser moderados o sobrios

2. Cuando hablamos de las virtudes -no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes-, debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene "raíces" profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y en su comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, hoy precisamente, hablamos del hombre "moderado" (o también "sobrio").

Añadamos en seguida que todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente. Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado" (o "sobrio").

El dominio de sí mismo

3. El mismo término «templanza» parece referirse en cierto modo a lo que está "fuera del hombre". En efecto, decimos que es moderado el que no abusa de la comida, de la bebida o de los placeres; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia por el uso de estupefacientes, etc. Pero esta referencia a elementos externos al hombre tiene la base dentro del hombre. Es como si en cada uno de nosotros existiera un "yo superior" y un "yo inferior". En nuestro "yo inferior" viene expresado nuestro "cuerpo" y todo lo que le pertenece: necesidades, deseos y pasiones, sobre todo las de naturaleza sensual. La virtud de la templanza garantiza a cada hombre el dominio del "yo superior" sobre el "yo inferior".

¿Supone acaso dicha virtud humillación de nuestro cuerpo? ¿O quizá va en menoscabo del mismo? Al contrario, este dominio da mayor valor al cuerpo. La virtud de la templanza hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano. El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el "corazón". ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre "sea" plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser "víctima" de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos claramente que "ser hombre" quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

El ejemplo de Jesús

4. A esta virtud se la llama también «sobriedad». ¡Es verdaderamente acertado que sea así! Pues, en efecto, para poder dominar las propias pasiones: la concupiscencia de la carne, las explosiones de la sensualidad (por ejemplo, en las relaciones con el otro sexo), etc., no debemos ir más allá del límite justo en relación con nosotros mismos y nuestro "yo inferior". Si no respetamos este justo límite, no seremos capaces de dominarnos. Esto no quiere decir que el hombre virtuoso, sobrio, no pueda ser "espontáneo", ni pueda gozar, ni pueda llorar, ni pueda expresar los propios sentimientos; es decir, no significa que deba hacerse insensible, "indiferente", como si fuera de hielo o de piedra. ¡No! ¡De ninguna manera! Es suficiente mirar a Jesús para convencerse de ello. Jamás se ha identificado la moral cristiana con la estoica Al contrario, considerando toda la riqueza de afectos y emotividad de que todos los hombres están dotados -si bien de modo distinto: de un modo el hombre y de otro la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, hay que reconocer que el hombre no puede alcanzar esta espontaneidad madura si no es a través de un dominio sobre sí mismo y una "vigilancia" particular sobre todo su comportamiento. En esto consiste, por tanto, la virtud de la "templanza", de la "sobriedad".

La belleza "interior" del hombre y de la mujer

5. Pienso también que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la "humildad del cuerpo" y la "del corazón". Esta humildad es condición imprescindible para la "armonía" interior del hombre: para la belleza "interior" del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Recordemos que el hombre debe ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza todos los esfuerzos encaminados sólo al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa.

Por otra parte, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y, con frecuencia, graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad? A este propósito podrían decir mucho las estadísticas y las fichas clínicas de todos los hospitales del mundo. También tienen gran experiencia de ello los médicos que trabajan en consultorios a los que acuden esposos, novios y jóvenes. Es verdad que no podemos juzgar la virtud basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero, sin embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de la virtud, de la templanza, de la sobriedad, perjudican a la salud.

El testamento de Juan Pablo I

6. Es necesario que termine aquí, aunque estoy convencido de que el tema queda interrumpido, más bien que agotado. A lo mejor un día se presenta la ocasión de volver sobre él. Por ahora es suficiente. De este modo he tratado de ejecutar, como he podido, el testamento de Juan Pablo I. A él pido que rece por mí cuando tenga que pasar a otros temas en las audiencias del miércoles.

Pio Santiago

 

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Índice:

1. La virtud de la templanza

    1.1. ¿En qué consiste la virtud de la templanza?

    1.2. La templanza como virtud general

    1.3. La templanza como virtud especial

2. Virtudes subordinadas a la templanza

    2.1. Las condiciones de la templanza

    2.2. Especies de templanza

    2.3. Partes potenciales de la templanza

3. Templanza y lucidez de la mente

4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar

5. La templanza cristiana

    5.1. La templanza en la Sagrada Escritura

    5.2. La transformación de la templanza en la vida cristiana

    Bibliografía


La persona humana es espiritual y corpórea. No ama sólo con el alma, sino con todas sus energías espirituales, psíquicas y corporales. Pero necesita encauzarlas y dirigirlas hacia el objetivo señalado por la razón y la fe. En este capítulo se estudia cómo la virtud de la templanza realiza esa misión respecto a las pasiones más vehementes de la persona humana, las que se relacionan directamente con la conservación de la vida y con la procreación.

En el Apartado 1, después de una breve referencia a la enseñanza de la Sagrada Escritura, se analiza la naturaleza de la templanza como virtud general y virtud especial. En el Apartado 2 se enumeran y definen brevemente las virtudes subordinadas a la templanza (partes integrales, subjetivas y potenciales). Por último, se reflexiona sobre dos consecuencias de la templanza en la vida de la persona y de la sociedad: la lucidez de la mente para el conocimiento de las verdades más altas (sabiduría) y para el discernimiento de la acción (prudencia) (3), y el crecimiento en la libertad y en la capacidad de amar (4).

1. La virtud de la templanza

Los precedentes para la doctrina teológica sobre la templanza (sophrosyne, temperantia) se encuentran en la literatura griega antigua. Sócrates, Platón y Aristóteles recogen esa tradición y le dan una formulación filosófica que sirve de base a los pensadores latinos posteriores (Cicerón, Séneca, Macrobio y Dionisio). El pensamiento de estos autores es la base sobre la que San Agustín, Santo Tomás y otros muchos teólogos elaboran la doctrina teológico-moral sobre la templanza. Sin embargo, la fuente más importante –por su carácter revelado- es la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.

1.1. ¿En qué consiste la virtud de la templanza?

«La templanza –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica— es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (Si 5, 2; cf. 37, 27-31)»[1].

De modo sintético, se expresa en este texto la naturaleza y función de la templanza en la vida cristiana, es decir, el “vivir con moderación” o sobriedad de que habla la Escritura (cf. Tit 2, 12). Se pone de relieve además el sentido positivo de esta virtud -dirigida al dominio de uno mismo- y de los apetitos sensibles, que pueden y deben ser orientados al bien.

En el lenguaje corriente la palabra “templanza” connota un cierto matiz negativo. Con frecuencia se entiende como freno, limitación o represión de las energías vitales. Pero no era ese el significado propio del término latino temperare (del que deriva la palabratemplanza[2]): «hacer un todo armónico de una serie de componentes dispares»[3]. Este es el concepto sobre el que los grandes maestros de la Teología han cimentado sus reflexiones sobre la templanza[4]. Los componentes dispares que se deben armonizar son la “sensualidad”, la “pasión”, el “apetito”, que no pueden identificarse con “sensualidad enemiga del espíritu”, “pasión desordenada” y “apetito irracional”. Esas expresiones, «lejos de ser negativas, representaron fuerzas vitales para la naturaleza humana, puesto que la vida del hombre consiste en el ejercicio y desarrollo de esas energías»[5].

También en Santo Tomás tiene la templanza un sentido positivo. Ya en el mismo comienzo del tratado de la templanza, afirma: «Es evidente que la templanza no se opone a la inclinación natural del hombre, sino que actúa de acuerdo con ella»[6].

El sentido más adecuado de templanza es el de inclinación, tendencia o impulso[7]. Su misión es recoger las fuerzas vitales de la persona y encauzarlas de forma que se conviertan en fuente de energía para la verdadera realización personal. «La templanza tiene un sentido y una finalidad, que es hacer orden en el interior del hombre. De ese orden, y sólo de él, brotará luego la tranquilidad de espíritu»[8]. Gracias a la templanza, las pasiones, en lugar de obnubilar a la razón, colaboran con ella y con la voluntad en el discernimiento y la realización del bien.

1.2. La templanza como virtud general

Como virtud general, la templanza consiste en «una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos de las pasiones, es decir, algo común a toda virtud moral»[9]. Este sentido genérico designa una propiedad que deben cumplir todas las virtudes. Desde este punto de vista, la templanza es una virtud que «aparta al hombre de aquello que le atrae en contra de la razón»[10].

El hecho de que la templanza, en este sentido amplio, sea una condición que debe cumplir toda virtud, es una consecuencia de la primacía de la prudencia entre las virtudes morales. En efecto, la prudencia incluye una cierta moderación en la esencia misma de su actividad ordenadora y, por tanto, la templanza (sinónimo de moderación) alcanza a todas las demás virtudes, como condición general, a través de la acción propia de la prudencia.

Santo Tomás ve en esta noción más general de la templanza uno de los motivos para afirmar que la belleza, aun siendo común a todas las virtudes, pertenece por excelencia a la templanza. La razón es que dicha noción de templanza incluye como propia una «moderada y conveniente proporción, en la cual consiste precisamente la belleza»[11].

1.3. La templanza como virtud especial

El objeto de la templanza como virtud especial consiste en moderar las pasiones del apetito concupiscible, es decir, el amor y el deseo del bien sensible ausente y el placer gozoso del bien poseído, y sólo indirectamente la tristeza que produce la ausencia de ese placer.

Más concretamente, la templanza modera el deseo y goce de lo que atrae al hombre con más fuerza y, por tanto, de lo más difícil y costoso de moderar[12]. Tal es el caso de los deseos y placeres producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el hombre posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza, y que se refieren principalmente al sentido del tacto. La templanza modera e integra dichos apetitos a la luz de la recta razón.

La templanza no aparta de los placeres sin más, sino de aquellos placeres que se oponen a la razón y, por ello, a la auténtica inclinación natural del hombre y a su perfección como persona. La templanza no se opone a la verdadera inclinación humana, que incluye los placeres acordes a la razón. Si acaso, se opone a la inclinación bestial, no sujeta a la razón[13], que es, por tanto, inhumana.

Además la templanza no ejerce su moderación impidiendo las operaciones propias del apetito concupiscible, ni siquiera las pasiones, sino dominándolas para que se ajusten al medio determinado por la razón[14]. En palabras del propio Santo Tomás, «no es propio de la virtud hacer que las facultades sometidas a la razón cesen en sus propios actos, sino que sigan el imperio de la razón ejerciendo sus propios actos. Por lo que, así como la virtud ordena a los miembros del cuerpo ejecutar los actos exteriores debidos, también ordena al apetito sensitivo tener sus propios actos ordenados»[15].

Los vicios que se oponen a la templanza son la intemperancia (por exceso) y la insensibilidad(por defecto). El intemperante deja que sus pasiones desordenadas ofusquen su razón. El insensible considera equivocadamente todo placer como algo pecaminoso. Ambas actitudes son contrarias a la naturaleza humana.

2. Virtudes subordinadas a la templanza

2.1. Las condiciones de la templaza

Las partes integrales de la templanza, es decir, las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para que se dé esta virtud, son dos: la vergüenza, «que nos hace huir de la torpeza que implica el acto de la intemperancia»[16], y  la honestidad, que inclina a amar la belleza intrínseca de los actos virtuosos de la templanza.

—La vergüenza, como temor a un acto torpe, no es propiamente una virtud, sino «una pasión digna de alabanza»[17] que ayuda a evitar los actos contrarios a la templanza y a crecer en ella.

—Con la vergüenza se relaciona el pudor. En un sentido reducido del término, el pudor es la vergüenza que lleva a ocultar ante la mirada ajena los actos venéreos y sus signos externos, incluso cuando son ordenados por la razón y, por tanto, virtuosos. Se trata de un cierto sentido natural de decencia por el que la persona no quiere exponerse a la mirada ajena cuando se entrega a otra persona, en un contexto de amor e intimidad. No se trata de ocultar algo (el propio cuerpo, la sexualidad, las manifestaciones de afecto, etc.) por considerar que es negativo. Lo que pretende el pudor es no generar una intencionalidad en otros o en uno mismo contraria al valor de la persona[18].

En un sentido más amplio, el pudor guarda la propia intimidad no sólo corporal sino también espiritual y la reserva para quien corresponde.

—La honestidad[19] es propiamente una pasión: el amor a la belleza moral que supone obrar de modo templado. «La belleza, en efecto, puede encontrarse en sentido analógico en los asuntos morales, es decir en las acciones humanas. Una acción humana es bella cuando manifiesta el resplandor de lo inteligible en lo sensible, o sea el orden de la razón en los impulsos pasionales. Si estos impulsos pasionales se sustraen al dominio de la razón, no son humanos, sino bestiales e infrahumanos, y eso es lo que constituye la torpeza o fealdad moral. En cambio, si resplandece en ellos la moderación y el orden de la razón, la conducta humana es entonces decente, decorosa, moralmente bella, digna de honor. Y el amor de esa belleza moral es lo que constituye la honestidad»[20].

2.2. Especies de templanza

Las partes subjetivas de la templanza o especies en las que puede dividirse esta virtud, son tres: la abstinencia, la sobriedad, y la castidad. La abstinencia modera los apetitos de la comida, la sobriedad los de la bebida, la castidad el apetito sexual.

—La abstinencia capacita al hombre para «abstenerse del alimento en la medida de lo conveniente, conforme a las exigencias de los hombres con los que vive y de su propia persona, además de la necesidad de su salud»[21]. El vicio contrario es la gula.

Santo Tomás recoge un texto de San Agustín que constituye otra excelente definición de la abstinencia: «En orden a la virtud, no importa en modo alguno qué alimentos o qué cantidad se toma (mientras se haga en conformidad con el orden de la razón bajo la regla de la templanza), sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es conveniente o necesario»[22].

—La palabra sobriedad deriva de medida, por lo que, de modo general, puede aplicarse a cualquier materia. En un sentido más específico, la sobriedad consiste en observar medida o moderación en la bebida alcohólica, que puede suponer un especial impedimento para el uso de la razón[23].

—La materia específica de la castidad a la que se aplica la moderación propia de la templanza está constituida por «los deseos de deleite que se dan en lo venéreo»[24]. «La castidad –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer»[25].

La castidad es una virtud indispensable para amar a Dios y tener intimidad con Él, y para convertir la propia vida en servicio a los demás. Ensancha la capacidad para el amor y el sacrificio. La lujuria, por el contrario, suele tener estos efectos: «la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia la vida futura»[26]. De ahí que sea erróneo considerarla como una conducta que no hace daño a nadie: corrompe, en primer lugar, a quienes la realizan; y perjudica también a la sociedad, cuyo bien depende de la bondad de cada uno de sus miembros.

Ante algunas concepciones de la castidad como negación y carga difícil de soportar, San Josemaría Escrivá expone una visión positiva que hace atrayente esta virtud: «La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa»[27]. «Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos —y no simplemente continentes u honestos—, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor»[28].

2.3. Partes potenciales de la templanza

Las partes potenciales de la templanza son las virtudes que se refieren a su materia secundaria, es decir, a los deseos menos difíciles de moderar.

Se agrupan en tres series, según la materia a la que se aplique la moderación característica de la templanza:

a) La primera serie modera los movimientos y actos internos del alma. En ella se incluyen lacontinencia, la humildad, la mansedumbre y la clemencia[29].

De estas virtudes, la única que tiene la misma materia que la templanza es la continencia. Es la virtud de la voluntad por la que, a causa de un motivo racional, el hombre resiste a los deseos desordenados de los placeres del tacto, que se dan en él con fuerza[30]. Es una virtud, pues reafirma la razón contra las pasiones, pero no es perfecta, ya que no impide que se levanten en el apetito sensitivo pasiones fuertes contrarias a la razón. En la persona continente la fuerza de la razón no llega a informar y someter el apetito concupiscible desde dentro (como hace la templanza), sino que lo domina desde fuera, desde la voluntad[31].

b) La segunda serie de virtudes modera los movimientos externos y actos corporales, materia que cae toda ella dentro de la virtud de la modestia. Esta virtud, tomada en general, inclina amoderar los apetitos en aquellas pasiones que no son tan vehementes como las delectaciones del tacto, y que se manifiestan en actos externos. Se trata, por tanto, de la templanza en asuntos menos difíciles. Dentro de la modestia, se distinguen otras virtudes: laestudiosidad[32], la eutrapelia, la modestia corporal y la modestia en el adorno.

—La eutrapelia tiene por objeto moderar, según la razón, los juegos y diversiones, que consisten en esos «dichos o hechos en los que no se busca sino el deleite del alma»[33]. La eutrapelia guarda directa relación con la necesidad del descanso espiritual. «Cuando el alma se eleva sobre lo sensible mediante obras de la razón, aparece un cansancio en el alma (…), tanto mayor cuanto mayor es el esfuerzo con el que se aplica a las obras de la razón. Y del mismo modo que el cansancio corporal desaparece por medio del descanso corporal, también la agilidad espiritual se restaura mediante el reposo espiritual. Ahora bien, el descanso del alma es deleite (…). Por eso es conveniente proporcionar un remedio contra el cansancio del alma mediante algún deleite, procurando un relajamiento de la tensión del espíritu»[34]. Los vicios opuestos son la alegría necia y la austeridad excesiva.

—La modestia corporal es la virtud que inclina a guardar el debido decoro en los gestos y movimientos corporales[35]. «Los movimientos externos son signos de la disposición interior, que se mira principalmente en las pasiones del alma. Por eso la moderación de los movimientos externos requiere la moderación de las pasiones internas»[36]. A esta virtud se oponen la afectación o amaneramiento y la rusticidad u ordinariez.

—La modestia en el adorno[37] tiene por objeto guardar el debido orden de la razón en el arreglo del cuerpo y del vestido, y en el uso de las cosas exteriores, de modo que tal uso no venga condicionado por una pasión desordenada, sea por exceso (lujo y ostentación) o por defecto (dejadez). Un término más actual que designa un concepto análogo al de modestia en el adorno es el de elegancia. Puede definirse como «la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, o mejor dicho, el mantenimiento activo de esa presencia, aquella obra de arreglo y compostura que hace a la persona, no sólo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y ante los demás»[38].

Podrían aplicarse de modo específico a la modestia las siguientes palabras que Juan Pablo II aplica de modo general a la templanza: «Pienso que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica respecto a los dones que Dios ha depositado en nuestra naturaleza humana. Diría “la humildad del cuerpo” y la del “corazón”. Esta humildad es condición necesaria para la “armonía interior del hombre”,  para la belleza “interior”  del  hombre. Reflexionen todos bien sobre ello, y en particular los jóvenes, y más aún las jóvenes, en la edad en que preocupa tanto ser bellos o bellas, para agradar a los demás. Acordémonos de que el hombre debe ser bello sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos dirigidos solamente al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa»[39].

c) La tercera serie modera el uso de las cosas externas relacionadas con la persona. Incluye la parquedad o suficiencia, que consiste en no usar lo superfluo; y la moderación o simplicidad, que modera el deseo de usar cosas demasiado exquisitas.

La virtud del desprendimiento, que Santo Tomás no cita, está directamente relacionada con estas virtudes. Queda de manifiesto su importancia cuando el Señor la pone como condición para ser sus discípulos: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33). Como se ve por las palabras de Jesús, se trata de una virtud que el Señor pide a todos y no sólo a algunos de sus discípulos. En efecto, todos han de tener el corazón desprendido de las cosas (aunque se posean y se usen) para poder amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y al prójimo por amor a Dios (cf. Mc 12, 30-31). Se trata además de una virtud que requiere especial atención en las actuales circunstancias de la sociedad de consumo.

La persona humana necesita las cosas materiales para la conservación de la vida y para vivir de acuerdo con su dignidad. De ahí que sea bueno desear y procurar los medios materiales necesarios. La virtud del desprendimiento hace que el deseo de bienes materiales se mantenga dentro del orden de la razón iluminada por la fe. Esto conlleva que tales bienes se quieran sólo como medios y no como fines, y que se ordenen a un verdadero fin humano.

3. Templanza y lucidez de la mente

Santo Tomás insiste con frecuencia en la necesidad de la templanza, no ya como virtud general, sino como virtud especial, para alcanzar la sabiduría. La templanza es necesaria para ser sabio, para conocer a Dios y para descubrir el verdadero valor de las cosas y los acontecimientos.

La relación de la templanza con la sabiduría se refiere sobre todo a las disposiciones de la persona para alcanzar esta virtud fundamental. «Esencialmente –afirma Santo Tomás-, las virtudes morales no pertenecen a la vida contemplativa, cuyo fin es la consideración de la verdad, y el saber, que pertenece a la consideración de la verdad, interesa poco a las virtudes morales (…). Dispositivamente, sin embargo, las virtudes morales sí pertenecen a la vida contemplativa. Pues el acto de la contemplación, en el que esencialmente consiste la vida contemplativa, es impedido tanto por la vehemencia de las pasiones, por las que la intención del alma es abstraída de lo inteligible a lo sensible, como por los tumultos exteriores. Pero las virtudes morales aplacan la vehemencia de las pasiones y sedan el tumulto de las ocupaciones exteriores»[40].

Más concretamente, las virtudes de la castidad y de la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón, «disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría»[41]. La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»[42].

En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento de los bienes materiales. La persona apegada y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de esos bienes y, en lugar de buscar las verdades realmente importantes para su vida y su salvación, tiende a fijar la atención tan sólo en aquellas cuyo conocimiento puede resultar útil para conservarlos y acrecentarlos[43]. De ahí que el afán de tener y consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la disminución del interés por la verdad.

«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu» (1 Co 2,14). Si la soberbia ciega porque la persona busca su propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a la que no quiere reconocer ni subordinarse, los vicios de la sensualidad, en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.

Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás distingue entre elembotamiento del sentido intelectual y la ceguera del espíritu[44]. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de múltiples explicaciones, y aun así no ve perfectamente todo lo que se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está totalmente privado del conocimiento de esos bienes. 

Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento del sentido intelectual tiene su origen en la gula, y la ceguera de la mente, en la lujuria[45]. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y deseos, y en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder elevarse a la consideración de las cosas del espíritu[46]. En esta situación, además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde considera que está su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [47].

Por otra parte, la templanza es esencial también para que pueda existir la virtud intelectual y moral de la prudencia. En efecto, las tendencias apetitivas, en la medida en que están naturalmente bien orientadas y obedecen dócilmente a la razón, facilitan el correcto conocimiento moral. Bajo su influjo, «el acto de la razón y el bien de la razón no resultan alterados de ninguna manera, sino más bien facilitados»[48]. La afectividad impregnada de racionalidad mediante las virtudes morales, desempeña una función importante en el conocimiento: indica dónde está el bien conforme a la razón e inclina a lo que es racionalmente bueno. De este modo la razón descubre lo que es bueno sin necesidad de largos y complicados razonamientos, sino de manera inmediata[49].

En cambio, «la intemperancia corrompe en grado sumo la prudencia. Por eso los vicios opuestos a la prudencia tienen su origen preferentemente en la lujuria, que es la principal especie de intemperancia»[50]

Las pasiones desordenadas –como ya se ha dicho en capítulos anteriores- son un obstáculo para que la prudencia reflexione, juzgue y decida bien. «En cada uno de estos tres momentos deja su huella desoladora la lujuria. En lugar de llamar a sereno consejo a todas las potencias, impera la disipación y la ligereza (inconsideratio); el juicio se sucede sin que la razón pueda sopesar los pros y los contra (praecipitatio); y cuando el corazón se pone a decidir, caso de que realmente llegue a ello, opera, como si dijéramos, sin máscara de gas que filtre las impresiones que llegaron a través de los sentidos. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la inconstancia»[51]. Para que la prudencia pueda realizar con perfección cada uno de esos pasos se precisa, por tanto, la virtud de la templanza, que, “haciendo orden” (ordo rationis) en el interior del hombre, evita que la razón sea obnubilada o cegada por las pasiones sensibles.

La intemperancia destruye de una manera especial la capacidad de percibir los detalles concretos, tan necesaria para elegir prudentemente la acción que en cada circunstancia se debe realizar. La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre intemperado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento[52]. «El abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia»[53].

4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar

La templanza, al moderar la inclinación a los placeres sensibles bajo el orden de la razón, hace posible que la voluntad no quede determinada o esclavizada por el apetito de esos placeres, y pueda amar libremente los distintos bienes que la recta razón le presenta. De ahí que una primera consecuencia de la templanza sea la libertad interior.

Hay que tener en cuenta que las energías que la templanza debe dominar, al ser esenciales para la vida humana, son muy fuertes y, por tanto, capaces de perturbar el espíritu humano en el más alto grado[54]. La ruptura interior de la persona humana, producida por el pecado original y los pecados personales, dificulta aún más el dominio de la razón sobre los apetitos. Pues bien, la templanza humana y sobrenatural restaña la herida de la concupiscencia y elimina la tensión interior entre las exigencias del apetito y el orden de la razón.

Esta armonía entre apetito y razón hace posible un mayor dominio de sí mismo, una mayor libertad y, por tanto, una mayor capacidad de amar a Dios y a los demás apasionadamente. Gracias a la templanza, las energías de la persona se encauzan, potencian y secundan la acción libre dirigida por la razón, comprometiendo en ella a la persona entera, en cuerpo y alma. Las fuerzas de la pasión se ponen, entonces, al servicio del amor, de la propia perfección y de la construcción de la sociedad.

«Hombre moderado es el que es dueño de sí mismo. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el “corazón”. ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre “sea plenamente hombre”. Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en “víctima” de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que “ser hombre” significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza»[55].

Sin la templanza, aquellas energías se malgastan y desperdician; el hombre se torna esclavo de sus pasiones, a las que tiene que complacer cada vez con más urgencia, porque el corazón, hecho para Dios, no se da nunca por satisfecho. «Buscando el placer por el placer, acaba esclavo de él, sin llegar a encontrar nunca verdadera satisfacción, ya que el placer toca sólo una dimensión y dura sólo lo que dura la acción. Una vez pasada, deja la amargura de la vaciedad, que requiere nuevos y más excitantes placeres para olvidarse y saciarse»[56]. El hombre se siente insatisfecho y angustiado, y si, en lugar de rectificar, sigue buscando su felicidad por un camino que no conduce a ella, termina destruyéndose a sí mismo y tal vez a los demás, porque no es raro que la intemperancia engendre violencia.

Se suele considerar la templanza como una virtud exclusivamente individual, o, al menos, con pocas o nulas repercusiones en la vida social. En la literatura y en el cine no es difícil encontrar personajes que, mientras llevan una vida destemplada (aspecto que los hace más simpáticos, liberales y tolerantes), se presentan como modelos de humanidad, capaces de dar su vida en honor de la amistad. Pero en realidad, la destemplanza no se conjuga nada bien con la entrega a los demás.  Sólo la persona que es dueña de sí y domina sus pasiones puede darse sinceramente a los otros. La persona intemperante, en cambio, pone en los bienes sensibles y placenteros un amor que debería reservar para las personas; su yo egoísta se sitúa en el centro de todos los intereses y tiende a utilizar a los demás como objeto para la propia satisfacción.

Todas las faltas de templanza que acaban en un acto externo contienen un elemento deinjusticia. Esto es muy claro en el caso de algunos vicios contra la castidad, como el adulterio o la violación. Pero incluso los vicios contra la templanza que permanecen en oculto, en la medida que devienen en un acto exterior, llevan implícito un punto de injusticia, mayor o menor según el caso. «En una palabra, toda acción tiene una trascendencia social»[57], con las enormes consecuencias que este enunciado tiene para la vida política, la actividad legislativa, etc.

Los aspectos aparentemente costosos de la lucha por la templanza: esfuerzo, privación, etc., no deben llevar a pensar que esta virtud se caracteriza por la negatividad. Todo lo contrario: el necesario aggere contra no hace más que potenciar las energías encerradas en la persona para hacerla capaz de una entrega plena a los demás.

El hombre templado «sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata»[58].

5. La templanza cristiana

5.1. La templanza en la Sagrada Escritura

La Sagrada Escritura se refiere a la templanza teniendo delante el hombre “histórico” –es decir, el hombre pecador y redimido—, y hablando de las disposiciones necesarias para ser fiel a la Alianza (Antiguo Testamento) o para  participar en el Reino de Dios (Nuevo Testamento). Este es el sentido de textos como los siguientes: «Y si uno ama la justicia, los frutos de su trabajo son virtudes; porque enseña templanza y prudencia, justicia y fortaleza: que son las cosas más ventajosas para los hombres en la vida» (Sab 8, 7); «Óyeme, hijo, y no me desprecies, y al final comprenderás mis palabras. Sé en todas tus acciones moderado, y ningún daño te alcanzará» (Si 31, 22).

Entre las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la templanza tienen especial importancia las cartas de San Pablo[59]. En unas ocasiones hablan de la “sobriedad” —es decir, de la “moderación” o templanza— como condición exigida a todos los cristianos: «No durmamos como los demás, sino estemos en vela y mantengámonos sobrios» (1 Ts 5, 6); «Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 13-14). En otras, esa sobriedad se concreta con acentos particulares en el caso de los ministros sagrados (cf. 1 Tm 3, 2-3; Tit 1, 7), los ancianos (Tit 2, 2), etc.

El motivo por el que se ha de vivir la sobriedad en relación con el uso de los bienes es que quienes se entregan a ellos o los usan “inmoderadamente” no entrarán en el reino de los cielos (cf. Ga 5, 19-21). Por otro lado, se enseña que la templanza es un don de Dios: «Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza» (2 Tm 1, 7) y, en consecuencia, está al alcance del cristiano vivir la moderación en el uso de los bienes (cf. Tit 2, 1-15).

En todos los contextos, la palabra “templanza” o sus equivalentes (“moderación” o “sobriedad”) aluden siempre a una actitud de señorío y dominio frente a los bienes creados. Pero no porque estos sean malos o porque lo sea la atracción que el hombre siente hacia ellos. Si el hombre ha de usar de ellos sobria o moderadamente, es porque, siendo buenos, puede llegar a amarlos de tal manera que se deje esclavizar por ellos, sin tener en cuenta su condición de criatura e hijo de Dios.

La bondad de la creación es una enseñanza constante en la Escritura y en la Tradición: el pecado de los orígenes no ha destruido la bondad de “el principio”. Por eso afirma Juan Pablo II que «la moralidad cristiana jamás se ha identificado con la moralidad estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de los afectos y de las emociones de que todo hombre está dotado -por otra parte, cada uno de forma distinta: de una forma el hombre, de otra la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, es necesario reconocer que el hombre no puede conseguir esta espontaneidad madura si no es por medio de una labor lenta y continua sobre sí mismo y una “vigilancia” particular sobre toda su conducta. En esto, en efecto, consiste la virtud de la “templanza”, de la “sobriedad”»[60].

5.2. La transformación de la templanza en la vida cristiana

En la vida cristiana, la templanza adquiere un nuevo y original sentido, sobre todo porque el modelo e ideal de la templanza y de todas las virtudes con ella relacionadas (sobriedad, castidad, desprendimiento, etc.) es Cristo, perfecto Dios y hombre perfecto.

La finalidad de esta virtud no se reduce ahora a la moderación de las pasiones como condición de una vida verdaderamente humana. Al entrar en el organismo de las virtudes teologales, la templanza sufre una transformación, como sucede con las demás virtudes humanas. Concretamente, la fe hace que la templanza se ponga al servicio de la caridad y de la unión con Cristo[61].

Esto significa, por una parte, que las energías de la afectividad son encauzadas por la virtud de la templanza, dirigida por la fe, para que el hombre ame a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente (cf. Mc 12, 30; Mt 22, 37), con el cuerpo y con el espíritu, con amor apasionado.

 Por otra parte, por la identificación con Cristo, el cristiano vive la virtud de la templanza comoparticipación en la misión redentora de Cristo. «La práctica de la templanza se convierte en una participación en la Pasión de Cristo, en una especie de muerte voluntaria. De este modo, la templanza se convierte, de alguna manera, en el instrumento de una vida nueva que nace el día de Pascua, en una participación en la vida misma de Cristo y en su caridad. Adquiere así una cierta dimensión teologal»[62].

En la vida del cristiano que se sabe corredentor con Cristo, la templanza refleja el rostro de Cristo ante los demás, de modo que todos se pueden sentir atraídos por Él. En este sentido, la templanza es imprescindible para que el cristiano pueda llevar a la práctica la vocación apostólica que ha recibido en el Bautismo.

Por último, la novedad de la templanza cristiana se manifiesta también en algunos modos específicos de vivir la castidad (celibato y virginidad), el desprendimiento de los bienes (prescindiendo de la propiedad sobre las cosas), etc., como expresiones de una entrega total al amor de Cristo, que Dios pide a algunas personas (tanto laicas como religiosas) otorgándoles la gracia para vivirlas.

Bibliografía

 J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003.

J. NORIEGA, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005.

J. PIEPER, Templanza, en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976.

S. PINCKAERS, Plaidoyer pour la vertu, Éd. Parole et Silence, Paris 2007.

K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 1979.

Notas:


[1] CEC, n. 1809.

[2] Entre los griegos se usan los términos enkráteia (derivado del verbo enkráteo: “soy dueño”) o sophrosine (derivado del verbo sophroneo: “soy sabio, moderado”).

[3] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, 221.

[4] Cf. P. LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2; S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, (en adelante: S.Th.), I-II, q. 55, a. 4; II-II, 141, a 3.

[5] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 282.

[6] S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.

[7] J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003, 173: «La temperancia, pues, tiene forma de inclinación o tendencia (...). Se malentiende la temperancia cuando se la concibe sólo como freno, como moderación, porque esencialmente es también tendencia o impulso». Y un poco más adelante, al hablar del componente de moderación que incluye la templanza, advierte: «y nótese que esa moderación no es una disminución de la energía, un simple freno o cortapisa, sino un positivo encauzamiento».

[8] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 225.

[9] S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.

[10] S. Th., II-II, q. 141, a. 2c. Cf. también De virtutibus, q. 1, a. 12. ad 23.

[11] S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3.

[12] Cf. S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.

[13] Cf.  S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.

[14] Estas ideas son tratadas en profundidad por Santo Tomás en De virtutibus, q. 1, a. 13.

[15] S. Th., I-II, q. 59, a. 5c.

[16] S. Th., II-II, q. 143, a. 1c.

[17] S.Th., II-II, q. 144, a. 1c.

[18] Cf. J. NORIEGA, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, 155. Para una exposición más extensa de este tema, cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1979, 193-214.

[19] Cf. S.Th., II-II, q. 145.

[20] J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, o.c., 176.

[21] S.Th., II-II, q. 146, a. 1c.

[22] S.Th., II-II, q. 146, a. 1, ad 2.

[23] Cf. S.Th., II-II, q. 149.

[24] S.Th., II-II, q. 151, a. 2.

[25] CEC, n. 2337.

[26] S. GREGORIO MAGNO, Moralia, 31, 45.

[27] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa: Homilías, Rialp, Madrid 2000 (38ª), n. 5.

[28] ID., Amigos de Dios: Homilías, Rialp, Madrid 2001 (28ª), n. 177.

[29] Sto. Tomás sitúa aquí la humildad, la mansedumbre y la clemencia tomando como criterio el modo de obrar de estas virtudes, que cosiste en moderar. Hemos optado por ordenarlas de acuerdo con su objeto. Así, la mansedumbre y la humildad se tratan en relación con la fortaleza y la esperaza; y la clemencia, con la justicia.

[30] Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 1c.

[31] Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 4, ad 3.

[32] Trasladamos la estudiosidad al artículo en el que se estudian las virtudes intelectuales.

[33] S.Th., II-II, q. 168, a. 2.

[34] Ibidem.

[35] Cf. S.Th., II-II, q. 168, a. 1c.

[36] S.Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 3.

[37] Cf. S.Th., II-II, q. 169.

[38] R. YEPES STORK, La elegancia, algo más que buenas maneras, Revista “Nuestro Tiempo”: n. 508, octubre 1996, 110-123.

[39] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.

[40] S.Th., II-II, q. 180, a. 2c.

[41] S.Th., II–II, q. 15, a. 3c.

[42] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, II, caps. 80 y 81.

[43] Cf. A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 149.

[44] Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 2c.

[45] Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 3.

[46] Ibidem. Véase también S.Th., II–II, q. 46.

[47] S. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, 12.

[48] ID., Summa contra gentes, l. 3, c. 129, n. 7.

[49] Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 178-179.

[50] S. Th., II-II, q. 153, a. 5, ad 1.

[51] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242

[52] Por eso, y en este sentido, puede decir Aristóteles, y lo recoge Santo Tomás, que «los placeres corrompen la estimación de la prudencia» (S. Th., I-II, q. 59, a. 2, obj. 3).

[53] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242

[54] Cf. S.Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 2.

[55] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.

[56] J. NORIEGA, El destino del Eros, o.c., 166.

[57] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 109.

[58] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 84.

[59] En otros escritos del Nuevo Testamento encontramos también enseñanzas sobre esta virtud. Las cartas de San Pedro ponen de relieve particularmente dos cosas: a) es una virtud que han de practicar todos los cristianos (cf. 1 P 1, 13-14); b) está unida a la fe (cf. 2 P 2, 6).

[60] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.

[61] Cf. S. PINCKAERS, Plaidoyer pour la vertu, Éd. Parole et Silence, Paris 2007, 281.

[62] Ibidem.

Pio Santiago

 

José Brage

Parte de la tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra, 2007


Índice:

Introducción

1. Antecedentes en la literatura griega clásica.

a) Época arcaica: Homero.

b) Los poetas aristocráticos: Píndaro y Teognis.

c) Los poetas trágicos: Sófocles, Esquilo y

Eurípides.

d) El “realista” Tucídides.

e) Demócrito.

2. Sócrates (470/469-399 a. de C.)

3. Platón (429-353? a. de C.)

a) La virtud como armonía.

b) La virtud como sabiduría.

c) La “sophrosyne” platónica.

d) El placer.

e) Influencia en Santo Tomás.

4. Aristóteles (384-322 a. de C.)

a) Ética de la felicidad y de la virtud.

b) Las virtudes como hábitos.

c) La virtud moral como término medio.

d) Virtud y elección: voluntariedad.

e) Los motivos de la acción virtuosa.

f) Objeto de la templanza.

g) Racionalidad de la templanza.

h) Mansedumbre, estudiosidad, eutrapelia.

i) El pudor o la vergüenza.

j) La continencia.

k) El placer y su relación con la templanza.

l) La educación en la templanza.

m) Relación de la templanza con otras virtudes.

n) El círculo “virtuoso” aristotélico.

o) Influencia en Santo Tomás.


Introducción

Los precedentes de la doctrina filosófica sobre la virtud y, más en concreto, sobre la templanza, se encuentran en la literatura griega más antigua. Sócrates, Platón y Aristóteles recogerán esta tradición y le darán una formulación filosófica que sirvió de base a los pensadores latinos posteriores. Entre ellos destacan Cicerón, Séneca, Macrobio, Dionisio y San Agustín. Estos autores constituyen la base sobre la que Santo Tomás elaborará su propia doctrina pero, entre todos, Aristóteles ocupa un lugar destacado: su teoría de las virtudes –entre las que incluye la templanza- viene a ser un punto álgido en el proceso de asimilación y depuración de toda la tradición anterior.

La palabra griega para nuestro concepto de templanza es “sophrosyne”. En este artículo estudiaremos, precisamente, el proceso de gestación y depuración del concepto griego de “sophrosyne”, hasta llegar a la formulación aristotélica que, con las adiciones y correcciones de Santo Tomás, ha ejercido una influencia fundamental en toda la historia de la ética posterior. Prestaremos una particular atención a aquellos aspectos que sirvieron al propio Santo Tomás para elaborar su doctrina sobre la templanza.

1. Antecedentes en la literatura griega clásica

Entre los méritos que cabe atribuir a la escuela de la ética narrativa liderada por Alasdair MacIntyre, se puede mencionar el hecho de haber puesto de relieve la importancia de la comunidad a la que se pertenece en la formación del carácter (“ethos”) propio[1]. Esta comunidad expresa su peculiar “ethos” por medio de diferentes narraciones, y de ahí la importancia fundamental para la ética del estudio de estas narraciones[2]. Así pues, “la investigación moral se extiende a cuestiones históricas, literarias, antropológicas y sociológicas”[3]. Y de manera muy especial, es preciso prestar atención a la literatura dramática o parenética, ya que, como escribe Giuseppe Abbà: “las narraciones de una comunidad se expresan sobre todo en su literatura: las teorías de la virtud aristotélica y tomista no se comprenden más que sobre el trasfondo de una abundante literatura antigua y medieval sobre las virtudes y los vicios”[4].

 Así pues, comenzaremos estudiando la presencia en la literatura clásica griega de las ideas expresadas por la palabra “sophrosyne”, que originalmente designa la cualidad de tener una mente sana[5].

a) Época arcaica: Homero

En el pensamiento griego, las primeras referencias a la templanza (“sophrosyne”) como una cualidad valiosa del espíritu las encontramos ya en Homero, siempre con un sentido demoderación, de restricción ante el exceso. Así, cuando Telémaco, alojado en el palacio de Menelao, manifiesta su deseo de partir, recibe esta contestación del rey Átrida: “No te retendré mucho tiempo, ya que quieres irte, pues me es odioso así el que, recibiendo a un huésped, lo ama sin medida, como el que lo aborrece en extremo; más vale usar de moderación en todas las cosas”[6]. Y el mismo Homero cuenta como Hefesto, al sorprender a Afrodita con Ares en adulterio, exclamó: “ésta es hermosa, pero no sabe contenerse”[7].

La “sophrosyne” homérica se refiere esencialmente a una restricción de los impulsos espontáneos, ya sea por “respeto a la prohibición social de invadir ciertas esferas (el “aidós”); la conveniencia de no ir más allá de un cierto límite, por miedo al castigo divino; o el simple cálculo humano de ventaja a largo plazo”[8]. En definitiva, viene a ser una especie de “sensatez”. Así, vemos a Ulises dirigirse a Aquiles (quien permanece en su nave sin participar en la batalla, tras la disputa con Agamenón) con estas palabras: “Amigo, tu padre Peleo te daba estos consejos el día en que desde Ptía te envió a Agamenón: -¡Hijo mío! La fortaleza, Minerva y Juno te la darán si quieren; tu refrena en el pecho el natural fogoso –la benevolencia es preferible- y abstente de perniciosas disputas para que seas más honrado por los argivos viejos y mozos”[9]. Como se ve, el motivo que el astuto Ulises aduce para animar a Aquiles a refrenarse, es la ventaja que supondrá para su propia honra.

Conviene notar que, en todas las ocasiones en que Homero habla de la “sophrosyne”, está presente un elemento intelectual de previsión y razonamiento, de cálculo, que le distingue del “aidós” o simple respeto a las convenciones, e introduce un leve matiz frente al “metron” o medida en general. “No me tendría por sensato (“sophrón”) si combatiera contigo por los míseros mortales”[10], dice Apolo a Poseidón. Este elemento racional es característico de la ética griega. A la “sophrosyne” se opone, por tanto, la insensatez, la locura, en definitiva la “hybris”, interpretada no sólo como exceso, sino como ceguera[11], ignorancia. De aquí que muchas veces, la “sophrosyne” adquiera un significado cercano a nuestra prudencia. Así, cuando la anciana ama anuncia a Penélope la llegada de Odiseo, ésta, incrédula, le contesta: “Los dioses te han trastornado el juicio; que ellos pueden entorpecer al muy discreto y darprudencia (“sophrosyne”) al simple, y ahora te dañaron a ti, de ingenio tan sesudo”[12].

En opinión de la filóloga Helen North, en la sociedad retratada en los poemas homéricos, la “sophrosyne” es una virtud especialmente apropiada para la mujer (Penélope sería su ejemplar literario), que le permite desempeñar correctamente su papel social, mientras que la “andreia” (virilidad o valor) sería la correspondiente al varón[13]. Sin embargo, independientemente de esta observación, parece indudable que Homero considera a la “sophrosyne” una virtud general al ser humano[14], sea hombre o mujer. Algunos de los pasajes transcritos anteriormente son prueba de ello, y queda aún más claro en el primer Canto de la Iliada, donde se refiere la causa de la discordia entre Aquiles y Agamenón, y los excesos de uno y otro: el poeta “refiere las actitudes de ambas partes contendientes de un modo objetivo, pero con claridad las califica de incorrectas. Entre ellos se halla el prudente anciano Néstor, la personificación de la sophrosyne”[15].

b) Los poetas aristocráticos: Píndaro y Teognis

Pero los verdaderos cantores de la “sophrosyne” son los poetas aristocráticos Píndaro y Teognis. Los ideales de la aristocracia exaltada por ellos son: valor, “sophrosyne” y éxito material[16]. Los elementos intelectuales y de mero cálculo de la “sophrosyne” se combinan con una valoración positiva de la misma como regla de vida, al margen de cualquier otra consideración. La “sophrosyne”, en cuanto que preconiza el dominio sobre la pasión, es concebida como el triunfo de la razón y se la considera grata a los dioses y, por tanto, conveniente. La “sophrosyne” mantiene su elemento racional característico, que al actuar sobre las pasiones, dota al individuo de una singular belleza[17]. El tipo aristócrata es calificado de “kalós”[18] (hermoso) porque en él, los antiguos valores sociales, consistentes en las virtudes “agonales” o “heroicas”, son penetrados por el ideal de la “sophrosyne”. Como dice Jaeger, “La heroicidad griega no es el simple desprecio salvaje de la muerte, sino la subordinación de lo físico a una más alta belleza”[19]. La heroicidad de los griegos lleva adjunta la idea de virtud, de moderación, de armonía y –por ello- de fin y de belleza. Por eso, la encarnación de la “sophrosyne” es Apolo[20], el dios de la belleza armoniosa y disciplinada, enemigo de los tiranos y purificador de todos los excesos sangrientos, lejos de la exaltación del culto dionisíaco. Incluso el amor entre hombre y mujer, como pasión, es considerada por los griegos de ésta época como locura, que es contraria a la “sophrosyne” y trae consecuencias funestas[21].

c) Los poetas trágicos: Sófocles, Esquilo y Eurípides.

