Pio Santiago

 

José Francisco Nolla


Índice

    1.1 Liberalitas
    1.2 Generositas

Siglas y abreviaturas

S. Th.                                            Summa Theologiae
S. C. G.                                         Summa Contra Gentiles
Q. D.                                             Quaestio Disputata.
Contra Doctrinam Retrahentium       Contra Doctrinam Retrahentium a Religione
Contra Impugnantes                        Contra Impugnantes Dei Cultum et Religionem
In Iob                                             Expositio Super Iob ad Literam
Super ad Coloss                             Super Epistolam ad ColossensesLectura
Super ad Eph                                 Super Epistolam ad Ephesios Lectura
Super ad Galatas                           Super Epistolam ad Galatas Lectura
Super ad Hebraeos                         Super Epistolam ad Hebraeos Lectura
Super ad Romanos                         Super Epistolam ad Romanos Lectura
Super ad Thess I                            Super Primam Epistolam ad Thessalonicenses  Lectura
Super ad Thim I                              Super Primam Epistolam ad Timotheum Lectura
Super ad Thim II                             Super Secundam Epistolam ad Timotheum Lectura
Super ad Titum                               Super Epistolam ad Titum Lectura
Super Evangelium Johannis             Super Evangelium Johannis Lectura
Super Evangelium Matthaei             Super Evangelium Matthaei Lectura
Super I ad CorSuper                        Primam Epistolam ad Corinthios Lectura
Super II ad Cor                               Super Secundam Epistolam ad Corinthios Lectura
GS                                                Gaudium et Spes
AA                                                Apostolicam Actuositatem
CA                                                Centesimus Annus
Hom.                                             Homilía
Col.                                               Colección
enc                                                Encíclica
c.                                                  Capítulo
tr.                                                  Tratado
lec.                                                Lectio
AAS                                              Acta Apostolicae Sedis
PG                                                Patrología griega
PL                                                 Patrología latina

Presentación

El fin de la investigación que nos proponemos realizar es profundizar en el estudio de la virtud que regula el uso de los bienes materiales: la generosidad. El motivo principal para emprender esta investigación se encuentra en la insistencia con que el Magisterio contemporáneo enseña la necesidad que tiene toda persona de «dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales»[1].

Esta «visión integral» del hombre implica un conocimiento de su compleja realidad, a la vez espiritual y corpórea, necesitada, por tanto –en su dimensión corporal– de bienes materiales que permitirán su natural desarrollo y la obtención del fin para el que ha sido creado.

Cuando esta «visión integral» es sustituida por un enfoque parcial de la naturaleza humana, la lícita búsqueda de la satisfacción de las necesidades del hombre pierde el norte, y pasa a convertirse en un fin en sí misma que «abaja» las altas aspiraciones que el hombre, por naturaleza, posee.

Para evitar este reduccionismo, la lucha por conseguir el progreso material debe ir siempre acompañada de un fundamento que la oriente: una concepción adecuada del hombre y de su verdadero bien.

El avance tecnológico ha permitido satisfacer un sinnúmero de necesidades, proporcionando al hombre de nuestros días un alto grado de bienestar. Ante esta situación, es necesario que no se pierda de vista que la persona humana es una criatura llamada a la bienaventuranza eterna en el cielo y no a la esclavitud de sus pasiones. Por este motivo Juan Pablo II afirma que «no es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que esté orientado al “tener” y no al “ser” y que quiere tener más, no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo»[2].

La sustitución del «ser» por el «tener» denunciada por el Papa implica una deformación no sólo de la verdad sobre el hombre, sino también de la verdad sobre los mismos bienes materiales. Se pierde de vista su condición de instrumentos, que, como tales, permiten llevar a la plenitud la obra creadora de Dios, hacen posible el servicio entre los hombres y favorecen el cumplimiento de los designios de Dios en la historia[3].

El hombre debe luchar con ahínco por obedecer el mandato de Dios de dominar la tierra, que implica que los bienes materiales deben ponerse al servicio del hombre y no al contrario. Las realidades terrenas, cuando se emplean en servicio de Dios por medio del servicio a los demás, adquieren su más pleno sentido.

De esta forma, luchando por vivir desapegado de los bienes materiales, el hombre se abre a lo realmente importante, a lo trascendente, y se prepara con mayor facilidad a la unión con Dios, su fin último[4].

Es constante el llamamiento del Magisterio a los fieles para que descubran la importancia que el correcto uso de los bienes materiales tiene en el camino de los hombres hacia su último fin. Este trabajo pretende secundar este llamamiento.

Otro motivo que nos mueve a realizar este estudio es la limitada atención que, en el campo de la investigación teológica, se ha prestado a la virtud de la generosidad, como se refleja en la escasa bibliografía específica sobre el tema.

Una de las causas de este olvido de la virtud de la generosidad es, a mi entender, un enfoque parcial del uso de los bienes, que se centra de forma exagerada en la posesión o propiedad exterior y no presta suficiente atención a las disposiciones interiores que rigen dicho uso. De esta forma, la imitación de la pobreza de Cristo se limita principalmente al abandono material de bienes exteriores, relegando el desprendimiento interior a un segundo plano, como si no fuese éste su fundamento. Se pretende en este trabajo resaltar la importancia del desprendimiento interior, especialmente para aquellos cristianos que desarrollan su vocación en medio del mundo, haciendo presente a Cristo justamente mediante el adecuado uso de sus bienes materiales.

* * *

Si tuviéramos que determinar un contexto teórico adecuado donde enmarcar este estudio, sería el de la teología de las realidades terrenas. No es una tarea fácil definir este concepto, pues son muchos los temas involucrados en él. Frente a este problema, considero oportuno recurrir a la afortunada síntesis que G. Thils realiza en su famosa obra sobre el tema: «Reducir a la unidad el dualismo que separa el mundo de Dios; restablecer una armonía nueva y sana entre Cristo y la humanidad; restaurar la unión de la religión con la vida, éste parece ser el significado primero y fundamental de la labor llevada a cabo en nuestros tiempos en busca de una teología de las realidades terrenas»[5].

Como se deduce de esta definición, la tarea que debe caracterizar una teología de las realidades terrenas es unir dos mundos que, a lo largo de la historia y por causas diversas y complejas, han sido separados: la vida teologal, de unión con Dios, y las ocupaciones terrenas, la vida profesional, económica, política, etc.; la construcción de la Ciudad de Dios y la edificación de la Ciudad de los hombres; lo sobrenatural y lo humano.

Esta ruptura no surge exclusivamente por la falta de fe y visión sobrenatural –ausencia que lleva siempre consigo una concepción oscura y pesimista de las realidades temporales–, sino también por la falta de audacia de muchos cristianos que por timidez, temor o ignorancia manifiestan una actitud más bien pasiva frente a los asuntos seculares, en los cuales deberían dejar una profunda huella cristiana.

Otro motivo que se encuentra en la base de esta división es la influencia de las ideas liberales proclamadas en la Revolución Francesa, que pretenden reducir lo más posible la acción del cristianismo en la vida pública, afirmando que la religión es un asunto privado, o de la conciencia individual. La consecuencia es que la vida pública deja de estar informada por la savia religiosa[6].

La fuerza y creciente difusión de la ideología liberal, que se encuentra muchas veces con una fe débil y temerosa, ha llevado a algunos a pensar que lo congruente con la doctrina cristiana es la pasividad frente a los problemas sociales, económicos y políticos, y que la actitud lógica de un cristiano debería ser esperar todo de Dios y de su paternal providencia. No resulta difícil para quien comienza a recorrer este camino llegar al convencimiento de que la naturaleza, el tiempo, el trabajo, el descanso, la diversión, como muchos otros campos de la vida corriente del cristiano, constituyen un obstáculo para alcanzar lo sobrenatural, lo eterno: la unión con Dios. «Pero será propio de una teología de las realidades terrenas –afirma Thills– demostrar que el concepto cristiano auténtico de la vida y del hombre exige un trabajo de transfiguración de lo creado, trabajo que, lejos de ser detenido por la vida divina, halla en ella una exigencia temporal sin rival»[7].

Si se adopta este ideal de transfigurar todas las realidades creadas, se abre para todos los bautizados un camino luminoso, lleno de esperanza y de optimismo. El motivo de esta visión positiva que presenta la teología de las realidades terrenas radica en un postulado característico de esta corriente teológica: el que enseña que el fin último no se consigue exclusivamente luchado contra el mundo, en lo que éste tiene de malo, sino por medio del mundo, utilizándolo como instrumento, que, por voluntad divina, se nos da para la consecución de la felicidad eterna.

Con esta visión, el hombre se convierte en un intermediario privilegiado entre Dios y la creación, en enviado de Cristo para continuar con su obra de restablecer la armonía que el pecado había destruido. La acción humana adquiere, de esta forma, una trascendencia sobrenatural que llena de sentido positivo todas y cada una de las actividades humanas nobles, trascendencia sobrenatural que alcanza también a los instrumentos que el hombre utiliza con este fin.

Uno de los santos que, en este aspecto, más ha influido con su vida y escritos en la sociedad contemporánea es San Josemaría Escrivá. En una célebre homilía en el campus de la Universidad de Navarra, enseña que «cuando un cristiano desempeña con amor la más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día (...)». –Y continúa más adelante–: «Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades»[8].

Santo Tomás tiene mucho que aportar en este amplio tema: por ejemplo, su visión realista y positiva de todos los bienes creados, tanto los animados como inanimados, en los cuales descubre un vestigio de la providencia divina. Esta huella de Dios presente en la creación, alcanza a cada una de las criaturas de forma particular, ya sea como principio primero o como causa última[9]. «Todo el universo con todas sus partes está ordenado a Dios como a su fin, en cuanto en ellas, por cierta semejanza, se representa la divina bondad para la gloria de Dios, aunque las criaturas racionales en modo especial en cuanto a esto tienen el fin en Dios, al que pueden alcanzar por su propia operación, conociendo y amando»[10].

Son muchos los fundamentos teóricos que la doctrina tomista aporta para la elaboración de una teología de las realidades terrenas. En esta introducción, sólo nos interesa enunciar algunos que consideramos más importantes.

En primer lugar, se puede mencionar la enseñanza de Santo Tomás sobre el pecado original y sus consecuencias sobre el hombre, el mundo y las relaciones entre ambos, en las que manifiesta una visión optimista de las realidades terrenas[11].

Más radicalmente aun, su doctrina sobre la encarnación subraya con insistencia que Cristo, al asumir un cuerpo humano, asumió conjuntamente todo el mundo material, toda la creación, llevándola, con su muerte y resurrección, a su plenitud[12].

El conjunto de toda esta enseñanza tomista se puede resumir en su doctrina sobre la bienaventuranza imperfecta, que aporta una visión positiva y optimista del mundo creado y de las actividades temporales del hombre. En el desarrollo de este tema, Santo Tomás explica cómo las realidades temporales pueden constituir, ya en esta tierra, un adelanto de la bienaventuranza eterna[13].

Por consiguiente, la coherente y unitaria doctrina de Santo Tomás proporciona un magnífico fundamento para una teología que pretenda estrechar vínculos y explicar conjuntamente las dimensiones humana y sobrenatural de la vida cristiana.

* * *

La visión positiva de Santo Tomás respecto a las realidades temporales no es la única razón por la que hemos acudido a su obra como fuente de este estudio. Son muchos más los motivos que hacen conveniente acudir a tan segura y recomendada fuente.

En primer lugar, la estructura de la moral de Santo Tomás constituye –según Pinckaers– «el hecho histórico más importante para la moral, en relación con los que le han precedido y con los que le seguirán»[14]. La moral tomista llega a un punto de perfección difícilmente alcanzable, tanto en el establecimiento de los principios como en el análisis de los elementos propios del obrar moral, y todo ello con un rigor y una lógica presentes a lo largo de toda su monumental obra[15].

Del rigor y lógica interna de su pensamiento se desprende una profunda unidad, que abarca también la enseñanza moral. Esta unidad, que vuelve a su obra especialmente atractiva, no es sólo pedagógica, sino que también «se puede calificar de ontológica y dinámica, porque intenta reproducir el mismo movimiento de la Sabiduría y de la acción divinas, tanto en su obra de creación –que culmina en el hombre como imagen de Dios–, como en su obra de gobierno –que lleva a Dios, como fin último y bienaventuranza, a todas las criaturas y especialmente al hombre–»[16].

Otro punto que sustenta la elección de Santo Tomás es que la renovación de la moral, por la que se pretende escapar de las limitadas estructuras de la moral de la obligación, exige un retorno a la doctrina de las virtudes, porque ellas constituyen el vehículo necesario para el ejercicio de la libertad, permiten la identificación del hombre con su Modelo y lo llevan a su fin último. Este enfoque tiene en Aristóteles su precursor y en Santo Tomás su principal maestro.

* * *

La metodología seguida en nuestro trabajo consistió, básicamente, en el análisis y comentario de los textos tomistas relativos a la generosidad y al uso de los bienes materiales. Como es lógico, nos hemos centrado principalmente en la Summa Theologiae –obra de madurez de Santo Tomás–, pues allí se encuentra la síntesis de toda su doctrina. Pero hemos acudido también, como es lógico, al resto de sus obras, especialmente a su Comentario a la Ética a Nicómaco, a la Suma Contra los Gentiles, o al Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, donde se puede encontrar la génesis de su pensamiento.

La naturaleza de la generosidad

Se pretende en este capítulo estudiar las coordenadas en las que se encuadra la generosidad en el pensamiento tomista sobre las virtudes y dibujar un marco teórico que permita un mejor entendimiento de la naturaleza de esta virtud.

Para ello se desarrollará, en primer lugar, un estudio terminológico con el fin de aclarar el alcance de cada uno de los términos claves utilizados en este trabajo. Considero que este apartado resulta importante y necesario. La razón radica en que la virtud de la generosidad, objeto de nuestro estudio, es entendida y denominada de diversas formas a lo largo de la historia y, a su vez, por ser una virtud que regula el uso de los bienes materiales, se relaciona con otros conceptos como el desprendimiento de riquezas, la pobreza religiosa y la teología de las realidades terrenas. Por este motivo es necesaria la aclaración terminológica que distinga bien estos campos y establezca sus relaciones.

El estudio analizará en un primer momento los sentidos de los términos «liberalidad» y «generosidad», con el fin de explicar por qué son utilizados como sinónimos, y pasar luego a conceptos relacionados, como «largueza», «avaricia» , «prodigalidad» y «pobreza».

En cada uno de ellos nos detendremos en el sentido y frecuencia con que Santo Tomás lo utiliza en sus obras y también en su origen etimológico. Además, se agregarán a pie de página el uso que algunos autores clásicos han hecho de ellos.

Una vez finalizada el estudio de la terminología, y antes de inserirnos el concepto de generosidad, se presentarán algunas nociones básicas acerca de la virtud de la justicia, ya que es la virtud dentro de la cual Santo Tomás sitúa la generosidad. Esto nos permitirá abordar el tema de la generosidad con un marco conceptual que enriquezca y facilite la comprensión de los alcances de esta virtud.

1.       Introducción terminológica

1.1    Liberalitas

Santo Tomás, en sus escritos, no utiliza el término «generosidad» para referirse a la virtud objeto de nuestro estudio, sino los de «liberalidad» y «largueza».

Resulta interesante el análisis etimológico de estas palabras, pues si bien pueden perfectamente emplearse como sinónimos, se pueden descubrir distintos matices que enriquecerán el alcance de este trabajo[17].

El término «liberalitas, -atis» es utilizado por Santo Tomás 460 veces, de las cuales un 35% está en nominativo. A su vez, las obras del corpus thomisticum con mayor concentración de este término son la Summa Theologiae, In Libros Sententiarum, Quaestiones Diputatae ySententia Libri Ethicorum.

El Aquinate, en la respuesta al problema planteado en el artículo 2 de la cuestión 117 de laSecunda Secundae, Se refiere a dos posibles sentidos del término «liberalidad»: a) el propio de la filosofía griega: «Según Aristóteles, es propio del hombre liberal ser espléndido en el dar»[18]; b) el de «libre», es decir, «desapegado de los bienes»: «porque el que se desprende de las cosas parece como que se libera de su custodia y dominio, y muestra que su alma está libre del afecto hacia ellas»[19].

En el texto citado por Santo Tomás, Aristóteles utiliza el término griego eleutheriotes, derivado de leudth(e)ro, que significa «popular, perteneciente al pueblo», y que es traducido al latín con el término liberalitas, el cual en sentido genérico equivale a «generosidad en relación con el pueblo».

En este sentido, el término «liberalidad» ya había sido utilizado por Demócrito[20], y también por Platón[21], que le concede una importancia primordial entre las virtudes propias de los que custodian la ciudad.

Aristóteles, a su vez, concreta la utilización de este término en el campo del uso del dinero en general. El sentido aristotélico del término «liberalidad» adquiere así un alcance más específico, en cuanto afecta sólo a las acciones que tienen por objeto las riquezas materiales. Se puede decir que Aristóteles delimita el campo de la virtud de la liberalidad, dejando de ser una virtud exclusiva de los políticos para ser el justo medio en relación al uso de las riquezas.

Sin embargo, el mundo romano adoptará el sentido de liberalidad como virtud propia del ámbito político. Con el nombre de «liberalidades» se hace referencia a los grandes beneficios que, por motivos políticos, se daban al pueblo, una vez acabadas las guerras púnicas[22]. A esta «liberalidad» interesada, se opone, sin embargo, una recta y honesta, que Panecio cita entre las virtudes primordiales del hombre de estado y cuyos atributos principales son descritos por Cicerón en su obra De Officiis[23]. La descripción que Cicerón hace de la liberalidad la acerca al ámbito de la justicia y así la entenderá San Ambrosio[24], quien tendrá una influencia determinante en la doctrina tomista. El hombre liberal es, en este sentido, una persona noble, graciosa, honorable, generosa, bienhechora[25].

Como se ha visto, el segundo sentido que Santo Tomás otorga a la liberalidad es el de desapego de los bienes materiales. La palabra liberalitas, -tis tiene su origen en liber, -era, -erum, adjetivo cuyo significado es «que actúa según sus propios deseos y gustos; que se tiene a sí mismo como maestro». Es una palabra proveniente de la raíz griega: liph-, liptô que significa «desear».

Los sentidos particulares del término «liber» son: a) estar libre, exento o vacío de algo[26]; b) desde el punto de vista social, se dice del que ha nacido de madre libre y que por tanto es libre. Este significado es el origen del término liberi, -um «los hijos»; c) desde una perspectiva política, se dice de las personas no sujetas a la autoridad monárquica o cualquier otro poder. Es un significado clásico pero en desuso; d) en sentido negativo, puede entenderse como «licencioso». Este significado tiene relación con una antigua divinidad latina llamada Liber, que posteriormente es confundida con Baco.

Esta acepción de la liberalidad, como característica del hombre libre, permite entender que exista, por un lado, un concepto amplio de la liberalidad, que se refiere al hombre noble, honesto, afable[27]; y por otro lado, un uso más restringido del término, que se refiere a estar desprendido de las riquezas. Santo Tomás utiliza esta distinción para demostrar que la liberalidad no es la mayor de las virtudes[28].

1.2    Generositas

Analizaremos a continuación el término «generosidad». El nombre latino, generositas, -atissignifica «nobleza», «excelencia», «bondad», y es traducida al castellano con el nombre de generosidad. El Diccionario de la Real Academia Española presenta cuatro acepciones para este término: a) nobleza heredada de los mayores; b) inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés; c) largueza, liberalidad; d) valor y esfuerzo en las empresas arduas.

La primera acepción concuerda con el análisis etimológico del adjetivo generosus, -a, -um.Surge del latín genus, -eris, que tiene origen, a su vez, en el griego génos, que significa «origen» (de una familia), «procedencia», «linaje», «estirpe», «familia»[29].

El adjetivo generosus añade a la acepción de «procedencia o linaje» cierta bondad, es decir «de buena descendencia, de ilustre prosapia» y, por tanto, se refiere al hombre noble, magnánimo, valiente, animoso, que recibe estas virtudes como consecuencia de su pertenencia a la familia. De este sentido se desprende la segunda acepción planteada anteriormente, porque es la nobleza de estirpe la que lleva al hombre a anteponer el decoro a la utilidad y al propio interés.

En este estudio nos restringiremos a la acepción que toma la generosidad como sinónimo de liberalidad, y que según el Diccionario de Espiritualidad de Ermanno Ancilli, «es su significado más difundido y que indica la donación realizada con abundancia, más allá de lo debido, de lo convenido y de los modos usuales»[30].

Si se enfoca el término generosidad desde una perspectiva más espiritual, se llama generosa a aquella persona que no sólo se desprende de bienes materiales, sino que se da a sí misma, de un modo desinteresado, para la consecución del bien ajeno[31].

En todo el corpus thomisticum, el sustantivo generositas, –is sólo aparece en tres ocasiones[32]. Este hecho llama mucho la atención y lleva a pensar que Santo Tomás prefiere el termino liberalitas, –atis, cuando se refiere a la virtud que regula el uso de los bienes materiales.

A modo de resumen, y para definir los conceptos de generosidad y liberalidad y percibir su congruencia, resulta interesante la comparación que el Diccionario de Espiritualidad de Ermanno Ancilli realiza entre estas dos virtudes. Allí se enseña que la «liberalidad, virtud casi sinónima de generosidad, es disposición a dar con largueza. Implica cierta distancia ante los bienes, con la consiguiente capacidad de darlos. Presupone, por tanto, una liberalización interior del alma. Pero la liberalidad se distingue de la generosidad. Mientras que la liberalidad designa el don –entrega– de lo que se tiene, la generosidad indica más bien el don de lo que se es (aunque la liberalidad puede también implicar este sentido)»[33].

En el lenguaje de la teología moral y espiritual, el término liberalidad ha ido cayendo poco a poco en desuso, muy probablemente para evitar confusiones, pues en los dos últimos siglos ese término se fue cargando de contenido político y económico.

2.       Aproximación a la virtud de la  generosidad a partir de la justicia

Santo Tomás, en su tratado sobre la virtud de la justicia, toma como punto de inicio la definición clásica y jurídica de Ulpiano: «La perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo»[34]. Sin embargo, en el desarrollo de su pensamiento, añade a la definición originaria el concepto de hábito, que permite correlacionar la definición antes mencionada con la de Aristóteles: «El hábito por el cual uno obra según la elección de lo justo»[35].

En efecto, una vez definida correctamente por Ulpiano la materia y el objeto que distinguen la virtud de la justicia –que da a cada uno su derecho–, era necesario además mostrar que el acto referente a esa materia es virtuoso, y para ello se requiere que sea voluntario, estable y firme[36] –características que definen al hábito–.

Santo Tomás concluye la cuestión con una definición que sintetiza las posturas clásicas sobre el concepto de justicia y que le permitirá desarrollar su amplia y coherente doctrina sobre esta virtud: «La justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho»[37].

A continuación se presentan algunos aspectos de la justicia que resultarán relevantes a la hora de relacionarla con la virtud de la generosidad: su centralidad entre las virtudes morales, el derecho como objeto de la justicia, y su necesidad de estar referida a otro.

2.1    Centralidad de la justicia en la vida moral del hombre

Determinar una jerarquía entre las virtudes ayuda a definir el verdadero bien del hombre, porque permite llegar al conocimiento de la verdad sobre la persona humana de una forma más eficaz y ordenada. En este sentido, ¿qué lugar ocupa la justicia en la jerarquía de las virtudes?

Pieper afirma que el hombre responde a su esencia –es decir, alcanza su propio bien y conoce la verdad sobre sí– cuando es justo. Además, por ser la justicia la virtud suprema entre las morales, el hombre que merece ser llamado bueno es en primer lugar el justo[38].

Santo Tomás es la fuente de la que Pieper aprende esta doctrina, como se puede comprobar en esta frase de la Summa Theologiae:

«Por la justicia es ante todo por lo que llamamos bueno a un hombre y en ella es donde máximamente resplandece el fulgor de la virtud»[39].

Esta posición superior de la que goza la virtud de la justicia puede ser justificada por una doble argumentación: por el objeto o materia de la virtud y por el sujeto.

Desde el punto de vista de la materia, la supremacía de la justicia radica en que ésta no sólo ordena al hombre en sí mismo sino también en relación con los demás. Es una nota característica de la justicia, paralela a la condición difusiva propia del bien. Dicho de otra forma: cuanto más excelente es un bien, tanto más y más lejos irradia su bondad[40]. Por tanto, el máximo grado de bondad del hombre no consiste en la obtención de la sola bondad personal, sino en la transmisión de ese bien a otros[41], y esto se da con más propiedad en la justicia que en la fortaleza o en la templanza[42].

Argumentando la supremacía de la justicia desde el punto de vista del sujeto, Santo Tomás afirma que, como todas las virtudes morales, la justicia no radica en la potencia cognoscitiva de la persona –su entendimiento– sino en la facultad apetitiva. Para que haya justicia se necesita una acción exterior justa, y toda acción extrínseca radica en las potencias apetitivas del hombre[43].

Esta última afirmación resultará de gran importancia a la hora de estudiar la virtud de la generosidad. Por este motivo, es conveniente que se analice el tema con mayor detenimiento, en este caso, aplicado a la justicia.

En la persona humana existe un doble apetito: la voluntad, vinculada directamente con la razón, y el apetito sensitivo, que se relaciona con la acción propia de los sentidos –son los apetitos concupiscible e irascible–. Como la justicia implica dar a cada uno lo suyo, no puede esta acción extrínseca al hombre –que redunda en otra persona– pertenecer al campo sensitivo, sino que está más bien vinculada al campo intelectivo, que conoce el objeto exterior y permite que la voluntad se dirija hacia él. Esta tarea propia de la voluntad hace factible que la persona pueda querer algo en orden a otro, lo cual es propio de la justicia[44].

De lo antes dicho se infiere una conclusión importante: la acción justa pone en juego «el núcleo más entrañable del querer espiritual»[45], porque es una acción que trasciende la esfera de lo personal y de lo meramente sensitivo para realizar el bien a los demás. La búsqueda del bien ajeno, propio de la justicia, refleja lo más íntimo del hombre, hecho para la entrega de sí a los demás: en esto consiste su perfección y su verdad más profunda. Es, consiguientemente, la justicia la que conforma al hombre con su más intima verdad y para ello deberá estar muy atenta a los dictados de la razón que muestra dicha verdad y dirige la acción recta.

Esta necesidad de actuar según el conocimiento de la verdad, explica que la justicia sea la virtud moral más cercana a la razón. Por eso Santo Tomás argumenta que la acción justa es el fruto propio de la recta razón[46], y no se queda ahí sino que señala también que solamente la prudencia y la justicia realizan el bien de forma inmediata –simpliciter–, mientras que la fortaleza y la templanza cumplen el papel secundario –aunque importante– de preparar la acción de las anteriores[47].

En conclusión, la supremacía de la justicia entre las virtudes morales se justifica por dos motivos: a) por su estrecha relación con el apetito intelectivo; b) por su condición de alteridad, que trasciende el mero campo personal para buscar el bien de los demás.

2.2    Lo debido como presupuesto de la justicia

La definición de justicia que brinda el Aquinate deja abiertas las puertas a una idea primordial en la teoría del derecho y que también lo será a la hora de profundizar en la virtud de la generosidad. Santo Tomás la plantea de la siguiente forma:

«Si el acto de la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, es porque dicho acto supone otro precedente, por virtud del cual algo se constituye en propiedad de alguien»[48].

La justicia supone un ordenamiento previo, una legislación antecedente que impone las reglas de juego y otorga a cada individuo un dominio sobre determinados bienes.

Ese acto que precede a la virtud de la justicia, por el que algo se constituye en propio de alguien, es la misma creación, por la que el ser creado comienza a tener algo suyo[49]. Cuando Santo Tomás afirma que «es manifiesto que el derecho es objeto de la justicia»[50], supone la preexistencia de un suum –de algo debido a alguien– sin lo cual no puede darse ningún deber de justicia[51].

Por esta razón, Pieper afirma: «El concepto de derecho, de lo debido, es una noción hasta tal punto radical y primaria que no se deja reducir a ninguna otra que le fuese anterior y de la cual pudiera ser derivada. Por eso es un concepto que no puede ser definido, sino simplemente descrito»[52].

Por esta misma línea surge la idea del débito como irrevocable, inviolable, en cuanto es inherente a la persona misma. Santo Tomás fundamenta esta idea en el derecho natural y en el derecho positivo:

«Una cosa puede ser debida a un hombre de dos maneras: la primera, desde el punto de vista de la naturaleza misma de la cosa (...) y esto es de derecho natural; la segunda, por convención o común acuerdo (...) y esto es derecho positivo»[53].

Esta distinción está lejos de pretender una mutua exclusión, más bien plantea que «cuando algo se encuentra de por sí en contradicción con el derecho natural, no puede ser justificado por la voluntad humana»[54]. Este razonamiento lleva a sustentar la irrevocabilidad del derecho no en la pura legalidad sino en el derecho natural impreso en la persona, en el sujeto mismo de la acción justa. Por esto Pieper –interpretando a Santo Tomás– afirma que «el débito se funda en la naturaleza misma del ser a quien es debido»[55].

El doctor Angélico distingue, además, diversas clases de débito. Por ejemplo, los deberes jurídicamente obligatorios –que generan el débito legal– y aquellos que se generan por exigencia del simple decoro u honestidad personal –que originan el débito moral–[56]. Esta distinción servirá a Santo Tomás para defender la ubicación dada a la virtud de la generosidad dentro de las partes potenciales de la justicia, como veremos más adelante.

2.3    «El otro» como punto de referencia de lo justo

«El distintivo peculiar de la virtud de la justicia es que tiene por misión ordenar al hombre en lo que dice relación a otro; (...) mientras que las demás virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano exclusivamente en aquello que le conviene cuando se lo considera sólo en sí mismo»[57].

Esta peculiaridad de la justicia implica tres propiedades distintivas de esta virtud. En primer lugar, la igualdad, como su propio nombre manifiesta, porque en el lenguaje vulgar se dice que las cosas que se igualan se «ajustan»[58].

De la igualdad, se desprende la alteridad, porque el término «igualdad» relaciona siempre dos objetos entre sí. Santo Tomás lo enseña con las siguientes palabras: «Como el nombre de «justicia» entraña igualdad, es de esencia de la justicia referirse a otro, porque nada es igual a sí, sino a otro»[59]. A su vez, «la justicia requiere la recíproca diversidad de sus partes»[60], es decir, absoluta distinción individual. Por ello la relación padre-hijo no pertenece al campo de la justicia porque en lo referente a las relaciones de amor, la persona amada no es propiamente otro para el que ama[61]. El justo es el que da al otro lo que le corresponde confirmando al otro en su alteridad.

La tercera propiedad es la exterioridad, porque «lo que primeramente importa en la esfera de lo justo y de lo injusto es la acción exterior del hombre»[62]. En este punto radica también una distinción de la justicia con las demás virtudes morales cardinales, en las que importa primero la disposición interna del sujeto y sólo en un segundo momento la acción externa[63]. La acción externa implica siempre la actuación de la virtud de la justicia, aunque en algunas acciones pueden entrar en juego también la fortaleza y la templanza. Santo Tomás pone el ejemplo del individuo que golpea a otro por causa de la ira, acción que lesiona la justicia, al mismo tiempo que la inmoderación de su ira afecta a la mansedumbre[64]. Sólo se puede brindar a otro lo debido mediante acciones externas, y por estos actos se hace realidad la humana convivencia[65].

Pero ¿quién es ese «otro» a quien la justicia se refiere? La respuesta a esta pregunta sirve a Santo Tomás para determinar los diversos tipos de justicia. Una sociedad implica el entrelazarse de un gran número y diversidad de sujetos que pueden adquirir múltiples dimensiones. Santo Tomás clasifica estas relaciones entre los sujetos de una comunidad en tres tipos: a) aquellas que se dan entre individuos, que serán objeto de la justicia conmutativa; b) las que surgen de los deberes que el Estado tiene hacia la persona individual –que genera la justicia distributiva–; c) las que brotan de los deberes de los individuos para con el todo social, a las que incluye dentro de la llamada justicia legal o general.

Para que una sociedad reciba el calificativo de justa, debe como condición ser justa en las tres dimensiones antedichas.

Sin embargo, a pesar de estas diversas dimensiones de los sujetos de la justicia –individuales o colectivos–, siempre es necesaria, en última instancia, la comparecencia de la persona individual, porque sólo ella realiza las tres principales formas de justicia.

2.4    La virtud de la generosidad como parte potencial de la justicia

Analizamos a continuación las razones por las cuales Santo Tomás incluye a la generosidad entre las virtudes anejas o potenciales de la justicia.

El criterio utilizado por Santo Tomás para determinar qué virtudes se relacionan con la justicia es claro y lógico: las virtudes potenciales o anejas son aquellas que poseen aspectos en común y a su vez rasgos distintivos con relación a la virtud principal[66].

Por tanto, en la medida en que la justicia se refiere siempre a otro, toda virtud que suponga relación a otro puede, por esta razón de coincidencia, ser anexionada entre las potenciales de la justicia.

A su vez, la justicia, como ya hemos visto, da al otro lo que le es debido, en un contexto de igualdad entre las partes. Por defecto en una de estas variables –lo debido y la igualdad–se distinguirán sus virtudes potenciales.

Expresado de otra forma, dentro de las virtudes potenciales de la justicia, se encuentra un primer grupo que imponen una deuda rigurosa y excluyen la igualdad, porque resulta imposible saldar esa deuda completamente. A este grupo pertenece la religión, la piedad hacia los padres, y la observancia hacia los superiores que nos gobiernan. Existe un segundo grupo de virtudes que son susceptibles de igualdad, pero que no implican una deuda rigurosa. Aquí se incluyen tanto las virtudes que son apremiantes para la vida social –la veracidad y la gratitud– como las necesarias sencillamente para una decente convivencia –la liberalidad o generosidad y la afabilidad–[67].

Cuando se hace referencia a una deuda no rigurosa, no se pretende rebajar o disminuir la exigencia del deber, sino que se está acentuando el carácter moral del débito contraído. Este diverso grado de débito conduce a una mayor honestidad moral, porque la acción debida se realiza no por imposición legal y externa, sino por iniciativa y disposición interior del hombre. Este es el caso de la generosidad y de la afabilidad[68].

El siguiente cuadro nos brinda un esquema que aclara la doctrina expuesta en los párrafos anteriores.

Merece la pena detenerse en el concepto de débito moral, pues en él radica la distinción de la generosidad con respecto a la justicia. El doctor Angélico enseña cual es la característica más propia de la justicia: «Establecer la regla en la adquisición y conservación de las riquezas desde el punto de vista del derecho, según el principio de no tomar ni retener lo ajeno. La liberalidad, en cambio, regula primero y principalmente los afectos interiores y, como consecuencia, la adquisición, conservación y uso de las riquezas, pero no desde el punto de vista del débito legal, sino de un débito moral, cuya regla es la razón»[69].

Este texto enseña que la virtud de la generosidad –al igual que el resto de las virtudes– no es causada por una imposición externa a la persona. Las virtudes son, por el contrario, consecuencia de la lucha personal para dominar y ordenar los afectos interiores –las pasiones y los apetitos– de acuerdo con el bien que muestra la recta razón. La generosidad, como virtud moral, cumplirá con el papel de moderar, en la persona, el amor y deseo de riquezas. Esta moderación permitirá al hombre alcanzar un uso de las riquezas acorde con las necesidades propias y de los demás. No hay, por tanto, una obligación extrínseca al hombre que lo coaccione a obedecer, sino que es la propia persona que descubre la bondad del acto a realizar y se dispone, mediante la lucha y el vencimiento personal, a alcanzar su objetivo.

Para dejar más clara aún la distinción entre la justicia y la generosidad, Santo Tomás menciona dos clases de deudas[70]. En primer lugar, aquellas deudas exigibles legalmente –como puede ser la deuda contraída por quien compra un objeto, y que adquiere la obligación de pagar un precio–. El fundamento de esta obligación radica en la existencia previa de una ley positiva, y su incumplimiento recibe un castigo estipulado por la propia ley.

La otra clase de deudas a las que hace referencia Santo Tomás son aquellas no exigibles legalmente –como la gratitud que debe rendir quien recibe un don–. Es una exigencia que dicta la propia razón, o dicho con palabras de Santo Tomás, es exigida por la honestidad de la propia virtud. Es un deber que no está confirmado por la ley positiva, y el sujeto de la acción no puede exigir legalmente ninguna retribución por el bien otorgado. Sin embargo, cabe aclarar que ambos tipos de débitos –el legal y el moral– están fundamentados en la ley natural[71].

¿Cómo entender este débito moral? Para responder a esta pregunta, podemos acudir a Pieper, quien aborda el tema en un capítulo relativo a los límites de la justicia y afirma lo siguiente: «El mundo no se deja poner en orden por la sola acción de la justicia y que sólo el hombre que se esfuerza por dar a cada uno lo suyo, experimenta en toda su radicalidad la insuficiencia de la justicia a la cual intenta superar por alguna suerte de exceso»[72].

El hombre justo, continúa Pieper, experimenta con mayor intensidad la susodicha insatisfacción en la medida en que aumenta la conciencia de ser un sujeto obligado ante Dios y ante los hombres. Y es ante esta realidad cuando el justo se ve capaz de estar dispuesto a dar aun lo que no se debe a nadie, a dar lo que ninguno podría forzarle a dar[73].

Efectivamente, a medida que aumenta el conocimiento de Dios y las limitaciones personales, el hombre descubre la gratuidad de los dones recibidos: su propio ser, su inteligencia y voluntad, la vida, la familia etc. Este descubrimiento tiene como consecuencia lógica la gratitud, que lleva al hombre a estar disponible ante los posibles requerimientos que Dios pueda hacerle. Esta disponibilidad del hombre que se reconoce obligado ante Dios, incluye no solo los bienes materiales, sino toda su vida.

Por otra parte, parece contradictorio que Santo Tomás incluya la liberalidad dentro de las virtudes potenciales de la justicia, pues él mismo afirma que «ser justo es dar a otro lo que es suyo; ser liberal, en cambio, es dar a otro de lo propio»[74].

Sin embargo, Santo Tomás explica el porqué de esta distinción entre el hombre justo y el generoso cuando afirma:

«La liberalidad, aunque no se funda en el débito legal, propio de la justicia, posee no obstante un cierto débito moral, nacido del decoro de la virtud por el que uno se obliga con otros. Tiene por tanto [la generosidad] una razón mínima de débito»[75].

Dicho de otro modo, la generosidad se distingue de la justicia solamente en el grado de lo debido.

Pero ¿a qué hace referencia Santo Tomás al hablar de «ex quadam ipsius decentia», es decir, cuando pone el origen del débito moral en el «decoro de la virtud»? El hombre generoso, lo es porque sabe descubrir la bondad del acto generoso. Detrás del desprendimiento de los bienes materiales, no hay una obligación legal, sino el convencimiento íntimo de estar actuado de acuerdo con la voluntad de Dios, que no puede querer otra cosa que el bien. A esto hace referencia la frase «decoro de la virtud»: la existencia de una norma no escrita, sino inscrita en la misma realidad de las cosas creadas, que el hombre descubre y a la cual se adhiere con plena libertad.

El Aquinate presenta otros dos motivos por los cuales la generosidad debe formar parte de las virtudes potenciales de la justicia: la primera es la razón principal de alteridad. «La liberalidad –según Aristóteles– atiende a los gastos y a las donaciones»[76] y los beneficiarios de esas acciones propias del hombre generoso son personas diversas al sujeto que actúa.

El segundo motivo presentado es que ambas se ejercen en torno a las cosas exteriores, porque el objeto que distingue y define la virtud de la generosidad son las riquezas, y el acto propio de la virtud es su correcto uso[77], es decir, que su objeto está fuera del sujeto que actúa. «Por ello la liberalidad es puesta por algunos como parte de la justicia, como virtud aneja a la principal»[78].

A modo de resumen se puede decir que el débito moral es el que la recta razón, al conocer el bien –la voluntad de Dios–, impone sobre las pasiones interiores del hombre. El débito legal es el que impone la ley a los actos humanos exteriores. Sin embargo, no sería lícito separar estos dos conceptos como fenómenos ajenos, independientes, ni mucho menos contrapuestos. El débito legal, que tiene por objeto los actos exteriores del hombre, debe respetar siempre la ley impresa en la naturaleza de las personas.

3.       El concepto de generosidad

A partir de la definición de generosidad dada por Santo Tomás, analizaremos sus distintos componentes: el sujeto, la materia y el acto propio de la virtud. Santo Tomás la ubica dentro de las virtudes sociales y dedica la cuestión ciento diecisiete de la Secunda Secundae a su estudio.

3.1    La generosidad como virtud

No constituye una afirmación superflua el decir que la liberalidad es una virtud. La razón radica en que existen todavía pensadores y moralistas que enfocan el tema desde una consideración negativa de los bienes materiales. Se olvidan que el uso recto de los bienes implica una lucha meritoria del hombre por alcanzar un punto medio acorde a la verdad de las cosas. Esta correcta administración de bienes es medio indispensable para la consecución de la virtud y, por consiguiente, para alcanzar la santidad a la que Dios llama a todo cristiano.

 Una demostración del enfoque negativo dado a la generosidad es la escasísima bibliografía disponible sobre esta virtud. Es abundante, en cambio, la que se refiere a la avaricia y al apego a los bienes materiales.

Este enfoque negativo podemos leerlo, por ejemplo, en el artículo, ya citado, de G. Muraro: «Aún en un clima de honestidad y de rectitud, las riquezas tienen un fuerte poder seductor sobre el hombre. Quien se ocupa de ellas no estará muy disponible para las cosas de Dios; no puede esperar realizar aquella perfección que emula de algún modo la perfección de los bienaventurados. Esta constatación deja entrever la solución propuesta por el Señor: para progresar en la virtud, para lograr un más alto grado de perfección, es conveniente eliminar esta solicitud por los bienes materiales; sólo así se estará más disponible para las cosas de Dios»[79].

Agrega el mismo autor, a pie de página, que esto se aplica también a quienes desean ser simplemente virtuosos, y da sus motivos: «Porque la determinación del medium rationis, cuando no se es perfecto, es una cosa difícil; por esto es mejor abandonar todo y quitarse esta preocupación»[80].

Es verdad que el padre Muraro, como aclara al comenzar su estudio, se refiere a la pobreza religiosa. Sin embargo, el léxico y tono de su escrito está empapado, a mi entender, de una visión negativa de las riquezas, que surge de un olvido, en su discurso, de la centralidad de la vocación personal. Este olvido de la voluntad eterna de Dios para cada hombre trae como consecuencia la parcialidad de todo estudio que, al teorizar sobre la necesidad del seguimiento de Cristo, preste exclusiva atención a la abandono de los bienes materiales. Olvida que la vocación puede ser recibida y desarrollada en medio de la sociedad civil, lo que implica y requiere del uso recto de los bienes materiales en beneficio personal y del prójimo.

Esta es la idea que el Concilio Vaticano II pretende transmitir cuando, hablando de la vocación de los laicos al apostolado, enseña:

«Ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento» (AA, 2)[81].

Y en otro sitio:

«La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos» (GS 71).

Por eso, afirmar que la generosidad es una virtud moral que reside en la facultad apetitiva del hombre y que por tanto constituye el principio inmediato de la operación recta, –es decir, de la realización del bien moral–[82], no es una acotación insignificante o trivial, sino el punto de partida sobre el cual se fundamenta todo el estudio.

Para Santo Tomás la virtud de la generosidad es aquella a la que corresponde el uso recto de los bienes[83]. Citando a San Agustín, el doctor Angélico enseña:

«Es virtuoso el usar bien de aquello que podríamos usar para el mal. Ahora bien, podemos usar bien o mal no sólo lo que está en nosotros, como las potencias y pasiones, sino también lo exterior, es decir, las cosas materiales que se nos dan para sustentar nuestra existencia. Y como el uso recto de estos bienes pertenece a la liberalidad, ésta es virtud»[84].

Una vez definida la generosidad como virtud, cabe recordar lo dicho anteriormente: la generosidad, en el esquema tomista de las virtudes, es clasificada dentro de las llamadas virtudes sociales, es decir, aquellas virtudes potenciales de la justicia que afectan a la relación de los hombres entre sí.

A su vez, Santo Tomás subdivide las virtudes sociales según sean absolutamente necesarias para la vida social o necesarias simplemente para la decente convivencia.

En el primer grupo se ubican la veracidad y la gratitud cuya peculiaridad consiste en que la deuda generada supone la existencia de un título, ya sea en el deudor, ya en el acreedor. Quien brinda un servicio a otro merece gratitud y todo hombre tiene el deber consigo mismo de mostrarse tal cual es –veracidad–[85].

En el segundo grupo están incluidas la generosidad y la afabilidad, virtudes por las que el hombre ayuda al prójimo, ya sea dándose a sí mismo –afabilidad–, ya sea dando de sus bienes –generosidad–[86]. No están respaldados por ningún título, y por este motivo su ejercicio sólo depende de la honestidad de la persona que lo realiza.

3.2    Determinación de un punto medio

Para entender mejor la naturaleza de la generosidad, es necesario detenernos en su relación con la prudencia, pues ella tiene como función propia y distintiva la determinación del punto medio de las virtudes morales[87]. Su acto propio y principal es el imperar sobre los apetitos[88] y el acto complementario de esta virtud cardinal es la solicitud o cuidado de los bienes materiales y espirituales del hombre[89].

La prudencia cumple la función de transmitir a las potencias humanas el punto medio virtuoso entre los extremos viciosos. Su tarea es definir los límites del acto bueno y mover al hombre a su consecución, ordenando así las acciones al último fin del hombre.

Por este motivo, a la hora de hablar sobre las virtudes morales, conviene recordar que es constante la lucha que el hombre debe afrontar debido a las consecuencias del pecado original presentes en nuestra naturaleza, que «tiran hacia abajo» y distraen al hombre de su fin último sobrenatural. Por un lado, la ley de Cristo impone nuevas y más exigentes obligaciones con respecto a la antigua ley, no porque impliquen cargas exteriores adicionales sino por la invitación a una más alta santidad, unión más cercana a Dios. Esta exigencia se da especialmente en la parte interior del hombre[90].

Por otro lado, la concupiscencia y la codicia son causa de una fascinación seductiva sobre el hombre, que debe debatirse entre su deseo innato de trascendencia espiritual –felicidad eterna– y su tendencia hacia las cosas de este mundo: el apego a las cosas materiales. Aquellos que se adhieren a los bienes temporales como a su último fin, abandonan por completo su lucha por lo espiritual. En cambio el hombre justo no puede olvidar nunca su fin sobrenatural a la hora de usar los bienes terrenales[91].

Sin embargo, no es el apego a los bienes materiales el único peligro que afecta al hombre en su vida corriente. Pues si, desinteresado de los bienes de este mundo, descuida los medios materiales que le son necesarios para la consecución de su fin sobrenatural y humano, cae en pecado por defecto de generosidad, que es la prodigalidad.

Con su habitual claridad, y con cierta simpatía, explica Santo Tomás la necesidad de un orden en el uso de los bienes materiales para la consecución del fin último del hombre. Para ello se apoya en una visión antropológica realista y equilibrada del hombre.

«En efecto, sería necio querer el fin y despreciar lo que se ordena al fin. Por tanto, la solicitud humana por la cual el hombre se procura la comida se ordena al fin de la comida. Luego quien no puede vivir sin comer ha de tener algún cuidado en buscar la comida»[92].

Esta «polaridad» esencial del hombre, alma y cuerpo, criatura histórica y a la vez llamada a la eternidad de Dios, exige la definición de una medida, un medio que defina el acto virtuoso.

