Pio Santiago

James E. Bermúdez

Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.

Índice

El desarrollo de la humildad

1.       Las causas de la humildad

1.1.    La acción de Dios

1.2.    La acción del hombre

2.       Los grados de la humildad

2.1.    Los doce grados de humildad según San Benito

2.2.    Los tres grados de humildad según la Glosa

2.3.    Los siete grados de humildad según San Anselmo

3.       La perfección de la humildad

3.1.    El temor de Dios: don que perfecciona la humildad

3.2.    La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad

3.3.    La paz, fruto principal de la humildad

El desarrollo de la humildad
1.       Las causas de la humildad

Las causas de la humildad son la acción de Dios y la acción del hombre, o sencillamente, Dios y el hombre. La acción de Dios incluye todo aquello que hace Dios para procurar nuestra humildad: lo que en su providencia permite o dispone en orden a nuestra humildad, así como la gracia que infunde en nuestras almas (1.1). La acción del hombre se refiere al esfuerzo que ha de poner para crecer en humildad, lo cual se concreta en los medios principales de que dispone para desarrollar esta virtud (1.2).

1.1    La acción de Dios

Dios procura la humildad de sus elegidos por medio de su providencia. En efecto, como la materia del vicio de la soberbia se halla principalmente en el bien, Dios permite que sus elegidos, por alguna enfermedad, o defecto, o incluso pecado mortal, se vean privados del bien que buscan, a fin de que se humillen y reconozcan que no les bastan sus fuerzas para mantenerse en pie[1]. Dios permite estas cosas con el fin de ayudar a ver que todo lo bueno que tenemos lo recibimos de sus manos y que nuestras fuerzas -que también las tenemos como recibidas- son limitadas. De este modo, por su paternal providencia, nos lleva a un mejor conocimiento propio, y como consecuencia, a confiar más en Él.

Este fin, pretendido por Dios al permitir estas cosas, está subordinado a otro: evitar cosas peores. Del mismo modo que un médico con frecuencia provoca una enfermedad menor para evitar una mayor, Nuestro Señor Jesucristo, el médico de las almas, permite que muchos de sus elegidos sean afligidos con grandes enfermedades corporales para combatir las enfermedades graves del alma, e igualmente, permite que caigan en pecados menores -incluso en pecados mortales- para evitar pecados aún mayores[2].

Tenemos, en este sentido, el caso de San Pablo[3]: “Para que no me engría a propósito de la magnitud de las revelaciones, me fue dado el aguijón de la carne, un ángel de Satanás, que me abofetea” (2 Co 12, 7). Este aguijón, en sentido literal, significa un dolor ilíaco; por tanto, una enfermedad corporal. Así, Dios querría o permitiría su enfermedad para ayudarle a ser humilde.

Pero el aguijón de la carne puede interpretarse también como referido a la concupiscencia de la carne. Y así, puede referirse a lo mismo a que alude San Pablo cuando dice que no hace lo que quiere, sino lo que no quiere (cf. Ro 7, 25). Este aguijón de  la carne, dice el Apóstol, es un ángel de Satanás. En realidad, es un ángel enviado o permitido por Dios; pero es de Satanás, porque su intención es subvertir o destruir; la intención de Dios, en cambio, es humillar y probar. Así pues, Dios se sirve del ángel de Satanás para procurar la humildad de San Pablo.

“Rogué tres veces al Señor que se retirase de mí” (2 Co 12, 8). Podemos hacer notar aquí -porque no lo hace el Aquinate- que el que San Pablo rogase tres veces al Señor pone de manifiesto que no confió en sus propias fuerzas. De manera que la experiencia de su debilidad le sirvió para conocerse a sí mismo, reconocerse débil, y confiar más en Dios.

“Y Él me dijo: Te basta mi gracia. Pues en la enfermedad se perfecciona la virtud” (2 Co 12, 9). Y comenta Santo Tomás: “La virtud se perfecciona en la enfermedad, no porque la enfermedad cause la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto es, para la humildad”[4]. De este modo, el que la experiencia de la propia debilidad -tanto física como espiritual- sea ocasión para crecer en la humildad, y no causa de ella, pone de relieve el hecho de que es necesaria la correspondencia del hombre.

Dios procura nuestra humildad, no ya permitiendo la tentación, sino incluso permitiendo el pecado, quedando así éste ordenado al bien de la virtud. De esta manera, aunque la caída en el pecado sea un castigo por nuestros anteriores pecados[5], es también manifestación de la misericordia divina[6], ya que puede favorecer no sólo la humildad, sino también la prudencia[7]  y la diligencia[8].

Un caso similar es el de San Pedro. Dios permitió que le negara tres veces para favorecer su humildad. “‘Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré’ (Mt 26, 33). Se consideraba más firme que los demás; y cayó en aquello que se dice en Lc. 18, 11: ‘No soy como los demás hombres’ etc... Se atribuía a sí mismo lo que no debía, como está escrito en Jn 15, 15: ‘Sin mí, no podéis hacer nada’. Por eso, por cuanto habló con arrogancia, le permitió caer más veces; y esto lo hace Dios, porque odia mucho la soberbia: ‘Y humilla toda arrogancia’ (Jb 40, 6)”[9]: “En verdad en verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces” (Mt 26, 34). Y aun en la réplica de San Pedro a estas palabras se nota su arrogancia: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” (Mt 26, 35).  Al decir esto se pone por encima, no ya de los apóstoles, sino del mismo Señor y en esto se aprecia su soberbia[10].

Las humillaciones que quiere o permite el Señor pueden efectivamente ayudar a vivir la humildad, y así lo muestra el caso de San Pedro. Efectivamente, en las confesiones de amor que posteriormente hace al Señor, se pone de manifiesto su humildad: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15). Ahora no se pone por encima del Señor diciéndole que no le negará, cuando el Señor le había dicho que sí le negaría, sino que se humilla ante Él, no atreviéndose a confesar su amor sino bajo el testimonio de Cristo. E igualmente, no se pone por encima de los apóstoles diciendo: “Te amo más que éstos”, sino simplemente: “Te amo”. Y nos enseña así el apóstol a no considerarnos mejores que los demás, sino a considerar a los demás mejores que nosotros: “En humildad, que cada cual considere a los demás como superiores” (Flp 2, 3)[11].

Podemos colocar como algo incluido en la providencia de Dios por la que favorece nuestra humildad, la ayuda que los demás nos prestan para que aprendamos a ser humildes. En efecto, la perfección -y, por tanto, la humildad- depende también de la relación con los demás[12]: así hemos traducido lo que Santo Tomás denomina en latín politica. El Aquinate no desarrolla en este lugar esta idea, pero es de una gran lógica. La relación con otras personas parece referirse a la formación y la ayuda que se recibe de los demás: la familia, la escuela, etc. De esta manera, si la relación con los demás está comprendida en la providencia de Dios, podemos decir que Dios procura nuestra humildad también a través de otras personas.

A la vez, hay que tener en cuenta que la relación con otras personas puede ser también motivo de soberbia. Puede darse, por ejemplo, una educación en el orgullo, de manera que la relación con otras personas sea ocasión para fomentar la soberbia. Esto lo permite Dios porque respeta la libertad humana, aunque Él lo que busque sea nuestra humildad.

Entre quienes pueden procurar nuestra soberbia se encuentra el diablo. Santo Tomás afirma que éste tienta a los grandes (magnos) por las glorias vanas. El contexto de esta afirmación es las tentaciones de Jesús en el desierto, concretamente la segunda de ellas, en la que el diablo lleva a Jesús al pináculo del templo. El Aquinate se pregunta por qué lo puso en concreto sobre el pináculo. A lo que responde que porque era un lugar en el que se enseñaba. Y así, el que el diablo condujera a Jesús ahí significa que tienta a los grandes con la vanagloria[13].

Santo Tomás no explica aquí quienes son los grandes. Caben al menos dos interpretaciones. Podría referirse a uno de dos tipos de hombre que Santo Tomás distingue: los de grande y elevado ánimo, los cuales son fácilmente provocados a la ira, y los pusilánimes que son propensos a la envidia[14]. Los grandes serían, pues, los de soberbio y elevado ánimo. Esta interpretación, sin embargo, no parece acertada porque no es aplicable a Cristo, que no fue ni soberbio, ni dado a la ira, ni tampoco pusilánime y propenso  a la envidia.

Otra interpretación es que los grandes son, sin más, los virtuosos. Esta lectura nos parece más acertada, y esto, por dos motivos. Primero, porque entendido de este modo, cabe decir que Cristo es un grande, es el grande. Y segundo, porque todos podemos caer en la vanagloria, no sólo los de soberbio y elevado ánimo. En cualquier caso, lo que interesa resaltar aquí es que el diablo induce a la soberbia: si Dios procura nuestra humildad; el diablo, en cambio, intenta fomentar nuestra soberbia.

Sacando conclusiones de lo dicho hasta ahora, Dios procura nuestra humildad por medio de su misericordiosa providencia, dándonos ocasiones para ejercitarnos en esta virtud: la enfermedad, las tentaciones, y hasta el mismo pecado. Asimismo, intenta fomentar nuestra humildad sirviéndose de los demás. Sin embargo, éstos también pueden favorecer a veces nuestra soberbia, de modo que procuran nuestra humildad, pero no siempre.

En cambio, el diablo nunca procura nuestra humildad; si acaso intenta que caigamos en la tentación de la soberbia. Aun así, Dios se puede servir de la acción del diablo -que no escapa a la providencia divina- para procurar nuestra humildad, como se puede apreciar en el caso de San Pablo. En efecto, si se interpreta el pasaje del aguijón de la carne como referido a la concupiscencia estimulada por el diablo, entonces Dios se sirve de las tentaciones para procurar la humildad de San Pablo y, por tanto, la nuestra.

Aparte de la providencia de Dios, existe otro modo en que Dios nos ayuda a ser humilde: dándonos su gracia. Se trata de algo que podría acaso considerarse como parte de la providencia, pero en realidad es algo distinto. Es una ayuda más directa. Es una luz y una fuerza de Dios que actúa en nosotros. En realidad, lo que hemos incluido hasta el momento como perteneciente a la providencia de Dios no son sino ocasiones que brinda Dios para que nos ejercitemos en la humildad; en cambio, el don de la gracia causa la humildad. Aun así, pensamos que la providencia de Dios puede considerarse  también causa de esta virtud: una causa ocasional, más externa que interna y menos decisiva de cara al desarrollo de la virtud.

Lo más decisivo para el desarrollo de la virtud es el don de la gracia: la humildad en el hombre se debe en primer lugar y principalmente a la gracia[15]. De todas maneras, la causa primera de la humildad parece ser el Espíritu Santo. En efecto, Santo Tomás afirma que el Espíritu Santo causa la humildad[16]. Así, como el Espíritu Santo es quien infunde la gracia, el Espíritu Santo es la causa primera o última de la humildad, quedando la gracia, si se quiere, como causa segunda o penúltima. Con todo, como Santo Tomás en la Suma teológica no habla del Espíritu Santo como causa de la humildad, y el Comentario al evangelio de Mateo, donde sí lo hace, es anterior a esta obra, podemos decir simplemente que la causa primera de la humildad es la gracia de Dios. En el fondo, nos parece que la gracia de Dios es inseparable del Espíritu Santo. En este sentido, el concepto gracia de Dios incluye de alguna forma al Espíritu Santo: la gracia es precisamente la acción del Espíritu Santo en el alma.

1.2    La acción del hombre

“El hombre consigue la humildad en virtud de dos cosas: en primer lugar y de modo principal, por el don de la gracia (...) y, en segundo lugar, por el esfuerzo humano”[17]. Para el crecimiento de la humildad, paralelo a la gracia como acción de Dios en el hombre, ha de concurrir el correspondiente esfuerzo humano: la acción del hombre. Para desarrollar esta virtud es necesaria la colaboración  humana: aprovechar todas las ocasiones que ofrece Dios para humillarse, correspondiendo a la gracia. Consideremos, pues, con más detenimiento lo que el hombre ha de poner de su parte para ser humilde.

La humildad requiere del esfuerzo humano, del mismo modo que cualquier otra virtud. Podemos decir que el esfuerzo humano -en última instancia el hombre- es la causa secundaria de la humildad, siendo la primera la gracia de Dios. Este esfuerzo se traduce en la repetición de actos: “La perfección, por la que el hombre se hace grato, se debe a la gracia, a la relación con los demás y a la repetición de actos”[18].

En realidad, los medios para crecer en humildad son las manifestaciones de humildad, de las que ya hemos tratado. De ellos, hay dos que para Santo Tomás son principales: acudir a los sacramentos y a la oración.

Estos dos medios están relacionados de modo especial con la gracia de Dios, pues ésta la recibimos principalmente a través de los sacramentos y de la oración, si bien la recibimos también de muchos otros modos. Sin embargo, al hablar de los sacramentos y de la oración como medio para desarrollar la humildad, Santo Tomás no se refiere a ellos como canales de la gracia, sino como ocasiones para ejercitarse en la humildad. De modo que cuando hablamos aquí de estos medios nos referimos, por así decir, al aspecto humano de los mismos. Así entendidos, éstos son concreciones del esfuerzo humano en cuanto causa secundaria de la humildad.

Santo Tomás explica en su Comentario a las Sentencias por qué convenía que los sacramentos poseyeran un carácter sensible. En efecto, la corrupción de la virtud en el hombre se dio por medio de un sometimiento a las cosas temporales y sensibles por un afecto desordenado. Como la virtud se hace y se corrompe por el mismo camino, era conveniente que la reparación o curación de la virtud se obrase por medio de una humillación -es decir, un acto de humildad- en las cosas temporales y sensibles por reverencia a Dios. Así, además, se cumple el adagio según el cual las cosas contrarias, por sus contrarias son curadas[19]. De manera que los sacramentos en general son un medio para crecer en la virtud de la humildad, no sólo en el sentido de que son cauces de la gracia de Dios, sino también porque son una ocasión para hacer actos de humildad.

Con todo, el único sacramento concreto al que Santo Tomás hace alusión expresa en este sentido es el sacramento de la Penitencia: “Por la confesión de los pecados el hombre se hace más humilde y más manso”[20]. Por confesión ha de entenderse también la satisfacción por los pecados, pues es propio del humilde no sólo confesar los pecados, sino también satisfacer por ellos[21]. Aquí, de nuevo, no se quiere señalar el hecho de que por la gracia de la confesión nos hacemos humildes sino que el esfuerzo humano que requiere confesar los pecados y satisfacer por ellos es materia de humildad y el que confiesa sus pecados se ejercita y crece en esta virtud.

Por otra parte, Santo Tomás parece ver en la oración una ocasión privilegiada para crecer en humildad. En la oración se rebaja -se hace bajar- la altivez del espíritu de soberbia[22]. Por la oración humilde, no sólo disminuye la soberbia y aumenta la humildad, sino que se satisface por la soberbia de los precedentes pecados y se amputa la raíz de los mismos de cara al futuro[23]. La humildad en la oración tiene también, entonces, un valor satisfactorio y previene contra los futuros pecados.

Santo Tomás señala, como modo de evitar la soberbia, la consideración de la propia flaqueza, la de la grandeza de Dios y la de la imperfección de las obras buenas de que se ensoberbece el hombre[24]. Si bien Santo Tomás no trata estos medios en el contexto de la oración, nos parece que se pueden considerar como parte de la oración en cuanto medio para el desarrollo de la humildad.

El primer modo de evitar la soberbia -la consideración de la propia flaqueza- se refiere al conocimiento de uno mismo. El segundo -la consideración de la grandeza de Dios- dice relación al conocimiento de Dios. Pero el tercero -la consideración de la imperfección de las propias obras- nos parece que también hace referencia en última instancia a uno mismo. Considerar la imperfección de las propias obras buenas remite a la propia flaqueza. Por ello, nos parece que este tercer modo de evitar la soberbia se puede incluir en el primero. Y así, podemos decir que son dos los medios para evitar la soberbia: la consideracion de la propia flaqueza y la consideracion de la grandeza de Dios.

Estos medios para evitar la soberbia -y, por tanto, de vivir la humildad- se refieren a la razón, pues ambos consisten en realizar una consideración, cosa propia de la inteligencia. Como toda virtud moral tiene su inicio en la razón[25], esta consideración es algo que pertenece a la raíz u origen de la humildad. De suerte que se trata de una consideración por parte de la razón, que da lugar a un conocimiento propio y a un conocimiento de Dios, que está como en el origen de la virtud y del cual depende, en último término -junto con el asentimiento por parte de la voluntad-, el que se realicen o no los actos propios de la humildad.