También los poetas trágicos hablan de la “sophrosyne”. En Sófocles, esta virtud tiene un matiz de sometimiento de los humanos al destino que los dioses le deparan, de sensatez yaceptación ante ese sino inevitable. Así, en su Áyax, pone en boca del mensajero que trae la noticia del suicidio del héroe humillado esta sentencia: “las figuras desmedidas y vanas caen bajo el peso de las desgracias que les envían los dioses, siempre que nacidos para la condición humana se olvidan de pensar como hombres”[22]. A la condición humana corresponde el sometimiento a los designios inexorables de los  caprichosos dioses, so pena de ser aplastado por ellos.

Y esta aceptación viene indicada por la razón. Así, en ese mismo drama, Tecmesea dirige estas palabras a un Áyax enloquecido contra Agamenón, instándole a deponer su ira: “Por los dioses, cede, se razonable”[23]. La desmesura en la conducta humana viene por parte de la falta de adecuación a la norma dictada por la razón. En Antígona, Ismena responde así a la proposición de su hermana de enterrar a Polinices, en contra de la orden de Creonte: “obrardesmesuradamente es carencia total de razón”[24]. También en Edipo Rey encontramos esta misma idea, y aún más clara, al identificar lo racional como elemento necesario del bien humano, cuando Creonte dice a Edipo: “Si crees que es un bien la terquedad sin la razón, estás equivocado”[25].

De este modo, la felicidad y el éxito aparecen como dependientes de la sensatez o “sophrosyne”, que asegura esa aceptación de los designios divinos, por medio de la preponderancia del elemento racional en la propia conducta. El mismo Agamenón, tras conocer la muerte de Áyax, sentencia: “no son los corpulentos y los de anchas espaldas los que han de estar más seguros, sino los sensatos son los que vencen siempre en todo”[26]. YAntigona termina con la siguiente frase del Coro: “Con mucho la sensatez es lo primero para la felicidad”[27]. De este modo, a la “sophrosyne” se le otorga una importancia decisiva y capital para conseguir la felicidad humana.

Por el contrario, la desventura y la desgracia humana proceden del exceso en la medida –propia de los humanos- de toda pasión, sea ésta la ambición, la ira, la venganza o la misma tristeza. En Filoctetes, tras el diálogo de Neptolemo con Ulises, en el que éste le anima a engañar a Filoctetes, el Coro canta: “¡Oh, mísera raza de los mortales, cuando su vida pasa la medida!”[28]. En Edipo en Colono, Teseo, Rey de Atenas, responde así a Edipo: “Insensato, lapasión en la desgracia no es oportuna”[29]. Y en ese mismo drama, Creonte se dirige a Edipo y le vaticina: “Con el tiempo, lo se, reconocerás que ni ahora te haces ningún bien ni te lo hiciste antes, contra la voluntad de los tuyos, cediendo a la ira, que siempre te daña”[30]. EnElectra, la protagonista que da nombre al drama, recibe del Coro estos consejos: “Gimiendo siempre, más allá de la medida, por un dolor sin remedio, te vas consumiendo, sin encontrar alivio de tus males. ¡Animo, ánimo, hija! (...) y no te irrites con exceso con quienes te irritas ni tampoco los olvides”[31]. Y de nuevo en Edipo en Colono, el Corifeo recomienda a las hijas de Edipo: “¡Oh, vosotras dos, las más buenas de todas las hijas! Es necesario soportar serenamente lo que viene de un dios. No debéis excitaros en demasía”[32].

Así pues, Sófocles piensa que dar rienda suelta a la pasión  sin que sea moderada por la razón, es impropio de la condición humana, dañino para el hombre y peligroso para su pretensión de felicidad, pues los dioses pueden castigarle por su atrevimiento (son ellos, los dioses, los que carecen de medida). Esta moderación de la razón consiste en observar ciertamedida que no conviene traspasar[33].

Esquilo reflexiona sobre el triunfo de Atenas en las Guerras Médicas, y lo atribuye al favor divino por la superior “arete” de los griegos. En su concepción  de esta excelencia  (“arete” o virtud) entra “un elemento de sobriedad, sophrosyne y gravedad que descarta la frivolidad, el lujo y el individualismo jónicos, barridos por la conciencia del peligro corrido y de que aquellas virtudes han sido decisivas para la victoria”[34]. Los dioses aman la moderación en los humanos. Así, cuando el Coro de Las Suplicantes se dirige a los dioses implorando su favor, Esquilo pone en sus bocas estas palabras: “Vamos, divinos autores de mi nacimiento; ya veis dónde está el derecho: ¡ayudadnos! Y si el Destino se opone a que se de plena satisfacción al Derecho, en vuestro odio siempre dispuesto contra los excesos, mostrad cuando menos vuestra justicia ante tan odioso himeneo”[35].

La preocupación por no caer en el exceso es una constante en los personajes esquileos. Así, en Agamenón, cuando Clitemnestra tiene noticia del triunfo de Agamenón sobre Troya, exclama: “Quieran los dioses que nuestro ejército no se entregue al saqueo y a la ilícita violencia, llevado por el afán de  lucro”, a lo que el Coro contesta: “conténtese el hombre con lo que le baste, y no desee bienes que entrañen peligro. La riqueza es un débil escudo para el hombre que en la saciedad derriba con pie insolente el ara sagrada de la justicia”[36]. De este modo, hasta la misma justicia o “diré”, uno de los ideales del hombre democrático, viene a estar perneada de “sophrosyne”. En el mismo drama, cuando el Rey llega victorioso, el mismo Coro se pregunta: “¡Oh Rey! ¡Oh destructor de Troya! (...) ¿Cómo te honraré, para que mis palabras no traspasen los límites de una alegría conveniente, ni queden tampoco cortas en el amor que se te debe?”[37], a lo que Agamenón responde: “Quiero que se me honre como a hombre, no como a Dios. (...) la moderación del alma es el más hermoso don del cielo. Sólo puede llamarse feliz aquel que ha terminado sus días en una prosperidad sin excesos”[38]. EnLas Coéforas, tras la entrada de Egipto en el palacio donde se oculta Orestes para darle muerte, el Coro exclama: “Zeus, Zeus, ¿qué diré? (...) ¿cómo expresar lo que debo expresarsin incurrir en exceso?”[39]. Y una vez perpetrado su crimen, siendo Orestes perseguido por las Euménide, el Coro canta: “La verdadera salud está en huir de los extremos. Es este el privilegio que los dioses han conferido al hombre y el único que pone un freno a los caprichos de su poder”[40]. Es significativo este último pasaje, pues supone una profunda intuición: que la moderación propia de la “sophrosyne” es un freno necesario a la capacidad autodestructora del ser humano.

Con Esquilo aparece con fuerza la repulsa de la jactancia, que podría entenderse como un precedente de la modestia. Así, en Los Siete contra Bebas, cuando Heteo les procede a asignar un capitán a cada una de las siete puertas de Bebas para defender la ciudad de sus atacantes, justifica la valía de los capitanes elegidos precisamente alabando su valor y ausencia de jactancia: “A Fideo opondré yo el valeroso hijo de Astro como defensor de esta puerta. Fiel cumplidor de su deber, detesta las vanas jactancias; teme el deshonor y por esto nunca se mostró cobarde”[41]. Para oponer a Capaceo, cuyo escudo ostenta jactanciosos motivos, designa al hijo de Croen, pues “es un hombre que lleva su jactancia sólo en su brazo, no en sus emblemas”[42]. Y para oponerse a Partenopeo de Arcadia designa a Actor, “un hombre que no conoce la jactancia, pero cuyo brazo sabe obrar”[43].

Por último, también Esquilo identifica la “sophrosyne” con el puro cálculo racional, y considera que su ausencia muestra una falta de razón. Por eso, cuando Hermes intenta vencer inútilmente la cerrazón de Prometeo, exclama ante sus negativas: “Pensamientos son ésos y razones dignas de un loco. ¿Qué síntoma de demencia falta, en efecto, a sus palabras? ¿Puede verse en ellos moderación?”[44].

  En la obra del último de los tres grandes trágicos, Eurípides, se atisba el pesimismo ante un mundo (la democracia de Atenas) que se derrumba  tras el desastre de la Guerra del Peloponesio contra Esparta[45]. La generación de Eurípides –a la que pertenece Tucídides- es una generación “quemada”, una generación de desengañados. Sus figuras no creen ya en la grandeza humana. Se han acostumbrado a penetrar en el corazón humano y no han sabido encontrar allí más que pasiones desbocadas, crueldad, ambición. Y como esa desconfianza en el hombre actual se proyecta hacia el pasado, se desconfía de toda grandeza. Eurípides hace ver como en el fondo de muchos males se encuentra el desatino de la razón humana, que cede ante la pasión irracional o se rebela ante los dioses, incurriendo en la soberbia. Cuando en Las Suplicantes, Arrastro, Rey de Argos, junto con las madres de los caídos a las puertas de Bebas, suplica a Teseo, rey de Atenas, que le ayude a recuperar los cadáveres, Teseo le reprocha que intentara la empresa de la conquista de Bebas sin gozar de oráculos favorables, a lo que Arrastro responde, refiriéndose a los jóvenes guerreros que le convencieron: “La pasión de esos mozos arrebatóme el tino”. Y Teseo sentencia: “Seguiste tu pasión, no el buen consejo”[46]. Más adelante Teseo continúa: “la razón humana pretende poder más que la divina, y llena de soberbia nuestra mente, nos creemos más sabios que los dioses”[47].

Eurípides, una vez más, opone la desmesura de los instintos y pasiones a la moderación dictada por la razón, y se alinea con la segunda en contra de las primeras. En Orestes, Electra exclama: “¡Qué gran calamidad es para los hombres la fuerza del instinto!”[48]. En ese mismo drama, Eurípides pone en boca de Menelao esta metáfora de gran belleza: “Porque incluso un bajel suele hacer agua si se tensan sus velas con exceso; empero, si se aflojan las amarras, consigue enderezarse. Dios odia las pasiones excesivas, y las odian también los ciudadanos”[49]. Como se ve, la desconfianza en los instintos y pasiones del hombre es clara.

d) El “realista” Tucídides

Mientras que en los poetas trágicos predominaba ese matiz religioso de respeto hacia fuerzas superiores, en Tucídides hay una especie de secularización del concepto de la “sophrosyne”, que se opone al desenfreno, a la intemperancia (“akolasía”). La moderación propia de la “sophrosyne” proporciona grandes ventajas a la “polis”, y evita desgracias sin cuento en la guerra. Por eso es preferida a otras cualidades. “Es más conveniente la ignorancia con mesura, que el ingenio con desenfreno”[50], pone en boca del ateniense Cleón. Así, la “sophrosyne” hace al ciudadano digno de honor y alabanza, hasta el punto de que el Rey lacedemonio Arquídamo afirma: “el sentimiento del honor tiene su principal origen en lamoderación, y el valor en la vergüenza al deshonor”[51].

En Tucídides encontramos también una valoración positiva del dominio de sí, que impide dejarse arrastrar por la ira o cualquier otra pasión en momentos difíciles. Así, en el discurso de los embajadores corintios instando a los lacedemonios a hacer la guerra a Atenas, se dice: “en la guerra, aquél que permanece dueño de sí se asegura el éxito, y el que se irrita se expone a los reveses”[52]. De manera similar, cuando los lacedemonios devastan el país de Atenas a la vista de sus habitantes, tratando de forzar una salida del ejército ateniense, muy inferior a ellos, para aniquilarlo, Tucídides hace notar que Pericles “no les convocaba a ninguna asamblea ni reunión, para que, llevados en esos momentos de la cólera más que de la razón, no cometieran error [saliendo a combatir]”[53]. Hay por tanto, una percepción clara del peligro que la pasión, con su empuje irreflexivo, supone para el juicio y la conducta prudentes, y, por tanto, de la necesidad de dominarla. Si bien es cierto que Tucídides, como historiador y estratega, se ocupa especialmente de la pasión de la ira y el deseo de venganza, capaces de influir en los acontecimientos históricos de una manera mucho mayor que otros apetitos y deseos.

Ésto resulta particularmente claro en la discusión entre Cleón y Diodoto acerca de la suerte que merece la ciudad de Mitilene, recién conquistada tras su rebelión y posterior abandono del imperio de Atenas. Mientras Cleón se muestra partidario de exterminar a todos los mitilenos, incluso a los inocentes[54], Diodoto aboga por su perdón, conservando la ciudad de este modo en el imperio. En su discurso, Diodoto explica como “las diversas circunstancias que intervienen por efecto de las pasiones humanas, estando siempre regidas por la fuerza de una fuerza irresistible”[55], empujan irremediablemente al riesgo. Y otro tanto ocurre con la esperanza y el deseo: “éste trazando el camino y aquélla siguiéndolo; uno proyectando, la otra prometiéndoselo todo confiando en la buena suerte, causan muchos daños, y, aunque su acción es oculta, son mucho más peligrosos que los que se ven”[56]. Por ello, Diodoto cree “que los dos mayores obstáculos para la prudencia son la prisa y la pasión, la primera de las cuales lleva aparejada la locura, y la segunda, la incultura y la cerrazón del entendimiento”[57]. De este modo, Tucídides expresa ya una idea que será muy cara a Platón y Aristóteles: la falta de moderación, la intemperancia, en cuanto que deja rienda suelta a las pasiones, dificulta el conocimiento y perjudica enormemente a la prudencia. Finalmente, será Diodoto el que convenza a la asamblea ateniense, y Mitilene no será destruida.

Un ejemplo de moderación (“sophrosyne”) lo encontramos en el general lacedemonio Brásidas[58], muy alabado por Tucídides por su inteligencia y valor, y de quien afirma que, “al mostrarse justo y moderado con las ciudades, consiguió que la mayoría de ellas se pasaran [a los lacedemonios]”[59]. Como se ve, se trata de una moderación del deseo de venganza, más próxima a nuestro concepto de clemencia que estrictamente al de templanza que, en el fondo, tiene como fin el propio interés: una especie de cálculo prudente o astucia. Se trata del realismo político de Tucídides. La misma lógica se esconde en las palabras de los generales atenienses a los de Melos, cuando les exigen  convertirse en sus aliados o perecer: “No ceder ante sus iguales, mostrarse deferente con el más fuerte y moderado para con los más débiles, ésta es la conducta que lleva al éxito”[60]. Una vez más, vemos como Tucídides considera la moderación como una cualidad necesaria para acertar en el juicio, para tener éxito; y la aplica más bien a la pasión de la ira y el deseo de venganza, lo cual se explica si se tiene en cuenta que se trata de un historiador de la guerra.

e) Demócrito

En Demócrito (460 a. C.), permanece la admiración por la “sophrosyne”, virtud característica del mundo helénico, y el convencimiento de que otorga una singular dignidad a quien la posee, como cuando afirma que “llevar la pobreza dignamente es propio del hombre moderado” [61]. En Demócrito, aparece más claramente que en otros autores la intrínseca conexión de la “sophrosyne” con la moderación de los placeres sensibles bajo la norma de la belleza: “no se debe elegir todo placer, sino el que depende de lo bello”[62]. Y advierte de la posible esclavitud del placer sensible: “Viril no es sólo el que vence a sus enemigos, sino a sus placeres. Pero algunos son dueños de ciudades, y esclavos de las mujeres”[63].

Sin embargo, en Demócrito aparece un toque de cinismo, pues considera que el motivo para vivir la “sophrosyne” es egoísta: la prolongación del placer, único criterio válido de conducta para él[64]. Por eso afirma: “La templanza aumenta las satisfacciones y hace todavía más grande el placer”[65]. Y también: “Si se traspasa la justa medida, lo más agradable se vuelve lo más desagradable”[66]. Aún más claro queda en este otro fragmento: “los que se entregan a los placeres del vientre sobrepasando la justa medida en la comida, la bebida o los deleites del amor, para todos ellos los deleites son cortos y de escasa duración, sólo el tiempo que comen o beben, pero los dolores son muchos. Porque siempre está presente este deseo de las mismas cosas, y cuando acontece como desean, el placer pasa rápidamente, y no hay nada venturoso en ellos sino un corto goce, y de nuevo precisan de las mismas cosas”[67].

En definitiva, en la doctrina de Demócrito no hay verdadera virtud de la templanza, pues la razón está al servicio del deseo de placer y, si se exalta el valor de la “sophrosyne”, es porque resulta más útil para el objetivo final de lograr una vida rica en placeres: “Si no ansías mucho, lo poco te parecerá mucho; porque el deseo pequeño hace a la pobreza tan fuerte como la riqueza”[68]. Así pues, en la comprensión de Demócrito de la virtud se da cierto retroceso, y sus planteamientos éticos están lejos de los de un contemporáneo suyo, Sócrates, cuya doctrina servirá de base a la tradición clásica sobre la virtud.

2. Sócrates (470/469-399 a. de C.)

Sócrates, “el más sabio de los atenienses”, como le llamó Platón, no escribió nada. Lo que sabemos de él y de su doctrina es gracias a sus contemporáneos, que lo miraban, o bien con ojos de enemigos, como Aristófanes y los “cómicos”; o bien con ojos de apologistas, como Platón y Jenofonte. A más distancia, tenemos el testimonio de Aristóteles, los biógrafos peripatéticos y los retóricos[69]. Por eso, trataremos sólo por encima su teoría ética, insistiendo en algunos puntos de más influencia, sobre todo en Platón, su principal discípulo.

Sócrates afirma que todos los hombres aspiran a la felicidad. Los bienes que la aseguran son muchos y variados: riquezas, salud, belleza, nobleza, poder, honores, templanza, valor, sabiduría... Pero esos bienes por sí solos no bastan para obtener la felicidad, sino que es preciso usar bien de ellos, lo que se consigue cuando están regidos por la sabiduría. En esto consiste la vida virtuosa y, por tanto, la vida feliz es la vida virtuosa. La sabiduría es, pues, la que hace buenos a los demás bienes, y entre ellos, el mayor.

De este modo, Sócrates otorga a la virtud un marcado sentido intelectualista, llegando a identificarla con la ciencia del bien: “La virtud es sabiduría en todo o en parte”[70], pone Platón en boca de Sócrates. La virtud es ante todo un saber, un conocer lo que es útil y lo que es perjudicial, para poder obrar en consecuencia. Toda virtud se reduce en último término a sabiduría práctica, que recibe diversas denominaciones, según el objeto sobre el que versa: justicia, cuando regula las relaciones entre los hombres; fortaleza, cuando se trata de cosas que requieren esfuerzo para superar obstáculos; y templanza, cuando modera los apetitos sensitivos. Es decir, sólo existe una virtud, la sabiduría, y es un hábito racional.

La primera consecuencia de este racionalismo ético socrático es que, puesto que la virtud es una ciencia, puede enseñarse. Y la segunda, cierto determinismo moral: quien conoce el bien, por su irresistible influencia en la voluntad, no puede menos que quererlo y practicarlo. El que peca, lo hace siempre por ignorancia, y no se le debe castigar, sino instruir.

Aristóteles recoge con frecuencia opiniones de Sócrates en su Ética a Nicómaco, y a menudo critica (al igual que hará Santo Tomás[71]) su visión excesivamente intelectualista de la virtud. Sin embargo, podemos encontrar en la doctrina de Aristóteles (y de ahí pasarán a Santo Tomás) ciertos ecos de las tesis socráticas, como son el convencimiento de que la vida feliz es la vida virtuosa, la importancia fundamental de la prudencia en la vida moral, la superioridad de la sabiduría entre las virtudes humanas, y el papel principal de la razón a la hora de ordenar –moderando- la materia propia de la templanza.

3. Platón (429-353? a. de C.)

Discípulo de Sócrates, piensa, como su maestro, que el hombre alcanza su Sumo Bien, que identifica con la felicidad, por la práctica de la virtud (“arete”), a la que considera como la cosa más preciosa del mundo. “Todo cuanto oro hay encima y debajo de la tierra no es bastante para darlo a cambio de la virtud”[72]. Estas virtudes están ya en nosotros por naturaleza, causadas por participación de las formas separadas, pero el alma está impedida de hacer uso de ellas debido a la unión con el cuerpo, cuyo impedimento es preciso remover por vía del estudio y del ejercicio de las virtudes, particularmente de la “sophrosyne”.

a) La virtud como armonía

Platón intuye ya muchas de las ideas que, sobre la virtud, sistematizará su discípulo Aristóteles. Uno de sus grandes méritos fue superar el relativismo de los sofistas, volviendo al concepto tradicional que relacionaba la virtud con el ser: esto es, con el orden ontológico, permanente, objetivo y divino del Cosmos. Entiende la virtud como armonía, y de ahí proviene la gran importancia que concede a la moderación (característica propia de la templanza). La conducta humana debe ajustarse al orden y a la armonía que rigen el Universo: esta es la norma trascendente de la virtud. De esta manera Platón se anticipa al concepto de virtud que desarrollarán los estoicos.

Para Platón, la virtud viene a ser como la salud del alma, entendida como el resultado de un equilibrio proporcionado o armonía entre los diversos elementos de la vida humana[73]. Además, y en consonancia con su visión dualista del hombre, afirma el valor purificador de la virtud, que ayudaría a desprender el alma del cuerpo y prepararla para el retorno al feliz estado de contemplación. Esta purificación consiste en reprimir las pasiones inferiores, permitiendo al hombre dedicarse a la contemplación de las Ideas, que es lo que le asemeja a Dios[74]. De este modo, la templanza adquiere una importancia capital en su doctrina ética, ya que en el Fedón le otorga un sentido ascético de liberación de las bajas inclinaciones naturales y groseras que perturban la paz del alma. Viene a ser un aprendizaje de la muerte, un comienzo de la liberación del alma respecto del cuerpo[75].

b) La virtud como sabiduría

Platón establece una división de la virtud en varias especies[76], conforme a las materias sobre las que versan, y que corresponden a las diversas partes en que considera dividida el alma humana. Sin embargo, observa que “por muy numerosas y distintas que sean [las virtudes], tienen en común un determinado carácter general que hace que ellas sean virtudes”[77]. Y encuentra este carácter general en la razón y el conocimiento. Esta idea subyace, por ejemplo, en la siguiente pregunta que Platón pone en boca de Sócrates: “¿No es acaso evidente que los que ignoran el mal no lo desean y que el objeto de sus deseos es una cosa que ellos creían buena, aún cuando fuera mala?”[78]

Robert Spaemann explica que, “según esta tradición, las malas acciones tienen su fuente en el error, pues nadie actúa mal voluntariamente. Las acciones incorrectas no son más queequivocaciones”[79]. Ahora bien, si se define la acción como “la producción intencionada de hechos”, resultará que quien actúa incorrectamente, no actúa en absoluto, pues no tiene intención de producir lo que en realidad produce. Puesto que Platón considera que el fin propio del hombre se halla de antemano en nosotros como la suprema aspiración a la vida lograda (o “eudaimonia”), Spaemann explica que “la tesis platónica según la cual nadie hace el mal voluntariamente se refiere, ante todo, al hecho puramente formal de que nadie puede obrar deliberadamente contra la estructura fundamental de la intencionalidad volitiva sin anular la esencia de la acción en cuanto tal. Para Platón es imposible renunciar al fin en que consiste la vida lograda. No hay motivo alguno capaz de mover a ello, pues si algo pudiera impulsarnos a sacrificar todos los demás fines, se convertiría, con toda certeza, en elemento esencial de lo que consideramos vida lograda”[80].

De este modo, parece que Platón no llega a superar del todo la concepción socrática de la virtud como ciencia. Así, afirma  que “la virtud es, pues, la razón, sea en su todo, sea en parte”[81], conclusión a la que llega tras observar que “si la virtud es una disposición del alma y una cierta disposición que tiene como carácter necesario el ser útil, no puede ser más que razón, puesto que todas las demás no son por sí mismas ni útiles ni perjudiciales, sino que son una u otra cosa según que vayan acompañadas por la razón o por la insensatez. Según este razonamiento, puesto que la virtud es útil, no puede ser más que una especie de razón”[82].

Sin embargo, Platón se da cuenta de que hay algo más en la virtud, que hace imposible explicarla como mera especie de razón sin caer en un “círculo”. De algún modo intuye que la virtud, es decir, “la estabilización de la estructura pulsional que hace posible entender las condiciones de la vida lograda no se debe, por su parte, a ese mismo conocimiento. Es más bien un don divino o humano”[83], como deja claro en el Menón[84]. Habrá que esperar a Aristóteles para encontrar la primera exposición coherente de las disposiciones operativas que constituyen la vida lograda.

c) La “sophrosyne” platónica

Platón dedicó un diálogo completo, el Cármides, a la delimitación del sentido de la “sophrosyne”. En ese diálogo “sophrosyne” se emplea como sinónimo de sensatez, pero en otros diálogos platónicos aparece con otros sentidos distintos. Por ejemplo: sabiduría, discreción, templanza, autodominio, moderación, castidad, prudencia, disciplina e, incluso, tranquilidad[85]. Y es que la palabra griega “sophrosyne”, como vimos, incluye una multitud de resonancias difíciles de encerrar en un solo término.

En el Crátilo[86], se nos da la etimología de “sophrosyne”, en relación con “sos” (sano) y “phren” (corazón, mente, entendimiento). Por eso, Platón puede poner en boca de Sócrates estas palabras dirigidas a Cármides: “Así pues, el alma es lo primero que hay que cuidar al máximo, si es que se quiere tener bien a la cabeza y a todo el cuerpo. El alma se trata, mi bendito amigo, con ciertos ensalmos y estos ensalmos son los buenos discursos, y de tales buenos discursos, nace en ella la sensatez [“sophrosyne”]. Y una vez que ha nacido y permanece, se puede proporcionar la salud a todo el cuerpo"[87]. De este modo, Platón considera a la templanza como necesaria para la salud del alma y, de algún modo, para la salud del cuerpo. Estas ideas pasarán a la tradición filosófica posterior.

En el Platón de la madurez (Fedro), la “sophrosyne” es un modo de pensar (“opinión adquirida” la llamará Platón) que guía al hombre hacia lo mejor, dominando al apetito innato de placeres, que en ocasiones trata de rebelarse frente a la razón. Sus palabras son bien expresivas: “Es preciso considerar que en cada uno de nosotros hay, por así decirlo, dos formas de principios y de motivos de acción: la una, que es innata, es el deseo de los placeres; la otra, que es una opinión adquirida, tiende a lo mejor. Ahora bien, estas dos tendencias que hay en nosotros, a veces concuerdan, pero hay ocasiones en que disienten, dominando unas veces la una y otras la otra. Si se trata de una opinión que nos conduce por la razón a lo mejor y nos domina, damos a esta fuerza el nombre de templanza [“sophrosyne”]; y si se trata de un deseo que nos arrastra irrazonablemente a los placeres y nos gobierna se llama este gobierno intemperancia”[88]. Merece la pena destacar que Platón piensa que, mientras que la tendencia al placer es innata, la templanza es un principio adquirido y que radica, de algún modo, en la mente (“opinión adquirida” la llama)[89]. Por otra parte, este principio de acciones que denominamos templanza nos conduce hacia “lo mejor”, hacia la plenitud de la propia naturaleza, y lo hace precisamente bajo la guía de la razón. En cambio, el deseo de placeres, carente de razón (de “logos”), es incapaz de dirigir al hombre a su perfección.

Este sentido de la “sophrosyne” como predominio de la razón sobre los placeres y deseos también se encuentra en el Banquete, donde Platón pone en boca de Agatón estas palabras: “Pues según se opina comúnmente, la templanza [“sophrosyne”] es el dominio de los placeres y de los deseos”[90]. Con un significado similar, de dominio de los deseos, aparece en Fedón, cuando Sócrates pregunta a Simmias: “¿Y no es la moderación, incluso eso que el vulgo llama moderación [“sophrosyne”], es decir, el no dejarse excitar por los deseos, sino mostrarse indiferente y mesurado ante ellos, lo que conviene a aquellos que (...) viven entregados a la filosofía?”[91]

En ese mismo pasaje del Fedón, un poco más adelante, Platón, sirviéndose de una aparente contradicción, muestra dos nuevos rasgos de la templanza. De una parte, que su objeto propio es la moderación, no de cualquier deseo y placer, sino de los deseos y placerescorporales, que han de ser subordinados a los placeres espirituales, más elevados, como la contemplación[92]. De otra, que esta moderación ha de ser ejercida por la razón, bajo la regla suprema de la sabiduría -en la que viene a resumirse toda virtud para Platón, como ya vimos-, pues de otro modo no habría motivo ni sentido en esta moderación. Ambos aspectos quedan reflejados, por ejemplo, en este pasaje del Fedón: “Y tal vez, ¡oh bienaventurado Simmias!, no sea el recto cambio con respecto a la virtud el trocar placeres por placeres (...), es decir, cosas mayores por cosas menores, como si se tratase de monedas. En cambio, tal vez sea la única moneda buena, por la cual debe cambiarse todo eso, la sabiduría. Por ella y con ella quizás se compre y se venda la verdad de todo: la valentía, la moderación, la justicia y, en una palabra, la verdadera virtud; con la sabiduría tan solo, se añadan o no los placeres. (...) Pero si se cambian entre sí, separados de la sabiduría, es muy probable que una virtud semejante sea una mera apariencia, una virtud en realidad propia de esclavos y que no tiene nada de sano ni de verdadero” [93].

En la República Platón abunda en este aspecto negativo (freno o moderación) de la “sophrosyne”[94], pero retoma su tesis de la virtud como armonía y afirma que la templanza “se parece más que todo lo anteriormente examinado a un cierto acorde y armonía”[95], ya que realiza el orden en el interior del hombre, por medio del dominio de sí mismo. Este dominio de sí, explica Platón por boca de Sócrates, “quiere significar que en el alma del mismo hombre se encuentra algo que es mejor y algo que es peor, y que cuando lo que es mejor por naturaleza manda sobre lo peor, se dice que ese hombre posee el dominio de sí mismo, lo que constituye una alabanza, pero cuando por su mala educación o compañía, lo mejor resulta dominado por la multitud de lo peor, esto se considera como un deshonor, diciéndose del hombre así que es esclavo de sí mismo y modelo de intemperancia”[96]. Así pues, la armonía se logra cuando lo inferior del hombre se somete a lo superior, lo que quiere decir, teniendo en cuenta la psicología platónica, cuando los apetitos corporales se someten a la razón[97]. Se entiende que Platón acabe poniendo en boca de Sócrates esta definición de la “sophrosyne” o templanza: “la templanza es algo así como un acuerdo, como una armonía que se establece entre lo que es inferior y lo que es superior por naturaleza, en relación con la parte que debe gobernar, bien en la ciudad, bien en cada uno de los individuos”[98].

Así pues, ambas concepciones, la virtud como armonía y la virtud como sabiduría, se aplican a la templanza, que Platón designa con la palabra griega “sophrosyne”, y que incluye un conjunto de conceptos difíciles de expresar con un solo vocablo. En el fondo implica serenidad, armonía, dominio de sí mismo. Es una virtud más bien negativa, a la cual le corresponde moderar, frenar y, sobre todo, supeditar los deseos y placeres de la parte inferiordel hombre a la razón, que constituye la parte superior del hombre. Pero también pone orden y armonía en el interior del hombre, asegura el gobierno de lo mejor sobre lo peor, y posibilita la libertad interior frente a lo que se considera una esclavitud: el dominio por el deseo de placer.

Platón trata con frecuencia del tema del placer. Le dedicó un diálogo entero, el Filebo, y habla en muchos otros diálogos de él, no siempre de manera positiva[99]. No es que Platón piense que el placer es el mayor o el único mal, pero sí que ve en él un obstáculo para la felicidad. “Existen, sin duda, otros males, pero algún dios ha mezclado en la mayoría de ellos un placer momentáneo”[100], afirma rotundo. Por la afición al placer, los hombres se corrompen, juzgan peor por causa de su pasión[101], y se hacen incapaces de la contemplación. Pero además, “el que se ha corrompido ya (...), familiarizado con la intemperancia, no siente miedo ni vergüenza de perseguir un placer contrario a la naturaleza”[102], con lo que queda sin defensas, desarmado[103], ante esa intemperancia, que cada vez se adueña más del hombre, esclavizándolo. Por ello afirma Platón que “es vergonzoso complacer a las tendencias malas y morbosas y es preciso mostrarse con ellas intransigente”[104].

Como contrapunto al placer, Platón propone la medida, la proporción, y otras notas características de la templanza, a la que considera un bien mayor, también para la consecución de la felicidad[105]. “La sensatez [sophrosyne] es un gran bien y, si la posees, eres feliz”[106], afirma en el Cármides. Por tanto, “el placer no es el primer bien, ni tan siquiera el segundo, sino que hemos de creerlo así, la preferencia se ha fijado mucho más a gusto en la medida, en lo comedido, en lo intencionado y todas las demás cosas análogas a estas. (...) En segundo lugar viene la proporción, la belleza, la perfección, la eficacia y todo lo que puede considerarse entra en este mismo género. (...) En tercer lugar, lo presiento, hay que colocar el entendimiento y la sabiduría, lo cual no será apartarse mucho de la verdad”[107]. No es de extrañar, por tanto, que Platón escriba, al hablar del amor, que cuando es morigerado o temperante, “de él reciben [los hombres] armonía y temperada mezcla, trae con su llegada prosperidad y salud (...). En cambio, cuando el Amor es incontinente (...) destruye y daña muchas cosas”[108].

e) Influencia en Santo Tomás

Platón tuvo una gran influencia es Aristóteles y, en parte, en Santo Tomás, en este caso a través de la tradición agustiniana, muy arraigada en la Universidad de Paris del siglo XII[109]. No en balde la tendencia al platonismo nunca ha estado ausente de la historia de la filosofía. Es frecuente que Santo Tomás se refiera a sus tesis sobre la virtud, como a las de Sócrates, para negarlas o, al menos, matizarlas, en oposición a Aristóteles, más cercano a las suyas propias. Tal es el caso del pasaje en el que se refiere a Platón como exponente de la tesis que afirma que las virtudes están en nosotros por naturaleza, causadas por participación de las formas separadas, pero que el alma está impedida de hacer uso de ellas debido a la unión con el cuerpo, por lo que es preciso remover el impedimento por vía del estudio y del ejercicio de las virtudes. Aristóteles, en cambio, afirma que las virtudes están como semillas en nosotros, y Santo Tomás aceptará finalmente esta idea, matizando que las virtudes “se hallan en nosotros por naturaleza en cuanto a su aptitud, pero que su perfección no se da en nosotros por naturaleza”[110].

En cuanto a la templanza, las referencias de Santo Tomás a Platón en su tratado sobre esta virtud se reducen a dos. En la primera, recoge la idea platónica de que si pudiéramos ver la forma o figura de la honestidad, “despertaría (…) un amor maravilloso a la sabiduría”[111]. En la segunda, al hablar de si son pecado o no las artes que se dirigen a fabricar adornos para las mujeres, recoge la opinión de Platón sobre las artes en general, que afirma que son buenas, “pero, si sucediera que las más de las veces se hace mal uso de ellas, debe el príncipe procurar extirparlas”[112]. Como se ve, se trata de ideas muy marginales para nuestro tema, por más que la influencia filosófica de Platón sea mucho mayor en la explicación de las virtudes cardinales de Santo Tomás y, en general, en toda su filosofía.

4. Aristóteles (384-322 a. de C.)

Aristóteles es el filósofo de la antigüedad que más influencia ha tenido en la elaboración de la teoría de la virtud y de la llamada ética de la felicidad. Puede decirse que, en cierto modo, con él arranca una tradición que, completada por filósofos de la talla de Santo Tomás[113], alcanza nuestros días.

La Ética a Nicómaco recoge su pensamiento más elaborado sobre el tema[114]. En ella no sólo fundamenta la ética y explica el sentido de la virtud en general, sino que hace un elenco de las principales virtudes, las explica y muestra su conexión mutua y con la vida lograda. Entre estas virtudes cita la templanza (“sophrosyne”), la mansedumbre, la estudiosidad, la eutrapelia, y la continencia, a la que, al igual que la vergüenza o pudor, en cierto modo no considera en sentido estricto virtudes. En la traducción que empleamos de esta obra[115], se designa con la palabra “morigerado” al hombre temperante, y como “licencioso” o “desenfrenado” al intemperante. Conviene tenerlo en cuenta en los párrafos que siguen, donde estudiaremos diversos aspectos de la ética aristotélica en relación con nuestro tema de la templanza y el conocimiento moral.

a) Ética de la felicidad y de la virtud

La Ética aristotélica es esencialmente finalista y eudemonista[116]. Con esto se quiere decir que toda acción humana está orientada hacia la consecución de algún bien[117], al cual van unidos el placer y la felicidad (“eudemonía”) como consecuencias. El bien tiene carácter de causa final, que obra sobre el agente por atracción extrínseca. Pero no hay un solo bien sino muchos y, ya en una de las primeras páginas de la Ética a Nicómaco, Aristóteles observa que, aunque todos los hombres consideran la felicidad como el bien práctico supremo[118], no todos la entienden de la misma manera. Concretamente, tras hablar de “el supremo entre todos los bienes que pueden realizarse”, afirma: “Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad, y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios”[119]. Comienza, de este modo, una fascinante investigación para descubrir cuál sea el género de vida que logra una existencia más lograda, más valiosa, más feliz.

Aristóteles piensa que el bien dentro de cada especie consiste en realizar su funciónnatural específica (“ergón”) satisfactoriamente[120]. Siendo el hombre un ser que se distingue de los demás seres naturales por la razón, la vida humana será valiosa si está presidida por el uso adecuado de la razón: aquí reside el “ergón”, la función natural específica, del hombre[121]. Dos son las partes del alma humana capaces de exhibir racionalidad: la parte racional propiamente dicha, que posee razón y piensa; y la parte apetitiva, que participa de la razón en cuanto que obedece de algún modo al dictado de la parte racional[122]. Una y otra lo logran por medio de las virtudes, que son cualidades permanentes del alma humana que tienden a manifestarse en conductas excelentes[123], es decir, acordes a la razón. Puesto que el “ergón” en que consiste el bien del hombre reside en la razón, y la razón se manifiesta en las distintas virtudes, Aristóteles concluye: “El bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta”[124]. Así pues, la ética de Aristóteles es una ética de la virtud. La vida feliz es la vida virtuosa.

b) Las virtudes como hábitos

Aristóteles entiende las virtudes como hábitos (“hexis”) buenos, que se desarrollan, no espontáneamente, sino por habituación[125], como cultivo de la sensibilidad moral, que de otro modo quedaría en barbecho. En esto se separa de Platón, quien, como hemos visto, consideraba a las virtudes dones divinos, a los que había que “desbastar” del impedimento del cuerpo y sus pasiones para ser eficaces. Aristóteles, en cambio, no duda en afirmar que “desconocer que el practicar unas cosas u otras es lo que produce los hábitos es, pues, propio de un perfecto insensato”[126]. Tras una larga práctica, los hábitos virtuosos quedan firmemente inscritos en el carácter, hasta el punto de que Aristóteles se refiere a ellos como una segunda naturaleza, principio de operaciones excelentes. Presuponen, como primera naturaleza, la capacidad innata para adquirir la virtud mediante la ejercitación[127]. Y pasan a ser parte de nuestra naturaleza en cuanto que se tornan principios de movimiento y de reposo, que inclinan a determinadas acciones u omisiones.

Así pues, para Aristóteles, las virtudes –y los vicios- tienen que ver con acciones. Pero no sólo con acciones, también con las pasiones: amor, odio, deseo, temor, etc. En efecto, Aristóteles observa que “hay que considerar como un indicio de los hábitos el placer o dolor consiguiente a las acciones: el que se aparta de los placeres corporales y se complace en eso mismo es morigerado, el que se siente contrariado, licencioso; el que afronta los peligros y se complace o por lo menos no se contrista, es valiente, el que se contrista, cobarde”. Y concluye: “La virtud moral, en efecto, tiene que ver con acciones y pasiones, porque por causa del placer [por el amor y deseo de él] hacemos lo malo y por causa del dolor [por el odio y temor] nos apartamos del bien”[128]. Por último, Aristóteles aún da un paso más, al afirmar que la virtud moral se refiere también a los placeres y dolores: “si las virtudes tienen que ver con acciones y pasiones, y toda pasión y toda acción van seguidas de placer o de dolor, esto es una causa más de que la virtud esté referida a los placeres y dolores”[129].

Ahora bien, es preciso preguntarse por el origen de estos hábitos en que consisten las virtudes porque si, como observa Spaemann, el hábito se adquiere únicamente mediante el obrar al que se halla inclinado, y la virtud proporciona solamente la seguridad y facilidad del obrar en cuestión, ¿cómo es posible el obrar racional antes de haber adquirido la virtud? “La respuesta es la siguiente: sólo mediante una correcta educación. Una educación así –‘buenas leyes’, como dice Aristóteles- es también un supuesto de la polis. Por buenas leyes no se entiende solamente las leyes escritas, sino la totalidad de un orden comunitario de vida que se hace efectivo en usos, costumbres y leyes. Una praxis social común de este tipo, asegurada de modo continuado, es la condición de la vida normal, recta, que disuelve hasta cierto punto la paradoja en que se halla envuelta, o sea, en la medida en que se admite la conditio humana”[130]. La educación, la “paideia” griega, parece ser el único modo de “romper” el célebre círculo “virtuoso” aristotélico, sobre el que tendremos ocasión de volver a tratar con cierta amplitud.

c) La virtud moral como término medio

Todo lo dicho hasta ahora sobre las virtudes, es común a los vicios: también ellos son hábitos adquiridos por repetición de actos, y tienen que ver con acciones y pasiones. Para mostrar la diferencia entre unas y otros, Aristóteles recurre a su doctrina del justo medio (“mesótes”): la pasión y la acción determinadas por la virtud ocupan una posición intermedia en un continuo en el que también caben el exceso y el defecto, ambos viciosos.  La virtud de la prudencia, hábito racional, es la que lleva a decidir, precisamente,  ese medio virtuoso. “Por tanto, la virtud es un cierto término medio, que apunta al medio”[131], relativo a nosotros, y no de la cosa. Debido a esta caracterización de la virtud como una posición única que garantiza el equilibrio entre los dos extremos, Aristóteles afirma que “solo hay una manera de ser bueno, muchas de ser malo”[132]. En efecto, “desde el punto de vista de su entidad y de la definición que enuncia su esencia, la virtud es un término medio, pero desde el punto de vista de lo mejor y el bien, un extremo”[133]. La importancia de esta doctrina para nuestro tema de la templanza estriba en su capacidad para sugerir que el ideal moral no consiste en la erradicación de las pasiones e instintos naturales, que de suyo no son buenos ni malos (desde el punto de vista moral), sino en su modulación por parte de la lucidez racional práctica, capaz de sopesar las circunstancias de la acción (esto es, prudente), y elegir ese término medio relativo a nosotros que incluye pasión e instinto, pero en su justa medida: ni más ni menos.

Para identificar una virtud bastará, por tanto, señalar la pasión o deseo que ella modera, o bien, alternativamente, el tipo de acciones en que se manifiesta. En el caso de la templanza(“sophrosyne”), regula los placeres de los sentidos (sus deseos y goces), y consiste en el medio entre la insensibilidad o estolidez y la intemperancia[134]. En el caso de la que Aristóteles llama apacibilidad (y que nosotros conocemos por mansedumbre) regula la pasión de la ira, y consiste en el medio entre la iracundia y la incapacidad de ira[135].

Aristóteles hace notar que también se da este término medio en pasiones laudables como la vergüenza, de manera que el rectamente vergonzoso es elogiado como virtuoso, mientras que se tiene por exagerado a “el tímido que de todo se avergüenza”, o aquél otro “que no tiene vergüenza de nada en absoluto”[136].Y así prosigue con las demás virtudes, entre las que destaca la justicia, que considera principal entre las virtudes morales.