Es la razón quien cumple la función de determinar el punto medio que guíe el apetito, y para ello necesita tener en cuenta las circunstancias que rodean la elección del individuo. De esta forma es posible afirmar que es de la realidad exterior de donde la razón adopta la regla necesaria para guiar a las pasiones hacia su propio bien. Dicha regla no está determinada únicamente por la cantidad de bienes que la persona posee, sino que además debe considerar la condición de la persona, su intención, la oportunidad de lugar y de tiempo y otras circunstancias semejantes que se requieren para los actos virtuosos[93].

De este razonamiento se desprenden dos conclusiones interesantes. La primera es el punto medio que cada individuo –haciendo uso de sus facultades intelectuales– debe fijar a las pasiones en su relación con los bienes materiales, depende de las circunstancias personales. No hay regla fija. La segunda consiste en que la virtud de la generosidad no depende de la cantidad de bienes poseídos, sino del grado de apego o desprendimiento con que el poseedor disponga de ellos.

Ampliando la primera de las conclusiones, se puede afirmar que la dependencia del punto medio de las circunstancias personales implica cierta dificultad a la hora de tomar una decisión acorde con la virtud de la generosidad. En dicha decisión entran en juego múltiples variables que deben ser consideradas. No es fácil la decisión generosa cuando las circunstancias revisten gran complejidad.

Por este motivo, «el hombre –afirma Muraro– debe empeñarse seriamente en una valoración de sí mismo, de sus exigencias personales, de las necesidades familiares y sociales y debe luego fijar una cantidad correspondiente a estas exigencias»[94].

Esta idea queda aun más clara cuando Santo Tomás la ejemplifica diciendo:

«El hombre puede honestamente desear aquellas cosas que le son necesarias para su vida; y no sólo esas, sino también las cosas que le son necesarias por su condición social, porque el rey necesita más cosas que el siervo; por lo cual es lícito que pida estas cosas al Señor»[95].

Ahondando en el contenido de la segunda conclusión, se puede aseverar que una vez que la razón fija la medida justa, debe imperar sobre las pasiones requiriendo la disponibilidad de éstas para aceptar la medida impuesta. Esta disponibilidad de las pasiones para aceptar la medida justa implica un orden en los afectos y la existencia de una virtud. Por este motivo, una donación se juzga como generosa por el afecto con que se da y no por la cantidad de lo dado –que varía según las circunstancias personales–[96].

Se genera de este modo una casuística tan rica como el número de personas existentes: una persona de escasos recursos económicos que habitualmente usa de sus bienes para su propia sustentación básica y de su familia, puede ser una persona generosa si está desprendida de esos escasos bienes que posee. Por el contrario, «hay muchos que son pobres solo de hecho, pero con el deseo son ricos»[97]. Lo mismo sucede con aquellas personas que disponen de bienes. Ellos pueden vivir o no la virtud de la generosidad según estén o no desprendidos de dichos bienes y los usen con un fin recto.

Santo Tomás lo explica diciendo, con Aristóteles, que la liberalidad «no consiste en dar mucho sino en la disposición del donante»[98], y citando a San Ambrosio repite la misma idea cuando afirma que «el afecto es el que hace rica o vil a la dádiva y el que da valor a las cosas»[99].

El hombre generoso no está tan apegado a sus bienes que no pueda gastarlos o entregarlos según las exigencias del contexto en el que vive. Se puede afirmar que una persona generosa sabe cómo gastar el dinero: está lo suficientemente desapegada de sus riquezas como para usarlas, en primer lugar, en la sustentación propia y familiar, y para donarlas a los demás ciudadanos, especialmente aquellos que están más necesitados[100].

Santo Tomás, a la hora de definir la avaricia como vicio, presenta un resumen de esta doctrina que puede ayudar a estructurar las ideas mencionadas:

«En todo aquello que dice orden a un fin, la bondad se da en una cierta medida, pues todos los medios deben guardar proporción con su fin, como la medicina respecto de la salud. Mas los bienes exteriores son medios útiles para conseguir un fin, por eso el deseo o apetito de dinero será bueno cuando guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición»[101].

3.3    Solicitud moderada por los bienes materiales

La solicitud o cuidado de los bienes materiales, que como hemos dicho constituye el acto complementario o secundario de la virtud de la prudencia, es otro aspecto de esta virtud cardinal que se debe tener en cuenta. A este aspecto hace referencia Santo Tomás cuando afirma que para el ejercicio de la virtud de la generosidad se requerirá de la prudencia, pues a ella le corresponde «cuidar de que no se sustraiga ni se disipe inútilmente el dinero»[102].

Una solicitud moderada por los bienes materiales tiene su origen en el conocimiento de su conveniencia para el hombre, que descubre en ellos un medio necesario para la satisfacción de sus necesidades tanto materiales como espirituales. Dicho de otro modo, las riquezas pueden contribuir a la felicidad del hombre[103].

La solicitud y el cuidado de los bienes materiales siempre deben estar supeditados a la consecución de la felicidad eterna y, por este motivo, deben ocupar un lugar secundario frente a los bienes espirituales, a los que deben servir.

«Los bienes temporales no se han de buscar como fin principal, sino en un plano secundario. Por ello dice San Agustín: “Cuando el Señor dijo que primero hay que buscar el reino de Dios, quiso dar a entender que los bienes temporales debían ocupar un segundo lugar, no en el tiempo, sino en dignidad. Aquel primero es el bien a que tendemos y este segundo es el que nos es necesario”»[104].

Los bienes materiales, ordenados a un fin, reciben su bondad del fin. Por este motivo, las riquezas externas son un bien para el hombre, pero un bien secundario, porque bueno es ante todo el fin. Los bienes exteriores son buenos en cuanto que a él se ordenan. Por consiguiente, es necesario que las cosas reciban del fin su propia medida. De esto se desprende que la riqueza es buena en cuanto sirve al uso de la virtud, pero si en cambio esta medida no se conserva, la acción humana que de este desorden se desprende, no puede ser considerada como buena[105].

El orden que el hombre da a los bienes tiene como fundamento una profunda fe en Dios que ilumina la razón y permite decisiones –elecciones– adecuadas a la realidad de las cosas y de las personas. La generosidad es por este motivo un signo distintivo del cristiano, que confiando en Dios y en su divina providencia se distingue «de los gentiles, que se preocupan, ante todo, de buscar los bienes temporales»[106]. Así las pasiones humanas del hombre generoso adquieren una disposición interior, pronta y generosa –independiente de la cantidad de riquezas que se posea– que lo prepara y dispone para la entrega virtuosa[107].

«Necesariamente tendrá el hombre alguna preocupación por adquirir o conservar los bienes exteriores. Si se buscan o poseen en pequeña cantidad y sólo en la medida necesaria para asegurar la subsistencia, no será muy importante el obstáculo que ponen, por lo que no es contrario a la perfección de la vida cristiana, pues el Señor no condena toda preocupación sino la excesiva y perjudicial»[108].

Pero esta administración ineludible no puede generar aflicciones y tensiones en el hombre.

«Ha de tenerse en cuenta que el Señor no prohibió en el Evangelio el trabajo, sino la preocupación del alma por las cosas necesarias para la vida; en efecto, no dijo: “no trabajéis” sino: “no estéis preocupados” y lo prueba partiendo de lo inferior: porque si la divina providencia sustenta a las aves y los lirios, que son de naturaleza inferior (...), mucho más proveerá a los hombres, que son de naturaleza más digna y fueron dotados por Él del poder de procurarse el sustento por sus propios trabajos a fin de que no sea necesario afligirse demasiado buscando lo indispensable para la vida»[109].

El futuro incierto y los cambios constantes pueden llevar a una desasosiego indeseado por el bienestar venidero. El buen cristiano, sin descuidar sus responsabilidades personales y familiares, debe tener claro que no debe afanarse por cosas que sólo están en las manos de Dios, sino únicamente en las acciones que quedan bajo su dominio.

«Por esto concluye el Señor: “no os inquietéis por el mañana”. Con ello no prohibió que conserváramos lo que nos es necesario a su tiempo para el mañana sino el que nos inquietáramos por los sucesos futuros, como desesperando del auxilio divino»[110].

Frente al incierto futuro, el hombre necesita de seguridad, y busca constantemente aquello que pueda quitar incertidumbre e inquietud a sus planes en esta vida. Dicha seguridad, para el hombre sin fe, sólo puede buscarse y lograrse en los bienes materiales. Sin embargo, no es una seguridad cierta, porque se reviste de toda la inestabilidad, parcialidad y temporalidad propia de los bienes materiales –cambiantes y finitos por naturaleza–.

El hombre de fe, que busca seguridad, sabrá estar despegado de los bienes materiales y usar de ellos como medio para alcanzar un fin que los trasciende. La fe lleva a depositar la confianza en la divina Providencia, única capaz de brindar una recompensa eterna.

Santo Tomás, fundamentándose en la Escritura Santa, reprueba el temor excesivo por la falta de bienes necesarios y expone tres motivos dados por el Señor:

«Por los beneficios mayores que Dios da al hombre sin intervención de sus cuidados, como son el cuerpo y el alma; por la protección de Dios sobre los animales y las plantas, sin el trabajo del hombre, en proporción con su naturaleza; y, finalmente, por la providencia divina, por ignorancia de la cual los gentiles se preocupaban, ante todo, de buscar los bienes temporales. Conclúyese, pues, que nuestra solicitud debe dirigirse principalmente a los bienes espirituales, en la esperanza de que también se nos darán las temporales conforme a nuestra necesidad si hacemos lo que es nuestro deber»[111].

Santo Tomás, comentando el mismo pasaje del Evangelio según San Mateo[112] añadirá:

«Si provee a los seres inferiores, proveerá también a nosotros que somos seres superiores por la dignidad de nuestra sustancia (...), por la duración en la existencia (...) y por el fin al cual somos ordenados (...)»[113].

Santo Tomás realiza una llamada a descubrir la dignidad del hombre, llamado al fin sobrenatural. Para alcanzarlo, es necesario dar a los bienes de esta tierra su condición de medio, de instrumento para alcanzarlo.

Hay, en definitiva, una solicitud buena, querida por Dios, y otra mala –desordenada– que impide el avance del hombre hacia el bien. La solicitud honrada es la diligencia del hombre por las cosas propias y ajenas que se opone a la negligencia en los asuntos temporales[114].

4.       El doble sujeto de la generosidad: el apetito intelectual y el sensitivo

La doctrina tomista sobre el sujeto de la virtud puede resumirse diciendo que las virtudes tienen por sujeto propio las potencias del alma[115]. Y en el caso concreto de las virtudes morales, el Aquinate afirma que «la virtud moral esencialmente se halla en el apetito»[116].

Una virtud no puede residir, según Santo Tomás, más que en una potencia a la vez. Sin embargo, es posible que la misma operación virtuosa sea fruto del concurso de diversas facultades, por lo cual agrega el doctor Angélico que la misma virtud puede pertenecer a varias potencias con un cierto orden[117].

La virtud de la generosidad es aquella que regula el uso de los bienes materiales. Y el usar de un objeto, según Aristóteles, es «disponer de una cosa al arbitrio de la voluntad»[118].

«El uso corresponde primera y principalmente a la voluntad como su primer motor, a la razón como facultad dirigente y a las demás potencias como ejecutoras, ya que éstas se relacionan con la voluntad, que las aplica a la acción, como el instrumento con la causa principal»[119].

De lo anterior se deduce que la virtud de la generosidad tiene por sujeto principal la voluntad.

En la voluntad, no se dan virtudes que tienden al bien propio y proporcionado, sino virtudes que ordenan el afecto del hombre a Dios y al prójimo. A este grupo no pertenecen la templanza y la fortaleza, que tendrán por sujeto exclusivamente al apetito sensitivo. En cambio sí pueden ser contadas entre las virtudes que tienen por sujeto la voluntad: la caridad, la justicia y todas sus virtudes potenciales –entre ellas la generosidad–, pues se refieren al bien del prójimo[120].

Pero la generosidad, al regular el uso de los bienes materiales, debe regular también todos los afectos y las pasiones hacia ellos, que en el hombre son voluntarios y libres y han de producirse según el orden de la razón. Dichos movimientos son propios del apetito sensitivo en su doble tendencia irascible y concupiscible, que es también principio de las acciones humanas. De aquí que también el apetito sensible debe ser sujeto de las virtudes propias de la moderación, como es el caso de la generosidad[121].

Nos estamos introduciendo así en un tema que Santo Tomás hereda y perfecciona de la escuela aristotélica: el concurso de varias potencias en la actividad virtuosa. Para la realización del acto virtuoso, no basta que la voluntad se halle dispuesta para mover al bien. La potencia movida, que es el apetito sensitivo, debe estar bien dispuesta para recibir la moción de la causa principal. Por lo tanto, debe recibir en sí las virtudes referentes a la moderación de las pasiones.[122]

La generosidad, por regular el uso de los bienes exteriores, exige el concurso de la voluntad. Pero el modo en que lleva a cabo esa regulación es mediante la moderación de las pasiones interiores, de forma tal que quien dispone de riquezas mantenga su afecto libre y desapegado de los bienes materiales que usa.

5.       La materia de la generosidad

La materia constituye el fundamento primero de la multiplicación de las virtudes morales. En un primer momento se distinguen aquellas que tienen por materia las pasiones de otras cuya materia son las operaciones[123].

La generosidad, dispone al hombre para que use convenientemente y con moderación de las riquezas de dos modos: según la materia próxima, actuando sobre las pasiones del apetito concupiscible siguiendo el dictamen de la recta razón iluminada por la fe; y según la materia remota, guiando el uso de las riquezas que se poseen[124].

La definición de generosidad de Aristóteles, y que Santo Tomás hace suya –«el uso moderado de las riquezas»[125]–, pone en juego ambos elementos: la moderación –que hace referencia al dominio sobre el apetito concupiscible– y el uso de riquezas, que señala la materia remota de la virtud[126]. El Aquinate aclara aún más esta definición cuando en el mismo artículo afirma lo siguiente:

«La generosidad no se debe estimar por la cantidad sino por el afecto con que se da. Ahora bien, las pasiones de amor y de concupiscencia, y por consiguiente las de gozo y de tristeza, son las que disponen el afecto a la generosidad. Por tanto, las pasiones interiores son la materia inmediata de la generosidad, mientras las riquezas son el objeto de las mismas pasiones»[127].

Por otro lado, Santo Tomás adopta la definición aristotélica de las virtudes. En esta definición la virtud de la liberalidad forma parte de las virtudes circa passiones. Esto significa que la única materia posible sobre la cual actúa la virtud de la generosidad serían las pasiones del concupiscible. Sin embargo, sabemos que Santo Tomás en la Secunda Secundae ubica la generosidad entre las potenciales de la justicia y que ésta virtud –como se ha visto ya– se caracteriza por no tener las pasiones como materia sino que su materia está fuera del sujeto que actúa.

¿Cómo solucionar este problema? Una aproximación a la solución es decir que, aunque Santo Tomás acepta la división aristotélica como verdadera y perfecta, su clasificación de las virtudes difiere de la del Estagirita, como deja patente al relacionar la virtud de la generosidad y de la veracidad con la justicia[128].

Otra solución, a mi entender más apropiada, es la que aporta Graf cuando afirma que la liberalidad tiene un doble aspecto virtuoso, que participa a la vez de ambas materias, pues regula aspectos internos y dirige acciones exteriores relativas a otros[129]. Se puede afirmar, fundamentándose en este argumento, que la generosidad tiene una materia próxima: las pasiones del concupiscible, y una materia remota: los bienes materiales.

5.1    La materia próxima: las pasiones del concupiscible

Si, como los estoicos, llamamos «pasión» a los afectos desordenados, no sería posible asociar el concepto de pasión al de virtud, que excluye los afectos desordenados. Si por el contrario definimos el concepto pasión como todo movimiento del apetito sensitivo, es lógico que todas las virtudes morales, que tienen por materia las pasiones, han de darse con ellas[130].

Las operaciones propias del hombre no son actividades puras del espíritu, como la actuación angélica, sino que en ella toman parte las pasiones sensibles y los miembros del cuerpo[131].

Los bienes materiales, como se desarrollará más adelante al abordar la materia remota, son bienes útiles y por consiguiente objeto del apetito concupiscible, que busca el bien en cuanto deleitable para el hombre. Por tanto, la generosidad, al regular el uso de los bienes materiales, debe moderar también las pasiones del concupiscible. El amor, el deseo y el gozo de las cosas exteriores constituyen, por lo tanto, la materia próxima de la virtud de la generosidad[132].

La dinámica de las pasiones, según Aristóteles, tiene un desarrollo circular. El objeto apetecible, en este caso las riquezas, mueve al apetito imprimiéndose en cierto modo en la intención de este de tal forma que el apetito tiende a la consecución de dicho bien. El apetito, en un primer momento, se complace en lo apetecible. A esta inmutación del sujeto la llama Santo Tomás «amor». Como consecuencia de la complacencia, surge el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo, y por último la quietud por el bien obtenido, que es el gozo[133].

El amor del hombre por los bienes es tan natural como el amor a uno mismo[134]. Porque las riquezas constituyen un medio por el que el hombre conserva la propia vida y se asegura su desarrollo. El amor a uno mismo se prolonga necesariamente en el amor a las riquezas. Sería ridículo dispensarlo o pretender disminuirlo porque el desarrollo humano no se realiza si no es a través de la adquisición y uso de los bienes materiales.

Este amor se presenta desde un primer momento como un fenómeno absorbente para el hombre debido a que es una tendencia ordenada a completar y a mantener en la existencia la naturaleza humana. Dichas tendencias –dirigidas a la conservación del ser– tienen siempre una fuerte carga de tensión porque son tendencias primordiales que están en la base del ser y del actuar[135].

Las pasiones del hombre constituyen una fuente de energía que impulsa constantemente al hombre en la búsqueda de la felicidad. Su acción es tan íntima, que incluso inconscientemente están guiadas por la consecución de ese fin[136]. Una condición para alcanzarlo es que el hombre debe mantener un nivel suficiente de bienestar material y espiritual, para el cual es necesario un determinado estándar de bienes materiales. Por este motivo afirma Santo Tomás:

«La generosidad no consiste en dar con tal largueza, que no se reserve para la sustentación propia –material y espiritual–, por la que se consigue la felicidad»[137].

La dificultad está como siempre en la determinación del punto medio virtuoso en que se distinga con precisión la riqueza y la felicidad como medio y fin respectivamente. Cuando el amor y el deseo hacia las riquezas posean una intensidad desordenada, poniéndolas como fin en sí mismas y no como medios, se corre el riesgo de encandilarse con la imagen de suficiencia que todo lo alcanza, propio de los bienes materiales.

«Las riquezas son útiles para poseer toda cosa sensible, y por esto contienen virtualmente en sí todas las cosas; por este motivo tienen una cierta semejanza con la felicidad»[138].

Cuando las pasiones son una verdadera ayuda a la voluntad y la solicitud por las riquezas surge de la verdadera prudencia, y si a su vez ambas están ordenadas por la medida de la recta razón iluminada por la fe, las potencias humanas verán facilitado su actuar libre. Se quitarán obstáculos en su lucha por la consecución del verdadero bien del hombre.

«De aquí que para algunos que usan de ellas para la virtud sea bueno poseer riquezas, mientras que para otros que por ellas se apartan de la virtud, ya por demasiada solicitud, ya por demasiado apego a ellas o por la distracción de la mente que de ellas proviene, es malo el poseerlas»[139].

El reconocer las pasiones como materia próxima de la virtud de la generosidad es otro aspecto que la diferencia de la justicia, pues ella no versa sobre las pasiones. Santo Tomás lo demuestra con dos argumentos:

«El sujeto mismo de la justicia es la voluntad, cuyo movimiento y cuyos actos no son las pasiones, pues sólo se llaman pasiones los movimientos del apetito sensitivo. (...) En segundo lugar, por parte de la materia, porque la justicia tiene por objeto las cosas que se refieren a otro. Sin embargo, no son las pasiones interiores las que nos ordenan a otro de forma inmediata»[140].

5.2    La materia remota: los bienes materiales

«El dinero es la materia propia de la liberalidad»[141]. Esta sencilla aseveración es importante a la hora de delimitar qué acciones pertenecen al campo de la liberalidad porque, como dice el Aquinate, toda virtud está en perfecta conformidad con su objeto y, por consiguiente, el acto de la generosidad debe ser según el dinero exige que sea[142].

Ahora bien, la riqueza pertenece a la categoría de los bienes útiles, es decir, de los que el hombre usa. «Usar implica la aplicación de una cosa a otra y lo que así se aplica tiene carácter de medio»[143].

Que el acto generoso reciba su medida de su objeto –el dinero– implica, por tanto, que existirá la virtud sólo si se usa de las riquezas como medio y no como fin último. Así lo exige la naturaleza del bien útil.

Se deduce de lo antedicho que la virtud de la generosidad impone un orden en la jerarquía de bienes exteriores del hombre, recordándole en su actuar cotidiano cuál es el último fin y cómo usar correctamente de los medios para alcanzarlo. Por este motivo Santo Tomás define al avaro como aquella persona que tiene como fin el dinero, su posesión o su uso[144].

Los bienes materiales son en sí bienes ínfimos en la jerarquía de bienes, por debajo incluso de los bienes corpóreos del hombre y sólo adquieren preponderancia cuando ocupan un puesto ordenado por el bien pretendido[145].

En este sentido, la generosidad es inferior a la templanza, que modera la concupiscencia y placeres del cuerpo, y también inferior a la fortaleza y la justicia, que se ordenan de alguna manera al bien común.

Sin embargo, el hombre que no está apegado al dinero, fácilmente lo utiliza para sus necesidades, para las del prójimo y para el culto a Dios. Por esta universalidad de buenas obras tiene la liberalidad cierta excelencia[146].

6.       El acto propio de la virtud de la generosidad: el uso del dinero

6.1    Conservación, aumento y distribución de bienes

La propiedad privada es considerada por Santo Tomás como un derecho natural del hombre y lleva implícita una carga de responsabilidad en el dominio de dichos bienes. La responsabilidad se concreta en el correcto uso, es decir en su adecuada administración que incluye tanto la generación como la conservación y la distribución de las riquezas poseídas.

Santo Tomás se propone dar una jerarquía a estas distintas tareas relacionadas con el uso de los bienes:

«La generosidad tiene por función el uso del dinero. Este uso consiste en su distribución, porque la adquisición del dinero es más bien producción que uso, y el guardarlo, como disposición para su uso, se asemeja más al hábito»[147].

El dar es para nuestro autor el acto propio de la generosidad. Santo Tomás subraya esta idea cuando afirma que «al liberal compete excederse con vehemencia en la donación, no ciertamente fuera de la recta razón, sino que, como en él la dación aventaja a la retención, deja menos para sí que lo que da a otros. Con poco se queda satisfecho»[148].

Se deduce de lo anterior que el hombre generoso se goza en el dar, pues es consciente del bien que se hace a sí y a los demás con el uso generoso de sus bienes. Es por tanto la alegría en la donación un signo exterior del desprendimiento interior: «La persona generosa da deleitablemente o al menos sin tristeza»[149], y el motivo lo explica Santo Tomás de la siguiente forma:

«El que da con tristeza no es generoso, pues si se entristeciera en el dar parece que preferiría más el dinero que el acto virtuoso de una honesta donación, lo cual no concierne al hombre generoso»[150].

Cabe aclarar, para tener siempre presente la distinción de la generosidad con respecto a otras virtudes, que el hombre liberal da de lo suyo y sólo en la medida en que está desprendido de sus propiedades. El hombre justo, en cambio, da de lo que es de otro y en la medida que está obligado por la ley exterior[151].

Pero este énfasis en la donación no puede ni debe descuidar la producción de la riqueza. La generación u obtención de bienes constituye un medio necesario para realizar la acción propia de la generosidad: el dar. Es frecuentemente citado, al hablar de este tema, el paralelismo que Santo Tomás hace entre el acto generoso y el guerrero:

«cuya bravura no consiste sólo en blandir diestramente la espada contra el enemigo, sino también tenerla afilada y bien conservada en la vaina. Así también la persona generosa debe hacer buen uso del dinero, y además aumentarlo y guardarlo para su uso apto»[152].

El argumento es sencillo y contundente: para dar hay que producir. Es una idea que no puede ser dejada de lado si, al igual que Santo Tomás, se pretende tener una visión completa de lo que realmente es la virtud de la generosidad.

6.2    Necesidad del uso de los bienes materiales para la virtud

La perfección del hombre consiste en la caridad, porque con ella nos unimos a Dios[153]. Esta realidad todo lo abarca, también las acciones humanas que tienen por objeto los bienes materiales, porque pueden ser medio para demostrar y hacer presente la caridad entre los hombres. Por tanto el uso de los bienes materiales puede ser objeto de actos meritorios que lleven al hombre a la bienaventuranza[154]. «Por eso dice Aristóteles que el hombre generoso cuida su fortuna para poder ser útil a otros con ella»[155]. La virtud teologal de la caridad interviene en la regulación del uso de los bienes materiales que no es campo exclusivo de las virtudes morales humanas o infusas[156].

Toda la doctrina tomista está impregnada de la visión aristotélica que admite la función instrumental de las riquezas en la vida virtuosa[157].

«Las riquezas exteriores son necesarias, sin duda alguna, para el bien de la virtud, en cuanto que por ellas sustentamos el cuerpo y socorremos a los demás»[158].

Junto con la obtención del dominio sobre el apetito concupiscible, acorde con la recta razón, el hombre obtiene la libertad necesaria para el manejo generoso y desapegado de los bienes. Se puede inferir, por consiguiente, que el uso de los bienes materiales –en la medida en que facilitan el trabajo de las virtudes y la obtención de la vida eterna– puede constituir una acción meritoria.

«Si los bienes temporales se consideran en cuanto útiles para obras virtuosas, por las cuales nos encaminamos a la vida eterna, entonces caen directa y absolutamente bajo mérito, como el aumento de la gracia y todas aquellas cosas de las que el hombre se sirve para llegar a la vida eterna después de la gracia inicial»[159].

Los bienes rectamente usados, según el doctor Angélico, adquieren cierto valor absoluto. Esto lo sustenta apoyado en la doctrina de la Sagrada Escritura con la siguiente frase:

 «Dios da a los justos tantos bienes y males cuantos les convenga para llegar a la vida eterna y en este sentido esas cosas temporales son bienes absolutos. Por eso dice en el salmo: “los que temen al Señor no les serán disminuidos sus bienes”(Ps. 33,11) y en otro: “no vi al justo abandonado” (Ps. 36,25)»[160].

6.3    El uso de los bienes como servicio

El derecho a la propiedad privada es reconocido por Santo Tomás como un derecho natural del hombre –aunque no constituye un derecho absoluto–. Continua así la tradicional doctrina de la Iglesia, presente ya desde el período patrístico[161]. Esta tradición considera la posesión de bienes como un derecho natural del hombre y la fundamenta en la necesidad de riquezas para la sustentación propia y familiar y por el bien social que con los bienes materiales se puede realizar[162].

El propietario cristiano –consciente de que es Dios quien le ha confiado sus bienes– tiene una función «ministerial» que cumplir frente a sus semejantes. Junto con los bienes adquiere también la responsabilidad de hacerlos producir para que los beneficios obtenidos sirvan a mejorar el nivel de vida de los más necesitados. Esta tarea es una participación libre y responsable del propietario en los planes previstos por Dios para los hombres[163].

El rico debe considerarse a sí mismo como un siervo al servicio de la «casa del Señor», encargado de la administración y cuidado de sus bienes, con capacidad de disponer de ellos según su personal parecer. Pero no debe perder de vista los objetivos previstos por Dios para dichos bienes: disponer de ellos para los que viven en necesidad, teniendo siempre el primario derecho de su propia subsistencia.

Surge en consecuencia una misión social impresa por el mismo Creador en los bienes otorgados al hombre para ser administrados. Es el destino universal de los bienes. A partir de esta doctrina, Santo Tomás deduce la siguiente idea:

 «Dios tiene el dominio principal de todas las cosas y El ha ordenado, según su providencia, ciertas cosas para el sostenimiento corporal del hombre. Por esto el hombre tiene el dominio natural de esas cosas en cuanto al poder usar de ellas»[164].

Pero «se puede distinguir un doble uso del dinero: uno para sustentación y gastos propios; otro el uso altruista, cuando se destina para darlo a otros»[165].

El hombre que dispone de bienes debe usar de ellos con magnanimidad, emprendiendo grandes empresas que lo dignifican a él y a los demás, porque la magnanimidad hace que «tienda a obras perfectas de virtud»[166]. Las grandes empresas implican riesgos, y por tanto, requieren valor y fortaleza. Por eso es necesario también que el emprendedor sea humilde, consciente de sus limitaciones y flaquezas para acometer iniciativas que lo superan. Sin embargo, esas limitaciones no frenarán al hombre humilde pues obtendrá el valor y la fortaleza necesarios para saber descubrir, detrás de sus bienes, un querer expreso de Dios, una oportunidad de servicio a los demás a quienes considerará como superiores[167].

Santo Tomás hace una acotación interesante en este discurso: considera que le será más difícil comprender esta función social de la propiedad a quien ha forjado su propia riqueza con el esfuerzo personal de su trabajo y advierte de un posible riesgo de apego por valorar demasiado la propia riqueza. La causa de dicho apego se explica por tener experiencia previa de la necesidad, que favorece a su vez el temor de perderla[168].

7.       La generosidad sobrenatural

Antes de comenzar este apartado, recordemos los pasos dados hasta el momento en el estudio de la naturaleza de la generosidad. En primer lugar se ha visto cómo Santo Tomás trata a la generosidad como una virtud moral, más concretamente; como una de las virtudes potenciales de la justicia. En el segundo paso del proceso de estudio de la naturaleza de la virtud, hemos analizado los elementos distintivos de la generosidad, es decir, su materia, el sujeto y su acto propio.

Una vez finalizadas estas dos etapas, nuestro estudio se apartará de la virtud humana de la generosidad para centrarse en la frase de Santo Tomás que afirma: «Dios es máximamente generoso»[169]. Estudiaremos, por tanto, a continuación, el aspecto sobrenatural de la generosidad, es decir, el modo en que esta virtud puede estar presente en la esencia divina, y su efusión en el hombre por medio de la gracia. Para ello recorreremos brevemente el camino que sigue Santo Tomás para demostrar «cómo hay virtudes en Dios»[170]. Una vez desarrolladas las ideas de la existencia de virtudes en Dios –y más concretamente de la liberalidad– se determinarán algunas consecuencias que esto tiene para el hombre.

Este análisis brindará argumentos para fundamentar la trascendencia de la virtud de la generosidad en la vida moral humana, porque la virtud –desde este enfoque– deja de ser solamente hábito humano para convertirse en medio de identificación con Cristo, de divinización.

7.1    La generosidad en Dios

El tema de la existencia de virtudes en Dios podría ser objeto de un extenso estudio. Sin embargo, teniendo en cuenta que el objetivo perseguido consiste en enmarcar la doctrina tomista sobre la generosidad en Dios, ofrecemos un simple esbozo del pensamiento tomista sobre este tema.

Es digno de recalcar el paralelismo existente entre la Summa Theologiae y la Summa ContraGentiles a la hora de abordar el estudio de la existencia de virtudes en Dios. La forma en que Santo Tomás presenta el tema en ambas obras puede aportar datos sobre el esquema general presente en el pensamiento tomista que faciliten la contextualización del objeto de este estudio.

En el primer libro de la Summa Contra Gentiles, después de demostrar la existencia de los atributos de Dios, Santo Tomás se detiene en el análisis de la inteligencia y la voluntad divina (c. 44-48). Posteriormente, analiza el «carácter moral de Dios»[171]. En este apartado, Santo Tomás demuestra la existencia de gozo, de delectación y de virtudes en Dios (cc. 89-96). Una vez acabado el estudio de las virtudes divinas, analiza la existencia divina considerada como vida (cc. 97-102). Por último, Santo Tomas estudia la creación y la Divina Providencia –que corresponden a los libros 2 y 3 de la S. C. G. respectivamente–.

En la prima pars de la Summa Theologiae, el Aquinate realiza un tratamiento similar del tema: comienza con el estudio de la ciencia de Dios –su inteligencia– (q. 14 y ss.), pasa luego la análisis de la vida de Dios (q. 18 y ss.) y, a partir de aquí, desarrolla el tema de la voluntad divina (q. 19), dentro de la cual incluye el estudio del amor de Dios (q. 20) y las virtudes (q. 21). Su tratado sobre la creación vendrá después de la reflexión sobre el la Santísima Trinidad que, por supuesto, no está presente en la Summa Contra Gentiles.

Este esquema seguido por Santo Tomás está orientado, en primer lugar, a explicar la perfección del conocimiento y la voluntad de Dios y, por otra parte, a sustentar la demostración de la existencia en Él de virtudes. Por este motivo, al comenzar el capítulo 92 del libro primero de la S. C. G., en donde se explica cómo es posible que existan virtudes en Dios, Santo Tomás, antes de entrar en el tema, hace referencia a los capítulos anteriores, donde ya ha demostrado la perfección de la inteligencia y de la voluntad divinas, y enseña:

«Consecutivo a lo dicho es demostrar cómo puede haber virtudes en Dios. Pues es preciso que, como su ser es absolutamente perfecto, al abarcar en sí en cierto modo las perfecciones de todos los seres, así también su bondad abarque en sí de alguna manera la bondad de todos ellos. Mas la virtud es una cierta bondad para el virtuoso, pues por razón de ella se llama bueno a él y a su obra. Luego, es preciso que la bondad divina encierre a su modo todas las virtudes»[172].

Como se desprende de este texto, la esencial bondad divina será el punto de partida para demostrar la existencia de virtudes en Dios. Sin embargo, Santo Tomás deja claro desde el primer momento que la afirmación sobre la existencia de virtudes en Dios no puede entenderse a modo humano. Por este motivo, comienza su proceso de asignación de virtudes en Dios a partir del hombre –hecho a su imagen y semejanza–, pero inmediatamente se distancia del concepto humano de virtud eliminando todo lo imperfecto o limitado que haya en él, para así poder atribuirlo a quien es origen de todo lo creado. Por este motivo el Aquinate continúa diciendo:

«Ninguna de ellas [es decir, ninguna de las virtudes] se encuentra en Dios como hábito, como ocurre en nosotros. Pues Dios no es bueno por algo añadido, sino por su esencia, debido a que es absolutamente simple. Y tampoco obra por algo añadido a su esencia, por ser su acción, como se ha probado, su mismo ser. Luego su virtud no es hábito, sino su esencia»[173].

Dicho con otras palabras, lo que Santo Tomás enseña en este párrafo es que Dios no tiene la virtud de la generosidad, sino que Dios es la Generosidad misma. A Dios no se le puede aplicar el concepto virtud a modo humano, como un hábito, sino como un atributo de su misma esencia.

En la S. C. G. Santo Tomás fundamenta el tema con maestría y hondura filosófica y lo hace centrándose en dos líneas básicas de argumentación: a partir la naturaleza del hábito y de las virtudes de la vida activa del hombre[174].

Con respecto al hábito, señala, en primer lugar, que por ser un acto imperfecto, es decir, un cierto medio entre la potencia y el acto, no puede darse en Dios, que es acto perfectísimo[175].

En el segundo lugar, advierte que la función de los hábitos consiste en perfeccionar una potencia, pero como en Dios no hay nada potencial, no pueden darse en Él los hábitos. Por último, indica que el hábito pertenece a la categoría de accidente, el cual es absolutamente ajeno a Dios[176].

De esta forma, Santo Tomás concluye su argumentación a partir de los hábitos afirmando que «no se puede atribuir a Dios virtud alguna como hábito, sino sólo esencialmente»[177].

Comienza, a continuación, su argumentación basada en las virtudes de la vida activa y lo hace diciendo: «las virtudes que pertenecen a la vida activa, en cuanto que a ésta perfeccionan, no pueden convenir a Dios»[178]. El motivo expuesto por Santo Tomás es que la vida activa del hombre implica el uso de los bienes corporales y la vida en sociedad –el trato social–, y tanto el uno como la otra no pueden convenir a Dios. En consecuencia, tampoco las virtudes que rigen la vida activa pueden aplicarse a Él.

Al desarrollar el argumento anterior, el doctor Angélico explica cómo muchas de las virtudes de la vida activa tienen por objeto las pasiones. Por ejemplo, la templanza, que tiene por objeto la concupiscencia, o la fortaleza, que regula el temor y la audacia. Pero, como ya ha demostrado anteriormente, no pueden existir pasiones en Dios, y por consiguiente tampoco pueden existir en Él las virtudes que las regulan[179].

«De entre las virtudes, unas tienen por objeto las pasiones, como la templanza, que se refiere a las concupiscencias; la fortaleza, a los temores y audacias; la mansedumbre, a la ira. Estas virtudes no se pueden atribuir a Dios más que en sentido metafórico, porque, según hemos dicho, ni en Dios hay pasiones, ni siquiera apetito sensitivo, que es el sujeto de la pasión»[180].

Se ha definido así el preámbulo necesario para entrar de lleno en el tema de la generosidad en Dios. Con este fin presentamos este texto de Santo Tomás que abre las puertas al estudio de la generosidad en Dios:

«En cambio, otras virtudes morales tienen por materia a las operaciones, como la justicia, la liberalidad y la magnificencia, que regulan el dar y gastar. Estas no están en la parte sensitiva, sino en la voluntad, por lo cual no hay inconveniente en atribuirlas a Dios, aunque no en cuanto regulan acciones civiles, sino las propias acciones de Dios, pues como dice el Filósofo, sería ridículo alabar a Dios por sus virtudes políticas»[181].

Al iniciar el capítulo 92 del libro primero de la S. C. G., Santo Tomás hace notar que entre las virtudes que caracterizan la vida activa, no sólo se encuentran aquellas que regulan las pasiones, sino también las que tienen por materia las acciones, y dedica el entero capítulo al estudio de la posibilidad de atribuir a Dios las virtudes que regulan las acciones.

Comienza Santo Tomás por subrayar distintos puntos importantes de su enseñanza: «las virtudes se especifican por el objeto o la materia. Las acciones que son objeto o materia de estas virtudes, no repugnan a la perfección divina, y por tanto, tampoco estas virtudes, por motivo de su propia especie, tienen algún motivo por el cual deban ser excluidas de la perfección divina»[182].

Efectivamente, se trata en este apartado de la generosidad, es decir de una virtud que regula acciones no relacionadas directamente con las pasiones, sino con la voluntad y en el entendimiento; y como en Dios están presentes la inteligencia y la voluntad, estas virtudes no pueden faltar en el ser perfecto por antonomasia. Así lo afirma Santo Tomás:

«Estas virtudes son ciertas perfecciones de la voluntad y del entendimiento, puesto que son principios de operación sin pasión. Pero en Dios están el entendimiento y la voluntad. Luego, ellas no pueden faltar en Dios»[183].

En consecuencia, se puede afirmar que la generosidad –al igual que la justicia, la verdad, la magnificencia, la prudencia y el arte–, por tener como materia una acción, pueden predicarse de Dios.

Sin embargo, no es inútil recalcar que no se puede afirmar de un mismo modo la existencia de la generosidad según se trate de Dios o del hombre. Por ejemplo, no se puede atribuir a Dios ningún acto que implique imperfección o limitación en la virtud[184], ni tampoco aquellas virtudes relacionadas con acciones de los súbditos para con sus superiores, como la obediencia, la latría, etc.

Insiste Santo Tomás en este argumento con el fin de enseñar que estas virtudes relacionadas con las acciones propias de la vida activa se concretan y se especifican en acciones puramente humanas. Sólo brindando una extensión más universal y libre de cualquier limitación o defecto, estas virtudes se podrán aplicar adecuadamente a Dios. Santo Tomás pone un ejemplo:

«Así como el hombre es distribuidor de las cosas humanas, por ejemplo del dinero o del honor, así también Dios lo es de todo lo que hay de bueno en el universo, (...) como la justicia del hombre que se refiere a la ciudad o a la casa, así la justicia de Dios al universo entero»[185].

Es posible, a partir de este punto, ahondar en la doctrina tomista sobre la generosidad divina preguntándonos: ¿cómo es el «dar» de Dios? Se podría comenzar con el estudio del fin que Dios persigue al realizar esta acción, es decir, analizando si las acciones de Dios le aportan algún beneficio o mejora personal. Por supuesto, la respuesta que Santo Tomás aporta es negativa:

«Nada distinto de Dios puede ser fin suyo. En cambio, Él mismo es el fin respecto a todo lo que por Él ha sido creado, y lo es por esencia, puesto que por su esencia es bueno y el fin tiene razón de bien»[186].

La razón principal que imposibilita que Dios actúe por un fin distinto de sí mismo estriba en que la voluntad y el querer de Dios se identifican con su ser[187], y por eso, el objeto primario especificativo y fundamental de la voluntad de Dios es su misma bondad infinita, que se identifica con su ser. Por este motivo, no cabe en Dios apetito en el sentido de inclinación, tendencia o deseo de un bien que aún no se posee, sino sólo en sentido de amor, gozo o delectación del bien poseído[188].

¿Se puede concluir entonces que Dios, por ser la suma bondad, sólo se puede querer a sí mismo? Concluir esto implicaría precipitarse, ya que en el artículo siguiente Santo Tomás explica que, justamente por ser Dios la bondad misma y por ser el bien en sí difusivo[189], pertenece a la esencia divina comunicar su bien a los demás en cuanto le es posible:

«Por eso dicen algunos, y con razón, que “el bien, en cuanto tal, es difusivo” (Dionisio, De div. nom., c. 4); porque cuanto mejor es una cosa, tanto más hace llegar su bondad a lo más remoto»[190].

Existe, por tanto, en Dios un interés de comunicar sus dones, de transmitir su propia bondad, de dar sus bienes[191]. Pero este interés divino en dar, en comunicar su bien, no aporta nada a Dios, porque lo hace buscándose a sí mismo como fin. Por eso, cuando ama a otra criatura distinta de sí, está amando el bien que de Él ha recibido y el fin al cual esa criatura está ordenada, es decir, «se ama a sí mismo en las criaturas, o lo que es lo mismo, ama a las criaturas en orden a sí mismo, que es amarlas como medio y no como fin»[192].

«Por consiguiente, Dios se quiere a sí mismo y a las demás cosas, pero a sí mismo como fin, y las demás en cuanto ordenadas a ese fin, por cuanto que son dignas de la bondad divina y que de ella participan»[193].

Santo Tomás explica la misma idea al estudiar a Dios como causa final de toda la creación. El enfoque facilita y clarifica el entendimiento de la idea que se pretende transmitir:

«Al primer agente (...) no puede convenirle el obrar por la adquisición de algún fin, sino que únicamente intenta comunicar su perfección, que es su bondad. Por el contrario, todas las criaturas intentan conseguir su perfección, que consiste en una semejanza de la perfección y bondad divinas. Así, pues, la bondad divina es el fin de todas las cosas»[194].

A modo de conclusión, se puede afirmar que Dios nunca actúa con el fin de satisfacer una necesidad o de alcanzar un fin distinto que sí mismo, porque nada necesita y nada le reporta un beneficio que no posea ya, porque Él es el sumo bien. Esto contrasta con la acción humana que implica siempre la consecución de un fin que satisfaga una necesidad, solucione un problema o brinde un beneficio. En esta diferencia se comprueba la característica propia y principal de la generosidad divina, que dona todo su ser a los demás no buscando ninguna utilidad, sino por la simple y pura razón de su bondad.

«El obrar a impulsos de alguna indigencia es exclusivo de agentes imperfectos, capaces de obrar y de recibir. Pero esto está excluido de Dios, el cual es la generosidad misma, puesto que nada hace por su utilidad, sino todo sólo por su bondad»[195].

La generosidad en Dios radica en su pura bondad desinteresada, y por consiguiente, el concepto de generosidad se aproxima, desde el punto de vista divino, a la caridad. Esta constatación resalta la importancia y trascendencia de la generosidad para la vida del hombre. Dios desea compartir su bondad con sus criaturas no porque con ello pueda obtener algún beneficio para sí, sino porque donarse le conviene a Dios por ser causa de toda bondad.

La siguiente cita de Santo Tomás puede resultar un buen resumen del apartado, pues queda claro en ella que Dios no recibe ningún beneficio de sus acciones, y que, por tanto, no obra por otro fin distinto de sí mismo. A su vez, el texto explica con maestría el origen de la donación de Dios en su bondad desinteresada, que lo constituye en el ser generoso por excelencia.

«El fin último por el que Dios quiere todas las cosas, en modo alguno depende de lo que se ordena al fin, ni en cuanto al ser ni en cuanto a perfección alguna. Por lo que la razón de comunicar su bondad a otro no es el que le venga de aquí algún aumento, sino que la misma comunicación le conviene por ser Él la fuente de toda bondad. Ahora bien, el dar, no por algún beneficio esperado para sí de la donación, sino por la misma bondad y conveniencia de ésta, es acto de generosidad, como consta por el Filósofo en el libro IV de la Sententia LibriEthicorum. Dios, por tanto, es generoso en grado máximo, y como dice Avicena, “se puede decir que propiamente sólo Él es generoso”, en cambio, todos los otros agentes distintos a Él, adquieren con sus acciones otros bienes, que constituyen el fin que los mueve»[196].

Es interesante recalcar una consecuencia lógica de atribuir generosidad a Dios: el concepto se enriquece y se libera del campo exclusivo de las riquezas y bienes materiales recalcado por Santo Tomás en la cuestión 117 de la Secunda Secundae de la Summa Theologiae. Se convierte, desde este punto de vista, en un concepto que se relaciona estrechamente con la misericordia y la bondad de Dios que se brinda a los hombres otorgadores su propia vida divina de forma gratuita y desinteresada.

«Otorgar perfecciones a las criaturas pertenece, a la vez, a la bondad divina, a la justicia, a la liberalidad y a la misericordia, aunque por diversos conceptos. La comunicación de perfecciones, considerada en absoluto, pertenece a la bondad (...). Pero en cuanto Dios las concede en proporción de lo que corresponde a cada ser, pertenece a la justicia (...); en cuanto no las otorga para utilidad suya, sino por su sola bondad, pertenece a la liberalidad, y que las perfecciones concedidas sean remedio de defectos, pertenece a la misericordia»[197].

Esto resulta para el hombre el modelo de generosidad a seguir, una generosidad que trasciende ya lo meramente material para convertirse en una donación total de sí mismo. El hombre generoso, por tanto, no será propiamente quien esté desapegado de los bienes materiales y los ponga a disposición de los demás, sino quien viva en una constante disposición de entrega de sí.

También resulta interesante destacar la coherencia del tratamiento del tema por parte de Santo Tomás. No deja de llamar la atención el empeño de nuestro autor por desligar la virtud de la generosidad de la templanza, que se descubre en la cuestión 117, citada en párrafos anteriores. En este apartado de la generosidad en Dios se descubre un argumento que mueve al doctor Angélico a incluir la generosidad entre las virtudes potenciales de la justicia y no entre las relacionadas con la templanza: la imposibilidad de aplicar a Dios ninguna virtud que se relacione directamente con las pasiones, idea que, como se ha visto, el Aquinate repite con insistencia.

7.2    De la generosidad divina a la humana

Analicemos el breve camino recorrido hasta el momento: hemos partido de las virtudes humanas y hemos llegado al atributo divino de la generosidad. Una vez alcanzado este objetivo, Santo Tomás abre las puertas al camino de retorno que llena de trascendencia y valor sobrenatural a todas las virtudes humanas, y de modo especial a la generosidad.

Son dos los argumentos desarrollados con la finalidad de entender cómo influye la constatación hecha por Santo Tomás sobre la generosidad en Dios en el actuar humano concreto: el primero la ejemplaridad que las virtudes divinas representan para los hombres y el segundo, las virtudes infusas, que son la misma vida divina –vida de la gracia– en nosotros.