Por lo que se refiere concretamente a la consideración de la propia flaqueza, es fácil comprender por qué Santo Tomás lo considera como medio para vivir la humildad. En efecto, como ya señalamos, “la humildad se fija en la regla de la recta razón, según la cual el hombre tiene una verdadera estimación de sí mismo”[26]. Ser humilde no parece ser otra cosa que actuar según la verdad sobre uno mismo. Y por eso es lógico que el fijarse en la recta razón, la cual proporciona una concepción verdadera sobre uno, sea un medio indispensable para ser humilde. La concepción verdadera de uno mismo es el conocimiento propio. Y decirconocimiento propio nos parece que equivale a decir consideración de la propia flaqueza, por cuanto -como señala Santo Tomás- lo propio del hombre es lo defectuoso, los defectos, porque todo lo que hay de perfección, de bueno en él, es propio de Dios[27].

Por lo que respecta a la consideración de la grandeza de Dios, también resulta lógico que Santo Tomás lo considere medio para la práctica de la humildad. Si el motivo por el que el hombre vive la humildad es la reverencia debida a Dios, un requisito necesario, un medio que, por fuerza, habrá de poner, será la consideración de la grandeza de Dios. En efecto, el objeto de la reverencia es precisamente la excelencia de una persona, es decir, la grandeza de una persona, que en este caso es Dios[28].

Santo Tomás considera también el ayuno como un posible medio para crecer en humildad. En efecto, al comentar las palabras del Salmo: “Y humillaba con ayunos mi alma” (Ps 34, 13), ofrece varias interpretaciones, siendo una de ellas la de que el ayuno es causa de humildad en el justo[29]. Sin embargo, no resulta claro a qué humildad se refiere, porque opone dicha humildad a la soberbia carnal, pues ésta se vería macerada por el ayuno. Parece referirse al desorden de las pasiones, a la concupiscencia de la carne. En cualquier caso, Santo Tomás afirma que se puede entender este versículo como referido al ayuno en cuanto acompañado de la humildad como único medio para que aquél sea grato a Dios.

En suma, los medios para vivir la humildad son, por una parte, acudir a los sacramentos -tanto porque por ellos recibimos la gracia, como porque son ocasiones para el ejercicio de la humildad-; y, por otra, la oración, que incluye la consideración de la propia flaqueza y la consideración de la grandeza de Dios.

2.       Los grados de la humildad

La virtud de la humildad está en el hombre por naturaleza, en cuanto que hay una incoación natural de la virtud en todo hombre. A propósito de si las virtudes en general están en nosotros por naturaleza, Santo Tomás propone la siguiente objeción: “Dice la Glosa sobre Mateo IV, 23: ‘enseña los preceptos naturales: a saber, la castidad, la justicia, la humildad, los que el hombre posee por naturaleza’”[30]. A ella responde diciendo que “las virtudes se denominan naturales en cuanto a las incoaciones naturales de las virtudes que están en el hombre, no en cuanto a su perfección”[31].

Existe, pues, una inclinación e incoación natural de la virtud de la humildad, que se perfecciona con la gracia y con el ejercicio[32] o esfuerzo humano, según se van poniendo los medios. De tal manera que existe un desarrollo de la humildad, en virtud del cual se puede hablar de diversos grados en esta última.

En la Suma Teológica, Santo Tomás examina principalmente la clasificación de la humildad en doce grados hecha por San Benito. A ella dedicaremos el primer apartado. Seguidamente expondremos otras dos clasificaciones -los tres grados de la humildad según la Glosa y los siete grados de humildad según San Anselmo-, sobre las cuales Santo Tomás también trata, si bien brevemente.

2.1    Los doce grados de humildad según San Benito

Santo Tomás estudia los doce grados de humildad, según San Benito, a fin de determinar si están bien señalados. Estos grados son: 1) tener siempre los ojos bajos y manifestar humildad interior y exterior, 2) hablar poco y bien y en voz baja, 3) no ser muy propenso a la risa, 4) ser taciturno hasta ser interrogado, 5) observar lo prescrito por la regla común del monasterio, 6) creerse y comportarse como el último de todos, 7) confesar sinceramente la inutilidad para todas las cosas, 8) confesar los propios pecados, 9) llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles, 10) someterse a los mayores por obediencia, 11) no tratar de satisfacer la propia voluntad y 12) temer a Dios y conservar el recuerdo vivo de todos sus beneficios[33].    

Para mostrar que estos doce grados están bien señalados, Santo Tomás ofrece antes lo que se puede considerar un resumen de toda la cuestión sobre la humildad, la cuestión 161: “La humildad radica esencialmente en el apetito, refrenando el ímpetu del mismo a fin de que no aspire a cosas grandes; pero la regla de operaciones está en el entendimiento, a fin de que nadie se engañe creyéndose más de lo que es. Estos dos elementos tienen su origen en la reverencia debida a Dios, que se deja sentir primero interiormente y se manifiesta luego al exterior en palabras, hechos y gestos, lo mismo que las restantes virtudes. ‘Por su rostro y modo de proceder se conoce al hombre sensato’, enseña el Eclesiástico”[34].

A continuación, Santo Tomás pone de manifiesto cómo están presentes en la clasificación de San Benito todos estos elementos que intervienen en el desarrollo de la humildad, mostrando de este modo que está bien hecha esta clasificación: “Aparece, en primer término, un elemento que corresponde al principio y raíz de la humildad y que figura en el número doce: ‘temor de Dios y memoria de sus beneficios’”.

“Viene luego el elemento apetitivo: no aspirar desordenadamente a la propia gloria. Este fin se consigue venciendo tres dificultades: no seguir los movimientos de la propia voluntad (grado undécimo); regularla conforme al arbitrio del superior (grado décimo), y no desistir ante los obstáculos (grado noveno)”.

“En tercer lugar vienen los elementos que nos obligan a reconocer los propios defectos.También son tres: reconocimiento y confesión de los mismos (grado octavo); juicio de insuficiencia para cosas grandes, viendo nuestros defectos (grado séptimo), y preferencia de los demás sobre uno mismo (grado sexto).

“Por fin, los elementos referentes a los signos externos. Ante todo, el hombre no debe apartarse en sus obras de la vía común (grado quinto), ni gastar el tiempo en palabras vanas (grado cuarto), ni excederse en el modo de hablar (grado segundo), y, por último, moderar los gestos externos, reprimiendo la altanería en la mirada (grado primero) y cohibiendo la risa y demás signos de necia alegría (grado tercero)”[35].

Santo Tomás toma en consideración varias dificultades que presenta esta clasificación, que hacen pensar que no está bien hecha. Primeramente, en esta clasificación se ponen primero los actos externos y luego los internos; sin embargo, toda virtud, y, por tanto, también la humildad, procede del interior al exterior. Por tanto, esta clasificación podría parecer incorrecta. Santo Tomás responde así a esta objeción: “Para conseguir la humildad necesita el hombre dos cosas: la gracia de Dios, y en este sentido precede lo interior a lo exterior; segundo, el esfuerzo humano, por el que comienza moderando los movimientos externos y, al fin, llega a dominar la raíz interior del mal. En este orden están señalados los grados de la humildad en el lugar referido”[36]. Así pues, en el cultivo de la virtud de la humildad, como en el de cualquier otra virtud, Dios trabaja de adentro hacia afuera, mientras que el hombre trabaja de afuera hacia adentro. Y por eso, por lo que respecta a éste, tiene que empezar a esforzarse por vivir la humildad por los actos externos. Lo interior es lo más difícil y de ello se encarga Dios primero y preferentemente. Lo exterior es lo más fácil y de ello se encarga el hombre primero y preferentemente.

Una segunda dificultad que contempla Santo Tomás para considerar correctos los doce grados de humildad es la inclusión en los mismos de actos que son propios de otras virtudes, como la obediencia y la paciencia. A esta dificultad responde el Aquinate diciendo que “no hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así como un vicio nace de otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[37]. Consideramos que, en este caso, los actos pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad y no al revés. Así se entiende que Santo Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[38], mientras que la humildad es causada por la reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere obedecer a Dios[39]. De ese modo, además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los demás es por aquello que participan de Dios[40].

Por otra parte, parece que se incluyen elementos que van contra la verdad, lo cual no pertenece a virtud alguna, quizá menos aún a la humildad; así, por ejemplo, figuran como grados de la humildad el tenerse por el último de todos y el más vil, y asimismo, el confesarse inútil para todo. A esta dificultad responde Santo Tomás afirmando que el considerarse el más vil se puede hacer sin ningún tipo de falsedad, comparando los defectos propios ocultos con los dones divinos ocultos de los demás; e igualmente, puede uno confesarse inútil para todas las cosas en la medida en que, a fin de cuentas, recibimos todo de Dios[41].

2.2    Los tres grados de humildad según la Glosa

Otra clasificación de los grados de la humildad es la de la Glosa, la cual contempla sólo tres grados: 1) someterse a los mayores y no anteponerse a los iguales, 2) someterse a los iguales y no anteponerse a los inferiores y 3) someterse incluso a los inferiores. Esta clasificación considera la humildad según las diversas condiciones de las personas, a diferencia de la clasificación en doce grados, que considera la naturaleza de las cosas mismas[42].

En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás afirma que Jesús muestra tener el máximo grado de humildad al querer ser bautizado. En efecto, el primer grado y el inferior es el de aquél que no se prefiere a sí sobre sus iguales y se somete al que es superior; el segundo, el de quien se somete a sus iguales; y el tercer grado, y el más alto, es el de quien se somete incluso al que es inferior. Y éste es precisamente el grado de humildad que evidencia Cristo al querer ser bautizado por el Bautista[43].

2.3    Los siete grados de humildad según San Anselmo

Los siete grados de humildad de San Anselmo son: 1) reconocerse despreciable, 2) dolerse de ello, 3) confesarlo, 4) persuadirse de ello (querer creerlo), 5) sobrellevar con paciencia el que eso se publique, 6) sobrellevar ese trato despreciable de que se es objeto, y 7) amarlo.

Los grados de esta clasificación están todos ellos contenidos en el sexto y séptimo en la clasificación de San Benito, que son: creerse y comportarse como el último de todos y confesarse sinceramente inútil para todas las cosas[44]. Se trata, por tanto, de una clasificación no exhaustiva.

Como conclusión a este apartado en torno a las diversas clasificaciones en grados de la humildad, podemos decir que Santo Tomás sostiene que la clasificación en doce grados según se encuentra en la Regla de San Benito es la más completa, y la única, de las tres que examina, que se fija en la misma naturaleza de las cosas. Los grados de humildad que se señalan en la Glosa también son correctos, y constituyen una clasificación completa. Sin embargo, no toma como criterio la misma naturaleza de las cosas, sino las distintas condiciones de las personas. Finalmente, los siete grados que señala San Anselmo contemplan, por así decir, sólo los grados correspondientes a una etapa concreta del desarrollo de la virtud de la humildad, de manera que están bien señalados, pero no constituyen una clasificación completa.

3.       La perfección de la humildad

El don de temor perfecciona la humildad (3.1). A su vez, la pobreza de espíritu que, en cuanto bienaventuranza, tiene que ver con la perfección de la vida espiritual, guarda relación tanto con el don de temor como con la humildad (3.2). Y la paz, fruto del Espírtu Santo, se relaciona con la humildad, sobre todo con la perfección de la humildad (3.3).

3.1    El temor de Dios: don que perfecciona la humildad

Los dones del Espíritu Santo son perfecciones de las potencias del alma -es decir, de la inteligencia y de la facultad apetitiva o voluntad-, por las que éstas se tornan dóciles a la moción del Espíritu Santo, del mismo modo que por las virtudes morales se vuelven dóciles las potencias apetitivas -el apetito irascible y el apetito concupiscible y la voluntad- a la razón[45].

Los dones del Espíritu Santo son, así, principio de las intelectuales y de las virtudes morales y, a su vez, las virtudes teologales son principio de los dones[46]. De manera, pues, que las virtudes teologales actúan sobre los dones y éstos, a su vez, actúan sobre las virtudes intelectuales y morales.

Entre los dones existe un orden: el don de temor es el primero de ellos en escala ascendente. Se trata de un temor de Dios: un temor filial, esto es, un temor de ofender a Dios por el amor que se le tiene[47]. Se traduce en reverenciar a Dios y huir de no someterse a Él[48]. Así, como los dones se encargan de hacer que las potencias del alma sean dóciles a la acción del Espíritu Santo, se sigue que el don de temor es el primer don. Efectivamente, lo primero que se requiere para que algo sea un buen móvil es que no se resista al motor. Esto es precisamente lo que realiza el don de temor al hacer que el hombre se someta a Dios por reverencia hacia Él[49], es decir, por reconocer su superioridad. Y por eso se dice también que el temor es principio de la vida espiritual[50].

El don de temor actúa como principio de la vida espiritual mediante la humildad[51], al perfeccionarla. El temor es principio de la humildad porque el sometimiento a Dios por el cual le reverenciamos, de lo cual se encarga el don de temor, es justamente el motivo de la humildad. En realidad, nos parece que el motivo de la humildad, según lo hemos señalado, pertenece al don de temor, y por tanto, a la perfección de la humildad. De forma que el motivo de la humildad y el don de temor se identifican.

3.2    La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad

El don de temor corresponde a la bienaventuranza de la pobreza de espíritu. El razonamiento que sigue Santo Tomás para llegar a esta conclusión es el siguiente: La bienaventuranza es un acto de virtud perfecta. Por tanto, todas las bienaventuranzas tienen que ver con la perfección de la vida espiritual (al igual que los dones). Dicha perfección parece comenzar por el abandono de los bienes terrenos, lo cual pertenece a la pobreza. De manera que, así como el don de temor es el primero de los dones, del mismo modo también la pobreza de espíritu es la primera de las bienaventuranzas[52].

A su vez, la humildad corresponde a la pobreza de espíritu. En efecto, cuando el Aquinate explica quiénes son los pobres de espíritu, afirma que se puede entender por tales los humildes[53]. Se entiende así que la humildad guarde relación con los bienes terrenos, especialmente con las riquezas. En efecto, como ya hemos indicado en el tercer capítulo al hablar de las manifestaciones de la humildad respecto a los bienes externos, la soberbia suele sobrevenir a propósito de los bienes temporales que se poseen. Y por eso es propio de la humildad despreciar los bienes terrenos.

La pobreza de espíritu, o humildad, se distingue del voto de pobreza. No existe voto de humildad, por la misma razón que no existe voto de caridad: porque, mientras que el voto depende de la propia voluntad, la perfección de la humildad y de la caridad no se da por nuestro arbitrio, sino que depende del obrar de Dios[54]. Así, hablar de la perfección de la humildad –del don de temor y de la pobreza de espíritu- es poner de manifiesto la acción de Dios como causa de la humildad.  

Tenemos, por tanto, que la virtud de la humildad corresponde al don de temor, que perfecciona la humildad, y que caracteriza a los pobres de espíritu: “(...) para reprimir la presunción de la esperanza, hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, a fin de  no traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio nuestro. De modo que la humildad parece implicar sobre todo sujeción a Dios. Y por eso San Agustín, bajo el nombre de pobreza de espíritu, atribuye la humildad al don de temor, por el cual el hombre reverencia a Dios”[55].

3.3    La paz, fruto principal de la humildad

La paz procede de la humildad, porque por la humildad el hombre se somete a Dios y, por tanto, no tiene necesidad de resistirle. Nadie puede tener paz con Dios si no es obedeciéndole humildemente[56]: “Él es sabio de corazón y robusto de fuerza: ¿Quién le resiste y tiene paz?” (Jb 9, 4). Efectivamente, si la humildad implica sobre todo sujeción a Dios, la soberbia comporta principalmente insumisión o resistencia a Dios. De ahí que los impíos o soberbios no pueden tener paz: “No hay paz, dice Yahvé, para los impíos” (Is 57, 21).

La paz es fruto de la humildad porque el humilde confía en Dios: “Su firme ánimo conservará la paz, porque en ti pone su confianza” (Is 26, 3). En efecto, el soberbio confía en sus propias fuerzas y por eso tiene motivo para la intranquilidad, pues sus fuerzas son limitadas. En cambio, el humilde, que confía en Dios, tiene paz porque el poder de Dios no tiene límites.

Quizá pueda referirse también a esta paz estas otras palabras de la Sagrada Escritura: “Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la llegada de Tito” (2 Co 7, 6). Esta consolación la otorga Dios con la gracia. Se refiere, pues, a la consolación del Espíritu Santo: “El espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado (...) para publicar el año de gracia de Yahvé y un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los tristes” (Is 61, 1-2)[57].