Este término medio no se debe considerar como un punto equidistante entre dos extremos, sino un punto álgido entre dos vertientes, que puede estar más cerca de un extremo que de otro. Aristóteles advierte que “al medio se opone más en unos casos el defecto y en otros el exceso; por ejemplo (…) a la templanza no [se opone más] la insensibilidad, que es la deficiencia, sino el desenfreno, que es el exceso. Esto sucede por dos causas; una proviene de la cosa misma: por estar más próximo y ser más semejante al medio uno de los extremos (…); la otra proviene de nosotros mismos, pues aquello a que más nos inclina en cierto modo nuestra índole parece más contrario al medio; así, nuestra naturaleza nos lleva más bien a los placeres, y por eso somos más propensos al desenfreno que a la austeridad. Llamamos, pues, más contrarias a las disposiciones que tenemos más propensión, y por esto el desenfreno, que es exceso, es más contrario a la templanza”[137].

d) Virtud y elección: voluntariedad

En el Libro II de la Ética a Nicómaco, se nos ofrece esta definición de virtud: “Es, por tanto, la virtud un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente”[138]. Las virtudes son, por tanto, hábitos electivos. Aristóteles investiga el significado de esta expresión, y llega a la conclusión de que “la elección es manifiestamente algo voluntario”, que se refiere “a los medios que conducen al fin”[139], y que, por tanto, parece haber sido objeto de una deliberación previa, “pues la elección va acompañada de razón y reflexión”[140]. Además, continúa, deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable, y “se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación”[141].

Por otra parte, Aristóteles afirma que la voluntad tiene como objeto el fin, y que éste es de modo absoluto y en verdad el bien, “pero para cada uno lo que le aparece como tal. Así para el hombre bueno lo que en verdad lo es; para el malo cualquier cosa”[142]. De este modo, “cada uno es en cierto modo causante de su propio carácter” [143], de sus aficiones e inclinaciones y, por tanto, también será en cierto modo causante de su parecer acerca de lo que es el bien y se propone como fin en sus acciones.

Por tanto, si las acciones relativas a los medios son conformes a la elección y voluntarias, y los principios de estas acciones están en nosotros también de modo voluntario[144], habrá que concluir que somos absolutamente responsables de esas acciones. Por tanto, concluye Aristóteles, “si está en nuestro poder hacer lo bueno y lo malo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos”[145]. Somos libres para la virtud o para el vicio.

Es decir, Aristóteles no comparte el optimismo racionalista de Sócrates, que identifica la virtud con la ciencia, y el vicio con la ignorancia, de manera que sería imposible actuar mal a sabiendas. Al contrario, afirma que tanto la virtud como el vicio dependen no sólo del conocimiento, sino también de la voluntad. No basta con saber hacer el bien para practicarlo, hay que elegirlo y ejercitarse en él. Lo importante en el tema de las virtudes no es tanto el conocimiento, como la práctica, y este es el reino de la voluntad, no sólo de la inteligencia. Como dice el mismo Aristóteles, no sin un deje de ironía: “Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan de modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben” [146].

Ahora bien, Aristóteles explica que “las acciones no son voluntarias del mismo modo que los hábitos; de nuestras acciones somos dueños desde el principio hasta el fin si conocemos las circunstancias particulares; de nuestros hábitos [somos dueños] al principio, pero su incremento no es perceptible. (…) No obstante, [al final] como estaba en nuestra mano comportarnos de tal o de cual manera, [los hábitos] son por ello voluntarios”[147]. De este modo, aún salvando la libertad en el origen, Aristóteles parece (no es así exactamente) caer en cierto determinismo moral, que se refleja en pasajes tan estremecedores como el siguiente: “como tampoco el que ha arrojado una piedra puede ya recobrarla; sin embargo estaba en su mano el lanzarla, porque el principio estaba en él, así también el injusto y el licencioso podían en un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no serlo”[148].

e) Los motivos de la acción virtuosa

Llegados a este punto, puede ser útil recapitular las ideas expuestas sobre la teoría aristotélica de las virtudes, empleando unas palabras del propio Aristóteles: “Sobre las virtudes en general hemos dicho, pues, esquemáticamente, en cuanto a su género que son términos medios y hábitos, que por sí mismas tienden a practicar las acciones que las producen, que dependen de nosotros y son voluntarias, y actúan de acuerdo con las normas de la recta razón”[149].

Pues bien, hay que hacer notar que Aristóteles otorga una prioridad total al fin de las acciones a la hora de calificarlas moralmente. Afirma, por ejemplo, que “el fin de toda actividad es el que conforma su hábito”, y que “todo se define por su fin”[150]. Por eso, la piedra de toque de la virtud es, para Aristóteles, siguiendo la tradición griega anterior, la nobleza que la inspira. Y escribe: “Las acciones conformes a la virtud son nobles y se hacen por su nobleza”[151]. De este modo, y a modo de ejemplo, al hablar de la valentía afirma que “morir por huir de la pobreza o del amor de algo doloroso no es propio del valiente sino más bien del cobarde”[152], pues el verdaderamente “valiente sufre y obra según las cosas lo merecen ycomo la razón lo ordena”[153]; hablando de la generosidad, afirma que las dádivas de los pródigos “no son generosas, pues no son nobles ni hechas por nobleza”[154]; considera que el espléndido hará gastos grandes y adecuados, “a causa de su nobleza, ya que esto es común a todas las virtudes”[155]; etc.

Pero, ¿en qué consiste esa nobleza que se atribuye tanto a la acción como al agente virtuoso? ¿Qué significa actuar por nobleza? Para Aristóteles el hombre noble es el que actúa por honor, no por ventajas materiales o por placer[156]. Que el honor, con lo que tiene de reconocimiento social, pueda suponer un fin para la acción humana presupone el convencimiento aristotélico de que el hombre es un ser social por naturaleza, que la ética es parte de la filosofía política, y que la vida del individuo no es una totalidad completa en sí misma, sino parte de un todo, de la polis.

Además, “en la medida en que el honor, especialmente la gloria póstuma, no supone ventaja alguna para el individuo, se puede decir que en el interés por él hay un momento de estimación desinteresada de lo bello en sí mismo”[157]. Aparece así el tema de la bellezamoral, intrínsecamente relacionada con la virtud, y su dimensión de racionalidad. “El honor es una especie de recompensa que sólo experimenta aquel cuya vida ha adoptado la forma de la racionalidad, es decir, el ‘virtuoso’”[158], es un reconocimiento de la belleza que comporta la acción virtuosa[159]. Como el mismo Aristóteles afirma, hablando de la templanza: “A los animales salvajes no les damos el nombre de sobrios, porque en ellos no hay un principio racional con el que examinen y elijan lo que es moralmente bello y noble. Porque la belleza moral es siempre el fin de la virtud, y hacia esto es siempre atraída la virtud”[160]

Por eso, Aristóteles puede decir que al virtuoso le “gusta” el bien: “no sólo la ética aristotélica, sino la de los griegos en su conjunto, es de hecho una ‘ética del buen gusto’[161]. (...) Al igual que el ‘buen gusto’ estético, tampoco la virtud moral es una mera costumbre, sino más bien un juicio correctamente formado que puede captar lo universal en su concreción, gustar de él y darle su aprobación”[162]. En el fondo, el virtuoso lo es porque le gusta.

f) Objeto de la templanza

Al comienzo de los números dedicados a esta virtud, Aristóteles hace ver “que la templanza es un término medio respecto de los placeres, pues a los dolores se refiere en menor grado y no del mismo modo”[163]. Más adelante especifica el modo peculiar en que la templanza se refiere a los dolores, diciendo que “en cuanto a los dolores, no es por soportarlos –como en el caso de la fortaleza- por lo que se llama a alguien morigerado, ni licencioso por no soportarlos; sino que el licencioso lo es porque se aflige más de lo debido cuando no alcanza los placeres (y es el placer lo que le produce el dolor), y el morigerado porque no se aflige por la falta y abstinencia de lo placentero”[164]. Deja con esto claro que la materia principal de la templanza está constituida por los placeres, y pasa a indagar cuáles serán esos placeres.

Aristóteles comienza haciendo ver que la templanza considera los placeres más alejados de la razón, a saber: aquellos por los cuales somos semejantes a los animales, como son los corporales[165]. De entre todos los placeres corporales, la templanza se refiere a aquellos “de que participan también los demás animales, placeres que por eso parecen serviles y bestiales, y estos son los del tacto y los del gusto. Pero el gusto parece usarse poco o nada (…), el goce efectivo (…) se produce enteramente por medio del tacto, tanto en la comida como en la bebida y en los placeres sexuales”[166]. Sólo por accidente podemos llamar licenciosos a los que se deleitan con perfumes o manjares, en cuanto que éstos les traen a la memoria el objeto de sus deseos. Lo propio del gusto es distinguir sabores, mientras que el goce efectivo se produce enteramente por medio del tacto, “por eso el glotón pedía a los dioses que su gaznate se volviera más largo que el de una grulla, por atribuir al contacto el placer que experimentaba”[167]. Por tanto, los  placeres a que se refiere la templanza son los deleites deltacto, ya sea bajo su forma de satisfacción del deseo de comer y beber, o del apetito sexual[168].

g) Racionalidad de la templanza

Aristóteles piensa que la templanza ejerce una función moderadora de estos placeres, para que entren dentro de lo que denomina “lo debido”, que es lo opuesto al “exceso”. La “sophrosyne” no se concibe tan sólo como control y freno de ciertos placeres y deseos. Como dice MacIntyre, “la cualidad del autocontrol es la ‘enkrateia’, y la ‘sophrosyne’ es distinta y está por encima de la ‘enkrateia’. El hombre ‘sophrón’ siente placer por las cosas rectas, de una manera recta y en un grado recto”[169]. Las alusiones a esta idea son numerosas. Por ejemplo, hablando de los licenciosos o intemperantes explica: “los licenciosos se exceden en todo: en efecto, encuentran placer en lo que no se debe, por ser cosas abominables, y si en algunas de ellas debe uno complacerse, se complacen más de lo debido y más que la mayoría. Es, pues, evidente que el exceso respecto de los placeres es desenfreno y es censurable”[170].

Por el contrario, el hombre temperante o morigerado “no se complace en lo que más se complace el desenfrenado sino que más bien le disgusta, ni en general en lo que no debe, ni en nada con exceso, y cuando estas cosas le faltan no se aflige ni las apetece, o sólomoderadamente, y no más de lo que debe o cuando no debe (…), lo que es agradable y conduce a la salud y bienestar, lo deseará moderadamente y como es debido”[171].

Pero, ¿cuál es el criterio que permite establecer lo que es “debido” y no “excesivo” en el deseo y goce de estos placeres? La recta razón, dirá Aristóteles[172]. Como en todas las virtudes, es ella la que determina el justo medio. Para ilustrar este papel de la razón, Aristóteles se sirve de una comparación. Dice así: “Aplicamos también el nombre de intemperancia a  las faltas de los niños, y tienen efectivamente cierta semejanza. (…) La traslación no parece haberse verificado sin motivo: hay que templar o frenar, en efecto, todo lo que aspira a cosas feas y tiene mucho desarrollo, y tal condición se da principalmente en el apetito y también en el niño; porque los niños viven según el apetito, y en ellos se da sobre todo el deseo de lo agradable; por tanto, si no se encauza y se somete a la autoridad irá muy lejos, porque el deseo de lo placentero es insaciable e indiferente a su origen en el que no tiene uso de razón, y la práctica del apetito aumenta la tendencia congénita, y si son grandes e intensas desalojan al raciocinio. Por eso los apetitos deben ser moderados y pocos, y no oponerse en nada a la razón, y lo mismo que el niño debe vivir de acuerdo con la dirección del preceptor, así los apetitos de acuerdo con la razón. Por eso los apetitos del hombre morigerado deben estar en armonía con la razón, pues el fin de ambos es noble, y el hombre morigerado apetece lo que debe y cuando debe, y así también lo ordena la razón”[173].

Así pues, el hombre templado procura moderar los placeres del tacto bajo el imperio de la razón, que descubre una norma o regla: las necesidades de conservación y su conveniencia para la vida presente[174]. Por eso, Aristóteles afirma que en el deseo de lo que la naturaleza exige para atender sus necesidades, no cabe el vicio, a no ser por exceso en la cantidad: “en los deseos naturales pocos yerran, y en un solo sentido, el exceso”[175].

h) Mansedumbre, estudiosidad, eutrapelia

Ya hemos dicho que Aristóteles habla también de otras virtudes que, más tarde, Santo Tomás recogerá e integrará como partes potenciales de la templanza (en Aristóteles no hay tal sistematización de las virtudes). Una de ellas es la mansedumbre, a la que define como “un término medio respecto de la ira”, y que modera esta pasión en conformidad con la recta razón: “el que es manso quiere estar sereno y no dejarse llevar por la pasión, sino encolerizarse como la razón lo ordena y por esos motivos y durante ese tiempo”[176].

Aristóteles observa, con su agudeza habitual, que el exceso en la ira puede producirse en cualquiera de esos puntos: irritarse con quien no se debe, o por motivos indebidos, o más de lo debido, o antes y por más tiempo de lo debido. Pero, continua, no es posible que se de el exceso en todos ellos en la misma persona y al mismo tiempo, porque “el mal se destruye incluso a sí mismo, y cuando es completo es insoportable. Así, los irascibles se encolerizan pronto, con quienes no deben, por motivos que no deben y más de lo deben, pero su ira termina pronto: es lo mejor que tienen”[177]

Aristóteles habla de otra virtud, cercana a la amistad y a la afabilidad,  que carece de nombre, pero que tiene interés para nuestro tema, puesto que la identifica como aquella cuyo “objeto son los placeres y molestias a que da lugar el trato social”[178]. Quien la posee, se comportará con los demás “como es debido, pero si pretende no molestar o complacer lo hará con vistas a lo que es noble y conveniente”[179]. Está innominada virtud inspirará alguno de los rasgos que Santo Tomás recoge al hablar del buen orden, o la modestia en los movimientos y acciones externas del cuerpo, para que se hagan con decencia y honestidad, según la conveniencia con personas externas, negocios y lugares.

Existe –para Aristóteles- otra virtud que también carece de nombre, y que es el término medio entre la arrogancia y la ironía (viene a ser una especie de veracidad o autenticidad). Aristóteles lo explica así: “el jactancioso parece atribuirse lo que le da gloria, y ello sin pertenecerle o en mayor medida de lo que le pertenece; el irónico, por el contrario, negar lo que le pertenece o quitarle importancia, y el término medio ser un hombre sincero tanto en su vida como en sus palabras, que reconoce que se dan en él las cualidades que tiene, y ni más ni menos”. Pero, aclara, “no estamos hablando del hombre que dice la verdad en sus contratos, ni en las cosas que se refieren a la justicia o la injusticia (pues esto sería propio de otra virtud), sino del que es sincero en sus palabras y en su vida cuando el serlo no supone diferencia alguna y por el mero hecho de tener tal carácter” [180]. En cierto modo, esta virtud parece corresponder a la modestia, que Santo Tomás incluye en su tratado de la templanza. Carece sin embargo de las características de otra virtud tomista, la humildad, que Aristóteles desconoce[181].

Con rigor lógico, Aristóteles hace ver que, puesto que “en la vida hay también descanso, y en este es posible entretenerse con bromas; parece, pues, que también en esta esfera existe una conversación apacible e ingeniosa, en que se dice lo que se debe, y se escucha lo mismo (…). Y es evidente que también tratándose de esto hay un exceso y un defecto del termino medio”[182]. Por tanto, existe una virtud que regula los deleites del juego y del descanso, que “parecen ser una necesidad de la vida”[183]. Esta nueva virtud se asocia con el tacto (en el sentido de educación), afirmándose que “es propio del que tiene tacto decir y oír lo que cuadra a un hombre de bien y distinguido”[184]. Cuál sea la conducta que cuadra al término medio de esta virtud, es algo que responde a una ley que se encuentra en quien ya es gracioso y distinguido (virtuoso), que “se comportará, pues, como si él mismo fuera su propia ley”[185]. Santo Tomás englobará parte de estas nociones en una virtud que incluye en la modestia[186]y denomina eutrapelia, si bien se refiere más bien a la moderación de los deleites del juego. Además, añadirá una nueva virtud, la estudiosidad, no citada por Aristóteles, y que modera el apetito de saber, para que siga el orden de la razón, ya que todos los hombres, por naturaleza, desean saber[187], pero el sumo bien del hombre no consiste en conocer cualquier verdad[188], sino la suma verdad.

i) El pudor o la vergüenza

El libro IV de la Ética a Nicómaco finaliza con unas observaciones sobre el pudor (“aidós” en griego) y la vergüenza (“aischyne” en griego), que son de gran interés para el tema de la templanza. Aristóteles hace ver que el pudor se asemeja más a un sentimiento que a una disposición, y lo define como “cierto miedo al desprestigio”. En efecto, “los que sienten vergüenza se ruborizan”, luego es manifiesto que se trata de una afección corporal, “y esto parece más propio de la pasión que del hábito”[189]. Por tanto, para Aristóteles, no es una virtud exactamente, sino una pasión, y por ello, más propia de la juventud: como los jóvenes yerran frecuentemente, el pudor es bueno, pues los refrena. Así, “alabamos a los jóvenes pudorosos, pero nadie alabaría a un viejo por ser pudoroso: no creemos, en efecto, que deba hacer nada por lo que tenga  que avergonzarse”[190].

Tampoco es la vergüenza propia del hombre cabal, puesto que sigue a las malas acciones, y el hombre cabal no teme cometerlas. Por eso, Aristóteles concluye diciendo que “la vergüenza podría ser buena en forma hipotética: si alguien hiciera tal cosa, se avergonzaría; pero esto no ocurre con las virtudes”[191], que inducen a una conducta libre de motivo de vituperio. Santo Tomás tomará todas estas ideas, y hablará de la vergüenza como una “pasión laudable”, parte integral de la virtud de la templanza.

j) La continencia

El orden seguido por Aristóteles en su Ética a Nicómaco para explicar las distintas virtudes resulta un tanto sorprendente. Primero, en los capítulos III, IV y V aborda las virtudes morales, acabando con la justicia. A continuación, en el Capítulo VI, trata de las virtudes intelectuales, incluida la prudencia. Y, repentinamente, en el capítulo VII vuelve a hablar de nuevo[192] sobre una virtud moral[193], la continencia, a la que dedica además gran extensión, lo mismo que a su vicio contrario: la incontinencia[194].

El problema de la incontinencia queda expuesto por Aristóteles con toda su crudeza, al afirmar que aunque “el incontinente sabe que obra mal movido por la pasión”[195], “el hecho es que, convencido de otra cosa, no deja por eso de hacer lo que hace”[196]. El incontinentesabe, pero dominado por las pasiones, hace lo que no querría hacer si no estuviera dominado por ellas, se encuentra en una situación similar al que duerme, el loco o el embriagado: “en efecto, los accesos de ira, los deseos sexuales y algunas pasiones semejantes producen manifiestamente trastornos hasta en el cuerpo, y en algunos incluso accesos de locura”[197], y estos deseos que se dan en él con fuerza son la causa de que desoiga a la razón y ceda al deseo en contra de su consejo[198].

Investigando el objeto de la continencia y su relación con la templanza[199], Aristóteles observa que, aunque es posible hablar en un sentido amplio de continencia respecto a los placeres producidos por cosas no necesarias pero sí apetecibles (como pueda ser el honor, la riqueza, la satisfacción de la ira, etc.), propiamente, la continencia se refiere a los placeres producidos por las cosas necesarias, y en concreto por el alimento y las relaciones sexuales[200]. Estos placeres son los derivados del sentido del tacto, y son también objeto de la templanza, como hemos visto, por lo que concluye que “debemos juzgar que la incontinencia y la continencia se refieren exclusivamente a lo mismo que la templanza y el desenfreno”[201]. Por tanto, ponemos juntos al incontinente y al desenfrenado, al continente y al morigerado, porque se refieren en cierto modo a los mismo placeres y dolores. Pero Aristóteles observa que, “si bien se refieren a las mismas cosas, no se comportan lo mismo respecto de ellas, porque los unos obran deliberadamente y los otros no”[202].

Resulta interesante comprobar como, para Aristóteles, existen disposiciones brutales, morbosas y patológicas. Debido a ellas, cosas que no son por naturaleza agradables, llegan a serlo, ya sea por enfermedad, hábito[203] o depravación de la naturaleza. Pero estas disposiciones están fuera –y en cierto modo, más allá- de los límites del vicio, lo mismo que la brutalidad. De algún modo lo trascienden, pues no se trata de que los placeres desoigan a la razón, sino que se busca un placer que está fuera de lo humano. El hombre se animaliza, y si bien Aristóteles considera que la condición de la animalidad no es tan mala como la del vicio, porque siempre es menos dañina la maldad del que no tiene en sí un principio de acción como la mente, afirma que “es más terrible, pues no se trata de una corrupción de la parte mejor, sino de que no la tienen”[204]. En este aspecto, Aristóteles habla de “una incontinencia brutal o patológica, pero en sentido estricto sólo es incontinencia la incontinencia humana”[205]. Tampoco cabe hablar propiamente de templanza respecto a estas disposiciones.

Aristóteles admite que se puede hablar de cierta incontinencia respecto de la ira, pero le parece menos vergonzosa que la de los apetitos, ya que “la ira oye en parte a la razón, pero la escucha mal, como los servidores demasiado apresurados, que antes de haber oído todo lo que les está diciendo salen corriendo, y después no cumplen bien la orden”[206]. Así, la ira oye a la razón que le indica que se le hace un ultraje o desprecio, pero no escucha lo que ésta le manda de moderarse, y se lanza precipitadamente a la venganza. “Luego el que no contiene a la ira es, en cierto modo, vencido por la razón, mientras que el otro lo es por el apetito y no por la razón”[207]. Además, piensa que la ira y el mal genio son más naturales que las pasiones del exceso en lo necesario y las pasiones de lo no necesario, y por tanto menos vergonzoso sucumbir a ellos[208].

Aristóteles opina que el licencioso o intemperante es peor que el incontinente por varios motivos. Primero, porque “el que hace algo vergonzoso sin ser movido por el apetito, o siéndolo débilmente, es peor que el que lo hace a impulsos de un apetito vehemente”[209], y tal es la condición del licencioso, que persigue los excesos en las cosas agradables, o las persigue en exceso, deliberadamente, por sí mismas y no por ninguna otra cosa que pueda resultar de ellas, mientras que el incontinente sucumbe sólo tras fuertes deseos. Segundo, porque “el licencioso, como hemos dicho, no es persona que se arrepienta; en efecto, se atiene a su elección; en cambio, todo incontinente es propenso al arrepentimiento”[210]. Aún más, Aristóteles llega a afirmar que el licencioso “es incurable”[211]. El motivo es que, mientras que el incontinente no persigue por convicción los placeres corporales excesivos y contrarios a la recta razón, el licencioso, en cambio, lo hace por convicción, pues a ello le inclina su propia índole. Así tenemos que el incontinente lo es de manera pasajera, ya que al cesar los fuertes deseos, se arrepiente de su conducta anterior, mientras que el licencioso es constante en su búsqueda de placer, pues obra por propia elección[212]. Por eso puede afirmar Aristóteles que en el incontinente, al menos, se salva el principio más excelente: la estimación recta del fin[213], y por tanto, “el incontinente, que es mejor que el licencioso, no es malo absolutamente hablando, puesto que en él se salva lo mejor, el principio”[214] (es decir, el fin de las acciones). Para Aristóteles, el incontinente “sólo es malo a medias. No es injusto, pues no obra con premeditación”[215], y concluye que se parece a una ciudad que tiene buenas leyes, pero que no hace ningún uso de ellas. En cambio, el licencioso se parece a una ciudad que hace uso de sus leyes, pero son leyes malas, y por tanto es malo.

La excelencia de la templanza sobre la continencia queda aún más clara en este otro pasaje aristotélico: “tanto el continente como el morigerado son de tal índole que no hacen nada contrario a la razón por causa de los placeres corporales; pero el primero tiene y el segundo no tiene apetitos malos, y el uno es tal que no puede sentir placer contrario a la razón, mientras que el otro puede sentirlo, pero no dejarse arrastrar por él”[216]. Por eso, el segundo es más libre para dirigirse al bien, sin verse perturbado por las pasiones desordenadas, y esto supone una mayor excelencia. En definitiva, mientras que en el caso de la templanza, “el impulso de la razón y el de las pasiones va en una misma dirección”, en el caso de la continencia, “la razón y las pasiones son opuestas”[217].

Aristóteles hace ver que “la incontinencia es apresuramiento o debilidad; unos, en efecto, reflexionan, pero llevados de la pasión, no se atienen después a sus resoluciones, y otros, por no reflexionar, son arrastrados por la pasión”[218]. Pues bien, de éstos, “son mejores los que están fuera de sí, que los que son dueños de su razón pero no se atienen a ella, porque estos últimos son vencidos por una pasión menos fuerte y no obran impremeditadamente como los otros”[219].

Por último, Aristóteles considera a la continencia superior a la paciencia (o resistencia, como le llama en ocasiones): “La paciencia, en efecto, consiste en resistir, y la continencia en dominar, y el resistir y el dominar son cosas distintas, lo mismo que el no ser vencido y el vencer. Por eso es preferible la continencia a la resistencia”[220].

k) El placer y su relación con la templanza

Aristóteles estudia el placer a continuación de la continencia, al final del libro VII de laÉtica a Nicómaco. Le dedica además un nuevo capítulo al final de la obra, el libro X, que comparte con el tema de la felicidad. Conviene repasar sus ideas al respecto, como ya hicimos con Platón, por la íntima relación que el placer tiene con la templanza.

Como siempre, Aristóteles parte de la observación de la realidad: “el placer parece estar asociado de la manera más íntima a nuestra naturaleza; y por eso, los educadores se sirven del placer y del dolor como de un timón para dirigir la infancia”[221]. Y extrae una conclusión capital para la educación de la virtud: “Parece también de la máxima importancia para la virtud moral hallar gusto en aquello en que debe hallarse y odiar lo que se debe odiar”[222].

El bien no es el placer, como ya probó Platón –y Aristóteles acepta-, pero “si se le añade el placer a cualquiera de los bienes, por ejemplo, a la conducta justa o continente, lo hace más apetecible”[223]. Tampoco todo placer es apetecible[224], y hay muchas cosas que elegiríamos aunque de ellas no se originara placer.

Aristóteles continúa observando que “toda actividad va acompañada de placer”[225], y que, cuanto más perfecta es la actividad y mejor dispuesto está el órgano correspondiente respecto a lo mejor que cae bajo su radio de acción, mayor es el placer[226]. Además, el placer perfecciona la actividad, “como cierta consumación a que ella misma conduce”[227]. O dicho de otro modo, “cada actividad es intensificada por el placer que le es propio”[228].

Las actividades diferentes son perfeccionadas por placeres diferentes, y “el placer producido por una actividad es un obstáculo para otra”[229]. Por eso, “el placer que les es propio afina las actividades y las hace más duraderas y mejores, mientras que los placeres de otras las deterioran” [230], y observa que no “es un obstáculo para el pensamiento ni para disposición alguna, el placer que deriva de ella, sino los que le son ajenos, ya que los placeres que resultan de pensar y aprender nos harán pensar y aprender más”[231].

“Siendo [las actividades] unas dignas de ser buscadas, otras de ser rehuídas, y otras indiferentes, ocurre lo mismo con los placeres, ya que cada actividad tiene su placer propio. Así, el propio de la actividad honesta será bueno y de la mala perverso, así como el deseo de lo hermoso es laudable y el de lo feo censurable”[232]. O dicho de otro modo: “hay diferentes clases de placeres, unos que derivan de fuentes nobles y otros de vergonzoso origen”[233]. Cada animal tiene un placer que le es propio, que sigue a su actividad específica. El placer propio del hombre bueno es el que se sigue a la actividad conforme a la virtud[234], ya que “lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para cada uno; para el hombre lo será, por tanto, la vida conforme a la mente, ya que eso es primariamente el hombre (...). Después de ella, lo será la vida conforme a las demás virtudes, ya que las actividades que a estas corresponden son humanas”[235]. Así pues, los mayores placeres para el hombre bueno se derivan de las acciones virtuosas, y  “la vida feliz es la que es conforme a la virtud”[236].

Aristóteles piensa que el placer forma parte de la trama de la felicidad, pues aunque no todos persiguen el mismo placer, “todos creen que la vida feliz es agradable, y meten el placer en la trama de la felicidad, con razón, pues ninguna actividad perfecta admite trabas, y la felicidad es algo perfecto. Por eso el hombre feliz necesita de los bienes corporales y de los externos o de fortuna para no tener trabas de esa clase”[237]. Pero no identifica la felicidad con el placer, pues éste -el placer- no es un bien en absoluto, ni el bien supremo, como “lo demuestra el que el placer no es fin, sino devenir”[238].

Observa que el placer corporal se nos muestra como más apetecible porque expulsa el dolor, y, debido al exceso de dolor, los hombres persiguen el placer excesivo y, en general, los placeres corporales, como un remedio de aquél. Así, Aristóteles afirma que los hombres de naturaleza excitable “requieren constantemente remedio, porque su cuerpo, debido a su temperamento peculiar, está en continua tortura y es siempre presa de deseos violentos; pues bien, el placer expulsa el dolor, ya sea el placer contrario o cualquiera, con tal que sea intenso, y por eso estos hombres se vuelven desenfrenados y viciosos”[239]. En este sentido, el placer es bueno por accidente, en cuanto que remedia una necesidad o carencia, pero no absolutamente, ya que tener es mejor que subsanar[240]. Por eso, afirma Aristóteles, en cuanto que los placeres corporales van acompañados de apetito y dolor, el hombre prudente buscará estar libre de esos placeres, o al menos de su exceso.

En cambio, “los placeres que no implican dolor no tienen exceso, y éstos son los producidos por lo que es agradable por naturaleza y no por accidente”[241]. Sin embargo, como nuestra naturaleza no es simple, no hay nada que nos sea siempre agradable, y por eso buscamos y nos gozamos en el cambio. Esto lo explica Aristóteles de este otro modo: “todas las facultades humanas son incapaces de estar en continua actividad. Por consiguiente, tampoco entonces se produce placer, ya que el placer sigue a la actividad. Por la misma razón algunas cosas nos deleitan cuando son nuevas, y después no tanto, porque al principio la mente se halla excitada y ejerce una actividad intensa en relación con ellas, como los que fijan la vista en algo, y después la actividad ya no es la misma, sino descuidada, y por eso el placer se desvanece” [242]. En cambio, “si la naturaleza de alguno fuera simple, la actividad más agradable para él sería siempre la misma. Por eso Dios se goza siempre en un solo placer, y simple”[243]. La conclusión aristotélica es que el placer se da más bien en la quietud que en el movimiento.

l) La educación en la templanza

Aristóteles es muy pesimista en relación con la educación moral: “Como la mayor parte de los hombres viven a merced de sus pasiones, persiguen los placeres que les son propios y los medios que a ellos conducen y huyen de los dolores contrarios; y de lo que es hermoso y verdaderamente agradable ni siquiera tienen noción, no habiéndolo probado nunca. A tales hombres, ¿qué razonamiento podrá reformarlos? No es posible, o no es fácil, desarraigar por la razón lo que de antiguo está arraigado en el carácter”[244]. Y continúa: “el razonamiento y la instrucción (…) requieren que el alma del discípulo haya sido trabajada de antemano por los hábitos (…), pues el que vive según sus pasiones no prestará oídos a la razón que intente disuadirle, ni aún la comprenderá, y ¿cómo persuadir a que cambie el que tiene esta disposición? En general, la pasión no parece ceder ante el razonamiento, sino ante la fuerza. Es preciso, por tanto, que el carácter sea de antemano apropiado de alguna manera para la virtud, y ame lo noble y rehuya lo vergonzoso”[245]. En este texto aparece la necesidad de una preparación previa del carácter para educar en la virtud, que consistiría, básicamente, en fomentar el amor a la belleza y el temor a lo vergonzoso[246]. Se comprende que Javier Aranguren afirme que la postura de Aristóteles es cercana a la de su maestro –Platón- en este punto: “Resulta claro que la doctrina de la virtud es aristocrática: sólo unos pocos son virtuosos”[247].

Pero Aristóteles no se detiene aquí, sino que continúa su argumentación observando que “es difícil encontrar desde joven la dirección recta para la virtud si no se ha educado uno bajo tales leyes, porque la vida templada y firme no es agradable al vulgo, y menos a los jóvenes. Por esta razón es preciso que la educación y las costumbres estén reguladas por leyes, y así no serán penosas, habiéndose hecho habituales”[248]. Por tanto, las leyes juegan un papel educador fundamental en la moral de los ciudadanos, y no sólo durante la juventud, pues “no basta seguramente haber tenido la educación y vigilancia adecuadas en la juventud, sino que es preciso en la madurez practicar lo que antes se aprendió, y acostumbrarse a ello, y también para eso necesitamos leyes y, en general, para toda la vida, porque la mayor parte de los hombres obedecen más bien a la necesidad que a la razón, y a los castigos que a la bondad (…), pues el bueno y el que tiende en su vida a lo que es noble obedecerá a la razón, y el hombre vil que sólo aspira al placer debe ser castigado con el dolor, como un animal de yugo”[249].

Por todo ello, Aristóteles afirma que la ley tiene fuerza obligatoria, y es la expresión de cierta prudencia e inteligencia, y “lo mejor es, sin duda, que la ciudad se ocupe de estas cosas pública y rectamente”[250]. De este modo enlaza la Ética con la Política, pero esto es ya un aspecto, por lo demás interesantísimo, que se sale del ámbito de este trabajo.

m) Relación de la templanza con otras virtudes

Para Aristóteles, las virtudes parecen guardar una íntima relación entre sí, y por tanto, con la templanza. Así, al hablar de la generosidad y sus vicios contrarios, menciona a los pródigos, que “dan mucho a los aduladores o a los que les procuran cualquier otro placer. Por esta razón la mayoría de ellos son también licenciosos; como gastan despreocupadamente son igualmente derrochadores para sus vicios, y como no orientan sus vidas hacia lo noble, se inclinan a los placeres”[251]. La conexión entre ambas virtudes –templanza y generosidad- es evidente.

Hablando de la justicia, Aristóteles hace ver que es posible obrar injustamente sin ser por eso injusto, y lo ejemplifica precisamente con un caso de incontinencia, en el que el sujeto actúa arrastrado por la pasión en contra de la razón, y comete adulterio. Estas son sus palabras: “Porque uno puede habitar con una mujer sabiendo quién es, pero no en virtud de una elección, sino por pasión. Sin duda, comete una acción injusta, pero no es injusto”[252]. Aunque la última afirmación parece discutible[253], queda clara la necesidad que el sujeto moral tiene de la templanza para, al menos, no cometer actos injustos arrastrados por la pasión.

Por su particular trascendencia para nuestro tema, prestaremos una especial atención a la relación de la templanza con la prudencia, virtud clave en el conocimiento moral. Aristóteles define la prudencia (“phronesis”) como “una disposición racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el hombre”, y observa que el placer y el dolor pueden destruir o perturbar los juicios prácticos, que se refieren a la acción: “En efecto, los principios de la actuación son los fines por los cuales se obra; pero el hombre corrompido por el placer o el dolor pierde la percepción clara del principio, y ya no ve la necesidad de elegirlo todo y hacerlo todo con vistas a tal fin o por tal causa: el vicio destruye el principio”[254]. De aquí que la intemperancia corrompa en grado sumo la prudencia[255].

Pero si la prudencia requiere de la templanza, no es menos cierto que ésta requiere necesariamente de aquélla, ya que es precisamente el hombre prudente quien determina el justo medio en el deseo y goce del placer sensible, esencia de la templanza. Para entender bien esta íntima relación de la templanza (y en general de todas las virtudes morales) con la prudencia, es preciso, aunque sea brevemente, repasar las principales tesis aristotélicas sobre éste hábito intelectual, recogidas en el Libro VI de la Ética a Nicómaco, que comienza con estas palabras: “Puesto que hemos dicho que se debe elegir el término medio y no el exceso ni el defecto, y que el término medio es lo que dice la recta razón, analicemos esto”[256]. Más en concreto, se trata de “definir cuál es la recta razón o regla y cuál es su límite”[257].

Aristóteles empieza su análisis observando que las partes racionales del alma son dos: teorética y práctica. Hemos de buscar, “por tanto, cual es la mejor disposición de cada una de estas partes, pues esa será la virtud de cada una”[258]. Esta búsqueda desemboca en la afirmación de que el bien y el mal del entendimiento teorético son la verdad y la falsedad respectivamente, mientras que “la verdad que está de acuerdo con el deseo recto”[259] es el bien del entendimiento práctico. Es decir, para que la elección que supone el juicio práctico sea buena, tiene que ser lo mismo lo que la razón diga y lo que el deseo[260] persiga.

Por tanto, para que la elección sea buena –y la acción consiguiente virtuosa-, es preciso una conveniente disposición moral acerca de la elección de los fines (deseos), que, recordemos, viene dada por la templanza y las demás virtudes morales; y una conveniente disposición intelectual acerca de la reflexión de los medios, que viene dada por la prudencia[261]. Es decir, “la elección no puede ser recta sin prudencia ni sin virtud [moral], ya que la una determina el fin y la otra hace realizar las acciones que conducen al fin”[262]. Se entiende ahora mejor la dependencia mutua que existe entre la prudencia y las demás virtudes: “está ligada la prudencia a la virtud moral, y ésta a la prudencia, puesto que losprincipios de la prudencia están de acuerdo con las virtudes morales, y la recta virtud moral con la prudencia”[263].

Basándose en lo dicho, Aristóteles, con gran sutileza, distingue entre prudencia ydestreza. La aptitud llamada destreza, “hace posible realizar los actos enderezados al blanco propuesto y alcanzarlo; si el blanco es bueno, la aptitud es laudable; si es malo, es mera habilidad”[264]. La prudencia, continúa Aristóteles “no es esa aptitud, pero no existe sin esa aptitud”[265]. Y el motivo, como hemos visto, es que la prudencia requiere la bondad del principio de la acción, de los fines que nos proponemos al actuar, lo que implica ya, en cierto modo, ser bueno, tener la virtud moral[266]

Pues bien, Afirma Aristóteles, del mismo modo que en la razón práctica hay dos formas de disposición, la destreza y la prudencia, y la primera es menos perfecta que la segunda, que sólo se da junto con la virtud moral; en la parte moral del alma hay otras dos formas de disposición: la virtud natural[267] y la virtud por excelencia, y de éstas la virtud por excelencia, más perfecta, no se da sin prudencia. La conclusión es que “no es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral”[268]. Por esto no es posible que las virtudes se den independientemente unas de otras. Sería posible tratándose de las virtudes naturales, pero no respecto de aquéllas virtudes por la que un hombre es llamado bueno en sentido absoluto, porque requieren la prudencia, y con la prudencia vienen, de algún modo, las demás virtudes[269].

En cuanto al orden relativo de las virtudes, Aristóteles afirma que la prudencia es superior a la templanza y todas las demás virtudes morales[270], pues el justo medio en que consiste la virtud es consecuencia del juicio del hombre prudente: es la recta razón la que lo mide, la que determina, o más bien averigua, su posición exacta[271]. Dentro de las virtudes morales, la justicia es superior a la fortaleza y la templanza, pues son más excelentes las virtudes que son más útiles a los demás, y “la justicia es, entre las virtudes, la única que parece consistir en el bien ajeno, porque se refiere a los otros”[272]. Además, la fortaleza le parece más encomiable que la templanza, “pues es más difícil soportar las cosas penosas que apartarse de las agradables”[273]. Así pues, a la templanza le corresponde ocupar el último puesto en esta ordenación, que ya es clásica y universalmente aceptada en la tradición aristotélico-tomista[274].

n) El círculo “virtuoso” aristotélico

Hay, en Aristóteles, un círculo que podríamos llamar virtuoso: la prudencia es condición de la templanza y las demás virtudes morales, pero éstas son necesarias para la prudencia. ¿Cómo adquirir la virtud entonces?[275]

Para resolver este dilema es preciso darse cuenta que la ética aristotélica se orienta absolutamente hacia la amistad. El círculo hermenéutico sólo se rompe por la educación ética que se recibe en la familia. Por ello, en opinión de algunos autores, como Alasdair MacIntyre, la educación para la virtud se realiza de manera que el primer paso hacia la virtud misma consiste en hacer lo mandado por la autoridad y seguir su ejemplo para agradar a la persona que ejerce la autoridad, es decir, “por ella”[276].

Martin Rhonheimer se muestra de acuerdo con esta tesis de MacIntyre, y añade que la orientación afectiva al bien resulta posible gracias a que se reconoce a quien ejerce la autoridad como “bueno”, y por lo tanto gracias al reconocimiento de su vida como una vida buena, que merece la pena ser vivida. “La amistad, la benevolencia y el amor son precisamente las únicas formas de relación que pueden hacer que la autoridad se concilie con la libertad. El amor a la persona de quien ejerce la autoridad es la única forma de reconocimiento de esa autoridad que está en plena consonancia con la libertad. (…) El reconocimiento de la autoridad con base en la consciencia de la benevolencia de quien la ejerce produce precisamente aquella dirección afectiva que permite la potenciación de la razón y libera para ejercer una racionalidad práctica propia. Lo que, así pues, tiene lugar en el proceso de una verdadera educación es una especie de ‘transmisión’ de la virtud mediante la relación afectiva entre personas. Al final hay algo más que el orden de los afectos; la meta del proceso es la capacitación para un juicio práctico[277] propio y conforme a la virtud”[278]. Esta diferencia entre el modo de transmitir el conocimiento teórico y el conocimiento práctico explica que, para ser virtuoso, no sea indispensable una instrucción teórica. De hecho, y como observa MacIntyre, “muchos agentes corrientes, educados en esa práctica [de la virtud] en el seno de sus familias o de sus comunidades locales, aprenden a ser y son virtuosos sin plantear nunca de manera explícita cuestiones filosóficas”[279].

Con otras palabras, la virtud, para ser enseñada o aprendida, requiere que su peculiar “connaturalidad afectiva” con el bien que  le es propio, sea causada[280] en el “aprendiz” por el amor de amistad con el hombre bueno que, sólo así, puede convertirse en “maestro” de la virtud. En definitiva, la virtud no se puede enseñar, sólo mostrar[281]. Y este proceso tiene mucho que ver con el amor. Por eso la familia, con su naturalidad plena de lazos de amor recíproco, es el mejor lugar para aprender la virtud.

o) Influencia en Santo Tomás

Aristóteles es, sin duda alguna, el filósofo de la antigüedad que más influyó en la filosofía de Santo Tomás, en su teoría de las virtudes y, más en concreto, en el modo de tratar la virtud de la templanza. Como es sabido, Santo Tomás se refiere frecuentemente a él como el “Filósofo”, sin más especificación, lo que da una idea del respeto que sentía por sus opiniones. Las referencias a Aristóteles en los tratados sobre las diversas virtudes, y en el de la templanza en particular, son muy numerosas. En concreto, Santo Tomás cita 144 veces a Aristóteles en el tratado de la templanza de la Summa Theologiae, y siempre en un contexto eminentemente filosófico[282]. Apenas hay una cuestión de la Summa Theologiae en la que Santo Tomás no se refiera al Estagirita: unas veces en las objeciones y sus respuestas, otras en el cuerpo del argumento, pero muchas otras, y esto indica el respeto que le inspira su doctrina, como “autoridad” frente a las objeciones expuestas (sed contra). En las cuestiones relativas a la templanza, la obra más citada, aunque no la única, es, lógicamente, su Ética a Nicómaco[283].

Sin embrago,  Santo Tomás ofrece una descripción mucho más sistemática de las virtudes que Aristóteles, identificando su naturaleza y sus relaciones gracias a una psicología muy completa, que distingue entre la razón, pasiones y voluntad (esta última, por supuesto, una noción ajena a Aristóteles, como a todo autor antiguo precristiano[284]). Como consecuencia, también resultará mucho más completa la explicación tomista del modo en que, gracias al desarrollo de las virtudes, el hombre virtuoso va transformando su personalidad[285].



NOTAS:

[1] Así, por ejemplo, MacIntyre habla de las virtudes como excelencias sociales dentro de la polis (cfr. MacIntyre, A. Tras la virtud, Crítica, Barcelona 2001, p. 237); mientras que Hauerwas las define como “determinados hábitos requeridos para vivir fieles a la tradición moral a la que se pertenece” (HAUERWAS, S., A Community of Carácter, Notre Dame 1981, p. 115).

[2] Pese a todo, en opinión de MacIntyre, “la filosofía moderna ha sido ciega, en general, al carácter complementario de la narración y de la teoría tanto en la investigación moral como en la propia vida moral” (MacIntyre, A., Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, p. 113).

[3] Ibidem, p. 25.

[4] ABBÀ, G., Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona, 1992, p. 92, nota 13. Este autor señala en ese mismo lugar que, si bien “la referencia a la literatura dramática o parenética no son usuales en las obras de ética. Sin embargo, precisamente una teoría de la virtud no puede dejar de tenerlas en cuenta”.

[5] Cfr. MACINTYRE, A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”,Midwest Studies in Philosophy 13 (1988), p. 2.