La ejemplaridad de las virtudes divinas es estudiada por Santo Tomás en el artículo 5 de la cuestión 61 de la Prima Secundae de la Summa. Es un artículo que llama mucho la atención, pues implica un cambio radical en el enfoque del estudio de la virtud que el Aquinate había realizado hasta el momento. En efecto, la estructura del artículo parece olvidar la fuente aristotélica, adoptando la doctrina platónica de virtud y el esquema aportado por Macrobio y Plotino. Por este motivo resulta sorprendente y enriquecedor pues constituye un punto de encuentro entre la doctrina platónica y aristotélica[198].

En este artículo, Santo Tomás aplica a la división aristotélica de las virtudes la clasificación de Macrobio, que contempla distintos grados de virtudes: ejemplares, del alma purificada, purgativas y políticas[199]

«Las virtudes ejemplares –según la definición de Macrobio que adopta Santo Tomás– son las que existen en la mente divina»[200], y constituyen el modelo u objetivo tras el cual deben moverse las virtudes humanas –a las que Macrobio llama virtudes políticas–.

«Como dice San Agustín, “el alma, para dar origen a la virtud, necesita ir en pos de alguna cosa; esta cosa es Dios, y si le seguimos, vivimos bien”. Por consiguiente, el ejemplar de la virtud humana es necesario que preexista en Dios, como preexisten en Él también las razones de todas las cosas. Así la virtud puede ser considerada como originariamente existente en Dios; y en ese sentido hablamos de virtudes ejemplares»[201].

También lo explica en la S.C.G., cuando, aplicando esta doctrina a las virtudes relacionadas con las acciones –entre las que se encuentra la generosidad–, Santo Tomás enseña:

«También las virtudes divinas se dice que son ejemplares de las nuestras, porque los seres concretos y particulares son ciertas semejanzas de los absolutos, como la luz de una candela lo es de la luz del sol»[202].

Por consiguiente, el modelo último de la generosidad humana se encuentra en la generosidad divina y es a Dios a quien el hombre debe mirar a la hora de ajustar su conducta –su obrar– con el deber ser, que lo llevará por caminos de perfección hasta la santidad. El desprendimiento y la actitud constante para comunicar y transmitir todo lo bueno que somos y poseemos no tiene su origen y fundamento en una ley social o mandato impuesto por costumbres humanas, sino en el mismo Dios que nos enseña y nos muestra la verdadera medida de la generosidad.

De esta forma, las virtudes ejemplares definen el modelo del actuar recto para el hombre, que por ser un animal político, debe actualizar estas virtudes divinas de forma acorde con su naturaleza corpórea y espiritual. Por este motivo, Macrobio llama a estas virtudes «Políticas», que se corresponden con las virtudes humanas[203].

Pero Santo Tomás va aún más allá y, comenzando por el mandamiento divino «sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial»[204], argumenta que, entre las virtudes humanas que tienden hacia las virtudes divinas, y éstas, es necesario que existan «ciertas virtudes de los que están en camino y tienden a la semejanza divina»[205]. A estos otros grados de virtudes Macrobio los llama virtudes purgativas y del alma purificada.

No resulta difícil deducir que Santo Tomás, en estos párrafos, está haciendo referencia al proceso del alma en su camino hacia la unión con Dios, es decir a las etapas de perfección de la vida cristiana.

Lo que interesa recalcar es que, en este proceso, Dios aporta, por un lado, el objetivo a alcanzar, que son las virtudes ejemplares que el hombre debe imitar, y por otro, también le brinda las gracias necesarias para que pueda avanzar en esas virtudes hasta sobrenaturalizarlas y así alcanzar ese objetivo que por naturaleza supera la capacidad humana.

Si Dios aportara exclusivamente la ejemplaridad, dejaría a los hombres en una situación de extrema desesperación, porque les estaría mostrando un objetivo que deben obtener pero que al mismo tiempo resulta imposible de alcanzar. El motivo radica en que la virtud humana no puede remontarse por sí sola a los grados de máxima perfección, y para alcanzarlos, es necesaria la acción de la gracia y la presencia de las virtudes infusas[206].

«La virtud que ordena al hombre a un bien que es conforme a la medida de la ley divina y no conforme a la ley humana, no puede ser causada en nosotros por actos humanos, cuyo principio es la razón, sino sólo por la acción divina»[207].

 Este texto pertenece la cuestión de la Summa titulada «De causa virtutum», lo que demuestra que estamos acercándonos al corazón de la doctrina moral tomista. De hecho, aparecen en esta cita los conceptos de «ley divina» y la acción de Dios en el alma que constituyen puntos de apoyo importantes para la doctrina tomista sobre la ley evangélica y que, según S. Pinckaers –junto con su enseñanza sobre las bienaventuranzas y las virtudes teologales–, «es una de las tres grandes cimas que dominan la moral de Santo Tomás y la hacen, de alguna manera, tocar el cielo»[208].

¿Y cómo se aplica esta doctrina a la virtud de la generosidad? La respuesta puede comenzar afirmando que con la gracia del Espíritu Santo recibimos y nos hacemos partícipes de la misma vida divina, que nos hace hijos de Dios. Por consiguiente, al recibir la vida divina, recibimos no solo el ejemplo de sus virtudes, que deben ser imitadas como ejemplares, sino también sus mismas virtudes que, como dones gratuitos, nos impulsan y dirigen hacia el bien.

La generosidad, como hemos visto, puede aplicarse a Dios como un atributo de su esencia, forma parte de ese don de vida divina que el hombre recibe con la acción del Espíritu Santo en el alma.

 En consecuencia, para que el hombre pueda desprenderse de los bienes terrenos de forma tal que pueda disponer de ellos libremente para la consecución de su bien propio y del ajeno, contamos no solamente con la fuerza humana, sino con la inestimable y omnipotente gracia de Dios.

* * *

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Notas

 

[1] CA, 36.

[2] CA, 36; cfr. GS, 35.

[3] Cfr. Juan XXIII, enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 297; GS, 34.

[4] Cfr. GS, 34.

[5] G. Thils, Teología de las realidades terrenas, Buenos Aires 1948, p. 27.

[6] Cfr. Ibidem, p. 28.

[7] Ibidem, p. 32.

[8] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, Madrid 1968, p. 175

[9] Cfr. S.Th., I, q. 22, a. 1, co; I, q. 65, a. 2, co; S.C.G., L. 3, c. 19.

[10] S.Th., I, q. 65, a. 2, co: “Totum universum, cum singulis suis partibus, ordinatur in Deum sicut in finem, inquantum in eis per quandam imitationem divina bonitas repraesentatur ad gloriam Dei, quamvis creaturae rationales speciali quodam modo supra hoc habeant finem Deum, quem attingere possunt sua operatione, cognoscendo et amando». Cfr. In Libros Sententiarum II, d. 1, a. 2, a. 3.

[11] Cfr. S.Th., II-II, q. 76, a. 2, co; I, q. 69, a. 2, arg. 2; I, q. 102, a. 3, arg. 1; Suppl, q. 91;In Libros Sententiarum, IV, d. 48, q. 2, a. 3.

[12] Cfr. S.Th., III, q. 1, a. 6, co; III, q. 5, a. 3, co y ad. 3; III, q. 43, a. 4; III, q. 46, a. 4, ad. 3; S.C.G, II, c. 68; IV, c. 55.

[13] Cfr. S.Th., I-II, q. 5, a. 3.

[14] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona 1988, p. 290.

[15] Cfr. Ibidem.

[16] Ibidem, p. 291.

[17] Para el análisis etimológico nos hemos inspirado principalemente en: S. Segura,Nuevo diccionario etimológico latín-español y de las voces derivadas, Bilbao 2001; Ch. Lewis & Ch. Short, A Latin Dictionary, Oxford 1958 (pero sobre todo hemos consultado la versión en internet: [18] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, co « ... secundum philosophum, in IV ethic., ad liberalem pertinet emissivum esse».

[19] Ibidem: «cum enim aliquis a se emittit, quodammodo illud a sua custodia et dominio liberat, et animum suum ab eius affectu liberum esse ostendit».

[20] Cfr. H. Diels y W. Kranz, FVS (Fragmente der Vorsokratiker), 68 B 282.

[21] Cfr. Platón, La República, III, 402 c.

[22] El tiempo de la cosecha era el momento en que el pueblo ofrecía los dones cultivados a la diosa Annona o diosa de la cosecha y pagaba el impuesto debido al emperador. Los años de buena cosecha los emperadores distribuían los excedentes entre el pueblo, recibiendo dichas donaciones el nombre de Congiaria. Haciendo referencia a estas distribuciones, algunas monedas romanas antiguas eran acuñadas en una cara con la esfinge de Antonia –en referencia a la diosa Annona– y en el reverso con la inscripción Ex liberalitate Ti. Claudi(i) Cae(saris) Aug(usti). Desde el reinado de Adriano, aparece sobre las monedas el nombre de «liberalidad», acompañado de una cifra que indica el número de distribuciones. (Cfr. Enciclopedia Universal Ilustrada, Madrid 1924, voces «Liberalidad» y «Annona»)

[23] Cfr. Cicerón, De Officiis, I, 7, 20; I, 14, 42; II, 15, 52.

[24] Cfr. San Ambrosio, De Officiis, I, c. 28, n. 130.

[25] A partir del emperador Claudio, el término mantendrá el significado de «generosidad propia del emperador» en contraposición a la largitio, que indica la munificencia pública y oficial.

[26] En este sentido lo usa Cicerón cuando afirma: «Los Mamertinos fueron desligados, indultados, perdonados y liberados de todo castigo, molestia y tarea» (Divinatio in Q. Caecilium, In C. Verrem: Orationes, 2, 4, 10 § 23), y en el De Officiis en la frase: «libre de toda perturbación del alma» (I, 20, 67). También Quintiliano de Rodas, en su obraInstituciones Oratoriae, emplea este término, cuando dice: «alma libre de todo vicio» (Instituciones Oratoriae, 12, 1, 4), «libre de la envidia» (Ibidem, 12, 11, 7), «libre del odio» (Ibidem, 5, 11, 37).

[27] Sentido que concuerda, en cierta medida, con el significado, antes mencionado, de Panecio, Cicerón y San Ambrosio.

[28] Cfr. S. Th., II-II, q. 117, a. 6, co.

[29] En este sentido es utilizado por autores clásicos como Cicerón cuando se refiere a una «generosa ac nobilis virgo» (Cicerón, Paradoxa, 3, 1, 20), o al exclamar «O generosam stirpem» (Idem, Brutus, 58, 213). También con este significado lo utiliza Ovidio, cuando afirma: «viderat a veteris generosam sanguine Teucri Iphis Anaxareten, humili de stirpe creatus» (Ovidio, Methamorphoses, 14, 698. Cfr. también Fastos, 2, 199; 1, 591). Otros ejemplos los podemos encontrar en Virgilio (Cfr. Virgilio, Aeneides, 10,141) y Horacio (Cfr. Horacio, Satiras, 1, 6, 2). Esta acepción del término, en estos autores clásicos, se aplica también a plantas y animales, como los demuestran autores como Virgilio, Plinio y Horacio (Cfr. Virgilio, Aeneides, 10, 174; Plinio, Epistulae, 11, 40, 95, § 233; Horacio, Epistualae, 1, 15, 18).

[30] Ermanno Ancilli, Diccionario..., voz «generosidad».

[31] Cfr. ibidem.

[32] Cfr. Catena Aurea in Lucam, c. 3, lec. 3; S.Th., III, q. 5, a. 3, co y Catena Aurea in Matthaeum, c. 12, lec. 10.

[33] Ibidem, p. 163.

[34] S.Th., II-II q. 58, a. 1: «...iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum unicuique tribuens».

[35] S.Th., II-II q. 58, a. 1, co: «Iustitia est habitus secundum quem aliquis dicitur operativus secundum electionem iusti».

[36] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 1, co.

[37] S.Th., II-II q. 58, a. 1, co: «Iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit».

[38] Cfr. J. Pieper , Las virtudes fundamentales, Madrid 1990, p. 113.

[39] S.Th., II-II q. 58, a. 3, co: «... ex iustitia praecipue viri boni nominantur. Unde, sicut ibidem dicit, in ea virtutis splendor est maximus».

[40] Cfr. S. C. G., III, c. 24.

[41] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. V, lec. 2, n. 643.

[42] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 12, co.

[43] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 4, co.

[44] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 4, ad 2.

[45] J. Pieper, Las virtudes..., p. 116.

[46] Cfr. S.Th., II-II q. 124, a. 1, co.

[47] Cfr. S.Th., II-II q. 123, a. 12, co.

[48] S. C. G., II, c. 28: «Cum iustitiae actus sit reddere unicuique quod suum est, actum iustitiae praecedit actus quo aliquid alicuius suum efficitur».

[49] Cfr. S. C. G., II, c. 28.

[50] S.Th., II-II q. 57, a. 1, co: «Unde manifestum est quod ius est obiectum iustitiae».

[51] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 90.

[52] Ibidem, p. 91.

[53] S.Th., II-II q. 57, a. 2, co: «Dupliciter autem potest alicui homini aliquid esse adaequatum. Uno quidem modo, ex ipsa natura rei (...) et hoc vocatur ius naturale. Alio modo aliquid est adaequatum vel commensuratum alteri ex condicto, sive ex communi placito (...) et hoc dicitur ius positivum».

[54] S.Th., II-II q. 57, a. 2, ad 2: «Si aliquid de se repugnantiam habeat ad ius naturale, non potest voluntate humana fieri iustum».

[55] J. Pieper , Las virtudes ..., p. 94.

[56] Cfr. S.Th., II-II q. 102, a. 2, ad 2

[57] S.Th., II-II q. 57, a. 1, co: «Iustitiae proprium est inter alias virtutes ut ordinet hominem in his quae sunt ad alterum (...) Aliae autem virtutes perficiunt hominem solum in his quae ei conveniunt secundum seipsum».

[58] Cfr. S.Th., II-II q. 57, a. 1, co.

[59] S.Th., II-II q. 58, a. 2, co: «Cum nomen iustitiae aequalitatem importet, ex sua ratione iustitia habet quod sit ad alterum, nihil enim est sibi aequale, sed alteri».

[60] S.Th., II-II q. 58, a. 2, co: «Iustitia ergo proprie dicta requirit diversitatem suppositorum, et ideo non est nisi unius hominis ad alium».

[61] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 100.

[62] Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 1, n. 627: «Sed circa iustitiam et iniustitiam praecipue attenditur quid homo exterius operatur».

[63] Cfr. J. Pieper , Las virtudes ..., p. 108.

[64] Cfr. S.Th., I-II q. 60, a. 2, co.

[65] Cfr. S.Th., I-II q. 100, a. 2, co

[66] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co.

[67] Cfr. P. Lumbreras, Introducción al Tratado de las virtudes sociales, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo IX , Madrid 1954, p. 391.

[68] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co.

[69] S.Th., II-II q. 118, a. 3, ad 2: «iustitia proprie statuit mensuram in acceptionibus et conservationibus divitiarum secundum rationem debiti legalis, ut scilicet homo nec accipiat nec retineat alienum. Sed liberalitas constituit mensuram rationis principaliter quidem in interioribus affectionibus, et per consequens in exteriori acceptione et conservatione pecuniarum et emissione earum secundum quod ex interiori affectione procedunt, non observando rationem debiti legalis, sed debiti moralis, quod attenditur secundum regulam rationis».

[70] Cfr. S.Th., II-II q. 80, a. 1, co; S.Th., II-II q. 117, a. 5, ad 1.

[71] La doctina tomista sobre las dos clases de débitos –legal y moral– puede estudiarse también en S.Th., I-II, 99, a. 5, co; II-II, q. 102, a. 2, ad 2; II-II, q. 106, a.4, ad 1; II-II, q. 109, a. 3, co; P. Lumbreras, Apéndice al Tratado de la religión, II: Temas discutidos, en S.Th., tomo IX, Madrid 1954, p. 373. «Mientras que la deuda legal –afirma Lumbreras– pertenece a la justicia, que exige se devuelva el dinero recibido en depósito, se cumpla lo pactado, se honre y respete a los que tenemos en una sociedad por superiores propios, la deuda moral abarca los deberes de gratitud, de amistad y de liberalidad e impone honor y reverencia para con los superiores extraños».

[72] J. Pieper , Las virtudes ..., p. 169

[73] Cfr. Ibidem, p. 170.

[74] S.Th., II-II q. 117, a. 5, co: «... iustitia exhibet alteri quod est eius, liberalitas autem exhibet id quod est suum».

[75] S.Th., II-II q. 117, a. 5, ad 1: «... liberalitas, etsi non attendat debitum legale, quod attendit iustitia, attendit tamen debitum quoddam morale, quod attenditur ex quadam ipsius decentia, non ex hoc quod sit alteri obligatus. Unde minimum habet de ratione debiti».

[76] S.Th., II-II q. 117, a. 3, ad 3: «Unde circa dationes et sumptus liberalitas consistit, secundum philosophum».

[77] Cfr. S.Th., II-II q. 117, a. 3, co.

[78][78] S.Th., II-II q. 117, a. 5, co: «Et ideo liberalitas a quibusdam ponitur pars iustitiae, sicut virtus ei annexa ut principali».

[79] G. Muraro, Povertà e perfezione: la funzione liberatrice della povertà religiosa secondo S. Tommaso. «Sapienza» 34 (1981) 274: «Anche in clima di onestà e di rettitudine le ricchezze hanno sull’uomo un forte potere distraente. Chi si occupa di esse no è molto disponibile per le cose di Dio; non può sperare di realizzare quella perfezione che emula in qualche modo la perfezione Dei beati. Questa constatazione ci fa già intravedere la soluzione proposta dal Signore: per progredire nella virtù, per attuare un più alto grado di perfezione, è conveniente eliminare questa sollecitudine; solo così sarà più disponibile per le cose di Dio».

[80] Ibidem: «Anche per essere virtuosi semplicemente; perche determinare il “medium rationis” quando non si è perfetti, è cosa difficile; perciò meglio abbandonare tutto e togliersi questa preoccupazione».

[81] Agrega en el n. 31: «En cuanto a la instauración cristiana del orden temporal, instrúyanse los laicos acerca del verdadero sentido y valor de los bienes materiales, tanto en sí mismos como en cuanto se refiere a todos los fines de la persona humana; ejercítense en el uso conveniente de los bienes y en la organización de las instituciones, atendiendo siempre al bien común, según los principios de la doctrina moral y social de la Iglesia. Aprendan los laicos, sobre todo, los principios y conclusiones de la doctrinal social, de forma que sean capaces de ayudar, por su parte, en el progreso de la doctrina y de aplicarla rectamente en cada caso particular». Cfr. también AA, 7.

[82] Cfr. S.Th., II-II q. 58, a. 2, sc; T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 58. Las virtudes morales y las intelectuales, en S. Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 226.

[83] Cfr. S.Th., II-II q. 117, a. 1, co.

[84] S.Th., II-II q. 117, a. 1, co: «Possumus autem bene et male uti non solum his quae intra nos sunt, puta potentiis et passionibus animae, sed etiam his quae extra nos sunt, scilicet rebus huius mundi concessis nobis ad sustentationem vitae. Et ideo, cum bene uti his rebus pertineat ad liberalitatem, consequens est quod liberalitas virtus sit.»

[85] Cfr. S.Th., II-II q. 80, 1, co; P. Lumbreras, Introducción al tratado de las virtudes sociales, en S. Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 391.

[86] Cfr. Ibidem.

[87] Cfr. S.Th., II-II, q. 47, a. 7.

[88] Cfr. Ibidem, a. 8.

[89] Cfr. Ibidem, a. 9.

[90] Cfr. S.Th., I-II, q.107, a.4, co.

[91] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods in the Christian Economy: A Thomist Synthesis: Part II. «Revue de l'Université d'Ottawa» 31 (1961) 49.

[92] S. C. G., III, c.132: «Stultum enim est velle finem, et praetermittere ea quae sunt ordinata ad finem. Ad finem autem comestionis ordinatur sollicitudo humana, per quam sibi victum procurat. Qui igitur absque comestione vivere non possunt, aliquam sollicitudinem de victu quaerendo debent habere.

Praeterea. Sollicitudo terrenorum non est vitanda nisi quia impedit contemplationem aeternorum. Non potest autem homo mortalem carnem gerens vivere quin multa agat quibus contemplatio interrumpatur: sicut dormiendo, comedendo, et alia huiusmodi faciendo. Neque igitur praetermittenda est sollicitudo eorum quae sunt necessaria ad vitam, propter impedimentum contemplationis. Sequitur etiam mira absurditas.

Pari enim ratione potest dicere quod non velit ambulare, aut aperire os, ad edendum aut fugere lapidem cadentem aut gladium irruentem, sed expectare quod Deus operetur. Quod est Deum tentare».

[93] Cfr. S. C. G., III, c.134.

[94] G. Muraro, Povertà e perfezione..., p. 272: «L’uomo deve impegnarsi seriamente in una valutazione de se stesso, delle sue esigenze personali, delle necessità familiari e sociali; e deve poi fissare una quantità corrispondente a queste esigenze».

[95] Super Evangelium Matthaei, c. 6, lec. 3: «Sed homo licite potest desiderare quae necessaria sunt ad vitam; et non solum quae ad vitam, sed quae ad statum, quia plura sunt necessaria regi quam comiti: unde licet haec petere». La traducción fue obtenida de G. Muraro, Povertá e..., p. 267. Cfr. también In Libros Sententiarum, IV, d. 15, q. 4, a. 4B, co.

[96] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 2, ad 1.

[97] Super Evangelium Matthaei, c. 19, lec. 2: « ... quia plures sunt pauperes, qui voluntate sunt divites». (La traducción es nuestra).

[98] S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 3: « ... liberalitas dicitur, non enim consistit in multitudine datorum, sed in dantis habitu».

[99] Ibidem: « ... quod affectus divitem collationem aut pauperem facit, et pretium rebus imponit».

[100] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 59.

[101] S.Th., II-II, q. 118, a. 1, co: «In omnibus autem quae sunt propter finem, bonum consistit in quadam mensura, nam ea quae sunt ad finem necesse est commensurari fini, sicut medicina sanitati. Bona autem exteriora habent rationem utilium ad finem, sicut dictum est. Unde necesse est quod bonum hominis circa ea consistat in quadam mensura, dum scilicet homo secundum aliquam mensuram quaerit habere exteriores divitias prout sunt necessaria ad vitam eius secundum suam conditionem».

[102] S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad 1: «ad prudentiam pertinet custodire pecuniam ne subripiatur aut inutiliter expendatur».

[103] Cfr. S.Th., II-II, q. 186, a. 3, ad 4.

[104] S.Th., II-II, q. 83, a. 6, ad 1: «Temporalia non sunt quaerenda principaliter, sed secundario. Unde Augustinus dicit, in libro de serm. Dom. in monte, cum dixit, illud primo quaerendum est, scilicet regnum Dei, significavit quia hoc, scilicet temporale bonum, posterius quaerendum est, non tempore, sed dignitate, illud tanquam bonum nostrum, hoc tanquam necessarium nostrum».

[105] Cfr. G. Muraro, Povertà e perfezione ..., p. 263.

[106] S.Th., II-II, q. 55, a.6, co: «... ex divina providentia, propter cuius ignorantiam gentiles circa temporalia bona quaerenda principalius sollicitantur»

[107] Cfr. A. Fuentes Mendiola, Uso de la riqueza según Santo Tomás, «Scr. Theol.» 10 (1978) 1145.

[108]S.Th., II-II, q. 188, a. 7, co: «Necesse est enim hominem aliqualiter sollicitari de acquirendis vel conservandis exterioribus rebus. Sed si res exteriores non quaerantur vel habeantur nisi in modica quantitate, quantum sufficiunt ad simplicem victum, talis sollicitudo non multum impedit hominem. Unde nec perfectioni repugnat christianae vitae. Non enim omnis sollicitudo a Domino interdicitur, sed superflua et nociva».

[109] S. C. G., III, c.135: «Considerandum autem quod Dominus in evangelio non laborem prohibuit, sed sollicitudinem mentis pro necessariis vitae. Non enim dixit, nolite laborare: sed, nolite solliciti esse. Quod a minori probat. Si enim ex divina providentia sustentantur aves et lilia, quae inferioris conditionis sunt, et non possunt laborare illis operibus quibus homines sibi victum acquirunt; multo magis providebit hominibus, qui sunt dignioris conditionis, et quibus dedit facultatem per proprios labores victum quaerendi; ut sic non oporteat anxia sollicitudine de necessariis huius vitae affligi»; cfr. también Super Evangelium Matthaei, c. 6, lec. 5.

[110] Cfr. S. C. G., III, c.135. Cfr. Mt. 6,25

[111] S.Th., II-II, q. 55, a. 6 , co: «Quod Dominus tripliciter excludit. Primo, propter maiora beneficia homini praestita divinitus praeter suam sollicitudinem, scilicet corpus et animam. Secundo, propter subventionem qua Deus animalibus et plantis subvenit absque opere humano, secundum proportionem suae naturae. Tertio, ex divina providentia, propter cuius ignorantiam gentiles circa temporalia bona quaerenda principalius sollicitantur. Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus». Cfr. Mt 6, 27-34.

[112] Cfr. Mt 6,25

[113] Super al Mattheum, c. 6, lec. 5: «Et argumentatur, quia si minoribus providet, providebit et nobis, qui potiores sumus quoad dignitatem substantiae, quia nos super ista sumus. Item quoad durationem, quia nos aeterni quoad animam, istud vero hodie est, et cras in clibanum mittitur etc.. Is. XL, 7: exsiccatum est foenum, et cecidit flos. Item quoad finem: quia homo est propter beatitudinem, foenum vero propter usum hominis; Ps. CXLVI, 8: qui producit in montibus foenum et herbam servituti hominum etc.(La traducción es nuestra).

[114] Cfr. Super ad Philip., c. 6, lec. 1.

[115] Cfr. S.Th., I-II, q. 56, a. 2, sc.

[116] S.Th., I-II, q. 56, a. 2, ad 2: «Sed essentialiter in appetendo virtus moralis consistit».

[117] Cfr. S.Th., I-II, q. 56, a. 2, co.

[118] S.Th., I-II, q. 16, a.1, sc.

[119] S.Th., I-II, q. 16, a.1, co: «Unde manifestum est quod uti primo et principaliter est voluntatis, tanquam primi moventis; rationis autem tanquam dirigentis; sed aliarum potentiarum tanquam exequentium, quae comparantur ad voluntatem, a qua applicantur ad agendum, sicut instrumenta ad principale agens.»

[120] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 56. Sujeto psíquico de las virtudes, enS.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 179.

[121] Cfr. ibidem. p. 176.

[122] Cfr. ibidem. p. 177.

[123] «La idea de “operaciones” se refiere a las acciones exteriores, como distintas de las pasiones internas. La pasión es también una “operación” en sentido metafísico, un movimiento o actuación del apetito. Mas por su interioridad, la afección pasional, que como tal, queda inmanente al sujeto psíquico, se contrapone aquí a la operación voluntaria, que se exterioriza en alguna acción externa o corporal». T. Urdanoz,Introducción a la cuestión 60. División de las virtudes morales, en S.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 179.

[124] Cfr. A. Fuentes Mendiola, Uso de..., p. 1142.

[125] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, sc: «Liberalitas videtur esse medietas quaedam circa pecunias»

[126] Es conveniente en este punto realizar una aclaración de la terminología utilizada: al referirnos a la materia remota de la generosidad la denominaremos “riqueza”, “dinero”, o “bienes materiales” indistintamente, siguiendo la terminología empleada por Santo Tomás en la II-II, q. 117, a. 2, ad 2.

[127] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, ad 1: «Liberalitas non attenditur in quantitate dati, sed in affectu dantis. Affectus autem dantis disponitur secundum passiones amoris et concupiscentiae, et per consequens delectationis et tristitiae, ad ea quae dantur. Et ideo immediata materia liberalitatis sunt interiores passiones, sed pecunia exterior est obiectum ipsarum passionum».

[128] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 60. ... p. 271.

[129] Cfr. T. Graf, De subiecto psychico gratiae et virtutum secundum doctrinam scholasticorum usque ad medium saeculu. De subiecto virutum cardinalium, I p. 8.27 XIV, Herder, Romae 1935. La traducción es tomada de T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 60..., p. 271.

[130] Cfr. S.Th., I-II, q. 59, a. 5, sc. Para una visión general sobre el concepto de pasión en Santo Tomás Cfr. Mª. L. De la Cámara, El papel de las pasiones en la construcción de la persona humana según Tomás de Aquino, en A. Domínguez, Vida, pasión y razón en grandes filósofos, Cuenca 2002.

[131] Cfr. T. Urdanoz, Introducción a la cuestión 59. Las virtudes morales y las pasiones,en S.Th., tomo V, BAC, Madrid 1954, p. 253.

[132] Cfr. P. Lumbreras, Introducción a la cuestión 117. De la liberalidad, S.Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 562.

[133] Cfr. S.Th., I-II, q. 26, a. 2, co.

[134] Cfr. S.Th., II-II, q. 188, a. 7, co.

[135] Cfr. G. Muraro, Povertà e perfezione..., p. 264.

[136] Cfr. S.Th., I-II, q.1, a.6, ad 3.

[137] S.Th., II-II, q.117, a.1, ad 2: «Quod ad liberalem non pertinet sic divitias emittere ut non sibi remaneat unde sustentetur, et unde virtutis opera exequatur, quibus ad felicitatem pervenitur».

[138] S.Th, II-II, q. 118, a. 7, ad 2: «Pecunia ordinatur quidem ad aliud sicut ad finem, inquantum tamen utilis est ad omnia sensibilia conquirenda, continet quodammodo virtute omnia. Et ideo habet quandam similitudinem felicitatis, ut dictum est».

[139] S. C. G., III, c.133: «Unde accidit quibusdam bonum esse habere divitias, qui eis utuntur ad virtutem: quibusdam vero malum esse eas habere, qui per eas a virtute retrahuntur, vel nimia sollicitudine, vel nimia affectione ad ipsas, vel etiam mentis elatione ex eis consurgente».

[140] S.Th., II-II q. 58, a. 9, co: «Ex ipso subiecto iustitiae, quod est voluntas cuius motus vel actus non sunt passiones, ut supra habitum est; sed solum motus appetitus sensitivi passiones dicuntur. (...) Alio modo, ex parte materiae. Quia iustitia est circa ea quae sunt ad alterum. Non autem per passiones interiores immediate ad alterum ordinamur».

[141] S.Th., II-II, q. 117, a. 2, co: «Propria materia liberalitatis est pecunia».

[142] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 3, co.

[143] S.Th., I-II, q. 16, a. 3, co: «Uti importat applicationem alicuius ad aliquid. Quod autem applicatur ad aliud, se habet in ratione eius quod est ad finem».

[144] Cfr. S.Th., I-II, q. 1, a. 8, co.

[145] Cfr. S.Th., II-II, q. 118, a.5, co.

[146] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a.6, co.

[147] S.Th., II-II, q. 117, a. 4, co: «... proprium est liberalis uti pecunia. Usus autem pecuniae est in emissione ipsius, nam acquisitio pecuniae magis assimilatur generationi quam usui; custodia vero pecuniae, inquantum ordinatur ad facultatem utendi, assimilatur habitui».

[148] Cfr. Sententia Libri Ethicorum., L. IV, lec. 2, n. 446: «Liberalem pertinet, ut vehementer superabundet in datione, non quidem sic quod superabundet a ratione recta, sed ita quod datio in ipso superabundet retentioni. Quia minus sibi relinquit, quam aliis det. Paucis enim in seipso contentus est...».

[149] S. C. G., III, c.135, n. 441: «... liberalis dat delectabiliter, vel saltem sine tristitia...»

[150] S. C. G., III, c.135, n. 443.

[151] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 5, co.

[152] S.Th, II-II, q. 117, a. 3, ad 2: «Sicut ad fortitudinem militis pertinet non solum exserere gladium in hostes, sed etiam exacuere gladium et in vagina conservare. Sic etiam ad liberalitatem pertinet non solum uti pecunia, sed etiam eam praeparare et conservare ad idoneum usum».

[153] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 4.

[154] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 2.

[155] S.Th., II-II, q. 117, a. 1, ad 2: «Unde philosophus dicit, in IV ethic., quod liberalis curat propria, volens per hoc quibusdam sufficere»; Cfr., S.Th., II-II, q. 32.

[156] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 51.

[157] Cfr. S.Th., I-II, q. 4, a. 7-8, ad 2; II-II, q. 83, a. 6, co; q. 129, a. 8, co.

[158]S. C. G., III, c.133: «Exteriores quidem divitiae sunt necessariae ad bonum virtutis: cum per eas sustentemus corpus, et aliis subveniamus».

[159] S.Th., I-II, q. 114, a. 10, ad co: «... si temporalia bona considerentur prout sunt utilia ad opera virtutum, quibus perducimur in vitam aeternam, secundum hoc directe et simpliciter cadunt sub merito, sicut et augmentum gratiae, et omnia illa quibus homo adiuvatur ad perveniendum in beatitudinem, post primam gratiam». Para una mayor profundización en el tema Cfr. B. de Margerie, La securite temporelle du juste. Relation intrinseque entre biens temporels et verties theologales d’après la doctrine de saint Thomas d’Aquin, Studi Tomistici (symp) 2, 283-306.

[160] S.Th., I-II, q. 114, a. 10, ad co: «Tantum enim dat Deus viris iustis de bonis temporalibus, et etiam de malis, quantum eis expedit ad perveniendum ad vitam aeternam. Et intantum sunt simpliciter bona huiusmodi temporalia. Unde dicitur in Psalmo, timentes autem Dominum non minuentur omni bono; et alibi, non vidi iustum derelictum».

[161] Cfr. S.Th., I-II, q. 66; también en A. Fernández, Teología Moral..., p. 159-173.

[162] Cfr. S.Th., I-II, q. 105, a. 2; II-II, q. 32, a. 51, ad 2; q. 66, a. 2, co; q. 117, a. 4, ad 3; q. 134, a. 3.

[163] Cfr. D. J. Forbes, Temporal Goods ..., p. 49.

[164] S.Th., II-II, q. 66, a. 1, ad 1: «Deus habet principale dominium omnium rerum. Et ipse secundum suam providentiam ordinavit res quasdam ad corporalem hominis sustentationem. Et propter hoc homo habet naturale rerum dominium quantum ad potestatem utendi ipsis».

[165] S.Th., II-II, q. 117, a. 3, ad 3: «Est autem duplex usus pecuniae, unus ad seipsum, qui videtur ad sumptus vel expensas pertinere; alius autem quo quis utitur ad alios, quod pertinet ad dationes».

[166] S.Th, II-II, q. 129, a. 3, ad 4: «... ad perfecta opera virtutis tendat».

[167] Cfr. S.Th, II-II, q. 129, a. 3, ad 4.

[168] Cfr. S.Th., II-II, q. 117, a. 4, ad 1.

[169] S. C. G., III, c. 93: «Deus igitur est maxime liberalis»; cfr. también S. Th., I, q.44, a.4, ad 1; In Libros Sententiarum, II, d.3 , q.4 , a.1 , arg. 3. El texto es original de Avicena quien enseña que propiamente sólo Dios el liberal (cfr. Avicena, “Metaphysica”, tr. 6, c. 5; tr. 9, c. 4).

[170] S. C. G., I, c. 93: «Quomodo in Deo ponantur esse virtutes».

[171] Kretzmann, N. Aquinas on God's Joy, Love, and Liberality, «The Modern Schoolman», 72 (1995) 125: “God’s moral character”.

[172] S.C.G., I, c. 92: «Consequens est autem dictis ostendere quomodo virtutes in Deo ponere oportet. Oportet enim, sicut esse eius est universaliter perfectum, omnium entium perfectiones in se quodammodo comprehendens, ita et bonitatem eius omnium bonitates in se quodammodo comprehendere. Virtus autem est bonitas quaedam virtuosi: nam secundum eam dicitur bonus, et opus eius bonum. Oportet ergo bonitatem divinam omnes virtutes suo modo continere».

[173] S. C. G., I, c. 92: «Unde nulla earum secundum habitum in Deo dicitur, sicut in nobis. Deo enim non convenit bonum esse per aliquid aliud ei superadditum, sed per essentiam suam: cum sit omnino simplex. Nec etiam per aliquid suae essentiae additum agit: cum sua actio sit suum esse, ut ostensum Est. Non est igitur virtus eius aliquis habitus, sed sua essentia».

[174] Para profunizar en el concepto de vida activa cfr. S. Th., II-II, qq. 179-182, donde Santo Tomas clasifica la vida del cristiano en activa y contemplativa y analiza cada una de ellas.

[175] Cfr. S. C. G., I, c. 92.

[176] Ibidem.

[177] Ibidem: «Igitur nec virtus aliqua in Deo secundum habitum dicitur, sed solum secundum essentiam».

[178] Ibidem: «... quidem ad activam vitam virtutes pertinent, prout hanc vitam perficiunt, Deo competere non possunt».

[179] La cercanía de Santo Tomás con el modelo humano de virtud “lo obliga”, antes de dedicarse a las virtudes divinas, a dejar muy claro que no existen pasiones en Dios. Esta “obligación” se debe a que Santo Tomás nunca deja de tratar el tema de las pasiones antes de investigar sobre las virtudes, como queda patente en el esquema de la S. Th., donde el tratado de las virtudes es precedido por el de las pasiones.

Por este motivo, considero de utilidad en este trabajo de investigación tratar brevemente en este pie de página el capítulo en que Santo Tomás demuestra cómo no es posible que existan pasiones afectivas en Dios y cómo, en cambio, sí es posible aplicar a Dios operaciones intelectivas como el amor y el gozo.

Los argumentos expuestos por Santo Tomás para demostrar la inexistencia de pasiones afectivas en Dios son los siguientes (Cfr. S.C.G., I, c. 90 y 91):

1.   Porque las pasiones tienen origen en la afección sensitiva y no en la intelectual, y en Dios no puede haber tales afecciones.

2.   Toda pasión afectiva implica una tranformación corporal, pero Dios no posee ni cuerpo ni potencia corporal.

3.   Las pasiones pueden llevar a quien las sufre fuera de su estado natural provocándole incluso la muerte, pero como Dios es inmutable, es claro que estas pasiones no pueden existir en Dios.

4.   Toda afección pasional es movida por un objeto único según el modo y medida de la pasión. Por este motivo es necesario que las pasiones estén reguladas por la recta razón, que jerarquizará entre los distintos objetos. Sin embargo, la voluntad divina no está determinada, de suyo, a ningún objeto creado.

5.   Toda pasión es algo propio de un ser potencial y Dios está absolutamente exento de potencia: es acto puro.

De estos cinco argumentos concluye Santo Tomás que por razón de género –es decir por aquello que caracteriza esencialmente a la pasion–, no existen pasiones en Dios. Sin embargo, al analizar las pasiones por razón de especie –que especifica a cada pasión según su objeto–, el Aquinate llega a la conclusión de que sí hay pasiones como el temor, la esperanza, el deseo o la tristeza que no pueden asignarse a Dios, en cambio, hay otras como el amor y el gozo que no repugnan la prefección divina y que son factibles de ser asignadas a Dios (cfr. S.C.G., I, c. 90 y 91)

A modo de resumen se puede afirmar con Santo Tomás que «ninguna de nuestras afecciones puede existir en Dios, a excepción del gozo y del amor. Mas en Él no están con caracteres de pasión como en nosotros» (S.C.G., I, c. 91)

[180] S. Th., I, q.21, a.1, ad.1: «Ad primum ergo dicendum quod virtutum Moralium quaedam sunt circa passiones; sicut temperantia circa concupiscentias, fortitudo circa timores et audacias, mansuetudo circa iram. Et huiusmodi virtutes Deo attribui non possunt, nisi secundum metaphoram, quia in Deo neque passiones sunt, ut supra dictum est; neque appetitus sensitivus, in quo sunt huiusmodi virtutes sicut in subiecto, ut dicit philosophus in III ethic».

[181] Ibidem: «Quaedam vero virtutes morales sunt circa operationes; ut puta circa dationes et sumptus, ut iustitia et liberalitas et magnificentia; quae etiam non sunt in parte sensitiva, sed in voluntate. Unde nihil prohibet huiusmodi virtutes in Deo ponere, non tamen circa actiones civiles sed circa actiones Deo convenientes. Ridiculum est enim secundum virtutes politicas Deum laudare, ut dicit philosophus in X ethic.».

[182] S.C.G., I, c. 93: «Virtus ex obiecto vel materia speciem sortiatur; actiones autem quae sunt harum virtutum materiae vel obiecta, divinae perfectioni non repugnant: nec huiusmodi virtutes, secundum propriam speciem, habent aliquid propter quod a divina perfectione excludantur».

[183] Ibidem: «Huiusmodi virtutes perfectiones quaedam voluntatis et intellectus sunt, quae sunt principia operationum absque passione. In Deo autem est voluntas et intellectus nulla carens perfectione. Igitur haec Deo deesse non possunt.

[184] «Así, la prudencia no compete a Dios en lo que se refiere al acto de aconsejar bien; pues como el consejo es cierta indagación... y el conocer divino no es inquisitivo, no puede convenirle el que se aconseje. (S.C.G., I, c. 93).

[185] S.C.G., L. I, c. 93: «Sicut enim homo rerum humanarum, ut pecuniae vel honoris, distributor est, ita et Deus omnium bonitatum universi, (...) sicut iustitia hominis se habet ad civitatem vel domum, ita iustitia Dei se habet ad totum universum».

[186] S. Th., I, q. 19, a. 1, ad. 1: «Licet nihil aliud a Deo sit finis Dei, tamen ipsemet est finis respectu omnium quae ab eo fiunt. Et hoc per suam essentiam, cum per suam essentiam sit bonus, ut supra ostensum est, finis enim habet rationem boni».

[187] Cfr. Ibidem, co.

[188] Cfr. F. Muñiz, Introducción al Tratado de Dios uno en esencia, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo I , Madrid 1957, p. 482.

[189] El carácter difusivo del bien –enseñanza que como hemos visto, Santo Tomas adquiere de la doctrina de Dionisio– es un argumento recurrente en toda la obra tomista: lo utiliza un total de 22 veces: siete In Libros Sententiarum, seis en la Summa, cinco en lasQuaestiones Disputatae, dos en la S.C.G, y dos en sus Comentarios a las Sagrada Escritura. Enriqueciendo esta enseñanza con su estudio de la bondad de Dios (Cfr. S.Th., I, q. 6; S.C.G., I,cc. 37-41), Santo Tomás fundamenta toda acción de Dios a favor de sus criaturas

[190] S.C.G., III, c. 24: «Unde non immerito dicitur a quibusdam quod bonum, inquantum huiusmodi, est diffusivum: quia quanto aliquid invenitur melius, tanto ad remotiora bonitatem suam diffundit».

[191] Esta necesidad de comunicar los bienes propios también la constata Santo Tomás en el hombre, que a medida que crece y madura, busca transmitir las bondades adquiridas: el sabio, su conocimiento; el santo, su bondad, etc. (Cfr. Ibidem).

[192] F. Muñiz, Introducción..., p. 483.

[193] S.Th., I , q. 19, a. 2, co: «Sic igitur vult et se esse, et alia. Sed se ut finem, alia vero ut ad finem, inquantum condecet divinam bonitatem etiam alia ipsam participare».

[194] S.Th., I, q. 44, a. 4, co: «Primo agenti, qui est agens tantum, non convenit agere propter acquisitionem alicuius finis; sed intendit solum communicare suam perfectionem, quae est eius bonitas. Et unaquaeque creatura intendit consequi suam perfectionem, quae est similitudo perfectionis et bonitatis divinae. Sic ergo divina bonitas est finis rerum omnium».

[195] Ibidem, ad. 1: «Ad primum ergo dicendum quod agere propter indigentiam non est nisi agentis imperfecti, quod natum est agere et pati. Sed hoc Deo non competit. Et ideo ipse solus est maxime liberalis, quia non agit propter suam utilitatem, sed solum propter suam bonitatem».

[196] S.C.G., L. I, c. 93: «Finis ultimus propter quem Deus vult omnia, nullo modo dependet ab his quae sunt ad finem, nec quantum ad esse nec quantum ad perfectionem aliquam. Unde non vult alicui suam bonitatem communicare ad hoc ut sibi exinde aliquid accrescat, sed quia ipsum communicare est sibi conveniens sicut fonti bonitatis. Dare autem non propter aliquod commodum ex datione expectatum, sed propter ipsam bonitatem et convenientiam dationis, est actus liberalitatis, ut patet per philosophum, in IV ethicorum. Deus igitur est maxime liberalis: et, ut Avicenna dicit, ipse solus liberalis proprie dici potest; nam omne aliud agens praeter ipsum ex sua actione aliquod bonum acquirit, quod est finis intentus». El texto de Avicena incluído en la cita corresponde a su obraMetaphysica, tr. 6, c. 5; tr. 9, c. 4.

[197] S.Th., I, q. 21, a. 3, co: «Elargiri perfectiones rebus, pertinet quidem et ad bonitatem divinam, et ad iustitiam, et ad liberalitatem, et misericordiam, tamen secundum aliam et aliam rationem. Communicatio enim perfectionum, absolute considerata, pertinet ad bonitatem, (...). Sed inquantum perfectiones rebus a Deo dantur secundum earum proportionem, pertinet ad iustitiam, (...). Inquantum vero non attribuit rebus perfectiones propter utilitatem suam, sed solum propter suam bonitatem, pertinet ad liberalitatem. Inquantum vero perfectiones datae rebus a Deo, omnem defectum expellunt, pertinet ad misericordiam».

[198] Sin embargo, cabe aclara que Santo Tomás no pone ambas doctrinas al mismo nivel, sino que subordina la platónica a la aristotélica.

[199] Cfr. S.Th., I-II, q.61, a. 5; In Libros Sententiarum, III, d. 33, q. 1, a. 4, ad. 2; d. 34, q. 1, ad 1, arg. 6; De Veritate, q. 26, a. 8, ad. 2.

[200] S.Th., I-II, q.61, a. 5, arg. 1: «Ut enim Macrobius dicit, in I Super Somnium Scipionis, virtutes exemplares sunt quae in ipsa divina mente consistunt».

[201] Ibidem, co: «Sicut Augustinus dicit in libro de moribus eccles., oportet quod anima aliquid sequatur, ad hoc quod ei possit virtus innasci, et hoc Deus est, quem si sequimur, bene vivimus. Oportet igitur quod exemplar humanae virtutis in Deo praeexistat, sicut et in eo praeexistunt omnium rerum rationes. Sic igitur virtus potest considerari vel prout est exemplariter in Deo, et sic dicuntur virtutes exemplares».

[202] S.C.G., L. I, c. 93: “Divinae virtutes nostrarum exemplares dicuntur: nam quae sunt contracta et particulata, similitudines quaedam absolutorum entium sunt, sicut lumen candelae se habet ad lumen solis».

[203] Cfr. S.Th., I-II, q.61, a. 5, co.

[204] Mt.5,48.

[205] S.Th., I-II, q.61, a. 5, co: «Quod quaedam sunt virtutes transeuntium et in divinam similitudinem tendentium».

[206] Cfr. P. Lumbreras, El neoplatonismo y la doctrina de Santo Tomás sobre los grados de la virtud moral, en Tomás de Aquino, S.Th., tomo V, apéndice II Madrid 1954, p. 582-583.

[207] S.Th., I-II, q. 63, a. 2, co: «Virtus vero ordinans hominem ad bonum secundum quod modificatur per legem divinam, et non per rationem humanam, non potest causari per actus humanos, quorum principium est ratio, sed causatur solum in nobis per operationem divinam».

[208] S. Pinckaers, Las fuentes..., p. 232.

Pio Santiago

 

José Francisco Nolla

Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2005. 