Con todo, Santo Tomás no llega a decir que la paz, en cuanto fruto del Espíritu Santo, tiene correspondencia con la humildad. En efecto, cuando se pregunta si la pobreza de espíritu es la bienaventuranza correspondiente al don de temor, afirma que los frutos que parecen corresponder al don de temor son aquéllos que se refieren al uso moderado y la privación de las cosas temporales -la continencia, la castidad y la modestia-, pero no menciona la humildad[58].

Una razón que podría explicar lo anterior es que existe una bienaventuranza que se refiere específicamente a los pacíficos. De todas maneras, Santo Tomás tampoco relaciona la humildad con esta bienaventuranza.

Por lo demás, no es de extrañar que Santo Tomás relacione la humildad con la paz, pues el mismo Señor dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). El descanso para el alma parece indicar la paz espiritual, pues si se tratara más bien de un descanso físico, quizá no hablaría el Señor de un descanso del alma.

Notas


[1] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 472.

[2] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, n. 472.

[3] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, nn. 473-474.

[4] De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui virtuti, scilicet humilitati”.

[5] Cfr. S. Th., I-II, q. 87, a. 2, co.

[6] Cfr. I-II, q. 79, a. 4, co.

[7] Cfr. III, q. 89, a. 2, ad 1.

[8] Cfr. In II Sententiarum, d. 31, q. 1, a. 4, c, ad 1.

[9] Super evangelium Matthaei, Cap. XXVI, Lect. V,  n. 2212: “Unde reputabat se aliis firmiorem; et incidit in illud quod dicitur Lc. XVIII, 11: Non sum sicut caeteri hominum etc... attribuebat sibi quod non debebat, cum scriptum sit Io. XV, 15; Sine me nihil potestis facere. Quia ergo arroganter locutus est, ideo magis permisit eum cadere. Et hoc facit Deus, quia multum odit Deus superbiam; Iob XL, 6: Et respiciens omnem arrogantem humiliat”.

[10] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.

[11] Cfr. Ibíd., Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.

[12] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. III,  n. 386.

[13] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. I, n. 330.

[14] Cfr. In Job, Cap. V, vs. 2-4.

[15] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.

[16] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I,  n. 1488.

[17] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum... Aliud autem est humanum studium”.

[18] Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III,  n. 386: “... perfectio, qua gratus homo redditur, est ex gratia, politica, et ex assuetudine”.

[19] Cfr. In IV Sententiarum, d. 1, q. 1, a. 2, a., ad 2.

[20] Ibíd., d. 17, q. 3, a. 5, sc. 1: “Per confessionem homo fit humilior et mitior...”.

[21] Cfr. In Job, Cap. XLII, vs. 1-7.

[22] Cfr. In IV Sententiarum, d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.

[23] Cfr. Ibíd., d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.

[24] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 6, ad 1.

[25] Cfr. Ibíd., I-II, q. 59, a. 1, co.

[26] Ibíd., II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet”.

[27] Cfr. Ibíd., II-II, q. 161, a. 3, co.

[28] Cfr. Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad 4.

[29] Cfr. In Psalmos, Ps. 34, n. 9.

[30] De virtutibus in communi, q. 1, a. 8, obj. 2: “Matt., IV, 23, dicit glossa: Docet naturales iustitias: scilicet castitatem, iustitiam, humilitatem, quales naturaliter habet homo”.

[31] Ibíd., q. 1, a. 8, ad 1: “Virtutes dicuntur naturales quantum ad naturales inchoationes virtutum quae insunt homini, non quantum ad earum perfectionem”.

[32] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386.

[33] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, prologus.

[34] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, en inordinate tendat in magna: sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est. Et utriusque principium et radix est reverentiam quam quis habet Deum. Ex interiori autem dispositione humilitatis procedunt quaedam exteriora signa in verbis et factis et gestibus, quibus id quod interius latet manifestatur, sicut et in ceteris virtutibus accidit: nam ‘ex visu cognoscitur vir, et ab occursu faciei sensatus’, ut dicitur Eccli. 19, 26”.

[35] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Et ideo in praedictis (ar. 1) gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem: scilicet duodecimus gradus, qui est, ‘ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit’. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum: ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat. Quod quidem fit tripliciter. Uno modo, ut non sequatur homo propriam voluntatem: quod pertinet ad undecimum gradum. Alio modo, ut regulet eam secundum superioris arbitrium: quod pertinet ad gradum decimum. -Tertio modo, ut ab hoc non desistat propter dura et aspera quae occurrunt: et hoc pertinet ad nonum. Ponuntur etiam quaedam pertinentia ad existimationem hominis recognoscentis suum defectum. Et hoc tripliciter. Uno quidem modo, per hoc quod proprios defectus recognoscat et confiteatur: quod pertinet ad octavum gradum. -Secundo, ut ex consideratione sui defectus aliquis insufficientem se existimet ad maiora: quod pertinet ad septimum. -Tertio, ut quantum ad hoc sibi alios praeferat: quod pertinet ad sextum. Ponuntur etiam quaedam quae pertinent ad exteriora signa. Quorum unum est in factis, ut scilicet homo non recedat in suis operibus a via communi: quod pertinet ad quintum. -Alia duo sunt in verbis: ut scilicet homo non praeripiat tempus loquendi, quod pertinet ad quartum: nec excedat modum in loquendo, quod pertinet ad secundum. -Alia vero consistunt in exterioribus gestibus: puta in reprimendo extollentiam oculorum, quod pertinet ad primum; et in cohibendo exterius risum et alia ineptae laetitiae signa, quod pertinet ad tertium”.

[36] II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum. Et quantum ad hoc, interiora praecedunt exteriora. -Aliud autem est humanum studium: per quod homo prius exteriora cohibet, et postmodum pertingit ad extirpandum interiorem radicem. Et secundum hunc ordinem assignatur hic humilitatis gradus”.

[37] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.

[38] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.

[39] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.

[40] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.

[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 1.

[42] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 4.

[43] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. III, Lect. II, n. 294.

[44] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 3.

[45] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co; I-II, q. 68, a. 4, co.

[46] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 4.

[47] Cfr. II-II, q. 19, a. 10, co.

[48] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co.

[49] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, co.

[50] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.

[51] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.

[52] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.

[53] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.

[54] Cfr. Contra impugnantes, Cap. II, arg. 4, ad 4.

[55] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Sed in reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum. Et propter hoc Augustinus, in libro “De serm. Dom. In monte”, humilitatem, quam intelligit per paupertatem spiritus, attribuit dono timoris, quo homo Deum reveretur”.

[56] Cfr. In Job, Cap. IX, vs. 4.

[57] Cfr. Super II ad Cor., Cap. VII, Lect. II, n. 260.

[58] Cfr. S. Th., II-II, q. 19, a. 12, ad 4.

Pio Santiago

James E. Bermúdez

Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.


Índice

Introducción

La naturaleza de la humildad

1.       La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia

2.       El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia

3.       El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia

4.       El motivo: la reverencia debida a Dios

5.       El sujeto de la humildad

5.1.   La razón, norma directiva de la humildad

5.2.   La voluntad, sujeto principal de la humildad

5.3.   El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad

5.4.   El apetito concupiscible

6.       Las manifestaciones de la humildad

6.1.    La humildad respecto a uno mismo

6.2.    La humildad respecto a Dios

6.3.    La humildad respecto a los demás

6.4.    La humildad respecto a los bienes exteriores

7.       La definición de humildad

Introducción

La tradición cristiana es unánime al señalar la importancia de la virtud de la humildad para la vida espiritual. En múltiples ocasiones, Cristo exhorta explícitamente a la humildad, poniéndose a sí mismo como ejemplo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas” (Mt 11, 29). En consonancia con la enseñanza de Cristo y, en general, de la Sagrada Escritura, los Padres ponen en la humildad el fundamento de la vida espiritual. Así, para Orígenes, la humildad es la raíz de la salvación[1] y de las virtudes, como la soberbia lo es de los vicios[2]. San Juan Crisóstomo califica a la humildad como madre, raíz y fundamento de todas las virtudes[3]. San Agustín resume toda la vida del cristiano en la antítesis soberbia-humildad[4]. Para él, esta virtud es no sólo el principio de la conversión a Dios, sino su camino y su cúspide; y el maestro y doctor de ella es Cristo[5].

En su Regla, San Benito concibe la humildad como el fundamento, la madre y también la maestra de toda virtud, incluso del mismo amor. San Gregorio la considera reina y madre de todas las virtudes: ve en ella una virtud que se halla fuera y más allá de las virtudes morales, así como la soberbia, para él, es origen de los pecados capitales, por lo que no es en sí misma un pecado capital como los demás[6]. San Bernardo reconoce en la humildad un sumario de la vida espiritual, de tal manera que en su desarrollo se contiene el de todas las demás virtudes. La entiende como una actitud del hombre ante Dios, que reune en sí los diversos sentimientos que deben animar al hombre en cuanto criatura y en cuanto hijo de Dios[7].

Santo Tomás también otorga gran importancia a la humildad: ésta es fundamento de las demás virtudes en cuanto remueve el obstáculo de toda virtud, esto es, la soberbia, permitiendo el influjo de la gracia divina: “Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes” (St 4, 6)[8]. Sin embargo, siguiendo a Aristóteles y a Cicerón, en la Suma Teológicacoloca la humildad como una virtud anexa a la templanza, y subordinada a la modestia[9]. Se convierte, así, en el primer autor cristiano que relaciona la humildad con la templanza y, en general, con cualquier virtud concreta[10], en el sentido de considerarla como parte de otra virtud. Al hacer esto, Santo Tomás da la impresión de que concede a la humildad menos importancia de la que realmente le corresponde.

Siguiendo a Santo Tomás, muchos manuales de teología moral consideraron la humildad como parte de la virtud de la templanza. Ciertamente, le concedieron poca relevancia, también en cuanto al espacio que le dedicaron. Quizá se deba esto igualmente a un modo de plantear la moral que se basa en la noción de la obligación, en la que tienen importancia sobre todo las virtudes relacionadas con la justicia. Así, como es difícil expresar lo que exige la práctica de la humildad en términos de obligaciones concretas, se termina por apenas tratar sobre ella. Ello contrasta claramente con la importancia que los Padres y otros santos le habían adjudicado. Con todo, en los tratados de teología espiritual, se le siguió dando un tratamiento preferente. Se le consideró y se le considera la virtud más importante después de las virtudes teologales.

En los últimos decenios, varios autores han reivindicado la importancia de la humildad. Así, O. Lottin ha planteado que la humildad y la obediencia están unidas a la virtud de la religión[11]. Y B. Häring ha afirmado que la humildad debería considerarse una virtud cardinal junto con las otras cuatro tradicionales[12].

A la vez, otros autores, como T. S. Centi  y E. Kaczynski, se han manifestado en desacuerdo con esta promoción de la humildad. “En el fondo -escribe Centi-, tenemos el habitual error de perspectiva; se confunde la nobleza de la virtud con su formalidad. Pero es preciso insistir con Santo Tomás en que se rectifiquen tales perspectivas, si queremos salvar el orden lógico de la moral cristiana, dándole un orden sistemático verdaderamente razonable”[13].

El Catecismo de la Iglesia Católica no relaciona de modo explícito la humildad con la templanza. Trata sobre ella principalmente en el contexto de la oración cristiana: “La humildad es la base de la oración. ‘Nosotros no sabemos pedir como conviene’ (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios”[14]. En este sentido, como Lottin, habla de la humildad como algo ligado a la virtud de la religión y, en esa medida, le atribuye la importancia que tiene ésta.

Así pues, una de las razones que nos impulsa a elaborar este trabajo es la preocupación por entender bien el criterio seguido por Santo Tomás y los autores de los manuales para considerar la humildad como parte de la templanza. En definitiva, nuestro interés es estudiar a fondo la virtud de la humildad en el pensamiento de Santo Tomás y, a partir de ahí, determinar cuál es su verdadero lugar en el organismo de las virtudes cristianas.

 Al llevar a cabo esta investigación, partimos de una premisa: “Pese a su claridad y brillantez, Santo Tomás nunca creyó que la Summa fuera la última palabra sobre nada; de hecho, su misma estructura sugiere que el Aquinate tenía la convicción de que nuestra búsqueda de la verdad está siempre abierta, que nunca está completa”[15]. De modo que no pretendemos  tan sólo presentar la concepción tomasiana de humildad en toda su riqueza, sino también hacer una valoración de la misma.

La bibliografía que hemos podido encontrar es realmente escasa. Aun así, hemos hallado un libro que examina la humildad en el conjunto de las obras de Santo Tomás: The Virtue of Humility de Sebastian Carlson (O.P.). Tiene, sin embargo,  el inconveniente de que se ciñe casi totalmente a un análisis filosófico de la cuestión. Es poco teológico, en el sentido de que apenas tiene cabida la perspectiva histórico-salvífica y cristológica, prestando poca atención a la fundamentación bíblica.  Es verdad que contiene una sección en la que recoge una selección de textos extraídos de los comentarios escriturísticos de Santo Tomás, que refleja el deseo del autor de no excluir tales puntos de vista. Sin embargo, se echa en falta una adecuada articulación de esas ideas con el resto del trabajo.

Esta división del enfoque filosófico y el teológico-escriturístico quizá responda a una concepción de la teología moral como algo separado de la teología espiritual. En este sentido, es significativo que el autor utilice como criterio para elegir los textos de los comentarios escriturísticos, no sólo su valor doctrinal, sino sobre todo su contenido devocional[16]. Así, podría interpretarse que si no incorporó esos comentarios escriturísticos al cuerpo de la obra es porque partía de la premisa de que lo moral debe separarse de lo devocional o espiritual. Nuestro trabajo constituye, pues, un intento de salvar esta división de perspectivas, proporcionando una visión más global, y sobre todo más articulada, de la virtud de la humildad según la mente del Aquinate.

La tesis consta de cuatro capítulos. En el primero estudiamos la humildad en la historia de la salvación. Comenzamos por el análisis del pecado de nuestros primeros padres como pecado de soberbia, para ver después la redención por la humildad de Cristo, y la correspondiente llamada de éste a imitar su humildad. En el segundo, La naturaleza de la humildad, entramos en un análisis, si se quiere, más filosófico de esta virtud. Abordamos los problemas de su materia, modo de obrar, fin, motivo, sujeto y manifestaciones.

En el tercer capítulo, El desarrollo de la humildad, nos fijamos en esta virtud desde un punto de vista dinámico, distinto a la perspectiva estática adoptada al estudiar su naturaleza. Concretamente, explicamos las causas de la humildad, los medios para vivirla, sus grados y perfección. En el cuarto, La humildad y las demás virtudes, exploramos su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes con las que, según Santo Tomás, se relaciona más directamente, a saber, la templanza y la fortaleza. Pero nos planteamos también hasta qué punto Santo Tomás considera la virtud de la humildad como fundamento de todas las virtudes.

La naturaleza de la humildad

La finalidad de este capítulo es ofrecer una definición de la virtud de la humildad, basada en la doctrina de Santo Tomás. Para ello estudiaremos sus cuatro causas. Abordamos, en primer lugar, la materia de la humildad (1). A continuación, analizamos el modo de obrar propio de la humildad, que corresponde en cierto modo a su causa formal (2). Seguidamente, señalamos lo que se corresponde de alguna manera con su causa final: fin (3) y motivo (4). Examinamos, luego, cuál es el sujeto de la humildad, que viene a ser como la causa eficiente de esta virtud (5). Finalmente, habiendo considerado las cuatro causas de la virtud de la humildad, pasamos a estudiar las consecuencias de la misma, esto es, sus manifestaciones o actos (6), para ofrecer, por fin, una definición formal (7).

1.       La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia 

La materia de una virtud se refiere a aquello sobre lo cual opera, a aquello de lo que trata en general, y no al debido uso de tal materia,[17] que corresponde al fin. Así pues, cuando se habla de materia se hace abtracción de toda connotación moral, pues lo moral siempre dice relación al fin, de manera que una virtud y su vicio opuesto tienen la misma materia.

La materia de las virtudes morales es, o bien las pasiones, o bien las operaciones[18]. La humildad, en concreto, actúa sobre una pasión, a saber, la esperanza[19].

La pasión de la esperanza tiene como objeto un bien arduo futuro que puede ser obtenido[20]. Es un bien arduo, es decir, de difícil adquisición: de nadie se dice que espera algo si ese algo es fácil de adquirir; y, en este sentido, difiere del bien concupiscible. Es un bienfuturo, pues si fuera presente, estaríamos hablando de la pasión del gozo. Finalmente, es unbien capaz de ser obtenido, posible, puesto que nadie espera lo que de ninguna manera puede obtener; y, en esto difiere de la pasión de la desesperación.