[6] HOMERO, Odisea, Espasa Calpe, Madrid 1980, Canto XV, 68-71. Aprovecho la ocasión para advertir que, a lo largo de todo este artículo, las cursivas dentro de las citas de otros autores, salvo que se diga lo contrario, serán siempre mías.

[7] Ibidem, 320. Al oponer en cierto modo la belleza de Afrodita con su falta de continencia, se está ya indicando la identificación de la belleza moral con la moderación característica de la “sophrosyne”.

[8] RODRÍGUEZ ADRADOS, F., Política e ilustración en la Grecia Clásica, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid 1966, p. 74.

[9] HOMERO, Iliada, Espasa Calpe, Madrid 1999, Canto IX, 225.

[10] Ibidem, Canto XXI, 462.

[11] Resulta significativo que, ya desde sus orígenes, se relaciona a la templanza con el conocimiento, y a la intemperancia con cierto tipo de ceguera intelectual. Esta idea tendrá una gran influencia posterior, de manera que se puede decir que ha sido una constante en la filosofía: desde San Agustín y Santo Tomás hasta autores como Dietrich von Hildebrand, que han prestado una particular atención a éste fenómeno (cfr. HILDEBRAND von, D., Moralidad y conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006).

[12] HOMERO, Odisea, Canto XXIII, 11-14.

[13] cfr. NORTH, H., Sophrosyne; Self-Knowledge and Self-Restraint in Greek Literature, Cornell University Press, Ithaca, N.Y., 1966, p. 21.

[14] Muchos siglos después, Santo Tomás, en su Comentario a la Política de Aristóteles, afirmaría que las virtudes, tomadas en su sentido general, son las mismas para todos los seres humanos, pero que el modo de manifestarse en la práctica en detalles concretos varía de acuerdo con los papeles sociales y del hogar (cfr. Sententia libri Ethicorum, I, 10). De este modo hace suya la afirmación de Clemente de Alejandría, que afirmó que la “sophrosyne” es la misma en hombres y mujeres (cfr. Paidagogos, 14.10, 2).

[15] JAEGER, W., Paideia, Fondo de Cultura Económica, Méjico 1973, p. 59. Como se ve, Jaeger no coincide con North en este punto.

[16] Cfr. RODRÍGUEZ ADRADOS, F., Política e ilustración en la Grecia Clásica, pp.172.

[17] Para entender mejor este concepto griego de belleza, conviene advertir, con Spaemann, que la lengua griega disponía de “dos vocablos distintos para designar lo bueno: uno de ellos significaba lo conveniente, lo provechoso o lo deseable; el otro, lo moralmente bueno. El primero nombraba lo ‘bueno’, agathón; el segundo lo ‘bello’, kalón. Los griegos no creían que lo buen fuera siempre bello, ni lo bello siempre bueno, es decir, admitían que lo ventajoso no es siempre necesariamente noble ni lo noble forzosamente ventajoso” (SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991, p. 36).

[18] En casi toda la moral griega hasta Sócrates, el papel de la censura social es decisivo. Esta censura social se expresa en unos pocos términos bien fijados. En primer lugar, por el par “kalón”/”aiskhrón” (hermoso/feo), que a la larga se convirtió en el eje de la moral griega. Junto al adjetivo “aiskhrón” existe el verbo “aiskhynesthai” (avergonzarse): si el obrar lo “kalón” (hermoso) produce gloria, obrar lo “aiskhrón” (feo) produce vergüenza (cfr. RODRÍGUEZ ADRADOS, F., Política e ilustración en la Grecia Clásica, p. 52)

[19] JAEGER, W., Paideia, p. 29.

[20] Cfr. Ibidem, p. 165.

[21] Cfr. RODRÍGUEZ ADRADOS, F., Política e ilustración en la Grecia Clásica, pp.77-79.

[22] SOFOCLES, Tragedias: Áyax, Bruguera, Barcelona 1983, p.65.

[23] Ibidem, p.55.

[24] SOFOCLES, Tragedias: Antígona, p.126.

[25] SOFOCLES, Tragedias: Edipo Rey, p. 177

[26] SOFOCLES, Tragedias: Áyax, p.78.

[27] SOFOCLES, Tragedias: Antígona, p. 159.

[28] SOFOCLES, Tragedias: Filoctetes, p. 252.

[29] SOFOCLES, Tragedias: Edipo en Colono, p. 305.

[30] SOFOCLES, Tragedias: Edipo en Colono, p. 312.

[31] SOFOCLES, Tragedias :Electra, pp. 208-209.

[32] SOFOCLES, Tragedias: Edipo en Colono, p. 333.

[33] “No en vano repite constantemente el coro de las tragedias de Sófocles que la falta de medida es la raíz de todo mal. (...) Esta conciencia, que llena la época entera, es una expresión tan natural de la esencia más profunda del pueblo griego, fundada en la sophrosynemetafísica, que la exaltación de la medida en Sófocles parece resonar en mil ecos concordantes en todo el ámbito del mundo griego. (...) El desarrollo de la idea griega de la medida considerada como el más alto valor llega a su culminación en Sófocles” (JAEGER, W.,Paideia, pp. 255-256).

[34] RODRÍGUEZ ADRADOS, F., Política e ilustración en la Grecia Clásica, p. 122.

[35] ESQUILO, Tragedias: Las Suplicantes, Editorial Ibérica, Barcelona 1959, p. 30.

[36] ESQUILO, Tragedias: Agamenón, pp. 71-72.

[37] Ibidem, p. 82.

[38] Ibidem, p. 86.

[39] ESQUILO, Tragedias: Las Coéforas, p. 131.

[40] ESQUILO, Tragedias: Las Euménide, p. 156.

[41] ESQUILO, Tragedias: Los Siete contra Bebas, p. 211. Merece la pena añadir que en estas palabras de Esquilo aparece una idea que tendrá su importancia en el tratamiento de la virtud que hará Aristóteles: me refiero al papel que el “temor al deshonor” desempeña en la práctica de la virtud, al impedir los actos contrarios a ella o viciosos.

[42] Ibidem, p. 213.

[43] Ibidem, p. 215. Por cierto que, en opinión de Helen North, la más temprana referencia en la literatura griega a las cuatro virtudes cardinales se atribuye normalmente a Esquilo, quien, en su Siete contra Bebas (escrita en el 467 a.c.), describe a Anfiaro adornado con esas virtudes. Sin embargo, fue Platón quien, en La República, estableció definitivamente el canon que se ha convertido en tradicional: cfr.  NORTH, H., “Pindar, Isthmian, 8, 24-28”, The American Journal of Philology 69, (1948/3), p. 304.

[44] ESQUILO, Tragedias: Prometeo encadenado, p. 30.

[45] Eurípides, sin embargo, no participa de la revolución intelectual y moral del último tercio del siglo quinto y las primeras décadas del  cuarto, causada en parte por las miserias de la Guerra del Peloponesio, y acelerada por el movimiento sofístico, en la que cada una de las virtudes tradicionales fueron reexaminadas y redefinidas. La “sophrosyne” que, hasta aquél momento había merecido sólo alabanzas en la literatura griega, empieza a ser criticada con más o menos hostilidad. Será Platón quien ponga punto final a estas dudas sobre la excelencia de nuestra virtud. (cfr. NORTH, H., “A Period of Opposition to Söphrosynë in Greek Thought”,Transactions and Proceedings of the American Philological Association 78 (1947), p. 1).

[46] EURIPIDES, Tragedias: Las Suplicantes, Bruguera, Barcelona 1981, p.16.

[47] Ibidem, p.18.

[48] EURIPIDES, Tragedias: Orestes, p.117.

[49] Ibidem, p.136.

[50] TUCIDIDES, Historia de la guerra del Peloponesio, Juventud, Barcelona 1975, Libro III, XXXVII.

[51] Ibidem, Libro I, LXXXIV. De nuevo, como ya vimos con Esquilo, se atribuye gran importancia a los sentimientos de vergüenza y honor para la vida virtuosa.

[52] Ibidem, Libro I, CXXII.

[53] Ibidem, Libro II, XXII.

[54] He aquí su argumento: “Yo, pues, como entonces primero y ahora lo mantengo, os invito a que (...) evitéis el error de las tres cosas más perjudiciales para un imperio: la compasión, el deleite de la elocuencia y la clemencia” (Ibidem, Libro III, XL). Y más adelante continúa: “la clemencia se aplica a aquellos con los que todavía puede contarse en el futuro, más bien que a los que queden como enemigos de modo semejante al de antes. (...) o, si no, renunciad al imperio y, a cubierto de riesgos, vivid como hombres moderados” (Ibidem, Libro III, XL).

[55] Ibidem, Libro III, XLV.

[56] Ibidem, Libro III, XLV.

[57] Ibidem, Libro III, XLII.

[58] De él dice Tucídides que “el valor y la inteligencia de Brásidas (...) fueron el principal factor que fue creando un sentimiento favorable a los lacedemonios entre los aliados de Atenas. Porque al ser el primero al que vieron fuera de su país y con tan excelentes cualidades, dejó en las gentes la creencia bien arraigada de que todos los otros lacedemonios se le parecían” (Ibidem, Libro IV, LXXXI).

[59] Ibidem, Libro IV, LXXXI. (Finalmente los melios no aceptarán el ultimátum y serán exterminados por los atenienses).

[60] Ibidem, Libro V, CXI.

[61] DEMOCRITO, Fragmentos, Aguilar, Buenos aires, 1964, n. 291. Traducción y notas de Juan Martin Ruiz-Werner.

[62] Ibidem, n. 207.

[63] Ibidem, n. 214.

[64] Como se ve, en esto se adelanta a Nietzsche y Freud, para quienes la razón está al servicio del deseo de poder o deseo de placer respectivamente, de manera que si se reprime la satisfacción momentánea del impulso presente, es con vistas a lograr un placer mayor o más duradero en el futuro. Surge así lo útil en contraposición a lo placentero (Cfr. CHOZA, J.,Conciencia y afectividad, pp. 60-63). Demócrito afirma, por ejemplo, que “lo que el cuerpo requiere está fácilmente al alcance de todos sin fatiga ni esfuerzo; pero lo que requiere fatiga y esfuerzo y aflige la vida, eso no lo anhela el cuerpo sino la perversión del juicio” (DEMOCRITO,Fragmentos, n. 223).

[65] Ibidem, n. 211.

[66] Ibidem, n.233.

[67] Ibidem, n. 235.

[68] Ibidem, n. 284.

[69] Cfr. FRAILE, G., Historia de la Filosofía (Tomo I: Grecia y Roma), BAC, Madrid 1982, p.244.

[70] PLATON,  Menón, Alianza, Madrid 2006, 89a.

[71] Santo Tomás no cita ni una sola vez a Sócrates en la Summa Theologiae hablando de la templanza, pero sí lo hace, en cambio, al tratar de la teoría general de las virtudes y de la virtud de la prudencia. Con frecuencia toma una afirmación de Sócrates como representativa de una opinión extendida en la antigüedad, para luego rebatirla, o al menos matizarla, por ser contraria a su propia doctrina. Por ejemplo, cfr. Summa Theologiae (en adelante S. Th.), I-II q58 a2 co, donde critica este excesivo carácter intelectualista de las virtudes en Sócrates, que le llevó a afirmar, equivocadamente, que “todas las virtudes son prudencia”. Si bien es cierto que un poco más adelante, en el mismo artículo, Santo Tomás se muestra de acuerdo con la tesis socrática de que existiendo ciencia no se peca, “suponiendo que esto se extienda hasta el uso de la razón en lo elegible particular”. Cfr. también S. Th., I-II q58 a4 ad3 y II-II, q80, a.u., ad4, donde se vuelve a criticar esta tesis socrática. En S. Th., I-II q7 a2 co, se critica expresamente otra tesis intelectualista de Sócrates: la que afirma que el conocimiento no puede ser vencido nunca por la pasión. Lógicamente, en su comentario a la Ética a Nicómaco, aparecen numerosas referencias a Sócrates, en los lugares donde Aristóteles se refiere a él.

[72] PLATON, Leyes, Alianza, Madrid 2002, 728a.

[73] Esta visión de la salud como armonía está muy influenciada por las teorías médicas de su época. En la armonía y su corrupción, pone Platón, por ejemplo, el origen de los placeres y dolores: “Digo, pues, que si en nosotros, seres vivos, se deshace la armonía, entonces, al mismo tiempo que se deshace así la naturaleza, nacen simultáneamente los dolores (...). Pero si la armonía se recompone y si se reconstruye la naturaleza propia, entonces se engendra el placer” (PLATON, Filebo, Aguilar, Madrid 1990, 31c-32a)

[74] Cfr. PLATON, Fedón, Orbis, Barcelona 1983, 68c.

[75] Cfr. Ibidem, 67d; República Gredos, Madrid 2001, 389d, 430d, 422cd; Leyes 889e.

[76] Así, Menón, en el diálogo que lleva su nombre, responde así a la pregunta de Sócrates sobre qué virtudes existen: “...el valor es una de ellas, y también la templanza, la prudencia, la generosidad y muchas otras...” (PLATÓN, Menón, 74a).

[77] PLATÓN, Menón, 72c.

[78] Ibidem, 77d.

[79] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, p. 35.

[80] Ibidem, p. 39.

[81] PLATÓN, Menón, 89a.

[82] Ibidem, 88c.

[83] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, p. 42

[84] Cfr. PLATON, Menón, 98e.

[85] Cfr., por ejemplo, el pasaje en el que Cármides, hablando de Sócrates, recuerda que “dijo que la sensatez (“sophrosyne”) le parecía algo así como hacer todas las cosas ordenada y sosegadamente, lo mismo si se va por la calle, si se dialoga, o si se hace cualquier otra cosa. En resumidas cuentas, dijo, a mí me parece que es algo así como tranquilidad” (PLATON,Cármides, Gredos, Madrid 1993, 159b).

[86] Cfr. PLATON, Crátilo, Aguilar, Madrid 1990, 411e.

[87] PLATON, Cármides, 157a. En opinión de Jaeger, Sócrates demuestra en el Gorgias(507a-c), “que con la verdadera sophrosyne aparecen necesariamente todos los tipos de virtud, tales como la piedad, la valentía y la justicia” (JAEGER, W., Paideia, p. 534).

[88] PLATON, Fedro, Aguilar, Madrid 1990, 237e.

[89] El modo en que ésta se adquiere no parece ser, para Platón, la repetición de actos (falta la noción de hábito), ni el aprendizaje de un maestro, sino algo más inmediato. Así, en algunos pasajes de los diálogos, Platón parece hablar de la virtud como un don divino y, por tanto recibido. Por ejemplo: “la virtud no es ni un don de la Naturaleza ni la consecuencia de una enseñanza, sino que, en aquellos que la poseen, se debe a un favor divino, sin intervención de la inteligencia, a no ser que por casualidad se encontrara a algún político capaz de trasmitirla a los demás” (PLATON, Menón, 98e).

[90] Cfr. PLATON, El Banquete, Aguilar, Madrid 1990, 196c. Hay que advertir que en Platón no aparece una restricción en el tipo de placeres y deseos que son dominados por la “sophrosyne”, como ocurrirá con Aristóteles, que los re a aquellos placeres corporales que compartimos con los demás animales. Para una interesante discusión sobre las diferencias en ambos conceptos de la “sophrosyne”, cfr. MACINTYRE; A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”, pp. 4-5.

[91] PLATON, Fedón, 68c. En este pasaje la templanza es, además, creadora de una especie de orden interior que, desdeñando el cuerpo, facilita el conocimiento y la sabiduría. Una idea que encontrará su eco en Aristóteles y Santo Tomás, pero con matizaciones, pues para éstos los sentidos y la corporeidad humana no son de suyo un obstáculo para la virtud, sino que incluso, en el virtuoso, colaboran con ella.

[92] Ese es el contexto en que se establece la siguiente paradoja platónica: “¿no es por una cierta intemperancia por lo que son moderados? (...) Temen verse privados de los placeres que ansían [los espirituales], y se abstienen de unos [los corporales] por otros [los espirituales]. Y pese a que llaman intemperancia a dejarse dominar por los placeres, les sucede, no obstante, que dominan unos, más por estar dominados por otros. Y esto equivale a lo que decía hace un momento, que en cierto modo se moderan por causa de una intemperancia” (Ibidem, 68d).

[93] Ibidem, 68e.

[94] Por ejemplo: “la templanza es como un cierto orden y continencia de los placeres y de los deseos” (PLATON, La República, 431a).

[95] Ibidem, 430e.

[96] Ibidem, 431b. Merece la pena hacer notar la conexión que Platón establece en este texto entre templanza y libertad interior: sólo el hombre templado tiene dominio de sí, de sus pasiones, para hacer lo que quiere con la razón, es decir, para hacer lo mejor, actuar con libertad.

[97] Estos otros textos, entresacados del Fedro, explican su punto de vista: “Es, pues, semejante el alma a cierta fuerza natural que mantiene unidos un carro y su auriga, sostenidos por alas (...), tratándose de nosotros, el conductor guía una pareja de caballos (...); el uno es hermoso, bueno y constituido de elementos de la misma índole; el otro está constituido de elementos contrarios. En consecuencia, en nosotros resulta necesariamente y difícil la conducción, (...) pues el caballo que tiene mala constitución es pesado e inclina hacia la tierra y fatiga al auriga que no le ha alimentado convenientemente” (PLATON, Fedro, 246b-247b).

[98] PLATON, La República, 432b.

[99] Por ejemplo, y como botón de muestra, recogemos algunos pasajes del Filebo: “el placer es lo más jactancioso y falso que hay (...) los placeres son como niños, y no tienen ni menor sombra de razón (...) no se podría encontrar nada más desmedido que el placer y las enajenaciones que lo acompañan” (PLATÓN, Filebo, 65a-65e). Esta comparación del placer con los niños guarda semejanza con la afirmación aristotélica de que la intemperancia es un vicio pueril.

[100] PLATÓN, Fedro, 240a.

[101] Cfr. Ibidem, 233a. También esta tesis –heredada de la tradición griega- será recogida por la tradición filosófica posterior, al hablar de la ceguera mental o embotamiento de la inteligencia por causa de la intemperancia.

[102] Ibidem, 251b.

[103] Para Platón, y en general para toda la tradición clásica griega, como ya vimos anteriormente, el miedo a la deshonra, o vergüenza, y la búsqueda del honor, constituyen dos señas de identidad de la conducta del hombre virtuoso. Así, Fedro, al hablar de la norma que debe guiar durante toda su vida a los hombres que tengan intención de vivir honestamente, afirma que se trata de “la vergüenza ante la deshonra y la emulación en el honor” (PLATÓN, El Banquete, 178c). Esta idea, presente también en Aristóteles,  será retomada por Santo Tomás a la hora de elaborar su doctrina sobre la templanza, más en concreto, de sus partes integrales.

[104] Ibidem, 185d.

[105] Cfr. PLATÓN, Filebo, 45d y ss, donde, recurriendo al ejemplo del perro sarnoso, Platón muestra que hay mayor felicidad en la vida temperante que en la falta de dominio y medida en el placer.

[106] PLATÓN, Cármides, 175e.

[107] PLATÓN, Filebo, 66a-66c

[108] PLATÓN, El Banquete, 187c-187d.

[109] Para un estudio sobre el modo en que la tradición agustiniana configuraba la investigación moral en la universidad parisina de la época de Santo Tomás, cfr. MacIntyre, A.,Tres versiones rivales de la ética, pp. 115-140.

[110] De Virtute, q1, a8, co: “secundum aptitudinem insunt nobis a natura; sed earum perfectio non est nobis a natura”.

[111] S. Th., II-II q145 a2 ad1.

[112] S. Th., II-II q169 a2 ad4.

[113] Esta es la opinión, entre muchos otros, de MacIntyre, quien llega a decir que en laSumma Theologiae de Santo Tomás, “se invocó a Aristóteles contra Aristóteles en beneficio de la Escritura y de Agustín, no porque Tomás de Aquino estuviera rechazando el aristotelismo, sino porque intentaba ser un aristotélico mejor que Aristóteles” (MacIntyre, A., Tres versiones rivales de la ética, p. 178).

[114] Como es sabido, la Gran Ética, a pesar de su nombre, es mucho más breve y de menos calado que la Ética a Nicómaco. En cuanto a la Ética Eudemia, también mucho más breve, de una parte, suele atribuirse a una época menos madura de Aristóteles; y de otra, tiene tres libros comunes a la Ética a Nicómaco, entre los que se encuentra precisamente el relativo a la templanza.

[115] Se trata de la excelente Edición bilingüe y traducción de Maria Araujo y Julián Marías, del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 2002.

[116] Para una exposición del concepto aristotélico de eudemonía, o vida lograda, cfr. RODRÍGUEZ DUPLA, L., Ética, BAC, Madrid 2001, pp.271-285. En cuanto a los contenidos que Aristóteles incluye en su concepto de vida lograda, cfr. SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, pp. 42-44.

[117] De hecho, la Ética a Nicómaco comienza así: “Toda arte y toda investigación parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden” (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1094a).

[118] Entre los argumentos que el propio Aristóteles da para ello, podríamos citar el siguiente: “en general, consideramos perfecto al [bien] que se elige siempre por sí mismo y nunca por otra cosa. Tal parece ser la felicidad, pues la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos (pues aunque nada resultara de ellas, desearíamos todas estas cosas), pero también los deseamos en vistas a la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de ellos. En cambio, nadie busca la felicidad por esas cosas, ni en general por ninguna otra (…). Parece, pues, que la felicidad es algo perfecto y suficiente, ya que es el fin de los actos” (Ibidem, 1097a-1097b).

[119] Ibidem, 1095a.

[120] El razonamiento completo es éste:  “del mismo modo que en el caso de un flautista, de un escultor y de todo artífice, y en general de los que hacen alguna obra u actividad, parece que lo bueno y el bien están en la función, así parecerá también en el caso del hombre si hay alguna función que le sea propia” (Ibidem, 1097b).

[121] En palabras del propio Aristóteles: “La función propia del hombre es una actividad del alma no desprovista de razón” (Ibidem, 1098a).

[122] Aristóteles explica así la relación con la razón de estas tendencias apetitivas: “hay además otro principio irracional en el alma, que participa, sin embargo, de la razón en cierto modo (…), puesto que obedece a la razón en el hombre continente, y además es probablemente más dócil en el hombre morigerado y esforzado, pues todo concuerda con la razón”. Y concluye: “Resulta, por tanto, que también lo irracional es doble, pues lo vegetativo no participa en modo alguno de la razón, pero lo apetitivo y, en general, desiderativo, participa de algún modo en cuanto es dócil y obediente [a la razón]” (Ibidem, 1102b).

[123] Empleando las palabras del propio Aristóteles: “toda virtud perfecciona la condición de aquello de lo cual es virtud y hace que ejecute bien su operación. (…) Si esto es así en todos los casos, la virtud del hombre será también el hábito por el cual el hombre se hace bueno y por el cual ejecuta bien su función propia” (Ibidem, 1106a). Esta tesis de la virtud como perfección es recogida por Santo Tomás en Cfr. S. Th., II-II q144 a1 co.

[124] Puede ser interesante incluir aquí el razonamiento completo de Aristóteles: “decimos que la función propia del hombre es una cierta vida, y ésta una actividad del alma y acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y primorosamente, y cada una se realiza bien según la virtud adecuada; y si esto es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo” (Ibidem, 1098a).

[125] “(…) adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo, como las demás artes” (Ibidem, 1103a). Y también: “En una palabra, los hábitos [virtudes y vicios] se engendran por las operaciones semejantes” (Ibidem, 1103b). Esta idea de que los hábitos se adquieren por repetición de actos semejantes es recogida por Santo Tomás, entre otros sitios, en S. Th., II-II q144 a1 obj5.

[126] Ibidem, 1114a.

[127] “(…) las virtudes no se producen ni por naturaleza, ni contra naturaleza, sino por tener aptitud natural para recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre” (Ibidem, 1103a).

[128] Ibidem, 1104b. Un poco más adelante, el propio Aristóteles, siguiendo a Platón, extrae una consecuencia de gran importancia pedagógica: la necesidad de ser educados desde jóvenes para complacerse y dolerse como es debido, es decir, con la virtud y el vicio respectivamente. “En esto consiste, en efecto, la buena educación”, afirma rotundamente.

[129] Ibidem, 1104b.

[130] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, p. 102.

[131] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1106b. Esta idea será recogida por Santo Tomás de Aquino en S. Th., II-II q144 a1 obj1.

[132] Ibidem, 1106b.

[133] Ibidem, 1107a.

[134] “Tratándose de placeres y dolores (…) el término medio es la templanza y el exceso el desenfreno. Personas que pequen por defecto respecto de los placeres, no suele haberlas; por eso a tales gentes ni siquiera se les ha dado nombre, llamémoslas insensibles” (Ibidem, 1107b). En S. Th., II-II q142 a1 sed contra, Santo Tomás recoge esta idea aristotélica de que la insensibilidad se opone a la templanza y, por tanto, es un vicio.

[135] Cfr. Ibidem, 1108a.

[136] Cfr. Ibidem, 1108a.

[137] Ibidem, 1109a. La consecuencia que Aristóteles extrae un poco más adelante, en ese mismo pasaje, citando un verso de la Odisea, XII, 219, es: “Por esto, aquel que se proponga como blanco el término medio debe en primer lugar apartarse de lo más contrario, como aconseja Calipso a Odiseo: De este vapor y de esta espuma mantén alejada la nave”.

[138] Ibidem, 1107a.

[139] Ibidem, 1111b.

[140] Ibidem, 1112a.

[141] Ibidem, 1113a.

[142] Ibidem, 1113a. Un poco más adelante, se lee: “El bueno, efectivamente, juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad. Para cada carácter hay bellezas y agrados peculiares y seguramente en lo que más se distingue el hombre bueno es en ver la verdad en todas las cosas, siendo, por decirlo así, el canon y la medida de ellas. En cambio, en la mayoría el engaño parece originarse por el placer, pues sin ser un bien lo parece, y así eligen lo agradable como un bien y rehuyen el dolor como un mal”. La influencia de las consideraciones de Platón sobre el placer y su capacidad de llevar al error a la razón son manifiestas.

[143] Ibidem, 1114b.

[144] Conviene matizar que Aristóteles intuye la existencia de la inclinación fundamental e indeterminada de la voluntad al bien (que Santo Tomás llamará “voluntas ut natura”), y que no es consecuencia de una elección, sino innata. Estas son sus palabras: “pero la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester, por decirlo así, nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotado aquél a quien la naturaleza ha provisto generosamente para ello, porque es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir ni aprender de otro, sino que tal y como se recibió al nacer, así se conservará y el estar bien y espléndidamente dotado en este sentido constituiría la índole perfecta y verdaderamente buena” (Ibidem, 1114b).

[145] Ibidem, 1113b.

[146] Ibidem, 1105b.

[147] Ibidem, 1114b-1115a.

[148] Ibidem, 1114a.

[149] Ibidem, 1114b.

[150] Ibidem, 1115b.

[151] Ibidem, 1120a.

[152] Ibidem, 1116a.

[153] Ibidem, 1115b.

[154] Ibidem, 1121b.

[155] Ibidem, 1122b.

[156] Aristóteles afirma que “el honor es sin duda el mayor de los bienes exteriores” (Ibidem, 1123b). Y que “es el premio de la virtud y se tributa a los buenos” (Ibidem, 1124a). Incluye también como una de sus condiciones la vergüenza o temor a la infamia. Veremos en su momento que estas ideas inspirarán a Santo Tomás su doctrina sobre las partes integrales de la virtud de la templanza: la vergüenza y la honestidad.

[157] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, p. 67.  

[158] Ibidem, p. 99.

[159] Por ejemplo, en su temprana Ética Eudemia, Aristóteles afirma que  “son hermosas las virtudes y hermosas las obras de la virtud” (ARISTÓTELES, Ética Eudemia, 1248b, Alambra, Madrid 1985, p. 112).

[160] ARISTÓTELES, Gran Ética, Libro I, Cap. XXI, Aguilar, Buenos Aires 1964, p. 88.

[161] GADAMER, H.-G., Wahrheit und Methode, p.37. Cita en el original de Rhonheimer.       

[162] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 222.

[163] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1117b.

[164] Ibidem, 1118b. De aquí que afirme un poco más adelante que “el apetito va acompañado de dolor, aunque parezca absurdo sentir dolor a causa del placer” (Ibidem, 1119a). En esto, y bajo un aspecto limitado, coincide con las ideas de Demócrito.

[165] Cfr. Ibidem, 1117b, donde distingue entre los placeres del alma y del cuerpo, y muestra como no es posible llamar licenciosos a los aficionados a los primeros. Esta idea es recogida por Santo Tomás en S. Th., II-II q141 a7 obj1.

[166] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1118a.

[167] Ibidem, 1118a. Santo Tomás recoge esta conclusión en S. Th., II-II q141 a4 sed contra y S. Th., II-II q141 a5 sed contra.

[168] Aristóteles exceptúa “los más nobles placeres del tacto, como los que se producen en los gimnasios mediante las fricciones y el calor; pues el tacto que afecta al licencioso no es de todo el cuerpo sino de ciertas partes” (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1118b). La causa de esta curiosa excepción puede tener un origen más social que intelectual. Santo Tomás no la hará suya.

[169] MACINTYRE, A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”, p. 5: “Enkrateia in the quality of self-control and sophrosyne is more and other than enkrateia. Thesophron takes pleasure in and is pleased by the right things in the right way and to the right degree”.

[170] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1118b.

[171] Ibidem, 1119a. Santo Tomás incorporará a su concepto de templanza, como razón formal, esta característica acción moderadora, o de freno: cfr, por ejemplo, S. Th., II-II q141 a1 co.

[172] “El morigerado (…) se deja guiar por la recta razón” (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1119a). Esta idea es, también, clave en Santo Tomás.

[173] Ibidem, 1119a.  Estas ideas las podemos encontrar en Santo Tomás: Cfr., por ejemplo, S. Th., II-II q142 a2 sed contra y co. Recuerdo que, salvo que se indique lo contrario, las cursivas son siempre mías en este artículo.

[174] Esta idea será recogida por Santo Tomás en S. Th., II-II q141 a6 ad3.

[175] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1118b. Santo Tomás retomará esta tesis en S. Th., II-II q142 a2 ad2.

[176] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1125b. En concreto, Santo Tomás recoge estas ideas al tratar sobre la mansedumbre en S. Th., II-II q157 a1 co.

[177] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1126a.

[178] Ibidem, 1126b.

[179] Ibidem, 1126b. Recuérdese lo que se dijo sobre la nobleza como motivo de la acción virtuosa, tesis que vuelve a aparecer aquí.

[180] Ibidem, 1127a.

[181] Aún más, probablemente Aristóteles no hubiera estado de acuerdo en considerar a la humildad una virtud, como se puede deducir del siguiente pasaje: “El que se atribuye más de lo que le corresponde, sin proponerse nada, produce la impresión de un ser despreciable (…), pero evidentemente es más vanidoso que malo. Si lo hace con alguna finalidad, el que lo hace por la gloria o el honor no es excesivamente reprensible; el que lo hace por dinero o por lo que es un medio para obtener dinero es más vergonzoso” (Ibidem, 1127b). Una vez más llama la atención la importancia capital que Aristóteles otorga en su ética a las nociones de honor y gloria como fines de las acciones.

[182] Ibidem, 1127b-1128a.

[183] Ibidem, 1128b. Para Aristóteles la falta de juego, de buen humor, es un vicio. Denomina ásperos e intratables a los que “no dicen nada que haga reír y llevan a mal que lo hagan otros” (Ibidem, 1128a).  Esta misma idea la recoge Santo Tomás en S. Th., II-II q168 a4 sed contra.

[184] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1128a.

[185] Ibidem, 1128a.

[186] Cfr. S. Th., II-II q168 a2 co, a4 co, y q160 a2 co.

[187] Cfr. S. Th., II-II q166 a2 co.

[188] Cfr. S. Th., II-II q167 a1 ad1.

[189] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1128b.

[190] Ibidem, 1128b

[191] Ibidem, 1128b.

[192] Aristóteles de alguna manera debió ser consciente de la sorpresa que produciría en sus oyentes, pues comienza el capítulo VII con estas palabras: “Después de esto, y partiendo de un nuevo comienzo, hemos de decir que...” (Ibidem, 1145a).

[193] El mismo Aristóteles duda de otorgar propiamente a la continencia esta calificación de virtud moral. Así, parece que la considera algo distinto a la virtud cuando afirma que “hay tres clases de condiciones morales que se deben rehuir: el vicio, la incontinencia y la brutalidad.  Los contrarios de dos de ellas son evidentes: al uno, lo llamamos virtud y, al otro, continencia; a la brutalidad lo que mejor vendría oponerle es la virtud sobrehumana” (Ibidem, 1145a). Y sin embargo,  un poco más adelante anima al lector a no suponer que la continencia y la resistencia, pertenecen a “las mismas disposiciones que la virtud y la maldad (…), ni que son de género distinto” (Ibidem, 1145b). O también: “Es, pues, claro, que la incontinencia no es un vicio (aunque en cierto modo quizás lo es), porque la incontinencia obra contra la propia elección, y el vicio de acuerdo con ella, sin embargo no deja de ser semejante a éste al menos en las acciones” (Ibidem, 1151a). En el fondo de estas vacilaciones, a mi parecer, está la idea griega de que sólo la malicia, la injusticia, y no la debilidad, es un vicio, y la falta de un tratamiento adecuado de la voluntad como sujeto de virtudes específicas, entre las que se incluiría la continencia.

[194] Para un excelente estudio técnico de la discusión aristotélica sobre la incontinencia, que muestra su íntima conexión con la ética de la virtud, en la que las disposiciones habituales del carácter son claves para la racionalidad práctica, cfr. VIGO, A.G., “Incontinencia, carácter y razón según Aristóteles”, Anuario Filosófico 32 (1999), pp. 59-105. Todo ese volumen recoge interesantes artículos relacionados con el tema de la filosofía práctica de Aristóteles.

[195] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1145b.

[196] Ibidem, 1146b. Para una discusión sobre el tema de la debilidad moral (“akrasia”) y la incapacidad de platónicos, cartesianos y kantianos –y en general toda la filosofía moderna- de dar una explicación satisfactoria de este fenómeno, cfr. CARR, D., “Varieties of Incontinence: Towards an Aristotelian Approach to Moral Weakness in Moral Education”,Philosophy of Education 1996. Este autor muestra la supremacía de la teoría ética aristotélica y, en concreto, de su distinción entre templanza y continencia, para dar cuenta del fenómeno de la “akrasia”. Cfr. también la respuesta a ese artículo de: WORSFOLD, V.L., “Akrasia: Irremediable but not Unapproachable”, Philosophy of Education 1996.

[197] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1146a.

[198] Esta tesis reaparece con Santo Tomás en S. Th., II-II q155 a1 co y q156 a1 co.

[199] Esta distinción entre la templanza y la continencia es un descubrimiento aristotélico clave en la ética de la virtud. Sus consecuencias se extienden a temas como la educación moral de la templanza, el fenómeno de la ceguera moral, etc.

[200] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1147b. Así mismo afirma que los hombres no son malos por experimentar esos placeres de cosas nobles y buenas, sino por hacerlo de cierta manera y en exceso, contra lo que dictamina la razón, convirtiéndose así en algo vergonzoso. Como escribe Aristóteles: “no todo el que hace algo por causa del placer es licencioso, despreciable o incontinente; sino el que lo hace por un placer vergonzoso”  (vergonzoso porque va contra la razón) (Ibidem, 1151b).

[201] Ibidem, 1148b. Esta idea es recogida por Santo Tomás en S. Th., II-II q155 a2 sed contra.

[202] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1148a.

[203] Entre éstas, cita “la de arrancarse los cabellos, o morderse las uñas, o comer carbón y tierra, o las relaciones sexuales entre varones” (Ibidem, 1149a).

[204] Ibidem, 1150a.

[205] Ibidem, 1149a.

[206] Ibidem, 1149a.

[207] Ibidem, 1149b.

[208] Cfr. Ibidem, 1149b.

[209] Ibidem, 1150a.

[210] Ibidem, 1150b.

[211] Ibidem, 1150a. Quizás esta última cita ayude a comprender lo que se dijo acerca de la apariencia de “determinismo moral” en Aristóteles (vid Epígrafe 4, d) in fine).

[212] Cfr. Ibidem, 1151a. Con otras palabras: “el vicio es inconsciente y la incontinencia no” (Ibidem, 1150b). Recordamos que ha de entenderse por vicio la intemperancia. De algún modo, en el incontinente se produce una ceguera de un tipo de bien moral pasajera, circunscrita a ese caso particular, mientras que en el intemperante la ceguera para ese bien moral es continua.

[213] “La virtud y el vicio preservan y destruyen, respectivamente, el principio, y en las acciones el fin es el principio”  (Ibidem, 1151a). Esta idea será recogida por Santo Tomás en S. Th., II-II q156 a3 sed contra, co y ad1.

[214] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1151a.

[215] Ibidem, 1152a.

[216] Ibidem, 1151b-1152a. Santo Tomás recogerá esta tesis en S. Th., II-II q155 a3 sed contra, haciendo ver que la continencia no destruye el mal del apetito concupiscible, porque quien la practica tiene aún malos deseos.

[217] ARISTÓTELES, Gran Ética, Libro II, Cap. IV, p. 142.

[218] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1150b. También observa en ese mismo texto que “son sobre todo los despabilados y los coléricos los que son incontinentes con incontinencia de apresuramiento, pues los unos por su rapidez y los otros por su vehemencia, no se atienen a la razón por ser propensos a dejarse llevar de la imaginación”.

[219] Ibidem, 1151a.

[220] Ibidem, 1150a.

[221] Ibidem, 1172a.

[222] Ibidem, 1172a. Esta misma idea ya la vimos anteriormente.

[223] Ibidem, 1172b.

[224] El ejemplo que aduce Aristóteles es claro: “nadie elegiría vivir toda la vida con la inteligencia de un niño aunque fuera disfrutando en el más alto grado con todo aquello que disfrutan los niños” (Ibidem, 1174a). Y también: “si los tiranos, por no haber gustado nunca un placer puro y libre, se entregan a los del cuerpo, no se ha de pensar por ello que éstos son preferibles: también los niños creen que lo que ellos estiman es lo mejor” (Ibidem, 1176b).

[225] Ibidem, 1174b.

[226] Basta por ejemplo pensar en el distinto placer estético de una persona con los ojos deteriorados y enfermos que contemplara un paisaje, y compararlo con el de una persona con ojos sanos. O aún más claro, el de una persona con sordera parcial que escuchara una orquesta sinfónica.

[227] Ibidem, 1174b. Por eso, Aristóteles define el placer como “una actividad de la disposición natural, (...) sin trabas” (Ibidem, 1153a).

[228] Ibidem, 1175a. Y continúa: “Y así juzgan mejor y hablan con más exactitud de cada cosa los que se ejercitan en ella con placer”.

[229] Ibidem, 1175b. La cita sigue así: “Por eso cuando nos deleitamos profundamente en algo no hacemos en absoluto otra cosa, y hacemos una cosa cuando no nos agrada mucho otra; así los que comen golosinas en los teatros lo hacen sobre todo cuando los autores que se disputan el premio son malos”.

[230] Ibidem, 1175b.

[231] Ibidem, 1153a.

[232] Ibidem, 1175b.

[233] Ibidem, 1173b.

[234] Cfr. Ibidem, 1176b.

[235] Ibidem, 1178a. Y también, en el mismo pasaje: “Estando unidas a los sentimientos o pasiones las virtudes morales lo serán del compuesto, y las virtudes del compuesto son humanas; por consiguiente, también lo serán la vida y la felicidad conforme a ellas”.

[236] Ibidem, 1177a.

[237] Ibidem, 1153b. En este mismo párrafo, Aristóteles continúa con una afirmación que refleja la intrínseca limitación de su ética, incapaz de compaginar la aspiración universal a la felicidad con las circunstancias exteriores adversas a que se ven sometidos tantas personas: “Los que afirman que el que está en la tortura, o el que ha caído en grandes infortunios, es feliz si es bueno, voluntaria o involuntariamente dicen una vaciedad”. Para Aristóteles, sin un mínimo de suerte en la vida, parece que no se puede ser verdaderamente feliz.

[238] Ibidem, 1152b.

[239] Ibidem, 1154b. Aquí encontramos una secreta ley del ser humano, que es de enorme importancia para la educación en la virtud de la templanza: cuando no se obtiene placer de las cosas buenas de la vida, se acaba buscando en las malas. La rigidez, el voluntarismo, el exagerado rigorismo moral de cuño calvinista, en cuanto que llevan al vicio de la insensibilidad, son malos compañeros para la templanza. Para un interesante estudio de este aspecto en Calvino: cfr. ZWEIG, S., Castellio contra Calvino, El Acantilado, Barcelona 2001, pp. 55-63. Copio algunas frases: “Jamás este desapasionado fanático esperó ni recibió placer con nada de lo que provoca embriaguez, ni con el vino, ni con las mujeres, ni con el arte, con ninguno de los dones que Dios ha puesto en la tierra” (Ibidem, p. 55). “El asceta, como por ejemplo, Robespierre, es siempre el tipo de déspota más peligroso. Quien no comparte de lleno y espontáneamente lo humano, se comportará siempre de forma inhumana frente a los hombres. (...) Desde el principio, la moral puritana de Calvino impone la idea de que el disfrute despreocupado y alegre es sinónimo de “pecado”, y prohíbe como vano y enojosamente superfluo todo lo que hace nuestra existencia bella y floreciente, todo lo que sirve al esparcimiento, elevación, redención y alivio a las almas” (Ibidem, p. 60).

[240] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1154a.

[241] Ibidem, 1154b. En ese mismo pasaje Aristóteles aclara que llama agradable por accidente a lo que cura o remedia, y agradable por naturaleza a lo que produce una acción propia de cada naturaleza determinada.

[242] Ibidem, 1175a.

[243] Ibidem, 1154b.

[244] Ibidem, 1179b. Poco antes, ha afirmado que los razonamientos “resultan incapaces de excitar a la bondad y a la nobleza al vulgo, que de un modo natural no obedece por pudor, sino por miedo, ni se aparta de lo que es vil por vergüenza, sino por temor al castigo”. Jacinto Choza observa que, en este pasaje, “vil es la traducción del término griego ‘faulos’, cuya área semántica cubre todas las modulaciones de la vileza: de poca importancia, de ningún valor, fácil, despreciable, vulgar, mediocre, inhábil, incapaz, ignorante, malo” (CHOZA, J., Conciencia y afectividad, p. 30).

[245] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1179b.

[246] Honestidad y vergüenza serán las dos partes integrales de la virtud de la templanza, según la teoría de Santo Tomás.

[247] ARANGUREN, J., Resistir en el bien, EUNSA, Pamplona 2000, p.197. Por eso, para Aristóteles sería un absurdo moral tratar de maximizar la satisfacción de las preferencias de todos los miembros de la sociedad, porque eso significaría dar el mismo peso a las preferencias de los viciosos, incontinentes y amorales, que a los que poseen las virtudes intelectuales y morales. Sin embargo, ese absurdo se presenta a menudo como el principio básico de convivencia en las modernas democracias liberales. No en vano estas sociedades están impregnadas de consumismo, y en ellas la “sophrosyne”, como virtud moral necesaria para la prudencia y el logro del verdadero bien humano, no es reconocida como virtud: cfr. MACINTYRE, A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”, p. 6.

[248] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1179b.

[249] Ibidem, 1180a.

[250] Ibidem, 1180a

[251] Ibidem, 1121b.

[252] Ibidem, 1134a.

[253] En efecto, nadie diría que quien comete adulterio no es injusto con el cónyuge propio o del cómplice. Sin embargo, Aristóteles distingue entre actuar injustamente y serinjusto. Sólo se es injusto cuando se obra eligiendo previamente el acto injusto tras una deliberación previa. Y así,   “cuando se obra a sabiendas, pero no de un modo deliberado, se comete una acción injusta, por ejemplo, a impulsos de la ira o de las demás pasiones (…), pero los autores no son por ello injustos ni malos, porque el daño no tiene por causa la maldad; pero si los hacen proponiéndoselos, son injustos y malos” (Ibidem, 1135b). Aquí subyace la concepción aristotélica de la virtud (y el vicio) como hábito, como parte de esa segunda naturaleza que nos lleva a obrar de un determinado modo virtuoso (o vicioso). Por eso, tras hablar de arrojar el escudo y salir corriendo, herir al prójimo o cohabitar con una mujer, puede decir que “el ser cobarde o injusto no consiste en hacer esas cosas, a no ser por accidente; sino en hacerlas porque se es de cierta manera” (Ibidem, 1137a).

[254] Ibidem, 1140b. Por cierto que, como observa MacIntyre, en ese mismo pasaje “Aristóteles acompaña esta tesis con una ingeniosa pero falsa etimología de sophrosyne, según la cual su significado original era que preserva la phronesis” (MACINTYRE, A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”, p. 5: “Aristotle accompanies this thesis with an ingenious but false etymology for sophrosyne, according to which its original meaning was that which preserve phronesis”.