Índice 

1.  Relación con la caridad

1.1 Misericordia y generosidad

1.2 Envidia y generosidad

1.3 Beneficencia y generosidad

1.4 Limosna y generosidad

2. Relación de la generosidad con la esperanza

3. Generosidad y templanza

1. Relación con la caridad

Es lógico detenerse brevemente en el estudio de la relación que existe entre la generosidad y la caridad. Como enseña Santo Tomás con frase de San Ambrosio, «la caridad es la forma de las demás virtudes»[1], porque a todas ellas las ordena hacia el fin último y, por tanto, dota de bondad el acto propio de cada una.

El acto distintivo de la virtud de la caridad es la dilección, que consiste en un deseo de unión con el objeto conocido[2]. Santo Tomás, en la cuestión relativa a la caridad, analiza, en un primer momento, tres actos o efectos interiores de la dilección: el gozo, la paz y la misericordia[3]. De estos tres efectos interiores de la caridad, el que resulta más interesante para nuestro estudio es el de la misericordia, pues es ella la que mueve al hombre a la compasión por la miseria ajena y lo impulsa a buscar el bien para aquel que sufre o le falta lo necesario. 

Misericordia y generosidad

Santo Tomás adopta como suya una definición agustiniana de misericordia: «la misericordia es la compasión de la miseria ajena en nuestro corazón, por la cual nos compele a socorrer, si podemos»[4]. Esta definición sustenta toda la enseñanza del artículo que dedica a este tema.

Es interesante destacar también el análisis etimológico que Santo Tomás realiza del término, que une en un solo concepto las palabras latinas miserum cor[5]. La misericordia surge como consecuencia de la compasión que nace en el corazón del hombre al descubrir la miseria ajena.

La relación de la misericordia con la generosidad surge, justamente, a partir del análisis del sentido que Santo Tomás otorga al término miseria. Comienza el Aquinate por oponer la miseria a la felicidad:

«La miseria se opone a la felicidad. Y es de esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, pues como dice San Agustín: “Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y nada malo quiere”»[6].

No cabe duda que en el contenido de ese deseo de todo lo bueno se incluyen también los bienes materiales necesarios para obtener un nivel de vida digno. Santo Tomás señala tres formas que puede presentar este deseo: «Primeramente con apetito natural, como los hombres quieren ser y vivir. De una segunda manera se desea algo por elección o premeditación. Finalmente, no queriéndolo directamente, sino en su causa; como de quien apetece ingerir cosas nocivas decimos que en cierto modo quiere enfermar»[7].

Cuando una persona se ve imposibilitada para satisfacer cualquiera de estos tres tipos de deseos, surgen los tres tipos de miserias que conforman la materia de la misericordia: el primero es la falta de bienes necesarios para el sustento, el segundo cuando el hombre, persiguiendo un fin bueno, sufre un mal no deseado, y por último, cuando a aquella persona que siempre ha gozado del bien le sobreviene un mal plenamente contrario a su voluntad. A cada uno de estos niveles de miserias, Santo Tomás asigna un nivel creciente de compasión y conmiseración.

«Así, pues, la misericordia encuentra ocasión en la miseria. En primer lugar, en aquello que repugna el apetito natural del que desea, cuales son los males que arruinan y contristan, cuyos contrarios apetece el hombre. Por eso, el Filósofo dice que “la misericordia es una tristeza por el mal presente, que arruina y entristece”. En segundo lugar, esos males mueven a la misericordia si van contra la voluntad de elección, y así, allí mismo dice el Filósofo que estos males son más dignos de compasión “cuya causa es la fortuna”, esto es, “cuando sobreviene un mal esperándose un bien”»[8].

Por tanto, a partir de la materia propia de la misericordia, podemos realizar un primer análisis de su relación con la generosidad. Podemos afirmar que existe una doble relación.

La primera surge del primer tipo de miseria que mueve a la compasión al hombre misericordioso: es decir, cuando la persona no tiene la posibilidad de acceder a los mínimos bienes necesarios para su sustento. Como causa de esta falta de bienes necesarios, surgen, como hemos visto, la ruina y la tristeza, que causan la compasión. Este tipo de miseria es llamado también pauperismo e implica la imposibilidad del manejo de bienes.

Por tanto, el hombre misericordioso es quien ayuda con sus bienes al miserable, y, para ello, tiene que estar desprendido de los bienes materiales, es decir, debe vivir la generosidad.

El segundo tipo de miseria descrito por Santo Tomás surge de la fortuna o mala suerte en el uso de los bienes materiales. Implica por tanto que una persona posee y usa de dichos bienes de forma generosa, pensando en el bien ajeno, con un desprendimiento virtuoso de las riquezas. Sin embargo, por motivos que no están al alcance de su mano, esa riqueza se pierde como consecuencia de los negocios realizados. En este caso, el objeto de la misericordia es la ausencia de riquezas del hombre que ha usado de ellas generosamente, pero con mala fortuna.

En este sentido, la misericordia mueve al hombre a dar sus bienes a quien los ha perdido fortuitamente y también para ello requerirá de la generosidad.

El Aquinate afirma que, en este caso, la persona es más digna de misericordia que en el anterior, pues la falta de bienes es fortuita y sufrida por quien ha puesto en juego sus bienes para realizar alguna obra buena[9].

Un segundo análisis se puede realizar desde el punto de vista del sujeto que realiza el acto misericordioso. Como hemos visto, el primer tipo de miseria surge de la falta de medios materiales: alimento, vestido, vivienda, etc. Siguiendo la enseñanza de Aristóteles, Santo Tomás destaca que esta necesidad insatisfecha de bienes materiales básicos para el sustento causa la ruina y la tristeza del hombre que la padece. Tanto la ruina como la tristeza constituyen verdaderos males, que mueven a los demás a la compasión y a la acción concreta para solucionar esta situación de precariedad.

No resulta difícil deducir que el resultado lógico de la compasión por las miserias ajenas es una disposición interior hacia la donación de riquezas personales para erradicar ese sufrimiento ajeno. A su vez, bien sabemos que la generosidad dispone al hombre hacia la donación de bienes, en la medida en que modera el deseo desordenado de riquezas. Por tanto, el acto propio de la misericordia y el de la generosidad coinciden: la disposición para la donación.

La diferencia radica en que el acto de misericordia es movido por la compasión hacia el mal ajeno, mientras que el acto de generosidad es impulsado por el desprendimiento interior de los bienes que se dan.

«El beneficio dado por misericordia es causado por los sentimientos de afecto hacia aquel a quien se da. Por eso, tal donación pertenece tanto a la caridad como a la amistad. Pero el beneficio dado por liberalidad tiene por principio un cierto afecto respecto al dinero, en cuanto ni lo desea ni lo ama demasiado. (...) Por lo tanto no pertenece a la caridad sino a la justicia, que tiene por objeto las cosas exteriores»[10].

En términos generales podemos concluir que el objeto de la misericordia es la otra persona, su condición miserable, sus necesidades, que llevan al hombre misericordioso a poner sus bienes a disposición de quien se encuentra en esta condición, es decir, al ser generoso.

A modo de conclusión, podemos afirmar que ambas virtudes contribuyen a generar las disposiciones necesarias para realizar la misma acción, el dar. Ahora bien, la misericordia se mueve por amor hacia el prójimo a quien da, y la por el amor moderado hacia los bienes materiales.  

Envidia y generosidad

La envidia es el vicio que se opone directamente a la misericordia, porque el envidioso se entristece del bien del prójimo, y el misericordioso, en cambio, de su mal[11].

Santo Tomás define varios tipos de envidia con el fin de determinar si cada uno de ellos es o no pecado. Cada una de estas clases de envidia se relaciona de forma distinta con la generosidad.

La primera clase de envidia es la tristeza personal por el bien del otro cuando ese otro puede utilizar los bienes de forma injusta contra quienes pretenden hacer el bien. Siguiendo una enseñanza de San Gregorio, Santo Tomás justifica este tipo de envidia, que puede tenerse sin pecado. Para explicar su posición afirma que «suele acaecer muchas veces que, sin perder la caridad nos alegre la ruina del enemigo, como, sin culpa de envidia, nos contriste su gloria, ya que creemos que con su caída se elevan justamente otros, y por la elevación de aquél tememos que sean injustamente oprimidos muchos»[12].

La relación con la generosidad de este tipo de envidia es muy tangencial: se puede decir en cierta medida que el objeto de esta envidia es la falta de generosidad de otros, que por avaricia y falta de desprendimiento de los bienes, cometen grandes injusticias con los más necesitados, y faltan a su vez con sus deberes de caridad.

Un segundo tipo de envidia, dentro de esta enumeración que estamos analizando, es la tristeza que surge con el bien ajeno, pero no porque el otro posea dicho bien, sino porque a nosotros nos falta. El Aquinate llama a este tipo de envidia celo, y afirma que, cuando versa sobre bienes honestos, no es un vicio, sino un bien laudable. Es lo que en el lenguaje actual llamamos la envidia buena. Es lógico que, al descubrir en otras personas bienes espirituales que nosotros no poseemos, se haga patente esa ausencia, generando cierta tristeza que sirve de impulso a la lucha personal. Sin embargo, añade Santo Tomás, cuando esta envidia se da respecto a bienes materiales, puede ser buena o mala[13].

La relación de este tipo de envidia con la generosidad es más estrecha. En primer lugar porque la misma generosidad ajena puede ser objeto de esta envidia buena, cuando uno descubre la generosidad de otros y la compara con la falta de generosidad propia.

A su vez, cabe destacar que la envidia de bienes materiales ajenos, cuando uno no los posee, puede ser buena o mala. ¿Pero cómo determinar cuándo es buena o cuándo mala? Santo Tomás no aporta respuesta, pero se deduce de su enseñanza que para dar respuesta a esta pregunta es necesario considerar las disposiciones internas del la persona envidiosa. Si la envidia de riquezas ajenas es movida por un deseo personal desordenado de bienes materiales, esa envidia es viciosa. En cambio, cuando la envidia surge de un deseo moderado de bienes ajenos, que implica la existencia de una disposición interior de desprendimiento de esos bienes que no se poseen, esa envidia no puede ser calificada como pecado.

El tercer tipo de envidia, que nace de una enseñanza aristotélica, es la tristeza que surge con el bien del otro en cuanto que éste no es digno del bien que le sobreviene. Explica Santo Tomás que esta clase de tristeza no puede surgir de los bienes honestos que otros consigan, pues dichos bienes hacen justa a la persona. El objeto de este tipo de envidia son siempre las riquezas y otros bienes materiales que suelen tocar a dignos e indignos. El Aquinate rectifica la enseñanza de Aristóteles, y afirma:

«Conforme a la enseñanza de la fe, los bienes temporales que caben a los indignos por justa ordenación de Dios, están destinados o para su corrección o para su condena, y son como nada en comparación de los bienes futuros reservados a los buenos. Por lo cual, en la Escritura se prohíbe esa tristeza: “No te impacientes con los malvados, no envidies a los que hacen el mal” (Ps 36,1); y en otro lugar: “Estaban ya deslizándose mis pies porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos” (Ps 72, 2-3)»[14].

Esta clase de envidia, condenada por Santo Tomás, surge de una visión chata y poco sobrenatural de los bienes materiales. El envidioso no descubre la condición de instrumento de las riquezas, que pueden ser de utilidad incluso para una persona considerada indigna de poseer dichos bienes. Los bienes materiales pueden constituir, según Santo Tomás, un medio para que esa persona descubra el bien que con ellos puede realizar a los demás.

En resumen, las riquezas pueden constituir un instrumento de Dios para cambiar a la persona encerrada en sí misma y despreocupada por los demás. En este sentido existe una estrecha relación con la generosidad, pues el desprendimiento de los bienes materiales personales eleva la visión humana de las riquezas, las convierte en instrumento al servicio de Dios y de los demás hombres, y fomenta el abandono de todos los bienes personales en manos de la providencia divina.

El cuarto y último tipo de envidia es el más sencillo de entender: consiste en entristecerse de los bienes ajenos en cuanto son mayores a los que uno posee. Esta es la envidia propiamente dicha, y siempre constituye un mal pues «se duele de lo que debería alegrarse, a saber, del bien del prójimo»[15].

La relación de esta clase de envidia con la generosidad es patente, pues surge siempre de un deseo desordenado de riquezas: no importa la cantidad de bienes que uno posea, siempre se querrá tener más porque otros nos superan. Está claro que el motivo de esta envidia no puede ser otro que la avaricia y la soberbia de la persona. 

Beneficencia y generosidad

Cuando Santo Tomás estudia los actos o efectos exteriores de la caridad, no lo hace de modo exhaustivo, pues se limita exclusivamente a investigar la beneficencia, la limosna y la corrección fraterna[16].

La beneficencia es presentada por Santo Tomás como el resultado natural y lógico de la benevolencia. El concepto de benevolencia está implícito en el de dilección y consiste en el simple acto de querer un bien para otro[17]. Sin embargo, por su propia naturaleza, la benevolencia tiende a hacerse efectiva –a pasar a la acción– y da lugar a la beneficencia. Cuanto se estudia la caridad desde este punto de vista, se aproxima al concepto de generosidad, que tiene como acto propio el dar bienes a los demás.

Para el estudio de la relación entre la beneficencia y la generosidad, Santo Tomás se sirve de la distinción entre la beneficencia general y la beneficencia especial. Como hemos dicho, a la beneficencia no le importa otra cosa que hacer el bien a otro. Este bien puede ser realizado de dos maneras. Primeramente bajo la razón común de bien, es decir, cuando la voluntad se mueve hacia su objeto (que es el mismo bien). A este acto se le llama beneficencia general porque no se busca un bien específico, sino el bien total –o general– del otro. Esta clase de beneficencia pertenece a la caridad o a la amistad[18].

En cambio, si el bien que se busca para el otro es un bien específico, determinado, se trataría de la beneficencia especial y dejaría de pertenecer a la caridad para relacionarse más directamente con alguna de las virtudes especiales. Dicho con palabras de Santo Tomás: «si el bien que uno hace a otro se toma bajo especial modalidad de bien, de esta suerte tomará la beneficencia esencia especial y pertenecerá a una virtud especial»[19]. Por ejemplo: si alguien busca dar a otro un bien que le es debido, esta acción no pertenece al campo de la caridad, sino al de la justicia.

Los párrafos anteriores permiten entender unas palabras de Santo Tomás en las que distingue los conceptos de justicia, misericordia y caridad: «Así como la amistad o caridad ve en la merced hecha la razón común de bien, la justicia ve allí una razón de débito. En cambio, la misericordia, el socorrer la miseria o las deficiencias»[20]. La beneficencia, en general, realiza actos buenos por la simple razón de bien que descubre en el acto, y en este sentido se relaciona con la caridad, pero cuando una obra buena se realiza por la existencia de un deber, no se trata propiamente de beneficencia, sino de justicia.

Si a esta distinción agregamos el concepto de generosidad como virtud potencial de la justicia, podemos concluir que la generosidad realiza el mismo acto que la misericordia, la justicia y la beneficencia, pero en cuanto que el hombre se encuentra desprendido de los bienes materiales.

Este análisis nos permite entender la posibilidad, planteada por Santo Tomás, de que un hombre, al hacer una donación, puede estar realizando un acto de caridad y no un acto de generosidad. Esto se debe a que dicho acto se lleva a cabo simplemente para realizar un bien a otra persona a la que se ama, pero con cierta codicia de retener. Por tanto, dicha acción no puede ser calificada como generosa, y, en cambio, puede ser un acto de caridad. La razón se encuentra en que, en este caso, la donación a un ser querido de un bien al que estoy apegado, no rebaja la amistad, sino que más bien la perfecciona.

«En la donación de dones hay que atender a dos cosas: la dádiva exterior y la pasión interior que tiene uno por las riquezas, que lleva a deleitarse en ellas. A la liberalidad toca moderar la pasión interior, a saber: no excederse en codiciar y en amar el dinero; y es así como el hombre se vuelve fácilmente distribuidor de dones. Por donde, si el hombre hace una gran merced, pero con cierta codicia en retener, la dádiva no es liberal. Por parte de la dádiva exterior, a la amistad o caridad pertenece la disposición del beneficio en general. De aquí que, si alguien da a otro por amor la cosa que desea guardar, no rebaja la amistad, antes demuestra perfección en ella»[21].  

Limosna y generosidad

La limosna es uno de los actos exteriores de la caridad. Para dar argumentos que sostengan esta afirmación, Santo Tomás dice que «los actos exteriores pertenecen a la misma virtud que el motivo que impulsa a obrar tales actos»[22], y, como el motivo de realizar limosnas es el socorrer por compasión a quien pasa necesidad, es factible concluir con el Aquinate que dar limosna es un acto de caridad mediante la misericordia[23].

Estas afirmaciones las deduce a partir de una definición de limosna que toma de San Alberto: «es una obra por la cual es dado algo al indigente por compasión y por amor de Dios»[24].

Surge inmediatamente la incógnita de cómo se relaciona el acto de la limosna con el de la liberalidad, porque ambos consisten en dar bienes propios a quien los necesita. Santo Tomás da respuesta a esta incógnita de modo didáctico y sencillo aclarando que la limosna, por consistir en una donación de la propia riqueza, sí pertenece a la generosidad, pero sólo «en cuanto que ésta impide la retención y el aprecio excesivo de riquezas, que harían imposible la limosna»[25].

La generosidad, por tanto, es presentada por el Aquinate como una condición que facilita la limosna. Si no se vive desprendido de los propios bienes, ya sean superfluos o necesarios, el acto de la caridad se vuelve más difícil, o incluso imposible de realizar[26].

Sin embargo, el concepto de limosna se aleja del de generosidad cuando se trata de la limosna espiritual. Bien sabemos que a la generosidad le corresponde el uso y distribución de riquezas y, por tanto, excluye, según la extensión que da Santo Tomás al término, los bienes espirituales.

De todas formas, al enunciar las limosnas corporales, Santo Tomás nos da más pistas sobre su relación con la generosidad. La clasificación tomista de limosnas corporales es compleja y llevaría mucho tiempo detenerse en cada una de ellas. Sin embargo, simplificando, podemos llegar a la siguiente lista: dar alimento al hambriento, bebida al sediento, vestido al desnudo, posada al peregrino, visitar a los enfermos, redimir al cautivo y dar sepultura a los muertos[27].

Cabe notar que no existe una mención expresa de las riquezas, por lo que parece que la generosidad no fuera necesaria para la realización de limosnas corporales. Pero Santo Tomas sale al paso de esta falsa impresión y afirma:

«Las riquezas que remedian la pobreza no se buscan sino para subvención de las deficiencias dichas, por eso no se hace especial mención de ellas»[28].

Con este texto reafirma Santo Tomás el carácter facilitador que la generosidad tiene para el acto caritativo de la limosna y da a entender además su carácter general, es decir que al estar desprendido de las riquezas, el hombre se encuentra dispuesto a realizar cualquier tipo de limosna corporal. Este carácter general propio de las riquezas es un tema recurrente en la enseñanza tomista y un aspecto importante a tener en cuenta a la hora de relacionar la generosidad y la limosna.

«La generosidad se ordena a todos los bienes predichos [bienes corporales, el bien común y bienes espirituales], porque, en efecto, el hombre que no está apegado al dinero fácilmente lo utiliza para sus necesidades, para las del prójimo y para el culto a Dios. Por esta universalidad de buenas obras tiene la generosidad una cierta excelencia»[29].

Con esta afirmación, el Aquinate da un paso más y relaciona las riquezas también con las limosnas espirituales. Lo hace en el artículo siguiente, al estudiar la importancia relativa de la limosna corporal y la espiritual.

«En algunos casos concretos, la limosna corporal lleva ventaja a ciertas espirituales: al que muere de hambre, antes que enseñarle, se ha de darle alimento, pues el Filósofo dice que “es mejor dotar al indigente que volverlo filósofo”, aunque esto sea mejor en términos absolutos»[30].

Muchas veces, los medios materiales resultan condición indispensable para alcanzar los espirituales. Es evidente que para que una persona alcance bienes espirituales, antes que nada, debe haber obtenido un nivel de vida material digno, que le permita elevar su alma a los valores superiores, que son los espirituales.

Sin embargo, Santo Tomás no se queda aquí. Las riquezas materiales no son una simple condición para «dar el salto» hacia los bienes espirituales, sino que además siempre pueden ir acompañadas de eficacia sobrenatural. La razón estriba en que lo importante de la limosna no está en el hecho material de dar un bien a otro, sino en la intención con que se da. El Aquinate ilustra esta enseñanza con el ejemplo de la viuda pobre del Evangelio de San Lucas, que mereció el elogio del Señor: «dio más que todos» (Lc. 21,2).

«La viuda, dando menos en cantidad, dio más en proporción, por lo cual se pone en ella mayor afecto de caridad, que es lo que da eficacia espiritual a la limosna»[31].

Si volvemos a la relación con la generosidad, podemos concluir que el desprendimiento de los bienes materiales facilita la realización de las limosnas corporales. A su vez, si éstas se realizan con verdadero e intenso afecto de caridad, se obtendrá, por medio de esta obra, una mayor eficacia sobrenatural. Por tanto, resulta lógico afirmar que la generosidad facilita la eficacia sobrenatural de los actos humanos. Dicho de forma negativa, el apego inmoderado a los bienes materiales imposibilita que el hombre realice obras meritorias con sus riquezas.

«La limosna corporal puede considerarse de tres modos. En primer lugar, substancialmente. De este modo no obra más que el efecto corporal, por cuanto llena las necesidades corporales de los prójimos. Por parte de su causa, la limosna corporal se da por amor de Dios y del prójimo; en este sentido, da fruto espiritual: “pierde el dinero por el pobre, pon tu tesoro en los preceptos del Altísimo, y te aprovechará más que el oro”. Finalmente, de parte del efecto. También allí se recoge fruto espiritual: el prójimo socorrido con limosna corporal se mueve a rezar por el bienhechor»[32].

Otra interesante pregunta que se realiza Santo Tomás es si el hombre debe dar limosna de lo que necesita para sí y para el mantenimiento de los suyos. Esta pregunta implica una clasificación de los bienes personales en necesarios y superfluos, que vale la pena estudiar.

Lo primero que destaca Santo Tomás es el derecho de propiedad que cada individuo posee sobre los bienes que el Señor ha puesto a su disposición, pues «a cada cual le es lícito el uso y retención de sus cosas»[33]. Sin embargo, el precepto de la caridad exige que la persona socorra las necesidades del prójimo, que se realiza mediante la limosna. Pero este precepto debe ser cumplido siguiendo la recta razón, que impulsa a procurar primero lo necesario para el sustento personal y de las personas más allegadas, dando limosnas de los bienes sobrantes.

«“Dad limosna de lo que os sobre” (Lc. 11,41). Y llamo superfluo no sólo lo que es respecto de su persona, lo innecesario para el individuo, sino también en relación a los sometidos a su cuidado (...), ya que es menester que antes esté provisto él y los de sus desvelos, y después con lo sobrante subvenga a las necesidades de los demás»[34].

Cabe el riesgo de caer en la tentación de querer determinar un punto de inflexión entre lo superfluo y lo necesario. Santo Tomás no da una medida, siempre deja abierta la decisión a la prudencia y responsabilidad personal, porque es un punto que depende de las circunstancias personales y familiares de cada uno.

A pesar de que la medida de lo necesario o lo superfluo dependa de las circunstancias personales, Santo Tomás define y clasifica los bienes necesarios. Dicha clasificación nos resultará de utilidad para establecer ciertos criterios de decisión a la hora de dar un bien propio a otro.

Según Santo Tomás se puede hablar de necesario para quien da en dos sentidos: el primero es cuando aquello que da pone en peligro la vida de quien lo dona y la de su familia pues le quita el sustento. Estos bienes pueden ser dados como limosna en raras excepciones, por ejemplo, cuando por medio de ella se obtuviera la libertad de un gran personaje que sostenga la Iglesia o la República[35], porque el bien común siempre debe ser preferido al propio. Pero es una situación excepcional, difícil que se dé con frecuencia.

El segundo sentido de lo necesario lo constituyen todas aquellas cosas sin las cuales la persona y sus allegados no desarrollarían convenientemente la vida según su condición y estado personal. Santo Tomás deja claro aquí la flexibilidad de este criterio, que no establece, como hemos dicho, un límite fijo y estricto.

«El término de ese necesario no se funda en algo indivisible [o mejor dicho fijo], antes bien, se le puede añadir mucho, y aún así no pasar el límite de lo necesario y se le puede restar mucho y quedar bastante para desenvolver la vida de un modo congruente al propio estado»[36].

Santo Tomás enseña que los bienes necesarios que se encuentran dentro de estos límites señalados y que no afectan el modo de vida de la persona, son susceptibles de ser entregados como limosnas, pero no constituyen una obligación que cae bajo precepto, sino como consejo.

Por otro lado, todo lo que supere este flexible límite de lo necesario cae bajo el concepto de bienes superfluos. Al respecto, el Angélico deja claramente establecido que dar limosna de los bienes superfluos es un precepto que obliga gravemente. Creo que esta larga cita, que incluye un texto de San Basilio, ilumina la postura del Aquinate sobre el deber de dar las riquezas superfluas como limosnas a los más necesitados.

«Los bienes temporales, que divinamente se confieren al hombre, son ciertamente de su propiedad; pero su uso no solamente debe ser suyo, sino también de aquellos que pueden sustentarse con lo superfluo de ellos. Por eso dice San Basilio: “Si confiesas que se te han dado divinamente los bienes temporales, ¿es injusto Dios al distribuir desigualmente las cosas? ¿Por qué tú abundas, ya que él, en cambio, mendiga, sino para que tú consigas méritos con tu bondadosa dispensación y él sea decorado con el galardón de la paciencia? Es pan del hambriento el que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se te apolilla y dinero del pobre el que tienes soterrado. Por lo cual en tanto sufres vilipendio en cuanto no das lo que puedes”»[37].

Respecto de los bienes materiales superfluos, Santo Tomás llama a no caer en el error de guardar bienes innecesarios por la pura probabilidad futura de que suceda cualquier infortunio, «pues no es menester que prevea todos los reveses futuros que le pueden sobrevenir; esto sería pensar en el mañana, prohibido por el Señor. (Cfr. Mt 6,34)»[38].

Existe otra circunstancia que amplía el precepto de dar los bienes personales: la necesidad extrema del indigente o de la república. Hay situaciones en las que se peca mortalmente si se omite dar limosna, aunque sea de bienes necesarios. Es cuando quien la recibe manifiesta una clara y evidente necesidad y no existe nadie más que pueda solventarla en el momento[39].

Esta clasificación de riquezas necesarias o superfluas resulta de gran utilidad para la relación entre la limosna y la generosidad. Para que la decisión de dar sea justa y caritativa, la medida de la donación tiene que ser adecuada a la recta razón[40]. A su vez, para que la decisión se adecue a la recta razón, se requiere como condición indispensable que exista una moderación en el afecto del apetito concupiscible hacia dichos bienes, y como bien sabemos, esta moderación es una función propia de la virtud de la generosidad.

En conclusión, sólo mediante un desprendimiento moderado de los bienes materiales el hombre podrá definir prudentemente qué bienes resultan necesarios para su sustento y el de su familia, y cuáles pueden considerarse como superfluos y factibles de ser entregados como limosnas para el bien de los más necesitados. En cambio, un afecto desordenado hacia los bienes no logrará determinar el punto medio justo, y frenará, o por lo menos dificultará, el acto caritativo de la limosna.

Relación de la generosidad con la esperanza

Es lógico que se encuentre cierta dificultad a la hora de definir la esperanza, que, por un lado, es enumerada por Santo Tomás entre las pasiones y, por otro, es una virtud teologal.

El análisis etimológico del término esperanza puede ayudar a la hora de entender el sentido del concepto. Su origen en las lenguas románticas se encuentra en los términos spes ysperare, que surgen respectivamente de las palabras griegas elpis y elpizo. Estas palabras, a su vez, derivan de la raíz felp, que significa desear o querer algo ardientemente. Por tanto, la espera de algo implica el ardiente deseo de lo que esperamos. Por otro lado, algunos autores modernos se inclinan a pensar que el término esperanza deriva de la raíz spa, que se relaciona, a su vez, con la noción de cierta expansión o tendencia.

De este breve análisis etimológico se deduce que, por su mismo significado original, la esperanza implica un deseo ardiente de algún bien sensible, y a su vez, la intención o movimiento del ánimo hacia un bien determinado[41]. Por este motivo, la esperanza es inscrita por Santo Tomás entre las pasiones del apetito sensible.

«La esperanza, por implicar una inclinación del apetito hacia el bien, pertenece evidentemente a la potencia apetitiva, pues el movimiento hacia las cosas copete propiamente al apetito»[42].

Pero la esperanza no es simplemente un deseo ardiente de algo, sino que implica además la expectación de un bien determinado, es decir, la confianza de alcanzar un bien futuro, arduo y posible. Estas son las notas características de la esperanza.

A su vez, la esperanza puede ser humana o sobrenatural. Humana, en cuanto que el bien arduo futuro lo puede ser también objeto de voluntad; y sobrenatural, en cuanto se desea conseguir a Dios mismo, lo cual no está al alcance de las fuerzas humanas naturales.

«Hemos dicho también que hay una doble medida en las acciones humanas: una próxima y homogénea, cual es la razón, y otra suprema y trascendente, que es Dios Así, toda acción humana fundada en al razón o que alcanza a Dios es buena. Y el acto de la esperanza que aquí hablamos alcanza a Dios»[43].

Siguiendo el rumbo marcado por el Aquinate en este texto, dejaremos de lado la esperanza como pasión y nos centraremos en la esperanza como virtud. Es decir nos alejaremos del bien arduo, futuro y posible que el hombre puede conseguir por sus propias fuerzas e inclinaciones y nos centraremos en el bien que se espera por el auxilio divino, que es Dios mismo[44].

Para profundizar en esta idea puede servir el análisis del objeto propio de la virtud de la esperanza que realiza Santo Tomás:

«Hemos dicho que la esperanza de que ahora tratamos alcanza a Dios, al apoyarse en su auxilio para conseguir el bien esperado. Conviene que el efecto sea proporcionado a su causa, por lo tanto, el bien que propia y principalmente debemos esperar de Dios es un bien infinito proporcionado al poder de Dios que ayuda, pues es propio del infinito poder llevar al bien infinito. Este bien es la vida eterna, que consiste en la fruición del mismo Dios, no debiendo de esperar de Él menos que a Él mismo, puesto que no es menor su bondad, por la que comunica bienes a la criatura, que su esencia. En consecuencia, el objeto propio y principal de la esperanza es la bienaventuranza eterna»[45].

Este auxilio divino, al que llama también ayuda de Dios o bondad divina, constituye el objeto formal de la esperanza teologal. Las fuentes de esta enseñanza tomista se encuentran en San Alberto Magno y en San Buenaventura[46]. Es interesante destacar este origen, pues en él se puede encontrar la primera relación de la esperanza con la generosidad.

Sostienen San Alberto y San Buenaventura que la esperanza tiene su motivo en la omnipotencia del Dios que auxilia, y lo enseñan afirmando que la esperanza radica en la «virtud y la largueza divinas»[47]. Santo Tomás no utiliza mucho esta expresión de su maestro en sus obras de madurez, sólo lo hace en su temprano Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo[48].

Al afirmar que la esperanza tiene por objeto formal la bienaventuranza, y que ésta sólo se puede alcanzar con la ayuda del auxilio divino, se está haciendo referencia a la largueza o generosidad de Dios, que da gratuitamente a los hombres el don de alcanzar el fin último, que es Él mismo. Por tanto, la generosidad divina se encuentra en la raíz misma de la esperanza, es la que sustenta y da las fuerzas necesarias para tener la certeza del auxilio divino que permitirá alcanzar el bien arduo sobrenatural que el hombre se propone.

Es lógico preguntarnos en este momento si cabe la posibilidad de poner la esperanza en otro bien distinto a la bienaventuranza eterna. Por supuesto que la respuesta de Santo Tomás es afirmativa, pero con la condición de que dicho bien, distinto al fin último del hombre, esté ordenado a la bienaventuranza, o, lo que es lo mismo, que constituya un instrumento o medio para conseguirla.

«Cualquier otro bien no lo debemos pedir a Dios sino en orden a la bienaventuranza eterna. De ahí que la esperanza se dirige principalmente al a bienaventuranza eterna y secundariamente a las otras cosas que se piden a Dios en orden a ella; lo mismo la fe tiene por objeto principal a Dios y como objeto secundario lo que a Él se ordena»[49].

Santo Tomás explica este punto con detenimiento y profundidad filosófica al estudiar si se puede lícitamente esperar en el hombre. En esta cuestión no sólo se plantea si es lícito poner la esperanza en los hombres, sino en todos aquellos bienes inferiores al fin último.

Lo primero que hace notar Santo Tomás es que tanto en la causa final –la bienaventuranza eterna–, como en la causa eficiente de la esperanza –el auxilio divino–, se pueden detectar un elemento principal y otro secundario:

«El principal fin es el fin último, y el secundario es el bien ordenado al fin. Paralelamente, la causa agente principal es el agente primero y la causa eficiente secundaria es el agente instrumental secundario»[50].

Santo Tomás identifica la bienaventuranza eterna con el fin último de la esperanza, y el auxilio divino con el agente principal que conduce a la bienaventuranza. Por tanto, el resto de los bienes inferiores al bien eterno –Dios mismo–, incluido el hombre, constituyen agentes secundarios y fines intermedios de la esperanza.

«Y así como no es lícito esperar bien alguno como último fin fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la beatitud, del mismo modo no es lícito esperar en ningún hombre o criatura como primera causa que conduce a la bienaventuranza. Pero sí es lícito esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario o instrumental con que ayudarse a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza»[51].

Santo Tomás deja muy clara la necesidad de una jerarquía de bienes que comienza por Dios, continúa con los bienes espirituales y culmina con los bienes materiales. Esta jerarquía rige también el orden de la esperanza y nos lleva a buscar los bienes inferiores sólo en la medida que nos conducen a los superiores. En este sentido, la generosidad resulta una virtud que facilita la esperanza verdadera, pues es a esta virtud a la que le corresponde el recto ordenamiento de los bienes materiales como instrumentos para alcanzar los superiores. ¿Por qué? Porque un deseo exagerado de riquezas implicaría un desorden grave: la avaricia, que lleva a considerar las riquezas no como instrumentos útiles para alcanzar bienes superiores, sino como fines en sí mismos.

«Los bienes exteriores son medios útiles para conseguir un fin. Por eso es necesario que el deseo o apetito de dinero guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición social. Y por consiguiente, el pecado se dará en el exceso de esta medida, cuando uno quiera adquirir y retener riquezas sobrepasando la proporción debida»[52].

El deseo inmoderado de riquezas se puede definir también como un exceso de confianza en los bienes materiales, que lleva a poner en ellos nuestro fin y a despreciar el auxilio divino. Por este motivo, la falta de generosidad no es solamente un pecado contra uno mismo y contra el prójimo, sino que es, sobre todo, un pecado contra Dios «en cuanto se desprecia el bien eterno a cambio del temporal»[53].

Sin embargo, las virtudes teologales no pueden darse como un medio entre dos extremos. «Por su objeto propio, no les compete consistir en un medio (...). Así, la fe no puede tener medio y extremos en cuanto es adhesión a la verdad primera, pues nadie puede adherirse a ella excesivamente»[54]. Lo mismo sucede con la esperanza, que no tiene medio ni extremos por parte del objeto principal, porque nadie puede afirmar que tiene una excesiva confianza en la ayuda divina. Sí, en cambio, cabe un medio y extremos en la esperanza de alcanzar bienes materiales, «en cuanto que es factible que alguien crea poder alcanzar bienes que le superan o desesperar de bienes que tiene al alcance de la mano»[55]. Bajo este aspecto se distinguen la generosidad, virtud humana, de la esperanza, virtud teologal: mientras que la primera tiene por objeto un instrumento para alcanzar el fin, es decir, las riquezas, la esperanza tiene por objeto el fin mismo, Dios.  

Generosidad y templanza

Hemos visto cómo el deseo y amor por las riquezas –pasiones del concupiscible– constituyen la materia próxima de la generosidad. Esto hace pensar, en un primer momento, que la generosidad debe ser considerada dentro de la virtud cardinal de la templanza. Sin embargo, según el doctor Angélico, la materia de la generosidad difiere de la materia de la templanza, porque mientras ésta tiene por objeto la concupiscencia de los placeres carnales, la concupiscencia del dinero «no es carnal sino más bien espiritual»[56].

Para entender el significado de la expresión magis animalis, usada por Santo Tomás, es necesario recurrir al tratado de las pasiones, más concretamente a las cuestiones treinta y treinta y uno de la Prima Secundae. Allí el Aquinate desarrolla su doctrina sobre el deseo (o concupiscencia) y la delectación (o gozo), que son dos pasiones del concupiscible.

En las mencionadas cuestiones, Santo Tomás explica que no existe una sola clase de deseos:

«El deseo, propiamente hablando, puede pertenecer no sólo al apetito inferior, sino también y con mayor razón al superior, por cuanto no implica asociación alguna con la cosa deseada, como en la concupiscencia[57], sino un simple movimiento hacia ella»[58].

Por consiguiente, también el gozo que produce la obtención de la cosa deseada puede ser de distintas clases: en la división de la delectación o gozo hecha por el doctor Angélico se distingue, en un primer momento, la corporal –a la que llama también natural[59], carnal[60] o mixta[61]– de la del alma[62] –que denomina en otras ocasiones como espiritual[63], inteligible[64], pura o simple[65]–.

Las delectaciones corporales son «las que se realizan en la sensación, como las delectaciones en las comidas y las venéreas»[66], que son propias de la facultad orgánica de la persona. La moderación de dichas delectaciones es tarea principal de la templanza. En cambio, «delectaciones espirituales [o del alma] se dicen las que terminan en la sola aprehensión del alma»[67]. Se penetra de esta forma en el campo de las potencias espirituales, donde la templanza ya no cumple un papel principal, dejando su puesto a virtudes como la justicia o la caridad.

El deseo de riquezas tiene su punto de origen en el apetito concupiscible, pero el gozo que ellas brindan no culmina en un placer corporal –como el producido por la comida–, sino que es un gozo espiritual, que se realiza en el apetito racional o voluntad. Estas delectaciones a las que se hace referencia afectan al apetito concupiscible de un modo psicológico, diverso al simple placer fisiológico[68].

La distinción entre concupiscencia carnal y espiritual resulta mucho más sencilla si enfocamos el problema desde el punto de vista del objeto. Mientras que la concupiscencia carnal tiene por objeto el bien deleitable –el placer sensible–, la concupiscencia espiritual tiene por objeto el bien útil, es decir, aquel que «no se busca por sí mismo, sino por el fruto y la utilidad que reporta, como es el caso de las riquezas»[69].

En este sentido, los bienes útiles constituyen medios para que el hombre obtenga no solamente bienes que satisfagan sus necesidades personales corporales –bienes deleitables–, como el alimento o el vestido, sino que con ellos también puede conseguir satisfacer las necesidades de los demás hombres. Por consiguiente, la generosidad, que tiene por materia las riquezas, trasciende en cierta medida la templanza. Sin embargo, también la requiere, pues si existe un deseo desordenado de bienes personales deleitables, las riquezas no serán usadas sino para satisfacer dicho deseo.

Pero Santo Tomás no sólo relaciona las riquezas con el bien útil y deleitable, sino también con el bien honesto[70]. Es interesante este estudio, pues nos permite descubrir el sentido positivo que el Aquinate otorga a las riquezas y a todos los bienes materiales en general, ya sea por su condición de criaturas de Dios o por su ordenamiento hacia Él.

El concepto de honestidad nos habla de la excelencia de un objeto. Es un concepto similar al de bondad, y el Aquinate lo asimila al término de virtud[71]. Ahora bien, ¿porqué, siendo la honestidad un bien tan amplio y general, Santo Tomás la relaciona con la templanza, que regula el mas bajo de los apetitos del hombre? Justamente por esa radical oposición entre uno y otro, pues «a la templanza, se le debe un mayor honor por reprimir los vicios más execrables»[72].

«Hermoso y torpe son términos antagónicos que mutuamente se dan luz. Por eso la honestidad parece reducirse con especial motivo a la templanza, que refrena lo que hay en el hombre de más bajo y torpe, es decir, los placeres propios de brutos. Por eso, su mismo nombre de templanza lleva escondido un bien para la razón, al que corresponde moderar o temperar las concupiscencias depravadas»[73].

Sin embargo, la honestidad no depende de la templanza del mismo modo que la abstinencia y la sobriedad[74] –que son partes subjetivas– o la clemencia y la mansedumbre[75] –que constituyen partes potenciales–, sino como parte integral de la templanza, es decir como una condición necesaria para su existencia. La honestidad no es una virtud dependiente o inferior a la templanza. Por eso se explica la discrepancia entre la opinión de Cicerón, que afirmaba que la templanza es parte de la honestidad, y la de San Ambrosio y Macrobio, que piensan que la honestidad es parte de la Templanza[76].

La honestidad es cierta hermosura espiritual[77], y son bienes honestos aquellos que poseen cierta excelencia. De ahí que el bien honesto por antonomasia sea Dios mismo. Y en el ámbito de lo humano, se habla de bien honesto para referirse principalmente a las virtudes. Pero también son dignos de honor otros bienes inferiores a la virtud «en cuanto cooperan a su formación, por ejemplo, la nobleza, el poder y la riquezas»[78].

«Según la común estimación de los hombres, la excelencia que procede de las riquezas hace al hombre digno de honor, de ahí deriva que a veces se le aplique el nombre de honestidad a la prosperidad en bienes externos»[79].

Ahora bien, si la honestidad pertenece a la templanza, y las riquezas, además de bienes útiles, pueden ser consideradas como bienes honestos, parece lógico deducir que la virtud de la generosidad, que regula el uso de bienes materiales, se relaciona más estrechamente con la templanza que con la justicia. Para contrarrestar esta respetable posición, Santo Tomás ofrece diversos argumentos.

En primer lugar, como ya hemos dicho, si consideramos la honestidad en su máxima extensión, como lo hacía Cicerón, no puede ser parte de la templanza, y por tanto, los bienes honestos superan en dignidad a los bienes deleitables. En este sentido la generosidad tiene un objeto más amplio que la templanza[80].

Por otro lado, se puede enfocar la relación del honor y de la templanza no como opuestos que se asocian. En este sentido «a la justicia y a la fortaleza se debe mayor honor que a la templanza en virtud de la mayor excelencia que su objeto»[81]. La razón radica en que el uso de las riquezas para satisfacer necesidades ajenas es mas digno de honor que su uso para satisfacer los deseos personales.

A modo de resumen podemos afirmar que la enseñanza tomista sobre la diferencia entre pasiones espirituales y carnales es la que permite solucionar la distinción entre la generosidad y la templanza. En la cuestión 118, al tratar el tema de la avaricia, Santo Tomás deja zanjado el tema cuando dice:

«La avaricia, que tiene por objeto lo corporal, no busca un deleite corporal, sino únicamente espiritual, es decir, el placer de tener muchas riquezas. Y, por lo tanto, no es pecado carnal. Sin embargo, este objeto le coloca en un término medio entre los pecados puramente espirituales, que buscan un placer espiritual causado por un objeto espiritual –como la soberbia, que se deleita en su sentimiento de superioridad–, y los pecados puramente carnales, que sólo buscan el placer carnal sobre un objeto igualmente carnal»[82].

El argumento dado por Santo Tomás pretende, a nuestro entender, acercar la virtud de la generosidad al campo de la voluntad, y alejarla –sin independizarse totalmente– del ámbito del apetito concupiscible. Intenta identificar el acto de la persona generosa con una acción que trasciende –aunque la implica– la esfera meramente sensitiva.

Notas


[1] S.Th., II-II, q. 23, a. 8, sc: «Sed contra est quod Ambrosius dicit caritatem esse formam virtutum».

[2] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 2, co.

[3] Cfr. S.Th., II-II, qq. 28-30.

[4] S. Th., II-II, q. 30, a. 1, co: «Misericorida est alienae miseriae in nostro corde compassio, quea utique, si possumus, subvenire compellimur». Cfr. San Agustín, De Civitate Dei, IX, c. 5, PL 41, 261.

[5] Cfr. Ibidem.

[6] Ibidem: «Miseria autem felicitati opponitur. Est autem de ratione beatitudinis sive felicitatis ut aliquis potiatur eo quod vult, nam sicut Augustinus dicit, XIII de Trin., beatus qui habet omnia quae vult, et nihil mali vult». Cfr. San Agustín, De Trinitate, XIII, c. 5, PL 41, 1020.

[7] Ibidem: «Uno quidem modo, appetitu naturali, sicut omnes homines volunt esse et vivere. Alio modo homo vult aliquid per electionem ex aliqua praemeditatione. Tertio modo homo vult aliquid non secundum se, sed in causa sua, puta, qui vult comedere nociva, quodammodo dicimus eum velle infirmari».

[8] Ibidem: «Sic igitur motivum misericordiae est, tanquam ad miseriam pertinens, primo quidem illud quod contrariatur appetitui naturali volentis, scilicet mala corruptiva et contristantia, quorum contraria homines naturaliter appetunt. Unde philosophus dicit, in II rhet., quod misericordia est tristitia quaedam super apparenti malo corruptivo vel contristativo. Secundo, huiusmodi magis efficiuntur ad misericordiam provocantia si sint contra voluntatem electionis». Cfr. Aristóteles, Retórica, VIII, 1385 b, 13 y 1386 a, 5.

[9] Cfr. S.Th., q. 30, a. 1, co.

[10] S.Th., II-II, q. 117, a. 5, ad 3: «Datio benefici et misericordis procedit ex eo quod homo est aliqualiter affectus circa eum cui dat. Et ideo talis datio pertinet ad caritatem sive ad amicitiam. Sed datio liberalitatis provenit ex eo quod dans est aliqualiter affectus circa pecuniam, dum eam non concupiscit neque amat. Unde etiam non solum amicis, sed etiam ignotis dat, quando oportet. Unde non pertinet ad caritatem, sed magis ad iustitiam, quae est circa res exteriores».

[11] Cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 3, ad. 3.

[12] Ibidem, a. 2, co: «Evenire plerumque solet ut, non amissa caritate, et inimici nos ruina laetificet, et rursum eius gloria sine invidiae culpa contristet, cum et ruente eo quosdam bene erigi credimus, et proficiente illo plerosque iniuste opprimi formidamus».

[13] Cfr. Ibidem. Santo Tomás fundamenta la bondad del celo en la Sagrada Escritura citando a San Pablo: «Envidiad lo espiritual» (1Cor 14, 1).

[14] Ibidem: «Secundum doctrinam fidei, temporalia bona quae indignis proveniunt ex iusta Dei ordinatione disponuntur vel ad eorum correctionem vel ad eorum damnationem, et huiusmodi bona quasi nihil sunt in comparatione ad bona futura, quae servantur bonis. Et ideo huiusmodi tristitia prohibetur in Scriptura sacra, secundum illud psalm., noli aemulari in malignantibus, neque zelaveris facientes iniquitatem. Et alibi, pene effusi sunt gressus mei, quia zelavi super iniquos, pacem peccatorum videns».

[15] Ibidem: «Quia dolet de eo de quo est gaudendum, scilicet de bono proximi».

[16] Con el nombre de beneficencia, Santo Tomás describe todos los actos bienhechores del amor en general, mientras que la limosna y la corrección fraterna son obras caritativas particulares.

[17] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 2, co.

[18] Cfr. S.Th., II-II, q. 31, a. 1, co.

[19] Ibidem: «Si autem bonum quod quis facit alteri accipiatur sub aliqua speciali ratione boni, sic beneficentia accipiet specialem rationem, et pertinebit ad aliquam specialem virtutem».