Lo arduo o difícil se identifica con lo grande[21]. Lo grande es, por definición, difícil. De aquí que quepa formular la materia de la humildad no sólo como apetito de un bien arduo futuro capaz de ser obtenido, sino también como un apetito de algo grande[22] con posibilidad de ser alcanzado. Conviene notar, sin embargo, que tanto al hablar del bien arduo al que se tiende, como a las cosas grandes que se persiguen, no se está hablando de otra cosa sino la de pasión de la esperanza.

La esperanza se relaciona con cierta confianza en sí mismo[23]. Se entiende por confianza una cierta firmeza de la esperanza que  proviene de una consideración que da lugar a una opinón vehemente acerca del bien que se ha de conseguir[24]. De manera que la humildad trata de la esperanza, y también de la confianza en sí mismo como algo ligado a la esperanza.

Pues bien, si la esperanza implica un apetito de cosas grandes, y ese apetito implica cierta confianza, entonces se puede formular la materia de la humildad en términos de una confianza en uno mismo de obtener  algo grande. Por eso escribe Santo Tomás que la humildad y la magnanimidad “se relacionan en cierto modo con la esperanza y la confianza de algo grande”[25]

Ese algo grande o bien arduo que es objeto de la pasión de la esperanza es algo exterior al alma, pues las cosas que usa el hombre son precisamente las exteriores[26]. De tal manera que la esperanza-pasión en sí misma dice relación a algo exterior a ella. Puede decirse que no existe la esperanza sino como movimiento hacia algo externo al alma. Ello parece ser debido, en el fondo, a que la esperanza en cuanto pasión es un movimiento del alma y no puede haber movimiento alguno si no hay una dirección. Y como la única dirección que cabe en el hombre es hacia fuera de él, hacia algo que no sea él mismo, la esperanza siempre implica un movimiento hacia algo externo. Ese algo externo es concretamente el bien externo[27] del honor en cuanto es arduo o grande[28]. Y se dice en cuanto bien arduo porque el honor tiene también razón de concupiscible o deleitable,  no sólo de arduo.

Tenemos, pues, que la humildad opera sobre la pasión de la esperanza, la cual tiene a su vez como objeto externo los honores. La esperanza y los honores constituyen la materia de la humildad. Sin embargo, se distinguen en que la humildad versa inmediatamente sobre la pasión de la esperanza y mediatamente sobre los honores, como objeto de de la esperanza[29].  En este sentido, cabe hablar de una materia inmediata o próxima, que sería la esperanza, y una materia mediata o remota, que sería el honor.

Los honores son materia de  la humildad  porque son ocasión para ser humilde, pero, a la vez, para ensoberbecerse. En efecto, Santo Tomás relaciona los honores con la soberbia de la vida[30]. Se ve, pues, que, como ya hemos apuntado, la humildad coincide con la soberbia en cuanto a su materia.

Se aprecia que los honores son materia de la soberbia -y no sólo de la humildad- apenas se comienzan a enumerar  aquellas cosas que constituyen los honores: bajo el honor están comprendidas la dignidad y la fama[31]. Es fácil comprender que la consideración de la propia dignidad o la fama puede ser materia de soberbia, así como ocasión para el ejercicio de la humildad. De modo semejante, la ciencia parece constituir un honor, aunque Santo Tomás no lo haga constar expresamente; puede ser objeto de soberbia[32] -pues infla especialmente[33]: “La ciencia infla; la caridad edifica” (I Co 8, 1)- o de humildad.

Hay otras cosas a propósito de las cuales uno se puede ensoberbecer, que no parecen ser honores como tal. En efecto, la soberbia toma ocasión principalmente de las cosas buenas que uno posee[34]. Así, por ejemplo, las riquezas son mencionadas con frecuencia como ocasión para la soberbia[35], si bien son vistas como algo distinto del honor[36]. Incluso la misma humildad es contemplada como ocasión o materia de soberbia[37].

Así, otra forma de formular la materia mediata de la humildad sería la siguiente: es todo aquello que puede ser ocasión para la soberbia o la humildad. Nos parece que esta formulación no va en contra de decir que la materia mediata de la humildad son los honores. Pensamos que las riquezas y la humildad -así como cualquier virtud, o de hecho, cualquier don natural o sobrenatural que uno puede tener-  puede considerarse un honor.

El honor o los honores parecen guardar cierta relación con la propia excelencia. Efectivamente, al hablar de la soberbia, Santo Tomás constata que su objeto es lo arduo, porque consiste en la apetencia de  la propia excelencia[38]. Se puede deducir de esto que los honores no se buscan por sí mismos sino para alcanzar la propia excelencia. De modo que también  se puede expresar la materia de la humildad diciendo que es un apetito de la propia excelencia. Expresar en estos términos la materia de la humildad añade una referencia explícita al sujeto de la humildad, que sólo aparece de forma implícita cuando se habla del honor como objeto de la esperanza. Lo excelente o grande, a lo cual tiende el apetito, es algo que hace excelente o grande al sujeto.

Así pues, habiendo distinguido bien los diversos modos en que cabe formular tanto la materia inmediata, esto es, la pasión de la esperanza, como la materia mediata, los honores, es preciso notar que en realidad la materia es una. En efecto, Santo Tomás no distingue entre una materia inmediata y otra mediata, sino que lo que dice es que la humildad trata de la esperanza de manera inmediata y de los honores de manera mediata.  Es más, dice expresamente que la materia propia de la humildad son los honores[39], sin más. Esto se explica porque hablar de los honores en relación con la humildad supone de por sí hablar de la esperanza como tendencia cuyo objeto es el bien arduo. En cambio, decir que la esperanza es la materia de la humildad no implica hablar de los honores en concreto, porque la esperanza tiende hacia lo arduo en general. De suerte que el modo más preciso de expresar la materia de la humildad es diciendo que son los honores.

Cabe también otro modo de formular la materia de la humildad que incluye de forma explícita la materia inmediata, la materia mediata y una referencia al propio sujeto, y que, en este sentido, nos parece que es la más completa. Se trata de una formulación de la materia que ya hemos apuntado. La materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Por apetencia habría de entenderse la pasión de la esperanza, cuyo objeto es el bien arduo futuro capaz de ser obtenido y que implica confianza en uno mismo. Esta apetencia  correspondería a la materia inmediata. En cambio, la propia excelencia habría de interpretarse como los honores, en cuanto que son un bien arduo concreto -por ser algo grande-, los cuales son algo externo al alma y que comprenden todo aquello que puede ser motivo de soberbia o, lo que es lo mismo, ocasión para el ejercicio de la humildad.

2.       El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia

El modo de obrar de una determinada virtud corresponde a la forma de la misma[40]. La expresión que emplea Santo Tomás para designar esta forma de obrar de una virtud es modo formali[41], el modo formal.

El modo de obrar de una virtud, en cuanto forma de la misma, se distingue de su materia. Santo Tomás parece referirse a esta distinción al oponer la materia de un acto de virtud al acto en sí: “Una virtud está en relación con dos cosas: con la materia de su acto y con el acto mismo”[42]. Como ya hemos considerado, la materia de un acto de virtud es aquello sobre lo cual opera la virtud. En cambio, el acto mismo -o sea, la forma de obrar- consiste en el debido uso de tal materia. El acto mismo o modo de obrar de una virtud es más excelente que su materia, precisamente porque la forma es más excelente que la materia[43]. Y, por lo mismo, el modo de obrar es aquello por lo que principalmente se alaba una virtud[44].

La humildad obra principalmente refrenando[45]. Lo que refrena la humildad es la esperanza y la confianza en sí mismo, esto es, la materia inmediata de la humildad. El refrenar de la humildad hace referencia también a la materia remota, es decir, a los honores o cosas a propósito de las cuales uno puede ensoberbecerse. Sin embargo, lo que la humildad refrena sobre todo es la esperanza y la confianza. La humildad refrena el movimiento hacia los honores y no los honores como tal. La humildad afecta a la relación del sujeto con respecto a las cosas dignas de honor, pero no refrena ni modera esas cosas en modo alguno.

La humildad opera sobre todo refrenando el ímpetu de la pasión de la esperanza, pero también usándolo[46]. El uso de la esperanza parece indicar  el aprovechamiento del movimiento natural del alma hacia la excelencia, sin refrenarlo indebidamente, o incluso, el fomentarlo o animarlo.

La humildad refrena la esperanza y confianza en uno mismo y también la usa; sin embargo,  la refrena más que la usa: “La humildad reprime la esperanza o confianza en sí mismo más que usarla” [47]. A modo de interpretación a esta afirmación de Santo Tomás, podemos concluir, pues, que en la mayoría de los casos, la humildad se encarga de refrenar la aspiracion a las cosas grandes; sin embargo, en algunos casos -dependerá acaso de las circunstancias y, quizá sobre todo, de cada persona-, la humildad se encarga de que uno no deje de aspirar, por así decir, a las cosas grandes que le corresponden, de acuerdo con su capacidad. En efecto, como es sabido, in medio virtus, la virtud se halla en el centro; en el caso de la humildad, se encuentra entre la aspiración a lo que supera la propia capacidad y el no tender hacia lo que corresponde al potencial de cada uno.

En resumen, el modo de obrar principal de la humildad es el refrenar la esperanza o confianza en sí mismo, pero que hay también un modo de obrar secundario:  el uso de la confianza en sí mismo. Y, por expresarlo de modo sintético, podemos decir que el modo de obrar de la humildad es simplemente la moderación de la pasión de la esperanza, o lo moderación de la búsqueda de la propia excelencia, o más sencillamente aún, la moderación del amor propio.

3.       El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia

Hemos dicho que la materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. La materia viene a ser, pues, aquello sobre lo cual recae la acción de la virtud, siendo la acción de la virtud el modo de obrar: en el caso de la humildad, la moderación de la búsqueda de la propia excelencia. En cambio, el fin de una virtud es aquello a lo que está inmediatamente ordenada esa virtud[48]. Así pues, cuando hablamos ahora del fin de la humildad, nos referimos al fin que tiene en cuenta el sujeto al moderar su tendencia a la propia excelencia.

Hablar de fin, en general, y ahora en concreto del fin de la virtud de la humildad, implica hablar de la razón. En efecto, el fin de la virtud moral en general es hacer que el hombre viva según la recta razón, es decir, de forma racional; y el fin de cada virtud en particular es mantener su propia materia dentro de los límites de la razón a través de su modo de obrar.

Santo Tomás hace alusión al fin de la humildad en varias ocasiones. Así, por ejemplo, afirma que “pertenece propiamente a la humildad que uno se reprima a sí mismo para no tender a aquellas cosas que le superan”[49]. Las palabras “para no tender a aquellas cosas que le superan” aluden al fin de la humildad. Igualmente, dice que la humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas, a cosas grandes, a lo grande[50]. Afirma también que “a la humildad le toca reprimir el ánimo en el apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción”[51], es decir, contra el exceso de esperanza.

En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás distingue dos elementos en la humildad, que podrían tomarse como dos fines o como un fin doble: “Así como en la soberbia hay dos cosas, a saber, el afecto o deseo desordenado y la estimación desordenada de sí, del mismo modo, y en sentido contrario, sucede en la humildad, porque no busca la propia excelencia, e igualmente no se considera digno”[52]. Este texto parece contradecir lo que afirma en la Suma Teológica, ya que decir que la humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas parece suponer que el espíritu debe tender a cosas altas, solo que no de forma desmedida. Nos parece que habría que interpretar el “no buscar la propia excelencia” como referido a la búsqueda desmedida de esa excelencia,  igual que cuando se habla del amor propio y hay que interpretar que se quiere significar el amor propio desordenado.

En favor de esta interpretación, podemos señalar que, en el mismo comentario escriturístico, Santo Tomás afirma que apetecer más gracia -a la que corresponde una mayor gloria- no es malo, porque dice la Escritura: “Buscad los carismas mejores” (1 Co 12, 31)[53]. En cualquier caso, la Suma Teológica es posterior al comentario al Evangelio de Mateo, por lo que sería lógico pensar que Santo Tomás estaría más de acuerdo con aquélla.

En cuanto al “no considerarse digno”, como posible fin del humilde, conviene aclarar que no parece tomarse en un sentido absoluto o estricto. En efecto, afirma Santo Tomás en laSuma Teológica: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual uno tiene una estimación verdadera acerca de sí mismo. La soberbia, en cambio, no hace caso de ella, sino que la traspasa, creyéndose más de lo que es”[54]. En este texto, da la impresión de que para Santo Tomás la estimación verdadera de sí mismo no es un fin de la humildad, sino que pertenece en sí a la recta razón. El sujeto, por la humildad o la soberbia, puede hacer caso o no de esa estimación verdadera, pero ésta no es obra de la humildad sino de la recta razón.

La recta razón o lo razonable no se mide sólo en relación a las exigencias de la naturaleza humana sino también a las exigencias del tiempo, del estado, etc.; en definitiva, de las circunstancias personales de cada uno[55]. En consecuencia, la humildad dice relación a la verdad sobre uno mismo en concreto: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual el hombre tiene de sí mismo una concepción verdadera”[56].

Como la estimación verdadera de sí mismo pertenece a la recta razón y no propiamente a la humildad, se puede reducir el fin de la humildad a uno. En efecto, Santo Tomás no parece incluir como fin de la humildad la estimación verdadera sobre sí mismo: “La humildad refrena el apetito a fin de que no aspire a las cosas grandes más allá de los límites de la recta razón”[57]. Por contraste, señala también que por la soberbia aspiramos voluntariamente a algo que estásobre nuestras posibilidades[58], como lo parece indicar, por otra parte, el mismo término latino superbia. Dichas posibilidades vienen determinadas precisamente por la recta razón: “La soberbia busca el exceso sobre la recta razón, por ser ‘apetito de excelencia desmedida’, según anota San Agustín”[59]. La soberbia supone un amor desordenado a la propia excelencia, que se traduce en traspasar los límites de la recta razón[60].

Resumiendo, pues, el fin de la humildad es la apetencia razonable -según la recta razón- de la propia excelencia. En cambio, el fin de la soberbia es “el amor desordenado a la propia excelencia”[61].

4.       El motivo: la reverencia debida a Dios

El fin de la virtud está supeditado a otro fin, que aquí llamamos motivo. Al menos eso parece indicar el siguiente texto: “Para reprimir la presunción de la esperanza (lo cual se refiere al fin), hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, para no traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio” [62]. El motivo o fin que mueve al hombre a moderar su tendencia a lo grande es la reverencia debida a Dios.

El objeto de la reverencia, en general, es la excelencia de la persona, en este caso, de Dios[63]. La reverencia parece referirse, ante todo, al hecho de que uno tenga a otro -en este caso Dios- en mucho y a uno mismo en poco[64]. Así, como afirma Fullam, “la humildad es fundamentalmente una virtud comparativa. En otras palabras, la humildad supone el sopesar de un rasgo, cualidad o capacidad de una persona con el de otra”[65].

Como consecuencia, la reverencia a Dios supone sujeción a Él: “la humildad se ocupa propiamente de la reverencia por la que el hombre se somete a Dios”[66]. En efecto, la humildad guarda una relación muy estrecha con  la sujeción:  “la humildad parece implicar preferentemente la sujeción del hombre a Dios”[67].

Sin embargo, es importante notar que la sujeción o sometimiento no tiene un cariz negativo, sino al contrario. Se trata de algo eminentemente positivo, pues se refiere precisamente a lo que perfecciona a la persona: “La perfección de las cosas está en la subordinación a lo que les es superior; así, el cuerpo vivificado por el alma, y el aire iluminado por el sol”[68]. Es más, la bienaventuranza consiste precisamente en la perfecta sumisión a Dios[69].

Por contraste, la soberbia implica insumisión a Dios: “La soberbia se opone a la humildad, que busca directamente la sumisión del hombre a Dios; y se opone tratando de suprimir esa sujeción, en cuanto que se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea señalada por la ley de Dios”[70]. Se entiende así que Santo Tomás considere que la soberbia consiste sobre todo en el desprecio de Dios[71].

Si en el sometimiento a Dios está nuestra perfección, en la insumisión a Él está nuestra perdición: “Así como el bien de cada cosa está en permanecer en su orden, así su mal está en abandonarlo. El orden de la criatura racional consiste en estar sometida a Dios y sobre las demás criaturas; por eso, así como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, también es su mal no someterse a Dios, atentando contra Él por presunción o desprecio”[72].

En síntesis, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, que se refiere a la percepción de la superioridad de Dios y, por tanto, de la inferioridad de uno mismo. Esta reverencia implica o tiene como consecuencia el sometimiento a Dios. Por el contrario, la soberbia supone insumisión a Dios por presunción -exceso de esperanza o confianza en las propias fuerzas- o desprecio. Por reverencia a Dios uno busca su propia excelencia según la recta razón, lo que corresponde  al fin de la humildad. Esa apetencia razonable de la propia excelencia se da por medio de una moderación de la pasión de la esperanza,  lo cual corresponde al modo de obrar de la humildad. Y la pasión de la esperanza o apetencia de lo grande, la aspiración a la propia excelencia que la humildad modera, es la materia de la humildad.