[255] Esta tesis será recogida por Santo Tomás en S. Th., II-II q153 a5 ad1.

[256] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1138b.

[257] Ibidem, 1138b.

[258] Ibidem, 1139a.

[259] Ibidem, 1139a.

[260] Conviene hacer notar que la existencia del deseo es necesaria para orientar la reflexión a la acción. Como dice Aristóteles: “la reflexión de por sí no pone nada en movimiento, sino la reflexión orientada a un fin y práctica”. Y llega a decir que “la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y esta clase de principio es el hombre” (Ibidem, 1139a).

[261] Como dice el propio Aristóteles: “el hombre lleva a cabo su obra mediante la prudencia y la virtud moral, porque la virtud [moral] hace recto el fin propuesto y la prudencia los medios que a él conducen” (Ibidem, 1144a).

[262] Ibidem, 1145a.

[263] Ibidem, 1178a.

[264] Ibidem, 1144a. Por eso puede afirmar Aristóteles que no “es posible que una misma persona sea a la vez prudente e incontinente (...). En cambio, nada impide que el hombre hábil [diestro] sea incontinente” (Ibidem, 1152a).

[265] Ibidem, 1144a.

[266] Veamos las palabras de Aristóteles: “La recta conformidad de este ojo del alma [la prudencia] no se produce sin virtud [moral], como es dicho y es evidente, ya que los razonamientos de orden práctico tienen un principio, por ejemplo, ‘puesto que el fin es ese’, o ‘puesto que lo mejor es esto’, sea cual fuere (…), y este fin no aparece claro sino al bueno, porque la maldad nos pervierte y hace que nos engañemos respecto a los principios de la acción. De modo que es evidentemente imposible ser prudente no siendo bueno”  (Ibidem, 1144a). En este pasaje “bueno” viene a significar: “con virtud moral”.

[267] Se tratan de las disposiciones naturales debidas por naturaleza a nuestro carácter: “somos justos, moderados, valientes y todo lo demás desde que nacemos” (Ibidem, 1144b), pero esto no es verdadera virtud, porque a la razón le falta la conformidad con la prudencia para ser recta.

[268] Ibidem, 1144b.

[269] Es conocida la comparación que, recogiendo esta tesis aristotélica, hará Santo Tomás de las virtudes con los dedos de una mano: al crecer la mano, crecen proporcionalmente todos los dedos (cfr.  S. Th., I-II q66 a2 co).

[270] Del mismo modo piensa Santo Tomás: Cfr. S. Th., II-II q166 a2 ad1.

[271] Otro tanto cabe decir de esta tesis: Cfr. S. Th., II-II q147 a1 ad2. Hay más motivos para esta superioridad de la prudencia: por ejemplo, que al ser una virtud intelectual, perfecciona a la razón, que es, para Aristóteles, lo más noble en el hombre, por encima de los apetitos, sean éstos racionales o no.

[272] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1130a. Santo Tomás recoge este motivo en S. Th., II-II q141 a8 sed contra.

[273] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1117a.

[274] No obstante, la intemperancia le parece a Aristóteles máximamente vituperable entre los demás vicios, y piensa que es más grave el vicio de la intemperancia que la timidez (opuesta a la fortaleza), por ser más voluntaria. Estas tesis serán recogidas por Santo Tomás en: S. Th., II-II q142 a4 sed contra, y a3 sed contra.

[275] Este “círculo” es, en el fondo, el mismo del que ya hablamos al final del Epígrafe 4, b), y que expresábamos al decir que si el hábito se adquiere mediante el obrar al que se halla inclinado, y la virtud proporciona solamente la seguridad y facilidad del obrar en cuestión, ¿cómo es posible el obrar racional antes de haber adquirido la virtud? Como se recordará, la respuesta que se daba allí era: “mediante la educación”.

[276] Cfr. MACINTYRE, A., Whose Justice? Which Rationality, University of Notre Dame Press, Notre Dame 1988, p.114; Tres versiones rivales de la ética, p.127.

[277] Cfr. De Veritate, q11, a1. Cita en el original de Rhonheimer.

[278] RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, pp. 227-229. Las cursivas son originales del autor.

[279] MACINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, p.168.

[280] Podríamos decir: “impresa en el aprendiz como inclinación afectiva”.

[281] Santo Tomás, por ejemplo, sostuvo que toda educación es, en un sentido importante, auto-educación (cfr. De Veritate, XI, 1).

[282] Sólo le supera en el número de citas un autor: San Agustín, del que Santo Tomás recoge 186 citas en ese mismo tratado, aunque no siempre de carácter filosófico, pues son numerosas las referencias escriturísticas y teológicas. Con todo, no conviene minusvalorar la influencia de San Agustín en Santo Tomás quien, de hecho, participaba tanto de la tradición agustiniana, como de la aristotélica. De este modo, podemos hablar de Santo Tomás, siguiendo a MacIntyre, como de un “habitante de frontera”, que elaboró una doctrina propia con la aspiración de integrar tanto los logros del agustinianismo como del aristotelismo, “de tal manera que, lo que debía reconocerse como los defectos y limitaciones del agustinianismo, juzgado desde una perspectiva agustiniana, y los defectos y las limitaciones del aristotelismo, juzgado desde una perspectiva aristotélica” (MACINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, p. 158), se hubiera corregido y trascendido en un proyecto común a ambas tradiciones de investigación.

[283] MacIntyre afirma que, “cuando Tomás de Aquino escribió la Summa, se preparó para la tarea de redactar las partes que tenían que ver con la investigación moral detallada en la IIa-IIae, escribiendo un comentario de la Ética a Nicómaco al mismo tiempo que continuaba su exposición de las epístolas de San Pablo” (Ibidem, p.172). Lo cual es indicativo del valor que otorgaba a esta obra en la ética aristotélica.

[284] Cfr. Ibidem, p.148.

[285] Cfr. MACINTYRE, A., “Sophrosyne: how a virtue can become socially disruptive”, p. 9.

Pio Santiago

 

José Brage

Parte de la tesis doctoral presentada en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de la Universidad de Navarra, 2007

Índice:

Introducción

1. Partes potenciales

2. Primera serie: movimientos y actos internos del   alma

a) La continencia

b) La humildad

c) La mansedumbre y clemencia

3. Segunda serie: movimientos y actos externos. La modestia

a) Estudiosidad

b) Modestia en los movimientos y acciones externas.

c) Eutrapelia

d) Modestia en el uso de las cosas externas: ornato

4. Tercera serie: parquedad y moderación


Introducción

El presente trabajo tiene por objeto el estudio del conjunto de virtudes que constituyen lo que Santo Tomás llamaba “partes potenciales” de la templanza. Se trata de una amplia serie de virtudes que guardan cierta semejanza con la templanza en el modo de actuar, aunque su materia específica sea diversa. No forman, por tanto, parte de la esencia de la templanza, ni son condiciones de su existencia, pero participan de la característica “moderación a la luz de la razón” propia de la templanza, y su estudio permite profundizar en su comprensión como virtudgeneral[1]. Podemos denominar a este conjunto de virtudes, el “cortejo” de la templanza. De hecho, al hablar de la templanza en el lenguaje ordinario, con frecuencia tenemos en mente una o varias de estas partes potenciales, pues lo que solemos hacer es referirnos al sentidogeneral de moderación de la templanza[2].

1. Partes potenciales

Como hemos anunciado, Santo Tomás llama partes potenciales de una virtud a las virtudes que recogen la materia secundaria, menos importante y menos difícil, observando respecto a ella un modo semejante al de la virtud principal respecto a la materia principal[3]. “En nuestro caso, corresponde a la templanza moderar los placeres del tacto, lo cual es enormemente difícil. De ahí que toda virtud que modere alguna materia distinta a los placeres del tacto y refrene los deseos de cualquier objeto pueda considerarse parte de la templanza como virtud asociada a ella”[4]. Constituyen el “cortejo” de la templanza.

Santo Tomás agrupa estas virtudes (o partes potenciales) en tres series, según la materia a la que se aplique la moderación característica de la templanza: la primera serie modera los movimientos y actos internos del alma, la segunda los movimientos externos y actos corporales, y la tercera los actos que se refieren a las cosas externas relacionados con nosotros.

En la primera serie se incluyen: la continencia, que modera el movimiento de la voluntad impulsada por el ímpetu de la pasión, para que no ceda y sea vencida por los deseos inmoderados que el hombre siente; la humildad, que frena las audacias y esperanzas vanas, así como el apetito de la propia excelencia; y la mansedumbre y la clemencia, que atemperan la ira y calman el deseo de venganza suavizando la pena.

En la segunda serie hay una virtud que puede llenarlo todo: la modestia. Bajo ella, siguiendo a Andrónico, Santo Tomás incluye el recto (buen) orden (impone moderación en los modales: qué debe hacerse y qué debe omitirse, en qué orden debe hacerse, y cómo debemos perseverar en ello), el ornato (impone decencia en las obras, también en el modo de vestir), y la austeridad (impone moderación en las conversaciones y relaciones con amigos y demás hombres). Sin embargo, más adelante veremos cómo el Aquinate acaba incluyendo otras virtudes como la estudiosidad, la eutrapelia e, incluso, la humildad, que inicialmente estaba comprendida en la primera serie.

Por último, en la tercera serie, según sigamos la denominación de Macrobio o Andrónico, tenemos respectivamente la parquedad o suficiencia, que enseña a no buscar lo superfluo; y lamoderación o simplicidad, que enseña a no buscar cosas demasiados exquisitas. En esta última serie, por tanto, se engloba  todo lo relativo a una virtud que no cita directamente Santo Tomás: el desprendimiento, y que podríamos identificar con la por él llamada suficiencia.

Esta clasificación tomista puede resultarnos hoy excesivamente formal y complicada. El propio Santo Tomás parece dudar a la hora de incluir una virtud en uno u otro apartado (tal es el caso, por ejemplo, de la humildad). Es posible modificar y, quizás, enriquecer, esta clasificación. En definitiva, la clasificación de las virtudes morales es siempre algo abierto, pues “las virtudes morales son de suyo criterios de regulación de bienes, y de las acciones y pasiones que a ellos se refieren, en vista de su integración en el bien humano. En la medida en que el desarrollo tecnológico y social pone en nuestra manos nuevos bienes y nuevas posibilidades de acción, surge la necesidad de entender cuál es el modo de usarlos que contribuye al bien humano, y surgen, por tanto, nuevas virtudes o, si se prefiere, nuevos aspectos normativos de las viejas virtudes”[5]. Esto es especialmente claro con la templanza, entendida como virtud general de la moderación, pues constituye el marco habitual en el que se ha de resolver el encuentro de la persona con los demás bienes creados, cada vez más sofisticados y llenos de posibilidades.

2. Primera serie: movimientos y actos internos del alma.

Comencemos con las virtudes que moderan los movimientos y actos internos del alma. Propiamente, estas virtudes no radican en el apetito concupiscible como sujeto propio, por lo que, desde este punto de vista, se les podría considerar como no incluidas en la templanza.

a)  La continencia.

La distinción entre continencia y templanza, ya presente en Aristóteles y ampliada por Santo Tomás, es clave para la comprensión de la virtud de la templanza y los distintos  modos en que se realiza la integración de la afectividad en la vida moral[6].

 Santo Tomás considera que “la continencia hace que el hombre resista a los malos deseos que se dan en él con fuerza”[7]. Ya sabemos que los deseos de las delectaciones del tacto son los más vehementes en el hombre por ser consecuencia de las operaciones más naturales y necesarias, por lo que la materia propia de la continencia serán los deseos desordenados de los placeres del tacto, a los que resiste[8] por un motivo que le indica la razón[9]. Por tanto, la continencia tiene algunas cualidades de la virtud, en cuanto que reafirma la razón contra las pasiones para que éstas no le venzan, pero muestra cierta imperfección[10], ya que no impide (como hace la verdadera templanza) que se levanten en el apetito sensitivo pasiones fuertes contrarias a la razón. En este sentido, en el continente se da una cierta fractura entre su afectividad y su razón[11].

La continencia reside en la voluntad. En efecto, “el apetito concupiscible se porta de igual modo en el que practica la continencia que en el incontinente, ya que incita a los dos a fuertes deseos malos (...) pero el que practica la continencia, aunque sufra deseos fuertes, elige no seguirlos a causa de la razón, mientras que el incontinente decide seguirlos a pesar de la oposición de la razón. De ahí que la continencia tenga que residir en la facultad del alma cuyo acto es la elección. Y dicha facultad es la voluntad”[12]. Además, y es otra forma de verlo, puesto que toda resistencia implica acción de uno contra otro, conviene que la continencia resida en una facultad distinta que las pasiones a las que resiste[13], y esta es la voluntad[14]. Queda claro, pues, que el sujeto de la continencia es la voluntad, a la que proporciona un plusde energía, una fuerza sobreañadida, en que consiste la virtud.

Santo Tomás distingue certeramente entre sujeto y motor de la continencia e incontinencia, haciendo ver que la voluntad se encuentra entre la razón y el apetito concupiscible, y puede ser movido por ambos. “El que practica la continencia es movido por la razón, mientras que el incontinente es movido por el apetito concupiscible. Por eso la continencia puede atribuirse a la razón como primer motor y la incontinencia al apetito concupiscible como primer motor, aunque ambas pertenecen a la voluntad como sujeto propio”[15]. Por eso, la conducta del continente muestra cierta unidad, que le viene dada por la razón y la disposición  de la voluntad a seguir la norma moral. Y, en cambio, la conducta del incontinente, carece de tal principio integrador, por lo que se fragmenta en segmentos contradictorios entre sí[16].

En el continente la fuerza de la razón no llega a informar y someter el apetito concupiscible, ordenándolo desde dentro (como ocurre con la templanza), sino que se queda en la voluntad, y ordena el apetito concupiscible desde fuera, dominándolo, lo cual es menos perfecto, pues la fuerza de la razón llega menos lejos: no pasa de la voluntad, ni llega al apetito sensitivo[17]. Además, el continente ha de evitar la tendencia del apetito, negarla, pues es desordenada, mientras que el templado la secunda, por ser conforme a la razón, con lo que la actividad es mucho más perfecta, al incluir la pasión: las pasiones no se desmandan, sino que fluyen naturalmente del apetito concupiscible ya ordenado desde dentro (el hábito es una segunda naturaleza), por eso quien es temperante será también continente, y con más facilidad.

Santo Tomás aborda claramente este tema de la superioridad de la templanza sobre la continencia, como ya lo hiciera Aristóteles, y lo explica de este modo: “la virtud recibe su bondad de la sujeción a la razón, y es un bien mayor el proporcionado por la templanza, mediante el cual el apetito sensitivo se sujeta a la razón, que el de la continencia, en el que el apetito sensitivo se opone fuertemente a la razón”[18]. La templanza quiere decir que se ha instalado en el hombre como una segunda naturaleza, dando así lugar a una postura habitual, arraigada en ese segundo ser, que informa tanto el apetito concupiscible como sus actos por el “ordo rationis”. El templado, sobre  todo, es aquél que reacciona bien y puede identificarse con su reacción, porque le atrae el verdadero bien[19]. Por eso, actuar para el virtuoso será realizar lo que más ama. La verdadera y perfecta virtud en que consiste la templanza lleva el sello de la naturalidad[20], no padece aprietos, y funciona hacia el bien que le es propio por la fuerza de una segunda naturaleza. La continencia, por el contrario, expresa una situación pasajera, tiene menos categoría, es menos perfecta, pues si bien la fuerza ordenadora de la razón ha llegado ciertamente a configurar –desde fuera- un acto de deseo, no llega a configurar –desde dentro- la potencia apetitiva misma, como ocurre con la templanza[21]. “El modo de resolver la tensión de un bien aparente que seduce es muy diferente en el virtuoso que en el continente: uno acude a su deseo profundo, el otro, a la norma moral”[22].

A esta misma conclusión -la superioridad moral de la templanza sobre la continencia- podemos llegar analizando sus vicios contrarios. En su Comentario a la Ética  a Nicómaco[23], Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, aduce tres razones para mostrar que el intemperante es peor que el incontinente: Primera, porque el intemperante no se arrepiente, pues comete las faltas por elección, en la cual permanece porque elige los placeres corporales como fin, mientras que el incontinente se arrepiente fácilmente cuando cesa la pasión por la que fue vencido[24]. Segunda, porque la intemperancia es continua, mientras que la incontinencia no lo es, pues el incontinente se ve movido a cometer una falta sólo por una pasión que pasa pronto. Tercera, porque la intemperancia se oculta a quien la tiene, que es engañado porque estima ser un bien eso que hace, mientras que la incontinencia no se le oculta a quien la tiene, pues su razón le hace ver que aquello a lo cual es conducido por la pasión es un mal. Estos argumentos serán recogidos de modo sintético en la Summa Theologiae: “en el intemperado la voluntad se inclina hacia el pecado por inclinación propia, que procede del hábito adquirido por la costumbre. En cambio, en el incontinente la voluntad se inclina al pecado bajo el influjo de la pasión. Y como ésta pasa pronto, mientras que el hábito es una cualidad difícilmente movible, síguese que el incontinente se arrepiente en seguida, una vez pasada la pasión. No sucede lo mismo al intemperado. Más aún, se alegra de haber pecado, porque el acto de pecar se le ha hecho connatural debido al hábito adquirido (...) Queda claro, pues, que el intemperado es mucho peor que el incontinente”[25].

En el incontinente, la ignorancia  que lleva a elegir contra el orden de la razón es posterior a la inclinación del apetito que ciega, y se refiere sólo a un objeto particular de libre elección (esto, aquí y ahora), mientras que en el intemperado la ignorancia es anterior y del fin mismo, en cuanto que juzga que es bueno seguir las pasiones sin moderación alguna[26]. Y por eso, la intemperancia ciega mucho más que la incontinencia. Esta corrupción de la recta estimación del fin es calamitosa para la prudencia, y con ella, para toda la vida moral[27].

Que la templanza sea superior a la continencia no nos debe llevar a minusvalorar la segunda, pues puede ocurrir que falte la templanza (sea porque no se haya adquirido nunca o porque se posea de hecho en grado imperfecto), y entonces, en su ausencia, se desaten las pasiones que ella debiera moderar, amenazando con vencer a la razón. Queda, en este caso, el recurso a la continencia (la resistencia de la voluntad enriquecida con esta virtud), como un “seguro moral de emergencia” que evita dar rienda suelta a los deseos desordenados de placeres sensibles, y sus consecuencias nocivas para toda la vida moral (y muchas veces, también para la salud física y psíquica). En efecto, los actos viciosos, sean del tipo que sean, ponen en marcha una cadena de acontecimientos de la que es difícil sustraerse, y que acaban esclavizando al individuo.

Pero no sólo es la continencia un “seguro moral”, una “segunda barrera de defensa”, por si falla la primera de la templanza, sino que, además, es camino para lograr la templanza[28]. En efecto, al hablar de la intemperancia, Santo Tomás le tacha de un vicio pueril porque, del mismo modo que al niño se le enmienda cuando se le corrige, “de un modo semejante, si se ofrece resistencia a la concupiscencia, ésta es reducida al debido orden de la honestidad”[29]. ¿Y qué es esta “resistencia” que se ofrece a la concupiscencia sino la continencia, virtud que radica en la voluntad, y que resiste a las pasiones desordenadas como hemos visto? Da la impresión de que Santo Tomás piensa que el camino para ir ordenando y sometiendo a la razón el mismo surgir de las pasiones del apetito concupiscible, comienza y pasa por la continencia. “La persona que va por el camino de la virtud experimenta en sí misma el hecho de que las inclinaciones de su voluntad y de sus sentidos se rebelan frecuentemente contra la razón. Por ello, para adquirir la virtud de la templanza es necesaria frecuentemente la continencia, que nos permite reprimir las pasiones desordenadas”[30]. Esta virtud hace que la voluntad, movida y guiada por la razón, frene al apetito concupiscible “rebelde”, y así, de algún modo, al obligarle a seguir la senda de la racionalidad o no seguir ninguna, lo impregna de ella[31].

En efecto, con la pérdida de la perfección original del apetito sensible debida al pecado original, el hombre ha quedado en un “lábil equilibrio”[32]. Por ello puede ser bueno y necesario ejercitarse temporalmente en la continencia, por ejemplo en lo relativo a la comida o la sexualidad, por más que la continencia en sí misma no sea una virtud, ni algo ya de suyo totalmente conforme a la razón (en la persona verdaderamente virtuosa). Sólo sería innecesario este ejercicio si el equilibrio fuese estable, pues en ese caso nunca sufriríamos pasiones puestas al orden de la razón, por lo que seguirlas sería siempre bueno. Esta es la causa de que el Aquinate defienda la tesis, ciertamente atrevida, de que en el estado de perfección original del hombre, la continencia sexual no era un acto loable, ya que éste sólo lo es en tanto que, mediante él, se supera la libido desordenada[33]. Lo mismo sucede con otras pasiones del irascible, como la ira. Si no se diese esa labilidad en el equilibrio interno del hombre, sería bueno hacer siempre aquello a lo que nos impulsasen el apetito sexual, la ira y otras pasiones, informadas por la razón gracias a las virtudes correspondientes.

En el otro extremo, se encuentra la sobrevalorización de la continencia, consecuencia del voluntarismo. Esta deformación se oculta en la idea, muy extendida, según la cual quien resiste fortísimos embates de unas pasiones muy desordenadas es siempre más meritorio que quien resiste un empuje menos vehemente de la concupiscencia. Esto sólo es verdad cuando la moderación de la concupiscencia es debida a la propia constitución natural, menos fogosa y apasionada, o a gozar de menos oportunidades de deleites que enciendan la concupiscencia: es decir, cuando se debe a factores ajenos a nuestra libertad. Pero cuando la debilidad de los ataques de la concupiscencia se debe al dominio de la razón sobre el apetito sensible, propio del hombre que practica y posee la templanza, no solo no disminuye el mérito del sujeto moral, sino que lo aumenta: “en este caso, la debilidad de la concupiscencia aumenta el mérito por razón de su causa, mientras que la fuerza de la misma lo disminuye”[34], afirma Santo Tomás.

Como otras veces, conviene insistir en que la incontinencia es un vicio, “no porque se sumerja en graves concupiscencias, sino por no atenerse al debido orden de la razón, aún cuando se trate de la concupiscencia de cosas apetecibles por sí mismas”[35]. Santo Tomás distingue diversos tipos de incontinencia, según sea el modo en que no se atiene al orden de la razón. Cuando el alma cede a la pasión antes de escuchar la deliberación y el juicio de la razón, tenemos la incontinencia desenfrenada, también llamada precipitación[36]. En cambio, cuando el hombre no persevera en el consejo dado, porque la debilidad con que se fijó en él la razón es grande, tenemos la llamada debilidad o flaqueza: en este caso, a la aparición de la concupiscencia sigue la deliberación y juicio, pero no permanecen en lo que han deliberado porque son vencidos por la pasión. Por eso, afirma Santo Tomás, los débiles son peores que los precipitados[37], pues son vencidos por una pasión menor (no inmediatamente “rebasante” por su velocidad o vehemencia), y porque no actúan sin una deliberación previa. Pero aun así, la debilidad es una forma de incontinencia más que de intemperancia[38].

Por último, conviene mencionar que cabe un sentido de continencia como virtud general, que es capaz de decir “no” desde la voluntad a las solicitaciones de múltiples pasiones, y no sólo a las delectaciones sensibles[39], también a algunas pasiones del apetito irascible, como la ira, o intelectuales[40]. En este sentido, continente es el que se contiene a sí mismo, el que no se desparrama en la multitud de solicitaciones que se nos presentan, sino que sabe guardarse para lo que verdaderamente quiere. El continente es el que, a la hora de la trepidación que produce el encontronazo con la pasión, mantiene lo que querría hacer en momentos de mayor tranquilidad. Hace realmente lo que quería hacer. Mantiene su propósito. Es más libre.

b) La humildad

El modo de tratar la humildad en la Summa Theologiae en un poco confuso, como ya anunciamos. De una parte, en el comienzo del tratado sobre la templanza, al enumerar sus partes potenciales, se habla de un primer grupo de virtudes, que tienen como objeto los movimientos y actos internos del alma. En este grupo se incluyen la continencia (que ya hemos visto), la mansedumbre (que veremos enseguida, junto con la clemencia) y la humildad, que modera el movimiento de esperanza o audacia de la voluntad hacia el objeto deseado[41]. Sin embargo, algunas cuestiones más adelante, en la misma Summa Theologiae, Santo Tomás parece contradecirse pues, al hablar de la modestia, que da origen al segundo grupo de partes potenciales (el constituido por las virtudes cuyo objeto es moderar los movimientos y actos externos y corporales), incluye bajo la modestia, de nuevo, la humildad, como virtud que modera el movimiento del ánimo hacia alguna excelencia[42]. Podríamos preguntarnos, por tanto, si la humildad es parte de la templanza o parte de la modestia. El mismo Santo Tomás se lo pregunta en un artículo de otra cuestión la Summa Theologiae[43], y su respuesta parece ser que, propiamente, la humildad es una parte potencial de la templanza, pues reprime el movimiento de esperanza, como la mansedumbre el de ira y, por tanto, pertenece a la primera serie de las partes potenciales, que moderan los movimientos y actos internos del alma. Sólo si se considerara la modestia en el sentido que lo hace Cicerón, es decir, como la virtud que se ocupa no sólo de las acciones exteriores, sino también de las interiores, la humildad quedaría incluida bajo la órbita de la modestia. Sin embargo, para Santo Tomás la modestia parece hacer más referencia a lo externo[44]. Por tanto, adoptaremos la primera clasificación mencionada, por considerar que el objeto de la humildad son los movimientos internos del alma: de audacia, esperanza y apetito de la propia excelencia; y no los actos externos del hombre, por más que, lógicamente, los primeros influyan en los segundos como su causa.

En cierto modo, puede que no parezca del todo adecuado clasificar la humildad como parte de la templanza, pues si bien es claro que se da en ella la moderación característica de la templanza, aplicada a una materia secundaria como es la audacia, esperanza y apetito de la propia excelencia, también lo es que la humildad radica en el apetito irascible, y que tiene una íntima unión con la magnanimidad, de la que viene a ser como la otra cara de una misma moneda. Santo Tomás lo explica así: “el bien arduo tiene algo que atrae el apetito, a saber, la misma razón de bien, y tiene algo que retrae, que es la misma dificultad de conseguirlo. Del primero se deriva el movimiento de esperanza y del segundo el de desesperación. Por otro lado, ya dijimos (I-II q61 a2) que los movimientos del apetito que se comportan como impulsos exigen una virtud que los modere y los frene, mientras que aquellos que indican un retraimiento necesitan una virtud moral que los reafirme y empuje. Por eso es necesaria una doble virtud sobre el apetito del bien arduo. Una de ellas ha de atemperar y refrenar el ánimo, para que no aspire desmedidamente a las cosas excelsas, lo cual pertenece a la humildad, y la otra ha de fortalecer el ánimo contra la desesperación y empujarlo a desear las cosas grandes conforme a la recta razón, y es lo que hace la magnanimidad”[45]. Por ello, en cierto modo, parecería lógico incluir la humildad en la fortaleza, al igual que la magnanimidad. La respuesta de Santo Tomás a esta objeción, y que también se podría aplicar a la continencia, es que “las partes potenciales se asignan a las virtudes principales no según la coincidencia en el sujeto o materia, sino por la coincidencia en el modo formal (...) Por ello, aunque el sujeto de la humildad es el irascible, se considera parte de la modestia y de la templanza por el modo de obrar”[46]. Es decir, si la humildad actúa frenando y atemperando, no importa qué materia frene o atempere, ni desde donde lo haga: pertenece a la templanza.

Por otra parte, corresponde propiamente a la humildad el refrenar los movimientos del apetito, para que no busque desordenadamente las cosas grandes, ni aspire a lo que es superior al hombre (a este hombre). Por eso el conocimiento de los defectos propios pertenece a la humildad como regla directiva del apetito, que consiste en que nadie se sobreestime[47]. Pero eso no puede llevarnos a concluir que la humildad resida en la inteligencia: la humildad consiste esencialmente en moderar “desde dentro” el apetito de la propia excelencia. También por eso, “la humildad reprime la esperanza o confianza en sí mismo más que usar de ella, por lo cual el exceso se opone más a ella que el defecto”[48], como es característico de la templanza y sus partes.

Ahora bien, Santo Tomás no parece satisfecho con esta asignación del apetito irascible como sujeto propio de la humildad, y por eso, al hablar de la soberbia[49], observa que el apetito irascible se puede tomar en sentido propio e impropio. En el primer caso designa una parte del apetito sensitivo, mientras que en el segundo caso se toma en sentido amplio, de modo que incluya, incluso, el apetito intelectivo o voluntad. Pues bien, el Aquinate piensa que el sujeto de la soberbia (y por tanto de la humildad) es el irascible, tomado en ambos sentidos, ya que el bien arduo a que tiende desordenadamente se encuentra igualmente en materia sensible (riquezas, placeres, etc.) y espiritual (fama, honor, poder, etc.). En otras palabras, la virtud de la humildad reside tanto en el apetito irascible como, especialmente, en la voluntad. Y, puesto que una virtud sólo puede tener como sujeto propio una potencia[50], aunque pueda extenderse a otra en cuanto que es movida por ella o reciba algo de ella, hay que concluir que el sujeto propio de la humildad es la voluntad[51].

Santo Tomás advierte que la humildad es algo interior, no es un mero comportamiento exterior. Aplicada a la relación Dios-criatura es la aceptación sin reservas de aquello que por divina voluntad es lo real: ni yo ni la humanidad somos Dios, sino que somos criaturas. Humildad, tomada en su sentido estricto, es el temor reverencial por el que el hombre se somete a Dios. Este es el fundamento de la otra cara de la humildad, que da hacia el mundo de la convivencia con los demás. La humildad inclina a los hombres a rebajarse los unos ante los otros, pero en un sentido muy claro: el hombre debe subordinar lo que hay de humano en sí mismo a lo que hay de Dios en el prójimo. No exige, por tanto, someter lo que hay de Dios en sí mismo a lo que hay de Dios en el prójimo, ni lo humano propio a lo humano de los demás[52].

Dejando aparte las virtudes intelectuales, Santo Tomás considera a la humildad la másexcelente de todas las virtudes morales, exceptuando la justicia, y es interesante saber por qué lo hace así. “El bien de la virtud consiste en el orden de la razón (...) Esta ordenación consiste esencialmente en la misma razón que ordena y, por participación, en el apetito ordenado por medio de la razón. Esta ordenación, de forma universal, es efectuada por la justicia, sobre todo la legal. Pero el que el hombre se someta a su dictamen es obra de la humildad de forma universal y en todas las materias, y de todas las virtudes en alguna materia especial”[53]. Por eso la virtud de la humildad es, en lo natural, fundamento de las demás virtudes[54].

Por tanto, “hacer lo que se ha conocido como bueno y porque se ha conocido como bueno –esto es, actuar de conformidad con la verdad conocida- es en lo que consiste propiamente la actitud a la que llamamos humildad. La humildad es una especie de subordinación a la verdad conocida”[55]. Sin humildad  se niega el error y la debilidad propios, y se llega a adquirir una voluntad injusta. En cambio, la debilidad unida a la humildad es precisamente la vía que conduce a la adquisición de virtud[56]. En este sentido, la humildad es cimiento o fundamentode las demás virtudes, y su importancia rebasa ampliamente la deducible únicamente por su puesto en la ordenación tomista de las partes de la templanza. De este modo, con Santo Tomás –al igual que con San Agustín- se da primacía a una virtud hasta ahora desconocida en el mundo griego: “la definición de lo heroico debe ser propuesta de nuevo, pues lo que hasta ahora se trataba como debilidad debe tal vez considerarse paradigma de la verdadera fuerza”[57].

El vicio contrario a la humildad es la soberbia, por la que se busca lo que nos sobrepasa, lo que nos es desproporcionado y que, por tanto, se opone a la recta razón. Su objeto, pues, es el deseo desordenado de la propia excelencia. De ella pueden nacer todos los vicios, ya sea directamente, en cuanto que otros vicios se ordenan al fin de la soberbia (la propia excelencia), ya sea indirectamente, removiendo los obstáculos, en tanto que por la soberbia el hombre desprecia los preceptos de la ley natural[58]. Aún más, “la soberbia es capaz de corromper cualquier virtud, en cuanto que de las mismas virtudes toma ocasión para ensoberbecerse, igual que de cualquiera otra cosa que signifique excelencia”[59]. Por eso se ha podido escribir que “vanagloria, tenerse por demasiado importante, encumbrarse sobre los que no son tanperfectos..., aquí están los peligros que acechan a los ascetas”[60].

Conviene recordar que, como vimos al hablar del sujeto de la humildad, aunque el sujeto de la soberbia es el irascible ya que su objeto propio (el deseo de la propia excelencia) es lo arduo, lo es “no sólo tomado propiamente, como parte del apetito sensitivo, sino tomado de un modo común, en cuanto que se halla en el apetito intelectual”[61]. En otras palabras: el sujeto de la soberbia es la voluntad.

Para Santo Tomás, por tanto, la soberbia es, también, un pecado espiritual. Así, por ejemplo, “la voluntad, cuyo acto no es otra cosa que ‘amar’, puede preferir la ‘mera libertad de su acto’ a la subordinación a lo conocido como bueno, si bien no en virtud de un juicio de la razón, sino en virtud de su espontaneidad. Esta preferencia sería un acto de orgullo o de soberbia, lacurvatio in se ipsum agustiniana (un ‘curvarse hacia sí mismo’, una especie de torcido centrarse en sí). ‘No quiero’, se dice en estos casos, y este no querer es absolutamente irracional. Así pues, por más que en lugar del bien conocido por la razón no pueda querer ninguna otra cosa, sí que puedo sencillamente no querer ese bien conocido”[62]. De esta manera, el acto de orgullo, la volición de la pura espontaneidad e independencia de la voluntad, carece por completo de la luz de la razón. “La verdadera libertad, que es autodeterminación a lo conocido como bueno, es sustituida por una libertad que en último término sólo reconoce como buena la autodeterminación. Se trata de aquella clase de autonomía que finalmente tiene que volverse contra la razón”[63].

En definitiva, la soberbia no sigue la norma de la recta estimación de uno mismo, sino que se cree más de lo que es, ya que “lo que uno desea ardientemente lo cree con facilidad”[64], y así engendra “una desordenada presunción de superar a los otros”[65], a los que desprecia o minusvalora. Pero lo propio de la soberbia es la no sujeción del hombre a Dios y su regla, a los que desprecia[66]. Soberbia es ante todo una postura ante Dios. Quiere decir, fundamentalmente, la negación de la relación criatura-Creador. Como dice Pieper, con palabras de Casiano, “todos los pecados son fuga de Dios, la soberbia es el único que le planta cara”[67].

c)  La mansedumbre y clemencia.

En opinión de Santo Tomás, la mansedumbre y la clemencia son dos virtudes íntimamente relacionadas entre sí, pero distintas. La mansedumbre modera la pasión de la ira[68], y por ello radica en el apetito irascible. Se le opone la iracundia. La clemencia, en cambio, mitiga elcastigo externo que debe aplicarse a alguien, y debe radicar en la voluntad, donde también lo hace la justicia. Se le opone la crueldad. Sin embargo, en cuanto a sus efectos, son muy similares, pues las virtudes que moderan las pasiones colaboran, en cierto modo, en cuanto a su efecto, con las virtudes que moderan las acciones. Así, puesto que la pasión de la ira incita al hombre a la venganza, a imponer castigos mayores de los debidos, “la mansedumbre, por el hecho de refrenar el ímpetu de la ira, concurre con la clemencia para producir su mismo efecto”[69]: la disminución del castigo.

Tanto una como otra miran a la razón, como corresponde a toda virtud moral: en el caso de la mansedumbre, en cuanto que sujeta el apetito irascible a la razón, moderando la pasión de la ira a lo conveniente según ese orden de la razón[70]. En el caso de la clemencia, porque tiende a aminorar los castigos cuando y como conviene, es decir, según la recta razón. Y ambas designan cierto freno en su obrar, aplicando el modo de obrar característico de la templanza a sus materias secundarias propias: ira y penas[71]. Por eso, se relacionan con la templanza como partes potenciales suyas, aunque quizás la clemencia, al moderar un acto externo (el castigo), cabría incluirla en la segunda serie de las partes potenciales (bajo la modestia), que moderan los movimientos y actos externos. En cualquier caso, Santo Tomás habla de ella junto a la mansedumbre, mientras que Aristóteles no la menciona.

Anota Santo Tomás que “la ira, que modera la mansedumbre, impide, a causa de su impulso, que el ánimo del hombre juzgue libremente de la verdad”[72]. Por ello la mansedumbre participa, en cierto modo, de la excelencia de la templanza para hacer al hombre dueño de sí mismo[73], capaz de juzgar rectamente y, por tanto, libre.

Además la ira es un vicio capital, pues de ella pueden nacer muchos vicios de un doble modo. Primero, por parte de su objeto, que es sumamente apetecible, pues a la venganza compete cierta razón de justo y honesto. Segundo, por su ímpetu, que arrastra a la mente a la ejecución de todo lo ordenado, pasando por encima de cuantas barreras se encuentren a su paso[74]. Santo Tomás lo expresa muy gráficamente: “Se considera que la ira es puerta de los vicios circunstancialmente, en cuanto que quita obstáculos, es decir, impidiendo el juicio de la razón, que es el que aparta al hombre del mal”[75]. Aquí se ve bien el carácter de falta de moderación y dominio de sí que lleva consigo la iracundia, y sus nefastas consecuencias para la convivencia y la justicia. “La persona iracunda convierte todo su ser en un látigo que maneja a mano airada; pero cuando lo usa contra la templanza fracasa por necesidad en aquello mismo que se proponía: tener en su mano el dominio y el empleo de un caudal de energías. Entonces es cuando esas fuerzas salvajes se independizan y escapan de su control”[76]. En realidad, también aquí, el iracundo se ve arrastrado a hacer lo que no querría hacer, y probablemente se arrepentirá una vez pase la ira: el iracundo es esclavo de su pasión.

Pero no toda ira es mala[77]. La ira puede relacionarse de dos modos con la razón. Primeramente, como algo anterior. Bajo este aspecto, aparta de su rectitud a la razón y es un mal. En segundo lugar, como algo posterior en cuanto que el apetito sensible se mueve en contra de los vicios[78] opuestos a la razón. Esta ira es buena[79], en cuanto que está regulada por la razón, bajo un doble aspecto: Primero, por razón del objeto apetecible al que tiende, que es la venganza para que se corrijan los vicios y se conserve el bien de la justicia, no por el mal del castigado[80].  Y segundo, por el modo de airarse, ya que no se inflama demasiado interior ni exteriormente[81]. Por ello, puede afirmar Santo Tomás que, “es viciosa la falta de pasión, como falta de movimiento voluntario [que no puede dejar de repercutir en el apetito sensitivo] para castigar según el juicio de la razón”[82]. Y en otro lugar, siguiendo a Aristóteles, afirma que “es alabado el hombre que se encoleriza en lo que corresponde, con las personas que corresponde y sin salirse de la medida media, porque se enoja cómo, cuánto y sólo el tiempo que corresponde”[83].

La ira es buena cuando se echa mano de ella, según el orden de la razón, para que sirva al fin del hombre; lo mismo que es más de alabar la persona que hace el bien con toda la carga emocional de que es capaz, que aquella otra que no pone a disposición todas las energías de que dispone su mundo sensible. Y precisamente en la capacidad de irritarse es donde mejor se manifiesta la energía de la naturaleza humana. “La ira va dirigida a objetivos difíciles de alcanzar, hacia aquello que se resiste a los intentos fáciles; es la energía que hace acto de presencia cuando hay que conquistar un bien que no se rinde, bonum arduum”[84]. Ni siquiera el efecto cegador de la ira ha de conducirnos a tacharla como necesariamente viciosa, puesto que “no es contra la razón el que ésta suspenda sus funciones mientras se pone en práctica lo que ella ya tiene regulado”[85].

Por tanto, la mansedumbre como virtud presupone la pasión de la ira, y significa moderar esa pasión, no el debilitarla ni extirparla. “La falta de sexualidad no es castidad; y la falta de capacidad para irritarse no tiene lo más mínimo que ver con la mansedumbre”[86]. Eso sí, el exceso de ira se opone más a las mansedumbre que la deficiencia de ira[87].

En cuanto a la crueldad, que se opone a la clemencia, consiste en “cierta atrocidad de espíritu en exigir las penas”, como dice Séneca, y recoge Santo Tomás[88]. Es decir, se tiene en cuenta la culpa del castigado, pero se excede en el modo de castigar, como exigiría el orden de la razón. Peor aún, y distinto, es el vicio que Santo Tomás llama sevicia o fiereza, por el cual se imponen penas sin ni siquiera tener en cuenta la culpa del castigado, sino por deleitarse en el sufrimiento de los hombres. “Tal deleite no es humano, sino propio de los animales y originado por una mala costumbre o por la corrupción de la naturaleza, como los demás sentimientos bestiales”[89].

3. Segunda serie: movimientos y actos externos. La modestia.

Se recordará que esta segunda serie de virtudes modera los movimientos externos y actos corporales. Toda esta materia cae dentro de una virtud, la modestia, que tomada en general, inclina a moderar el apetito concupiscible (y también el irascible) en aquellas pasiones que no son tan vehementes como las delectaciones del tacto, y que se manifiestan en actos externos[90]. Se trata pues de una templanza en asuntos menos difíciles; en asuntos de mediana dificultad. Y siempre teniendo en cuenta que la modestia trata de pasiones en tanto en cuanto que se manifiestan en movimientos y actos externos, no meramente internos.

Dentro de ella Santo Tomás distingue, por su objeto, cinco virtudes, y lo hace de un modo confuso, en cuanto que parece perder de vista la división que ya hiciera anteriormente de las partes potenciales: la humildad, que modera el deseo de la propia excelencia, y de la que ya hemos hablado suficientemente[91]; la estudiosidad, que modera el deseo de las cosas del conocimiento; otra virtud sin nombre específico, que modera los movimientos y acciones corporales, tratando de que se hagan con decencia y honestidad; la eutrapelia o virtud que modera los placeres del juego; y finalmente, el ornato externo, que se ocupa de moderar el modo de vestir y de otras acciones similares[92]. Hablemos muy brevemente de aquéllas a las que Santo Tomás dedica algunas cuestiones de la Summa Theologiae.

a)  Estudiosidad.

La estudiosidad modera el deseo de saber, que es tan natural en el hombre como el deseo de vivir o de reproducirse, aunque no tan vehemente. El hombre es espíritu encarnado, y su naturaleza, a la vez corpórea y espiritual, no sólo tiende a mantener materialmente el individuo y la especie (apetito de alimentos y apetito sexual), sino que también existe una fuerte tendencia al objeto propio de las facultades espirituales: el conocimiento y el amor[93].

Por tanto, “la estudiosidad tiene por objeto propio el conocimiento”[94], pero es una virtudcompleja. Santo Tomás observa que, “en cuanto al conocimiento, hay en el hombre una inclinación opuesta. Por parte del alma, el hombre se inclina a desear conocer las cosas, y por eso le conviene refrenar este apetito de saber, para no desear ese conocimiento de un modo inmoderado. Pero por parte de su naturaleza corpórea, el hombre tiende a evitar el trabajo de buscar la ciencia. Por tanto, en lo que se refiere a lo primero, la estudiosidad consiste en un freno, y en este sentido es parte de la templanza. Pero, respecto de lo segundo, el mérito de esta virtud consiste en estimular con vehemencia a participar de la ciencia de las cosas, y esto es lo que le da nombre, ya que el deseo de conocer se refiere, esencialmente, al conocimiento, al cual se ordena la estudiosidad”[95]. Y en este segundo sentido, la estudiosidad pertenecería más bien a la fortaleza, pues es claro que el conocimiento y la ciencia son bienes arduos.

Esta complejidad se puede apreciar también cuando se investiga sobre el sujeto de esta virtud. La estudiosidad, en cierto aspecto, debe radicar en el apetito concupiscible, para refrenar el deseo inmoderado de saber –la curiosidad- en las cosas sensibles. A esta faceta “sensible” de la curiosidad parece referirse Santo Tomás cuando afirma que, “puesto que el hombre se siente atraído de manera especial hacia aquello que halaga a la carne, es natural que su pensamiento se dirija principalmente a esto, es decir, que busque el modo de dar gusto a su carne por cualquier medio. Por eso la curiosidad tiene por objeto principal la carne desde el punto de vista del conocimiento”[96]. Pero, por otra parte, parece que la estudiosidad debe radicar en el apetito irascible para robustecer la esperanza de saber, también en el plano sensible, y no desistir del estudio a pesar de su dificultad. Por eso dice Santo Tomás que la estudiosidad “parece oponerse más al vicio por defecto, es decir, a la negligencia, que al vicio por exceso que es la curiosidad”[97]. Y es algo que conviene tener en mente, pues ocurre lo contrario a lo que es habitual en la templanza, virtud a la que se opone más el exceso en la pasión que el defecto. Por último, la estudiosidad debería radicar también en la voluntad con la doble finalidad de atemperar el deseo innato de saber en el orden intelectual y de robustecer la voluntad para que persista en dicho empeño a pesar de las dificultades[98]. Todos esos frentes parecen ser cubiertos por la estudiosidad.