[20] S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad 3: «Sicut amicitia seu caritas respicit in beneficio collato communem rationem boni, ita iustitia respicit ibi rationem debiti. Misericordia vero respicit ibi rationem relevantis miseriam vel defectum».

[21] S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad 2: «In collatione donorum duo sunt attendenda, quorum unum est exterius datum; aliud autem est interior passio quam habet quis ad divitias, in eis delectatus. Ad liberalitatem autem pertinet moderari interiorem passionem, ut scilicet aliquis non superexcedat in concupiscendo et amando divitias, ex hoc enim efficietur homo facile emissivus donorum. Unde si homo det aliquod donum magnum, et tamen cum quadam concupiscentia retinendi, datio non est liberalis. Sed ex parte exterioris dati collatio beneficii pertinet in generali ad amicitiam vel caritatem. Unde hoc non derogat amicitiae, si aliquis rem quam concupiscit retinere det alicui propter amorem; sed magis ex hoc ostenditur amicitiae perfectio».

[22] S.Th., II-II, q. 32, a. 1, co: «Exteriores actus ad illam virtutem referuntur ad quam pertinet id quod est motivum ad agendum huiusmodi actus».

[23] Cfr. Ibidem.

[24] Ibidem: «Eleemosyna est opus quo datur aliquid indigenti ex compassione propter Deum». Quizá se podría traducir: «una obra por la cual es dado algo al indigente por compasión y a causa de Dios» (Cfr. Alberto Magno, In Sent., IV, d. 15, p.2, a. 1, q.4).

[25] S.Th., II-II, q. 32, a. 1, ad 4: «Dare eleemosynam pertinet ad liberalitatem inquantum liberalitas aufert impedimentum huius actus, quod esse posset ex superfluo amore divitiarum, propter quem aliquis efficitur nimis retentivus earum». Esta enseñanza tomista sobre la distinción entre la liberalidad y la caridad se encuentra también en In Libros Sententiarum, IV, d. 15, q. 2, a. 1C, co. y ad 3.

[26] A pesar de la importancia de la generosidad para el acto caritativo, Santo Tomás deja abierta la posibilidad de que la persona pueda dar un bien a otro por amor, aunque se esté apegado a él. Este hecho, según el Aquinate, hace aún más perfecta la acción (Cfr. S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad. 2).

[27] Cfr. S.Th., II-II, q. 32, a. 2, co.

[28] Ibidem, ad. 2: «Divitiae autem, quibus paupertati subvenitur, non quaeruntur nisi ad subveniendum praedictis defectibus, et ideo non fuit specialis mentio de hoc defectu facienda».

[29] S.Th., II-II, q. 117, a. 6, co: «Liberalitas ordinatur in omnia bona praedicta, ex hoc enim quod homo non est amativus pecuniae, sequitur quod de facili utatur ea et ad seipsum, et ad utilitatem aliorum, et ad honorem Dei. Et secundum hoc, habet quandam excellentiam ex hoc quod utilis est ad multa».

[30] S.Th., II-II, q. 32, a. 3, co: «Secundum aliquem particularem casum, in quo quaedam corporalis eleemosyna alicui spirituali praefertur. Puta, magis esset pascendum fame morientem quam docendum, sicut et indigenti, secundum philosophum, melius est ditari quam philosophari, quamvis hoc sit simpliciter melius». Cfr. Aristóteles, Tópicos (118a, 10).

[31] S.Th., II-II, q. 32, a. 4, ad. 3: «Vidua, quae minus dedit secundum quantitatem, plus dedit secundum suam proportionem; ex quo pensatur in ipsa maior caritatis affectus, ex qua corporalis eleemosyna spiritualem efficaciam habet».

[32] S.Th., II-II, q. 32, a. 4, co: «Respondeo dicendum quod eleemosyna corporalis tripliciter potest considerari. Uno modo, secundum suam substantiam. Et secundum hoc non habet nisi corporalem effectum, inquantum scilicet supplet corporales defectus proximorum. Alio modo potest considerari ex parte causae eius, inquantum scilicet aliquis eleemosynam corporalem dat propter dilectionem Dei et proximi.Et quantum ad hoc affert fructum spiritualem, secundum illud Eccli. XXIX, perde pecuniam propter fratrem. Pone thesaurum in praeceptis altissimi, et proderit tibi magis quam aurum. Tertio modo, ex parte effectus. Et sic etiam habet spiritualem fructum, inquantum scilicet proximus, cui per corporalem eleemosynam subvenitur, movetur ad orandum pro benefactore».

[33] Ibidem, a. 5, arg. 2: «Cuilibet licet sua re uti et eam retinere».

[34] Ibidem, co: «Quod superest date eleemosynam. Et dico superfluum non solum respectu sui ipsius, quod est supra id quod est necessarium individuo; sed etiam respectu aliorum quorum cura sibi incumbit, quia prius oportet quod unusquisque sibi provideat et his quorum cura ei incumbit (...), et postea de residuo aliorum necessitatibus subveniatur».

[35] Cfr. S.Th., II-II, q. 32, a. 6, co.

[36] Ibidem: «Huius necessarii terminus non est in indivisibili constitutus, sed multis additis, non potest diiudicari esse ultra tale necessarium; et multis subtractis, adhuc remanet unde possit convenienter aliquis vitam transigere secundum proprium statum».

[37] Ibidem, a. 5, ad 2: «Bona temporalia, quae homini divinitus conferuntur, eius quidem sunt quantum ad proprietatem, sed quantum ad usum non solum debent esse eius, sed etiam aliorum, qui ex eis sustentari possunt ex eo quod ei superfluit. Unde basilius dicit, si fateris ea tibi divinitus provenisse (scilicet temporalia bona) an iniustus est Deus inaequaliter res nobis distribuens? cur tu abundas, ille vero mendicat, nisi ut tu bonae dispensationis merita consequaris, ille vero patientiae braviis decoretur? est panis famelici quem tu tenes, nudi tunica quam in conclavi conservas, discalceati calceus qui penes te marcescit, indigentis argentum quod possides inhumatum. Quocirca tot iniuriaris quot dare valeres». Cfr. Basilio, Homilía 6 in Lucas 12,18, PG (31, 275).

[38] S.Th., II-II, q. 32, a. 5, ad 3: «Nec oportet quod consideret ad omnes casus qui possunt contingere in futurum, hoc enim esset de crastino cogitare, quod Dominus prohibet».

[39] Cfr. Ibidem.

[40] Cfr. Ibidem, co.

[41] Cfr. T. Urdanoz, Introducción al tratado de la esperanza, en S.Th, tomo VII, BAC, Madrid 1959, p. 480.

[42] S.Th., I-II, q. 40, a. 2, co: «Cum spes importet extensionem quandam appetitus in bonum, manifeste pertinet ad appetitivam virtutem, motus enim ad res pertinet proprie ad appetitum».

[43] S.Th., II-II, q. 17, a. 1, co: «Humanorum autem actuum, sicut supra dictum est, duplex est mensura, una quidem proxima et homogenea, scilicet ratio; alia autem est suprema et excedens, scilicet Deus. Et ideo omnis actus humanus attingens ad rationem aut ad ipsum Deum est bonus. Actus autem spei de qua nunc loquimur attingit ad Deum».

[44] Cfr. Ibidem; Q. D. de Spe, a. 4; S.Th., II-II, q. 18, a. 2, co.

[45] S.Th., II-II, q. 17, a. 2, co: «Sicut dictum est, spes de qua loquimur attingit Deum innitens eius auxilio ad consequendum bonum speratum. Oportet autem effectum esse causae proportionatum. Et ideo bonum quod proprie et principaliter a Deo sperare debemus est bonum infinitum, quod proportionatur virtuti Dei adiuvantis, nam infinitae virtutis est proprium ad infinitum bonum perducere. Hoc autem bonum est vita aeterna, quae in fruitione ipsius Dei consistit, non enim minus aliquid ab eo sperandum est quam sit ipse, cum non sit minor eius bonitas, per quam bona creaturae communicat, quam eius essentia. Et ideo proprium et principale obiectum spei est beatitudo aeterna».

[46] Cfr. T. Urdanoz, Introducción.., p. 515.

[47] San Alberto Magno, In Sent., III, d. 26, a.1 q, ad. 8; San Buenaventura, In Sent., II, d. 26, a. 1, q. 1: «Divina largitas, excellentia virtutis et largitas».

[48] Cfr. In Libros Sententiarum, III, d. 26, q. 2, a. 4, sc. 3.

[49]S.Th., II-II, q. 17, a. 2, ad. 2: «Quaecumque alia bona non debemus a Deo petere nisi in ordine ad beatitudinem aeternam. Unde et spes principaliter quidem respicit beatitudinem aeternam; alia vero quae petuntur a Deo respicit secundario, in ordine ad beatitudinem aeternam. Sicut etiam fides respicit principaliter Deum, et secundario respicit ea quae ad Deum ordinantur».

[50] S.Th., II-II, q. 17, a. 4, co: «Principalis enim finis est finis ultimus; secundarius autem finis est bonum quod est ad finem. Similiter principalis causa agens est primum agens; secundaria vero causa efficiens est agens secundarium instrumentale».

[51] Ibidem: «Sicut igitur non licet sperare aliquod bonum praeter beatitudinem sicut ultimum finem, sed solum sicut id quod est ad finem beatitudinis ordinatum; ita etiam non licet sperare de aliquo homine, vel de aliqua creatura, sicut de prima causa movente in beatitudinem; licet autem sperare de aliquo homine, vel de aliqua creatura, sicut de agente secundario et instrumentali, per quod aliquis adiuvatur ad quaecumque bona consequenda in beatitudinem ordinata».

[52] S.Th., II-II, q. 118, a. 1, co: «Bona autem exteriora habent rationem utilium ad finem, sicut dictum est. Unde necesse est quod bonum hominis circa ea consistat in quadam mensura, dum scilicet homo secundum aliquam mensuram quaerit habere exteriores divitias prout sunt necessaria ad vitam eius secundum suam conditionem. Et ideo in excessu huius mensurae consistit peccatum, dum scilicet aliquis supra debitum modum vult eas vel acquirere vel retinere»; Cfr. también S.Th., II-II, q. 17, a. 5, ad. 2.

[53] Ibidem, ad. 2: « ... inquantum homo propter bonum temporale contemnit aeternum».

[54] S.Th., II-II, q. 17, a. 5, ad. 2: «Secundum proprium obiectum, non convenit virtuti theologicae esse in medio (...). Sicut fides non potest habere medium et extrema in hoc quod innitatur primae veritati, cui nullus potest nimis inniti, sed ex parte eorum quae credit, potest habere medium et extrema, sicut unum verum est medium inter duo falsa».

[55] Ibidem: «... inquantum vel praesumit ea quae sunt supra suam proportionem, vel desperat de his quae sunt sibi proportionata».

[56] S.Th., II-II, q. 117, a. 5, ad 2: «... non est corporalis, sed magis animalis». El término latino animalis, debe ser traducido como «del alma» o «espiritual» .

[57] En este párrafo Santo Tomás distingue el deseo de la concupiscencia. Mientras que la concupiscencia se refiere a la pasión que tiene por objeto el placer sensitivo, el deseo incluye tanto el sensitivo como el placer espiritual.

[58] S.Th., I-II, q. 30, a. 1, ad 2: «Desiderium magis pertinere potest, proprie loquendo, non solum ad inferiorem appetitum, sed etiam ad superiorem. Non enim importat aliquam consociationem in cupiendo, sicut concupiscentia; sed simplicem motum in rem desideratam».

[59] Cfr. S.Th. II-II, q. 123, a. 8.

[60] Cfr. S.Th. I-II, q. 82, a. 2; II-II q. 118, a. 6.

[61] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. X, lec. 3, n. 1427.

[62] Cfr. S.Th. II-II, q. 123, a. 8.

[63] Cfr. S.Th. II-II, q. 118, a. 6.

[64] Cfr. S.Th. I-II, q. 31, a. 5.

[65] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. X, lec. 3, n. 1427.

[66] S.Th. II-II, q. 118, a. 6, co: «Carnales quidem delectationes dicuntur quae in sensu carnis complentur, sicut delectationes ciborum et venereorum».

[67] Ibidem: «... delectationes vero spirituales dicuntur quae complentur in sola animae apprehensione».

[68] Cfr. M. Ubeda Purkiss, Introducción a la cuestión 31. De la delectación, en S.Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 765.

[69] S.Th., II-II, q. 145, a. 3, arg. 2: «Est aliquid non propter suam vim et naturam, sed propter fructum et utilitatem petendum, quod pecunia est».

[70] ¿Por qué hacemos este estudio cuando hablamos de la templanza? El motivo es que Santo Tomás allí lo realiza. Justamente al hablar de la relación entre honestidad y templanza se pregunta si las riquezas son un bien útil, honesto o deleitable (Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 3, ad. 2).

[71] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 1, co.

[72] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, ad. 3: «Sed temperantiae debetur maior honor propter cohibitionem vitiorum magis exprobrabilium».

[73] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, co: «Pulchro autem opponitur turpe. Opposita autem maxime se invicem manifestant. Et ideo ad temperantiam specialiter honestas pertinere videtur, quae id quod est homini turpissimum et indecentissimum repellit, scilicet brutales voluptates. Unde et in ipso nomine temperantiae maxime intelligitur bonum rationis, cuius est moderari et temperare concupiscentias pravas».

[74] Cfr. S.Th., II-II, q. 146 y 149 respectivamente.

[75] Cfr. S.Th., II-II, q. 157.

[76] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 4, arg. 1 y sc.

[77] Cfr. Ibidem; S.Th., II-II, q. 145, a. 1, co.

[78] S.Th., II-II, q. 145, a. 1, ad. 2: «... inquantum coadiuvant ad operationem virtutis, sicut nobilitas, potentia et divitiae».

[79] S.Th., II-II, q. 145, a. 1, ad. 4 : «Quia secundum vulgarem opinionem excellentia divitiarum facit hominem dignum honore, inde est quod quandoque nomen honestatis ad exteriorem prosperitatem transfertur».

[80] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 4, arg. 1 y ad. 1.

[81] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, ad. 3: «Iustitiae et fortitudini debetur maior honor quam temperantiae propter maioris boni excellentiam».

[82] S.Th, II-II, q. 118, a. 6, ad 1: «... avaritia circa corporale obiectum non quaerit delectationem corporalem, sed solum animalem, prout scilicet homo delectatur in hoc quod divitias possideat. Et ideo non est peccatum carnale. Ratione tamen obiecti, medium est inter peccata pure spiritualia, quae quaerunt delectationem spiritualem circa obiecta spiritualia, sicut superbia est circa excellentiam; et vitia pure carnalia, quae quaerunt delectationem pure corporalem circa obiectum corporale».

Pio Santiago

 

Carlo De Marchi

Tesis de Licenciatura presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2007.

Sommario

Abbreviazioni utilizzate

Introduzione

1.La virtù dell’affabilità nella Sacra Scrittura.

1.1Benevolenza, benignità, mitezza e clemenza nell’Antico Testamento.

1.2. La mitezza del Messia.

1.3 “La vostra affabilità sia nota a tutti gli uomini”  

1.4. Conclusione.

2.Cenni sulla virtù sociale dell’affabilità nel mondo classico.

2.1 Platone e le virtù del dialogo

2.2 La virtù aristotelica delle relazioni sociali (affabilità in senso proprio)

2.3 La filantropia, fondamento dell’amicizia.

2.4 La benevolenza, inizio dell’amicizia

2.5 La comitas e l’adfabilitas di Cicerone, parte della giustizia.

2.6 Conclusione

3.Affabilità, mitezza e carità in alcuni Padri della Chiesa

3.1  Il De Officiis di sant’Ambrogio.

3.1.1 Giustizia e benevolenza.

3.1.2 La franchezza del consigliere.

3.2 San Giovanni Crisostomo

3.2.1 Mitezza e “dono” dello Spirito Santo

3.2.2 Educazione e cortesia, virtù cristiane

3.2.3 La virtù dell’apostolo: equilibrio tra adulazione e  correzione fraterna

3.3 San Girolamo.

3.3.1 Adulazione, litigio e benignitas.

3.3.2 Dolcezza, frutto dello Spirito Santo.

3.4 Sant’Agostino

3.4.1  La carità, il dono visibile dello Spirito Santo nel   cristiano

3.4.2  I miti, il dono di pietà e il regno di giustizia

3.4.3  La correzione e il litigio, la veracità e    l’adulazione

3.5 Conclusione.

4.La virtù dell’affabilità in san Tommaso

Introduzione

4.1 La virtù della convivenza umana

4.2 Le parti potenziali della giustizia

4.3 La virtù sociale dell’affabilità

4.4 Vizi contrari all’affabilità

4.4.1 “Compiacere gli altri oltre i limiti dell’onestà”:   l’adulazione

4.4.2 “Coloro i quali contraddicono per contristare”: il   litigio

4.5   Affabilità e veracità

4.6   Affabilitas, amicizia e carità

4.7   Affabilità e temperanza.

4.8   Beatitudine dei miti, dono di pietà e frutti dello Spirito Santo.

4.9   “In terris visus est et cum hominibus conversatus est” 

Conclusioni

Bibliografia


Vulg.................  Vulgata

NV.................... Neo Vulgata

PG.................... MIGNE, Patrologia Latina

PL....................  MIGNE, Patrologia Greca

Etica................ ARISTOTELE, Etica Nicomachea

Politica..............ARISTOTELE, Politica

Abbreviazioni per san Tommaso

Super Sent..............Scriptum super libros Sententiarum

S.Th.......................Summa Theologiae

Super Matth.............Lectura super Mattheum [Reportatio Leodegarii Bissuntini]

Super Iohann...........Lectura super Iohannem. Reportatio

Super Cor................Expositio et lectura super Epistolam ad Corinthios

Super Gal................Expositio et lectura super Epistolam ad Galatas

Super Phil................Expositio et lectura super Epistolam ad Philippenses

Super Col................Expositio et lectura super Epistolam Colossenses

Super Tit.................Expositio et lectura super Epistolam ad Titum

Sent. in Ethic...........Sententia libri Ethicorum

Sent. Politic.............Sententia libri Politicorum

q...........................Questione

a. .........................Articolo

co. ........................corpo dell’articolo

Ad.........................risposta all’obiezione


Riferendosi in particolare alle qualità umane dei presbiteri, il Concilio Vaticano II ricorda che “di grande utilità risultano quelle virtù che giustamente sono molto apprezzate nella società umana, come ad esempio la bontà, la sincerità, la fermezza d'animo e la costanza, la continua cura per la giustizia, la gentilezza e tutte le altre virtù che raccomanda l'apostolo Paolo quando dice: ‘Tutto ciò che è vero, tutto ciò che è onesto, tutto ciò che è giusto, tutto ciò che è santo, tutto ciò che è degno d'amore, tutto ciò che merita rispetto, qualunque virtù, qualunque lodevole disciplina: questo sia vostro pensiero’ (Fil 4, 8)”[1].

Giovanni Paolo II, con un riferimento a questo passo del Decreto conciliare, completa l’elenco di virtù aggiungendo “la pazienza, la facilità a perdonare con prontezza e generosità, l’affabilità, la socievolezza, la capacità di essere disponibili e servizievoli senza posare a benefattore. E tutto un ventaglio di virtù umane e pastorali che la fragranza della carità di Cristo può e deve portare nella condotta del Presbitero”[2]. Sono alcune delle caratteristiche di quella che Giovanni Paolo II denominò nello stesso intervento “carità pastorale”, che è frutto dell’imitazione di Cristo “mite e umile di cuore”[3].

Sembra fare eco a queste parole il recente invito del Santo Padre Benedetto XVI a “essere sempre pronti a dare risposta (apo-logia) a chiunque ci domandi ragione (logos) della nostra speranza (…). Dobbiamo rispondere ‘con dolcezza e rispetto, con una retta coscienza’ (1 Pt 3,15-16), con quella forza mite che viene dall’unione con Cristo”[4].

Presentando l’importanza della virtù per il cristiano in generale, anche il Catechismo della Conferenza Episcopale Italiana offre interessanti spunti su alcune virtù annesse alle virtù cardinali: “Tra le molte virtù che si collegano a queste [alle virtù cardinali] si possono ricordare: semplicità, onestà, sincerità, lealtà, fedeltà, cortesia, rispetto, generosità, riconoscenza, amicizia, coraggio, audacia, equilibrio, umiltà, castità, povertà, obbedienza. Le buone qualità danno concretezza alla perfezione cristiana. Danno alla carità un corpo e un volto”[5]

Il presente lavoro si occupa di una di queste virtù collegate alle virtù cardinali, cioè l’affabilità; la materia è suddivisa in quattro parti. I due primi capitoli offrono una base scritturistica (cap. 1) e filosofica (cap. 2) all’indagine. La ricerca prosegue (cap. 3) con l’analisi di come questa virtù viene presentata da alcuni Padri della Chiesa; molti dei temi che vengono affrontati serviranno come presentazione dell’argomento centrale dello studio, cioè l’affabilità in san Tommaso d’Aquino, che presenta – come si avrà modo di vedere – una sintesi di quanto era stato detto in precedenza. Ciascuno dei primi tre capitoli termina con alcune conclusioni sintetiche, mentre le conclusioni del quarto saranno quelle dell’intera ricerca.

Il passo che si riporta di seguito, sintetico ed espressivo, può servire come introduzione e spiegazione circa le ragioni dell’interesse di uno studio particolare sull’affabilità:

“Mediante l’affabilità si rafforzano i vincoli di fraternità e di solidarietà, che costituiscono le norme principali dell’umana convivenza (…). Come risposta ad una esigenza del cuore umano, l’affabilità rinnova la regola d’oro nelle relazioni sociali: parlare e comportarsi con gli altri allo stesso modo in cui ognuno vuole essere trattato (cfr. Mt 7, 12). Anzi, i poveri, gli emarginati, i rifugiati meritano una dose straordinaria di affabilità (…). Serve a ben poco una semplice compassione (o un piangere insieme sulle disgrazie altrui) che non comporti un efficace rimedio. L’affabilità diventa un aiuto positivo, perché si basa, a parte l’efficacia dell’amore di Dio, sulla fiducia nella persona, capace di un rinnovamento interiore e della soluzione dei problemi che sorgono ad ogni passo del cammino. L’atteggiamento di passività del soggetto, dunque, lo spirito di adulazione o, peggio ancora, la connivenza con la situazione sofferta non sono coerenti con la forza rinnovatrice di questa virtù”[6].

La parola classica latina adfabilitas significa in italiano moderno cortesia, affabilità o bontà; è la virtù di chi “si comporta con il prossimo in modo sereno, cortese e piacevole”[7]. L’etimologia dell’aggettivo ad-fabilis fa pensare a qualcuno al quale si può rivolgere la parola con facilità. Nel latino classico, per adfabilis si conoscono sinonimi quali comis, benignus, benevolus, urbanus; inoltre, gli avverbi comiter e benigne rendono a volte il significato di adfabiliter. Tutti questi termini, poi, sono almeno parzialmente riconducibili al concetto di humanitas, che è una colonna portante dell’intero pensiero classico latino[8].

Nell’attuale versione italiana della Bibbia[9], il vocabolo affabilità appare solo due volte. La prima in Sir 4, 8: “Porgi l'orecchio al povero e rispondigli al saluto con affabilità”; l’altro luogo è la raccomandazione della lettera ai Filippesi: “la vostra affabilità sia nota a tutti gli uomini”[10]

Il termine affabilis appare nella Neovulgata e nella Vulgata non in Sir 4, 8, ma nel versetto precedente (7): “Congregationi affabilem te facito”, che viene reso in italiano con “fatti amare dalla comunità”; si tratta dell’unica ricorrenza della parola latina nell’intera Bibbia. Sia nella Vulgata sia nella Neovulgata, invece, si trova l’aggettivo latino mansuetus per l’occorrenza di Sir 4,8 e il sostantivo modestia per quella della lettera ai Filippesi. Sir 4, 7 è probabilmente all’origine della scelta di san Tommaso di chiamare “affabilitas” quel medius habitus che “cum tamen sit innominatus, licet apud nos affabilitas nominari”[11].

Anche solo queste prime sommarie approssimazioni permettono di notare una certa oscillazione nella scelta della parola con la quale significare il concetto di affabilità, che lascia supporre che anche l’area semantica non sia delimitata precisamente. Non si intende qui condurre un’analisi filologica rigorosa delle parole collegate al concetto di “affabilità” e nell’Antico e nel Nuovo Testamento, che richiederebbe uno studio scritturistico e linguistico dettagliato e diffuso, a partire dall’ebraico e dal greco.

Si intende invece, più semplicemente, rivisitare alcuni passi della Scrittura per gettare qualche luce sulle parole che indicano i concetti che, con l’andare del tempo, connoteranno la virtù sociale chiamata in teologia morale cortesia o affabilità, mantenendosi invece al margine delle questioni che richiedono un’erudizione filologica specialistica.

Prima di tentare una presentazione sistematica delle caratteristiche di questa virtù, basti in questo momento la bella presentazione che ne fece Giovanni Paolo II in un’omelia dei primi tempi del suo pontificato, a partire dal commento della Visitazione della Madonna a santa Elisabetta (cfr. Lc 1, 44):

“Il trasalimento di gioia di Elisabetta sottolinea il dono che può essere racchiuso in un semplice saluto, quando esso parte da un cuore colmo di Dio. Quante volte il buio della solitudine, che opprime un’anima, può essere squarciato dal raggio luminoso di un sorriso e di una parola gentile! Una buona parola è presto detta; eppure a volte ci torna difficile pronunciarla. Ce ne trattiene la stanchezza, ce ne distolgono le preoccupazioni, ci frena un sentimento di freddezza o di egoistica indifferenza. Succede così che passiamo accanto a persone che pur conosciamo, senza guardarle in volto e senza accorgerci di quanto spesso esse stiano soffrendo di quella sottile, logorante pena, che viene dal sentirsi ignorate. Basterebbe una parola cordiale, un gesto affettuoso e subito qualcosa si risveglierebbe in loro: un cenno di attenzione e di cortesia può essere una ventata di aria fresca nel chiuso di un’esistenza, oppressa dalla tristezza e dallo scoramento. Il saluto di Maria riempi di gioia il cuore dell’anziana cugina Elisabetta”[12]

Questa descrizione identifica gli atti dell’affabilità con la parola cordiale, il gesto affettuoso, il sorriso, il saluto, il cenno di attenzione e di cortesia; questa virtù consiste nella prima manifestazione visibile della carità. L’affabilità si fonda sulla carità, poiché parole e gesti sgorgano “da un cuore colmo di Dio”, cioè da un’anima in grazia, nella quale risplende una luce che deriva dall’inabitazione trinitaria. Gli ostacoli per vivere questa virtù sono identificati nella freddezza, nell’egoismo, nell’indifferenza, e anche nell’incapacità di superare la stanchezza e le preoccupazioni.

Si può dire che con l’attuale termine “affabilità” si esprima in realtà tutto un insieme di qualità, che sono presentate nell’Antico e nel Nuovo Testamento attraverso diversi termini, i cui significati e le cui aree semantiche in parte si sovrappongono. Vale pertanto la pena di analizzare in maniera sintetica queste parole, sulla scia di alcuni studi che sono considerati ormai classici[13].

Aristotele, quando tratta della virtù sociale oggetto della nostra indagine, non la identifica con alcun nome specifico[14]; trattando invece di una virtù che è per certi aspetti simile all’affabilità, la nomina utilizzando la parola greca eunoia[15]; saremmo pertanto portati a pensare che questo termine, che viene solitamente tradotto in italiano con “benevolenza”, possa essere il più adeguato anche nella Sacra Scrittura. Al contrario, eunoia compare nell’Antico Testamento soltanto per indicare i rapporti di benevolenza e concordia tra i concittadini (per esempio, 2Mac 12, 30 oppure 2Mac 14, 37), oppure la devozione e fedeltà del suddito nei confronti del suo padrone (cfr. per esempio Est 3, 13c, 1Mac 2, 33.53)[16].

Nel Nuovo Testamento ci sono solo tre occorrenze del termine eunoia. In 1Cor 7,3 siamo di fronte a una circonlocuzione, che non pare pertanto essere significativa in questo contesto. In Mt 5, 25 la parola fa riferimento alla “riconciliazione”, nella raccomandazione di trovare un accordo con l’avversario prima di andare davanti al giudice. Ef 6, 7 parla di un servizio prestato “di buona voglia”; entrambi i casi rimandano al contesto, già riscontrato nell’Antico Testamento, dei rapporti di devozione del servo nei confronti del padrone[17], oppure a quelli di concordia tra uguali.

Si può quindi concludere che nel greco della Sacra Scrittura la parola eunoia rimanda per lo più ai concetti di benevolenza e devozione, e non riguarda l’area semantica della benevolenza/affabilità che si trova in Aristotele.

Le parole greche che nella Sacra Scrittura fanno riferimento ai concetti di dolcezza, affabilità e bontà sono varie e non sempre utilizzate in modo univoco; oltretutto, la loro traduzione latina nella Vulgata è spesso cangiante. Esse sono essenzialmente tre: praotes (reso frequentemente dalla NV con la parola latina mansuetudo e dall’italiano “mitezza”), krestotes (benignitas o “benignità”), epieicheia (clementia o “clemenza”)[18].

Nell’Antico Testamento, in estrema sintesi, si può dire che la benignità (krestotes) è attributo fondamentalmente divino, come appare chiarissimo soprattutto nei Salmi[19], al quale corrisponde la gratitudine e la devozione della creatura. La mitezza (praotes) possiede nell’Antico Testamento il significato tradizionale profano di virtù moderatrice della collera, al quale si aggiunge però quello di pazienza unita all’umiltà[20]; la mitezza è la risposta del giusto di fronte alla sofferenza e alla difficoltà, ma anche il suo atteggiamento abituale nella vita quotidiana, secondo quanto raccomanda Sir 3, 17: “Figlio, nella tua attività sii modesto, sarai amato dall’uomo gradito a Dio”[21]. Nel contempo, tuttavia, nella praotes si può riscontrare l’atteggiamento modesto, abbordabile, affabile caratteristico di chi ha sofferto ed ha imparato ad essere docile; nell'Antico Testamento questa docilità è connotata dalla pazienza e va vissuta innanzitutto con Dio. Nel già citato versetto del Siracide, nel quale la NV rende con la parola “affabilità” la praotes greca, si trova comunque un contesto chiaramente collegato alle buone maniere, all’apertura disinteressata nei confronti del prossimo, ancorché povero, manifestata con parole e gesti di disponibile mitezza[22]. In definitiva, sia la praotes sia la krestotesdesignano una dolcezza piena di tatto; ma la prima connota un’umiltà fondata sul rispetto, con atteggiamento sostanzialmente passivo; la seconda rimanda a un’idea attiva di beneficenza, propria di Dio e di quegli uomini nei quali risplende la gioia della carità.

Il termine epieicheia, in greco profano, esprime il giusto equilibrio, la proporzione ragionevole nel giudizio, associata spesso alla prudenza del capo; in latino, clementia esprime la capacità di addolcire il castigo, di perdonare. Nella versione greca della Bibbia dei LXX, pressoché tutte le occorrenze della parola epieicheia riflettono il significato del greco classico; non si tratta mai di una caratteristica attribuita a una cosa, ma sempre a Dio o a una persona costituita in autorità e capace di manifestare misericordia[23]. In questo senso, è un vocabolo vicino a krestotes.

Un concetto collegato ai precedenti è espresso da un’altra parola greca, epiotes, la cui traduzione letterale sarebbe “privo di rughe, pulito”. Esso è presente solo una volta nell’Antico Testamento[24],  mentre in 2Tim 2, 24–25 la epiotes si trova associata alla praotes, tra le qualità del pastore, a indicare la mansuetudine e la mitezza che egli è chiamato a possedere. La traduzione dell’aggettivo proposta dalla NV è mansuetus, anche se pare che la qualità descritta sia in realtà la lenitas, la levigatezza esteriore, cioè l’assenza di asperità. Per inciso, si può notare che l’etimologia della parola francese politesse deriva dal latino politus, e mantiene proprio questa connotazione di assenza di asperità nel carattere.

Vale la pena di ripercorrere una bella sintesi di questi concetti presentata da Ceslas Spicq a conclusione di un suo erudito e noto articolo al riguardo. La clemenza (epieicheia) indica soprattutto la condiscendenza, la bontà di un superiore nei confronti di un inferiore, e in questo senso è in stretto rapporto con la benignità (krestotes). La mitezza/mansuetudine (praotes) consiste in una sorta di bontà estesa a tutti, e che possiede quindi un oggetto più vasto. La benignità e la clemenza richiedono l’esercizio della misericordia, mentre la mitezza quello dell’umiltà. Clemenza e mitezza sono accomunate dal senso della misura; la clemenza, insieme alla benignità, rimanda all’arte di saper accogliere il prossimo, che si traduce in affabilità. La benignità è tuttavia innanzitutto una virtù interiore, che nasce dal timor di Dio o dall’amor di carità; mentre la clemenza e la mitezza sono piuttosto esteriori, e moderano la condotta e le parole[25].

Il Nuovo Testamento ignora sostanzialmente il concetto di eleganza e raffinatezza cortese[26], anche se loda invece la delicatezza, senza escludere il buonumore e l’ingegnosità di spirito, come si può vedere in Col 4, 6: “Il vostro parlare sia sempre con grazia, condito di sapienza, per sapere come  rispondere a ciascuno”. Anche 1Pt 3, 16 corrisponde a un contesto simile: dopo aver incoraggiato a “rispondere a chiunque vi domandi ragione della speranza che è in voi”, si aggiunge la raccomandazione: “Tuttavia, questo si faccia con dolcezza e rispetto”[27]. La parola latina scelta per rendere “dolcezza” (praotes in greco) è mansuetudo.

Un’analisi attenta dell’utilizzo di queste parole che determinano alcuni dei connotati dell’affabilità nella Sacra Scrittura fa notare come esse, mentre sono differenziate abbastanza chiaramente nell’Antico Testamento, diventino invece sostanzialmente intercambiabili nel Nuovo Testamento, essendo tutte più o meno collegate al concetto basilare di agape–caritas, cioè all’essenza del messaggio cristiano[28].  

Nella spiritualità cristiana, l’idea di mitezza rimanda direttamente all’Antico Testamento: quando Gesù si definisce “mite e umile di cuore”, lo fa in continuità con la fede israelita dei Salmi e dei Profeti, poiché la mitezza è qualità messianica, collegata all’umiltà[29]. Per definire la mitezza di Cristo, la parola utilizzata da Matteo è praotes, che mantiene quindi in questo caso il connotato di pazienza/docilità.

Tuttavia, se nell’Antico Testamento questa mitezza/pazienza era virtù da vivere innanzitutto con Dio, Gesù unisce nelle Beatitudini i miti, i poveri e coloro che soffrono. Sembra quindi trattarsi di qualcosa di più profondo e radicale rispetto alla virtù della cordialità/affabilità che interessa la nostro ricerca. Sono questi i lineamenti del Servo di Dio, sofferente, spogliato di tutto, il quale sopporta l’umiliazione e merita così la salvezza per l’uomo[30]. Quando san Paolo, rivolgendosi ai Corinzi con accorata esclamazione, li esorterà “per la dolcezza e la mansuetudine di Cristo” (2Cor 10, 1), lo farà ricorrendo ai termini greci praotes ed epieicheia; il riferimento non sarà tuttavia tanto alla mitezza del carattere di Gesù, quanto piuttosto alla sua kenosis, l’umiliazione redentrice del Messia, momento centrale della redenzione[31].

Dove invece si vede la mitezza del carattere di Gesù è in numerosi episodi del Vangelo, tanto che si può affermare che l’affabilità sia una virtù propriamente cristiana. Cristo si comporta con somma delicatezza verso i bisognosi; si commuove dinanzi alle miserie umane, ma offre un rimedio nel segno dell’affabilità: “Io sono mite e umile di cuore”[32]. Sa dialogare con persone di ogni categoria: sapienti come Nicodemo[33], persone socialmente non ben accette come Zaccheo[34] o la Samaritana[35]. Gesù sa ascoltare pazientemente e mettere l’interlocutore a suo agio, si avvicina a ciascuno con semplicità, infonde fiducia al primo saluto e facilita l’apertura del cuore. Ancora più significativo è che persone di tutti i tipi gli si avvicinino senza timore: i bambini[36], i malati[37], il giovane ricco, che corre incontro a Cristo e lo chiama spontaneamente “buono”[38]. E forse l’episodio più emblematico è il lungo colloquio con i discepoli di Emmaus, che lascia intuire come l’affabilità e la cordialità siano intimamente collegate al dialogo apostolico[39]. In coerenza con questi tratti della personalità di Gesù, è stato detto che l’affabilità è l’attuazione della regola aurea del Vangelo (cfr. Mt 7, 12), e che è la sintesi dei rapporti che devono intercorrere tra gli uomini, secondo lo spirito cristiano[40].

Il significato delle parole greche che abbiamo avuto modo di esaminare finora viene notevolmente arricchito nel corpus paulinum. Nella lettera ai Filippesi (Fil 4, 5), come è già stato notato, si ha l’unico luogo nella versione italiana moderna della Bibbia nel quale è presente la parola “affabilità”, che rende il greco epieicheia (e il latino modestia). Si tratta senz’altro di una qualità molto vicina a quanto intendiamo oggi con la parola affabilità, una caratteristica che dev’essere “nota a tutti”, e pertanto ben visibile. Considerazioni simili si possono fare per l’invito di Col 3, 12 a rivestirsi di sentimenti di bontà (krestotes, benignitas) e mansuetudine (praotes,mansuetudo), che vale la pena di riportare per intero:

“Rivestitevi dunque, come amati di Dio, santi e diletti, di sentimenti di misericordia, di bontà, di umiltà, di mansuetudine, di pazienza; sopportandovi a vicenda e perdonandovi scambievolmente, se qualcuno abbia di che lamentarsi nei riguardi degli altri. Come il Signore vi ha perdonato, così fate anche voi. Al di sopra di tutto poi vi sia la carità, che è il vincolo di perfezione. E la pace di Cristo regni nei vostri cuori, perché ad essa siete stati chiamati in un solo corpo. E siate riconoscenti!”[41].

In alcuni altri elenchi di qualità presenti nel corpus paulinum, si trovano riferimenti di un certo interesse. A Timoteo, l’Apostolo – oltre a giustizia, pietà, fede, carità, pazienza – raccomanda la “modestia” dove il latino mansuetudo rende il greco praotes[42]; e, usando lo stesso termine, afferma che un “servo del Signore non dev’essere litigioso, ma mite con tutti, atto a insegnare”[43]. Raccomandazioni analoghe sono quelle, rivolte a Tito, “di non parlare male di nessuno, di essere mansueti, mostrando ogni dolcezza verso tutti gli uomini”[44]; e i termini utilizzati sono epieicheia (per l’esortazione alla modestia/mansuetudine) e praotes (per quella alla dolcezza), a riprova del fatto che il campo semantico di tutte queste parole non sia rigidamente delimitato. Si sta facendo riferimento, comunque, a virtù assai vicine all’affabilità, che esprime un atteggiamento di apertura nei confronti di tutti gli uomini[45].

Una menzione speciale merita il noto elenco dei frutti dello Spirito Santo, della lettera ai Galati[46], tra i quali si trovano la “benevolenza” (krestotes, benignitas), “bontà” (agathosyne[47], bonitas) e la “mitezza” (praotes, modestia). Senza bisogno di addentrarsi in un’analisi approfondita delle sfumature che distinguono questi termini, si può affermare che in ciascuno si riscontra qualche elemento dell’affabilità; soprattutto il testo è importante perché è la base dell’interpre-tazione di questa qualità non solo come virtù, ma anche come frutto dello Spirito Santo.

In definitiva, l’affermazione di 1 Cor 13, 4 che “la carità è benigna” (in cui si utilizza il terminekresteyetai, e il latino benigna), in uno dei momenti culmine della ricchezza espressiva degli scritti paolini, non si sta esprimendo un connotato generico della carità, ma la qualità che fa riconoscere nel cristiano quel riflesso visibile della grazia, nel contempo affabile e indulgente verso chiunque condivida la nostra condizione umana[48].

La ricerca fin qui condotta intorno alla presenza dell’affabilità nella Sacra Scrittura ci consente di affermare che esista continuità tra Antico e Nuovo Testamento nell’utilizzo di alcune parole particolarmente dense di significato.

Non esiste tuttavia alcun vocabolo nel linguaggio biblico per esprimere precisamente ciò che intendiamo oggi con la parola affabilità. Si può invece sostenere che vi sia un chiaro fondamento biblico per questa virtù, strettamente unita alla carità, del quale è come il volto esterno e immediatamente visibile.

A mo’ di sintesi, si può segnalare la liturgia del Messale Romano prevista per la Domenica dedicata alla Sacra Famiglia, che presenta alcuni dei temi e testi principali che sono stati fin qui analizzati: l’orazione colletta invita i fedeli a imitare la Famiglia di Nazaret nelle “virtù domestiche e nei legami di carità”[49]; la prima lettura, tratta dal Siracide[50], presenta i rapporti che devono intercorrere tra i famigliari; la seconda lettura è il brano della lettera ai Colossesi[51] che è stato citato e commentato sopra, e il Vangelo presenta diversi episodi dell’infanzia di Gesù[52]; e l’Antifona alla Comunione è la profezia del profeta Baruc, che ricorda che Dio “e apparso sulla terra e ha vissuto fra gli uomini”[53], divenendo così il modello dei rapporti personali nella famiglia e nella società.

nel mondo classico

Il vocabolo greco philia possiede un’ampiezza semantica assai più estesa dell’italiano amicizia. La philia può esprimere tutti i sentimenti di affetto e di attaccamento verso gli altri, e proprio in questa valenza di legame benevolente verso il prossimo si calibra il fondo comune che è sotteso alla diverse determinazioni che il concetto può assumere. Esso può indicare l’amore per le persone o le cose “nostre” (perché appartenenti alla propria famiglia), oppure per le persone “buone”; può inoltre fare riferimento alle relazioni affettive interpersonali, che sono il terreno proprio dell’affabilità o dell’amabilità, che possono estendersi anche agli stranieri (xenophilia) o perfino a tutti gli uomini (philantropia). Infine, la parola philia – ed è questa l’accezione più comunemente utilizzata per indicare l’amicizia in senso pieno – può indicare il rapporto di amore, di reciproca benevolenza, vissuto consapevolmente tra due persone[54].

Si può dire che l’affabilità o cortesia, nel contesto più ampio dell’amicizia, riguarda soltanto un aspetto per così dire “esterno” della philia greca, senza andarne a toccare il nucleo profondo, mentre essa non pare avere rapporti con l’altra grande parola greca che riguarda l’amore, l’eros. A proposito della parola agape, che è l'espressione della novità della concezione cristiana dell'amore, si può affermare che essa indichi la fonte e la radice dell’affabilità, come di ogni altra virtù sociale; come è noto, tuttavia, la parola agape non è molto utilizzata nella letteratura greca non cristiana[55].

Il concetto di philia in rapporto con quello di eros è un tema centrale della filosofia di Platone[56]. Limitando l’analisi, come si è anticipato, a quanto riguarda più da vicino la virtù dell’affabilità, si può dire che il filosofo affermi l’esistenza di una virtù che chiama benevolenza e che è come una condizione previa per il dialogo. A questo proposito, è significativo il modo in cui Platone la descrive tra le caratteristiche del saggio, in un noto brano del Gorgia:

“Colui che vuole saggiare veramente un’anima per accertare se essa vive rettamente o no, deve avere tre qualità (…): scienza (episteme), benevolenza (eunoia) e franchezza (parresia). Io infatti trovo molti uomini che non sono in grado di saggiarmi, perché non sono sapienti come te; altri invece sono sapienti, ma non vogliono dirmi la verità, perché non si prendono cura di me”[57].

Alla benevolenza Platone affianca quindi anche l’aspetto di “dire la verità”, proprio della virtù della franchezza; ci si sta quindi muovendo in un ambito affine a quello della virtù sociale dellaveracità, che – come si avrà modo di studiare – san Tommaso presenterà in una questione di poco precedente a quella sull’amicitia seu affabilitas, che con essa ha stretti rapporti[58].

Nel libro VI della Repubblica troviamo un brano ancor più significativo, nel quale si descrive il modo in cui il filosofo ama la verità e realizza in sé le maggiori virtù. Si può leggerlo come una sorta di trattazione sulle virtù sociali:

– Dopo ciò vedi un po’ se quegli uomini che vogliono essere all’altezza delle nostre esigenze non debbano di necessità avere nella loro natura, oltre all’altro, anche questo carattere.

– Di quale carattere parli?

– Della sincerità: che essi siano ben consapevoli di non dover mai cedere alla menzogna. La odino, anzi, per amore della verità.

– E’ probabile, disse.

– Caro amico, non solo è probabile, ma assolutamente necessario che l’uomo naturalmente propenso all’amore ami tutto ciò che è congenere o affine agli oggetti del suo amore. […].

Una persona siffatta sarà anche temperante e per nulla attratta dalle ricchezze […]. E allora? l’uomo posato, che non si lascia sedurre dalle ricchezze; l’uomo tutt’altro che meschino, misurato nelle parole e coraggioso potrebbe forse essere scorbutico e ingiusto?

– No di certo.

– E allora anche a questi caratteri dovrai guardare, quando si tratterà di discernere l’animo filosofico da quello non filosofico; e dovrai farlo fin dall’inizio, finché l’uomo è giovane, se vuoi davvero distinguere la sua attitudine alla giustizia, se è socievole o intrattabile e rozzo[59].

Come si vede, si sta qui facendo un esplicito riferimento a diversi aspetti, tra i quali emergono la sincerità, il senso della misura e la cortesia nei modi che va mantenuta nelle relazioni pubbliche; una certa socievolezza viene qui considerata virtù distintiva dell’uomo giusto; in essa è contenuta anche la capacità di evitare la litigiosità (che sarà poi considerata da Aristotele il vizio per difetto dell’affabilità). In un brano del Protagora, si legge:

“Fra amici e amici si discute con benevolenza, mentre tra avversari e nemici si contende. E così la nostra riunione sarebbe bellissima, e voi interlocutori ricevereste da noi ascoltatori la nostra approvazione, non la nostra lode: infatti, l’approvazione nasce nell’anima degli ascoltatori senza che sia possibile l’inganno, mentre la lode è spesso anche nelle parole di coloro che mentono e dicono il contrario di quello che pensano”[60].

L’interesse particolare di questo passo risiede nel fatto che vi si trova descritta la qualità del conversare amabilmente (chiamata qui di nuovo “benevolenza”) e un ostacolo che vi si oppone, che consiste nella lode che sorge dall’ipocrisia, che potrebbe essere considerata una definizione di adulazione. Aristotele considererà l’adulazione come il vizio per eccesso dell’affabilità; anch’essa è quindi messa in rapporto con la veracità/sincerità.

Un contributo di Platone interessante per il nostro studio è dato dalla presentazione sistematica delle quattro virtù che verranno poi chiamate cardinali; si tratta di una sistematizzazione che non è raccolta da Aristotele, ma che invece, attraverso la mediazione stoica, sarà ripresa da Cicerone e giungerà così ai Padri della Chiesa. Le virtù sociali cominceranno allora ad essere considerate come parti della virtù della giustizia. A mo’ di esempio a questo proposito si può citare un brano delle Leggi che elenca le virtù cardinali:

“Si trova al primo posto, in posizione preminente, la saggezza; al secondo, subito dopo, l’intelligenza, l’atteggiamento temperante dell’anima. Terza viene la giustizia che nasce dalla mescolanza di questa virtù con il coraggio. Al quarto posto, infine, mettiamo il coraggio”[61].