5.       El sujeto de la humildad

El sujeto de una virtud es la potencia o potencias en que radica o inhiere. Si se puede decir que la materia  de la humildad corresponde a su causa material, el modo de obrar a su causa formal y el fin y el motivo de la humildad a su causa final, el sujeto de la humildad corresponde a la causa eficiente de la virtud, a aquello de lo que procede de forma inmediata.

Abordaremos a continuación la relación de la humildad con cada una de las potencias del alma. Nos fijaremos primeramente en la razón, la cual, no siendo sujeto de la humildad, es regla directiva de la misma (5.1). En segundo lugar, examinaremos la voluntad en cuanto sujeto principal de la humildad (5.2). En tercer lugar, nos detendremos a considerar el apetito irascible en cuanto sujeto secundario de la voluntad (5.3). Por último, veremos la relación que guarda la humildad con el apetito concupiscible, si bien, como el caso de la razón, no sea propiamente sujeto de la humildad (5.4).

5.1    La razón, norma directiva de la humildad

El movimiento de toda virtud moral tiene su inicio en la razón[73], y por tanto, también la humildad. Ello es así porque “el saber es condición requerida para la virtud moral en tanto que ésta obra según la recta razón”[74]. La humildad tiene su inicio, pues, en la razón, concretamente en la recta razón. En realidad, la razón es siempre la recta razón cuando se habla de la virtudes, como es el caso.

Refiriéndose específicamente a la humildad en cuanto relacionada con la recta razón, afirma Santo Tomás: “La característica de la humildad es matar el deseo de lo que excede las propias facultades. Para conseguir esto, hace falta que cada cual conozca lo que le falta para alcanzar la perfección de la virtud. Por consiguiente, el conocimiento de los propios defectos pertenece a la humildad, como norma directiva del apetito (...)”[75]. De forma que la humildad tiene su inicio en la razón en cuanto que da a conocer a uno lo que le falta para alcanzar la perfección, esto es, en cuanto que proporciona el conocimiento de los propios defectos.

Con todo, las virtudes morales, y concretamente la humildad, no tienen a la razón por sujeto. A ello se refiere el Aquinate al afirmar que “la virtud moral se halla esencialmente en el apetito”[76], es decir, en el apetito intelectivo o voluntad, en el apetito irascible o en el apetito concupiscible. Las virtudes que tienen como sujeto la razón son las virtudes intelectuales.

Para entender por qué la razón no es sujeto ni de las virtudes morales en general ni de la humildad en particular, nos puede servir de ayuda concebir el sujeto como causa eficiente, como hemos sugerido más arriba. La causa eficiente es aquella de la que procede inmediatamente un efecto. Así, la razón no es causa eficiente o inmediata de la humildad, sino mediata, pues, como veremos enseguida, los actos de la humildad provienen directamente de la voluntad, si bien nunca sin intervención previa de la razón.

Así pues, la humildad tiene su inicio en la razón, en cuanto que sin el conocimiento de los propios defectos no se puede realizar un acto de humildad. La humildad, como toda virtud moral, tiene su inicio en la razón, pero concretamente en cuanto que el conocimiento que provee de los propios defectos le sirve de norma directiva al apetito para no tender a lo que está por encima de las propias fuerzas y del límite señalado por el creador.

5.2    La voluntad, sujeto principal de la humildad

Al hablar de las virtudes morales, Santo Tomás contempla la voluntad en estrecha relación con la razón o inteligencia. En efecto, alude a ella a veces con el nombre de apetito intelectivo[77]. Nos parece que se puede decir que no concibe la voluntad con independencia, como algo separado de la razón.  

Para el Aquinate, el apetito intelectivo o voluntad es siempre sujeto de las virtudes morales, y por ende, de la humildad: “El sujeto del hábito llamado virtud (moral) en sentido puro y simple, no puede ser sino la voluntad u otra potencia en cuanto movida por la voluntad. Y la razón es porque la voluntad mueve a obrar a todas las demás potencias que de algún modo son racionales, como hemos visto; así, cuando alguien obra bien actualmente, lo debe a tener buena voluntad”[78]. De ahí que no haya virtud que no tenga como sujeto a la voluntad.

Sin embargo, hay virtudes morales que radican en la voluntad exclusivamente y otras que radican en otra potencia en cuanto movida por la voluntad, de tal forma que radican tanto en la voluntad como en esas potencias. Así, una virtud puede radicar en dos potencias al mismo tiempo: en la voluntad y en el apetito irascible o en la voluntad y en el apetito concupiscible. Pero en este último caso, su sujeto principal será la voluntad y su sujeto secundario el irascible o el concupiscible: “Una cosa puede darse en dos o en varios sujetos, no por igual, sino según cierto orden; y en este sentido puede una virtud pertenecer a diversas potencias, de manera que en una de ellas se halle principalmente y se extienda a otras por modo de difusión o disposición, en cuanto que una potencia es movida por otra o en cuanto que recibe algo de otra”[79].

¿Qué virtudes radican exclusivamente en la voluntad? Una virtud tiene como sujeto exclusivo la voluntad solamente cuando ésta necesita de algo que sobrepasa su propia capacidad, a saber, cuando la voluntad se dirige a un bien extrínseco, como es el bien del prójimo o el bien divino[80]. Ello es así porque “no se requiere hábito alguno para lo que conviene a una potencia por su propia naturaleza”[81]. De modo que las virtudes que radican exclusivamente en la voluntad son las virtudes que dirigen los afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo; como, por ejemplo, la caridad, la justicia y otras[82]. En cambio, las virtudes que ordenan los afectos hacia el bien propio del sujeto que quiere -como es el caso de la templanza y de la fortaleza-, no tienen a la voluntad como sujeto (exclusivo), sino el concupiscible y el irascible respectivamente[83].

Santo Tomás no afirma que la humildad radique exclusivamente en la voluntad, pero tampoco lo niega de forma explícita. Se hace necesario, pues, hacerse una pregunta: ¿Ordena la humildad los afectos del hombre hacia Dios y hacia el prójimo? Si la respuesta fuera afirmativa, radicaría exclusivamente en la voluntad; y si no, inheriría también en el irascible o en el concupiscible.

Para determinar esto, podemos fijarnos en el motivo y en el fin de la humildad. El motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios. La reverencia implica sometimiento a Dios y a los demás en lo que participan de Dios[84]. Por tanto, la humildad ordena los afectos a Dios. En cambio, parece que no los ordena propiamente a lo demás, sino a lo que tienen los demás de Dios. De ahí que se afirme: “Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo (...) Por la humildad se ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo” [85].

El que por la humildad el hombre se ordene respecto de sí mismo parece aludir al fin de la humildad, que es la apetencia moderada de la propia excelencia. La apetencia se refiere a los afectos del hombre. Por tanto, la humildad, como virtud moral que es, ordena los afectos del hombre. Esta apetencia o estos afectos se refieren, a fin de cuentas, a uno mismo. De manera que la humildad ordena los propios afectos hacia uno mismo. Efectivamente, por la humildad el hombre modera el amor desordenado a uno mismo.

Resulta claro, pues, que la humildad no radica exclusivamente en la voluntad, pues dice relación al bien propio y no sólo al bien del prójimo o al bien divino. Igualmente, es manifiesto que la humildad tiene como sujeto principal la voluntad y que tiene un sujeto secundario, en la medida en que dice relación al bien del propio sujeto. Resta por ver, entonces, si tiene como sujeto secundario el irascible o el concupiscible.

5.3    El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad

El apetito irascible, en cuanto parte del apetito sensitivo junto con el apetito concupiscible, se distingue de la voluntad en que su objeto no es un bien espiritual sino un bien sensible. Se distingue de ella, además, por la razón bajo la cual considera el bien.  La voluntad mira el bien bajo la razón universal de bien; el apetito irascible, en cambio, mira el bien en cuanto repele[86], es decir, en lo que tiene de arduo. El apetito irascible presupone la voluntad, porque se fija, por así decir, en un aspecto concreto del bien - o quizá, más bien, en algo anejo a la consecución del bien- que la voluntad mira bajo la razón universal de bien.

El apetito irascible no puede ser, en sí mismo, sujeto de virtud alguna, si no es en cuanto movido por la voluntad, como ya hemos indicado. Y tampoco lo es con independencia de la razón, porque la voluntad, al menos en lo que se refiere a las virtudes morales, no funciona independientemente de ella. El apetito irascible puede ser sujeto de una virtud moral sólo en la medida en que participa de la razón: “El apetito irascible y el concupiscible pueden considerarse de dos modos: en primer lugar, en sí mismos, en cuanto que son partes del apetito sensitivo, y, así considerados, no pueden ser sujetos de la virtud. En segundo lugar, en cuanto participan de la razón, pues naturalmente están destinados a obedecerla, y, así considerados, pueden ser sujetos de la virtud humana, pues son principios de acción humana en la medida que participan de la razón”[87]. De manera, pues, que el carácter de sujeto del apetito irascible, así como el del concupiscible, depende tanto de la voluntad como de la razón.

Como se puede apreciar por lo dicho hasta ahora, en realidad existen tres posibles sujetos en los que puede radicar una virtud moral: la voluntad, el apetito irascible en cuanto que incluye la voluntad, y el apetito concupiscible en cuanto que comprende, igualmente, la voluntad. Se puede afirmar también que la voluntad es el sujeto principal de todas las virtudes morales, y que, en cambio, el apetito concupiscible y el apetito irascible en sentido estricto no pueden ser más que sujetos secundarios porque, en última instancia, son movidos por la voluntad o apetito intelectivo.

Santo Tomás dice expresamente que la humildad tiene su sujeto en el apetito irascible[88], con lo que ha de entenderse el apetito irascible en cuanto movido por la voluntad. Lo mismo afirma, por otra parte, de la soberbia[89]. Para determinar dónde radica una virtud o vicio se considera su objeto, ya que cada potencia tiene su objeto propio. Como la soberbia tiene por objeto lo arduo -y, por tanto, al parecer, también la humildad-, se sigue que ha de tener alguna relación con el apetito irascible, cuyo objeto es precisamente lo arduo. Por lo tanto, la humildad tiene a la voluntad por sujeto principal y al apetito irascible por sujeto secundario.

En la cuestión 161 de la Secunda Secundae, en la que Santo Tomás aborda directamente el tema de la humildad, no se dice que la misma radique también en la voluntad. Sin embargo, en la cuestión 162, en la que trata el tema de la soberbia, afirma que ésta radica tanto en el apetito irascible como en la voluntad; es decir, radica en el irascible en un sentido amplio, que alcanza el apetito intelectivo o voluntad[90]. Nos parece que al decir que la humildad radica en el irascible se refiere al irascible en este sentido amplio, que incluye el sentido propio. En cualquier caso, pensamos que decir que la humildad radica en el irascible tomado en sentido propio no excluye que también se pueda decir que radique en el irascible en sentido amplio.

La razón que aduce el Aquinate para explicar por qué la soberbia -y, por tanto, la humildad- no puede inherir sólo en el apetito irascible es que lo arduo, que es objeto de la soberbia, se encuentra tanto en materia sensible como en materia espiritual. Si lo arduo se encontrara sólo en la materia sensible, entonces la soberbia inheriría en el apetito irascible como parte del apetito sensitivo, siendo la otra parte el apetito concupiscible. Pero, como es el caso, si lo arduo incluye la materia espiritual, entonces la soberbia inhiere también en la voluntad.

De esta manera, se entiende que en los demonios, que son ángeles, y por tanto, de naturaleza puramente espiritual, que no tienen apetito sensitivo alguno -ni irascible ni concupiscible- exista también la soberbia. Y, de la misma manera, como ya se ha señalado, da razón de por qué el pecado de nuestros primeros padres fue de soberbia, ya que en el estado de inocencia no se concibe que hubiese rebelión de la carne contra el espíritu[91]. El bien que apetecieron tuvo que ser uno de tipo espiritual. Además, ese bien espiritual tuvo que haber sido apetecido en contra de la la ley divina, pues, de otro modo, no podría haber desorden en la apetencia de esos bienes espirituales. Y como precisamente la apetencia de cierto bien espiritual por encima de lo establecido por Dios pertenece a la soberbia, resulta evidente que el primer pecado fue de soberbia.

A modo de conclusión, entonces, podemos decir que el apetito irascible es sujeto secundario de la humildad. Asimismo, podemos afirmar que el irascible en sentido amplio, es decir, en cuanto incluye el apetito intelectivo o voluntad, constituye el sujeto de la humildad en su totalidad.

5.4    El apetito concupiscible

Al igual que el apetito irascible respecto de la voluntad, el concupiscible se distingue de ambos por la razón bajo la cual mira el bien: “El apetito concupiscible mira a la razón propia del bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza, mientras que el irascible mira a la razón de bien en cuanto repele y combate lo que es perjudicial. La voluntad, por el contrario, mira al bien bajo la razón universal de bien” [92].

Así como la voluntad presupone la razón -o, al menos, cuenta siempre con ella-, y el irascible presupone la voluntad y, por tanto, también la razón, éste -el irascible- también presupone el apetito concupiscible: “Las pasiones del irascible presuponen las del concupiscible”[93]. Las pasiones son apetitos y la potencia del apetito irascible y la del concupiscible están constituidas por sus pasiones. Por lo tanto, decir que las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible equivale a decir que el apetito irascible como tal presupone el concupiscible.

La razón de fondo que explica que el apetito irascible presupone el apetito concupiscible es la siguiente: “La función del irascible es eliminar los obstáculos para la realización del concupiscible, mientras que la función del concupiscible es desear el bien en sí (I-II, q. 23). El irascible es, por tanto, un impulso añadido a otro impulso, una pasión reforzada para el mismo bien básico. Dicho de otro modo, empleando las palabras de Santo Tomás: ‘las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible’. Uno tiene que querer un bien antes de que el apetito que desaloja los obstáculos para su posesión entre en juego”[94]. Efectivamente, antes de desalojar los obstáculos para la consecución de un bien determinado -de lo cual se encarga el irascible- es preciso que uno desee ese bien -de lo cual se encarga el apetito concupiscible-.

El bien deseable o concupiscible con el que se relaciona la humildad son los honores, que constituyen su materia. La humildad tiene que ver con la búsqueda moderada de los honores, en la medida en que modera la apetencia de la propia excelencia. Por lo mismo, el acto de humildad presupone el apetito concupiscible y, en esa medida, guarda alguna relación con ella. Por otra parte, Santo Tomás coloca la virtud de la humildad como una parte de la templanza. Considera que es una parte de ella. Y la templanza modera precisamente las pasiones del apetito concupiscible.

Resumiendo pues, el apetito concupiscible se relaciona con la humildad en cuanto el acto de humildad presupone la apetencia de un bien concupiscible o sensible. Sin embargo, no es sujeto de la humildad en sentido alguno.

6.       Las Manifestaciones de la humildad

En primer lugar (6.1), presentaremos las manifestaciones de la virtud de la humildad con respecto a uno mismo. En el segundo apartado (6.2), enumeraremos algunos actos de humildad que dicen referencia a Dios. En el tercero (6.3), señalaremos aquellos actos en que se manifiesta la humildad con relación a los demás. Y en el cuarto (6.4), indicaremos los modos en que se traduce la humildad en la relación de la persona con los bienes exteriores, concretamentamente las riquezas y los honores.

La humildad respecto a uno mismo

Para Santo Tomás, la humildad respecto a uno mismo parece reflejarse básicamente en tres cosas: en una baja concepción de uno mismo; en una desconfianza en la propia capacidad; y, por último, en un desprecio de la propia persona. Comencemos por examinar la primera, como manifestación fundamental de la humildad.

Ser humilde implica considerarse pecador. Esto es precisamente lo que distingue al soberbio del humilde. En efecto, comentando las palabras de Jesús: “He venido a juzgar a este mundo, para que los que no ven vean; y los que ven queden ciegos” (Jn 9, 39), dice Santo Tomás: “Aquel que no reconoce sus pecados considera que ve; y quien reconoce sus pecados considera que no ve. Lo primero es propio de los soberbios; lo segundo de los humildes”[95]. Los soberbios son ciegos porque les ciega espiritualmente sus pecados: “Los cegaron sus malicias” (Sab 2, 21) y, por lo mismo, no ven, no reconocen sus pecados. El humilde, en cambio, los ve y los reconoce.