La estudiosidad es una virtud necesaria para cualquier actividad humana. En efecto, todo trabajo humano –hasta el más material- presupone en su origen cierto conocimiento, consecuencia de la aplicación de la razón al estudio o reflexión sobre la propia actividad. Por tanto, “la mente se refiere ante todo al conocimiento y posteriormente a las demás tareas para cuya dirección necesitamos del conocimiento”[99]. Por ello, se puede afirmar que en la raíz de todo trabajo bien hecho está la virtud de la estudiosidad, y que muchas veces tras la pereza se esconde una corrupción de la estudiosidad.

El vicio contrario, por exceso, a la estudiosidad es la curiosidad. “Studiositas y curiositas son los dos polos opuestos dentro del instinto natural de conocer; es decir, templanza y ausencia de la misma en el placer que proporciona la percepción sensible de la riqueza cognoscitiva que ofrece el mundo”[100]. En sí mismo, el conocimiento de la verdad es esencialmente bueno (aunque accidentalmente pudiera ser malo por algo que se siguiera de él), pero la estudiosidadno dice relación directa con el conocimiento, sino con el apetito del mismo, como vimos. Y éste sí que puede ser recto o perverso, como sería el caso de quien tuviera interés en aprender algo para ensoberbecerse o para aplicarse a algún otro vicio. En ambos casos este interés sería vicioso porque, al deseo de conocer la verdad se une algo malo. Pero podría ocurrir que el mismo deseo de aprender la verdad, en sí mismo, estuviera desordenado, como ocurre cuando por la aplicación al estudio de lo menos útil se deja el estudio de lo que es necesario, o cuando se afana por aprender de quien no se debe, o se desea conocer la verdad sobre las criaturas sin ordenarla a su debido fin, o cuando se aplica al conocimiento de una verdad que supera nuestro capacidad[101]. En todas estas actitudes se pierde de vista que, aunque el bien del hombre consiste en conocer la verdad, el sumo bien del hombre no consiste en conocer cualquier verdad, sino la suprema verdad, y el resto, en la medida que se ordenan a ella.

Del mismo modo que la estudiosidad está en la base del trabajo, la curiosidad es causa de lapereza, esa “muelle desgana del corazón que no se atreve a lo grande para lo que el hombre está llamado (...). Y lo que es vagancia que traiciona el propio ser se convierte luego en divagación. Por eso dice Santo Tomás que la pereza es inquietud errante del espíritu (...). Esa inquietud del ánimo se manifiesta luego en el torrente de palabrería, en el descontrol y en las ganas de escapar del recinto amurallado del espíritu, para derramarse en la pluralidad, en el desasosiego interior, en la inestabilidad, en la imposibilidad de asentarse en un lugar y de decidirse por algo; exactamente, en eso que se llama curiosidad insaciable”[102]. La conexión entre pereza y curiosidad es innegable, y por eso personas muy activas pueden ser en el fondo perezosas.

No se piense que este vicio permanece en la periferia del ser humano, porque cuando la potencia perceptora que surte al conocimiento degenera en curiositas puede ser el síntoma de un auténtico desarraigo, de una nefasta frivolidad. Puede significar que la persona ha perdido la capacidad de habitar en sí misma, que se ha dado a la fuga de su propio yo y que, asqueada por la devastación que observa en el propio corazón, se desespera y busca con un miedo egoísta, por miles de caminos, aquello que es imposible; aquello que sólo encuentra la quietud magnánima de un corazón dispuesto al sacrificio y seguro de sí mismo, y que se llama la plenitud de la propia vida. Como no se nutre de los seguros manantiales del ser, otea en todas las direcciones, “con una curiosidad al viento que todo lo prueba”, citando a Heidegger, “buscando suelo firme en un terreno que no puede darle seguridad”[103].

La curiosidad, como ya hemos mencionado, cabe también en el conocimiento sensible que, como es sabido, se ordena a un doble fin: el sustento del cuerpo, y el conocimiento intelectual. El desorden aquí puede venir, bien porque se pone gran empeño en conocer algo sensible no ordenado a algo útil, o bien porque ese conocimiento sensible se ordena a algo malo[104], lo que es aún peor. Como dice Heidegger: “la preocupación de esta forma de mirar no está en aprehender la realidad y vivir de ella, sino en descubrir posibilidades de abandonarse al mundo”[105]. Esta es la verdadera destemplanza en el ansia cognoscitiva, que proviene de laconcupiscencia de los ojos, un desorden que una vez que se ha convertido en hábito vicioso, ahoga la capacidad natural del hombre de percibir la realidad, la verdad de sí mismo y del mundo[106].

En opinión de Hanna Arendt, existe otro sentido de esta concupiscencia de los ojos, que no hace referencia al placer sensible en absoluto, más bien al contrario. Partiendo de la afirmación de San Agustín: “los hombres que desean lo que está fuera de ellos viven en un exilio respecto de sí”[107], Arendt hace ver que “esta pérdida de sí acontece en la forma de la curiosidad, de una ‘concupiscencia de los ojos’ (1 Jn 2,16) extrañamente ayoica, que se siente atraída por las cosas del mundo”[108].

Denomina “ayoica” a esta concupiscencia de los ojos “porque desea conocer las cosas del mundo por amor de ellas mismas, sin reflexión ninguna sobre el yo y sin buscar el mínimo placer de ningún género”[109]. Para mostrarlo, explica, siguiendo a San Agustín, que el placer sensible (“voluptas”), busca todo lo que es placentero a los sentidos: la belleza que es placentera a los ojos, o lo melodioso que lo es a los oídos, o lo suave que lo es al tacto y lo fragante que lo es al sentido del olfato. Pero la visión se distingue de todos los demás sentidos en que conoce una tentación que es “con mucho más peligrosa” que la mera atracción de lo bello. En efecto, los ojos son el único sentido que también quiere ver lo que puede ser contrario al placer, “no en aras de sufrir dolor, sino por el deseo de experimentar y conocer”[110].

Arendt explica que “mientras que el placer sensible repercute en quien busca el placer –de modo que para bien o para mal nunca se pierda a sí mismo del todo-, el deseo de conocer, incluso si alcanza su objetivo, no trae ningún beneficio al yo”[111]. Al conocer o en la búsqueda del conocimiento, no me intereso por mí mismo en absoluto; me olvido de mí de manera muy semejante a como el espectador del teatro se olvida de sí y sus cuidados ante el espectáculo maravillo que contempla. Es este amor no sensual por el mundo el que mueve a los hombres a “explorar las obras ocultas de la naturaleza, que están fuera de nosotros, cuyo conocimiento nos es perfectamente inútil, y en las que los hombres no se deleitan sino con el conocimiento mismo”[112].

Todas estas ideas son de gran aplicación en nuestros tiempos, en los que, gracias a los mass-media, se ha abierto un vasto campo al ejercicio de esta virtud. La omnipresencia simultánea, uniforme e igualmente accesible de una enorme multiplicidad de informaciones detalladas, condensadas, subrayadas, visualizadas y acompañadas de sonido original sobre cualquier cosa, recibidas desde cualquier lugar y casi en tiempo real, confiere a la era de los medios de comunicación unas características peculiares que la convierte en algo completamente nuevo en la historia de la humanidad. Esta omnipresencia global y constante de un mundo de los medios que nos avasalla y aplasta con sus avalanchas de información, que engendra unos acontecimientos a fuerza de extraerlos en masa y agudizar sus perfiles, y suprime otros, tal vez más importantes, sencillamente a base de silenciarlos, constituye un nuevo y poderoso ámbito de experiencia que para nuestros antepasados no existió.

Como dice Hubert Markl, “la virtud más importante del ser humano en la era de la información y la comunicación total [es] la de distinguir, ignorando sin más la mayor parte de lo que nos entra por los sentidos. Pero lo que nos hace falta no es la ignorancia estólida de quien no quiere enterarse de nada nuevo, sino la docta ignorantia de Nicolás de Cusa, la de quien es capaz de concentrarse en lo esencial negándose a dejarse sepultar y atontar por la marea de detalles informativos triviales”[113]. ¿Cómo no ver en estas palabras una referencia a laestudiosidad, a la moderación propia del alma sobria, y a su papel capital en nuestros días? En efecto, el afán desmedido de navegar en internet, por ejemplo, sin más criterio que la curiosidad y el atractivo visual, sumerge a la persona en una marea de datos – a veces nocivos- que satura la capacidad crítica e impide percibir la realidad tal cual es. Y otro tanto ocurre con el empleo abusivo del teléfono móvil, el correo electrónico, la televisión, y otros instrumentos, en los que no hay vicio alguno, salvo por parte del hombre que los usa inmoderadamente, dejándose arrastrar por el afán desmedido de novedades, del puro deseo de conocer del que hablaba Arendt.

b)  Modestia en los movimientos y acciones externas

Puesto que los movimientos externos del hombre pueden ser ordenados mediante la razón, bajo cuyo imperio se mueven los miembros externos, parece lógico que una virtud moral se ocupe de la ordenación de estos movimientos[114]. Máxime cuando, como afirma Santo Tomás, “los movimientos externos son signos de la disposición interior, que se mira principalmente en las pasiones del alma. Por eso, la moderación de los movimientos externos, requiere la moderación de las pasiones internas”[115]. Tal es el caso de la virtud que nos ocupa, que sin nombre específico en Santo Tomás, modera los movimientos y acciones corporales, tratando de que se hagan con decencia y honestidad[116]. Su existencia como virtud  supone el convencimiento de que, en el hombre, lo natural no es ante todo lo innato y no instruido, sino lo maduro y cultivado, es decir lo que exhibe racionalidad.

Santo Tomás recoge la opinión de Andrónico, según el cual hay dos virtudes para ordenar estos movimientos. La primera, el ornato, los ordena según la conveniencia de la propia persona. La segunda, el buen orden, los ordena según la conveniencia con personas externas, negocios y lugares. Pero también recoge la opinión de Aristóteles, según la cual la moderación de los movimientos exteriores puede reducirse a dos virtudes: la veracidad[117], en cuanto que esos actos exteriores son signos de la disposición interior[118]; y la amistad o afabilidad, en cuanto que nos ordenamos hacia otros por medio de esos actos exteriores: en el fondo, ambas distinciones son parecidas, aunque no idénticas.

Todos tenemos la experiencia de esas personas que se mueven con gracia, con elegancia, con dignidad: hay una actitud de modestia, de orden y medida, de proporción, reflejo del alma templada. Y lo mismo se descubre en su hablar[119], en su mirar, en sus gestos, que nunca son forzados y expresan sin engaño lo que piensan o quieren decir, pese a ser parcos. Su conducta es de una transparencia luminosa, podríamos decir: refleja su íntimo modo de ser, su propio carácter, en el que se ve impresa la belleza característica de la templanza, la nobleza que distingue lo verdaderamente humano. Incluso en la satisfacción de sus apetitos más básicos, como el de comer o beber, con sus buenas maneras muestran una libertad y distancia que refleja que no se es esclavo de ellos, sino que se les domina, precisamente al darles “una forma regulada, propiamente humana”[120], que les distingue de los animales[121]. Su trato y compañía resulta agradable, afable, sin estridencias, aunque con personalidad. Y todo ello con la naturalidad característica de la virtud, que constituye una segunda naturaleza. A tal virtud parece referirse Santo Tomás.

c) Eutrapelia

Es la virtud que modera las acciones que tienen que ver con el juego o diversión, que consiste en esos “dichos o hechos en los que no se busca sino el deleite del alma”[122], y que son necesarios, de cuando en cuando, para el descanso del alma. En efecto, así lo explica Santo Tomás: “cuando el alma se eleva sobre lo sensible mediante obras de la razón, aparece un cansancio en el alma (...), tanto mayor cuanto mayor es el esfuerzo con el que se aplica a las obras de la razón. Y del mismo modo que el cansancio corporal desaparece por medio del descanso corporal, también la agilidad espiritual se restaura mediante el reposo espiritual. Ahora bien, el descanso del alma es deleite, como ya dijimos. Por eso es conveniente proporcionar un remedio contra el cansancio del alma mediante algún deleite, procurando un relajamiento de la tensión del espíritu”[123]. Es decir, que el descanso del alma no consiste, como el descanso corporal, en la mera cesación de su actividad, sino en su aplicación a objetos que produzcan satisfacción, como son el juego y las diversiones.

Vemos pues que es, no sólo conveniente, sino necesario para el bien del hombre, que éste busque algún juego que le permita “destensar” el alma, ofreciéndole cierto reposo espiritual. Y puesto que estos juegos llevan consigo un deleite, puede haber una virtud que se ocupe de ellos, moderando los deleites. A esta virtud la llama el Aquinate, siguiendo a Aristóteles,eutrapelia, y en cuanto “que hace que el hombre se refrene de la falta de moderación en el juego, pertenece a la modestia”[124].

La eutrapelia guarda el recto orden de la razón en el juego, evitando tres cosas. Primero, que el deleite en que consiste el juego se busque en obras o palabras torpes o nocivas. Segundo, que la gravedad del espíritu se pierda totalmente, para lo que conviene que en el juego haya siempre una chispa de ingenio. Tercero, que el juego no se acomode a la dignidad de la persona, la materia y el tiempo[125].

Además, la razón evita tanto el exceso[126] en el juego como el defecto[127]. El vicio porexceso ocurre cuando se sobrepasa la norma de la razón. Concretamente, puesto que la expansión que da en el juego se ordena al descanso del alma[128], parece excesivo buscarlo cuando no hemos cumplido con nuestras obligaciones graves y serias. En cuanto al vicio pordefecto, afirma Santo Tomás que “es no proferir ni un chiste ni conseguir que los demás bromeen por el hecho de no aceptar siquiera los juegos moderados de los demás. Los que así se comportan son duros y rústicos”[129]. Pero, continúa el Aquinate, puesto que el juego es útil por el deleite que proporciona, y el deleite no se busca por sí mismo en la vida humana, sino en orden a la acción, “la falta de juego es menos viciosa que el exceso en el mismo”[130].

Lo dicho hasta aquí sobre el juego, se aplica igualmente a las distracciones y el descanso, que siendo buenas y convenientes, es preciso moderar según el recto orden de la razón, de manera muy similar a como se hace con el juego.

d)   Modestia en el uso de las cosas externas: ornato

Esta última virtud, comprendida en la modestia, modera el uso (no la posesión) de las cosas externas en el hombre.  En efecto, “la templanza, en cuanto virtud de disciplina personal, concierne al uso que hace la persona de cualquier cosa u objeto. El papel de la moderación, a la hora de servirse de las cosas agradables, proviene de la necesidad que tenemos de esas cosas para vivir”[131].

Está claro que, como dice Santo Tomás, “en las cosas externas que usa el hombre no hay vicio alguno, a no ser por parte del hombre que las usa inmoderadamente”[132], con un  afectodesordenado, bien sea porque lo hace de un modo excesivamente libidinoso, o en relación a la costumbre de los hombres con los que convive. Por eso, algunos autores llaman a esta moderación sencillez, en cuanto que atempera el ornato externo a las condiciones de vida y el puesto en la sociedad de cada persona, sin excederse por carta de más ni por carta de menos.

En definitiva, se trata de que el uso de las cosas no venga condicionado por una pasión desordenada, sea por exceso (lujo y ostentación) o por defecto (pobretonería y dejadez). El exceso se puede ver cuando se busca la gloria humana mediante el excesivo ornato en vestidos y otros objetos[133], cuando el hombre busca las delicias de su cuerpo mediante el excesivo cuidado en el vestir, y cuando se emplea excesiva solicitud en el cuidado del vestido (aunque no exista desorden por parte del fin, como en el primer caso). El defecto puede darse, en primer lugar, por negligencia del hombre, que es molicie. En segundo lugar, cuando ese mismo defecto en el ornato exterior se ordena a la vanagloria, lo cual “es más peligroso por presentarse so capa de servir a Dios”[134].

Santo Tomás hace ver que el ornato exterior guarda una estrecha relación con la virtud que hemos llamado pudor, ya que puede provocar la lascivia, incluso cuando no se hace con esa intención[135]. También por eso es preciso que sea moderado, no excesivo, ni desvergonzado, ni impúdico[136]. Piensa el Aquinate que tampoco es virtuoso fingir una belleza que no se posee con aditamentos[137] y otras cosas artificiales, si bien no ve reparos en ocultar con ellos defectos que proceden de otra causa, como  puede ser una enfermedad o algo semejante[138].

4. Tercera serie: parquedad y moderación

Por último, dentro de las partes potenciales, tenemos la serie de virtudes que se ocupan de las cosas externas relacionadas con nosotros, no en cuanto a su uso, sino más bien a su posesión[139]. Dentro de esta serie,  según se siga la denominación de Macrobio o Andrónico, Santo Tomás cita respectivamente la parquedad o suficiencia, que enseña a no buscar lo superfluo, y la moderación o simplicidad, que enseña a no buscar cosas demasiados exquisitas.

La parquedad o suficiencia podría identificarse con lo que hoy llamamos desprendimiento, que también incluye algunas de las actitudes de la moderación o simplicidad. Por más que  Santo Tomás no le dedique ni un artículo en el tratado de la templanza, esta virtud es de gran importancia para criar el alma sobria, templada, en las circunstancias actuales de la sociedad de consumo. Merece la pena recordar aquí una idea básica: que la templanza es el espacio adecuado en el que el hombre se relaciona con las cosas sensibles. Al igual que dijimos con eluso de las cosas externas, tampoco en la posesión de cosas externas hay vicio alguno, a no ser por parte del hombre, por el desordenado afecto con que las busca y posee.

Santo Tomás no avanza mucho más en la caracterización de estas virtudes pero, teniendo en cuenta su importancia hoy en día (sociedad de consumo, etc.), podemos preguntarnos: ¿por qué busca el hombre las cosas materiales, la riqueza? ¿Qué placer encuentra en ello?

Puesto que el placer sigue a la satisfacción de una necesidad natural, la respuesta podría ser que el hombre necesita, con necesidad de medio, las cosas materiales para la conservación de la vida y de la especie (sostenimiento y educación de la prole), y para llevar una vida conveniente. Por ello es lícito desear y procurarse esos medios materiales, y el hombre encuentra cierto placer al lograr su posesión y satisfacer, de este modo, esa necesidad natural. Aquí es donde entra el desprendimiento, aplicando la moderación característica de la templanza, a esta materia secundaria constituida por los deseos y goces de la posesión de riquezas y bienes materiales. Por otra parte parece que estos bienes materiales entran dentro de la categoría del bien arduo, difícil de conseguir, por lo que el desprendimiento tendría por sujeto propio el apetito irascible, atemperando el amor a las riquezas. Pero en cuanto al modode actuar, caería bajo la órbita de la templanza, como una de sus partes potenciales.

La moderación que el desprendimiento ejerce sobre el apetito de riquezas y bienes materiales consiste en someterlo al recto orden de la razón, de manera que el modo en que se desean sea acorde a la razón. Esto exige dos cosas: primero, que al desear los bienes materiales, no se haga de forma que pierdan su condición de medios. Segundo, que el fin al que se ordenan sea un verdadero fin del hombre. 

Tratar siempre a las cosas materiales como medios y no como fines exige asegurar que no acaparan tanto la atención de la razón[140] como para impedir que ésta se dedique a su fin último (la contemplación y el amor de la verdad, en última instancia Dios), o a otros fines (las personas, por ejemplo[141]). Esto podría ocurrir por un exceso de pasión en el empeño por obtenerlas y conservarlas, o por un exceso en la cantidad de cosas que se procuran o conservan, de forma que se supera lo necesario o conveniente para atender las necesidades de la vida. Además, el amor a la riqueza es una pasión que hay que moderar atendiendo también a las exigencias de la justicia (bajo este aspecto también es desordenado el atesorar cosas superfluas que podrían servir a otros, más necesitados), y desde este punto de vista el desprendimiento enlaza con la justicia y, más concretamente, con la generosidad.

Otra exigencia del recto orden de la razón impuesto por el desprendimiento, consiste, como hemos visto, en que el fin al que se ordenan las riquezas sea un verdadero fin humano. Tal es el caso de la satisfacción de las necesidades básicas para la conservación de la vida (alimento, vestido, habitación, instrumentos de trabajo, etc.) y de la especie (sostenimiento y educación de la prole), pero también las necesidades exigidas para llevar una vida conveniente, que favorezca el orden social y el estado en que nos encontramos[142]. Entre estas últimas se encuentra el bienestar, pero bien entendido, en cuanto que describe la situación que permite que el trabajo del hombre sea cultura, y no mera supervivencia, facilitando la manifestación del espíritu[143]. Otro fin lícito para perseguir la riqueza, incluso por encima de lo anterior, sería, por ejemplo, el crear riqueza, siempre que se distribuya convenientemente, de acuerdo con las exigencias de la justicia.

Por el contrario, no constituye un verdadero fin la vanagloria, el afán de poder, la comodidad puramente material, etc., que harían viciosa la persecución de riquezas. Como explica Ricardo Yepes, “siendo la comodidad una parte del bienestar (como lo es la salud), el hombre puede incurrir en una valoración excesiva de ella y, por ejemplo, considerar una desgracia mayúscula tener que caminar treinta minutos para ir al trabajo. La virtud ética que se encarga de moderar la tendencia y el aprecio por la comodidad puramente material se llamó en el mundo clásicosophrosyne, que significa moderación, templanza: por medio de ella se logra un modo ecuánime y desprendido de desear los bienes y placeres puramente corporales” [144].

 También bajo este aspecto de desprendimiento se descubre la íntima relación de la templanza con la libertad interior.  En efecto, “en la medida que se exagere el afán desordenado de comodidad o de riquezas, disminuye el bienestar en igualdad de circunstancias materiales. Por eso la pobreza, paradójicamente puede significar libertad cuando se sabe ir más allá de ella, pues pobreza significa escasez, pero no miseria estricta. El pobre no es miserable, puesto que en su corto bienestar puede sentirse libre y serlo realmente. Por eso la pobreza puede ser vivida como soltura respecto de la servidumbre de los bienes materiales. En ella no se dan las ataduras, agobios o amenazas del que desea sobre todo poseer más. Ser rico consiste en tener muchos bienes y lograr con ellos el bienestar. Afirmar que esos bienes son principalmente materiales es consagrar la pobreza humana y reproducir la situación propia de la miseria en un nivel superior, puesto que entonces se vuelve a prescindir de los bienes culturales (...) la mayor riqueza es la que está en el interior del hombre, es decir, suespíritu”[145].

Por último, la falta de sobriedad en el tener, de desprendimiento en definitiva, incapacita al hombre para los bienes del espíritu, embota nuestros sentidos externos e internos, y con ellos nuestra relación con el mundo. “El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de aprender y dejarnos sorprender. Mucho más interesante que ese estado en el que no falta de nada, es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad. (...) Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en la situación que los griegos llamaban apatheia, es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede deparar la vida y uno de los peores legado que se puede transmitir a las generaciones jóvenes”[146].


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RODRÍGUEZ LUÑO, A., Ética General, EUNSA, Pamplona 2001.

TOMÁS DE AQUINO, Summa Teologiae.

YEPES, R. y ARANGUREN, J., Fundamentos de Antropología, EUNSA, Pamplona 2001.


NOTAS

[1] Santo Tomás afirma que el nombre templanza como nombre común, indica “una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos de las pasiones, es decir, algo común a toda virtud moral” (Summa Theologiae –en adelante S. Th.-, II-II q141 a2 co). Este sentido genérico no designa una virtud especial, sino una propiedad que deben cumplir todas las virtudes. Según dicho sentido, la templanza sería unavirtud general (“generalis” la llama Santo Tomás), que “aparta al hombre de aquello que le atrae en contra de la razón” (S. Th., II-II q141 a2 co. Cfr. también Quaestiones disputatae de virtutibus –en adelante De Virt.-, q1 a12 ad23).

[2] Por ejemplo, la acepción más “técnica” que encontramos en el diccionario para la “templanza” es: “Una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en moderar los apetitos y el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001). Como se ve, se toma en sentido amplio y general.

[3] En otra ocasión, Santo Tomás se refiere a estas virtudes, partes potenciales de la principal, diciendo que “participan en particular y con deficiencia el medio que principalmente y con más perfección corresponde a la virtud cardinal” (De Virt.-, q1 a12 ad27).

[4] S. Th., II-II q143 a1 co.

[5] RODRIGUEZ LUÑO, A., Ética General, EUNSA, Pamplona 2001, p. 226.

[6] Cfr.. NORIEGA, J., El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, pp. 161-168, donde tras un análisis fenomenológico de los distintos modos de vivir la continencia y la templanza, se muestra que el orden creciente de integración vendría dado por la siguiente gradación: intemperado, incontinente, continente y morigerado o templado. Naturalmente, se entiende que no existen tales tipos puros: como casi toda clasificación, supone una cierta simplificación artificial.

[7] S. Th, II-II q155 a1 co.

[8] Cfr. S. Th., II-II q155 a3 ad1.

[9] El continente “elige no seguir su deseo por las razones que tiene (...). Ahora bien, si lo que le atrae (...) no estuviese prohibido, ni nadie le observase, si no se derivasen consecuencias negativas, indudablemente lo realizaría, pues es lo que desea (...). No podrá apoyarse en sus propios deseos, los cuales resultarán ambiguos tantas veces, por lo que precisará de la ley para gobernar su vida” (NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 163). En mi opinión, esta ley no tiene por qué ser una norma externa a la que obedecer, sino que generalmente será la propia razón que indica dónde está el verdadero bien, en contra de lo que indican los apetitos.

[10] Ya en su temprano comentario al Libro de las Sentencias, Tomás de Aquino sostenía esta posición doctrinal: el continente no es perfectamente virtuoso (Cfr. Sent., III d33 q2 a4 sol). Y lo mismo sostiene en su Comentario a la Ética a Nicómaco, siguiendo a Aristóteles: “la continencia, que es algo imperfecto en el género virtud” (Sententia libri Ethicorum –en adelante, In Eth.-, VII, 1).

[11] Cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 165.

[12] S. Th., II-II q155 a3 co.

[13] Cfr. S. Th., II-II q155 a3 ad1 in fine.

[14] Podría parecer que la continencia, como una forma de resistencia, pertenece a la virtud de la fortaleza, cuyo acto más característico es resistir. Martin Rhonheimer afirma que “la continencia es a su vez, un acto de fortaleza” (RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 257). Sin embargo, el matiz positivo de resistir el mal perseverando en el bien, está en cierto modo ausente en la continencia, que incide más en el aspecto meramente negativo de frenar, cortar, hacer retroceder. Bajo este aspecto, al igual que por la materia, cae más bajo la órbita de la templanza, pero es indudable cierta afinidad con la fortaleza.

[15] S. Th., II-II q155 a3 ad2.

[16] Cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 167.

[17] Cfr. S. Th., II-II q155 a4 ad3.

[18] S. Th., II-II q155 a4 co.

[19] Cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 164.

[20] Este concepto de la naturalidad en el obrar es clave para distinguir la verdadera y perfecta virtud. Por el contrario, en nuestros días está muy extendida la idea, propia de la mentalidad kantiana, que identifica la virtud de la templanza con el esfuerzo que supone el dominio de sí mismo. Para Santo Tomás, sin embargo, este esfuerzo no es otra cosa que un fenómeno concomitante de la virtud que se halla en sus comienzos. En el origen de esta confusión se esconde, en el fondo, una incorrecta comprensión de la templanza, que lleva a confundirla con la continencia, olvidándose de la primera.

[21] Cfr. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, p. 243-245. Cfr. también PORTER, J., The Recovery of Virtue: the relevance of Aquinas for christen ethics, Westmister/John Knox Press, Lousville 1990, p. 112.

[22] NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 168. Como este mismo autor explica, éste es el drama de la afectividad: “por un lado favorece la experiencia del bien, pero por sí sola no garantiza que sea verdadero el bien o aparente: para ello se precisa que sea una afectividad virtuosa” (Ibidem, p. 167)

[23] Cfr. In Eth., VII, 8.

[24] “¡Qué extraño placer el del incontinente, cuyo recuerdo genera la pesadumbre! (...) Se deleita en lo que hace, pero sólo mientras lo hace” (NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 165-166).

[25] S. Th., II-II q156 a3 co. Esta misma idea es expresada en In Eth., VII, 7, con estas palabras: “De allí que el intemperante, que no peca vencido por su pasión sino por elección, es peor que el incontinente que es vencido por su concupiscencia”.

[26] Cfr. S. Th., II-II q156 a3 ad1.

[27] Pero conviene hacer notar que también en el incontinente falla la prudencia, que no sólo es deliberativa y judicativa, sino preceptiva del obrar, y el incontinente no obra según la recta razón: es, por tanto, imprudente (cfr. In Eth., VII, 10).

[28] “La continencia, sin ser todavía virtud, sin embargo, se configura como una ayuda inicial” para componer la virtud de la templanza (NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 205).

[29] S. Th., II-II q142 a2 co. Un poco más adelante, en el mismo artículo, se puede leer: “Por eso dice el Filósofo, en III Ethic., que, así como conviene que el niño viva sometido al pedagogo, así también conviene que la concupiscencia se someta a la razón”.

[30] RHONHEIMER, M., Ley natural y razón práctica, EUNSA, Pamplona 2000, p. 257.

[31] Esta necesidad de la continencia como camino para educar el deseo es algo fundamental en la educación del niño, tanto más cuanto que no lo puede hacer por sí mismo: necesita ser ayudado por la razón y voluntad de los padres que, de este modo, le hacen capaz de vivir una vida buena y lograda. Este es el papel de los padres: no tanto “informar” o “ilustrar” la inteligencia y capacidad de raciocinio, cuanto conformar la subjetividad del niño: cfr. NORIEGA, J., El destino del Eros, p. 193.

[32] RHONHEIMER, M., Ley natural y razón práctica, p. 183.

[33] Cfr. S.Th., I q98 a2 ad3. Con esto no se está diciendo que en el estado de naturaleza anterior al pecado original no fuera necesaria la verdadera virtud (templanza, fortaleza, etc.), sino que no era necesaria la continencia. Recuérdese la tesis tomista según la cual el apetito concupiscible, por su misma naturaleza, necesita del hábito de la templanza para seguir dócilmente a la razón, salvo que se cuente con una ayuda de Dios extraordinaria (Cfr. De Virt., q1 a4 ad8).

[34] S. Th. II-II q155 a4 ad2.

[35] S. Th., II-II q156 a2 co.

[36] Cfr. In Eth., VII, 7.

[37] Cfr. In Eth., VII, 8.

[38] Cfr. S. Th., II-II q156 a1 co.

[39] Así, por ejemplo, en el diccionario se puede leer la siguiente definición de “continencia”, que participa de una mayor amplitud: “Moderación de las pasiones o sentimientos” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).

[40] Hay que hacer notar, sin embargo, que para Santo Tomás, lo mismo que para Aristóteles, el incontinente de concupiscencia es más torpe que el incontinente de ira, pues esta última mueve razonando, mientras que la concupiscencia no (cfr. In Eth., VII, 6).

[41] Cfr. S. Th., II-II q143 artículo único, co.

[42] Cfr. S. Th., II-II q160 a2 co.

[43] Cfr. S. Th., II-II q161 a4 co.

[44] Cfr. S. Th., II-II q143 a1 co.

[45] S. Th., II-II q161 a1 co.

[46] S. Th., II-II q161 a4 ad2.

[47] Cfr. S. Th., II-II q161 a2 co, y también Cfr. S. Th., II-II q161 a6 co in principio. Por otra parte, recordemos, con Santa Teresa, que “la humildad es andar en la verdad” (SANTA TERESA DE JESUS, Las moradas, Capítulo 10, n.7). El diccionario aporta esta definición de humildad: “Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).

[48] S. Th., II-II q161 a2 ad3.

[49] Cfr. S. Th., II-II q162 a3 co.

[50] Cfr. S. Th., I-II q56 a2 co.

[51] Precisamente por eso puede Santo Tomás atribuir soberbia a los demonios, y considerar el pecado original como un pecado de soberbia espiritual, ya que las pasiones del concupiscible e irascible estaban ordenadas en el estado de justicia original, y no era posible un vicio en esos apetitos.

[52] Cfr. S. Th., II-II q161 a3 co.

[53] S. Th., II-II q161 a5 co. Para entender por qué Santo Tomás habla sobre todo de la “justicia legal” como artífice de la ordenación universal a la razón, habría que profundizar en el bellísimo tratado sobre la Ley (cfr. S. Th., I-II, qq 90-97), fundamental en la ética tomista. Por cierto que Dietrich von Hildebrand, partiendo de unos presupuestos filosóficos completamente distintos, llega a conclusiones muy similares sobre la necesidad de la humildad como fundamento de las demás virtudes, en cuanto que capacita al hombre para una actitud reverente hacia los valores (cfr. HILDEBRAND von, D., Moralidad y conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006).

[54] Resulta muy interesante comprobar como Dietrich von Hildebrand, partiendo de unos presupuestos filosóficos completamente distintos, llega a conclusiones muy similares sobre la necesidad de la humildad como fundamento de las demás virtudes, en cuanto que capacita al hombre para una actitud reverente hacia los valores (cfr. HILDEBRAND von, D., Moralidad y conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006).

[55] RHONHEIMER, M., Ley natural y razón práctica, p. 185.

[56] En este proceso, “el otro puede prestar una gran ayuda cuando sabe perdonar. Por eso, perdonar es uno de los actos más importantes de benevolencia hacia otras personas” (Ibidem, p. 237).

[57] ARANGUREN, J., Resistir en el bien. Razones de la virtud de la fortaleza en Santo Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona 2000, p. 236.

[58] Cfr. S. Th., II-II q162 a2 co.

[59] S. Th., II-II q162 a2 ad2.

[60] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 272.

[61] S. Th., II-II q162 a3 co.

[62] RHONHEIMER, M., Ley natural y razón práctica, p.186. En opinión de este autor un buen ejemplo de ética en la que la libertad se identifica sencillamente con el orgullo es el “existencialismo humanista” de Sartre, mientras que la “autonomía de la voluntad” de Kant está menos lejos de ello de lo que pudiera parecer.

[63] Ibidem, p.188.

[64] S. Th., II-II q162 a3 ad2.

[65] S. Th., II-II q162 a3 ad4.

[66] Cfr. S. Th., II-II q162 a5 co.

[67] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 279.

[68] La ira nace de “la pasión de la tristeza, que procede de la injuria cometida” (S. Th., II-II q158 a6 ad1).

[69] S. Th., II-II q157 a1 co.

[70] Cfr. S. Th., II-II q157 a2 co.

[71] Cfr. S. Th., II-II q157 a3 co.

[72] S. Th., II-II q157 a4 co.

[73] Cfr. S. Th., II-II, q157, a4, co.

[74] Cfr. S. Th., II-II q158 a6 co.

[75] S. Th., II-II q158 a6 ad3.

[76] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 285.

[77] En este sentido, por ejemplo: “La pasión de la ira, como todo los otros movimientos del apetito sensitivo, es útil en cuanto que ayuda al hombre a cumplir con prontitud lo que la razón le dicta” (S. Th., II-II q158 a8 ad2).

[78] En efecto, la virtud, que ha de ser humana, exige que el deseo de justa reparación no venga solamente del alma, sino que ocupe también los sentidos y se extienda a todo el cuerpo (Cfr. Quaestiones disputatae de Malo, 12, 1). Y este es el papel que juega la ira cuando se revuelve apasionadamente, valga la redundancia, exigiendo justicia por un derecho atropellado.

[79] Cfr. S. Th., II-II q158 a1 ad1.

[80] Cfr. S. Th., II-II q158 a1 ad3.

[81] Cfr. S. Th., II-II q158 a2 co.

[82] S. Th., II-II q158 a8 co.

[83] In Eth., IV, 13.

[84] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 282-283. Más adelante, el mismo autor recoge dos ideas de Santo Tomás que confirman esta idea: La ira es esa fuerza que acomete contra lo que se nos opone (cfr. S. Th., I-II q23 a1 ad1), y  la capacidad de enojarse es la verdadera fuerza de resistencia del alma (cfr. Scriptum super Sententiis, 1, 81, 2). Y continúa explicando cómo Santo Tomás llega a la conclusión de que la degeneración de una potencia anímica puede curarse por la superactivación de otra que esté sana (especialmente el apetito irascible), concluyendo con una afirmación un poco dramática, pero no por ello menos carente de verdad: “Cuando la voluntad corrompida, que va a la deriva en el vicio de lo sensible, se le une una falta de fuerzas para irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura están maduros para su extinción” (Ibidem, p. 287).

[85] S. Th., II-II q158 a1 ad2.

[86] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 285.

[87] Cfr. In Eth., IV, 13.

[88] Cfr. S. Th., II-II q159 a1 obj1.

[89] S. Th., II-II q159 a2 co.

[90] En este caso, la definición del diccionario es bastante exacta: “Virtud que modera, templa y regla las acciones externas, conteniendo al hombre en los límites de su estado, según lo conveniente a él” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).

[91] Vid Epígrafe 2, b) de este mismo trabajo.

[92] Cfr. S. Th., II-II q160 a2 co.

[93] Santo Tomás cita en su apoyo la conocida frase de Aristóteles al comienzo de suMetafísica: “todos los hombres, por naturaleza, desean saber” (ARISTÓTELES, Metafísica, Gredos, Madrid 1998, 980a).

[94] S. Th., II-II q166 a1 co.

[95] S. Th., II-II q166 a2 ad3.

[96] S. Th., II-II q166 a1 ad2.

[97] S. Th., II-II q166 a2 obj3.

[98] Cfr. GARCÍA LÓPEZ, J., Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003, p. 180.

[99] S. Th., II-II q166 a1 co.

[100] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 288.

[101] Cfr. S. Th., II-II q167 a1 co.

[102] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 291.

[103] HEIDEGGER, M., Stein und Zeit, 2ª edición, Halle 1929, p. 173. Citado por PIEPER, J.,Las virtudes fundamentales, p. 292, de donde tomo las ideas de este párrafo.

[104] Cfr. S. Th., II-II q167 a2 co.

[105] HEIDEGGER, M., Stein und Zeit, p.172. Citado por PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 291.

[106] “La studiositas quiere decir entonces que el hombre se opone con todas las fuerzas de su instinto de conservación a la tentación de dilapidarse; que cierra a cal y canto el santuario de su vida interior a las vanidades atosigantes de la vista y el oído, para volver a una ascética y conservar, o restaurar al menos, aquello que constituye la verdadera vida del hombre: percibir otra vez a Dios y a su creación”. (PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 293).

[107] SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos, 57, 1. Cita en el original de Arendt.

[108] ARENDT, H., El concepto de amor en San Agustín, Ediciones Encuentro, Madrid 2001, p. 42.

[109] Ibidem, p. 42.

[110] SAN AGUSTIN, Confesiones, X, 35, 35. Cita en el original de Arendt. Como se ve, la moda del “feísmo” estaba ya prevista y valorada por San Agustín en lo que vale.

[111] ARENDT, H., El concepto de amor en San Agustín, p. 43.

[112] SAN AGUSTIN, Confesiones, X, 35, 35. Cita en el original de Arendt.

[113] MARKL, H., ex Presidente de la sociedad Max Plank, publicó en Inter Nationes1998/Humboldt, nº 123 un artículo titulado “De la sociedad de los medios a la sociedad del saber”, que se recoge en AAVV., Los ojos de la guerra, Plaza & Janés, Barcelona 2002, pp.342-348, de donde tomo esta cita. Un poco más adelante, se encuentran estas otras palabras: “Para hacer frente a las oleadas de información de la sociedad multimediática e interconectada se requiere el desarrollo, mediante la educación, el ejercicio y la experiencia, de una facultad muy elevada de valoración y juicio que proteja a la persona del peligro de vagar sin rumbo, sometida a todas las influencias y rendida a todas las seducciones, por un mundo de datos para el que la naturaleza no ha podido prepararnos”. En esta facultad creo advertir algunos de los rasgos de la estudiosidad tomista.

[114] Cfr. S. Th., II-II q168 a1 co.

[115] S. Th., II-II q168 a1 ad3. Aquí podríamos encontrar el origen de las buenas maneras: “La etiqueta y la ética, correctamente entendidas, están de hecho unidas entre sí, en parte porque el carácter se revela a menudo en manifestaciones externas; y lo que es más, los principios de dominio de uno mismo y consideración para con los otros, que se demuestran en los ‘pequeños detalles’ son uno y lo mismo con la virtud y la justicia” (KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 217).

[116] Hay que advertir que no se trata tan sólo de ocultar lo que resulta vergonzoso (correspondería sobre todo al pudor, que ya hemos visto), sino de cultivar positivamente la nobleza en la conducta. Así ocurre con los modales en la mesa, que inicialmente tratan de suprimir lo que repugna en las comidas, pero que en un segundo momento buscan lo donairoso, lo noble, lo refinado. De este modo, “la necesidad corporal no sólo se cubre sino que  se engalana” (Ibidem, p. 289). Otros ejemplos podrían ponerse en otros ámbitos de la conducta humana, en los que el hombre hace de la necesidad virtud.

[117] La verdad (o veracidad) es para Aristóteles la virtud por la que nos mostramos en las palabras y en las acciones como somos interiormente.

[118] Cfr. S. Th., II-II q168 a1 ad3.

[119] En este sentido, se puede hablar del vicio de la locuacidad, como contrario a la templanza, pues el que es locuaz habla de más, en tiempo y en materia, es inmoderado en el hablar, que no sigue el recto orden de la razón. De hecho, Santo Tomás cifra la locuacidad como una de las hijas de la gula: cfr. S. Th., II-II q148 a6 co.

[120] KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 255. Este mismo autor continúa así: “la violencia que se hace a la comida se evita o se suprime; la actitud corporal se regula; el apetito se controla en conformidad con los razonable; los gustos se saborean; los ojos y la mente no se concentran por completo en llevar la comida a la boca y nos mantienen abiertos al mundo de nuestro alrededor; el orden y la forma presiden la mesa; la consideración para con los otros se observa estrictamente; y, en el mejor de los caso, un cierto donaire adorna todos nuestros movimientos. Realzamos la peculiaridad humana –manifestamos lo que significa estar erguido-”.

[121] “En nosotros todo lo debido a nuestra animalidad es, sin embargo, distinto a lo animal en los animales, precisamente porque no somos mera o simplemente animales incapaces de comprender la necesidad animal, incapaces de apartarse aunque sea ligeramente de un instinto fijado” (Ibidem, p. 255).

[122] S. Th., II-II q168 a2 co para 2.

[123] S. Th., II-II q168 a2 co para 1. Cfr. también In Eth., IV, 16.

[124] S. Th., II-II q168 a2 co.

[125] Cfr. S. Th., II-II q168 a2 co.

[126] Este parece ser el matiz que recoge la definición castellana de eutrapelia: “Virtud que modera el exceso de las diversiones o entretenimientos” (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición, 2001).

[127] Cfr. S. Th., II-II q168 a3 co.

[128] “Los mismo actos del juego, en sí mismos, no se ordenan a un fin. Pero la satisfacción que en ellos se da se ordena a la expansión y el descanso del alma” (S. Th., II-II q168 a2 ad3).

[129] S. Th., II-II q168 a4 co. Cfr. también In Eth., IV, 16. También el ingenio o humor verdadero, tan entretenido, es compatible con la templanza. “Ambos buscan lo donairoso, lo noble, lo refinado” (KASS, L. R., El alma hambrienta, p. 289), y no tienen nada que ver con la chocarrería.

[130] S. Th., II-II q168 a4 co.

[131] CESSARIO, R., Las virtudes, EDICEP, Valencia 1998, p. 225.

[132] S. Th., II-II q169 a1 co.

[133] Santo Tomás observa que las personas constituidas en dignidad, usan vestidos más elegantes, no por vanagloria, sino para dar a conocer la excelencia de su ministerio (Cfr. S. Th., II-II q169 a1 ad2), sin que con ello caigan en este defecto.

[134] S. Th., II-II q169 a1 co. Por cierto, que muchas de las modas de los últimos años (vaqueros rotos de “marca” y a precios astronómicos, aparente falta de aseo y “descuido” que requiere una buena dosis de tiempo para lograrse, etc.) demuestran, en otro ámbito, que Santo Tomás no hablaba de peligros teóricos o hipotéticos.

[135] Cfr. S. Th., II-II q169 a2 co.

[136] Cfr. S. Th., II-II q169 a2 ad1.

[137] No parece probable que, en caso de vivir en nuestros días, nuestro Doctor Angélico se mostrara muy favorable a las prótesis de silicona y demás medios comúnmente empleados hoy en día para aumentar (presuntamente) la belleza. En cualquier caso, estos temas son anecdóticos para nuestro estudio, y muy relativos a la época (como la moda).