Più avanti, Platone sottolineerà l’importanza di dare priorità alle virtù essenziali dicendo che “una certa sopravvivenza e una certa felicità, almeno per quanto è in potere dell’uomo” si possa garantire ponendo “al primo posto nella scala dei valori i beni dell’anima temperante”[62].

La breve serie di citazioni dai Dialoghi di Platone ci ha consentito di ritrovare alcuni elementi propri delle virtù sociali, e in particolare dell’affabilità, o cordialità mostrata nel parlare e nei gesti. Come si è potuto riscontrare, Platone non indica con un termine specifico questa virtù, ma ne mostra diverse manifestazioni. Vale la pena di sottolineare che il “dialogo”, la conversazione su temi elevati e quella che si svolge nel quotidiano, a tavola o tra amici, risulti essere il luogo per eccellenza dove esercitare l’affabilitas; non stupisce pertanto che nell’autore dei Dialoghi si vedano delineati alcuni aspetti basilari di questa virtù[63].

Aristotele dedica due libri dell’Etica Nicomachea alla trattazione dell’amicizia (philia), considerandola strettamente legata alla virtù e alla felicità. Per Aristotele, il termine philiapossiede tuttavia un’estensione assai più ampia di quella che può avere per noi la parola “amicizia”; esso esprime infatti “ogni sentimento d’affetto o di legame che si prova verso gli altri, sia spontaneo sia riflesso, dovuto alle circostanze o alla libera scelta: amicizia propriamente detta, amore, benevolenza, beneficenza, filantropia. Si tratta insomma di altruismo, disocievolezza. L’amicizia è il legame sociale per eccellenza, che mantiene l’unità tra i cittadini di una stessa città, o tra i compagni di un gruppo, o tra i soci di un affare”[64]. Invece, egli non definisce con un nome specifico la virtù sociale dell’affabilità, lasciando così un margine di indeterminatezza intorno ad essa;  anche per questa ragione non ci si limiterà a descrivere il passo dell’Etica Nicomachea che la tratta direttamente, allargando invece il discorso ad altri aspetti collegati, quali la filantropia e la benevolenza[65]

Nei capitoli 12-15 del IV libro dell’Etica Nicomachea, Aristotele studia  le disposizioni che riguardano le relazioni sociali, intese come le relazioni della vita d’intimità e della vita mondana. I temi riguardanti la giustizia, le relazioni proprie della vita pubblica e degli affari, saranno invece trattate nel libro V. La prima delle virtù sociali ad essere presentata – come si è detto – non possiede un nome specifico e riguarda l’amabilità nei modi, il garbo da utilizzare nelle relazioni[66]. Lo Stagirita esamina gli opposti eccessi di questa virtù, il cui giusto mezzo consiste nell’accogliere e respingere nel modo opportuno le cose che sono da accogliersi e quelle che sono da respingersi[67]:

“Nelle relazioni sociali, vale a dire nel vivere in intimità e nell’intrattenere rapporti di parole e di fatti, gli uni passano per essere compiacenti: si tratta di coloro che approvano ogni cosa per procurare piacere e non si contrappongono in niente, ma pensano di non dover procurare dolore a quelli con i quali si incontrano. Invece coloro che, al contrario di questi, si oppongono in ogni cosa e non hanno nessuna preoccupazione di procurare dolore, sono chiamati fastidiosi e litigiosi”[68].

Chi pecca per eccesso in quest’ambito è dunque il compiacente, cioè colui che approva ogni cosa con l’unica preoccupazione di risultare piacevole, oppure l’adulatore, che invece lo fa per conseguire vantaggi personali. Pecca invece per difetto il fastidioso o litigioso, che ha sempre da obiettare e non si preoccupa di provocare dolore. Aristotele afferma che questa innominata virtù assomiglia all’amicizia, pur differenziandosene per il fatto di non comportare sentimenti d’affetto nei confronti di coloro verso i quali si tratta.

“Infatti, si avrà lo stesso comportamento sia verso gli sconosciuti che verso coloro che si conoscono, sia verso i familiari che verso gli estranei, tranne che come è adatto in ciascuna di queste relazioni. Ché non sarà conveniente avere ugual cura per i familiari e per gli estranei, né metterli sullo stesso piano quando si tratta di causare loro un dolore”[69].

In altre parole, Aristotele afferma che di principio dobbiamo sforzarci di essere cordiali, di far piacere e di evitare di causare dolore nelle relazioni correnti con gli altri, ma che nel contempo conviene pensare alle conseguenze di questa affabilità. Si deve infatti rifiutare di mostrarsi troppo cordiali quando un assenso dato alla leggera potrebbe compromettere la reputazione o l’interesse nostro o delle persone alle quali diamo l’approvazione; si deve quindi  dare priorità a considerazioni relative all’onore e all’utilità.

“Inoltre, [il virtuoso] intratterrà relazioni differenti con le persone di rango elevato e con i primi che capitano, con chi conosce di più e con chi conosce di meno, e parimenti rispetterà anche le altre differenze, conferendo a ciascuna categoria di persone ciò che e conveniente, di per sé scegliendo di procurare piacere ed evitando di causare dolore, badando alle conseguenze (…), intendo dire alla bellezza morale e all’utile. E in vista di un grande piacere nel futuro, causerà piccoli dolori”[70]

In conclusione del capitolo, Aristotele ribadisce che chi possiede questa virtù non viene chiamato in alcun modo particolare; il virtuoso “affabile” è colui che si colloca nel giusto mezza tra l’eccesso di chi è troppo compiacente o adulatore, e chi è invece litigioso o fastidioso.

All’inizio del capitolo VIII dell’Etica Nicomachea troviamo la celebre trattazione dellaphilantropia, concetto chiave per l’intera classicità sia greca sia latina. Si tratta di uno dei luoghi dove meglio si vede l’ampiezza del concetto di amicizia in Aristotele:

“L’amicizia può essere ingenita per natura in chi procrea verso la creatura e nella creatura verso il genitore, non soltanto negli uomini, ma anche negli uccelli e nella maggior parte degli animali; e negli individui di una stessa specie è ingenita l’amicizia degli uni verso gli altri, e principalmente negli uomini: donde lodiamo i filantropi ” [71].

Il termine “filantropo” è assai presente negli scritti di Aristotele: “amico degli uomini” si dice innanzitutto delle creature non appartenenti alla specie umana; gli dei e gli animali, e per questi ultimi si intende il caso in cui siano addomesticati[72]. La filantropia aristotelica consiste in un sentimento di simpatia che ci rende partecipi della sofferenza di un'altra persona, unicamente in quanto è uomo.

Può sembrare che questa apertura universale di amore al genere umano sia in contraddizione con le idee politiche di Aristotele, difensore dell’inquadramento rigido della polis greca, e pertanto della netta distinzione degli schiavi rispetto agli uomini liberi. E’ tuttavia significativo che subito dopo il brano citato, lo Stagirita affermi che “si può osservare anche nei viaggi come ogni uomo sia un essere familiare per l’uomo, ovvero un essere amico”[73], postulando così l’esistenza di una filantropia più ampia, che si apre aldilà dei confini della polis. Per inciso, si può notare che i rapporti con gli stranieri e con i viandanti possono essere considerati come le occasioni tipiche per esercitare l’affabilità.   

Se da una parte va ricordato che ammettere contraddizioni nel pensiero aristotelico sia qualcosa di tollerabile e forse inevitabile, dall’altra non si può negare che esistano nell’Etica più d’una affermazione del carattere universale della filantropia, come si vede nel brano seguente:

“Non vi è amicizia per gli oggetti inanimati, né giustizia. E non si può averne per un cavallo o per un bue, né per uno schiavo in quanto schiavo, giacché non vi è niente in comune. Infatti lo schiavo è uno strumento animato, e lo strumento è uno schiavo inanimato. In quanto schiavo, dunque, non vi è amicizia verso di lui, ma in quanto uomo, giacché – ad avviso unanime – ogni uomo ha un rapporto di giustizia verso chiunque è capace di partecipare a una legge o a un contratto. Pertanto vi può essere anche amicizia, nella misura in cui è uomo”[74].   

Lo schiavo in quanto uomo possiede la natura umana, e questo è in fondamento della possibilità di nutrire amicizia nei suoi confronti. Nella Politica, Aristotele proseguirà il ragionamento, giungendo ad affermare l’esistenza di una comunanza di interessi tra lo schiavo e il suo padrone, dal momento che lo schiavo ha bisogno di ricevere ordini dal padrone per il proprio bene; e in tal modo, in contraddizione formale con il brano dell’Etica sopra citato, si afferma che lo schiavo ha pertanto diritto alla giustizia e all’amicizia anche in quanto schiavo, e non solo in quanto uomo[75].

Questo inquadramento del concetto di filantropia può aiutare a collocare nel contesto più ampio del pensiero etico aristotelico l’apertura a priori all’altro che è uno dei connotati caratteristici della virtù dell’affabilità.

Aristotele definisce la “benevolenza” (eunoia) nel libro IX dell’Etica Nicomachea. Innanzitutto, essa viene distinta nettamente dall’amicizia: “la benevolenza ha l’aspetto di un sentimento di amicizia, ma certamente non è amicizia. Infatti, si ha benevolenza anche verso chi non si conosce ed essa può restare celata, l’amicizia no”[76]. L’amicizia può dunque nascere soltanto nei confronti di chi si conosce, mentre la benevolenza può esistere anche verso uno sconosciuto. La benevolenza viene distinta anche dall’amore-affetto (philesis), perché è priva dei suoi requisiti essenziali, che sono lo slancio e il desiderio, insieme alla frequentazione abituale. La benevolenza è invece l’inizio dell’amicizia e può trasformarsi in questa se perdura nel tempo, attraverso il frequentarsi abituale.

Sganciare la benevolenza dall’amicizia e dal desiderio possiede delle implicazioni di notevole portata, che sono ben espresse da Gauthier-Jolif:

“Amare non suppone solamente un’intensità di sentimento che non comporta la benevolenza; amare indica soprattutto un desiderio che è estraneo alla nozione stessa di benevolenza. Colui che ama non può accontentarsi soltanto di desiderare il bene della persona che ama per sé stessa e senza contraccambio, ma necessariamente la desidera, vale a dire desidera averla per sé, nel possesso amoroso o nell’intimità virtuosa. Aristotele non poteva dire più nettamente di non concepire l’amore-dono dell’agape: se la benevolenza non è il puro amore-desiderio che è l’eros, la sua philesis– ed a fortiori la sua philia, giacché questa vi aggiunge un’esigenza di reciprocità – unisce indissolubilmente il dono al desiderio”[77].

La ragione per la quale si è voluto presentare questo discorso risiede nel fatto che esso costituisce uno dei temi dove appare forse in modo più evidente come concezione morale e politica cristiana trascendano il pensiero greco classico. La virtù dell’affabilità non resta che sulla soglia di queste tematiche, ed è per questa ragione che ci si è presi la libertà di trattarle in modo così sommario; ma proprio a partire dagli ulteriori sviluppi  che la filosofia cristiana apporterà al discorso si potrà vedere come l’affabilità e la cordialità siano virtù soltanto se e quando sono manifestazione della carità, dell’agape, dell’amore di Dio in noi che traspare nelle parole e nei gesti[78].

Il concetto greco di philia venne reso da Cicerone con la parola latina amicitia, la cui etimologia egli fa risalire alla parola amor[79]; si può notare come, anche a motivo della differenza linguistica esistente tra il greco e il latino, risultava difficile trovare una traduzione letterale delle riflessioni aristoteliche sulla philia. Sia l’amor sia l’amicitia – afferma Cicerone – derivano  dal verbo amare, che è sinonimo di diligere, cioè “voler bene a chi si ama, senza nessun bisogno, senza chiedere nessun vantaggio”[80].  Accanto ad Aristotele, in realtà, è noto che Cicerone si rifà soprattutto alla morale degli stoici, privilegiando Panezio, il quale scrisse un’opera in tre librisui doveri, che non è giunta fino a noi[81]. I vocaboli scelti da Cicerone nella trattazione delle virtù sociali avranno un notevole influsso sulla riflessione successiva, nella patristica latina e fino a san Tommaso d’Aquino.

Il termine adfabilitas appare in Cicerone solo una volta, in un capitolo del De Officiis che è riferito all’eloquenza nel parlare, e distingue tra l’oratoria e il discorso familiare. L’affabilità viene indicata come metodo efficace per convincere:

“E’ straordinariamente grande il fascino che esercitano sugli animi anche la cortesia e l’affabilità del parlar familiare. Ci restano lettere (…) nelle quali i padri raccomandano ai figli di conciliarsi la benevolenza della moltitudine con amorevole linguaggio, e di ammansire l’animo dei soldati rivolgendo loro lusinghiere parole”[82].

Prima di proseguire la descrizione della cortesia, ci soffermeremo brevemente sulla collocazione di questa e di altre virtù sociali secondo Cicerone. Sarà utile premettere che le virtù romane, rispetto alla concezione ellenistica, sono più pratiche, quasi una concretizzazione empirica delle virtù cardinali platoniche e poi stoiche; esse sono la pietas, la fides, la constantiae la gravitas, che, armonizzandosi tra loro, definiscono la virtus romana, vale a dire la caratteristica che definisce il bonus vir e il bonus cives [83]. La virtus è considerata quale base e prerequisito per l’amicizia, che non si può dare tra persone malvagie e non può essere considerata semplice connivenza di interessi, basata sull’utile: essa in realtà è ben di più: “non è altro che una grande armonia di tutte le cose umane e divine, insieme con l’affetto”[84]

Cicerone – seguendo probabilmente Panezio – colloca le virtù sociali all’interno della giustizia, identificandone le parti nel seguente modo:

“La giustizia è quella disposizione dell’animo che dà a ciascuno il suo e tutela con generosità la convivenza sociale degli uomini; ad essa sonno annesse la pietà, la bontà, la liberalità, la benignità, l’affabilità e tutte le altre di questo genere. E queste sono proprie della giustizia a tal punto da essere comuni alle altre virtù”[85].

Interessa qui sottolineare che, dopo la celebre definizione ciceroniana di giustizia, tra le partiadiunctae ad essa si trovano la bonitas, la benignitas e la comitas. Quest’ultima risulta essere assai vicina alla virtù dell’adfabilitas. Un’analisi semantica di queste parole ne distingue i significati: la benignitas conduce a prestare più di quanto sia dovuto per giustizia o ufficio, facendo tutto ciò che si è in grado di fare; la liberalitas è più orientata a regalare qualcosa di concreto; la comitas differisce dalle due precedenti in quanto si manifesta in parole dolci e benevole, mentre quelle si riferiscono piuttosto a cose e azioni[86]. Vale la pena di citare un altro brano nel quale le virtù sociali vengono messe in rapporto con l’utile e con la grandezza d’animo (excelsitas animi et magnitudo):

“In verità, l’elevatezza e la grandezza dell’animo, come pure la cortesia (comitas), la giustizia (iustitia), la liberalità (liberalitas), sono molto più conformi alla natura che non il piacere, la vita, le ricchezze; il guardar con disprezzo tutte queste cose e il non farne alcuna stima, in confronto con la comune utilità, è indizio di animo grande ed elevato”[87].

Il termine comitas viene quindi utilizzato spesso da Cicerone come sinonimo di adfabilitas, per indicare il tratto cortese e cordiale, che va unito all’amicizia:

“Occorre che si aggiunga a ciò [alla sincerità d’animo] una certa dolcezza di parole e di costumi, condimento di certo non mediocre dell’amicizia. Il cipiglio austero e la severità hanno in ogni occasione un certo peso, ma l’amicizia dev’essere più alla mano, più libera, più dolce e più incline all’affabilità e cortesia[88].

La cortesia e affabilità significate dalla comitas ciceroniana non si limitano a un semplice fare esteriore, perché la parola è intesa come il primo segnale della sociabilità del genere umano. Questo – afferma Cicerone sulla scia di Aristotele[89] – è il carattere che più ci allontana dagli animali, che possono avere coraggio e ardimento, ma non posseggono la giustizia, né l’equità, né la bontà, dal momento che essi sono privi di ragione e di parola. Si può qui riscontrare l’influenza della concezione aristotelica della sociabilità dell’uomo e dell’interrelazione tra tutti i membri della società, che si manifesta specialmente attraverso la parola e che Cicerone esprime ricorrendo a un’immagine poetica: “L’uomo che mostra cortesemente la via a un viandante smarrito fa come se dal suo lume accendesse un altro lume. La sua fiaccola non gli risplende meno, dopo che ha acceso quella dell’altro”[90].

Altri approfondimenti relativi all’affabilità sono presenti nel De amicitia, che dedica diverse riflessioni a stigmatizzare il vizio dell’adulazione, che viene collegato al dovere di dire la veritàall’amico, anche quando questo implichi la necessità di correggerlo. Cicerone riconosce l’esistenza del rischio che la verità possa far nascere il risentimento:

“Dannosa è la verità, se da lei nasce l’odio che è il veleno dell’amicizia, ma l’adulazione è molto più dannosa perché, essendo indulgente con gli errori, lascia che l’amico precipiti in rovina (…). Nell’ossequio poi ci sia la cortesia, ma sia tenuta lontana il servilismo”[91]

Con una certa oscillazione nell’utilizzo dei termini, si afferma che l’ossequio (obsequium), la delicatezza nel parlare, deve essere unito alla cortesia (comitas), ma deve nel contempo rifuggire dall’adulazione (adsentatio). E poco dopo, ricorrendo all’auctoritas di Catone, di afferma che a volte i nemici “aspri” sono più meritevoli rispetto ai “dolci” amici, perché quelli dicono spesso la verità, mentre questi mai[92]. E, per sottolineare l’importanza di dire la verità nelle relazioni sociali – tema, come si è visto, già platonico –, il concetto viene ribadito nuovamente:

“Si deve ritenere che nelle amicizie non vi sia peste più grande che l’adulazione, la lusinga, il servilismo. Sebbene con diversi nomi si deve biasimare questo vizio di uomini superficiali e falsi, che parlano sempre per il piacere degli altri, mai per dire la verità”[93].

In altro luogo, Cicerone fa riferimento alla centralità di non cadere nel vizio contrario opposto all’adulazione, che a volte può essere causato dal giusto desiderio di rimproverare. La qualità di saper rimproverare senza esagerare è collegata alla mitezza e al dominio di sé, necessari per moderare l’ira:

“Si deve infatti sempre mostrare il nostro rispetto e il nostro affetto per quelli coi quali conversiamo. Talvolta sono necessari anche i rimproveri, e nel farli bisogna forse adoperare una maggiore intensità di voce e una più acerba gravità di parole (…). Nella maggior parte dei casi, basta fare un dolce rimprovero (…). E, anche in quei contrasti che sorgono tra noi e i nostri più fieri nemici, dobbiamo serbare tuttavia una dignitosa compostezza, reprimendo lo sdegno”[94].

Solo chi possiede le virtù, e tra queste il dominio di sé, può essere definito bonus vir e meritare la benevolentia dei suoi concittadini. Nel De Officiis, in un passo che tratta di come si conquista l’ammirazione e la fiducia degli uomini, Cicerone premette che essa si ottiene con gli stessi mezzi con cui si ottiene con ogni singola persona, che sono le virtù della liberalitas, dellabeneficientia, della iustitia, della fides; e, per riassumere tutte queste virtù, afferma che si tratta di possedere “tutte quelle doti che riguardano la mitezza dei costumi e la gentilezza d’animo”[95]. Dal fatto che i governanti posseggano queste virtù dipende la concordia e la pace per lo Stato.

Il percorso che è stato fin qui seguito ha messo in luce un passaggio importante, che meriterà ulteriori approfondimenti, e che consiste nel momento in cui la virtù sociale dell’affabilità–cortesia comincia ad essere elencata tra le parti della virtù cardinale della giustizia. 

A questo proposito conviene tener presente la definizione classica della giustizia, come qualità dell’anima che rende propensi a dare a ciascuno ciò che gli è dovuto, che rispecchia una concezione assai antica, presente in Platone e Aristotele, e poi in Cicerone, sant’Ambrogio e sant’Agostino, che resterà comunemente accettata fino al secolo XIII[96]. In questa tradizione, la giustizia è, per dirla con parole di Pinckaers, una “inclinazione a dare agli altri di nostra spontanea volontà; si innesta sulla inclinazione naturale dell’uomo a vivere in società, la sviluppa e la attualizza. Va nella direzione dell’amicizia, che è il fine superiore delle leggi, secondo Aristotele, e sarà coronata dalla carità nella morale cristiana”[97]. E non è un caso che i primi moralisti cristiani, per indicare il culmine dell’amicizia, scelgano la parola latina caritas, già conosciuta e utilizzata da Cicerone nel De finibus bonorum et malorum, in un passo immediatamente precedente all’elenco, già citato, delle parti adiunctae alla giustizia:

“in tutto ciò che vi è di giusto – di questo stiamo parlando – non vi è nulla di più nobile né di più ampio respiro dell’unione degli uomini tra di loro, che è una specie di società, di comunanza di fini, un vero amore per il genere umano (communicatio utilitatum et ipsa caritas generis humani)”[98].

La giustizia è ciò che conferisce agli uomini il nome di buoni[99]. L’intrinseco rapporto che essa ha con la natura sociale dell’uomo sta alla base dell’inserimento delle virtù sociali all’interno dello studio della giustizia. Proseguendo lo studio su questa linea, si vedrà con san Tommaso come la realizzazione della giustizia non renda necessario dare soltanto ciò che è strettamente “dovuto”; esistono infatti cose che siamo tenuti a dare agli altri, senza che essi ce le possano esigere in senso legale; tra queste gli atti propri di alcune virtù sociali quali la veracità, la liberalità e l’affabilità[100].

Dal momento che uno studio sistematico sulla virtù dell’affabilità nei Padri della Chiesa richiederebbe di per sé un’intera monografia, si è pensato di presentare con cenni sintetici il modo con il quale sant’Ambrogio, san Giovanni Crisostomo, san Girolamo e sant’Agostino fanno riferimento – in contesti tra loro diversi – a questa virtù. La scelta di autori e brani consentirà di mettere in luce alcuni aspetti collegati alla nozione biblica e classica analizzata nei capitoli precedenti, e che saranno significativi per le successive riflessioni di san Tommaso[101].

Se si considera l’imprecisione che si riscontra nella letteratura classica greca e latina, nonché nel lessico biblico, per definire con un termine specifico la virtù dell’affabilità, non è sorprendente che anche nei Padri il vocabolario relativo a questa virtù non sia univoco. I Padri greci utilizzano per lo più i termini ai quali si è fatto riferimento nel primo capitolo del presente studio[102]; i Padri latini, sulla scia di Cicerone, cominciano ad utilizzare il termine affabilitas, alternandolo – tra gli altri – con benignitas, bonitas e facilitas[103].

Tra le fonti principali della trattazione della giustizia che si trova nella Summa Theologiae di san Tommaso d’Aquino, un posto importante è occupato dal De Officiis di sant’Ambrogio; per questo motivo si è pensato di soffermare la nostra indagine su quest’opera ambrosiana. Il trattato è costituito da una raccolta di norme che il Vescovo di Milano rivolge ai sacerdoti (e probabilmente non solo), rifacendosi da vicino all’omonimo trattato ciceroniano, del quale riprende lo schema in tre libri, sull’honestum, sull’utile e sul confronto tra entrambi[104].

Nel libro I viene affrontato il tema classico del decorum, e nel commentarlo sant’Ambrogio descrive le quattro virtù cardinali, la prima delle quali è la prudenza[105]. La prudenza viene intesa come fons officii, cioè quale sorgente di ogni dovere, e viene quindi messa in stretto rapporto con la giustizia:

“E’ dovere di giustizia, anzitutto, la pietà verso Dio, poi verso la patria, in terzo luogo verso i genitori, e similmente verso tutti i nostri simili. E’ un precetto di natura, se è vero che, fin dall’inizio della nostra vita, non appena cominciano a svilupparsi i sentimenti, amiamo la vita come dono di Dio (…). Di qui nasce la carità, che fa preferire gli altri a sé stessi, senza esigere ciò che le appartiene, il che rappresenta l’ambito proprio della giustizia”[106].

L’aspetto forse più significativo in questo passo è che la portata della giustizia viene estesa all’intero genere umano, a differenza del passo parallelo ciceroniano[107]. Il discorso ambrosiano sulla giustizia affronta in realtà principalmente il tema della proprietà privata, con una critica dai toni assai forti dell’egoismo e dell’avarizia dei ricchi e dei prepotenti. Proprio per questa insistenza sulla tematica, sant’Ambrogio sarà citato varie volte da san Tommaso nella questione sulla virtù della liberalità[108].

Sant’Ambrogio distingue tra la benevolenza (volere bene al prossimo) e la beneficenza (fare il bene), che in realtà dipende dalla prima; la benevolenza sussiste innanzitutto nella Chiesa, e negli uomini dotati di analoghe virtù:

“La giustizia, inseparabile compagna della benevolenza, fa sì che amiamo quelli che crediamo uguali a noi. La benevolenza ha in sé anche la fortezza perché l’amicizia, derivante dalla benevolenza, non esita ad affrontare per l’amico pericoli mortali”[109].

Nel Libro II del De Officiis, nel corso dello studio del rapporto tra felicità e utilità, sant’Ambrogio specifica che nulla è più utile dell’affetto che si ottiene con le virtù. Tornando ad esaminarne alcune, come la mansuetudine, la beneficenza, la giustizia, il vescovo di Milano tratta a più riprese anche dell’affabilità, facendo riferimento proprio al brano ciceroniano nel quale tale virtù viene definita con la parola latina affabilitas[110]:

“Non dimentichiamo anzitutto che nulla è tanto utile quanto l’essere amati, e nulla tanto dannoso quanto il non essere amati (…). Preoccupiamoci allora di guadagnarci con ogni impegno la stima e la buona opinione altrui e di conquistarci con la serenità della mente e la benignità dell’animo l’affetto degli uomini. La bontà, infatti, è accetta alla gente e gradita a tutti, e non c’è nulla che più facilmente penetri nel cuore umano. Quando s’accompagna alla dolcezza e alla mitezza del carattere (mansuetudine morum ac facilitate), inoltre alla moderazione nel comando e all’affabilità nel parlare (affabilitate sermonis), all’efficacia nell’esprimersi ed anche al paziente ascolto nella conversazione e al fascino della modestia (modestiaeque gratia), riesce a guadagnarsi un affetto di incredibile intensità”[111].

Vengono qui presentate alcune virtù che rendono gradevole la convivenza sociale, e si delinea così una sorta di breve trattato sulla cortesia e sulle attenzioni da tenere gli uni con gli altri. Dopo aver affermato la connessione tra mitezza, benignità, bontà e affabilità, sant’Ambrogio sottolinea come queste virtù possano risultare decisive per guadagnare l’affetto altrui. Nel passo analogo, Cicerone tratta specificamente del rapporto tra i sudditi e chi possiede autorità, la cui forza dipende dall’amore e non dal timore dei suoi sottoposti[112]. E’ quanto sant’Ambrogio ricorda nel paragrafo immediatamente successivo a quello appena citato:

“Dalla storia sappiamo, non solo nel caso di privati cittadini, ma anche a proposito degli stessi re, quale vantaggio abbia loro recato la gentilezza d’una accattivante affabilità (facilitas blandae affabilitatis) o, al contrario, quale danno la superbia e la tracotanza nel parlare, così da mettere in pericolo gli stessi regni”[113].

Le virtù sono quindi la facilitas, la gratia, la affabilitas sermonis, che hanno stretti rapporti con lamodestia e la mansuetudo. Di seguito sant’Ambrogio indica in Mosè e Davide due modelli di mitezza e amabilità. Mosè in particolare è definito nell’Antico Testamento “vir mitissimus”[114], ed è proposto come esempio di mansuetudine, specialmente per la pazienza con cui sa intercedere presso Dio per il popolo, che pure l’ha fatto oggetto di ingiurie:

“Con quali miti parole (miti sermone) si rivolgeva al popolo dopo le offese, lo consolava nelle fatiche, lo placava nei suoi responsi, lo sosteneva con le sue opere! E, pur parlando francamente (constanter) con Dio, di solito si rivolgeva agli uomini con espressioni umili e amabili (umili et grata appellatione)”[115]

Nel passo appena citato, si segnala una virtù particolare di Mosè, che è capacità di rivolgersi a Dio constanter. Si tratta di una franchezza propria di chi sa di potersi fidare della misericordia di Dio, e pertanto è in grado di parlargli con la schiettezza e sincerità di un figlio; questa chiarezza va unita inseparabilmente all’umiltà di chi conosce l’infinita superiorità di Dio. Franchezza e umiltà sono la radice della paziente amabilità con la quale Mosè sa insegnare al popolo[116]. Si presenta qui la classica interrelazione tra affabilità e veracità, già vista in Platone e Aristotele, che sant’Ambrogio ripropone in modo puntuale:

“L’affabilità del discorso vale moltissimo ad acquistare simpatia. Ma la vogliamo sincera e misurata, senza alcuna adulazione che offenda la semplicità e la schiettezza del parlare, perché dobbiamo essere di modello agli altri per castigatezza e lealtà non solo nelle nostre azioni, ma anche nei nostri discorsi. Siamo quali vogliamo essere stimati, e riveliamo i nostri sentimenti come li abbiamo in realtà”[117].

Descrivendo l’adulazione, sant’Ambrogio cita più volte un versetto del Libro dei Proverbi: “Le ferite degli amici sono più sopportabili che i baci degli adulatori”[118]. Si sottolinea qui l’importanza di scegliere oculatamente i consiglieri, cercando di fuggire con ogni cura dagli adulatori; è preferibile chiedere consiglio a un uomo giusto, cioè virtuoso, piuttosto che a uno solo prudente, la cui ingegnosità rischia di essere di minore utilità: “Se poi si uniscono l’una e l’altra dote, si avranno consigli veramente utili, da tutti ammirati per la loro sapienza e amati per la loro giustizia”[119]. E’ la giustizia, non la sapienza, a rendere amabili. Va forse chiarito che con “giustizia” si intende in questo caso sia la virtù cardinale, sia – forse più precisamente – la virtù  dell’uomo fedele a Dio, con tutta la densità che il linguaggio biblico conferisce alla qualità di “giusto”. Come mostrano gli esempi biblici di Giuseppe, Salomone e Daniele, nel consigliere si cerca soprattutto la virtù:

“Per chi cerca consiglio, contano moltissimo la probità della vita, l’eccellenza della virtù, l’esercizio della benevolenza (benivolentiae usus), la prontezza nel darlo con affabilità (facilitatis gratia). Chi infatti cercherebbe una sorgente nel fango? (…). D’altra parte, chi ricorrerebbe a uno preparatissimo, sì, al compito di consigliere, ma tuttavia difficile a lasciarsi avvicinare, che agisca cioè come chi vieta l’accesso a una sorgente?”[120].

E l’essere accessibile è una delle virtù più importanti del consigliere, perché in sua assenza difficilmente sarà possibile aiutare in modo efficace il prossimo.

Il tema classico dell’amicizia viene ripreso da sant’Ambrogio a conclusione dell’intero trattato, ritornando nuovamente sul vizio dell’adulazione. Considerando l’insistenza con la quale il Vescovo di Milano discute la questione morale della ricchezza, della generosità e dell’avarizia, non stupirà vedere il particolare punto di vista dal quale si guarda al tema:

“Le amicizie tra i poveri per lo più sono migliori di quelle fra i ricchi; e spesso i ricchi sono senza amici, mentre i poveri ne hanno molti. Non c’è infatti vera amicizia dove c’è ingannevole adulazione. I più cercano di compiacere i ricchi con le adulazioni; con il povero nessuno finge. Tutto ciò che si dà al povero è sincero, l’amicizia che si ha per lui è senza invidia”[121].

Molti critici affermano che il De Officiis non sia un’opera particolarmente riuscita dal punto di vista dello stile e della struttura, specialmente a motivo delle frequenti ripetizioni, nonché di una certa forzatura del senso delle citazioni classiche e bibliche, che sono riportate spesso per sottolineare a priori la superiorità della Rivelazione[122].

Appare comunque interessante che, a partire da un impianto ciceroniano, le tematiche della giustizia, dell’amicizia, dell’affabilità e della veracità siano messe in rapporto con la carità, che ne è il fondamento. L’insistenza di sant’Ambrogio sulla generosità e sulla liberalità, necessarie per vivere la giustizia, avranno un’importante influenza sulla morale cristiana, specialmente nella sottolineatura della centralità della rinuncia e del dono di sé, unico cammino per raggiungere la virtù e la felicità. 

Le linee di fondo che, secondo i Padri, caratterizzano la mitezza sono adeguate anche a vari aspetti dell’affabilità, se si considera questa virtù soprattutto nella sua funzione di moderatrice della litigiosità[123]. Sul piano morale, la mitezza consiste nel dominio degli istinti di aggressività, il cui controllo garantisce una serena padronanza di sé, cioè l’equilibrio necessario sia per la vita interiore sia per la vita di relazione. Come virtù cristiana, la mitezza è invece presentata come una delle componenti della carità fraterna, richiesta dal comandamento evangelico, e anche in questo aspetto essa presenta punti in comune con l’affabilità. 

San Giovanni Crisostomo si sofferma su questo aspetto nelle Omelie sugli Atti degli Apostoli, in particolare a partire dalla figura di santo Stefano. Il protomartire è infatti presentato come modello di mitezza davanti alle ingiurie e agli insulti, e viene sottolineato come per dominare la reazione di collera è necessaria una grande fortezza[124]. Il Crisostomo collega poi la mitezza (epieicheia) con un’altra importante virtù, la franchezza (parresia), intesa come sincerità o libertà nel parlare:

“Se tu ti arrabbi, non è frutto della franchezza, ma proviene dalla passione, e di questo sarai giudicato. Senza mitezza non si dà una vera franchezza nel parlare (…). Il coraggio nel parlare è un bene, ma parlare con ira è un errore. Bisogna quindi essere liberi da ogni animosità, se vogliamo esprimerci con franchezza. Perché, anche se dicessi cose giuste, se sono frutto dell’ira, tutto è perduto, perfino la tua franchezza, i tuoi saggi consigli, qualunque cosa tu faccia. Guardate quest’uomo (Stefano), che parla senza collera, senza insolenza, e ricorda loro le antiche profezie. Che non sia mosso da alcun risentimento prova il fatto che prega per chi lo ferisce, mentre cade sotto i colpi: “Non imputare loro questa colpa”. Non è il linguaggio della collera, ma della compassione. Da qui le parole: “Videro il suo aspetto come quello di un angelo”. Restiamo liberi dall’ira. Lo Spirito Santo non abita laddove regna la collera”[125].

Senza la mitezza, il parlare franco e sincero non avrebbe quell’efficacia che lo rende convincente. Viceversa, la mitezza (in latino, mansuetudo e in greco epieicheia) rende attraente il cristiano, perché in lui diventa visibile la presenza dello Spirito Santo; e questo è essenziale nell’azione apostolica. 

La virtù della parresia, come si ricorderà, è inserita da Platone accanto alla benevolenza tra le virtù del saggio, che deve essere capace di dire la verità all’amico, per fargli del bene[126]. In greco classico, il termine indicava la libertà di prendere la parola nell’assemblea del popolo, cosa che era un privilegio dei cittadini liberi. Nel vocabolario cristiano, essa indica la confidenza nei rapporti con Dio, che deriva nell’uomo dalla sua condizione di figlio, ed è virtù necessaria per chiamare Dio “Padre”[127]. San Giovanni Crisostomo utilizza frequentemente questo termine, in modo non del tutto univoco. Nel commento alla lettera ai Galati, per esempio, si afferma che san Paolo affronta con franchezza i suoi avversari, senza timore di contestarli apertamente e con decisione, e si individua una progressiva manifestazione di questa virtù paolina lungo la lettera, conformemente al sapiente ed accorto metodo pedagogico e psicologico con il quale l’Apostolo sa rivolgersi ai propri interlocutori[128]. In realtà, la confidenza e sicurezza con la quale ogni apostolo è chiamato a parlare del Vangelo non è altro che un riflesso del modo con il quale Cristo parla apertamente, annunciando il regno di Dio[129].

Tuttavia, come si è già avuto modo di segnalare, due virtù per le quali il Messia si pone come modello sono la mitezza e l’umiltà di cuore, che condensano e caratterizzando l’atteggiamento di Cristo come Redentore dell’umanità[130]. In un passo delle Catechesi Battesimali, proprio l’invito di Gesù a imparare la mitezza e l’umiltà viene messo in rapporto con il brano della lettera ai Galati che elenca i frutti dello Spirito Santo[131]:

“Imparate da me, che sono mite e umile di cuore, e troverete riposo per le vostre anime(…). Chi imita la mitezza del Signore non si adirerà, non si leverà contro il prossimo (…). Chi si sottopose al giogo di Cristo ed imparò ad essere mite ed umile di cuore mostrerà dovunque ogni virtù e seguirà le orme del Signore (…). E bisogna fare molta attenzione non solo agli occhi, ma anche alla lingua. Infatti, molti caddero per mezzo della lingua (Sir 28, 18). Bisogna frenare pure le altre passioni che si presentano e porre in pace la mente, bandire la collera, l’ira, il rancore, l’ostilità, l’invidia, i desideri perversi, ogni licenza, tutte le opere della carne, che sono – [san Paolo] dice – adulterio, fornicazione, impurità, licenza, idolatria, sortilegio, ostilità, discordia, gelosie, ubriachezze, bagordi. Bisogna dunque eliminare tutto ciò e sforzarsi di possedere il dono dello Spirito: l’amore, la gioia, la pace, la magnanimità, l’amabilità (krestoteta), la bontà, la mitezza, la padronanza di sé”[132].

Viene qui proposta una connessione tra la mitezza, intesa come identificazione con Cristo nella sua disposizione fondamentale al sacrificio di sé stesso, e il “dono” dello Spirito Santo nell’anima di chi imita il Redentore; esso consiste nel corrispettivo positivo della lotta del cristiano contro le passioni disordinate, frutto del peccato. L’aspetto che sembra essere di maggior interesse è il  rapporto tra la mitezza e la temperanza (il dominio di sé), e quello di entrambe con la concordia tra gli uomini; a seminare la discordia contribuisce il vizio della litigiosità, e moderare l’ira è un cammino per combattere questo difetto. Trovare riferimenti a queste virtù in un testo che parla degli effetti del Battesimo nel neofita è riprova del fatto che esse sono considerate un riflesso visibile della presenza e dell’azione dello Spirito Santo nell’anima del cristiano.

Un brano di un’altra delle Catechesi Battesimali del Crisostomo mette in luce come la grazia doni bellezza a tutta la persona, e sottolinea la necessaria coerenza tra interiorità e comportamento esteriore del cristiano:

“E ciascuna delle nostre azioni possegga molto decoro. Dice infatti: L’abbigliamento di un uomo, il riso dei suoi denti e l’andatura del suo piede rivelano ciò che egli è[133]. Chiara immagine della condizione dell’anima può essere l’attitudine esteriore ed il movimento delle membra rivela in modo particolare la bellezza di quella. E se andremo in piazza, sia tale il nostro incedere e tale serenità e compostezza possegga da rivolgere alla nostra vista coloro che incontriamo, e l’occhio non si smarrisca né i piedi camminino disordinatamente e la lingua proferisca le parole con tranquillità e dolcezza (epieicheia): tutto insomma l’atteggiamento esteriore indichi la bellezza interiore dell’anima e la nostra condotta sia ormai come straniera e trasformata, poiché nuove e straniere sono ormai le cose da noi intraprese (…). Perciò, tutto quanto ci è stato donato è spirituale: infatti il nostro vestito è spirituale, il nostra cibo è spirituale e la nostra bevanda è spirituale; di conseguenza, dovranno essere spirituali anche le nostre opere e tutte le nostre azioni. Queste sono il frutto dello Spirito Santo, come dice anche Paolo: il frutto dello Spirito è l’amore, la gioia, la pace, la magnanimità, la benignità(krestotes), la bontà, la fedeltà, la mitezza, la temperanza”[134].

Come si vede, in un primo momento viene messa in risalto la virtù della modestia, intesa come decoro nei modi e nel comportamento esterno; e strettamente collegate ad essa sono latranquillità e dolcezza con le quali si invita il cristiano a proferire ogni parola. Il dono dello Spirito, ottenuto nel battesimo, rende quindi spirituale ogni azione del cristiano, e perfino il suo “vestito”, cioè l’aspetto visibile, il modo di presentarsi e di parlare. Queste qualità sono viste come gli atti dell’anima rinnovata dalla grazia, e vengono chiamate frutti dello Spirito Santo.

Dei frutti della grazia san Giovanni Crisostomo parla anche in modo esplicito nel Commento al Vangelo di  san Matteo, offrendo ulteriori spunti in sintonia con i testi appena citati, con una sottolineatura particolare sulla necessità di una vita coerente con la grazia ricevuta attraverso il battesimo:

“Sono numerosi coloro che, dopo aver ricevuto il battesimo, vivono in modo più disordinato di coloro che non lo hanno ancora ricevuto e non fanno perciò vedere in nessun modo che sono cristiani. Non è possibile oggi riconoscere lì per lì, nelle assemblee pubbliche e anche all’interno della chiesa, i fedeli da coloro che non lo sono (…). Un fedele deve far vedere chi è non con la sola partecipazione ai santi misteri, ma per il suo comportamento rinnovato, per la sua vita nuova. Bisogna che un cristiano, come dice il Vangelo, sia la luce e il sale del mondo (…). Il fedele deve brillare non solo per quei doni che ha ricevuto da Dio, ma anche per quelli che egli stesso offre a lui; deve essere riconosciuto ovunque per il suo modo di camminare, di guardare, per tutto il suo comportamento esteriore e per la sua stessa voce”[135].

Il Crisostomo passa quindi a descrivere i difetti visibili nel comportamento esteriore del cristiano che non vive in coerenza con il dono battesimale, e ne stigmatizza le “conversazioni in piazza”, le “risa smodate”, gli “atteggiamenti rilassati”, biasimando inoltre il fatto che egli sia solito circondarsi di “parassiti e adulatori”. Quest’ultimo accenno all’adulazione, in un contesto di difetti contrari alle virtù sociali, non è privo di interesse. 

All’insegna della delicatezza e della finezza sono i consigli dati dal Crisostomo ai genitori, per la formazione del carattere dei figli. Nel Trattato sulla vanità e sull’educazione dei figli, san Giovanni insiste a più riprese sul fatto che, affinché i giovani imparino a trattare con rispetto il prossimo, è necessario che essi siano educati in un clima di delicatezza e attenzione personalizzata[136]. Il seguente passo sottolinea specialmente il rapporto tra il dominio di sé e le virtù della convivenza famigliare e sociale, rivolgendosi al genitore, perché con il suo comportamento serva di esempio al giovane:

“Non chieda a quei di casa nulla di quanto può chiedere un uomo libero, ma si faccia da solo i maggiori servizi (…). E se avrà bisogno di lavarsi i piedi, non faccia questo servizio uno schiavo, ma se li lavi da sé: renda così l’uomo libero bene accetto e grandemente amabile a quei di casa. E nessuno gli porti il mantello, né attenda in bagno l’aiuto da parte di un altro, ma faccia ogni cosa da sé: ciò lo renderà vigoroso, modesto e affabile”[137].

Lo spunto originale è il rapporto tra la sobrietà – che si dimostra evitando di farsi servire per mera comodità, e manifestando quindi rispetto nei confronti del lavoro altrui, perfino degli schiavi – e la fortezza. Poco prima, il Crisostomo aveva menzionato l’importanza del dominio de sé, sottolineando la necessità della mitezza; a questo si aggiunge l’austerità e semplicità di costumi, che porta con sé come frutto l’affabilità. Non stupisce trovare questi discorsi in un trattato sull’educazione, dal momento che le virtù della convivenza sociale e le buone maniere sono da sempre oggetto prediletto della pedagogia.

L’undicesima Omelia sull’Epistola ai Colossesi tocca il tema dell’adulazione, insieme a quello della necessità di ammonire chi sbaglia; e nel contempo offre spunti di notevole sapienza e vivacità a proposito dell’atteggiamento che l’apostolo è chiamato a tenere per attirare i pagani alla verità. In particolare, interessa esaminare un brano che chiosa Col 4, 6: “Sermo vester semper in gratia, sale conditus, ut sciatis quomodo oporteat vos unicuique respondere”[138]:

“Dice che [il parlare] non sia pieno di ipocrisia: ciò non è cortesia, non è esser condito con sale. Se è necessario ossequiare, senza pericolo, non ricusarlo; se si presenta l’occasione di una conversazione tranquilla, non considerarla adulazione. Compi ogni atto necessario di deferenza, senza danno però per lo spirito religioso. Non vedi come Daniele si mostra ossequioso verso un uomo empio (…). Sii cortese, non inopportuno; ma neppure debole: abbi serietà insieme con piacevolezza. Chi infatti è severo oltre ogni misura, più che giovare, reca molestia. E chi è esageratamente accondiscendente reca più danno che giovamento”[139]

Il tema di fondo è il dialogo apostolico, per l’efficacia del quale san Giovanni Crisostomo raccomanda di rifuggire l’ipocrisia, il che non impedisce – qualora sia necessario e conveniente – di trattare con il dovuto riguardo chi lo merita. Si tratta infatti di cercare la misura in tutto, vivendo un giusto mezzo tra l’eccessiva severità e una giovialità sconsiderata, ma senza mentire od omettere di dire la verità quando è necessario. E’ quanto si afferma poco oltre, nello stesso brano a commento della lettera ai Colossesi, dove si esamina quando e come sia conveniente “rispondere a ciascuno”:

“Per esempio, se non c’è motivo, non dire che il pagano è empio e non oltraggiarlo, ma se qualcuno ti interroga sulle sue credenze, rispondi che sono empie e perverse; se nessuno poi interroga né ti costringe a parlare, non è opportuno crearsi alla leggera delle odiosità (…). Se stai catechizzando qualcuno, parlagli dell’argomento; altrimenti taci. Se la tua parola è condita con sale, anche se cade su un’anima che si lascia facilmente trasportare, ne comprime la frivolezza; e anche se cade su un’anima aspra, ne leviga la durezza (…). Così, un pagano ti avvicina e ti diventa amico? Non parlare con lui dell’argomento [cioè della fede cristiana], fino a quando non ti è veramente amico, e quando lo sarà, a poco a poco”[140].    

Il discorso circa le buone maniere, la cortesia e la dolcezza nel parlare si allarga, perché queste virtù diventano strumenti decisivi per l’apostolo che vuole avvicinare a Dio il pagano. Per portare la verità a qualcuno è fondamentale sapere quando parlare e quando tacere, ed evitare ove sia possibile il contrasto e il litigio. E’ invece necessaria un’amicizia vera, che sa attendere e andare per gradi, è fedele e costante; l’intero discorso si colloca dunque nel quadro della concezione classica dell’amicizia, che viene interpretata come luogo naturale dell’apostolato cristiano, perché entrambi sono manifestazione e frutto della carità. A una persona che vive la carità, ci si rivolge con facilità, perché ci si sente invitati a parlagli e ad ascoltarla. A questa conclusione san Giovanni Crisostomo giunge commentando un passo della lettera ai Corinzi:

“Se tu operassi miracoli, se risuscitassi i morti, se facessi qualsiasi altra cosa, mai i pagani ti ammirerebbero come vendendoti mite, dolce e soave nelle tue maniere. E non è questo un piccolo successo: molti alla fine, infatti, verranno distolti dal male. Nulla è tanto capace di attrarre come l’amore: per quelli ti invidieranno – per i miracoli, dico – ma per questo ti ammireranno e ti ameranno; amandoti abbracceranno, progredendo, la verità cristiana. E se non si fa subito fedele, non meravigliarti, non preoccuparti, non volere tutto in una volta, ma lascia che egli per ora lodi ed ami, e procederà poi sulla via della fede”[141].