Más allá de sentirse pecador, la humildad lleva a no tener una alta consideración de sí. En efecto, la Virgen, por ejemplo, no era pecadora, pero, aun así, no sentía altamente de sí. Por ese motivo hubo de ser instruida acerca del misterio de la Encarnación que en ella debía realizarse; no fue debido, pues, a su falta de fe, sino precisamente a su humildad, por la que tenía una baja concepción de sí[96]. En realidad, la humildad implica el saberse incapacitado, no ya para entender las cosas que están sobre el intelecto humano, sino también muchas que están al alcance de la inteligencia de otros hombres[97].

Como consecuencia de esta concepción moderada de sí, el humilde se sorprende ante las alabanzas recibidas: “Es costumbre de los santos y de los humildes que cuando oyen grandes cosas de sí, se sorprenden y se admiren”[98]. De todas formas, no es manifestación de humildad negar los dones que uno ha recibido de Dios: “Nadie debe cometer un pecado para evitar otro. Por lo mismo, no se debe mentir para evitar la soberbia. Así, San Agustín recomienda ‘no huir tanto del orgullo que se llegue a faltar a la verdad’. Y San Gregorio: ‘Es una humildad imprudente la que se expone a mentir’”[99].

Incluso cabe elogiarse a sí mismo. Santo Tomás señala al menos dos casos[100]. Uno, ante las tentación de la desesperación, lo cual hizo Job ante las acusaciones que le hacían. Efectivamente, puede uno acordarse de las cosas buenas que ha hecho ante las tentaciones de desesperación, y en cambio acordarse de las malas ante las tentaciones de soberbia. Otro caso es cuando es útil para ser tenido en mayor fama y se dé más crédito a la doctrina que se predica. Es lo que hace San Pablo cuando escribe a los Corintios, para que no diesen más crédito a los pseudo-apóstoles que a él.

Además de traducirse en una concepción más bien baja de uno mismo, la humildad se pone de manifiesto en el hecho de no confiar en la propia capacidad: “Se llama humilde a quien no se apoya en sus fuerzas”[101]. El humilde no se fía de sus fuerzas sino del poder divino: “Aspirar a bienes mayores confiando en las propias fuerzas es acto contrario a la humildad; pero el aspirar a ellas confiando en el auxilio divino no va contra la humildad”[102].

No sólo desconfía el humilde de sus propias fuerzas sino también de su propio parecer: “ (...) es potentísima sabiduría que el hombre no se apoye en su inteligencia: ‘No te apoyes en tu prudencia (Pr 3, 5) (...) Y que el hombre no se fíe de su inteligencia procede de la humildad. De ahí que también el lugar de la humildad sea la sabiduría, como se dice en Proverbios XII. Pero los soberbios no se fían sino de sí mismos”[103].

También es manifestación fundamental de la humildad el desprecio de sí mismo: la humildad supone cierto laudable rebajamiento de sí mismo[104], es decir, cierta humillación propia[105]. Aquí tiene su importancia el adjetivo cierto. En efecto, el aborrecimiento propio no puede ser total, puesto que también hemos de amarnos a nosotros mismos. ¿Como, pues, compaginar estas dos exigencias? Pues “amando al hombre de Jesucristo y aborreciendo al hombre de Adán: amando al hombre espiritual y aborreciendo al carnal. Amemos en nosotros la obra de Dios y aborrezcamos la nuestra. Amemos lo que Dios ama en nosotros y aborrezcamos lo que en nosotros aborrece (...)”[106].

Este desprecio puede tener manifestaciones externas. Así, por ejemplo, para defender el que los religiosos usen lo que llama hábito de humildad, dice: “Como prueba el Filósofo en el libro X de las Éticas, las virtudes no consisten sólo en los actos interiores, sino también en los exteriores; esto es así por lo que se refiere a las virtudes morales. Y la humildad es una virtud moral, pues no es ni intelectual ni teologal. Por tanto, consiste no sólo en cosas interiores, sino también en cosas exteriores. Así pues, como pertenece a la humildad que el hombre se desprecie a sí mismo, también pertenece a ella que se usen algunas cosas exteriores despreciables”[107].

Otra forma de desprecio o humillación es la mendicidad, sobre lo cual dice el Aquinate que, entre las obras de penitencia, nada la supera en cuanto a hacer más humilde al hombre[108]. En efecto, mendigar supone una humillación por cuanto los hombres más miserables nos parece que son los que además de ser pobres tienen que pedir a otros para sustentarse[109]: “Recibir las cosas necesarias para la vida es acto de humildad en quienes tanto se han humillado por Cristo que se someten a la indigencia (...)”[110].

La humillación puede venir también de otro, y es acto de humildad si se recibe con espíritu de humildad. Y así, callar ante un agravio es una manifestación suma de humildad, de la que Cristo, además, dio máximo ejemplo: “Y no le respondió palabra, de modo que se admiró sobremanera el gobernador” (Mt 27)[111]. A la vez, no siempre es aconsejable callar ante las acusaciones. Santo Tomás advierte que es lícita la defensa de las críticas y, por tanto, no va contra la humildad, en el caso de que no sean críticas hechas para corregir sino para destruir; y, sobre todo, cuando no es blasfemada la propia persona sino la verdad[112]. Pero pensamos que, propiamente hablando, esto no constituye un acto de humildad sino de alguna otra virtud, acaso la justicia.

En realidad, tanto el desprecio de la propia fama -lo cual se hace cuando se calla ante las acusaciones- como el apetecerla, pueden ser algo vicioso o laudable: “La fama no es necesaria para el hombre por sí misma, sino para la edificación del prójimo. Por lo cual, apetecer la fama por el prójimo, es propio de la caridad, pero apetecerla por sí mismo pertenece a la vanagloria. Y, al contrario, el desprecio de la fama por sí mismo es humildad, pero el desprecio de la fama por el prójimo es apatía e insensibilidad”[113].

La humildad respecto a Dios

La humildad implica no sólo una actitud hacia uno mismo, sino también una actitud hacia Dios. Efectivamente, si bien la humildad tiene que ver con la búsqueda moderada de la propia excelencia, también implica el reconocimiento de la excelencia de Dios. De hecho, como ya hemos apuntado, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, el honor debido a Dios en virtud de su excelencia.

Más aún, podríamos decir que la humildad tiene que ver principalmente con la relación del hombre con Dios, más que con el hombre consigo mismo: la humildad comporta sobre todo sujeción o sometimiento a Dios[114]. Santo Tomás no define explícitamente lo que entiende por sometimiento. De todas formas, parece significar simplemente el considerar y aceptar que otro es superior a uno. Por lo menos así se desprende de la cita escriturística a la que acude Santo Tomás para contrarrestar las objeciones según las cuales el hombre no debe someterse a todos por humildad: “La humildad nos hace considerar a los demás como superiores a nosotros” (Flp 2, 3)[115]. La sujeción responde a la reverencia que debe el hombre a Dios: “Por la humildad el hombre se somete a Dios por reverencia a Él (...)”[116]. Y como la reverencia debida a otro se debe en función de su excelencia, la razón por la cual nos sometemos a Dios es su excelencia.

Las manifestaciones de la humildad respecto a Dios vienen a ser las consecuencias específicas que implica el sometimiento a Dios, que puede decirse que son innumerables, pues en la medida en que es soberbia todo lo que implica desprecio de los preceptos de Dios[117], todo acto de virtud parecería ser un acto de humildad.

Una manifestación concreta de este sometimiento es el hecho de esperar todo de Dios. En efecto, a Dios pertenece todo lo que se refiere a la perfección y a la salvación; pues al hombre pertenece tan sólo lo defectuoso. De modo que, por así decir, no le cabe otra alternativa al hombre que acudir a Dios. En efecto, comentando la oración dominical, Santo Tomás concluye que es una oración humilde, precisamente porque pide y espera todo de Dios: “La oración debe ser también humilde, según aquello del Salmo 101, 18: ‘Miró la oración de los humildes’; y de Lucas 18 sobre el fariseo y el publicano; y de Judith 9, 16: ‘El clamor de los humildes y de los mansos siempre te agrada’. La cual humildad ciertamente se conserva en esta oración (dominical): pues hay verdadera humildad cuando uno no presume nada de sus propias fuerzas, sino que lo espera todo de la impetración del poder divino”[118]. Así pues, rezar esperando todo de Dios es manifestación humildad.

El apoyo escriturístico en que parece basarse Santo Tomás para decir que sólo podemos confiar en el poder divino, y no en nuestras fuerzas, son las palabras del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Sobre ellas hacer ver el Aquinate cómo el Señor declara que no somos capaces de hacer cosas grandes, ni siquiera cosas pequeñas, sino nada en absoluto; si no somos capaces ni de pensar -“No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios” (2 Cor 3, 5)-, mucho menos vamos a ser capaces de otras cosas[119].

Es una manifestación de humildad también la confesión de los propios pecados[120]. Relacionando esta manifestación con la idea de que la humildad implica sobre todo sometimiento a Dios por reverencia a Él en virtud de su excelencia, podríamos decir que en la confesión de los pecados se reconoce que todo lo que es perfección y salvación viene de Él, y en esa medida hay un sometimiento por reverencia.

Algo parecido se puede decir del hecho de conmemorar los beneficios recibidos de Dios.[121] Al hacerlo, el hombre reconoce la excelencia de Dios, de quien se admite que proceden esos beneficios. Por contraste, el creer que el bien poseído procede de uno mismo y pensar que los dones concedidos gratuitamente por Dios han sido merecido por uno mismo son muestra de soberbia[122].

El sometimiento guarda relación con la adoración: “(...) ofrecemos a Dios una adoración espiritual y otra corporal. La espiritual consiste en la devoción interna de la mente, mientras que la corporal consiste en la humillación del cuerpo”[123]. Santo Tomás habla expresamente de las genuflexiones como humillación del cuerpo: “Lo que hacemos exteriormente orando -dice San Agustín- lo hacemos para despertar interiormente nuestro afecto. Pues las genuflexiones, por ejemplo, no son de por sí agradables a Dios, sino porque por ellas, como demostración de humildad, interiormente el hombre se humilla”[124]. De la misma forma, los gestos del sacerdote en el Santo Sacrificio, concretamente el juntar las manos e inclinarse en oración suplicante, designan la humildad y obediencia con que Cristo padeció[125].

Tenemos así que son manifestaciones de humildad respecto a Dios pedir su ayuda, pedir perdón, darle gracias y adorarle con la humillación del cuerpo. Casualmente coinciden estas manifestaciones con los cuatro fines del Santo Sacrificio del altar. De donde se podría deducir que la manifestaciones de humildad respecto a Dios constituyen, en cierto sentido, una prolongación de la Misa.

La humildad respecto a los demás

En su comentario al cuarto libro de las Sentencias, Santo Tomás anota que “por la humildad el hombre se somete a Dios por reverencia a Él y, como consecuencia, a otros por Dios”[126]. El sometimiento a los demás es una consecuencia del sometimiento a Dios: “La humildad, en cuanto virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla sometiéndose incluso a otros”[127].

Santo Tomás señala también la razón por la cual la humildad lleva a someterse a los demás: “A Dios tenemos que venerarlo no sólo en sí mismo, sino en todas sus participaciones, aunque no de la misma forma que lo veneramos a Él. Por la humildad debemos someternos a todos nuestros prójimos por reverencia a Dios, como aconseja San Pedro: ‘Someteos todos a los hombres por Dios’ (1 P 2, 13). Claro está que el culto de latría se reserva sólo para El”[128]. De modo que debemos someternos a los hombres en cuanto que son una participación de Dios. Por la humildad vemos las cualidades de los demás como dones de Dios y reflejo de Dios[129]. Por todo lo cual, por humildad, hemos de mostrar señales de honor y reverencia a los demás[130], reconociendo el don de Dios en ellos. Por la soberbia, en cambio, se busca justo lo contrario, pues se  desprecia a los demás, con ansia de que sólo brille el propio bien[131].

Al decir que debemos someternos a los hombres, surge la pregunta sobre la medida en que debemos hacerlo. El Aquinate da respuesta a este interrogante empleando el concepto de participación: “En el hombre hay que considerar dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre. Es propio del hombre todo lo defectuoso; de Dios, todo lo que pertenezca al orden de la salvación y perfección, como atestigua Oseas: ‘Tu perdición es obra tuya, Israel. Tu fuerza soy yo”. Pues bien, dado que la humildad se ocupa preferentemente de la reverencia debida a Dios como súbditos, considerado en lo que es propio suyo, debe someterse a los demás en lo que éstos tienen de Dios”[132]. Por tanto, debemos someternos a los hombres, pero no en todo, sino en lo que participan de Dios, que es, en concreto, todo lo referente a la perfección y a la salvación.

Santo Tomás restringe aún más el alcalce del sometimiento a los demás. Éste dependerá no sólo de aquello en lo que el otro participa de Dios -es decir, de lo perfecto y de lo que pertenece a la salvación-, sino también de lo que uno participa de Dios: “La humildad no exige que lo que en nosotros existe de Dios se someta a lo que en los demás descubrimos también de Dios, ya que quien participa de los dones de Dios sabe que los posee, según acredita San Pablo: ‘Sepamos qué dones hemos recibido de Dios’ (1Co 2, 12). No es falta de humildad preferir los dones recibidos por nosotros a los dones recibidos por los demás, como enseña San Pablo: ‘A otras generaciones no fue revelado el misterio como ahora a los apóstoles’ (Ef 3, 5)”[133].

Por otra parte, contempla Santo Tomás el sometimiento en lo que concierne a lo que cada uno tiene como propio, a saber, lo defectuoso:  “Igualmente, no se exige por la humildad que sometamos lo que hay en nosotros como propio nuestro a lo que en los demás existe como suyo propio. En caso contrario, tendría que considerarse todo hombre más pecador que los demás, siendo así que el mismo San Pablo, sin faltar a la humildad, escribe: ‘Somos judíos por naturaleza, no pecadores de entre los gentiles’ (Ga 2, 15)”[134]. Así pues, no se requiere sometimiento ni en lo  que se refiere a lo participado de Dios por uno mismo y por otra persona, ni tampoco en lo que se refiere a lo tenido como propio por uno mismo y por otra persona.

Entonces, ¿en virtud de qué puede una persona someterse a otra?: “Uno puede  pensar que hay algunos bienes en el prójimo que uno mismo no tiene, o algunos defectos en sí mismo que no hay en otro: en virtud de ello puede someterse por humildad a él.”[135]

La humildad implica sometimiento. En el caso de Dios es evidente que en todo hemos de someternos a Él. Sin embargo, en el caso del prójimo, no hemos de someternos en todo, sino sólo en aquello que participa de Dios y sólo en la medida en que aquello no es participado por uno.

La humildad respecto a los bienes exteriores

Es manifestación de humildad el desprecio de los bienes exteriores, concretamente las riquezas y los honores[136]. Por lo que se refiere a las riqueza en concreto, efectivamente, la soberbia suele originarse de la abundancia de las cosas temporales[137], en cuanto sirven de ocasión para enorgullecerse[138]. Por lo mismo, la humildad se recomienda sobre todo a los ricos: “A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos”[139]. De todas formas, la relación que tiene la humildad con los gastos de ostentación tiene que ver con la jactancia, y por tanto con la humildad, sólo de modo secundario, en la medida en que son signos del apetito interior[140]. Efectivamente, cabe la posibilidad de que a las riquezas que pueda uno poseer no corresponda un acto interior de orgullo.

Así como el hombre tiende a enorgullecerse a propósito de los bienes que posee, así también tiende a deprimirse a causa de la pobreza[141]. En el fondo, los bienes temporales no deben ser amados sino en función de los espirituales o eternos. Por eso, no debe el hombre desanimarse o frustarse cuando se ve privado de ellos ni elevarse o enorgullecerse cuando los posee en abundancia. Efectivamente, al comentar las palabras que dirige Job a su mujer -“Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los males?”-, dice Santo Tomás: “Job nos enseña a tener tal constancia de ánimo que, al igual que cuando Dios nos da bienes temporales los hemos de emplear de tal forma que no nos elevemos soberbiamente, así también hemos de soportar las cosas malas contrarias de tal modo que no se abata nuestro ánimo, según aquello del Apóstol a Filemón ‘Sé ser humillado; sé estar en la abundancia’, y luego ‘Todo lo puede en aquel que me conforta’”[142].

El uso moderado de los bienes exteriores pertenece a la virtud[143]. De modo que corresponde a la humildad moderar el uso de las riquezas y los honores en cuanto ocasiones de ensoberbecerse. En cambio, el desprecio de las bienes exteriores, lo cual es más excelente que el uso moderado de los mismos, corresponde al don. Nos parece que en el caso de la humildad, este don sería el don de temor con el que relaciona Santo Tomás esta virtud[144], como veremos más adelante.