[138] Cfr. S. Th., II-II q169 a2 ad2.

[139] Evidentemente, la diferencia es un tanto artificial, y las virtudes muy parecidas.

[140] No nos referimos con esto a la imagen clásica del avaro, rodeado de sus riquezas a las que contempla con fruición. Piénsese, en cambio, en la imagen mucho más frecuente del propietario de una gran fortuna cuya atención le ocupa las 24 horas del día, olvidándose de sus más allegados: el medio se convierte en fin. O incluso de algo más modesto: la imagen de la persona atareada con miles de cosas, coche, casa, seguros, ordenador, últimas versiones del teléfono móvil y la agenda electrónica, nuevos programas, etc., etc., que absorbieran su atención hasta un punto que superara lo razonable, y le impidieran la aplicación de la razón a lo que es más propio del hombre: la relación con otras personas, la contemplación y el amor de Dios, etc.

[141] Es conocida la 2ª formulación secundaria del imperativo categórico de Kant: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (KANT, I.,Fundamentación de la metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid 2005, pp. 114 y ss), y que podemos aplicar a este punto.

[142] Santo Tomás sigue a Aristóteles al considerar como regla de la templanza lasnecesidades y conveniencias de la vida presente (cfr. S. Th., II-II q141 a6).

[143] Cfr. YEPES, R. y ARANGUREN, J., Fundamentos de Antropología, EUNSA, Pamplona 2001, p. 266. Más adelante se puede leer: “El error crematístico consiste en la interpretación del bienestar, y respectivamente de la miseria, como cosas esencialmente materiales, cuando en realidad la riqueza es mucho más: es aquel conjunto de bienes que contribuye a la felicidad humana” (Ibidem, p. 267).

[144] Ibidem, p. 266.

[145] Ibidem, p. 267.

[146] LLANO, A., El diablo es conservador, EUNSA, Pamplona 2001, p. 101.

Pio Santiago

Pio Santiago

Pio Santiago

 

José Benigno Freire

Parte de la obra: Humor y serenidad en la vida corriente, EUNSA, Pamplona 1996.

Índice:

El test

1.- Tener algún tiempo para pensar

2.- Un cierto despego de los 'status symbol'

3.- Dominar la 'inquieta pereza'

4.- Desterrar la tristeza

5.- 'El arte de descansar'

6.- Un buen amigo

Del amigo del autor


El término serenidad, valga el juego de palabras, encierra un sentido imprecisamente preciso. Me explicaré. Tanto en su uso técnico como popular la serenidad designa un estado de ánimo[1]. Los estados de ánimo desempeñan la (primera) función de facilitar una valoración completa y global de la afectividad en un determinado instante o situación. Esa valoración, por la naturaleza subjetiva y fluctuante de los fenómenos afectivos, resulta aproximativa, indefinida; sucede algo parecido a si tuviésemos que obtener la tonalidad resultante de un conjunto de pinceladas dispersas, difusas, confusas y versátiles. Por lo tanto, no es nada fácil, en ese fondo impreciso y vago, cuajar una precisa definición de serenidad. Sin embargo, el vocablo serenidad expresa un significado fijo e inequívoco y describe perfectamente un tipo de estado de ánimo; dicho en otros términos, todos entendemos lo mismo con la palabra serenidad aunque no sepamos exactamente lo que queremos decir. De ahí su imprecisa precisión.

A pesar de esa intrínseca dificultad, tras largos años de trabajo y de ensayar diversos enunciados, el autor cree haber hallado la tecla explicativa y en un día de buen fario, con la suavidad y la gradual luminosidad de un amanecer, dio a luz esta definición de serenidad: la serenidad es una disposición de la sensibilidad para frenar el desbordamiento propio de los movimientos afectivos.

La clave explicativa de tan 'admirable' definición se esconde en la naturaleza psicosomática de lo afectivo. El motor generador del dinamismo afectivo es la búsqueda del placer y la huida frente al dolor. En este sentido, los movimientos o fenómenos afectivos persiguen consumar el mayor placer o soportar las mínimas dosis de dolor, y se dirigen hacia su objetivo según el paradigma dinámico de las pulsiones, un paradigma conforme a su naturaleza corporal; es decir, una fuerza bruta que apunta al objetivo de manera automática, maquinal, atronada y expansiva. Por consiguiente, los movimientos y fenómenos afectivos, en su pura condición psicosomática, tienden al desbordamiento, al desenfreno, a la búsqueda irrefrenable de mayor abundancia de placer o a la fuga alocada y violenta ante lo que suponga dolor. Esa fuerza bruta en expansión, al albur de su simple dinamismo, rebasaría o superaría los sosegados intentos de la voluntad para gobernarla. Sin embargo, la acción sosegada e intensa de la voluntad, suave pero perseverante, es capaz de disponer a la afectividad -con tiempo y calma[2]- para acoger favorablemente los requerimientos impelidos desde las decisiones voluntarias, aunque para ello haya de violentar el dinamismo afectivo placer-dolor, pero sin menoscabar la naturaleza psicosomática de los afectos.

Para armonizar los componentes del acto humano, y por efecto de la unidad sustancial, la voluntad interviene en el propio dinamismo emocional disponiendo a la afectividad en dos direcciones, principalmente: por un lado, un mecanismo pronto y rápido de descarga inmediata y súbita de tensión emocional intensa o condensada (sentido del humor); de otro lado, un sistema de brida afectiva para impedir o contrarrestar la tendencia a la expansión y a la explosión[3] de los fenómenos afectivos (serenidad). De esta forma consigue que los fenómenos afectivos debiliten su intensidad eruptiva de fuerza ciega y broten con menor resistencia a las decisiones voluntarias, aumentando así sus posibilidades de maleabilidad y moldeabilidad.

El autor reconoce, no sin cierto rubor y un mohín de azoramiento, un azoramiento perfectamente soportable pues los amables lectores bien merecen contarse entre los pacientes y benevolentes amigos del autor, y la buena amistad disculpa con holgura las ingenuas y menudas vanidades... Perdón, me he distraído. Quería decir: al autor le apetece confesar que sintió un punto de arrogancia huera ante su acabada definición de serenidad, con todo el acervo de conocimientos psicológicos contenidos en su sencilla formulación. En un instante se amontonaron las gratificaciones condensadas en años de búsqueda fatigosa e infatigable hasta dar con una noción cabal de serenidad. Y el tan ansiado hallazgo consiguió agrietar y resquebrajar el sereno ánimo del autor, para abrir plaza a un juvenil y apasionado ánimo festivo y eufórico. ¡Ay, los gozos del trabajo intelectual! ¡Enardecedoramente inefables! El autor salió a pasearse para sosegar el altanero torbellino interior.

Los paseos tranquilos apaciguan los ánimos turbulentos. Bastaron unos cuantos pasos para desvanecer la alharaca vanidosota y ensordecer los clarines de la gloria imaginaria, y al menguar la fogosidad del ánimo despertaba la capacidad reflexiva. La reflexión nubló los presagios bienhadados del horizonte vital, todavía más, los tornó sombríos. Todo transcurrió con esa típica y vieja alternancia anímica que el saber psicológico acuñó como 'la variación pendular del ánimo en la ansiedad creadora'.

Los insidiosos reclamos reflexivos retornaron al autor al mundo de la realidad. ¿Se entenderá una definición tan 'acabada y completa'? ¿Tiene alguna utilidad? ¿Recibirá una buena acogida -aunque sea crítica- por parte de la literatura especializada? El autor se respondía con previsiones y presagios ciertamente desesperanzados. Y ya en la frontera de un pesimismo de tinte sepulturero, apareció la pregunta central con su duda correspondiente: ¿cuántos leerán tan 'brillante definición'? Una pregunta que apuntilló la densa pesadumbre afectiva: a la luz de la escuálida ración de derechos de autor los amables lectores más bien deben escasear... y, además, ¿todos la entenderán? El autor no pretende ser descortés o presuntuoso; nótese que el cuestionamiento anterior viene inducido por el ánimo indolente y abatido, y sin ningún asomo de desconfianza en lo referente al potente ingenio del amable lector[4]...

Proseguía el autor con su cetrino monólogo interior. ¿Y para las gentes normales y corrientes? Esas gentes que movieron al autor a redactar estas páginas y a las que no les preocupa tanto el concepto de serenidad cuanto el hecho de sentirse serenos, ¿les reportará alguna utilidad esta académica definición? Imaginaba el autor a una madre de familia numerosa, al atardecer, intentando reprimir un incontenible grito histérico en el fragor mismo del enésimo desaguisado de uno de los muchos hijos, preguntándose: ¿tengo la sensibilidad dispuesta para refrenar los desbordamientos propios de los movimientos afectivos? Hasta el propio autor reconoce que si la susodicha señora no perdió la serenidad por el alboroto de los hijos, seguramente le estallaría en mil añicos por el impacto mental de tan aguda y perspicaz pregunta...

La verdad sea dicha, al autor se le esfumaron las altanerías descubridoras... Una vez más, en aquel reposado paseo, comprobó el carácter ciertamente tornadizo de los sentimientos y emociones humanas.

Esa 'admirable' definición, en todo caso, únicamente le rentaría un ajustado hueco en la hornacina de la Historia. Ahora bien, con aquella negrura afectiva, el autor maliciaba si el ingreso en la Historia no sería más cuestión de oportunismo que de los muchos méritos de la agudeza de ingenio. Además, cavilaba, cuando grabaran su nombre en las gruesas letras de la Historia ya le iba a pillar demasiado mayor...

Pues aún no repuesto de sus melancólicos devaneos creativos, el autor se enfrascó en la lectura de un libro de un amigo suyo, también con el soterrado intento de aprovecharse de los beneficios terapéuticos de las buenas lecturas. El nervio del libro recorría escenarios ajenos a la serenidad. Sin embargo, quizá por efecto de la polarización inconsciente al tema, el autor descubría a cada paso, de página en página, certeras apreciaciones sobre la serenidad. Con gran admiración por su parte, no exenta de algún gramo de envidia, comprobaba como su amigo, además, formulaba los serenos principios en términos asequibles al vivir cotidiano del hombre común.

Un tiempo después llegó a oídos del autor la publicación de un extenso artículo de su amigo, casi un libro, acerca de la serenidad; de resultas de ello concluyó que aquellas delicadas y serenas aportaciones seguramente corresponderían a notas o esbozos de esa teoría. Como la amistad disculpa bien las ingenuas vanidades y mitiga las tenues rencillas o envidiejas creativas, el autor se ocupó en recoger, humildemente, en una hojita de papel en blanco, las distintas recetillas prácticas sobre el ánimo sereno que tan acertadamente su amigo esparcía por el texto, unas recetas que con inusual maestría engarzaban lo técnico con lo cotidiano, el conocimiento de los mecanismos psicológicos con su habitual manifestación conductual.

El autor se siente en la obligación de advertir que mantiene con su amigo graves discrepancias y divergencias en lo referente a la concepción del hombre, a la filosofía del hombre. Discrepancias que en nada empañan, menguan o deslucen la amistad, más bien todo lo contrario, pues sucede lo que afirmaba Aristóteles de sus divergencias con su maestro Platón, salvando las distancias: las controversias refuerzan nuestra amistad porque nos une el férreo amor a la verdad que ambos profesamos.

El autor reprocha al amigo la insuficiencia de su doctrina para encontrar una explicación cabal y coherente a la radical unidad del hombre, en su esencia y en su acción, a pesar de los distintos órdenes de naturaleza (corporal y racional, espiritual) que la conforman.

Pero sobre todo arremete contra su amigo cuando este aconseja, como dinámica existencial, el abandonarse o dejarse arrastrar por una fuerza irresistible e irrefrenable del destino que guía y encauza la vida, una fuerza del destino que, además, ni sabe ni puede definir o perfilar. El hombre vive inmerso en el torbellino de una fuerza ciega e incognoscible. Con ello el amigo del autor dibuja un paisaje vital de horizontes borrosos y borrascosos, en el fondo desesperanzados. Vivir es componer una figura erguida por encima de los sones del destino sin saber muy bien por qué o para qué, es decir, una estampa de la existencia al más genuino tufillo estoico...

Tampoco está de acuerdo el autor con la consideración exclusiva de la filosofía como arte del vivir o arte para vivir. Aunque en este punto, justo es reconocerlo, el amigo del autor alcanza hechuras y maneras de maestro. Al adentrarnos en su terreno existencial, si examinamos las cosas de tejas para abajo desgajando los principios prácticos de la filosofía que los sustenta, en este caso el amigo del autor goza de tal hombría de bien, de tan asolerada experiencia de la vida, enfoca los problemas con una fina comprensión realista y cariñosa, que sus consejos adquieren la vitola de 'recetas para bien vivir', para recorrer la existencia con la postura inhiesta de la humana dignidad a la antigua usanza, antigua usanza que aún conserva la función de arcaduz de dignidades seculares.

Por una legítima 'deformación' profesional el autor reformuló los consejos de su amigo en formato tipo test. No pretende, por tanto, exponer el pensamiento del amigo, ni resumirlo o compendiarlo, tan sólo presentar -de manera asistemática- algunos de sus deleitosos y útiles consejos para sobrellevar los avatares existenciales con un aire de distendida serenidad. El test puede interpretarse, a la par, con una valoración diagnóstica y con una valoración pronóstica. Diagnostica la puntuación directa, bruta, que marca el nivel alcanzado de serenidad. La función pronóstica se desprende del análisis cualitativo de las respuestas; en efecto, en aquellos puntos más flojos de cada ítem el amable lector encontrará los senderos y las pautas que debe emprender para mejorar y elevar las cotas de serenidad.

El amable lector ha de resistir con todas sus fuerzas y energías a la posible tentación de intentar cumplimentar el test por su mujer o marido, el jefe o un compañero de oficina, algún vecino o familiar cercano... El amable lector aplíquese exclusivamente a lo suyo y anote sus puntuaciones personales. Una vez concluido este menester, y si lo considera oportuno, recomiéndele el libro a aquel amigo o conocido, marido o mujer, para quien la autoaplicación del test presumiblemente pueda reportar algún beneficio...

El test

El test es de sencilla autoaplicación y autoevaluación: consta de seis ítems a los que el amable lector responderá en la forma que juzgue conveniente. Los enuncio uno tras otro, de corrido, y a continuación se glosan con brevedad[5] a fin de facilitar la siempre engorrosa y enojosa tarea de autoevaluación:

1.- Tener algún tiempo para pensar

2.- Un cierto despego de los 'status symbol'

3.- Dominar la 'inquieta pereza'

4.- Desterrar la tristeza

5.- 'El arte de descansar'

6.- Un buen amigo

1.- Tener algún tiempo para pensar

La existencia del hombre se trenza alrededor de lo inesperado e imprevisto, de lo insospechado, ya que la vida nos sorprende a cada paso con impredecibles y repentinos meandros. Pero la vida no es ilógicamente imprevisible o caprichosamente impredecible, más bien la vida se adelanta o va más allá de las predicciones del hombre, le fuerza inopinadamente a transitar parajes inexplorados o extraños a sus anhelantes aspiraciones. La vida ve o va más allá... Por eso, cuando el hombre, con el apacible paso del tiempo, repasa y desmenuza el pasado, descubre en él un delicado hilo argumental, y a partir de ahí lo aparentemente casual adquiere un velado estatus lógico[6].

La lógica de la vida no es una lógica exacta o mecánica, sino una cierta lógica de probabilidad, a la cual la inteligencia humana tiene acceso de forma velada e inicial. La inteligencia ha de desvelar la falible lógica de la existencia y, con el inevitable margen de indeterminación, bosquejar los rasgos y las líneas maestras del existir personal, pues al acometer la vida en el espacio de sus propias leyes acotamos los perfiles de lo sorpresivo e inesperado. Esta labor del pensamiento es anterior a la acción, y básica, y el nervio de la serenidad. Se puede concretar en estas tres preguntas enlazadas: ¿eso que pretendo es lógicamente esperable de la vida?; ¿qué medios he de poner para alcanzar esos fines?; ¿con qué dificultades e inconvenientes tropezaré? Si actuásemos de otra forma la vida siempre nos pillará por sorpresa, y terminaríamos tropezando bruscamente con la más genuina realidad. En efecto, es propio del dinamismo psíquico del hombre esperar -en un primer momento- acontecimientos extraordinarios y bienhadados que allanen los caminos en la dirección de sus deseos inmediatos, y en la vida real este tipo de acontecimientos no suelen presentarse, y en las contadas ocasiones que aparecen, surgen con carácter excepcional o de oportunidad única. Más bien sucede todo lo contrario; el tono del vivir cotidiano se escribe en dirección opuesta: la ocupación gustosa cuaja después del trabajo cansino, fatigante o agotador; la ternura apetecible tras el amor sacrificado; el vino de la alegría fermenta en el lagar del áspero dolor...

El autor tiene la impresión de haberse enrollado de tal manera que malamente el amable lector podrá vislumbrar a dónde piensa ir a parar o cuál es la tesis defendida o enunciada. En el fondo se trata de una verdad simple y sencilla, asequible. Intentará explicarse con un fantasioso ejemplo, quimérico... Imagínese el amable lector a un adulto barbado, en excepcional ocasión y por razón peregrina, remoleando en la cama en día de labor cual adolescente dormilón. A partir de ahí, el resto de la escena es hilván de ese hilo imaginado, fantasioso. Las vergonzosamente confesables vueltas y revueltas perezosas y remolonas entre las sábanas calentitas concluyen con un repentino y traumático sofoco a la segunda mirada al despertador... !Los hados no permitan que el cuarto de baño se encuentre ocupado por algún hijo tardón o por la mujer que parsimoniosamente cuida de su enlucido matinal! El hipotético incidente puede finalizar con una incontenida explosión de ira. Ese día el aseo personal se realiza de forma atropellada y, por lo tanto, menos cuidadosa. La prisa excesiva difumina el tránsito entre el aseo, el vestirse y el desayuno; y el entrecruzamiento de tareas, con el fin de acortar los tiempos, consigue que el café tenga sabor a dentífrico, que uno acabe atragantándose, por la postura, al intentar atarse los zapatos al tiempo de degustar una galleta... Ya en el garaje, para colmo, advierte que, con las prisas, ha dejado encima del aparador aquel papelillo con el nombre y el teléfono de un posible cliente..., pero no hay tiempo de regresar. Un semáforo en rojo... y nueva dosis de impaciencia, de inquietud; en la ansiosa espera, a modo de espita de la angustia, nuestro barbado adulto arremete con acritud contra la caótica desorganización del tráfico, la ineptitud del alcalde y del gobierno, y contra... ¡la subida de impuestos! Otro semáforo en rojo... Después de dos o tres maniobras que rozan lo temerario y los lindes de la multa de tráfico, logra entrar en la oficina al límite mismo de los descuidos permitidos... Pero llega alterado, malhumorado, cansado, con el 'ánimo mareado'; ¡hay que tomarse un respiro...!

Regresemos al mundo real y observemos el despertar habitual y responsable de nuestro barbudo adulto: a su hora. Levantarse a la hora es levantarse con el tiempo holgadamente calculado para realizar todos y cada uno de los menesteres mañaneros. Si alguien se retrasara ligeramente en el cuarto de baño, el adulto barbudo no desesperará al primer envite pues aún le resta cierta autonomía de vuelo... Se asea según la rutina acostumbrada, viste una prenda detrás de otra en la secuencia de todos los días y a continuación disfruta del sabroso desayuno, con tiempo de cruzar alguna palabra con alguien de la familia o de hojear la prensa diaria... ¿Y si topa con un semáforo en rojo? Una miradita de reojo sobre el reloj, y al comprobar que todo marcha bajo control, pues... a esperar pacientemente, y con esa sensación de dominio hasta se permite el lujo de canturrear una tonadilla regional, si la garganta o el talante lo permitiesen a esas horas primeras. Ese adulto barbado se planta en la oficina con el ánimo sosegado, tranquilo, y se enfrasca en la tarea con el frescor y el vigor de las energías tempraneras...

Exactamente igual ocurre en la existencia humana: o prevemos los acontecimientos y sus lógicas consecuencias, o los sucesos nos dominan; o le imprimimos una dirección a la vida o los sorpresivos e inesperados ritmos de la existencia nos sofocarán en su vértigo. El fundamento primero de la serenidad es pensar, reflexionar, sobre la vida y en la vida, en abstracto y en concreto. Hemos de dedicarle un tiempo a pensar en la vida y sobre la vida.

Mi amigo, ya lo irá comprobando el amable lector, es tremendamente comprensivo y conocedor de las dificultades de todo tipo por las que atraviesa el hombre corriente, de las inquietas prisas 'de los tiempos modernos', de lo achuchado y apurado de un sinnúmero de economías... Para aquellos casos en que el ritmo trepidante del vivir no permite ni el mínimo hueco a una reflexión sosegada, el amigo del autor aún guarda una puerta abierta para una rebajada serenidad: no andar agobiados. Lo dice así: Es imposible mantener el equilibrio psicológico si el hombre anda agobiado por un trabajo profesional que sobrepasa sus capacidades, o por la inquietud que produce un trabajo que no es apto para llevarlo.

Serenidad y agobio, lógicamente, se oponen. La serenidad pide un ajuste entre las aspiraciones y las expectativas con las capacidades y posibilidades, un equilibrio entre los objetivos y los tiempos y medios precisos para alcanzarlos[7]; en definitiva, medirse, conocerse[8]. No hay ánimo que resista, y no se quiebre, ante un continuo y continuado aturullo en los quehaceres habituales y cotidianos. Por eso la serenidad es amiga entrañable del orden, y el orden también requiere reflexión y planificación.

La amable comprensión del amigo del autor le fuerza a sugerir recursos para no perder la serenidad incluso en temporadas de agobio. El postrer cordón umbilical con la serenidad, cuando el agobio solamente despunta, es la conversación afable con algún amigo, familiar o conocido que de tarde en tarde, a poder ser de forma breve y moderada, nos recuerde la belleza y dignidad de la existencia humana. ¡Felicítese el amable lector si mantiene amistad con persona de tan rara catadura! Telefonéele, ¡béselo!, y suplíquele perseverancia en esa buena costumbre, costumbre de la que pende el sostén y peldaño último para socorrer su (hipotéticamente) endeble, enfermiza y casi moribunda serenidad.

2.- Un cierto despego de los 'status symbol'

Llamamos 'status symbol' a los indicadores del prestigio y posición social y económica de un sujeto. Si empleáramos un lenguaje menos hortera diríamos sencillamente 'bienes de consumo': la inagotable cantidad de artilugios, artefactos, útiles, atuendos, enseres, utensilios, instrumentos, máquinas, 'aparatitos'... y demás cachivaches y chirimbolos capaces de convertir la vida en tan cómoda y agradable.

Por supuesto que el amigo del autor ni los critica ni los ataca, ni nadie en su sano juicio arremeterá contra un efecto y producto del bien hacer y del ingenio humano, contra aquello que amplifica insospechadamente las capacidades instrumentales de hacer el bien (o el mal, ¡desgraciadamente!, según el curso de la libertad), amplía las dimensiones del bienestar y aumenta la calidad de vida. El problema de los 'status symbol' no es de uso o necesidad, sino de abuso o exageración y de situarlos en su correcta ubicación ontológica y existencial.

La nocividad de los 'status symbol' comienza cuando nortean las aspiraciones inmediatas del hombre o si tuercen su contenido instrumental para convertirse en valores de primer rango en las motivaciones del sujeto. En estas condiciones causan profundos y serios estragos en la personalidad, con el agravante de pasar inadvertidos o desconocidos como causa etiológica. El autor no se toma la molestia de argumentar este asunto porque lo considera suficientemente conocido, no en vano constituye el núcleo argumental de la tan afamada y acreditada polémica acerca del 'tener' y el 'ser' en el hombre, una de las discusiones más representativas de las décadas mediales de nuestro siglo.

El amigo del autor añade, además de la honda razón aludida en el último párrafo, que la preocupación excesiva o desmedida por los 'status symbol' aviva en la persona la envidia y elensueño, aunque quizás a buena parte de los adultos les cueste un "hígado" reconocerlo, pues eso de la envidia y el ensueño parecen procederes psicológicos típicos de comportamientos infantiles o adolescentes.

Lo del ensueño da la impresión de ser más llevadero de aceptar. Si la persona se zambulle en la espiral de los 'status symbol' y en la vertiginosa celeridad de su novedosa novedad, difícilmente conseguirá sustraerse a la inquietud psíquica. No es cuestión de comprar o no comprar, disfrutar o no disfrutar, el aparatito o artilugio novedoso, el ensueño se produce al proyectar sus efectos beneficiosos más allá de su condición instrumental. Sucede algo parecido a este imaginario monólogo interior de un consumidor a punto de sucumbir en la compra de un coche último modelo un pelín más caro de lo asequible a su economía familiar: '... además, con la potente suspensión "a rodillo"[9] las curvas ni se notan, con esa suave conducción mi mujer viajará tranquila, es decir, no le gritará a los niños, de esa forma llegaremos al lugar de vacaciones sin crispaciones y enfados, y por lo tanto...' ¡Demasiado para un coche nuevo...! Añádanse los imaginados comentarios elogiosos de los vecinos, la envidieja de algún compañero de oficina, la elevación de la autoestima de la mujer, el ajuste emocional de los hijos al no sentirse inferiores a otros alumnos de padres de mejor posición social... ¡Demasiado para un coche nuevo...! ¡Para qué seguir...! El ensueño... o el estropicio de la imaginación desbordada.

La envidia ya es problema de mayor entidad, y menos soportable. Al autor la envidia le tiene verdaderamente confundido y perplejo en cuanto simple cuestión teórica. ¿Realmente existe o es un constructo teórico de algún psicólogo o asceta desocupado e imaginativo? En su dilatada experiencia jamás topó el autor con mortal alguno que se reconociera envidioso. De ahí sus dudas. A lo mejor sí existe pero se tiene de ella un concepto erróneo. Insistía Aristóteles en que la envidia se enciende por acontecimientos menudos y cercanos entre los iguales, no suelen suscitar la envidia los desiguales (inferiores o superiores). Fíjense en estos encabezamientos de comentarios acerca de familiares o conocidos: "no se que harán con el sueldo, pues poco más o menos..."; "algo 'raro' habrá, pues él fue toda la vida como mi marido..."; "claro, ¡así también yo!, si te contara..."; "más que buen profesional, es que se sabe vender, yo siempre estuve por encima de él en el colegio..."; "¡quién lo iba a decir!, si vieras cómo fue siempre..."

¿Soportarían otro ejemplo ramplón? Compruébenlo en esta excusa, presumiblemente inducida por la envidia, y no excesivamente infrecuente: 'Mamá, ¡el profesor "x" me tiene manía!, le copié el examen a "z" y a él le puso un siete y a mí me suspendió'... (¡Y algunos padres se lo tragan!). En esta situación aconsejo responder a los hijos con un contundente y sonoro zurriagazo (en el sentido metafórico de la expresión) al menos por tres razones: primera, y fundamental, por no estudiar, como era su deber; segunda, por dedicarse a artimañas indecentes e indecorosas ('tráfico de influencia intelectual'); y la tercera, ¡por bobo!, porque ya de copiar... ¡hay que copiar bien!

¡Cuidado con la envidia, mucho cuidado con la envidia! El proceder psicológico de la envidia es sibilino, ladino. A pesar de ello es fácilmente reconocible por los corazones sensibles y acogedores: la envidia se reconoce en los más leves movimientos de tristeza ante el bien ajeno o de alegría ante el mal ajeno. Por eso es tan contraria a la serenidad, porque despierta y enciende el cortejo efervescente y agitado de la tristeza. También desasosiega el cuerpo y alborota la imaginación. De todo esto hemos de hablar, nuevamente, en su lugar correspondiente.

Avisa el amigo del autor que el despego de los 'status symbol' no es tarea sencilla cuando asentó sus tentáculos en la personalidad. Entre otras razones porque una de las condiciones previas para este despegamiento, "sine qua non", es vivir con un cierto mimo la virtud de la templanza, puesto que los primeros movimientos de la envidia y el ensueño se fraguan en los sentidos externos: ahí ha de comenzar la labor de ataque, de gobierno. Con este laconismo define mi amigo la templanza: la comida sirva para dar satisfacción al hambre, y la bebida para extinguir la sed.

3.- Dominar la 'inquieta pereza'

Con relativa frecuencia al concepto popular de pereza se le adhiere una capa pegajosa de gazapos y sofismas. El más dañino, quizá, sea el que pretende identificarla con el no hacer nada. La pereza no es eso, ni por asomo. La posibilidad de vivir sin hacer nada es tremendamente excepcional, en términos de frecuencia; prácticamente se reduce al caso de algún 'insensato jovenzuelo', de ordinario crítico y reivindicador, que vive a costa del esfuerzo del 'egoísta' de su padre... Al margen de esa situación, para el resto de los humanos, la caricatura del perezoso o vago coincide con un señor que de forma casi usual se deja ver unas ocho horitas por su puesto de trabajo, incluso por temporadas despliega una actividad incesante y frenética, febril, para recuperar las horas de palique y bostezo o para disimular ante el jefe, en los atardeceres del mes, los 'retrasos injustificados' en las tareas asignadas...

En su consideración esencial la pereza entronca derechamente con el hacer lo que hay que hacer en el momento en que hay que hacerlo, porque la pereza puede ser compatible o vivir agazapada en el activismo o tras la aparente actividad. Con seguridad el amable lector habrá reparado en cómo frecuentemente los sujetos menos entusiastas en el amarrarse a la tarea laboral suelen resultar los mejor informados de las lagunas y conflictos de otros departamentos o de la empresa en su conjunto, hasta diseñan las soluciones adecuadas y oportunas que, por supuesto, nunca coinciden con las arbitradas por los jefes... En el polo opuesto, y sin ánimo de ser insolidario, quien se aferra con ahínco a su labor no tiene tiempo, ni curiosidad, ni ganas de inmiscuirse en el trabajo de los demás, y menos aún en cuestionar las decisiones de los jefes, entre otras razones porque para eso son... ¡los jefes! ¿Se han fijado que las buenas gentes de natural flojo, y los estudiantes bondadosos pero flacuchos de esfuerzo, casi siempre encaran las vacaciones con ambiciosos planes de trabajo? ¿Y cómo las amas de casa menos ordenadas andan continuamente ordenando armarios? ¿Y los alumnos poco estudiosos siempre a vueltas con horarios y planes nuevos?

Según el amigo del autor la pereza se nutre del 'moverse por las imágenes falsas o momentáneas de las cosas' o del 'hacer lo primero que apetece'. Así, a base de repentinos e insustanciales cambios de actividad e intereses, terminan con el 'ánimo mareado'.

El hombre necesita la acción a la manera de la respiración del pensamiento, por eso la pereza le ataca en la 'almendra' de su posición existencial. Por su peculiar estructura ontológica un hombre sin acción es como un velero sin velas o un avión sin alas... Y cuando el hombre no actúa, para no sentir ese hueco interior, recurre a la acción imaginada. La imaginación proyecta la acción en el futuro[10]; y en el futuro imaginado el trabajo no cansa, las ilusiones no se desvanecen, los ánimo son constantes, las dificultades encuentran soluciones fáciles e inmediatas... En este sentido, un perezosillo acostumbra a ser una persona encantadora repleta de incontables, ambiciosos y complejos proyectos... ¡irrealizables! ¡De nuevo la imaginación! Mézclese una imaginación desbordada, un cuerpo cansino y adormilado, una continua nostalgia por la acción...: 'ánimo mareado'. Y el 'animo mareado', obviamente, no predispone al clima de sosiego y reposo que respira la serenidad.

Conviene diferenciar entre la pereza en cuanto hábito del sujeto y la pereza como disposición de la persona, íntimamente vinculada a la constitución y al temperamento[11]. Este ítem se ocupa de la primera. Un antiguo y admirado profesor, a quien el autor tuvo el placer de disfrutar en sus años mozos, reiterativamente repetía a modo de muletilla educativa: a mí no me importa tener alumnos vagos... ¡mientras estudien!

Bien, para finalizar, recuerde el amable lector que la 'inquieta pereza' se domina en y desde el cumplimiento del deber concreto y cotidiano: hacer lo que hay que hacer en el momento en que hay que hacerlo.

4.- Desterrar la tristeza

Antes de comenzar las apreciaciones sobre la tristeza, y para no desnortarse ni un ápice del genuino realismo existencial, el amigo del autor advierte: se acabarán antes las lágrimas que las causas del dolor... ¡Sí señor, la vida es... difícil, a veces muy difícil! Con acopio de ese felino arte de inacabar las frases para suscitar la imaginación del contertulio y en el tono de 'saudade morriñeira', aquel simpático e imaginario gallego de páginas atrás lo expresaría de esta guisa: '¡La vida tiene unos "momentiños"..., pero para qué les voy a contar!'

¡Para qué les voy a contar...! Por "momentiños"..., en ocasiones o por temporadas, los dardos del dolor y el sufrimiento ahogan o acoquinan los espacios vitales, existenciales. La inevitable presencia del dolor y el sufrimiento no debería representar sorpresa o extrañeza alguna porque un somero sentido común prueba y comprueba la omnipresencia del dolor en las existencias individuales y en la historia de los pueblos. El más chato y ramplón de los realismos confirma que nadie escapa a la experiencia del dolor y el sufrimiento; de un dolor y un sufrimiento en su esencia desnuda, sin sucedáneos, pues como puso de relieve Tomás Moro, con un sentido común reduplicado, por santo y por británico, 'el dolor, si no duele, ya no es dolor'. El nervio del problema no debería situarse en la presencia del dolor y del sufrimiento, sino en aceptar y afrontar el dolor, en saber sufrir los males.

¡Las contumaces, tercas e interminables causas de dolor y sufrimiento...! Sin embargo, dolor y sufrimiento no son sinónimos de tristeza, aunque el dolor y el sufrimiento enciendan y despierten tristezas. La tristeza inunda de negra pesadumbre la textura interior. Ante el dolor y el sufrimiento inevitables el hombre ha de responder con entereza, sin reacciones histéricas o neuróticas, sin aspavientos desproporcionados y teatrales, circenses, sin victimismos amanerados, sin reclamos ególatras, sin dar la murga al primer vecino o pariente cuya bondad o timidez le impida zafarse... La usual maestría del amigo del autor lo condensa en esta fórmula: súfranse todos los destinos con suavidad de ánimo, pues es más de hombres reírse de la vida que llorarla...

El dolor y el sufrimiento, en su vertiente objetiva, son notas cinceladas en el pentagrama de la existencia, datos que se escapan a la esfera de la libertad del hombre; no así la tristeza, que supone una elaboración subjetiva, íntima, de proceder afectivo. La tristeza es una pasión y toda pasión una reacción o respuesta del sujeto; por tanto, acompaña a la pasión el sello de lo personal: depende del hombre. El hombre atesora el señorío de poder gobernar y moderar sus tristezas.

El efecto propio y específico de la tristeza es la pesadumbre del ánimo[12]; la pesadumbre del ánimo conduce a un repliegue o encogimiento del ser sobre sí mismo que paraliza la acción, la actividad[13]. Pesadumbre y pasividad engendran el clima característico de la tristeza: la somnolencia, el bostezo, la dejadez, el hastío, el aburrimiento...; se refugia y alimenta en el "placer" del victimismo, del lamento, de la queja, del reproche... Es decir, desagua en la 'inquieta pereza', una 'inquieta pereza' que desequilibra y desgarra la tranquilidad del ánimo, esa tranquilidad del ánimo antesala de la serenidad.

El hombre, en ocasiones, tiene todo el derecho para estar triste, por efecto del dolor o del sufrimiento, pero jamás para dejarse inundar, abrazar, por la tristeza, por la tristeza inmoderada. 'Hay que sufrir los males como se pasa el invierno', dice el amigo del autor. Bonita y certera expresión, ¿verdad? ¡Gran sabiduría y hondura ontológica se esconde detrás de esa suave metáfora existencial! ¡Es verdad!: hay que sufrir los males como se pasa el invierno...

La vida es difícil, ¡qué caray!, los 'momentiños' augurados por el quejumbroso gallego se arriman a carretadas... ¡Pero tampoco es para tanto si uno se empapa del realismo del vivir! Porque la vida también muestra un lado luminoso, con 'momentiños' de enfáticos gozos y de anhelos inmortales. La vida nos regala desde la contemplación extática de un amanecer, cuando la naturaleza que despierta despliega su magnificente majestuosidad, hasta la vivencia estética ante una obra de arte; los disfrutes de la amistad leal y la simple mirada cristalina del amor humano fecundo, arsenal de tesoros inefables; los arranques briosos, enérgicos y decididos para hacer y extender el bien; los incontables gestos y hechos que patentizan la bondad y nobleza insondables de algunos seres humanos; el instante eterno de saberse amorosamente mirado por Dios, alzar los ojos a lo alto y exultar en el silencio interior: ¡tengo a Dios para mí solito...!

La vida navega mares bravíos, noches de borrasca y de tormenta, y de borrasca con tormenta, que se alternan y conjugan con días de horizontes claros y despejados, con amaneceres encantadores que invitan a la faena y a la aventura... ¡Cuánta experiencia vital rezuma el 'hay que sufrir los males como se pasa el invierno'! Con el mismo realismo necesario para aceptar los inviernos de la vida, y los otoños grises y nostálgicos, hemos de reconocer las olorosas y románticas primaveras, y también los luminosos y coloristas veranos. ¡Incluso la vida hasta nos reserva, como en el ciclo natural, 'veranillos de San Miguel'! El 'veranillo de San Miguel' es conocido en algunas regiones como el 'veranillo del membrillo', por ser esos dos o tres días calurosos de finales de septiembre fecha propicia para el madurar del membrillo. También cuando la vida presagia o apunta algún 'estío', o amenaza una 'tormenta', solemos disfrutar sucesos o momentos inolvidablemente gustosos que bien parecen remanso propicio para acaudalar bríos y ánimos para cruzar el 'invierno'...

Puntuemos lo anterior en la solfa del acaecer cotidiano y habitual, sin la menor concesión al lirismo o a la épica del vivir. El autor, en uno de esos ya comentados escasos días creativos, acuñó una expresión al estilo de su amigo: ¡La vida se encabrita! Encabritarse no es palabra elegida al azar, o por su sonoridad, o por su riqueza metafórica, no; pretende ser reflejo fiel y exacto de la desarmante potencia y poderío, de la fuerza desenfrenada, con la que algunas situaciones vitales amenazan con aplastarnos o arrastrarnos. ¡Se me vino el mundo encima!, que dice el sentir popular. En otras ocasiones la energía del encabritarse de la vida surge con la suavidad de lo inesperado, se entrecuela vagorosamente por los poros del ser, por sus resquicios, helando y petrificando lo que le sale al paso...: una mala noticia, una catástrofe natural, la maliciosa intervención de alguien... y, ¡hala!, al garete las ilusiones, los proyectos o el trabajo de años o de toda una vida... Con el agravante de no poder contar con un turno de réplica o de apelación. ¡Se ha muerto padre...! ¡Y en qué mal momento...! ¡¡Los padres siempre se mueren en muy mal momento...!! ¡Pero para qué les voy a contar...! Por supuesto, bien consciente es el autor del infructuoso e innecesario intento de descubrir los perfiles de la expresión la 'vida se encabrita', porque la propia experiencia del amable lector le permitirá detallarlo minuciosamente en todas sus aristas y recovecos. ¿Y si resultara vivencia desconocida para algún amable lector? Ni se inquiete, ni se preocupe, ni se apure, que si no se muere pronto... ¡lo sabrá![14]

Ese tono de crudo y estricto realismo, conjugando los buenos y malos 'momentiños', abona el terreno propicio y fecundo para la serenidad, pero la tristeza anega ese ambiente porque lo colorea de su negra pesadumbre, inunda las capacidades y expectativas del hombre de una tonalidad temerosa y melancólica, ansiosa y agobiante. ¿Me permiten imitar a mi amigo?: bébase la vida a sorbos lentos de ánimos largos, y cuando la vida 'se encabrite' preciso será 'sufrir los males como se pasa el invierno'...

5.- 'El arte de descansar'

Más vale no dejarse seducir por las simples apariencias y no catalogar este ítem como una tesis menor o incluirla en los factores de segundo orden para la serenidad: el descanso es vital para el equilibrio del ánimo, a pesar de no ser un requisito esencial. El descanso, en buena lógica, ocupa una plaza posterior al cansancio, por eso conviene tomarse la ligera molestia de comenzar repasando alguna de las notas nucleares del concepto de cansancio.

Cansancio y serenidad casan mal, salvo en personalidades muy maduras, porque el cansancio 'recuece' el ánimo y activa la ira. El proceso psicológico del cansancio cursa, más o menos, según la siguiente secuenciación: el cansancio y la fatiga despiertan a la tristeza, pues la tristeza es una sensación inmediata al malestar biológico, del cuerpo; la tristeza apesadumbra el ánimo y estanca la acción, y para sacudirse esa pesadumbre interior el hombre tiende a refugiarse en la imaginación; pero esa imaginación, gobernada por la tristeza, tiñe el presente y proyecta el futuro según la sombra de su oscura tonalidad y, de esa manera, lo por venir adquiere tintes pesimistas, de ahogo vital, de ansiedad o angustia... En definitiva, el cansancio vivencia negativamente las acciones presentes y problematiza las futuras. En ese clima ansioso, inquieto, difícilmente arraiga el ánimo tranquilo, sereno.

Este proceder psicológico explica por qué en temporadas de exceso de cansancio o de fatiga, de agotamiento, la realidad circundante -cotidiana-, los problemas de todos los días, pueden adquirir un tono de problematicidad aguda, con sensación de encontrarse frente a situaciones insuperables o insoportables, pero que en el fondo carecen de base objetiva alguna porque son meras proyecciones subjetivas de la tonalidad interior.

Ahora bien, y a pesar de lo dicho, reafirmamos la tesis mantenida páginas atrás: cansarse hay que cansarse si se pretende ser un profesional competente y dar de comer a los niños... Luego, el problema no es el cansancio sino el aprender a dominar sus efectos nocivos o perniciosos, y para contribuir a ello se ha inventado el 'arte de saber descansar'. De dónde deducimos el primer axioma del descanso: el descanso siempre sigue al cansancio y cumple la misión de reparar fuerzas para volverse a cansar... Lógico, ¿no?

También podríamos expresarlo en un lenguaje empresarial: los profesionales competentes programan el descanso como un factor más del rendimiento. Aunque pueda sonar a paradójico, es preciso convencerse de  que la vida no se disfruta tanto por el descanso cuanto por el trabajo gustoso. Afirmación, como el amable lector comprenderá, que cobra un contenido críptico para una buena parte de la juventud, y para algún madurito o madurita que todavía no abandonó las querencias juveniles.

Tampoco los jóvenes, al disfrutar de la plenitud del vigor corporal, son conscientes de la limitación de las energías del cuerpo y actúan como si la explosión de la vitalidad fuese un caudal inagotable. ¡Cuidado! En este sentido conviene no olvidar tres cuestiones capitales. Primera, para la salud corporal el descanso es una necesidad psicosomática del mismo rango que el comer, dormir, beber... Segunda, los excesos o el mal uso de las energías corporales pasan factura, antes o después, en términos de quebranto del bienestar o de la salud. Tercera, la urgencia del descanso aumenta al ritmo que disminuyen las fuerzas del ardor juvenil, por efecto de ese "maravilloso" proceso que recibe el sugestivo nombre de 'envejecimiento'...[15]

Y una última consideración a este respecto, sustanciosa. El descanso es una acción del hombre y, por lo tanto, opuesta y contraria a la pereza; o dicho de otra forma, la pereza no descansa, todo lo contrario, cansa. Para argumentarlo basta con refrescar los cercanos comentarios sobre la 'inquieta pereza' y el 'ánimo mareado'. Lo que nos lleva a concluir: cualquier tipo o género de descanso que lesione, disminuya, interfiera o quiebre los hábitos, disposiciones y costumbres del buen trabajo y para el buen trabajo no implica descanso en el sentido de 'descanso humano'. Y esta conclusión nos conduce a una noción fundamental: el descanso es una necesidad del hombre, del hombre entero (espíritu y materia), y no exclusivamente del cuerpo. El hombre necesita distanciarse momentáneamente de la actividad material para no echar en el olvido los bienes y goces del espíritu, y también restablecer los desgastes psicofísicos. Con todo lo avanzado hasta aquí, reformulamos el rótulo anterior: 'el arte de saber descansar como seres humanos'.

Aunque cansancio y serenidad casan mal, sin embargo, el cansancio habitual y corriente no suele presentar especiales dificultades para el hombre, normalmente los problemas acostumbran a aparecer con los primeros síntomas de agotamiento o de agobio. Hasta en el cansancio el hombre precisa moderación y mesura. Un primer paso del 'arte de descansar' consiste en estar alerta para no caer en el agotamiento o en el agobio.