E’ noto di san Girolamo il carattere forte, che con una certa frequenza si manifesta in giudizi taglienti e categorici. Non sembra inutile citare qui, a mo’ di aneddoto, il parere che dello stile di sant’Ambrogio si legge nel De viris illustribus, dove lo Stridonense afferma di astenersi dal giudizio, “perché non mi venga rimproverato nessuno degli estremi, né l’adulazione né la sincerità”[142]. Giudizio emblematico come esempio di stile pungente e anche per cogliere l’opposizione che Girolamo afferma esistere tra sincerità e adulazione. Tale relazione si coglie bene in un altro passo:

“L’adulazione è sempre insidiosa, astuta, suadente. L’adulatore è definito bene dai filosofi come un dolce nemico. La verità è amara, ha il volto accigliato e triste e offende chi corregge. Perciò l’Apostolo dice sono diventato vostro nemico, dicendovi la verità(Gal IV, 16). E il Comico dice: l’adulazione genera amici, la verità odio”[143].

San Girolamo stigmatizza con veemenza il vizio dell’adulazione, e nel brano appena citato afferma l’esistenza di una tensione tra la sincerità e le forme dolci e affabili, che sarebbero virtù pressoché incompatibili. La sincerità, in altre parole, non può essere amabile. Non è casuale che san Tommaso scelga proprio di citare san Girolamo – senz’altro non proclive a questo vizio – come auctoritas nella questione della Summa che tratta dell’adulazione[144].

Per quanto riguarda il vizio per difetto, la litigiosità, è interessante accennare all’interpretazione data dallo Stridonense all’episodio del confronto tra Pietro e Paolo ad Antiochia, a proposito dei giudaizzanti[145]. Proprio rifiutando la possibilità che si potesse dare un conflitto tra i due apostoli, san Girolamo interpreta la contesa come una sorta di “simulazione diplomatica”, combinata insieme dai due apostoli per vincere gli oppositori. Questa interpretazione risale forse ad Origene (ed è presente anche in san Giovanni Crisostomo). Lo Stridonense esalta la schiettezza e franchezza di Pietro, cioè la sua parresia, sostenendo che essa non potesse esser venuta meno nell’episodio di Antiochia; san Pietro e san Paolo si erano messi d’accordo per essere l’uno l’apostolo dei circoncisi e l’altro l’apostolo dei gentili; san Pietro si sarebbe poi lasciato riprendere pubblicamente da san Paolo ad Antiochia soltanto per convincere meglio la comunità dei gentili; entrambi rimanevano invece coerenti con quanto concordato[146]. Sant’Agostino, come si vedrà meglio più avanti, respinse l’esegesi di san Girolamo, sostenendo che non si potessero ammettere bugie nella Sacra Scrittura, che ne porrebbero in dubbio la veridicità. Ne nacque una polemica, dai toni anche sarcastici, specialmente da parte dello Stridonense[147]. Per il nostro tema non è privo di interesse notare come la disputa – che verrebbe quasi da definire essa stessa litigio – ruoti attorno al rapporto tra franchezza, verità e sincerità.

San Girolamo definisce la virtù dell’affabilità in modo preciso nel Commento alla lettera ai Galati, e per farlo ricorre alla parola benignitas; si tratta di una riflessione rilevante anche dal punto di vista lessicale, data la padronanza che l’autore possiede della lingua greca:

“La benignità, o dolcezza – che presso i greci è denominata krestotes –  è una virtù soave, delicata, tranquilla, che favorisce la convivenza dei buoni e invita alla familiarità, di parlare affabile e mite contegno. Infatti gli Stoici la definiscono così: la benignità è la virtù che porta a fare il bene di buon grado. La bontà non è molto diversa dalla benignità, perché anch’essa vuole essere gradevole; ma si distingue da essa perché la bontà può essere più triste e dai modi severi e duri; la bontà è sempre pronta a fare il bene e a prestare un favore, ma senza rendere amabile la convivenza e invitare il prossimo alla dolcezza. I seguaci di Zenone così la definiscono: la bontà è la virtù che giova, vale a dire la virtù dalla quale nasce l’utilità, oppure la virtù in quanto tale, o l’amore che è fonte di ogni cosa utile”[148].  

L’interesse del testo appena citato è dato dal fatto che esso cerca di sintetizzare la ricchezza semantica del termine greco krestotes, benignità, mettendolo in rapporto con i concetti di utilità e di bontà; è evidente il riferimento alla riflessione ciceroniana sul rapporto tra l’utile e la virtù[149]. Si tratta forse della definizione più concisa e completa della virtù dell’affabilità fin qui trovata; conviene sottolineare ancora una volta che i termini scelti per indicare questa virtù non sono rigidamente determinati, e di fatto non lo saranno fino a quando san Tommaso sceglierà di chiamarla affabilitas seu amicitia[150].

Si afferma invece con chiarezza il rapporto tra la virtù sociale dell’affabilità e i frutti dello Spirito Santo, così come sono presentati nel capitolo V della lettera ai Galati; il primo tra questi frutti è la carità, “senza la quale le altre virtù non possono essere considerate tali e dalla quale nasce ogni cosa buona”[151]. La riflessione viene ulteriormente approfondita commentando un passo della lettera agli Efesini: “Siate invece benevoli gli uni verso gli altri, misericordiosi, perdonandovi a vicenda come Dio ha perdonato a voi in Cristo”[152]. Dice il Commento: 

“Sulla dolcezza, contraria all’amarezza, si è già parlato; l’Apostolo la chiama quikrestoteta, che significa soavità più che benignità; e ci invita ad essere misericordiosi e dolci, superando la collera, l’ira, i toni alterati, l’irritazione, gli insulti e una certa serietà nel volto, affinché nessuno abbia timore di rivolgersi a noi e anzi abbiamo un aspetto che invita il prossimo all’amicizia con noi, alla quale siamo disposti soprattutto dalla misericordia”[153].

L’essere accessibili, che non è altro che una manifestazione dell’affabilità, si fonda quindi sulla capacità di perdonare, che a sua volta – si dirà subito dopo – dipende dalla consapevolezza della misericordia divina nei confronti di ciascuno di noi. Al nostro atteggiamento misericordioso, Dio risponde donandoci in Cristo le virtù; “la sapienza, la veracità, la giustizia, la mitezza e ogni altra virtù dipende infatti da Cristo”[154], che ce le ottiene per la sua misericordia. Alla benignità e alla dolcezza dei modi viene quindi dato anche un senso di umanità e generosità, caratteristico della capacità di perdonare. Non è un caso che il brano termini con un riferimento alla preghiera del Padre nostro, che insegna che soltanto perdonando il prossimo ogni cristiano diventa capace di meritare il perdono di Dio. Sono riflessioni che si avrà modo di approfondire a proposito di sant’Agostino. 

Un brano tratto da una lettera che l’epistolario di san Girolamo attribuisce a Paola ed Eustochio condensa in modo efficace un ulteriore aspetto dell’affabilità, che si è già riscontrato in san Giovanni Crisostomo: la sua efficacia per l’apostolato. Le due donne – madre e figlia –, che furono discepole dello Stridonense prima a Roma e poi a Gerusalemme, scrivono a un’altra nobildonna romana, Marcella, loro condiscepola, che viene invitata calorosamente a lasciare Roma e a raggiungere le amiche a Gerusalemme, dove esse si trovano già (san Girolamo ha con ogni probabilità collaborato alla stesura della lettera):

“Facciamo pertanto l’unica cosa che gli assenti sono in grado di fare: ti rivolgiamo le nostre piangenti suppliche, e dimostriamo la nostra nostalgia non con il semplice pianto, ma con veri e propri singhiozzi, affinché tu ci restituisca la nostra cara Marcella, e non permetta che la mite, la dolce, più dolce del miele e della stessa dolcezza, sia aspra e aggrotti la fronte con coloro che conquistò con la sua affabilità, perché vivessero una vita simile alla sua”[155].

In un clima di affettuosa familiarità è ben visibile il ruolo che viene attribuito all’affabilità, come mezzo adatto all’apostolato, per attrarre il prossimo alla sequela di Cristo. 

“Qui incontrai il vescovo Ambrogio, noto a tutto il mondo come uno dei migliori, e tuo devoto servitore (…). Quell’uomo di Dio mi accolse come un padre e gradì il mio pellegrinaggio proprio come un vescovo. Io pure presi subito ad amarlo, dapprima però non certo come maestro di verità, perché non avevo nessuna speranza di trovarla dentro la tua Chiesa; bensì come persona che mi mostrava della benevolenza (…). La soavità della sua parola mi incantava. Era più dotta, ma meno gioviale e carezzevole di quella di Fausto quanto alla forma; quanto alla sostanza però, nessun paragone era possibile”[156].

Con queste parole sant’Agostino descrive il suo incontro con il Vescovo di Milano, che l’avrebbe battezzato nel corso della Veglia Pasquale dell’anno 387. Si riscontra una notevole consonanza di spirito tra questo passo delle Confessioni e il brano delle Omelie sulla prima lettera ai Corinzi  di san Giovanni Crisostomo che si è avuto modo di citare in precedenza[157]. Sant’Agostino racconta qui come si avvicinò e cominciò ad amare sant’Ambrogio non tanto cercando la verità, quanto piuttosto per la forza e l’attrazione della benignità che il vescovo gli dimostrava. Non è neppure sufficiente la suavitas sermonis, che potrebbe essere anche solo frutto di eloquenza e retorica. L’amore nasce quando il discepolo si accorge che il maestro è benignus nei suoi confronti, e da questo deriva prima l’interesse e poi l’accettazione della verità. Per l’apostolato, quindi, né l’erudizione né l’abilità nell’intrattenere sono sufficienti. E’ necessaria la capacità di attrarre a sé, e quindi alla verità, mostrando benevolenza.

La parola affabilitas compare poche volte negli scritti di sant’Agostino[158]. Una di queste si trova in una lettera a Ceciliano, all’interno di un elenco di virtù di un defunto:

“Quale onestà di costumi possedeva! Fedeltà nell’amicizia, passione nello studio, sincerità nella religione, purezza nella vita coniugale, moderazione nei giudizi; pazienza con i nemici, affabilità con gli amici, umiltà verso i santi, carità verso tutti”[159].

L’ambito è quello delle virtù cristiane, tra le quali spiccano alcune qualità necessarie nella vita sociale e nei rapporti con il prossimo, come l’amicizia, la pazienza, l’affabilità; l’elenco culmina nella caritas erga omnes, caratteristica del cristiano, che è pure la chiave di volta di un altro passo agostiniano nel quale compare la parola affabilem. Si tratta del commento al Salmo 103:

“Non avrete scusa davanti al giudizio di Dio se non vi sarete esercitati nelle buone opere, e se non avrete conseguito frutti adeguati da quanto avete udito, come dalla pioggia. Frutto adeguato sono le opere buone; frutto adeguato è l’amore sincero, non solo per il fratello, ma anche per il nemico. Non disprezzare chi ti supplica, e non disprezzare colui al quale non puoi dare ciò che ti chiede: se puoi dare, da’; se non puoi, mostrati affabile (affabilem te praesta). Dio rende efficace la buona volontà interiore, dove la capacità non riesce ad arrivare. Nessuno dica: non posseggo niente. La carità non si chiede al borsellino, poiché qualunque cosa diciamo, o abbiamo detto, o avremmo potuto dire, noi, o dietro di noi o qualcuno davanti a noi, non ha altro fine che la carità, perché la carità è il fine del precetto” [160].

Viene sottolineato che la carità si deve manifestare in atti e atteggiamenti concreti e visibili, nella misura delle possibilità di ciascuno: se si può donare qualcosa, si doni; se non si può, si manifesti la carità almeno attraverso l’affabilità (appare evidente un’implicita citazione del libro del Siracide: “congregationi pauperum affabilem te facito”[161]). Questa insistenza sulla carità come anima di ogni virtù mostra cardini della morale e dell’intero sistema teologico agostiniano[162]. Per sant’Agostino, le virtù essenziali non sono più le quattro virtù cardinali della morale classica, specialmente stoica, ma piuttosto le virtù teologali, che sono inseparabili l’una dall’altra. La fede è inizio di ogni giustizia ed è un dono di Dio, così come lo è la speranza; la carità è l’effusione dello Spirito Santo nel cuore dei cristiani, che dà vita ed efficacia soprannaturale ad ogni azione dei figli di Dio. Tutte le virtù sono per sant’Agostino frutto della presenza di Cristo e dell’azione dello Spirito Santo dentro ciascuno di noi:

“E potrei mai nominarle tutte? Esse cono come un esercito di un generale che ha il suo comando dentro la tua mente. Come il generale, per mezzo del suo esercito, attua ciò che più gli piace, così il Signore nostro Gesù Cristo, incominciando ad abitare nell’intimo dell’uomo, cioè nella nostra mente per mezzo della fede, usa di queste virtù come di suoi ministri. E per mezzo di queste virtù, che non possono essere viste con gli occhi, e che tuttavia, se nominate, vengono lodate (…), per mezzo di queste virtù vengono mosse le membra in modo visibile: i piedi per camminare; ma dove? dove li possa muovere la buona volontà, che milita sotto un buon generale. Le mani per operare; ma che cosa? ciò che la carità avrà comandato, interiormente suscitata dallo Spirito Santo”[163].

Per il Vescovo di Ippona, la carità si esprime dunque nelle opere buone, ma queste da sole non bastano per renderla attuale, poiché esse si potrebbero realizzare anche solo osservando la Legge. Perché le azioni virtuose siano opera della carità, è necessario che siano frutto dello Spirito Santo: “Infatti, nessun frutto è buono se non nasce dalla radice della carità”[164]. La carità si trova pertanto alla base dei frutti che lo Spirito produce nel cuore del credente, ed è per questo – dice sant’Agostino –che essa è collocata da san Paolo al primo posto nella lista della lettera ai Galati[165]. Sulla carità si fondano gli altri frutti, la gioia, la pace, la longanimità, la benignità, la bontà, la mitezza, il dominio di sé:

“E in verità, ci può essere gioia ben ordinata, se non si ama il bene di cui si gode? Come si può essere veramente in pace, se non con chi sinceramente si ama? Chi può essere longanime, rimanendo perseverante nel bene, se non chi ama fervidamente? Come può dirsi benigno uno che non ama colui che soccorre? Chi è buono se non chi lo diventa amando? Chi può essere credente in modo salutare, se non per qualle fede che opera mediante la carità? Che utilità essere mansueto, se la mansuetudine non è ispirata all’amore?”[166].

Il commento relativo alla centralità del ruolo dello Spirito nella lettera ai Galati offre la possibilità di approfondire ulteriormente uno degli aspetti più originali della morale agostiniana, che è il rapporto che viene istituito tra i doni dello Spirito Santo e le beatitudini presentate da Gesù Cristo nel Discorso della Montagna.

Nel commentare Gal 5, 22-23, sant’Agostino esamina la corrispondenza tra le opere della carne e i frutti dello Spirito Santo; tuttavia, non si può affermare in modo categorico che nell’elenco dei frutti sant’Agostino ponga l’affabilità. A conclusione della lista paolina, il Vescovo di Ippona commenta:

“Perché finalmente si possano trattare con la giusta moderazione gli altri, fra cui viviamo, combattono la pazienza per sopportarli, la dolcezza per curarli, la bontà per perdonarli. Quanto al resto, contro le eresie lotta la fede, contro l’odio la mansuetudine, contro le ubriachezze e i bagordi, la continenza”[167].

Come si vede, sia la benignitas ad curandum sia la bonitas ad ignoscendum posseggono sfumature che le avvicinano allo spirito di servizio e alla misericordia, più che all’affabilità; nel contempo, ci si muove sempre nell’ambito delle diverse opere nelle quali si manifesta in modo visibile la carità dei figli di Dio, che mostrano così lo Spirito Santo che abita in loro.

Come si ricorderà, la mitezza è un concetto assai ricco di significati nella Sacra Scrittura e nella spiritualità cristiana: essa ha rapporti stretti con l’affabilità, e può a volte venire usata come un suo sinonimo[168]. Nel commento di sant’Agostino al Discorso del Signore sulla Montagna[169], la seconda delle beatitudini pronunciate dal Signore, “Beati i miti, perché erediteranno la terra”[170], viene messa in rapporto con il penultimo dei doni dello Spirito elencati nel capitolo 11 di Isaia (nella versione dei LXX), cioè con la pietas. La pietas è intesa innanzitutto come l’atteggiamento che il cristiano è chiamato a tenere di fronte alla Scrittura, rifuggendo ostinate discussioni o puntigli che sono in realtà dimostrazione di mancanza di umiltà. Il pius viene descritto anche come colui che riconosce e compie i propri doveri verso Dio, verso i parenti e verso la patria. E il mite è chi resiste di fronte alle avversità, e cerca di vincere il male con il bene; il violento e il litigioso pretendono di ottenere i beni nel tempo, mentre il mite agisce per il regno dei cieli[171]. E’ lecito adirarsi contro qualche difetto presente in un nostro fratello, per correggerlo, ma l’ira non deve essere duratura, perché si trasformerebbe in odio, che si opporrebbe direttamente alla caritas, all’amore fraterno che è il cuore della nuova giustizia:

“Se pietà è quello con cui sono beati i miti, perché essi avranno in eredità la vita eterna, chiediamo che venga il regno di Dio tanto in noi stessi, affinché diventiamo miti e non resistiamo a lui, come nello splendore della venuta del Signore dal cielo alla terra, di cui noi godremo e conseguiremo la gloria (…). Nel Signore infatti, dice il profeta, si glorierà la mia anima; ascoltino i miti e si rallegrino”[172].

Alla beatitudine dei miti e al dono di pietà corrisponde per sant’Agostino anche un’invocazione specifica del Padre nostro: Adveniat regnum tuum. E’ il dono di pietà che porta a riconoscere in Dio un Padre benigno, e a trattare pertanto tutti gli altri uomini come fratelli, anticipando in terra la venuta del regno. Il regno di giustizia per la venuta del quale si prega Dio, infatti, non è solo un regno terreno: la giustizia è intesa nel senso biblico, più vicino al concetto di santità che all’omonima virtù cardinale; è essa stessa il frutto dell’azione dello Spirito Santo nell’anima di ogni persona e di conseguenza nella vita sociale. La venuta del regno avverrà in modo definitivo soltanto nella vita eterna.

La corrispondenza tra doni, beatitudini e invocazioni del Padre nostro è per sant’Agostino la conferma dell’interconnessione tra la vita morale, la spiritualità e la vita di preghiera del cristiano. Come si avrà modo di vedere – ed questo il motivo per cui si è indugiato su questo tema –, san Tommaso introdurrà questo aspetto della concezione agostiniana della morale nella struttura della Summa: “fonderà la morale sulla connessione tra le virtù, i doni e le beatitudini, aggiungendovi i frutti dello Spirito Santo, secondo quanto dice la lettera ai Galati”[173]. Il Commento agostiniano alla lettera ai Galati offre lo spunto per un ulteriore approfondimento, che si ricollega a quanto è stato detto in precedenza intorno all’incidente di Antiochia e che verrà esaminato nel paragrafo seguente.

Nel secondo capitolo della lettera ai Galati (vv. 11-14) viene narrato l’episodio avvenuto ad Antiochia, quando san Paolo riprese pubblicamente san Pietro che, per non urtare la sensibilità dei cristiani di origine giudaica, non divideva la mensa con quelli che provenivano dal paganesimo. Come abbiamo visto, condividendo un’esegesi piuttosto affermata tra i Padri, san Girolamo sosteneva che l’incidente fosse in realtà un officiosum mendacium, che servì ai due apostoli per conciliare il dissenso tra due fazioni di cristiani presenti all’interno della comunità. Sant’Agostino contestò con vigore questa posizione, che in sostanza tollerava la possibilità, in alcune circostanze, di mentire; una volta che si ammette l’esistenza di una menzogna nella Sacra Scrittura, non se ne può più sostenere la veracità, e ne verrebbe anzi resa vana l’autorità: qualora si considerasse un’imposizione in materia di fede o di costumi difficile da realizzare o da capire, si potrebbe sempre fare appello alla possibilità di una simulazione a fin di bene. Contrariamente a questa interpretazione, sant’Agostino afferma la verità di quanto accaduto ad Antiochia, e mette in luce che a san Pietro non fu rimproverato di vivere le usanze giudaiche nelle quali era stato educato, quanto piuttosto il fatto di scegliere questo comportamento in modo simulato, cioè insincero[174]. Di san Pietro invece viene lodata l’umiltà nell’accettare la correzione pubblica:

“Il comportamento di Pietro ha pertanto valore come grande esempio di umiltà, che è il sommo dell’ascesi cristiana in quanto con l’umiltà si tutela la carità, mentre nulla più della superbia ha il potere di demolirla. Per questo non disse il Signore: ‘Prendete il mio giogo e imparate da me, perché io risuscito i morti da quattro giorni e li faccio uscire dal sepolcro (…)’, e così di seguito; ma disse Prendete il mio giogo e imparate da me che sono mite e umile di cuore. I miracoli infatti sono segni delle realtà spirituali, mentre l’essere mite e praticare umilmente la carità sono le stesse realtà spirituali”[175].

Di fatto, prosegue sant’Agostino, il comportamento di Pietro avrebbe dovuto aiutare i giudaizzanti a correggersi, proprio perché essi poterono vedere l’umiltà e la mitezza con la quale egli si era ravveduto, quale vera e sincera imitazione di Cristo. Attraverso la sua condotta, il seguace di Cristo è pertanto chiamato a manifestare le res spiritales (la carità) attraverso i signa rerum spiritalium (le virtù, tra le quali primeggiano – dopo le virtù teologali – l’umiltà e la mitezza, che si devono però mostrare in atti concreti). La coerenza tra realtà e segni è pure essenziale, e in essa consiste la virtù della veracità. Un’espressione particolarmente felice di questo concetto si trova nell’incipit dell’Omelia 9 del Commento alla lettera di san Giovanni:

“Amore, parola dolce, ma realtà ancora più dolce (…). Sempre bisogna attuare opere di misericordia, sentimenti di carità, pietà religiosa, castità incorrotta, sobrietà modesta; sia che siamo in pubblico o in casa, in mezzo agli uomini, nella nostra stanza, quando parliamo e quando taciamo, quando siamo impegnati in qualche lavoro o siamo liberi da impegni; sempre dobbiamo osservare quagli impegni, perché le virtù che ho nominato sono dentro di noi”[176].

Alla virtù della veracità sant’Agostino fa esplicito riferimento anche in un passo del Commento al Salmo 103, nel quale menziona il rapporto tra affabilità e carità. Dopo la raccomandazioneaffabilem te praesta, e dopo aver insistito sul fatto che la carità è il fine del precetto, il Vescovo di Ippona invita ad esaminarsi sulla sincerità con la quale si recita il Padre nostro, e ogni altra preghiera:

“Quando pregate Dio, interrogate i vostri cuori (…). Se dunque non pregherete, non avrete speranza. Se pregherete in modo diverso da quanto il Maestro ha insegnato, non verrete esauditi. Se avrete mentito nella preghiera, non otterrete nulla. Quindi, bisogna pregare, e bisogna dire il vero, e bisogna pregare così come il Maestro ci ha insegnato. Che tu lo voglia o meno, ogni giorno dirai rimetti a noi i nostri debiti come noi li rimettiamo ai nostri debitori. Vuoi dirlo con tranquillità di coscienza? Fa’ ciò che dici”[177].

La sincerità di cuore deve essere il fondamento sia della preghiera sia delle opere di carità, che altrimenti perderebbero ogni efficacia. In un altro passo, sant’Agostino istituisce un collegamento tra questo discorso e il vizio dell’adulazione, a partire da un versetto di san Giovanni, “chi opera la verità viene alla luce, perché appaia chiaramente che le sue opere sono state fatte in Dio”[178]:

“Operi la verità e così vieni alla luce. Cosa intendo dire dicendo operi la verità? Intendo dire che non inganni te stesso, non ti blandisci, non ti lusinghi (non te adulas); non dici che sei giusto mentre sei colpevole”[179].

Si tratta, è vero, di un’associazione che può sembrare solo lessicale. “Adulare sé stessi” è un difetto che possiede forse rapporti più stretti con il vizio dell’ipocrisia, contrario alla veracità, piuttosto che con quello dell’adulazione, contrario all’affabilità; tuttavia, si può sottolineare di nuovo la relazione tra queste due virtù, che si manifesta in questo caso nella sovrapposizione dei due vizi rispettivi. Sui pericoli dell’adulazione il Vescovo di Ippona tornerà più volte. Per esempio, nel commento a un Salmo, che dice “Per la vergogna si volgano indietro quelli che mi deridono”[180]: “Due sono i tipi di persecutori: quelli che insultano e quelli che adulano. E’ più pericolosa la lingua dell’adulatore della mano dell’uccisore”[181]

Sulla stessa linea argomentativa, e forse con maggiore profondità di analisi, risulta essere il modo con il quale sant’Agostino descrive le virtù di santa Monica, sua madre, nel commosso ritratto che di lei tratteggia nel capitolo 9 delle Confessioni, subito dopo averne narrato la morte. E’ emblematico – perché unisce considerazioni sul litigio, sull’adulazione e sull’amicizia – l’episodio nel quale si narra come santa Monica superò il vizio del bere che stava cominciando a possedere in giovane età, approfittando delle volte che si recava ad attingere il vino, secondo l’usanza familiare:

“L’ancella che accompagnava abitualmente mia madre al tino, durante un litigio, come avviene, a tu per tu con la piccola padrona, le rinfacciò il suo vizio, chiamandola con l’epiteto davvero offensivo di ‘beona’. Fu per la fanciulla una frustata. Riconobbe l’errore della propria consuetudine, la riprovò sull’istante e se ne spogliò. Come gli amici corrompono con le adulazioni, così i nemici per lo più correggono con le offese”[182].

Ma subito dopo la narrazione di questo episodio giovanile, la rievocazione passa a descrivere i tratti della personalità matura di santa Monica, paziente nei confronti di un marito dal carattere aspro e irritabile, oltre che infedele. Ella tuttavia, ricorda il figlio, “si adoperò per guadagnarlo a te, parlandogli di te attraverso le virtù di cui la facevi bella, amabile e ammirevole per il marito”[183]. E quando il marito si adirava, ella aveva imparato a non resistergli nemmeno a parole, impedendo così sul nascere qualsiasi litigio; in questo modo, con pazienza, era poi riuscita a ricondurlo al Signore, prima della morte. L’amabilità servì a santa Monica anche per superare le maldicenze di alcune serve, che cercavano di accattivarsi la simpatia della suocera: “Conquistò anche lei con il rispetto e la perseveranza nella pazienza e nella dolcezza (…), e le due donne vissero in una dolce amorevolezza degna di essere ricordata”[184]. Nel ritratto della madre, sant’Agostino descrive la forza della dolcezza nei rapporti, l’efficacia dell’affabilità sincera, via per conservare la pace e l’unità in famiglia, e per avvicinare a Dio i propri cari.

La centralità della dolcezza nel correggere viene sintetizzata da sant’Agostino a proposito di un noto testo paolino: “Fratelli, qualora qualcuno venga sorpreso in qualche colpa, voi che avete lo Spirito, correggetelo con dolcezza”[185]. Nel Commento a questo passo della lettera ai Galati, il discorso verte intorno al problema della convenienza o meno di correggere se si è in preda all’irritazione, perché ogni parola che si pronuncia con il cuore adirato è uno scatto rabbioso inteso a punire, più che benevolenza che vuole correggere. Il fondamento delle parole con le quali si corregge, invece, dev’essere la carità; e quindi la raccomandazione con la quale sant’Agostino riassume l’intero ragionamento è:  “Ama e di’ quel che ti pare”[186]. Sembra, questa, una sintesi essenziale e completa che esprime come tutto ciò che si può dire con le labbra sarà necessariamente buono, se sorge da un cuore colmo d’amore, se è radicato nella carità. La stessa questione è riproposta, anni più tardi, in un celebre passo del Commento alla lettera di san Giovanni, che vale la pena di riprodurre a conclusione di questa rassegna di testi agostiniani:

“Troviamo un uomo che infierisce per motivo di carità e uno gentile per motivo di iniquità. Un padre percuote il figlio e il mercante di schiavi invece tratta con riguardo (…). Considerate bene quanto qui insegniamo, che cioè i fatti degli uomini non si differenziano se non partendo dalla comune radice della carità. Molte cose infatti possono avvenire che hanno una apparenza buona ma non procedono dalla radice della carità: anche le spine hanno i fiori; alcune cose sembrano aspre e dure, ma si fanno per instaurare una disciplina, sotto il comando della carità. Una volta per tutte dunque ti viene imposto un breve precetto: ama e fa’ ciò che vuoi; sia che tu taccia, taci per amore; sia che tu parli, parla per amore; sia che tu corregga, correggi per amore; sia che perdoni, perdona per amore; sia in te la radice dell’amore, poiché da questa radice non può procedere se non il bene”[187]

Si ripropongono così quasi tutti i temi che sono stati toccati nel corso di queste riflessioni, oltre ad essere forse uno dei passi più ispirati degli scritti di sant’Agostino. Ogni gesto e ogni azione del cristiano, il saluto, il silenzio, le parole di correzione o quelle di perdono, se affondano le radici nella dilectio, e vengono manifestate con cuore sincero, sono il volto visibile della carità.

Fermo restando che la necessità di sintesi non ha consentito di presentare uno studio approfondito dei Padri citati in questo capitolo, che avrebbe richiesto di collocarli nel loro contesto e di studiarne a fondo la visione, il percorso che è stato presentato ha consentito di mettere in luce alcuni elementi che sembrano essere comuni a ciascuno di essi. La scelta di autori che hanno avuto un grande influsso nel pensiero cristiano rende – ci sembra – significative le conclusioni che si possono trarre da questa rassegna.

In primo luogo, si è comprovata una certa oscillazione terminologica nell’indicare la virtù dell’affabilità, che non sembra essere causata unicamente da ragioni lessicali e stilistiche. Alla base della cangiante scelta di vocaboli, vi è infatti la realtà della profonda interconnessione esistente tra diverse virtù, che a volte si sovrappongono, nella vita morale e nelle scelte concrete della persona.

Sono stati rilevati infatti stretti rapporti tra affabilità e mitezza, così come tra affabilità e veracità; la prima coppia si colloca nel contesto della virtù della temperanza, mentre la seconda si trova all’interno della giustizia; l’affabilità possiede anche rapporti con la benevolenza, e questa con la liberalità. Anche i vizi corrispondenti sono collegati, oltre a trovarsi spesso uniti in pratica nell’esperienza morale: la litigiosità è mancanza di autodominio, ma anche di quella gentilezza nel tratto che sarebbe dovuta per giustizia a ogni persona; l’adulazione è eccesso di affabilità, che loda invece di correggere l’errore altrui (e manca così alla carità e alla giustizia), e nel contempo è mancanza di veracità e sincerità, cioè in qualche modo una manifestazione ipocrisia. Il cristiano è invece chiamato a possedere una coerenza l’interiorità e gli atti che compie, e a fuggire da ogni simulazione.

La franchezza o veracità nei rapporti è una virtù che condensa vari aspetti di tutte le altre appena elencate: la franchezza è una sincera apertura agli altri, abbordabile, che non va disgiunta dalla capacità di riprendere amabilmente, di accettare con umiltà la correzione e di perdonare di cuore.

Radice di queste virtù, come di ogni altra, è la carità, che è la presenza stessa dello Spirito Santo nell’anima dei figli di Dio, che si scoprono tali grazie al dono di pietà, e traspare nelle loro parole e nei loro gesti, così come negli atteggiamenti e nelle decisioni più profonde. Questi atti umani sono chiamati frutti dello Spirito Santo, dal momento che vengono scelti grazie alle virtù e ai doni dello Spirito.

Le citazioni della Sacra Scrittura più ricorrenti nei passi della nostra indagine sono state Mt 11, 29, dove Cristo si pone come modello di mitezza e umiltà di cuore, e Gal 5, 22, dove san Paolo elenca i frutti dello Spirito Santo, cominciando proprio con la carità. Come si vede, la riflessione sulle virtù della convivenza sociale è strettamente collegata con il nucleo centrale della vita cristiana, cioè con il dono e la presenza dello Spirito nell’anima dei figli di Dio, di cui esse non sono che manifestazioni visibili.

Dal momento che i figli di Dio sono chiamati ad essere apostoli, i loro gesti e le loro parole devono essere strumenti efficaci per attrarre all’amore di Dio il prossimo. L’avvento del regno di giustizia, per il quale il cristiano prega ogni volta che ripete il Padre nostro e che si compirà pienamente soltanto nell’altra vita, dipende dunque essenzialmente dall’azione dello Spirito, e si deve manifestare nelle parole e nei gesti visibili dei figli di Dio che, se sono radicati nell’amore, rendono amabile la convivenza tra gli uomini.

Prima di affrontare lo studio della virtù dell’affabilità in san Tommaso, vale la pena di riassumere in modo sintetico alcuni degli aspetti del sistema morale tomista che risultano più utili come quadro in cui collocare le virtù sociali [188].

Tra le fonti della  morale tomista si trovano evidentemente al primo posto la Sacra Scrittura, la dottrina della Chiesa e l’insegnamento dei Padri, tra i quali una particolare importanza è attribuita – tra gli altri – a sant’Agostino, a sant’Ambrogio, a san Giovanni Crisostomo, a san Gregorio di Nissa, a san Gregorio Magno e allo Pseudo Dionigi. Oltre all’influsso aristotelico, è stato messo in evidenza quello della filosofia stoica, giunta all’Aquinate principalmente attraverso sant’Ambrogio, sant’Agostino, Cicerone e Seneca, che si manifesta principalmente nella dottrina sul diritto naturale.

Asse portante dell’intero sistema morale di san Tommaso è il tema della felicità, affrontato in modo sistematico nel trattato sulla beatitudine, che si trova all’inizio della Secunda pars dellaSumma. In questo luogo e altrove l’Aquinate sottolinea come la felicità descritta da Aristotele nell’Etica non possa che essere imperfetta: “il Filosofo parla della felicità che è possibile ottenere in questa vita. Infatti, la felicità dell’altra vita è al di fuori della portata della ragione naturale”[189]; la beatitudine consiste nella visione di Dio. Tutte le cose tendono ad assomigliare a Dio che è il fine ultimo e il primo principio; la felicità dell’uomo consiste nell’assomigliare a Dio nella bontà[190].

Una volta fissato in Dio il termine della vita umana, questa si presenta come la via percorrendo la quale è possibile giungervi. La morale si suddivide pertanto in due grandi parti: la prima riguarda lo studio degli elementi generali che si trovano in ogni atto umano, cioè i suoi principi interni ed esterni (di questo si occupa la Prima Secundae), e la seconda affronta invece lo studio particolareggiato delle diverse specie di virtù, dei doni dello Spirito Santo, dei vizi e dei precetti ad esse relativi (Secunda Secundae).  E’ necessario mettere in luce come per l’Aquinate non esiste contrasto, e neppure tensione, tra l’etica naturale e la morale cristiana: la legge naturale è posta in stretto rapporto con la legge eterna, la Lex Nova che è la grazia dello Spirito Santo nel cristiano. Acquista un’importanza essenziale, pertanto, lo studio dei doni dello Spirito, che rappresentano la realizzazione più piena, ottenuta mediante la grazia, di quelle virtù che erano già state studiate da Aristotele.

E’ noto che negli ultimi decenni numerosi moralisti hanno riportato al centro dell’attenzione il concetto di virtù, che per lungo tempo – fin dal periodo della scolastica immediatamente successivo all’Aquinate – era stato ridotto in posizione completamente subalterna rispetto a quello di legge e di obbligo[191]. La virtù occupa invece un luogo centrale – accanto a quello della felicità – nel sistema morale di san Tommaso, che giunge ad affermare che l’intera materia morale può essere riassunta nel trattato delle virtù, e che queste possono essere ridotte al numero di sette, le tre teologali e le quattro cardinali[192]

La virtù si può definire per l’Aquinate come abito durevole nelle nostre facoltà che inclina l’uomo ad agire d’accordo con la retta ragione e il fine ultimo: “la virtù è un abito operativo buono”[193]. La virtù è abito della retta elezione: l’atto elettivo della virtù consiste nell’accettazione del giudizio prudente della ragione da parte della potenza appetitiva, cioè la decisione interiore di compiere l’azione giusta con una passione ordinata. La virtù è nel contempo abito della retta intenzione del fine: l’uomo buono compie azioni buone con fini buoni. Oltre alla bontà dell’azione e del fine, l’uomo virtuoso mette in pratica anche altri abiti che garantiscono l’esecuzione perfetta dell’azione: la virtù è infatti anche abito della retta esecuzione dell’azione. E’ in questo ultimo momento che entra in gioco l’insieme di piccole virtù che si uniscono a una scelta buona.

San Tommaso presenta nella Secunda Secundae un totale di almeno cinquantatré virtù; analizzandole una per una, senza estrapolarle dal contesto, si può giungere a vedere come la dottrina etica dell’Aquinate disegni una sorta di umanesimo, nel quale le passioni e le virtù dell’uomo si integrano in un tutto armonioso, dove i fini più elevati che vengono proposti all’uomo (fino alla visione beatifica) si compaginano con considerazioni pratiche ricche di profonda umanità e buon senso. E’ quanto si nota in modo particolare nelle cosiddette “virtù sociali”, che sono quelle virtù che caratterizzano la convivenza umana, cioè l’amicizia con gli altri che ogni persona è chiamata a vivere, a motivo della natura sociale dell’uomo. Nelle pagine che dedica ad essa, san Tommaso fa riferimento alle proprietà dell’amicizia descritte da Aristotele, sottolineando quella dell’andare d’accordo con l’amico negli stati d’animo e nei ragionamenti. Visto che l’obiettivo ideale è convivere nella società con amici, le persone sono chiamate a trattarsi l’un l’altra gentilmente ed ad esser disposte ad aiutarsi a vicenda, rallegrandosi degli atti virtuosi altrui[194]. Queste sintetiche osservazioni possono servire da premessa per approfondire lo studio della virtù sociale dell’affabilità.

Punto di riferimento costante per san Tommaso è il Philosophus per eccellenza, cioè Aristotele. E’ tuttavia interessante sottolineare come, specialmente in campo etico, questi non venga considerato soltanto come un maestro tra gli altri: per il Dottore Angelico, l’Etica Nicomachea è una presentazione completa e totalmente condivisibile della filosofia morale in quanto tale, e non una concezione morale tra altre possibili[195]. Il Sententia in Ethicorum, composto da san Tommaso nel corso del suo secondo soggiorno parigino (1269-1272), si mantiene per forza di cose – essendo un commento letterale – molto legato all’articolazione della materia così come viene presentata dallo Stagirita; praticamente contemporanea al Sententia in Ethicorum è laSecunda Secundae della Summa Theologiae, nella quale invece l’Aquinate ha la possibilità di presentare la morale secondo uno schema e un ordine che meglio si accordano con la sua concezione personale.

San Tommaso analizza il concetto di virtù morale in generale nel libro II del Sententia in Ethicorum, seguendo da vicino l’Etica a Nicomaco, per presentare poi un elenco articolato di virtù, a ciascuna della quali affianca i relativi vizi. Nella lectio 9, l’Aquinate presenta le virtù che “hanno in comune che riguardano tutte le parole e le azioni per le quali gli uomini comunicano tra di loro”[196], e aggiunge un commento interessante perché vi si esprime una valutazione generale sulla finalità della scienza etica:

“Molte di queste virtù sono innominate. Ma, come abbiamo fatto per altre, cercheremo di dare loro un nome, per rendere più chiaro ciò che si dice, e per il bene che ne deriverà; perché il fine di questa scienza non è mostrare la verità, ma operare il bene”[197].

Si giunge così a una virtù della convivenza sociale, che Aristotele non chiama genericamentephilia; con questa parola, come si è visto, lo Stagirita intende non soltanto l’amicizia elettiva tra due persone, ma anche quel legame sociale per eccellenza che unisce i cittadini di una stessa città[198]. Il Dottore Angelico chiama questa virtù affabilitas, con un termine che proviene anzitutto dalla Vulgata, che lo utilizza in Sir 4, 7: “congregationi pauperum affabilem te facito”[199]; esso appartiene anche alla tradizione latina dei moralisti classici e cristiani, soprattutto Cicerone e sant’Ambrogio. Nel brano del Sententia si legge:

“Nelle cose piacevoli della vita, che fanno riferimento alle azioni serie, colui che si trova nel giusto mezzo è chiamato uomo amichevole, non a motivo dell’amore, ma per il fatto di saper convivere come conviene; noi lo possiamo definire affabile, e il giusto mezzo si chiama amicizia o affabilità”[200].

L’Aquinate descrive quindi i vizi che si allontanano per eccesso e per difetto da questo giusto mezzo. Tornerà su questo argomento in modo analogo ma più approfondito nel libro IV, lectio14, seguendo sempre da vicino Aristotele[201]; l’eccesso è quello dei placidi, cioè di coloro che cercano sempre di compiacere gli altri, e lodano qualunque cosa venga detta o fatta, per risultare sempre graditi e per non contristare nessuno; il difetto è proprio invece dei discoli et litigiosi, cioè coloro che contraddicono ciò che gli altri fanno o dicono, con animo di rattristarli. 

Il medius habitus, lodevole e virtuoso, è caratterizzato dal fatto che chi lo possiede accetta o respinge le cose che vengono dette o fatte dagli altri secondo quanto è conveniente. Questohabitus – ribadisce san Tommaso, facendo eco nuovamente ad Aristotele – non possiede un nome preciso, ma è definito dalla sua somiglianza con l’amicizia (intesa qui nel suo senso specifico di frutto della scelta benevolente di due persone); da questa lo differenzia tuttavia il fatto che il virtuoso non prova affetto verso i destinatari della sua affabilità, che infatti dimostra sia con le persone conosciute sia con gli estranei.

Dopo aver precisato che ciò non deve far pensare che sia conveniente usare gli stessi modi con gli amici e con gli estranei, l’Aquinate passa ad analizzare – seguendo in modo puntuale il testo dell’Etica a Nicomaco – le proprietà di questa virtù, che in definitiva viene descritta come la capacità di trattare o conversare in modo conveniente con tutti, sapendo valutare quando è necessario causare negli altri un dolore modico, per un fine buono (di correzione, per esempio), e sapendo inoltre distinguere il modo con cui ci si rivolge a persone di rango differente. Conviene sottolineare un significativo arricchimento concettuale aggiunto da san Tommaso al testo aristotelico, nello spiegare qual è la finalità di questa virtù: 

“[Essa] tende a far convivere coi propri simili senza tristezza, o perfino con diletto; ciò si riferisce al bene onesto e a quello utile o profittevole, poiché fa riferimento ai diletti e alle tristezze che hanno luogo nelle conversazioni; da queste è costituita l’umana convivenza in modo proprio ed essenziale, caratteristico dell’uomo, che in ciò infatti si differenzia dagli animali, che condividono cibo e altre cose del genere”[202].

Puntualizzando come per inciso che il convictus humanus consiste propriamente nelle conversazioni, san Tommaso sta in realtà affermando una caratteristica della natura umana; non si tratta di una qualità essenziale, ma di un proprium, cioè di uno dei predicabili che si trovano a metà strada tra la sostanza e gli accidenti: genus, differentia, species, proprium,accidens; in particolare, il proprium non appartiene all’essenza di una cosa, ma è causato dai principi essenziali di una specie. La relazione profonda dell’affabilità con la natura umana si afferma qui in modo solo incipiente; essa sarà assi più pronunciata e chiara nella trattazione di questa virtù che si trova nella Summa, e si avrà modo di tornare sul tema descrivendo il rapporto tra l’affabilità e la veracità.

 La principale novità rispetto al trattato aristotelico, e anche rispetto al Sententia, è la collocazione delle virtù sociali tra le parti potenziali della giustizia, studiate nelle questioni 101-122 della Secunda Secundae[203].

Parti potenziali di una virtù cardinale sono quelle virtù che hanno con essa in comune l’oggetto, che tuttavia non è considerato nel suo senso più generale: sono “quelle virtù annesse che sono ordinate a qualche atto o materia secondari, senza possedere tutta la potenza della virtù principale”[204]. Scopo della giustizia, secondo la definizione classica che è ripresa da san Tommaso, è quello di rendere a ciascuno il dovuto secondo equità[205]; se non si considera in senso stretto l’equità con la quale si è tenuti (senza esserne del resto capaci) a dare ciò che è dovuto, si individuano tre virtù collegate alla giustizia: la religione, la pietà e l’osservanza, che possono essere definite virtù di venerazione o di riverenza. Se invece non si considera in senso stretto il debito, si identificano sei virtù annesse alla giustizia: la veracità, la gratitudine, la vendetta, la liberalità, l’affabilità o amicizia, e l’epicheia o equità. In queste virtù, il debito non è rigoroso e legale, ma soltanto morale; esse vengono definite virtù di urbanità o di civiltà. Possono risultare a questo proposito chiarificatrici le seguenti considerazioni:

“La giustizia esprime il riconoscimento basilare che è dovuto alla persona. E’ un’esigenza etica fondamentale e sempre inviolabile, ma è insufficiente per ottenere e garantire la totalità del bene umano. I rapporti tra marito e moglie, tra genitori e figli, tra amici, e tra l’uomo e Dio non possono essere concepiti in base alla giustizia in senso stretto. Anche nella vita sociale, la sola giustizia, non unita all’affabilità, alla solidarietà, alla comprensione e alla pazienza, ecc. potrebbe degenerare in crudeltà”[206].

Lo schema delle virtù annesse alla giustizia che viene presentato da san Tommaso sintetizza diversi elenchi di virtù classici, e si rifà essenzialmente a Cicerone e ad Aristotele, riassumendo così una tradizione che raccoglie la morale stoica e la peripatetica; in tutto il trattato si può riscontrare un riferimento costante ad autori classici non cristiani, che vengono integrati dai riferimenti biblici e patristici, primo tra tutti sant’Agostino. L’originalità del trattato non è quindi da cercare tanto nell’ispirazione delle singole questioni che analizzano ciascuna virtù, quanto piuttosto nella strutturazione generale che porta ad una sintesi organica, nella quale i riferimenti ai filosofi classici e alla morale cristiana sono armoniosamente integrati[207].

L’Aquinate attribuisce a Macrobio l’inserzione nell’elenco delle parti della giustizia dell’affabilitaso amicitia, che sarebbe stata tralasciata da Cicerone insieme alla liberalità, a motivo del fatto che per entrambe l’esigibilità della cosa dovuta ha scarsa forza[208].

Ambrogio Macrobio Teodosio, retore ed erudito africano vissuto a Roma tra la fine del IV e i primi decenni del V secolo dopo Cristo, ebbe un importante influsso nel medioevo per i suoiCommentarii in Somnium Scipionis di Cicerone, che sono una sorta di compendio di materiale filosofico morale post classico di matrice per lo più neoplatonica, in realtà privo di una sostanziale originalità[209]. Il passo di Macrobio citato da san Tommaso riporta l’elenco delle seguenti virtù derivate dalla giustizia: innocenza, amicizia, concordia, pietà, religione, affetto e umanità[210].

Un altro riferimento a Macrobio si trova in un passo del Commento alle Sentenze, dove il Dottore Angelico elenca sei classificazioni delle virtù annesse alla giustizia, a partire da diversi filosofi, con alcune variazioni rispetto alla lista che presenterà successivamente nellaSumma[211]. In riferimento all’amicitia, presentata da Macrobio come parte della giustizia, san Tommaso chiarisce che tale virtù “non va qui intesa nel senso del libro VIII dell’Etica [di Aristotele], cioè come costituita principalmente dall’affetto, ma piuttosto come nel libro IV, cap. 12, che riguarda essenzialmente l’affabilità esteriore, che si ha anche nei confronti degli estranei”[212]. E’ il senso con il quale l’Aquinate chiamerà amicitia seu affabilitas la virtù alla quale dedica la q. 114 della Secunda Secundae.