 Por último, podemos decir que la pobreza, con la que está relacionada la humildad, puede indicar mayor o menor humildad, según se sea pobre sin quererlo o queriéndolo: “En el que es pobre por necesidad no es tan laudable la humildad; pero es señal de gran humildad en el que es pobre por su voluntad; y ésta es la pobreza de Cristo”[145].

7.       La definición de la humildad

Santo Tomás ofrece una definición de humildad en la Summa Contra Gentiles: “La virtud de la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios términos, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior”[146]. La humildad consiste, pues, en obrar según la propia capacidad. En efecto, hay cosas grandes a las que algunos pueden aspirar sin caer por ello en la soberbia. Pero como los dones no han sido repartidos de forma igual, el aspirar a ciertas cosas grandes puede ser soberbia para algunos. Además, hay cosas que sólo son posibles para Dios, para quien todo es posible. Pasemos ahora a identificar las cuatro causas de la humildad contenidas en esta definición.

Como hemos señalado ya, la causa material de una virtud, la materia, es aquello sobre lo cual opera la virtud. La  materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Decir que por la humildad el hombre no se llega a lo que está por encima de sí presupone la apetencia de la propia excelencia. De modo que la materia de la humildad está implícitamente presente en la definición.

La causa formal de una virtud, su modo de obrar, es el acto mismo de la virtud, o lo que es lo mismo, el debido uso de su materia. El modo de obrar de la humildad es la moderación de la apetencia de la propia excelencia. Mantenerse dentro de los propios términos sin llegarse a lo que está sobre sí supone una moderación de un movimiento del alma hacia la propia excelencia. Por tanto, el modo de obrar aparece de forma explícita en la definición.

La causa final de una virtud, su fin, es mantener su materia dentro de los límites de la razón por medio de su modo de obrar. El fin de la humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia, en definitiva, obrar según las propias posibilidades. Y en la definición que hemos transcrito esto está señalado al hablar de los propios términos dentro de los que se mantiene la persona humilde. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que, como ya hemos señalado, no sobrepasar los propios límites, implica no sólo un refrenar el movimiento del espíritu hacia lo excelente, sino también, en ocasiones, el usar ese movimiento y, en ese sentido, puede llevar, por así decir, a subir hasta lo que corresponde a los propios términos. Y así, se puede describir también el fin de la humildad como el mantenerse dentro de los propios límites.

La causa final de la humildad apenas señalada parece estar supeditada a otra: la reverencia debida a Dios por la que se tiene en mucho a Dios -y a  los demás en lo que participan de Dios- y a uno mismo, en cambio, en poco. Se trata de una reverencia que supone sujeción a Dios. A esta sujeción, que proviene de la reverencia, se refieren las palabras “sometido a lo superior”. De manera que en la definición figura la sujecion a Dios como parte de la causa final de la humildad, pero no la reverencia de la que ésta procede.

La causa eficiente de una virtud, su sujeto, es aquella potencia o potencias en la que radica la misma y de la que proceden inmediatamente sus  actos. El sujeto de la humildad es doble: el sujeto principal es la voluntad y el sujeto secundario el apetito irascible. En la definición se alude a la voluntad y al apetito irascible, concretamente cuando se dice que la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior.

Santo Tomás ofrece lo que se podría tomar como otra definición de la humildad en laSumma Theologiae: la virtud por la cual una persona “considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida”[147]. De hecho, ésta es la definición de humildad de Santo Tomás que se suele citar[148]. Distingamos también en esta definición la materia, el modo de obrar, el fin, el motivo y el sujeto.

Las palabras “se atiene a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la anterior definición: “sin llegarse a lo que está sobre sí”. Atenerse a lo que es bajo equivale a no llegarse a lo que nos supera. No llegarse a lo que supera nuestra capacidad presupone una tendencia a la propia excelencia. Por tanto, atenerse a lo que es bajo presupone también la apetencia de la propia excelencia, lo cual es la materia de la humildad. De manera que la materia de esta virtud está contenida igualmente en esta definión de forma implícita.

Las palabras “atenerse a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la otra definición: “mantenerse dentro de los propios límites” y, como éstas, indican el modo de obrar de la humildad. Efectivamente, atenerse a lo que es bajo supone una moderacion del apetito de propia excelencia.

La humildad lleva a atenerse a lo que es bajo considerando la propia deficiencia, de acuerdo con la propia medida, lo cual es lo mismo que decir que lleva a mantenerse dentro delos propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí. La propia deficiencia, los defectos, son los propios límites. En realidad, no es otra cosa sino la concepción verdadera de uno mismo, puesto que lo que pertenece al hombre es todo lo defectuoso. Y atenerse a lo que es bajo según la propia medida equivale a no llegarse a lo que está por encima de uno, es decir, actuar según esa verdad sobre nosotros mismos. Así, si hemos dicho que el fin de la humildad es la apetencia según razón de la propia excelencia, también puede decirse que es actuar de acuerdo con la propia medida, considerando la propia deficiencia.

El motivo de la humildad -la reverencia debida a Dios- no está contemplada en esta definición que ofrece Santo Tomás de la humildad. Se podría, sin embargo, agregar a esta definición este elemento esencial. Quedaría así la definición: la virtud por la cual una persona, considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida, por reverencia a Dios.

El sujeto de la humildad tampoco aparece en esta definición. De todas formas, nos parece que no es necesario incluirlo por ser algo que no distingue claramente a la humildad de otras virtudes.

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S. SEGURA, Diccionario etimológico latino-español, Madrid 1984.

J.-P. TORRELL, Initation à Saint Thomas D’Aquin, Fribourg 1993.

P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992.

Notas


[1] Cfr. ORÍGENES, The Commentary of Origen on St. John´s Gospel, XXVIII, 19, A.E. BROOKE (ed.), Cambridge 1896.

[2] Cfr. IDEM, In Ezechielem homiliae, IX, 2, en Die griechischen christlichen Schriftsteller 33, W.A. BAEHRENS (ed.), Leipzig 1925.

[3] Cfr. S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, XXX, 3 (PG 60, 261); XXX, 2 (PG 60, 255).

[4] Cfr. S. AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX, 25 (CESL 48, 696).

[5] Cfr. IDEM, Tractatus in evangelium Ioannis (25), VI, 16 (PL 35, 1604); Sermones LXII, 1 (PL 38, 415).

[6] S. GREGORIO, Moralia in Iob, L. 31, Cap. 45, nn. 87-90 (PL 76, 620D ss); L. 9, Cap. 36  (PL 75,  890C); L. 23, Cap. 13 (PL 76, 265B); L. 27, Cap. 46 (PL 76, 442ss).

[7]  S. BERNARDO, De gradibus humilitatis, PL 182, 941-972.

[8] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2.

[9] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.

[10] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, Dubuque (Iowa) 1952, p. 100.

[11] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.

[12] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, Barcelona 1973, p. 78.

[13] T. S. CENTI, La Somma Teologica, 21, 17, citado por KACZYNSKI, Humildad, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA-M. VIDAL, “Nuevo Diccionario de Teología Moral”, Madrid 1992, p. 884-885.

[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.

[15] P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992, p. 25: “For all its clarity and brilliance, Thomas never believed theSumma was the final answer on anything; in fact, its very structure suggests Thomas´s conviction that our search for the truth is open-ended and forever incomplete”.

[16] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. x.

[17] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a.1, co.

[18] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.

[19] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.

[20] Cfr. I-II, q. 40, a. 1, co.

[21] Cfr. II-II, q. 129, a.2, co.

[22] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3; a. 1, ad 3.

[23] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.

[24] Cfr. II-II, q. 129, a. 6, co.

[25] De virtutibus in communi, q. 2, a. 12, ad 26: “...quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni”.

[26] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co.; a. 2, co.

[27] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 2.

[28] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 1.

[29] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.

[30] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIX, ad 5.

[31] Cfr. Sermones, n. 12, ps 3.

[32] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.

[33] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 473.

[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.

[35] Cfr. In Isaiam, Cap. V, vs. 14.

[36] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 2.

[37] Cfr. II-II, q. 38, a. 2, ad 2.

[38] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.

[39] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 1.

[40] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.

[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 4, ad 2.

[42] II-II, q. 129, a.1, co: “Consideratur autem habitudo virtutis ad duo: uno quidem modo, ad materiam circa quam operatur; alio modo, ad  actum proprium”.

[43] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.

[44] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, co.

[45] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.

[46] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.

[47] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas autem plus reprimit spem vel fiduciam de seipso quam ea utatur”.

[48] Cfr. I, q. 1, a. 7, co.; I-II, q. 54, a. 2, ad 3.

[49] II-II, q. 161, a. 2, co: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, ne feratur in ea quae sunt supra se”.

[50] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.

[51] II-II, q. 162, a. 1, ad 3: “Ad humilitatem pertinet retrahere animum ab inordinato appetitu magnorum, contra praesumptionem”.

[52] Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491: “Sicut enim in superbia sunt duo, affectus inordinatus, et aestimatio inordinata de se: ita, e contrario, est in humilitate, quia propriam excellentiam non curat, item non reputat se dignum”.

[53] Cfr. Ibíd., Cap. XVIII, Lect. I, n. 1487.

[54] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, ad 2: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet. Hanc autem regulam rectae rationis non attendit superbia, sed de se maiora existimat quam sint”.

[55] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 4.

[56] II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se habet”.

[57] II-II, q. 161, a. 1, ad 3: “Humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam”.

[58] Cfr. II-II, q. 162, a. 1, co.

[59] II-II, q. 162, a. 1, ad 2: “Superbia autem appetit excellentiam in excessu ad rationem rectam: unde Augustinus dicit, XIX De civ. Dei, quod superbia est ‘perversae celsitudinis appetitus”.

[60] Cfr. II-II, q. 162, a. 4, co.

[61] II-II, q. 162, a. 2, ad 4: “... inordinatus amor propiae excellentiae”.

[62] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “In reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.

[63] Cfr. II-II, q. 104, a. 2, ad 4.

[64] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 254.

[65] L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, Tesis Doctoral, pro manuscripto, Facultad de Teología de la Universidad de Harvard, Cambridge 2001, p. 50: “Humility is fundamentally a comparative virtue. In other words, humility presumes that there is a weighing of some trait, quality or capacity against that of another”.

[66] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, co: “Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo Deo subiicitur”.

[67] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.

[68] II-II, q. 81, a. 7, co: “Res perficitur per hoc quod subditur suo superior, sicut corpus per hoc quod vivificatur ab anima, et aer per hoc quod illuminatur a sole”.

[69] Cfr. II-II, q. 19, a. 11, ad 2.

[70] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co: “Superbia humilitati opponitur. Humilitas autem proprie respicit subiectionem hominis ad Deum, ut supra dictum est (q. 161 a. 1 ad 5). Unde e contrario superbia proprie respicit defectum huius subiectionis: secundum scilicet quod aliquis se extollit supra id quod est sibi praefixum secundum divinam regulam vel mensuram”.

[71] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, ad 3.

[72] II-II, q. 19, a. 11, co: “Sicut autem bonum uniuscuiusque est ut in suo ordine consistat, ita malum uniuscuiusque est ut suum ordinem deserat. Ordo autem creaturae rationalis est ut sit sub Deo et supra ceteras creaturas. Unde sicut malum creaturae rationalis est ut subdat se creaturae inferiori per amorem, ita etiam malum eius est si non Deo se subiiciat, sed in ipsum praesumptuose insiliat vel contemnat”.

[73] Cfr. I-II, q. 59, a. 1, co.

[74] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Scire praeexigitur ad virtutem moralem, inquantum virtus moralis operatur secundum rationem recta”.

[75] II-II, q. 161, a. 2, co.: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, en feratur in ea quae sunt supra se. Ad hoc autem necessarium est ut aliquis cognoscat id in quo deficit a proportione eius quod suam virtutem excedit. Et ideo cognitio proprii defectus pertinet ad humilitatem sicut regula quaedam directiva appetitus”.

[76] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Essentialiter in appetendo virtus moralis consistit”. Las razones que da el Aquinate para justificar esta incongruencia se abordarán más adelante cuando se trata el tema de la relación de la humildad con otras virtudes.

[77] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.

[78] I-II, q. 56, a. 3, co: “Subiectum vero habitus qui simpliciter dicitur virtus, non potest esse nisi voluntas; vel aliqua potentia secundum est mota a voluntate. Cuius ratio est, quia voluntas movet omnes alias potentias quae aliqualiter sunt rationales, ad suos actus, ut supra habitum est: et ideo quod homo actu bene agat, contingit ex hoc quo homo habet bonam voluntatem”.

[79] I-II, q. 56, a. 2, co: “(...) potest esse aliquid in duobus vel pluribus, non ex aequo, sed ordine quodam. Et sic una virtus pertinere potest ad plures potentias; ita quod in una sit principaliter, et extendat ad alias per modum diffusionis, vel per modum dispositionis; secundum quod una potentia movetur ab alia, et secundum quod una potentia accipit ab alia”.

[80] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, ad 3.

[81] I-II, q. 56, a. 6, obj. 1: “Ad id enim quod convenit potentiae ex ipsa ratione potentiae, non requiritur aliquis habitus”.

[82] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, co.

[83] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, obj. 1. En efecto, afirma Santo Tomás: “(...) en la parte racional hay dos virtudes cardinales: la prudencia en cuanto a la razón, la justicia en cuanto a la voluntad. En la (parte) concupiscible, la templanza; mas en la irascible, la fortaleza” (De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 25).

[84] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.

[85] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum (...) Per humilitatem ordinatur ad se et ad Deum”.

[86] S. Th., I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.

[87] I-II, q. 56, a. 4, co: “Irascibilis et concupiscibilis dupliciter considerari possunt. Uno modo secundum se, inquantum sunt partes appetitus sensitivi. Et hoc modo, non competit eis quod sint subiectum virtutis. -Alio modo possunt considerari inquantum participant rationem, per hoc quod natae sunt rationi obedire. Et sic irascibilis vel concupiscibilis potest esse subiectum virtutis humanae: sic enim est principium humani actus, inquantum participat rationem”.

[88] II-II, q. 161, a. 4, ad 2: “Licet humilitas sit in irascibili sicut in subiecto  (...)”.

[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.

[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.

[91] Cfr. II-II, q. 163, a. 1, co.

[92] I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.

[93] II-II, q. 141, a. 3, ad 1: “...passiones irascibilis praesupponunt passiones concupiscibilis”.

[94] L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., pp. 46-47: “The purpose of the irascible is to eliminate obstacles to the fulfillment of the concupiscible, while the purpose of the concupiscible is to desire the good itself. (I-II, Q. 23) The irascible, then is a drive added to a drive, a reinforced passion for the same basic good. Or as Thomas puts it, ‘the passions of the irascible presuppose the passions of the concupiscible.” (Q. 141.3 ad1) You have to want a good before the appetite that clears away obstructions to its possession is engaged”.

[95] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. IX, Lect. 4, n. 1360.

[96] Cfr. S. Th., III, q. 30, a. 4, ad 1.

[97] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 258.

[98] Super evangelium Johannis, Cap. XIV, Lect. VI, n. 1938: “(...) sanctorum et humilium consuetudo est ut cum magna de se audiunt, stupeant et admirentur”.

[99] S. Th., II-II, q. 113, a. 1, ad 3: “Homo non debet unum peccatum facere ut aliud vitet. Et ideo non debet mentiri qualitercumque ut  vitet superbiam. Unde Augustinus dicit, ‘Super Io.’: ‘Non ita caveatur arrogantia ut veritas relinquatur’. Et Gregorius dicit quod ‘incaute sunt humiles qui se mentiendo illaqueant’”.

[100] Cfr. Super II ad Cor., Cap. II, Lect. III, n. 75.

[101] In Psalmos, Ps 9, n. 25: “Humilis dicitur qui non innititur suae virtuti”.

[102] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 2: “Tendere in aliqua maiora ex propriarum virium confidentia, humilitati contrariatur. Sed quo aliquid ex confidentia divini auxilii in maiora tendat, hoc non est contra humilitatem”.

[103] In orationem dominicam, petitio III, a. 3: “Inter alia autem quae faciunt ad scientiam et sapientiam hominis potissima sapientia est, quod homo non innitatur sensui suo. Prov. III, 5: Ne innitaris prudentiae tuae. Nam illi qui praesumunt de sensu suo, ita quod non credunt aliis, sed sibi tantum, semper inveniuntur et iudicantur stulti. Prov. XXVI, 12: Vidisti hominem sapientem sibi videri? Magis illo spem habebit insipiens. Quod autem homo non credat sensui suo, procedit ex humilitate: unde et locus humilitatis est sapientia, ut dicitur Prov. xi. Superbi autem sibi ipsis nimis credunt”.