Generalmente el agotamiento y el agobio no son efecto de la abundancia o exceso de trabajo, más bien crecen en las arenas movedizas de la 'inquieta pereza' o de la falta de orden (o programación). Si el trabajo y las ocupaciones abundan, y cada tarea no se hace en el tiempo y los tiempos pertinentes, a partir de ahí, el resto de la actividad, entra en un febril torbellino que inevitablemente conduce al aturdimiento y al trabajo insuficientemente o mal acabado, con la consiguiente insatisfacción, pues las buenas gentes aspiran a hacer las cosas bien hechas, y las cosas bien hechas guardan un especial parentesco con la calma y el sosiego, la tranquilidad.

También pueden nacer de una preocupación desmedida o excesiva, obsesiva o a deshora, especialmente si esta preocupación no se continúa con la correspondiente acción práctica. Las preocupaciones y responsabilidades familiares, sociales, profesionales, requieren orden y concierto, mesura y proporción, es decir, gobierno racional, so riesgo de quedarse en simples movimientos afectivos que cursan según las leyes tornadizas y convulsas de lo psicosomático. Por eso insiste el amigo del autor en la ineludible necesidad de la disciplina mental, para pensar en los momentos oportunos (y sólo en ellos), actuar a su tiempo, y olvidarse de las preocupaciones cuando no se debe o no se puede hacer ni lo uno ni lo otro. Una disciplina mental que ordena la siguiente secuencia: pensamiento-acción-tiempo. Lo que se puede expresar de esta otra forma: estar en lo que hay que estar.

Una vez ahuyentados el agobio y el agotamiento, volvemos al cansancio habitual. El cansancio diario, decíamos, no suele presentar especiales dificultades psicológicas para el hombre. En una corporalidad sana el cansancio provocado por un abundante e intenso trabajo y el trajinar de todos los días, se remedia con los procedimientos y mecanismos propios de la cotidaneidad: el debilitamiento de las energías corporales se restituye con una comida sana, la galbana tras unas horas de trabajo se disipa con una simple conversación amistosa o un rato de lectura apacible, la fatiga de una jornada agotadora desaparece con un sueño tranquilo y reparador.

Contrariamente al sentir popular, el descanso habitual no necesita tomarse mucho tiempo, o tiempos largos[16]. Un autor del siglo XIII afirmaba que el descanso es como la sal de la actividad, basta una pizca para dar sabor y gusto a un suculento cocido; en la misma línea, en el siglo XVII, otro autor lo comparaba a las salsas, que sin ser lo más nutritivo y enjundioso, aderezan las comidas. A excepción de esos parones semanales, trimestrales, anuales, reivindicados por el sentido común, y que son solaz del espíritu y remanso de convivencia y oración, en condiciones de normalidad psíquica y de salud, el descanso es cuestión de gotas y de respetar los tiempos y el ritmo de los ciclos vitales.

Ahora bien, no siempre la vida nos permite la posibilidad de mantener ese ritmo regular y programado de los descansos habituales, a veces la vida se 'encabrita', y la vida se puede encabritar por cualquiera de sus variadísimos flancos: conflictos, situaciones o preocupaciones objetivamente graves; premura o cronicidad de conflictos o situaciones difíciles; extralimitarse en las cargas laborales; responsabilidades o condiciones vitales que apesadumbran; recargas del ánimo; preludios de estrés; momentos iniciales o álgidos de sufrimientos doloridos o dolorosos... En todas esas variopintas circunstancias es preciso recurrir a remedios de acción inmediata y de eficacia probada.

Entre los remedios accesibles y válidos, eficaces, destaca el pasear, el andar. Un autor, no recuerdo bien si a finales del siglo XVI o principios del XVII -y por encontrarnos en el epígrafe dedicado al descanso no he de molestarme en buscarlo en el fichero...- recomendaba, también para los accesos de ira, 'paseos tranquilos por parajes bellos cantando cancioncillas piadosas'. Eso de las 'cancioncillas piadosas' quizá se pueda obviar, pero sí entonando tonadillas de cadencias armoniosas, nada estridentes, con letras de susurros amorosos de añejo sabor romanticón, de ésas que mecen las emociones y los sentimientos... Póngalo a prueba el amable lector y experimentará cómo se evaporan los exudados del ánimo y la intimidad subjetiva se tiñe de una tonalidad apacible y animosa. Se puede sustituir por un rato de algún deporte no violento, compatible con la edad del sujeto. En definitiva, cansar el cuerpo con sosegada suavidad para controlar el desbordamiento imaginativo y para facilitar el conciliar el sueño.

Tomás de Aquino aconsejaba algo de resultados casi taumatúrgicos, dada la desproporción entre el remedio y sus efectos: un baño reposado en agua tibia, o calentita[17]. ¡Un remedio genial!, y barato. Un remedio conocido por las abuelas a la antigua usanza, quienes recomendaban bañar a los bebés en agua tibia antes de acostarlos. Tenga presente el amable lector que estos remedios son de aplicación en situaciones de alguna excepcionalidad, no para practicarlos diariamente. ¡Mira que dedicarle todos los días un buen rato a remojar tierna y adormiladamente el ánimo en bañera cómoda y con sales olorosas, si el sujeto ya ha cumplido los cuatro o cinco meses y tiene la obligación de alimentar a la mujer y a los hijos...!

El amigo del autor también conoce un recurso eficacísimo para las circunstancias de alguna excepcionalidad: una copita de vino antes de retirarse a dormir. Lo explica porque ayuda al sueño, al sueño profundo. Advierte el amigo del autor que para la eficacia del remedio han de cumplirse dos condiciones previas. En primer lugar, que el vino no sea "peleón", porque los vinos peleones suelen ser 'cabezones', es decir, levantan dolor de cabeza, y el dolor de cabeza desasosiega el sueño. En segundo lugar, la persona en cuestión no ha de ser bebedor habitual, pues una copita de más en un bebedor habitual se acerca peligrosamente a la borrachera, y la borrachera da muy mal dormir, por la sed.

¡Qué sabiduría del vivir y conocimiento de la psicología humana escondían aquellos ponches de nuestras abuelas! Todavía hoy se pueden recomendar para curar alguna gripe y alguna 'gripe del ánimo'. El autor se siente en la necesidad de insistir, aun a riesgo de resultar plúmbeo, en el carácter excepcional de este tipo de remedios, si algún amable lector se tomara este consejo como remedio habitual o frecuente, con casi absoluta seguridad le pronostica que no acabará descansado sino un tantico borrachín...[18]

El amable lector habrá advertido que todas las recomendaciones coinciden en converger en torno al buen dormir, y es que el sueño es el remedio de los remedios para el cansancio y la tristeza. No hay cansancio, responsabilidad o situación conflictiva, en condiciones de normalidad, que se resista a un sueño profundo y prolongado. En este sentido la cultura ha acuñado una cita clásica, y por clásica obligada: "El sueño restablece los miembros debilitados para el trabajo, alivia las mentes fatigadas y libera a los angustiados de sus penas"[19]. Parece increíble el poder reparador del sueño, tanto a nivel biológico, como psicológico o racional.

La eficacia de esta virtud reparadora del sueño se multiplica si conocemos su dinamismo, y algún truquillo. El autor da fe de su sólido convencimiento en la certeza de las apreciaciones siguientes, surgidas de la simple observación experiencial, al tiempo que reconoce su absoluta ignorancia acerca de los mecanismos y procesos que las sustentan. De todos modos el amable lector tiene a su alcance el confrontar y cotejar la veracidad de lo afirmado con su experiencia personal. Un primer asunto, cada organismo tiene una personal necesidad o capacidad de sueño; conocer este extremo es de vital importancia para esta especie de terapia del sueño: si no se alcanza ese mínimo se inutiliza buena parte de su poder reparador, pero más ineficaz resulta si se sobrepasa. Otra cuestión, el madrugar, a igualdad de horas, rentabiliza los efectos beneficiosos del sueño; quiero decir, se descansa mejor desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana, que acostarse a las doce y levantarse a las doce (en algún determinado tipo constitucional sucede precisamente al revés). Un tercer asunto, y último, con la única excepción de los casos de anomalías afectivas, el sueño aumenta su poder reparador si el sujeto al acostarse pone el despertador...

Antes de finalizar resulta obligada una referencia al otro recurso potente contra el cansancio y la tristeza: la amistad. La amistad es tan importante para el descanso del espíritu como el sueño para el descanso del cuerpo. Y la amistad añade a nuestro asunto un valor metodológico sobreañadido, pues nos introduce de la mano en el ítem final del test.

¡Ah, casi se me olvida! A pesar de encontrarse explícita e implícitamente dicho en las consideraciones anteriores y resultar una advertencia innecesaria para el amable lector, el autor recuerda, a título de cierre del razonamiento, que han menester del 'arte de descansar' exclusivamente los que se han 'cansado' trabajando duro e intenso... En el hipotético caso contrario, primero comiencen por aplicarse con ahínco al dominio de la 'inquieta pereza' y sólo a continuación recuerden los recursos y remedios de este epígrafe.

6.- Un buen amigo

El amigo del autor afirma con cabal rotundidad: no hay cosa que tanto equilibre el ánimo cómo una dulce y fiel amistad. Una proposición argumentable por vía negativa, basta con comprobar como la soledad despierta una tristeza amarga, sombría y opaca. La naturaleza esencialmente social del hombre ha de expandirse y ejercitarse en el quehacer de la vida corriente y cotidiana: para sabernos humanos necesitamos la cercana experiencia del querer y el ser querido, del llorar y reír juntos, de sentirnos solidarios allá donde encontramos pena, o desconsuelo o desencanto; las alegrías engolfan a la persona en la medida que escuchamos su eco sonoro en los corazones amigables y amistosos; y, ¡tantas veces!, para sufrir erguidos hemos de acercarnos a un desahogadero o a un rodrigón, apoyarnos en la muleta de un hombro fuerte o de un brazo rocoso...

Víctor García Hoz describe la amistad como un suave dejarse estar en compañía del amigo. Y es que la amistad sincera produce suaves efectos en la afectividad. Tonifica y equilibra los ánimos atizados por los vaivenes existenciales y el trajinar de todos los días; remansa las euforias y atenúa las pesadumbres; es acicate y espuela en las dificultades al tiempo que bálsamo para las heridas de la vida... La conversación amigable y amistosa holga el espíritu, esponja el ánimo, amplifica y despeja los horizontes vitales, disipa el cansancio y mitiga la tristeza: las penas compartidas parecen menos penas y las alegrías compartidas contagian los ánimos.

Pero..., si siempre la amistad resultó vino de crianza esmerada y selectiva, en los tiempos que corren da la impresión de ser un bien en veda. Quizá algún amable lector, a la vista del tenaz individualismo de la sociedad actual, considere que con esta lírica de la amistad el amigo del autor se ha dejado inundar por el idealismo, o al menos no se encuentra tan cercano a lo real como nos tiene acostumbrados. Convénzase, amable y paciente lector, del realismo de mi amigo: 'Pero en estos tiempos, que son tiempos difíciles y con tanta falta de amigos, al menos no se elijan hombres tristes, que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les sirva de motivo para quejas; y aunque tengan fe y amor, es contrario al equilibrio psicológico el amigo que anda siempre inquieto y el que se lamenta de todo'. Para interpretar el pensamiento anterior en su sentido correcto sepa el amable lector que mi amigo no es cristiano; es decir, emplea la expresión 'fe y amor' en su significación exclusivamente humana.

Pues a pesar y en medio de ese feroz y atroz individualismo aún puede florecer tibiamente la serenidad, el equilibrio del ánimo, a condición de no frecuentar el trato de gentes tristes, de ésas que todo lo lloran y todo le sirve de ocasión y motivo de quejas y lamentos... ¿Verdad que existen personas así? Gentes hay que otean el futuro como presagio de desgracias. ¿No es posible que alguna vez, por momentos o temporadas, ¡excepcionalmente!, también nosotros fuimos gentes que todo le servía de motivo para quejas y lamentos...? A este tipo de sujetos, o de (personales) tonalidades afectivas, hemos de huirle como a apestados, y gritarle desde la distancia: no te me acerques que me 'jorobas' mi ya frágil y quebradiza serenidad. Repare el amable lector que en las últimas líneas el autor se permitió una frágil licencia a la ironía, cosa poco habitual en él, pues todas las personas, desde las de ánimo sepulturero hasta nosotros mismos en los peores momentos, merecen la cortesía y deferencia de nuestra consideración más distinguida; una cosa es el estereotipo caricaturesco, pedagógico, y otra la persona singular. Todavía más, tenemos la obligación de acercarnos allí donde las bravuras del vivir o lo avinagrado del corazón han dejado el poso del desconsuelo o el desencanto, para intentar aliviar penas y regalar unos gramos de optimismo y contento.

Y así, con la esperanza de entablar nuevas amistades, llegamos la final del test. El autor espera que los distintos brochazos para contestar los ítems facilitaran al amable lector la siempre engorrosa tarea de la autoevaluación. Por supuesto, también da por descontado que el amable lector habrá sumado la puntuación sobrada para presumir ante familiares y conocidos de una serenidad afortunada y guapa...

Del amigo del autor

Previsiblemente a aquellos amables lectores cuya impertérrita serenidad les permitió alcanzar este punto, les asaltarán al menos dos interrogantes. El primero: ¿nos presentará a ese amigo tan reiteradamente nombrado y aún por nombrar? El segundo abordará a los lectores de férrea atención; este tipo de lectores recordará que esta segunda parte del libro ampulosamente se titulaba "de los tiempos modernos", y ante el curso tomado por la escritura del autor, se plantearán una disyuntiva en estos o parecidos términos: ¿será una errata de imprenta o sencillamente el autor se ha enfrascado o distraído con la serenidad y para nada ha tocado ni los tiempos modernos ni tampoco los antiguos? Ya se sabe, disculparán los lectores benevolentes, que los hombres dados a los menesteres de los muchos libros suelen ser proclives a este tipo de deslices u olvidos... ¡Ya lo siento!, pero no hubo olvido, y al desvelar uno de los interrogantes espero despejar los dos. Mi amigo se llama... Lucio Anneo Séneca, escritor cordobés del siglo primero[20].

El autor recurrió a este divertimento, a este juego, con la sana intención de provocar en algún amable lector la ligera impresión de estarnos refiriendo al pensamiento de algún filósofo o psicólogo moderno. De ahí lo "de los tiempos modernos".

Advierto a los amables lectores entusiastas o juvenilmente apasionados, o a los menos duchos en los itinerarios del trabajo intelectual, que este tipo de juegos no esconden ningún sibaritismo intelectual, más bien representan una cabriola o malabarismo del pensamiento. Ni evidencian una especial agudeza de ingenio ni construyen pensamiento, pues una sola cita no hace doctrina. El autor, simple y llanamente, pretende decir algo adornándose con una cita culta. Tampoco puede presumir de original, ni en el planteamiento ni en la técnica.

La idea de conversar y recomendar a Séneca, con las cautelas ya enunciadas, se la sugirió Descartes en una de sus cartas a la princesa Elisabeth[21]: "Cuando elegí el libro de Séneca 'De vita beata' para proponerlo a Vuestra Alteza como una conversación que pudiera serle agradable, sólo tuve en cuenta la reputación del autor y la dignidad del tema, sin pensar en la manera como lo trata, la cual, al considerarla luego, no la encuentro lo bastante exacta como para que merezca ser seguida. Pero para que Vuestra Alteza pueda juzgar más fácilmente al respecto trataré de explicar aquí de qué modo tiene que ser tratado este tema por un filósofo como él, que, al no estar iluminado por la fe, sólo tenía la razón natural como guía..."

En la técnica también el autor resultó un alumno copión. Azorín escribió un famosísimo artículo con esta técnica. El artículo comenzaba con la descripción de un lector que entre sus manos mantenía abierto un libro, del libro sobresalían unas tiritas de papel en blanco, de cada una de las tiritas Azorín copiaba el párrafo subrayado por el lector, sólo al final, al cerrar el libro, se podía leer el título y el autor....

Por supuesto, el autor no ha jugado con lo que no se puede jugar: el pensamiento de Séneca. Aunque, recuerde el amable lector, tampoco se pretendía presentar su pensamiento, sino una escogida serie de 'vitolas para bien vivir'. Las citas son fieles adornadas con la ligera cosmética que evitara el reconocimiento, por eso no se han encomillado los textos[22]; esta fidelidad a los textos quizás indujo a algún amable lector a formarse un concepto equivocado de 'mi amigo', tal vez como un escritor un poco cursi o algo retórico, no es eso; el sabor rancio corresponde a la construcción antigua, rancia ya por el desuso. Para mantener este cierto camuflaje recurrimos a la traducción de una edición popular y buscamos sinónimos -pocos- para aquellos términos o expresiones que de otra forma darían pistas definitivas sobre la personalidad o la época del amigo del autor. Por ejemplo, allí donde Séneca habla de 'la tranquilidad del ánimo' se ha remozado por 'psicología del hombre equilibrado', para referirse a los antiguos 'bienes de hacienda y fortuna' acuñamos el americanismo horrible e insustancial de los 'status symbol'; el antiguo 'negocio' deja paso al moderno 'trabajo' y el sereno 'ocio' al "infrecuente" 'pensar'... De todos modos no pasa de ser un superficial maquillaje, pues para no desvirtuar el genuino pensamiento de Séneca, el autor ha debido mantener expresiones que bien podían otorgar pistas casi definitivas: 'ánimo mareado', 'súfranse todos los destinos'..., 'y aunque tengan fe y amor'...

Con esta parafernalia silvestremente intelectual el autor pretendía, como ya adelantó, servirse de una cita culta para presentar al amable lector tres profundas reflexiones que sospecha pueden resultar de utilidad al hombre corriente y moliente de este siglo que declina:

Primera: ¡existe la naturaleza humana! La almendra ontológica es independiente de los tiempos existenciales, de los tiempos que le haya tocado vivir al hombre. ¡Casi resulta imposible imaginar a las gentes del siglo I agobiadas por la aceleración y las preocupaciones del trabajo! Es que no agobia tanto el trabajo cuanto se agobia el hombre en el trabajo. ¿Y que el siglo I pudiera definirse como tiempo de pocos amigos? Si se movían en el espacio geográfico de una aldea... ¡Quién iba a sospechar que el siglo I, en apreciación de Séneca, era tiempo de cenizos y agoreros...! En el hombre, dentro del hombre, ahí anida primaria y fundamentalmente el secreto del sufrimiento y de la felicidad. Los tiempos que corren, desde esta óptica, son meramente reactivos.

Segunda: para la felicidad humana es accidental el progreso, los medios y recursos técnicos e instrumentales. Entiéndase bien lo afirmado por el autor y su amigo, Séneca, y no les achaquen o critiquen aquello que no han dicho. El progreso científico-técnico es beneficioso para el hombre, sin discusión. Es más, la ausencia de progreso revelaría un estancamiento o decadencia del hombre, pues el hombre es un ser creativo y un ser para la acción; el hombre tiene el mandato divino de sojuzgar la tierra, de pastorear la naturaleza. Sin embargo, los frutos o efectos del trabajo, el progreso, se sitúan en la línea de lo instrumental o accidental para el ser del hombre y, por lo tanto, no tienen capacidad de suplencia o suplantación de los dinamismos esenciales; es decir, la felicidad se agazapa detrás de los actos conformes a la naturaleza humana, y no detrás de los logros o los éxitos sociales o profesionales. Einstein condensaba esta idea en una frase de especial hondura: 'El problema no es la bomba atómica, el problema es el corazón del hombre'.

También se puede expresar en un lenguaje al gusto del autor: el hombre deviene feliz cuando labora con honradez e intensidad, cuando ama con lealtad y finura, cuando sufre con una tenue sonrisa que destila una serenidad refrescante..., y no al cambiar de coche o al comprarse una novedosa lavadora que acopla a cada programa de lavado una melodía clásica... Sin que, por supuesto, sea malo, sino todo lo contrario, cambiar de coche o adquirir una lavadora que además de lavar más blanco nos acerque a los ocultos placeres de la melomanía...

Tercera: ¡No es nuevo lo de los tiempos malos! Al menos en el siglo I ya los autodiagnosticaban como tiempos difíciles. Si el amable lector tuviera unos gramos de tiempo y paciencia, lo que cuadraría a la perfección en un texto sobre la serenidad, le propongo un paseo por la historia de los siglos leyendo a autores que coincidan en escribir acerca del vivir del hombre, independientemente del enfoque o la profesión, y se sorprenderá de la cantidad ingente de diagnósticos aciagos y vaticinios funestos que jalonan la historia de nuestros 'optimistas' antepasados... Encontrará, también, una variopinta riqueza de expresiones de este tipo: '¿a dónde vamos a ir a parar?', '¿qué mundo insufrible legaremos a nuestros hijos?', '¡la humanidad se autodestruye!', 'no habrá espacio para todos, ni alimentos, ni energía, ni focas... ¡ni dinosaurios!' Da la impresión que el encargo de profeta de desgracias o el oficio de providentes es un ministerio al gusto de los intelectuales de todos los tiempos. La mayoría tiende a olvidar que el oficio providente le corresponde exclusivamente a Dios, por naturaleza.

No concedamos a este tipo de nefastas previsiones o profecías un carácter más allá de la simple señal de alarma o indicador de caminos. Y en vez de anclarnos en los lamentos o en las altisonantes y aparatosas predicciones de desgracias, empecinémonos en el amable y noble empeño de buscar soluciones, de encontrar salidas, que es la huella tangible del señorío del hombre sobre la naturaleza. El mundo sigue en pie a pesar  de las alarmantes y angustiosas predicciones agoreras de nuestros abuelos, de las previsiones cicateras de los 'científicos' de otros tiempos; no hagamos más el ridículo, por mucho que nuestros negativos vaticinios los encelofanemos al murmullo del lenguaje científico de la más rabiosa actualidad. Ese fichero que tanta pereza me da consultar, aún debe conservar una ficha que recoge la "clarividente" profecía de un autor en 1760: "Los bosques serán talados hasta el punto de que dentro de algún tiempo los hombres carecerán de madera para calentarse y para cocinar sus alimentos". ¿Comprenden la precariedad de las variables predictivas conjugadas por nuestro "intrépido" autor? En su horizonte científico no había un mínimo resquicio para imaginar la energía de fusión, o la fototónica, la solar, los generadores isotópicos o... ¡el petróleo! ¡Aún peor!: el pobre hombre, con toda su renombría a cuestas, desconocía ¡¡el carbón!! Ingenuo pensador, vaticinaba el devenir del bienestar humano en función de la ¡cantidad de madera! No hagamos más el ridículo, por favor.

Aprovechemos el tiempo y el ingenio en detectar los problemas para encontrar soluciones adecuadas e inteligentes, con la certidumbre de la capacidad de inventar, descubrir, crear, que alberga el corazón del hombre cabal. Contemos, además, con la fidelidad de Dios en el cumplimiento de su encargo providente y con su inagotable e infinita misericordia, una misericordia paternalmente amorosa. Encaremos el futuro con talante optimista y gastemos los esfuerzos y los bríos en atajar el mal en su raíz: 'el problema no es la bomba atómica, el problema es el corazón del hombre'.

¿Pretende el autor conducir al amable lector a un optimismo entusiasta o ingenuo? Nada más alejado de su intención. Y si en algo el escrito se deslizara por esa dirección, sería efecto de las malas entendederas del amable lector o de la escasa pericia del autor en explicar sus pensamientos. Y para no lesionar las 'entendederas' del amable lector ni con la suave bruma de la duda, hemos de inclinarnos por la segunda razón...

El hombre es libre. El acontecer de la historia es responsabilidad del hombre. El mal existe, y abundante, y lacerante. Y el mal es responsabilidad única y exclusiva, directa e inmediata de las acciones de hombres concretos, de hombres con nombres y apellidos, de hombres que intervinieron en momentos y situaciones determinados del acontecer histórico. Es decir, la historia pudo cambiar si ellos tomaran otras decisiones voluntarias. Somos los hombres singulares quienes construimos la estructura y el tejido social. Junto a ellos, con ellos, también existen hombres singulares, con nombres y apellidos, capaces de explorar y ensayar veredas y soluciones del lado del bien, de la dignidad del hombre. Como diría Viktor Frankl, sólo existen dos razas de hombres: la raza de los hombres 'buenos' y la de los 'menos buenos'. En nuestros cálculos hemos de contar con las dos razas. ¿Que nos quedamos sin alimentos para la humanidad? ¿No sabremos rentabilizar mejor la fertilidad de las tierras, un uso más adecuado de los ciclos naturales? ¿Tampoco hay energía? ¿No habrá alguien que descubra nuevas formas de energía, o fórmulas técnicas que permitan una optimización de los recursos existentes? ¡Seguro...! Gastemos el ingenio y el esfuerzo en rentabilizar las potencialidades y facultades del hombre para el bien y hacia el bien, y ahorremos el tiempo y el dinero en los vaticinios seductores de una ciencia, ideología o política que tan sólo percibe los tonos oscuros y negros de la realidad. Y el hombre creído, con fe, hágalo con la segura convicción de que 'aún no se abreviado el poder de Dios'...

Pero tampoco pretende el autor incitar al entusiasmo, al siempre arriesgado y tornadizo juego afectivo de optimismos y pesimismos, de optimismos frente a pesimismos. Optimismo y pesimismo son sentimientos, y nunca los sentimientos pueden tomarse como argumentos. Conviene desterrar el sencillo cliché de "la media botella..." Hay que ser realistas, objetivos. Lo de "la media botella", pues... ¡depende!: si en la media botella sólo queda la mitad de la medicina que a uno le salvaría la vida, pues se muere uno "la mitad" pero, ¡eso sí!, con mucho optimismo...

Contrariamente a lo que pueda parecer, el autor intenta sugerir al amable lector la vía del más puro y objetivo de los realismos. ¡Las cosas son como son! Y el más rabioso de los realismos permite esta tajante y rotunda afirmación: ¡Los tiempos actuales son los mejores tiempos de la historia! ¿En qué se fundamenta? En que los tiempos presentes son los únicos tiempos en los que el amable lector y el autor pueden alcanzar la felicidad porque no disfrutaremos otros. Si esperásemos tiempos mejores, o menos problemáticos, o más propicios, con toda seguridad nos cogería en exceso cansados de esperar o, a lo mejor, 'criando jaramagos'...

El autor se encuentra tan convencido de la necesidad de un pragmático realismo que la incluye como la condición intelectual previa y necesaria para la felicidad. En un primer paso el realismo ha de establecer un diagnóstico preciso y certero de las circunstancias y acontecimientos; y en un segundo paso, jugar el juego del mineral y la ganga, juego al que tiene un especial hábito el hombre acostumbrado a contemplar los aconteceres desde una perspectiva providente. El realismo es, por tanto, el arte de saber entresacar a las circunstancias su mejor lado, su escorzo menos desfavorecido...

Quizá al analizar 'los tiempos modernos' con este enfoque realista, desde la vertiente del vivir hondo del hombre (filosofía-psicológica), se obtenga un cuadro con predominio de sombras, un cuadro que dibuja un paisaje de tonos sombríos y horizontes cenicientos[23]; un análisis que si no conduce al dramatismo y a la desesperanza, al menos sí invita al desencanto... No obstante, y a pesar de lo certero y ajustado de esos diagnósticos, a nada conducen, no hacen camino, si se mantienen en el plano del lamento estéril e insolidario, o en la rimbombante y sonora declaración de 'enérgica condena' de la institución de turno u oficio; de manera especial si esas previsiones y vaticinios corresponden a científicos, organismos o conferencias internacionales de esas que todo lo lloran y todo le sirve de motivo para quejas y lamentos, de quienes amable y cortésmente recomendaba Séneca huir. Ante tamaño cúmulo de malos presagios, catástrofes y desgracias que parecen reservarnos los tiempos por venir, la postura correcta y sensata es el optimismo mezclado con una guindita de humor. El autor lo aprendió de una de las plumas más sombrías que ha surcado la historia de la literatura, Kafka, por paradójico que pueda parecer: 'Las cosas iban tan mal... que necesariamente ¡mejoraron!'

Las consideraciones anteriores, con seguridad, se apartan un tanto, o un mucho, del carril por el que discurre la vida del hombre corriente y moliente. Es muy probable que ese despunte de pesimismo existencial, de cenizo o agorero perpetuo y global, ¡gracias a Dios!, sólo roce ocasionalmente al amable lector, casi siempre como consecuencia de la fatiga o del exceso de trabajo y preocupaciones. Previsiblemente resulte más cercano al acontecer ordinario otra actitud que recoge Tagore, con su habitual belleza, en "Pájaros perdidos"[24]: "Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas". ¿Verdad que sí? Aquí, sí. Aquí el retrato, sin ánimo de molestar, puede adquirir contenidos o tonos familiares, frecuentes: si llueve, porque nos mojamos; si reluce el sol, porque aprieta 'la calor'...

Por un momento el autor dudó si ejemplarizaba o no la actitud anterior con detalles del quehacer cotidiano, desistió ante la posibilidad de herir la susceptibilidad de algún amable lector al reconocerse retratado en esas nostalgias o apegamientos al pasado o en los sueños de un idílico futuro, que tanto impiden el disfrutar del tiempo más precioso y hermoso: el hoy.

No obstante, y por cuestión de honor[25], ha de hacer una excepción y contar una anécdota de la vida misma. Ocurrió no hará más de dos o tres años. Hallábase el autor impartiendo un curso en una ciudad americana, una auténtica ciudad-jardín. Por algún motivo, imposible de recordar, en una de las 'comidas-de-trabajo' el autor se vio rodeado por ocho o nueve señoras jovencillas, demasiado jovencillas para los años que ya se gasta el autor. Bien entrado el almuerzo, la jovencilla sentada justo enfrente del autor, lo miró con 'ojos de perdiz enloquecida'[26]; con una mirada tan expresiva y notoria que en seguida advirtieron el conjunto de los comensales. Pues con ese mirar atónito y desvaídamente penetrante, le dijo al autor en tono de susurro tierno: 'Profesor, me suscita usted la confidencia, le voy a confesar mi más recóndito secreto'...

El amable lector se hará cargo de la situación algo embarazosa que embargaba al autor. A pesar de que seguramente le recordaba a su abuelito, y que tan sólo despertaba confidencias..., pero ¡así!, ¡en público!, renunciando a ese sabor de intimidad tan connatural a los secretos recónditos y escondidos... La mozuela prosiguió como si tal cosa, sin perder ni un ápice del tonillo un tanto teatral:

-Mire, Profesor, constantemente sueño, ¡apasionadamente!, en llegar a viejecilla y en una hamaca pasarme las horas leyendo y contemplando los atardeceres...

Ante tamaña confesión el autor respiró aliviado, mientras se escuchó una nerviosa risita que alguien fue incapaz de reprimir, seguramente por la ansiosa espera de la oculta confesión. Con el talante relajado, y un tantín en tono guasón, el autor replicó a la 'romántica lectora':

-Mire..., ¡joven señora!, yo de usted comenzaría a disfrutar ahora, ya... No vaya a ser que después no pueda: de viejecilla muy posiblemente tendrá... ¡cataratas! Leer con lupa es oficio fatigoso y cansino y, a lo peor, malamente distinguirá los anaranjados anocheceres en un tenue, lejano, confuso y borroso blanco y negro...

¡Verdad que sí! ¿Verdad que si despojamos al sucedido anterior de su cariz caricaturesco nos podríamos ver reflejados tanto el autor como alguno de los amables lectores? Esperamos que crezcan los hijos para disfrutar de ellos, y en 'cuantico' crecen, lógicamente, se 'largan' con sus amigos y amigas; nos pasamos la vida relatando lo sacrificado de la educación de los hijos, y cuando se emancipan nos entra el síndrome del 'nido vacío'; en el fragor del trabajo uno ansía unos mesecitos de 'baja laboral', y si la enfermedad llegase... nos sentimos inútiles e inservibles por no trabajar; inconfesablemente quizá aspiramos al reconocimiento y a la fama, y si la alcanzamos resulta un engorro molesto y tortuoso; algunas 'señoras a la antigua usanza' reivindicaban ternura en épocas de amor fogoso, y cuando el amor sólo podía ser tierno sentían nostalgia del amor fogoso... ¡Pero para qué seguir! ¡Le pedimos a la vida lo que la vida no puede dar y en los momentos en que no puede darlo!

Aún nos resta otro ángulo para cerrar el arco. Acababa el autor de dictar esta conferencia en un lugar encantador: Cartagena de Indias[27]. En el consiguiente resopón se le acercó una señora de edad 'intermedia' muy al estilo de las de aquellas tierras: grandotota, armoniosamente grandota, de una belleza tirando a agreste, lucidota, mulatona... ¡Vaya, que le costaba al autor practicar la sabia y prudente costumbre de no mirar a señora que no sea la propia...! ¡Una señora estupenda, recatada, a pesar de venir servida en formato abultado! Bien, pues la ya encomiada señora comenzó con los halagos y requiebros sobre las lindezas dialécticas del autor, tal y como suelen demandar las normas de la cortesía para pegar la hebra con el orador de turno. La experiencia del autor le indica que, en estas ocasiones, si la adulación cobra acentos desmedidos suele ser preludio de algún "pero"... Y así sucedió por enésima vez. La señora de belleza resaltada, con toda su humana grandura, con voz entrecortada y nerviosa, mientras unas lágrimas esquivas abandonaban su aposento natural, susurró al autor: 'Profesor, estoy totalmente de acuerdo con su teoría; "pero" le ha faltado tocar mi caso... Cuando "una" es capaz de dar fe que la vida es tan bellamente bonita como usted la ha dibujado y, sin embargo, "una" la ha tirado por la borda por su única culpabilidad o estupidez..., ¿qué consuelo nos queda en estos casos?' Las lágrimas seguían su camino deslizante, la mirada se tornó huidiza y esquiva, la señora suscitaba y reclamaba ternura. La situación estaba a punto de sobrepasar los lindes de lo emotivo, ¡y de lo escénico!, porque el autor, además, nunca había visto llorar en 'cacao'... Con la emoción contenida, y haciendo acopio de toda su capacidad de comprensión, el autor contestó:

-'Mi amigo', Séneca, seguramente le daría este esperanzador consejo: 'También después de una mala cosecha hay que volver a sembrar'...

"También después de una mala cosecha hay que volver a sembrar..." Hoy, aquí, ahora. '¡Todo lo demás son fantasías'...!

La serenidad, y el sentido del humor, arraigan y se templan en lo cotidianamente real. Esta actitud vital de aferrarse al presente, agarradura de la serenidad, también la describió 'otro amigo' del autor con fórmula pegadiza y pedagógica. En esta ocasión el autor silenciará el nombre de su 'otro amigo' en la seguridad de que no le gustará verse metido en los andurriales de estos argumentos. La experiencia vital de mi 'otro amigo' le condujo a redactar un decálogo de la serenidad; cada uno de los diez consejos comienza con esta fórmula: "Sólo por hoy..." ¡Hoy, hoy, hoy!: clima propicio de la serenidad, y del sentido del humor.

Espero que mi 'otro amigo' no se moleste si me tomo la libertad de leerle al amable lector el primero de sus consejos y el inicio del tercero: "Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez"; "Sólo por hoy seré feliz..." ¡Vivir con intensidad cada día!: ahí anida el secreto de la serenidad, enfocada en su vertiente psicosomática.

¡Vivir con intensidad cada día! ¿Todos los días? Casi todos los días... ¿Y cuando la vida se 'encabrita'? Cuando la vida se encabrita...¡también! Aunque existen unos "momentiños" en los que a uno, 'sólo por hoy', únicamente le resta el cobijo amable de abandonarse en el regazo del buen Dios. ¡Abandonarse en Dios!: raíz honda para cuajar la serenidad cuando enfatizamos lo racional, el hombre en su enteriza unidad. Hemos fondeado en la misma raíz del sentido del humor, lo que evidencia que la serenidad y el humor son dos manantiales de una fuente común.

¿A qué esta machacona insistencia en la serenidad?, se preguntará algún atento y amable lector. El humor y la serenidad, como todos los estados de ánimo, ocupan una posición axial en las acciones del hombre. Los estados de ánimo no sólo recubren de su tonalidad la textura interior del ser, la intimidad subjetiva, sino también colorean la objetividad de la realidad: deforman la percepción correcta de los datos objetivos según la tonalidad afectiva. Además, entorpecen la ejecución de las decisiones voluntarias. Permítame el amable lector que lo explique con un sucedido corto, pues el autor agotó su cansancio de razonar en falsilla filosófica allá por las primeras páginas de este texto.

Fue en un día plácido. Séneca[28] paseaba la blanca cabellera, trofeo preciado de senectud, por los jardines de su hacienda. Se le acercó un muchachote de brillante curriculum y con fundadas esperanzas de próximos y brillantes éxitos. Entablaron, poco más o menos, el siguiente diálogo:

-'Maestro, vengo en busca de su consejo sabio. Maestro, ¿puede decirme cuánto valgo como hombre?'

-'No tengo datos para saber cuánto vales'.

-'¿Acaso desconoce mi curriculum? ¿Se lo detallo?'

-'No, no es necesario. Bien conozco tu 'historial', y la cantidad y brillantez de tus logros, a pesar de tus cortos años. Pero no sé lo qué vales como hombre, porque la vida aún no te ha probado. A los hombres se nos conoce cuando la vida nos prueba. ¿Cuándo se conoce el valor del soldado? ¿Al lucir el uniforme inmaculado, con aire vanidosote, en la garita del tranquilo cuartel? No, en la guerra: es en la guerra donde el soldado demuestra la grandeza y hondura de su valor. Y el marinero, ¿dónde demuestra que es un "lobo de mar'? ¿En la taberna del puerto? ¿En la travesía del mar en calma? No, hijo mío, no; en la tormenta, en la mar bravía: cuando la mar se "encabrita" brinda al marinero la ocasión de demostrar su arte y pericia naval. Hijo mío, para saber lo que vales, espera a que la vida te pruebe'...

Y cuando la vida nos pruebe, ¡que nos probará!, bueno será que, entonces, nos encuentre... ¡serenos!

 

[1]En la literatura de inspiración humanística también tiene el sentido de virtud.

[2]A este procedimiento lo denominaba Aristóteles "dominio político", frente al "dominio despótico" que la voluntad ejerce sobre el sistema muscular-motor.

[3]La afectividad tiene otro mecanismo de explosión para la condensación de carga emocional insatisfecha: la ira. Sin embargo, como ya advertimos al estudiar el sentido del humor, la ira representa un procedimiento momentáneo de descarga, que una vez cumplida esa función, se convierte a la vez en fuente de recarga emocional.

[4]La sutil agudeza del amable lector ya habrá advertido que el autor utiliza como un simple recurso didáctico las (imaginadas) referencias personales, pues no cuenta entre sus gustosas aficiones el hablar de sí mismo, ni se presenta motivo u ocasión para ello. Incluso cuando la referencia tiene una apoyatura en la vida real, siempre se relata con la fabulación del novelista y jamás con la precisión del biógrafo. El pudor del autor le impide mostrar sus expansivas debilidades, aunque fuesen tan veniales como los leves gozos del trabajo intelectual. Tampoco el planteamiento teórico presenta la novicia originalidad adornada por el tono irónico del escrito; añadase a lo ya dicho en la primera parte, que el autor bebió en las fuentes, aparentemente contrarias, del profesor F. J. J. Buytendijk ('El dolor', Revista de Occidente, Madrid, 1958).

[5]No olvide el amable lector que no se desarrollarán los temas correspondientes a los distintos ítems, tan sólo se remarcan dos o tres ideas o puntos para facilitar pautas sencillas de autoevaluación.

[6]El hombre religioso descubre detrás de los acontecimientos la congruencia de la mano amorosa y providente de su tierno padre Dios.

[7]De ahí que aprovechar el tiempo, hacer en cada momento lo que hay que hacer, sea uno de los más eficaces antídotos contra el agobio.

[8] Andar agobiado es malo, pero desocupado, peor. El amable lector, de momento, no deduzca conclusiones anticipadas, espere al turno del ítem tres, 'dominar la inquieta pereza', y comprobará como la serenidad es compatible con un trabajo intenso y abundante.

[9]Con este imaginario ejemplo de suspensión queda bien patente que en cuestiones de mecánica el autor no es especialmente ducho...

[10]"Si una persona centra su atención en el futuro es fácil que se olvide de los problemas presentes: siempre puede empezar en serio mañana" (Bandura, A., Teoría del aprendizaje social, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, p. 195).

[11]Es costumbre del autor, en este texto, endilgar los ejemplos cultos a pie de página: lo que corresponde al componente "no-actividad" en la caracterología de Le Senne.

[12]Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II q 37 a 2.

[13]Lo explica muy bien el decir popular: "cuando me dieron esa noticia, me quedé helado..."

[14]No pierda de vista el amable lector que simplemente glosamos los items para ayudar a la autoevaluación del test, ni se persigue ni se intenta explicar la teoría sobre el azar, el destino o la providencia. En estas páginas se pretende evaluar el temple del ánimo con un chato pragmatismo. La clave de este asunto estriba, en su hondura ontológica, en encontrar un sentido profundo y real al sufrimiento. Algo sobre ello escribió el autor en uno de sus libros ("Hijos que duelen", Loma Editorial, México, 1992). Pero la fuente central, de inexcusable lectura, difícilmente superable, es la carta acerca del sufrimiento humano del Papa Juan Pablo II ("Salvifici doloris").

[15]En esto, como en otras muchas cosas, la naturaleza ha sido sabia, ¡y feminista!, y aunque el proceso de envejecimiento también atañe a las mujeres, en ellas siempre imprime un ritmo parsimonioso, suave, casi imperceptible...

[16]Tomarse tiempos largos para el descanso habitual suele ser capricho de la pereza o ardid de la comodidad. Con la excepción de estos dos casos; a) cuando surge alguna disarmonía en el ánimo, aunque sea leve; la recomposición de lo afectivo pasa por un transcurrir del tiempo reposado y parsimonioso, con quietud; b) el cansancio del trabajo intelectual también necesita un descanso prolongado y sosegado, compatible con otros tipos de actividad.

[17]Suma Teológica, I-II q. 38 a. 5. También Agustín de Hipona: "Había oído que el baño es llamado así porque arroja del alma la tristeza" (Confesiones, L. IX, c. 12).

[18]El autor desaconseja encarecida y enardecidamente la costumbre, tan a la moda, de recurrir a fármacos o sustancias con riesgo de dependencia o adicción para conciliar el sueño, combatir el insomnio o descansar, salvo si media prescripción médica.

[19]San Ambrosio, 'Deus Creator omnium', ML 16, 1473. El autor conoce la cita por habersela leído a Tomás de Aquino en la Suma Teológica (I-II q. 38 a. 5). También Agustín de Hipona (Confesiones, L. IX, c.12): "Me dormí y desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor".

[20]Nacido en Córdoba (4-65); muy joven marchó a Roma para estudiar poesía y elocuencia. En Roma se aficionó a la filosofía y destacó como brillante orador. Agripina le encargó la educación de su hijo Nerón (49-50).

[21]4 del VIII de 1645

[22]Comprenderá el amable lector, por las razones aludidas, que a nada conduce la localización de las citas, además no excluiría la lectura reposada de los "Tratados Morales". Así, como quien no quiere la cosa, el autor ha ido recomendando una granada lista de esos libros que ayudan a la ponderada reflexión y, por lo tanto, a la serenidad:

1.- 'El sentido del humor', Vázquez de Prada.

2.- 'Tratados Morales', Séneca.

3.- '...Y Dios permite el mal', Maritain.

4.- 'Tónicos de la voluntad', Ramón y Cajal.

5.- 'El hombre en busca de sentido', Viktor Frankl.

6.- 'Salvifici doloris', Juan Pablo II.

También ha indicado libros del propio autor. Libros que por una pudorosa modestia no incluye en esta lista. El amable lector podría leerlos si lo tiene a bien; una delicadeza que le agradecerían los hijos del autor por la ya mencionada escasa cuenta de los derechos de autor...

[23]Piénsese en la ruina y miseria moral del mundo desarrollado que llevó a Su Santidad Juan Pablo II, en 1982, a pedir la recristianización de Europa. La miseria material y las condiciones inhumanas de vida de gran parte de los pueblos o tribus de Africa o Asia. La extensión del subdesarrollo conviviendo con el hiperdesarrollo de las naciones ricas. La lacerante desigualdad social y económica, la ignorancia, de las clases desfavorecidas en extensas regiones de América. El atroz azote del revisionismo marxista chino y el horrible despertar, la pesadilla, de los pueblos que han conseguido sacudirse el marxismo; etc.

[24]Nº 6.

[25]El autor prometió a la protagonista contar el sucedido en este escrito, y gústale al autor cumplir sus promesas.

[26]Avisa el autor que eso de 'ojos de perdiz enloquecida' es una expresión socorrida ya que no encuentra la expresión correcta.

[27]El autor da fe que en Cartagena de Indias también se celebran conferencias; y con abundancia de público, un púbico divertido y colorista, internacional.

[28]El autor redacta a su aire un párrafo de Séneca en el libro comentado.

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