[104] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.

[105] Cfr. Contra impugnantes, Cap. VIII, co.

[106] A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: “Vida sobrenatural” 31 (1936), p. 31.

[107] Contra impugnantes, Cap. VIII, co: “Ut philosophus probat in 10 Ethic., virtutes non solum in interioribus actibus, sed in exterioribus etiam consistunt: et loquitur de moralibus virtutibus. Humilitas autem quaedam moralis virtus est: non enim est neque intellectualis neque theologica. Ergo non solum in interiori consistit, sed etiam in exterioribus. Cum ergo ad humilitatem pertineat quod homo se ipsum contemnat, hoc etiam ad humilitatem pertinebit quod aliquis exterius contemptibilibus utatur”.

[108] Cfr. Ibíd., Cap. VII, co.

[109] Cfr. S. Th., II-II, q. 187, a. 5, co.

[110] Contra impugnantes, Cap. VII, ad 7: “(...) accipere necessaria ad victum, est actus humilitatis in his qui tantum se humiliaverunt pro christo, ut se subiicerent egestati (...)”.

[111] Cfr. In Psalmos, Ps 37, n. 8.

[112] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIV, ad 1.

[113] Quodlibetales I-XI, Quodlibetum X, q. 6, a. 2: “Fama enim non est necessaria homini propter seipsum, sed propter proximum aedificandum. Appetere ergo famam propter proximum, caritatis est; appetere vero propter seipsum, ad inanem gloriam pertinet. E converso contemptus famae ratione sui ipsius, humilitas est, ratione vero proximi ignavia et crudelitas”.

[114] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.

[115] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, sc.

[116] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens aliis propter Deum”.

[117] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.

[118] In orationem dominicam, prologus, n. 1025: “Debet etiam oratio esse humilis, secundum illud Psal. CI, 18: Respexit in orationem humilium; et Luc. XVIII, et pharisaeo et publicano; et Iudith IX, 16: Humilium et mansuetorum semper tibi placuit deprecatio. Quae quidem humilitas in hac oratione servatur: nam vera humilitas est quando aliquis nihil ex suis viribus praesumit, sed totum ex divina virtute impetrandum expectat”.

[119] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XV, Lect. I, n. 1993.

[120] Cfr. In Isaiam, Cap. VI, 300-309.

[121] Cfr. In Psalmos, Ps 15, n. 1.

[122] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, ad 4.

[123] II-II, q. 84, a. 2, co: “Respondeo dicendum quod, sicut Damascenus dicit, in IV libro, ‘quia ex duplici natura compositi sumus, intelellectuali scilicet et sensibili, duplicem adorationem Deo offerimus’: scilicet spiritualem, quae consistit in interiori mentis devotione; et corporalem, quae consisti in exteriori coporis humiliatione”.

[124] Super ad Thim. I, Cap. II, Lect. II, n. 72: “Augustinus: Quod exterius orando agimus, facimus ut affectus noster interius excitetur. Genuflexiones enim et huiusmodi non sunt per se acceptae Deo, sed quia per haec tamquam per humilitatis signa homo interius humiliatur (...)”.

[125] Cfr. S. Th., III, q. 83, a. 5, ad 5.

[126] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens aliis propter Deum”.

[127] II-II, q. 161, a. 1, ad 5: “Humilitas autem secundum quod est specialis virtus, praecipue respicit subiectionem hominis ad Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.

[128] II-II, q. 161, a. 3, ad 1: “Non solum debemus Deum revereri in seipso, sed etiam id quod est eius debemus revereri in quolibet: non tamen eodem modo reverentiae quo reveremur Deum. Et ideo per humilitatem debemus nos subiicere omnibus proximis propter Deum, secundum illud I Petr. 2, 13: ‘Subiecti estote omni humanae creaturae propter Deum’: latriam tamen soli Deo debemus exhibere”.

[129] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 57.

[130] Cfr. Super ad Philemon, Cap. un., Lect. 1, n. 13-14.

[131] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, prologus.

[132] II-II, q. 161, a. 3, co: “In homine duo possunt considerari: scilicet id quod est Dei, et id quod est hominis. Hominis autem est quidquid pertinet ad defectum sed Dei est quidquid pertinet ad salutem et perfectionem: secundum illud Osee 13, 9: ‘Perditio tua, Israel: ex me tantum auxilium tuum’. Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo Deo subiicitur. Et ideo quilibet homo, secundum id quod suum est, debet se cuilibet proximo subiicere quantum ad id quod est Dei in ipso”.

[133] II-II, q. 161, a. 3, co: “Non autem hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est Dei in seipso, subiiciat ei quod apparet esse Dei in altero. Nam illi qui dona Dei participant, cognoscunt se ea habere: secundum illud I ad Cor. 2, 12: ‘Ut sciamus quae a Deo donata sunt nobis’. Et ideo absque praeiudicio humilitatis possunt dona quae ipsi acceperunt, praeferre donis Dei quae aliis apparent collata: sicut Apostolus, ad Eph. 3, 5, dicit: ‘Aliis generationibus non est agnitum filiis hominum, sicut nunc revelatum est sanctis Apostolis eius’”.

[134] II-II, q. 161, a. 3, co: “Similiter etiam non hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est suum in seipso, subiiciat ei quod est hominis in proximo. Alioquin, oporteret ut quilibet reputaret se magis peccatorem quolibet alio: cum tamen Apostolus absque praeiudicio humilitatis dicat, Gal. 2, 15: ‘Nos natura Iudaei, et non ex gentibus peccatores’”.

[135] II-II, q. 161, a. 3, co: “Potest tamen aliquis boni esse in proximo quod ipse non habet, vel aliquid mali in se esse quod in alio non est: ex quo potest ei se subiicere per humilitatem”.

[136] Cfr. I-II, q. 69, a. 3, co.

[137] Cfr. In Job, Cap. XV, vs. 25-27.

[138] Cfr. S. Th., II-II, q. 112, a. 1, ad 3.

[139] Cfr. III, q. 40, a. 3, ad 3.

[140] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 4.

[141] Cfr. Super ad Philip., Cap. IV, Lect. I, n. 172-174.

[142] In Job, Cap. II, vs. 9-10.

[143] Cfr. S. Th., I-II, q. 69, a. 3, co.

[144] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.

[145] Cfr. III, a. 40, a. 3, ad 3: “In eo qui ex necessitate pauper est, humilitas non multum commendatur. Sed in eo qui voluntarie pauper est, sicut fuit Christus, ipsa paupertas est maximae humilitatis iudicium”.

[146] Summa Contra Gentiles, Libro IV, Cap. LV, n. 3950: “(...) virtus humilitatis in hoc consistit ut aliquis infra suos terminos se contineat, ad ea quae supra se sunt non se extendens, sed superiori se subiiciat (...)”.

[147] II-II, q. 161, a. 1, ad 1: “(...) puta cum aliquis, considerans suum defectum, tenet se in infimis secundum suum modum”.

[148] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. 15.

Pio Santiago

 

José María Casciaro

Artículo publicado en: T. TRIGO (ed.), “«Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes”, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 253-268.


Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo y de los acontecimientos de la historia humana[1]. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad» de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes, siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una, absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»[2]. Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»[3]. Decididamente, el tema se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar en la humildad, cayera en el vicio opuesto.

Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían a la cabeza. Me detendré en algunos.

«El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).

La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:

«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. 7 Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.

8 Felipe le dijo:

—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.

9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».

Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516 del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre»[4].

A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible (...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de Dios»[5].

En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad[6]. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la palabra de Jesús[7], que nos ha revelado al Padre[8]. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios[9].

Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.

Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33, 18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él[10]. Pero las palabras de Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre (cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el Hijo[11].

Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio[12] : para creer que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra[13].

«Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)

«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».

El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración, la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30) se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene como la prueba de la primera parte.

Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios»)[14]. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús[15].

El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.

Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las «obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v. 39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas. En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje del IV Evangelio.

Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”[16] tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.

«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)

Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación hecha por Antíoco IV Epífanes[17]. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:

24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:

—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.

25 Les respondió Jesús:

—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí (...). 30 Yo y el Padre somos uno.

31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:

—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?

33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios —le respondieron los judíos.

34 Jesús les contestó:

—(...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.

39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...).Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:

—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.

42 Y muchos allí creyeron en él».

A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías (Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno[18]. Parece que, en la intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos[19]−. Si lo rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25)[20].

El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos» y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»[21]. En lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.

Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».

Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo», palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)

El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable, clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês, mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios: «os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».

La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia». El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que “en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”»[22].

¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor». Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte, Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti, / y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−: «El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en vez de airarse.

Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer superior a los demás”, como se expresa en St 4,6[23]. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2, 8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado,tapeinoûsthai, en griego[24] y na‘anah en hebreo (Is 53, 7)[25]. En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8, 33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû’ na‘annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.

Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».

La cuestión de cómo podemos hablar de Dios

Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa[26]. Santo Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla en toda la cuestión 13ª de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.

En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».

La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así: nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.

El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”. De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios. Por ello no le representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es el principio sobreeminente o sublime.

El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como de modo imperfecto representan a Dios las criaturas[27]. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina? La respuesta ha de ser muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan de modo imperfecto. Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad, o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Diosy siempre de modo sublime. De donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa la bondad en las cosas[28].

Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina, entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar solución[29]. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas[30].

A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios, encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos[31].

Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para manifestarnos realidades que nos sobrepasan.

Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios, un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana[32]. La encarnación es el punto más bajo de este descenso[33], al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios. “Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”[34]. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito de Dios[35].

También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad: esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos, basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte, sostenemos las proposiciones siguientes: 1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia que no conocemos. 2) Tampoco se puede probar su imposibilidad. 3) La consideración de la estructura analógica de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida íntima de Dios»[36].

Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios»[37].

Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios

Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el tema[38].

Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía, así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)»[39].

Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere decir que se ausente por completo de ella.

La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios. San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe: «Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables»  (Rm 1, 19-20)»[40].

Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad osemejanza de la criatura humana con Dios?[41]. Son dos los aspectos que consideramos en laanalogía: Primero, el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y entrar en comunión con Dios[42].

Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer, el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus actos, sus milagros, a través de toda su vida[43].

Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.

¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?

Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.

Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad, Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).

Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos, trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente ennoblecido[44].

La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.

No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa, no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso, imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior a las demás criaturas humanas.

Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo, de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»[45]. Ahora bien, si contemplamos la humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»[46], podemos decir que Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna (diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su misericordia se extiende a todas sus obras»[47].

En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar, ¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana?[48] ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto de Flp 2, 5-8[49] en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros»[50]. Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo de la paciencia (anojê) de Dios[51], en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos[52]. A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês epangelías)[53], promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»?[54].

Conclusión

¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? ElDiccionario de la Lengua Española de la Real Academia trae varias acepciones del verboconcluir: «1. Acabar o finalizar una cosa. 2. Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado. 3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran o presuponen». Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado delDiccionario de la Lengua Española. De momento no me atrevo a ir más al fondo.


[1] Cfr. Is 45, 15.

[2] S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 4.

[3] Ibid., ad 3.

[4] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 1.

[5] Fac. de Teología de la Univ. de Navarra, Sagrada Biblia, Nuevo Testamento (condensado), Pamplona 1999, 435-436.

[6] Cfr. Jn 1, 14; 1 Jn 1, 2.

[7] Cfr. Jn 8, 31-32; 18, 37.

[8] Cfr. Jn 1, 17-18; 10, 10.

[9] Cfr. Jn 1, 12; 3, 16.36; 6, 40.47; 20, 31.

[10] Cfr. M.J. Lebreton, La vie et l’enseignement de Jésus-Christ Notre-Seigneur, Paris 1931, vol. 2, 282.

[11] Cfr. Jn 5, 19; 7, 16; 8, 28; 10, 38; 12, 49.

[12] Cfr. Jn 3, 2; 5, 36; 10, 37.

[13] Cfr. Jn 2, 22-23; 4, 42.48.

[14] Los vv. 17-18 son el colofón del relato de la curación del paralítico de la piscina de Betzata, Jn 5, 1-16.

[15] Cfr. 1 Co 15, 20-23.

[16] Este es el apelativo con que el IV Evangelio designa a los contemporáneos de Cristo que se resistieron a aceptarle como Mesías y le persiguieron. No es designación genérica del pueblo de Israel.

[17] Cfr. 1 M 1, 54; 4, 36-59; 2 M 1, 1-2, 18.

[18] Cfr. J.M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política,   Madrid 31973, 35-105.

[19] Cfr. Lc 23, 2-5. San Agustín comenta: «Hablaban así no por el deseo de conocer la verdad, sino para preparar el camino de la calumnia» (In Ioannis evangelium tractatus, 48,3).

[20] Cfr. Jn 5, 36; 14, 11.

[21] San Agustín, In Ioan. evang. tract., 36,9.

[22] León XIII, Enc. Divinum illud munus (9-V-1897), n. 12, cita a San Agustín, De Trinitate, 5, 9.

[23] También en 1 P 5, 5; cfr. Prv 3, 34.

[24] Esta voz pasiva no viene en el N.T., sino en el A.T. (Lv 23, 29) y en la literatura griega no cristiana (Platón, Aristóteles). En el N.T. en vez de tapeínoûsthai se encuentra la fórmula «humillarse a sí mismo» (Flp 2, 8).

[25] Na‘anáh es la forma nifal de ‘anáh, pero se encuentra en forma ufal, ‘unnáh (Salmos).

[26] Aristóteles, Perì Hermeneías, lib. I, c. 1, n. 2; c. 2, nn. 16-19; c. 26, n. 28 (según la edic. de Didot, Aristoteles Opera Omnia Graece et Latine, Paris 1848-1878) y vol. 1, pág. 16, columna a, lín. 3 (según la edic. de I. Bekker, Aristoteles Graece, 2 vols., Berlin 1831). Cfr. una síntesis del análisis filosófico-ontológico del lenguaje en J. Cruz Cruz, Lenguaje II, en «Gran Enciclopedia Rialp» 14 (1984) 120-123.

[27] S.Th, I, q. 13, a. 1.

[28] Cfr. ibid., a. 2.

[29] Cfr. Maimónides (Rabbí Môshé ben Maymôn), Doctor perplexorum (Guía de perplejos), P. I, cap. 58 (trad. latina de Johannes Buxtorf, Basileae 1629).

[30] S. Th., I, q. 13, a. 3, cor.

[31] Cfr. ibid., a. 4, cor.

[32] Y remite en nota a San Juan Crisóstomo, Adversus anomoeos, hom. III (PG 48,722): «¿Qué es, pues, la synkatábasis? Ésta tiene lugar cuando Dios no aparece como es, sino que se muestra tal como es capaz de verle el que le contempla, proporcionando su manifestación a la cortedad de vista de sus contempladores».

[33] Cfr. Flp 2, 7.

[34] Jn 14, 19.

[35] Cfr. Y.M.J. Congar, La fe y la teología, vers. castellana de E. Molina,  Barcelona 1977, 28-29.

[36] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 43-44.

[37] S. Fuster Perelló O.P., en S. Tomás de Aquino, Suma de Teología, edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Parte I, Madrid 1988, nota a q. 13, a. 4, p. 186.

[38] El tema ha sido estudiado per longum et latum. Cfr. S. Ramírez, De Analogia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1970, 4 vols. L. Scheffczyk, Analogía de la fe, en Sacramentum mundi I, Barcelona 1972, 138-143.

[39] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60.

[40] Puede verse una argumentación parecida a la que hacemos en Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60-63.

[41] Espontáneamente nuestro pensamiento vuelve al comienzo del libro del Génesis.

[42] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 67-68.

[43] Cfr. ibid., 38-39.

[44] Cfr. ibid., 63-65.

[45] Cfr. S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2 y a. 2, cor.

[46] Cfr. S.Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 2.

[47] Cfr. Sal 34, 9 (cfr. 1 P 2, 3); 109,21; etc.

[48] Sin abandonar su condición (naturaleza) divina, sino sólo el ejercicio de ella.

[49] 5«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, / 6el cual, siendo de condición divina, /no consideró como presa codiciable / el ser igual a Dios, / 7sino que se anonadó a sí mismo / tomando la forma de siervo, / hecho semejante a los hombres; / y, mostrándose igual que los demás hombres, / 8se humilló a sí mismo haciéndose obediente /hasta la muerte, / y muerte de cruz».

[50] Rm 5, 8; cfr. 1 Jn 4, 7-10.

[51] Cfr. Rm 3, 26.

[52] Cfr. Hch 14, 15

[53] Hch 7, 17; cfr Lc 24, 49; Ga 3, 16; etc.

[54] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 24.

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