La questione dedicata allo studio della amicitia seu affabilitas è divisa in due articoli: il primo indaga se essa sia una virtù speciale, e il secondo se si tratti di una parte potenziale della giustizia[213]. Nelle argomentazioni, ci sono più di dieci menzioni di Aristotele, a riprova di quanto continui ad essere determinante in questo discorso l’influsso dello Stagirita. Nel corpo del primo articolo, si offre una definizione della virtù dell’affabilità:

“L’uomo nella vita quotidiana deve essere ordinato come si conviene in rapporto agli altri, sia negli atti che nelle parole: in modo cioè da trattare tutti secondo il dovuto. Si richiede quindi una virtù speciale che conservi l’ordine suddetto. E questa virtù è denominata amicizia o affabilità”[214].

Il primo dubbio che il Dottore Angelico dirime riguarda la distinzione tra la virtù dell’amicizia, così come essa è intesa in generale, e l’affabilità:

 “Il Filosofo nell’Etica [l. 8] parla di due tipi di amicizia. La prima consiste principalmente nell’affetto reciproco. E questa può derivare da qualsiasi virtù. Ora, quanto si riferisce a questa amicizia noi l’abbiamo già esaminato parlando della carità [q. 23, a. 1, ad 1; qq. 25 ss.]. Il secondo tipo di amicizia di cui parla Aristotele [Ethic. 4, 12] si limita invece alle parole o ai fatti esterni, e non ha la perfetta natura dell’amicizia, ma solo una certa somiglianza con essa: in quanto cioè uno si comporta bene con le persone con cui tratta”[215].

Sottesa a queste precisazioni si trova dunque la definizione, presente nella q. 23 della Secunda Secundae, della carità come amicizia con Dio[216]. La seconda obiezione che san Tommaso confuta è quella che accusa di simulazione chi manifesta segni di amicizia verso persone che in realtà non ama, perché sconosciuti:

“Ogni uomo per natura è amico di tutti gli uomini secondo un certo amore generico, come dice la Scrittura [Sir 13, 15]: Ogni creatura vivente ama il suo simile. Ora, i segni di amicizia che uno mostra esternamente con le parole o con i fatti anche verso gli estranei e gli sconosciuti stanno a esprimere questo amore. Non c’è quindi simulazione”[217].

La terza obiezione è di carattere più psicologico, e riguarda la convenienza o meno di provocare piacere negli altri, dal momento che la Scrittura raccomanda una certa severità, affermando che “il cuore dei saggi è una casa in lutto, e il cuore degli stolti una casa in festa”[218]; il virtuoso sarebbe tenuto ad astenersi dai piaceri, e l’affabilità, che tende a provocare piacere nell’altro, non sarebbe pertanto una virtù. La risposta è sottile, perché raccomanda di sforzarsi di adeguare il proprio stato d’animo a quello del prossimo, cercando nel contempo di trasmettergli allegria:

“Il cuore dei saggi si trova dov’è la tristezza non per procurarla al prossimo (…), ma piuttosto per consolare gli afflitti, secondo le parole della Scrittura [Sir 7, 34]: Non evitare coloro che piangono e con gli afflitti mostrati afflitto (…). E’ quindi proprio del sapiente arrecare a coloro con i quali convive un certo piacere: non sensuale, che ripugna alla virtù, ma onesto, secondo le parole del Salmo: Ecco quanto è buono e soave che i fratelli vivano insieme (Sal 132, 1)”[219].

Viene poi segnalato un particolare atteggiamento da mantenere con chi pecca: “non dobbiamo quindi mostrare, per compiacenza, un volto sorridente a quelli che sono sulla china del peccato, per non sembrare consenzienti alle loro colpe e quasi offrire un incoraggiamento a peccare”[220].

Il secondo articolo della questione studia se la virtù dell’affabilità sia o meno una parte potenziale della giustizia e l’auctoritas citata a favore di questa ipotesi è – come si è detto – Macrobio[221]:

“L’affabilità è una parte [potenziale] della giustizia in quanto si affianca ad essa come alla rispettiva virtù cardinale. Essa infatti ha in comune con la giustizia il fatto di essere relativa ad altri. Non adegua però la nozione di giustizia poiché il debito a cui si riferisce non è perfetto come il debito legale che obbliga verso gli altri secondo la costrizione della legge, e neppure come il debito che nasce dall’aver ricevuto un beneficio, ma si limita a soddisfare un debito di onestà, dovuto più alla persona virtuosa obbligata a renderlo che non a quanti ne sono l’oggetto, facendo sì che tale persona faccia agli altri ciò che conviene che essa faccia”[222].

Vengono quindi risolte tre difficoltà che erano state presentate all’inizio dell’articolo. La prima contiene un’argomentazione strettamente collegata con la q. 109, che riguarda la virtù della veracità. Veracità e affabilità vengono presentate come virtù necessarie per la sussistenza della società: dal momento che l’uomo è animale sociale, la convivenza umana esige che si vivano queste due virtù: “come l’uomo non può vivere in società senza veracità, così non può vivere senza soddisfazioni”[223]. Esiste pertanto, prosegue l’Aquinate, un debito naturale di onestà, per il quale l’uomo è tenuto a convivere con gli altri delectabiliter.

Un’altra difficoltà riguarda il rapporto tra questa virtù e la mitezza: dal momento che entrambe sembrano essere mirate a moderare i piaceri, si ipotizza che anche l’affabilità sia in realtà una parte della temperanza. La soluzione avanzata da san Tommaso è l’affabilità non riguardi in realtà il freno che va dato ai piaceri sensibili, quanto piuttosto la gioia dell’umana convivenza; gioia che non è necessario moderare[224].

L’ultimo dubbio è se il trattare in modo uguale persone disuguali – ci si riferisce alle persone conosciute e agli sconosciuti – non sia in realtà un’ingiustizia; l’Aquinate risponde, interpretando Aristotele, che la virtù non richiede di comportarsi allo stesso modo con gli amici e con gli estranei, quanto piuttosto di trattare ciascuno come è conveniente.

Le questioni 115 e 116 descrivono i vizi che si oppongono all’affabilità, seguendo l’impostazione presentata da Aristotele nell’Etica e cominciando dall’adulazione, che viene definita come segue:

“Se uno vuole trattare gli altri compiacendoli in tutto nelle sue parole, esagera nella compiacenza, per cui pecca per eccesso. E se uno lo fa solo con l’intenzione di compiacere, merita l’appellativo di ‘piaggiatore’ [placidum], secondo il Filosofo [Ethic. 4, 12]; se invece lo fa con l’intenzione di un guadagno, allora è un ‘lusingatore’, o un ‘adulatore’ [blanditor sive adulator]. Tuttavia, ordinariamente si dà il nome di adulatore a tutti quelli che nel trattare vogliono compiacere gli altri con le parole o con i fatti oltre i limiti dell’onestà”[225]

Nel primo Articolo, san Tommaso si domanda se l’adulazione sia un peccato. Infatti, la lode nei confronti di una persona può essere buona o cattiva a seconda delle circostanze; se il fine è confortare un amico nella tribolazione, oppure spronarlo al bene, lodare è un atto di amicizia; si cade nell’adulazione se invece si lodano cose non lodevoli, oppure cose non ancora dette o fatte, o anche se esiste il rischio di indurre l’altro a vanagloria. D’altro canto, è virtuoso lodare un altro se l’intenzione è quella di farlo procedere nella carità, mentre è peccato voler piacere agli uomini per vanagloria, per guadagno, o in cose cattive.

L’Aquinate si pone anche una questione di carattere più “tecnico”, a partire dall’osservazione che il vizio della maldicenza è il contrario dell’adulazione; ma se la maldicenza è un vizio, il suo contrario deve essere per forza una virtù. La soluzione è che non è vero che il contrario di un vizio debba essere necessariamente una virtù; in questo caso, i due vizi si oppongono per la materialità dell’azione (parlar bene o male di qualcuno), ma non per il fine, che è diverso: l’adulatore parla bene per compiacere, mentre il detrattore parla male per nuocere alla reputazione.

Nel secondo Articolo vengono descritti i casi nei quali l’adulazione è un peccato mortale:

“Il peccato mortale è quello che è contro la carità. Ora, l’adulazione a volte è contro la carità, ma non sempre. Essa è contro la carità in tre modi. Primo, perché si lodino i peccati di una persona (…). In questo caso l’adulazione è un peccato mortale: Guai a coloro che chiamano bene il male, dice Isaia [Is 5, 20]. Secondo, per la cattiva intenzione: cioè, quando si adula una persona per danneggiarla astutamente, o nel corpo o nell’anima. E anche per questo è un peccato mortale. Nei Proverbi [27, 6] infatti si legge: Leali sono le ferite di un amico, fallaci i baci di un nemico. Terzo, per le occasioni di peccato che si offre (…). E in tal caso, bisogna vedere se l’occasione è stata data oppure soltanto ricevuta, e quali siano i danni che ne derivano, come vedemmo sopra [q. 43] parlando dello scandalo”[226].

Come si vede, l’aspetto determinante per valutare la gravità morale del peccato di adulazione è il modo con cui esso si oppone alla carità. E’ infatti possibile che il fine per il quale ci si propone di adulare una persona renda veniale il peccato:

“Se invece uno ha adulato una persona per il solo desiderio di compiacerla, o per evitare un male, oppure per ottenere un bene in caso di necessità, allora la sua adulazione non è contraria alla carità. Per cui non è un peccato mortale ma veniale”[227].

E’ interessante approfondire la sottile argomentazione intorno alla gravità del peccato, costruita intorno a citazioni della Scrittura e dei Padri. La prima obiezione riporta infatti, oltre a diverse citazioni scritturistiche, una citazione di san Girolamo, secondo la quale “non c’è nulla che corrompa l’anima più facilmente dell’adulazione”[228]; anche la citazione dei Proverbi riportata nel corpo dell’articolo è – come si è visto – ampiamente presente nella patristica[229]. Tuttavia, nella risposta all’obiezione, l’Aquinate puntualizza con maggior precisione:

“Tutti quei testi parlano dell’adulatore che loda il peccato di qualcuno. Si può infatti dire che tale adulazione nuoce più della spada del persecutore per il fatto che compromette beni più grandi, cioè i beni spirituali. Essa però non nuoce con la stessa efficacia: poiché la spada del persecutore uccide direttamente, quale causa sufficiente della morte, mentre nessuno può essere la causa sufficiente del peccato di un altro”[230].

Ugualmente acuta è la precisazione contenuta nella risposta alla seconda obiezione, nella quale si ribadisce che chi loda con l’intenzione di nuocere al prossimo, in realtà sta danneggiando innanzitutto sé stesso, e “per sé stesso è causa diretta ed efficace di peccato, mentre per gli altri è solo una causa occasionale”[231]. Sotteso a queste argomentazioni è il discorso sulla responsabilità morale nell’azione peccaminosa, che può essere attribuita unicamente al soggetto che compie il peccato (e non, per esempio, a un istigatore o a un adulatore). San Tommaso affronta questo argomento in diversi luoghi, e afferma per esempio che “causa sufficiente del peccato, che è la rovina spirituale, non può essere per l’uomo altro che la propria volontà”[232]. Le parole e le azioni altrui possono essere solo causa imperfetta di peccato, offrendone l’occasione.

Per sottolineare la corrispondenza e sintonia con le argomentazioni tomasiane fin qui commentate, si riporta di seguito, a mo’ di sintesi, un punto del Catechismo della Chiesa Cattolica che tratta il vizio dell’adulazione, all’interno dei peccati contro l’ottavo comandamento:

“È da bandire qualsiasi parola o atteggiamento che, per lusinga, adulazione o compiacenza, incoraggi e confermi altri nella malizia dei loro atti e nella perversità della loro condotta. L'adulazione è una colpa grave se si fa complice di vizi o di peccati gravi. Il desiderio di rendersi utile o l'amicizia non giustificano una doppiezza del linguaggio. L'adulazione è un peccato veniale quando nasce soltanto dal desiderio di riuscire piacevole, evitare un male, far fronte ad una necessità, conseguire vantaggi leciti”[233].

Anche la questione 116 è suddivisa in due articoli, nei quali si discute se il litigio sia contrario all’affabilità e se sia più o meno grave dell’adulazione. Nel corpo del primo articolo, i litigio viene definito nel modo seguente:

“Il litigio consiste propriamente nel contraddire a parole le affermazioni di un altro. Ora, in questa contraddizione ci possono essere due cause. Talora infatti si contraddice perché la persona che parla non riscuote il consenso di chi la contraddice per l’assenza di un amore che unisca gli animi. E questo è proprio della discordia, che si contrappone alla carità. Talora invece la contraddizione nasce per il fatto che uno non teme di rattristare il prossimo. E così avviene il litigio, il quale si contrappone alla predetta virtù dell’amabilità e affabilità, che ha il compito di farci convivere piacevolmente con gli altri. Scrive infatti il Filosofo [Ethic. 8, 6] che coloro i quali contraddicono in tutto per contristare e non si preoccupano di nulla, sono detti intrattabili e litigiosi”[234].

Il litigio è pertanto caratterizzato dal fatto di tendere a contristare il prossimo, a differenza della contesa (contentio) che mira invece a generare discordia. Si risponde quindi a un’obiezione, che suggerisce che il vizio del litigio sia da contrapporre alla virtù della mansuetudine, invece che all’affabilità, dal momento che spesso è l’ira a provocare le liti. Tuttavia, afferma l’Aquinate, la contrapposizione diretta dei vizi alle virtù non va fatta in base alle loro cause, ma piuttosto alle specie dell’atto peccaminoso; il litigio può senz’altro nascere dall’ira, ma anche da tante altre cause, e pertanto non è detto che sia da contrapporre alla mansuetudine. Né va contrapposto alla temperanza per il fatto di apparire causato a volte dalla passione che questa è chiamata a moderare, poiché la causa profonda è piuttosto la concupiscenza, intesa come vizio universale dal quale nascono tutti gli altri vizi[235].

San Tommaso si pone quindi la domanda se sia più grave l’adulazione o il litigio: per rispondere, parte in primo luogo dalla considerazione che un vizio è tanto più grave quanto più è incompatibile con la virtù alla quale si oppone: “Ora, la virtù dell’amabilità tende più a compiacere che a rattristare. Perciò il litigioso, che eccede nel rattristare, pecca più gravemente dell’adulatore, che esagera nel compiacere”[236]. Un altro punto di vista per valutare la gravità dei peccati di adulazione e di litigio è in base ai motivi esterni dell’azione peccaminosa:

“Da questo lato, talora è un peccato più grave l’adulazione: per esempio quando uno con l’inganno cerca di acquistare onore o danaro. Talora invece è più grave il litigio: per esempio quando uno mira a impugnare la verità, o a gettare discredito sull’interlocutore”[237].

La maggiore gravità del litigio rispetto all’adulazione – si legge poi nella soluzione delle obiezioni presentate all’inizio dell’Articolo secondo – deriva dal fatto che a parità di condizioni è più grave nuocere apertamente, quasi di prepotenza, che nascostamente; e infatti, così come la rapina è più grave del furto, perché implica una certa violenza fisica, allo stesso modo il litigioso che attacca apertamente compie un atto peggiore dell’adulatore che loda in modo ingannevole.

A conclusione dell’Articolo, san Tommaso precisa che l’adulazione è probabilmente più turpe e vergognosa (in quanto va unita all’inganno e a una certa falsità di ragione), ma non per questo è peccato più grave: il fatto che un peccato sia più vergognoso non implica di per sé una gravità maggiore. I peccati più gravi sono infatti quelli che comportano un maggiore disprezzo, mentre i più turpi e vergognosi sono quelli nei quali la ragione si lascia in qualche modo dominare dalla carne.

Come si è visto, nella trattazione dell’affabilità san Tommaso rimanda alla questione 109, che affronta la veracità, e lascia intravedere l’esistenza, sulla scia di Aristotele, di una relazione particolare tra queste due virtù sociali[238]:

“Sopra abbiamo detto che l’uomo, essendo un animale socievole, è moralmente tenuto a manifestare la verità agli altri, senza di che la società umana non potrebbe sussistere. Ora, come l’uomo non può vivere in società senza veracità, così non può vivere senza soddisfazioni”[239].

Un’argomentazione simile è presente nel passo della Prima Secundae nel quale l’Aquinate differenzia tra di loro le virtù morali in base all’ordinamento specifico di ciascuna al bene, e descrive affabilità e veracità nel modo seguente:

“Nelle cose serie, infatti, ci si può mostrare agli altri in due modi. Primo, in modo gradevole con parole e gesti convenienti, e questo  riguarda la virtù che Aristotele chiama amicizia, e può essere detta affabilità; in secondo luogo, ci si mostra attraverso parole e gesti in modo veritiero, e ciò ha a che fare con un’altra virtù, che si chiama veracità”[240].

Il ragionamento in base al quale le virtù vengono distinte e messe in rapporto tra di loro risale a sant’Agostino, che viene citato come auctoritas proprio nel corpo dell’articolo 2 della questione 109, che spiega che la veracità è, come l’affabilità, una virtù speciale, parte potenziale della giustizia: essendo la virtù ordinata al bene, laddove si riscontra un aspetto specifico di bontà, è necessario che vi sia una virtù speciale finalizzata a orientarvi e disporvi l’uomo:

“Poiché il bene, secondo sant’Agostino, ha tra i suoi costitutivi l’ordine, è necessario rilevare da ogni determinato ordine uno specifico aspetto di bene. Ora, vi è un certo ordine speciale nel fatto che i nostri atteggiamenti esterni, cioè le parole e le azioni, corrispondono debitamente come segni alle realtà significate. E a ciò l’uomo viene predisposto dalla virtù della veracità” [241].

Nella Summa si nota un certo arricchimento concettuale rispetto al Sententia in Ethicorum, dovuto senz’altro a una maggior libertà di impostazione del discorso, che non deve restare legato all’esposizione aristotelica: di fatto, il trattato delle virtù sociali si amplia, per l’inserimento di alcuni argomenti nuovi nell’esposizione della veracità, quali la menzogna e  l’ipocrisia (vizi non affrontati nell’Etica di Aristotele, trattati invece nelle quaestiones 110 e 111). Ma non si tratta soltanto di una crescita per così dire quantitativa, che potrebbe essere motivata anche solo dallo scopo pastorale di offrire una descrizione più dettagliata dei vizi, utile ai confessori. Le due virtù assumono infatti un’importanza maggiore, e non sono più collocate – come avviene nel Sententia – in modo generico tra “gli atti seri degli uomini”[242], ma diventano parti potenziali della giustizia. La domanda sull’esigibilità del debito diventa, nello studio di entrambe le virtù, pregnante: l’uomo è tenuto a mostrarsi veracemente per quello che è, e a mostrarsi affabilmente aperto agli altri non per un dovere esigibile legalmente, ma piuttosto “per un debito naturale di onestà”[243]:

“Essendo l’uomo un animale fatto per vivere in società, per natura un uomo deve all’altro ciò che è indispensabile per la conservazione della società umana. Ora, gli uomini non potrebbero convivere senza credersi reciprocamente, dicendo l’uno la verità all’altro. Quindi anche la virtù della veracità a suo modo ha di mira un debito”[244].

Lo stesso naturale debito d’onestà esige ad ogni uomo di dire la verità e di mostrarsi affabile e amichevole con i suoi simili, e questo dovere si fonda sulla comune natura sociale dell’uomo. Come si vede, è l’intera impostazione a farsi qui più teoretica rispetto al Sententia in Ethicorum, e quello che poteva sembrare lo studio di due virtù tutto sommato secondarie diventa invece un approfondimento sulla natura umana: nel caso della veritas, sulla veridicità del rapporto tra i segni (parole e gesti) e la realtà della persona, nel caso dell’affabilitas, sull’apertura e sulla socievolezza come necessari requisiti richiesti dalla natura sociale dell’uomo.

Il fatto che non si possano esigere per legge queste virtù non implica che esse siano da relegare nella sfera privata, come qualcosa che può essere insegnato con l’esempio ma dipende unicamente dalla buona volontà di ciascuno. Al contrario, il collegamento vitale dell’affabilità e della veracità con la natura dell’uomo, che non può vivere in una società priva di fiducia e amicizia (intesa qui nel senso più ampio), suggerisce che esse siano condizioni perché si possa dare la situazione politica e legale in cui la giustizia propriamente detta possa diventare un requisito esigibile legalmente. Queste riflessioni possono portare a concludere che affabilità e veracità sono virtù secondarie nella vita politica, e pertanto non possono essere materia sulla quale legislare, ma sono nel contempo virtù necessarie per la vita e per la stessa sussistenza della società umana[245].

Nel paragrafo successivo si avrà modo di approfondire ulteriormente questi concetti, a partire dalla considerazione della natura sociale dell’uomo, ripetutamente ricordata da san Tommaso nelle questioni sulle quali ci si è fin qui soffermati.

Sia la trattazione della virtù sociale della veracità sia quella dell’affabilità fa riferimento alla nota definizione aristotelica dell’uomo come “animale politico” [246]. Concretamente, san Tommaso rende qui l’espressione greca zôon politikón con il  latino animal sociale, e afferma che gli atti propri di entrambe le virtù sono in qualche modo dovuti agli altri perché altrimenti la societasumana non potrebbe sussistere[247]. Sembra essere dimostrato che la traduzione sia frutto di una precisa scelta dell’Aquinate, che tende a preferirla ad altre possibili, come animal politicumoppure animal civile, alle quali di fatto ricorre in altri luoghi: sociale rimanda al termine usato nella tradizione stoica per indicare la condizione di cittadino del mondo, che supera i limiti dellapolis, e societas esprime un concetto che non esiste nella cultura greca e che fa riferimento al modo propriamente umano di vivere insieme, di convivere[248].

Nel Sententia in Politicorum, san Tommaso indica tra le caratteristiche essenziali dell’uomo, in quanto capace di vivere insieme ai suoi simili, l’essere dotato di linguaggio, a differenza degli animali, che posseggono al massimo una voce e un verso, e non sono in grado di capire quello che dicono. Esiste infatti una differenza tra il discorso (sermo) e la semplice voce; quest’ultima è segno del dolore e del piacere, e delle passioni ad essi relative, come lo è il ruggito per il leone e il latrato per il cane, mentre l’uomo per questi fini usa delle esclamazioni. Invece:

“Poiché la parola (sermo) è stata data all’uomo dalla natura ed è finalizzata a permettere la comunicazione tra gli uomini circa l’utile e il nocivo, il giusto e l’ingiusto, e altri valori simili, ne consegue – dato che la natura non fa niente invano – che è naturale agli uomini comunicare tra di loro su queste realtà. Ora, è precisamente il comunicare in questi valori (communicatio in istis) che costituisce la famiglia e la città; perciò l’uomo è per natura un essere domestico e politico”[249].

Sono espressioni che ricordano alcune del Sententia in Ethicorum sull’affabilità, virtù studiata nel contesto di quegli atti che “hanno a che fare con le conversazioni umane, grazie alle quali gli uomini si trattano l’un l’altro in modo sommamente appropriato alla loro natura, e in generale con ogni tipo di rapporto umano che avviene quando gli uomini condividono parole e cose”[250]. Conviene precisare che il verbo latino communicare possiede un significato assai più ricco della trasmissione di informazione, perché rimanda all’idea di “possesso comune”; non si tratta quindi di un semplice scambio in materia di giusto o ingiusto, quanto piuttosto di una “convergenza di tutti i membri della città su questi beni che sono ad essi comuni. In queste condizioni, dire dell’uomo che è un animale politico, o meglio sociale, non significa indicare in lui una semplice tendenza bruta di un istinto più o meno gregario, ma esprimere proprio la capacità di sviluppo virtuoso necessario alla vita in società”[251].

Non è qui privo di interesse ricordare come l’Aquinate, trattando all’interno delle virtù sociali l’amicitia o affabilitas, puntualizzi che esistano due tipi di amicizia[252]; della prima, che consiste principalmente nell’affetto reciproco e può andare unita a qualsiasi virtù, egli afferma di aver già parlato trattando della carità. Infatti, una spiegazione emblematica è presentata nel corpo del primo Articolo della questione 23 della Secunda Secundae, che descrive la carità in sé stessa. San Tommaso sostiene che si può definire amicizia solo l’amore che implica benevolenza e una certa reciprocità, poiché l’amico ama nel suo amico qualcuno che a sua volta lo ama (quia amicus est amico amicus):

“Questa reciproca benevolenza – prosegue l’Aquinate – si fonda su una qualche comunicazione (communicatio). Dato che esiste una certa ‘comunicazione’ dell’uomo con Dio, in quanto egli ci comunica la sua beatitudine, occorre che una certa amicizia sia fondata su tale ‘comunicazione’. E’ di questa ‘comunicazione’ che si parla in 1Cor 1, 9: ‘fedele è Dio, dal quale siete stati chiamati alla comunione [societas]del Figlio suo’. La carità è l’amore fondato su questa comunicazione; è chiaro allora che la carità costituisce una certa amicizia dell’uomo con Dio”[253]

La prima accezione di amicitia, dunque, è quella che si fonda sulla comunicazione della vita divina all’uomo, chiamato a vivere nella societas dei figli di Dio, basata sull’amicizia o comunione con Dio, che è la carità[254]. Questa amicizia dunque “può derivare da qualsiasi virtù”[255], e pertanto parlando con rigore non è propriamente una virtù, ma piuttosto una disposizione abituale conseguente alle virtù.

Il secondo tipo di amicizia, per la quale viene indicato come nome specifico affabilitas, è più ampio[256]. Esso si estende a tutti coloro che appartengono alla specie umana e ne condividono la natura; nei confronti di costoro, l’uomo è tenuto a mostrare un’apertura che va aldilà di una semplice urbanità esteriore: “il riconoscimento sociale, l’affabilità con tutti, non è solo una manifestazione particolare di cortesia, ma una necessità umana vitale”[257]. Affabilitasè sinonimo di amicitia perché per san Tommaso quest’ultimo termine conserva la densità concettuale della philia aristotelica; tuttavia, per dirla con parole di una bella sintesi di Torrell, “egli stesso farà subire al termine un vero cambiamento, definendo la carità un’amicizia tra Dio e l’uomo (…). Se il Filosofo continua a fornire la struttura della definizione, tuttavia i suoi elementi sono completamente trasformati poiché il bene intorno al quale si stabilisce questa comunicazione tra Dio e gli uomini, e tra gli uomini stessi, è la vita divina comunicata mediante la grazia”[258].

Una traduzione più rigorosa del concetto tomista di affabilitas potrebbe quindi essere “socievolezza” e “apertura”, parole che rimandano più direttamente al senso più ampio dell’amicizia: un certo principio di ‘comunione’ che esiste tra gli uomini a partire dalla ‘comunicazione/condivisione’ della natura umana, che avviene nel linguaggio e nei gesti. “Affabilità” – per lo meno in italiano – sembra essere un termine che può rendere bene il concetto, pur necessitando di un inquadramento opportuno, specialmente a motivo della sua derivazione dal latino fateor, parlare.

Le considerazioni fin qui esposte mettono bene in risalto la sostanziale differenza tra la concezione classica di amicizia e quella cristiana; la prima, infatti, non riuscì mai a ipotizzare la possibilità di un’amicizia tra l’uomo e Dio, proprio per l’impossibilità di un rapporto basato su una certa uguaglianza; il pensiero cristiano, e in particolare san Tommaso, giunge invece a definire la carità come amicizia con Dio, un’amicizia che è comunione con la vita intima delle tre Persone della Trinità, alla quale ogni uomo è chiamato, per il semplice fatto di partecipare della natura umana[259].

L’inclinazione dell’uomo alla vita in società si sviluppa e rafforza principalmente grazie alla virtù della giustizia, che tuttavia raggiunge la propria perfezione solo quando riesce a creare l’amicizia, ai diversi livelli della società, dall’amicizia personale e famigliare, a quella sociale e politica. Il discorso sull’amicizia politica, cioè quell’insieme di relazioni che l’uomo intrattiene con i suoi simili nell’organizzazione politica della società, potrebbe essere ulteriormente approfondito, poiché essa può essere intesa proprio come una parte della più generale virtù dell’affabilità. Sarà sufficiente qui aggiungere che l’amicizia, legame propriamente umano che unisce ogni persona, riceve “la sua dimensione soprannaturale nella carità fraterna, che forma la Chiesa ed è il cemento di ogni vera comunità cristiana, così come nell’amore di Dio che, inteso come amicizia, stabilisce una sorprendente e misteriosa ‘società’ tra l’uomo e Dio”[260]. E’ dunque possibile considerare l’amicizia (intesa come sinonimo di affabilità) come il nesso tra la giustizia e la carità, non però come stadio intermedio tra le due, dal momento che l’amicizia è giustizia e nel contempo è carità[261].

Una sintesi espressiva di quanto è stato studiato circa i rapporti tra veracità, affabilità e carità si trova in un passo del commento si san Tommaso alla seconda lettera ai Corinzi. Riportiamo di seguito il testo paolino:

“Da parte nostra non diamo motivo di scandalo a nessuno, perché non venga biasimato il nostro ministero; ma in ogni cosa ci presentiamo come ministri di Dio, con molta fermezza nelle tribolazioni (…), con purezza, sapienza, pazienza, benevolenza, spirito di santità, amore sincero; con parole di verità, con la potenza di Dio” [262].

Nel commentare questo passo, l’Aquinate afferma che la bontà delle opere si manifesta in tre aspetti: la perfezione delle virtù, che riguarda il cuore (e qui san Tommaso riscontra un implicito accenno alle quattro virtù cardinali); la sincerità del linguaggio, che riguarda la bocca; la potenza delle opere che riguarda l’azione:

“La carità si manifesta in due modi, uno esterno e l’altro interiore; nel primo, si manifesta nella affabilità verso il prossimo, poiché non è bene non essere affabili con le persone che si amano. Perciò dice ‘in suavitate’, cioè nell’amichevole convivenza con il prossimo, affinché siamo dolci. Ma non secondo la cortesia mondana, ma in quella che è frutto dell’amore di Dio, cioè dello Spirito Santo (per questo dice in Spiritu Sancto), vale a dire quella che lo Spirito Santo causa in noi. L’effetto interiore consiste nella verità senza finzione, cioè non pretendere di mostrare esternamente qualcosa di contrario a quanto si possiede interiormente. Per questo dice ‘in caritatem non ficta’. E il motivo è che, come dice Sap 1, 5, ‘il santo Spirito, che ammaestra, rifugge dalla finzione’. Quindi mostra come ci si deve comportare in quelle cose che riguardano la sincerità della bocca, essendo veraci; e perciò dice ‘in verbo veritatis’, cioè dicendo e predicando cose vere” [263].

Con una fondamentazione che questa volta non è più filosofica ma squisitamente scritturistica, viene dunque espresso in modo chiaro il rapporto tra la virtù dell’affabilità e quella della veracità. Della suavitas (la cui precisa traduzione ci sembra essere proprio “affabilità”) e dellaveracitas la radice è poi indicata nella carità. Non più solo virtù sociali dell’umana convivenza, ma frutti dello Spirito Santo che opera nel cristiano[264].

Prima di tornare sull’affabilità come frutto dello Spirito Santo, sarà tuttavia utile descrivere i rapporti tra questa virtù e la temperanza.

Nelle questioni 141-169 della Secunda Secundae san Tommaso affronta lo studio della temperanza, virtù che ha lo scopo di moderare l’attrattiva dei piaceri e di rendere capaci di equilibrio nell’uso dei beni creati, assicurando il dominio della volontà sugli istinti e mantenendo i desideri entro i limiti dell’onestà[265]. Tra le parti potenziali di questo virtù cardinale, l’Aquinate tratta le virtù della mitezza e della clemenza: mentre quest’ultima è volta a moderare il castigo con il quale si punisce una persona colpevole di un torto, la mitezza frena l’impeto della passione dell’ira:

“L’ira infatti per la sua virulenza, che viene moderata dalla mansuetudine, impedisce in sommo grado che la ragione giudichi liberamente della verità. Di conseguenza, è soprattutto la mansuetudine a rendere l’uomo padrone di sé” [266].

La mitezza è pertanto in rapporto con l’affabilità soprattutto poiché ha a che fare con il dominio di sé, utile a moderare anche il vizio della litigiosità. L’affabilità di fatto presuppone il dominio di sé e l’esercizio della mansuetudine. San Tommaso, a conclusione della questione sulla mansuetudine, aggiunge un ulteriore aspetto di somiglianza o intersezione tra l’area di questa virtù e quella dell’affabilità; la considerazione si trova nella risposta a un’obiezione circa il rapporto della mansuetudine e della clemenza con la misericordia e con la pietà. 

“La misericordia e la pietà si confondono con la mansuetudine e con la clemenza in quanto concorrono al medesimo effetto, che è quello di evitare il male del prossimo. Si distinguono tuttavia tra loro per i motivi che le ispirano. Infatti la pietà allevia il male del prossimo per il rispetto verso qualche superiore, per esempio Dio o i genitori, mentre la misericordia, come si è visto sopra (q. 30, a. 2) cerca di alleviare il male del prossimo perché uno se ne addolora come di un male proprio: il che deriva dall’amicizia (provenit ex amicitia), che fa godere e soffrire delle medesime cose. La mansuetudine, invece, produce l’effetto indicato smorzando l’ira, che spinge alla vendetta”[267].

La mansuetudine viene dunque distinta dalla misericordia proprio per il motivo differente che la anima; non è detto che l’amicitia, qui menzionata come movente della misericordia verso chi sta soffrendo, sia da identificare esattamente con l’affabilità, anche perché in altri luoghi, dove intende riferirsi senza dubbio a questa virtù, san Tommaso è solito menzionarla come sinonimo accanto ad amicitia. Il riferimento ai “dolori” del prossimo, invece, fa ricordare per contrasto la risposta al dubbio se l’affabilità sia da ascrivere tra le parti della giustizia o tra quelle della temperanza. La risposta dell’Aquinate nella q. 114 era stata la seguente

“La temperanza ha il compito di tenere a freno i piaceri sensibili. Invece questa virtù [l’affabilità] si interessa della gioia del convivere umano, la quale proviene dalla ragione, per il fatto che uno tratta l’altro in modo conveniente. E questa gioia non è necessario tenerla a freno, come se fosse dannosa”[268].

Pare dunque, con la mansuetudine, di non trovarsi più nell’ambito delle virtù dell’uomo in quanto animale sociale, ma in quello, tutto interiore alla persona, della moderazione delle passioni. Nel contempo, la definizione classica di questa virtù mostra il riflesso sociale immediato che essa possiede, come si vede per esempio in questa descrizione della mansuetudine infusa come “virtù morale soprannaturale che previene e modera l’ira, sopporta con pazienza le debolezze del prossimo e lo tratta benignamente”[269].

L’Aquinate menziona invece esplicitamente l’affabilità a proposito di un’altra delle parti potenziali della temperanza, cioè la modestia, che tratta nelle questioni 168-169. La modestia è la virtù che modera gli appetiti in quelle passioni che non sono forti come i piaceri sensibili; riguarda non solo le azioni esterne ma anche quelle interiori, cioè tutti i movimenti e atteggiamenti minori del corpo e dello spirito che richiedono autodominio, in materie secondarie[270]. La modestia modera per esempio il comportamento esterno e l’abbigliamento, per renderli capaci di manifestare l’interiorità della persona, orientandola a favorire la convivenza sociale; esiste pertanto un rapporto con l’affabilità, che il Dottore Angelico analizza nel seguente modo:

“I moti esterni sono l’indice delle disposizioni interiori, che sono determinate soprattutto dalle passioni (…). E così la disciplina dei moti esteriori si può ridurre alle due virtù di cui parla il Filosofo nell’Etica. Tali moti, infatti, in quanto ordinano in nostri rapporti con gli altri sono moderati dall’amicizia o affabilità, la quale ha il compito di partecipare con le parole e con i fatti alle gioie e ai dolori delle persone con le quali conviviamo. In quanto invece sono segni delle disposizioni interiori sono moderati dalla veracità, o sincerità, con cui uno si mostra a parole e a fatti quale è interiormente”[271]

Si tratta di un’ulteriore menzione congiunta delle due virtù sociali dell’affabilità e della veracità, considerate in quanto moderatrici delle parole e gesti dell’uomo in rapporto agli altri, e delle parole e gesti in quanto segni delle disposizioni interiori. Nella stessa questione nella quale tratta la modestia,  san Tommaso dedica tre articoli anche alla facezia, o eutrapelìa (che può essere chiamata anche buonumore). L’Aquinate colloca questa virtù all’interno della modestia, a differenza di Aristotele, che dedica all’eutrapelìa un capitolo successivo a quelli dedicati alla veracità e alla cortesia: queste tre virtù regolano secondo lo Stagirita i rapporti reciproci di parole e azioni tra persone nella vita sociale, seri o dilettevoli[272]. San Tommaso la definisce come la virtù che regola gli atti umani nel gioco e nello scherzo, ricordando che “per lenire la fatica dell’anima bisogna ricorrere a un piacere, interrompendo la fatica delle occupazioni di ordine razionale”[273]. Bisogna in primo luogo far sì che questo piacere non venga cercato in atti turpi o dannosi, poi si deve evitare che l’anima perda del tutto la sua gravità, e da ultimo si deve badare che il divertimento sia adatto alle persone, al tempo e al luogo dove ci si trova; la virtù dell’eutrapelìa o buonumore serve a ordinare tutte queste cose secondo la ragione, e rientra nella modestia siccome fa evitare gli eccessi.

In chiusura della questione, san Tommaso si domanda se sia possibile peccare per difetto contro il buonumore, e risponde positivamente: chi pecca in questo senso è chiamato duro e maleducato. E’ pur vero che la convivenza civile richiede una certa austerità, ma questa virtù richiede anch’essa di essere moderata:

“La virtù dell’austerità non esclude tutti i divertimenti, ma solo quelli esagerati e disordinati. Essa quindi rientra nell’affabilità, che il Filosofo denomina amicizia; oppure rientra nell’eutrapelìa, o giovialità”[274]

In questa presentazione resta centrale, come si vede, il rapporto interpersonale, che dona quindi una chiara dimensione sociale al buonumore. Si può accennare per inciso a un’altra dimensione sottintesa alle virtù che regolano parole e gesti nelle materie dilettevoli (affabilità e buonumore): esse sono in rapporto con la gioia, o perché tendono a suscitarla, o perché si mettono in sintonia con essa quando la scoprono nel prossimo. Questa gioia è lungi dall’essere un accessorio decorativo della virtù. Al contrario, secondo l’Aquinate “non sarà perfettamente giusto secondo la virtù se non colui che compie le opere della giustizia con gioia e diletto (…). Dio approva e ricompensa non colui che dà soltanto, ma colui che dà con gioia, non con tristezza e controvoglia”[275]

Il commento di san Tommaso a Mt 11, 29 (“imparate da me che sono mite e umile di cuore”) offre uno spunto che consente di considerare nuovamente il ruolo della mitezza nella vita cristiana:

“Cosa significa ‘imparate da me che sono mite e umile di cuore’? In realtà, tutta la legge nuova si riassume in due cose: la mitezza e l’umiltà. Grazie alla mitezza, l’uomo si comporta in modo ordinato nei confronti del prossimo (…), grazie all’umiltà, nei confronti di sé stesso e di Dio”[276].

La mitezza non si riduce quindi per san Tommaso soltanto all’atto della virtù morale della mansuetudine, parte potenziale della temperanza; il discorso è più ampio e si ricollega al tema biblico dei “miti”, cioè coloro che sono docili alla volontà di Dio, che vengono lodati dal Signore nelle beatitudini, proferite nel Discorso della Montagna: “beati i miti, perché erediteranno la terra”[277]. L’intera Legge Nuova si riassume nell’imitazione, nell’identificazione con Cristo mite e umile di cuore, nel senso più ricco dell’espressione: Cristo Servo sofferente, che obbedisce alla volontà del Padre, partecipa della natura umana e ne ottiene la redenzione.

All’impegno dell’uomo per ottenere la virtù si associa inseparabilmente l’azione della grazia, che opera mediante i doni dello Spirito Santo: è questa la ragione del collegamento istituito da san Tommaso tra le beatitudini e i doni. Nel cammino verso la felicità, spiega l’Aquinate nella questione dedicata ai doni, ci si deve guardare dall’attrazione della “vita voluptuosa”[278], moderando con la virtù le passioni proprie dell’appetito concupiscibile e dell’irascibile. Se la mitezza impedisce un eccesso di passione che sarebbe contrario alla ragione, “il dono dello Spirito Santo lo fa in un modo più eccellente, rendendo l’uomo totalmente tranquillo e libero da esse, secondo la volontà di Dio; perciò la seconda beatitudine dice beati i miti”[279].

La beatitudine della mitezza si potrebbe anche collegare al dono di fortezza, perché è proprio della fortezza vincere la collera e reprimere l'indignazione; il Dottore Angelico la collega invece, seguendo sant’Agostino, al dono di pietà[280], guardando piuttosto al fine di questa beatitudine, che è il rispetto religioso di Dio, cioè un “affetto dolce e devoto nei confronti del Padre e di ogni uomo”[281]. Il dono di pietà è quindi volto anche a favorire la convivenza tra i figli di Dio, che imitano in questo e in tutto la carità del Figlio di Dio fatto Uomo, modello di amore al Padre e di affetto e apertura al prossimo[282]. Il testo che segue sembra essere un riassunto efficace della dottrina dei doni, e in particolare del dono di pietà, che è stata per sommi capi riassunta:

“Il dono di pietà anima con il suo soffio, ispirato da Dio, tutte le virtù vincolate in un modo o nell’altro alla virtù della giustizia (…). Regola tutti i nostri rapporti con i nostri superiori e con i nostri inferiori, senza rigidità né debolezze, senza eccessive familiarità, con una disinvoltura fraterna e gioiosa che ci consente di convivere con gli uomini con il sorriso di Dio. Le altre virtù annesse alla giustizia, l’obbedienza, il rispetto, la venerazione, l’affabilità e l’amicizia, che rendono tanto gradevole la vita sociale, sono tutte attraversate, nei santi, dalla bontà divina, che risplende attraverso di essi come segno autentico che sono veri discepoli di Cristo, inabitati dallo Spirito di Dio”[283].

San Tommaso prosegue la riflessione sui doni dello Spirito Santo, facendo corrispondere a ciascuno di essi alcuni dei frutti elencati da san Paolo nella lettera ai Galati: “amore, gioia, pace, pazienza, longanimità, bontà, benevolenza, mitezza, fedeltà, modestia, continenza, castità”[284]. Conviene precisare che per san Tommaso queste suddivisioni non sono qualcosa di rigido e sistematico, come del resto non lo sono nell’elenco paolino: le beatitudini e i frutti non rappresentano nuove categorie di abiti, ma semplicemente gli atti che derivano dalle virtù e dai doni. La parola “frutto” rimanda sia al fatto che questi atti umani sono prodotto del seme divino dello Spirito Santo, sia alla realtà che esso verrà colto dall’uomo quando questi raggiungerà il suo fine ultimo, la beatitudine eterna: “ne deriva che le nostre opere, in quanto effetti dello Spirito Santo operante in noi, si presentano come frutti; però nella misura in cui esse sono ordinate al loro fine che è la vita eterna, si presentano piuttosto come fiori”[285].

Primo tra questi frutti, secondo l’elenco paolino, è evidentemente la carità, che è la presenza dello Spirito Santo in noi; san Tommaso unisce poi alla carità la pace e la gioia, che costruiscono il buon ordinamento interiore del cristiano, mentre pazienza e longanimità caratterizzano il suo atteggiamento di fronte alle avversità. Per quanto concerne le relazioni interpersonali, l’Aquinate spiega:

 “Per quanto riguarda il rapporto con il prossimo, la mente dell’uomo è ben disposta innanzitutto per la volontà di fare il bene: a questo tende la bontà; in secondo luogo, per la realizzazione pratica del bene: a questo è orientata la benignità, poiché sono chiamati benigni coloro che il buon fuoco dell’amore rende fervorosi per fare il bene al prossimo; in terzo luogo, per quanto riguarda il sopportare con serenità il male che è inflitto loro dal prossimo: a questo tende la mitezza, che modera l’ira”[286].

La bontà dispone quindi la mente dell’uomo a fare il bene o, in altre parole, produce la volontà di fare il bene; la benignità rende capaci di realizzare di fatto il bene, apportando il fervore; e la mitezza dispone a sopportare il male che il prossimo ci infligge. Questi tre frutti corrispondono dunque al dono di pietà, tutti considerati come atti che realizzano e rendono visibile la carità, prodotta dalla presenza e dall’azione dello Spirito Santo nell’anima del cristiano[287]. Tra questi atti, senza pretendere un rigore terminologico che sarebbe eccessivo in questo contesto, si può dire che “l’affabilità è frutto dello Spirito Santo, che conosce, muove e trasforma il cuore umano” [288].

La benignitas è presentata in altri luoghi da san Tommaso con tratti che la mettono in stretto rapporto con la virtù dell’affabilità e con l’azione dello Spirito Santo nell’anima del cristiano. E’ quanto appare nel commento dell’Aquinate all’esortazione di san Paolo a Tito che trascriviamo per esteso di seguito:

“Ricorda loro di (…) di evitare le contese, di esser mansueti, mostrando ogni dolcezza verso tutti gli uomini. Anche noi un tempo eravamo insensati, disobbedienti, traviati, schiavi di ogni sorta di passioni e di piaceri, vivendo nella malvagità e nell'invidia, degni di odio e odiandoci a vicenda. Quando però si sono manifestati la bontà (benignitas) di Dio, salvatore nostro, e il suo amore per gli uomini (humanitas), egli ci ha salvati non in virtù di opere di giustizia da noi compiute, ma per sua misericordia mediante un lavacro di rigenerazione e di rinnovamento nello Spirito Santo, effuso da lui su di noi abbondantemente per mezzo di Gesù Cristo, salvatore nostro, perché giustificati dalla sua grazia diventassimo eredi, secondo la speranza, della vita eterna”[289]

Il commento alla prima parte di questo passo paolino presenta i vizi da evitare “in exterioribus actibus”, che descrive nel modo seguente:

“[San Paolo] invita a ‘non essere litigiosi’. Si deve sapere infatti che tre sono i generi di uomini: a uno appartengono i virtuosi, e agli altri due i viziosi; alcuni non si rattristano qualsiasi parola ascoltino, e questi sono adulatori; altri si ribellano a qualsiasi cosa si dica loro, e sono i litigiosi; contro di questi si parla in questo passo. Perciò 2Tim 2, 24 dice che ‘un servo del Signore non deve essere litigioso ma mite con tutti’ (…). Ma colui che sta nel mezzo, e a volte si rallegra per le parole, a volte se ne rattrista, questi è il virtuoso, come dice 2 Cor 2: ‘se vi ho rattristati, non me ne pento etc.’. Quando prosegue e raccomanda di essere invece ‘modesti’, indica come si devono comportare nel fare il bene. La modestia è infatti la virtù per la quale uno in ogni gesto esteriore usa modi che non offendano alcuno, secondo Fil 4, 5: ‘la vostra modestia sia nota a tutti gli uomini’ (…). Infatti, quanto più qualcuno è impetuoso negli affetti interiori, tanto più difficilmente saprà frenare quelli esteriori, e tale è soprattutto l’affetto dell’ira. E contro questa segnala la mitezza, che modera le passioni dell’ira. Perciò dice ‘mostrando ogni dolcezza verso tutti gli uomini’ e ‘imparate da me che sono mite e umile di cuore (Mt 11, 29)”[290].

L’Apostolo raccomanda dunque a Tito di vivere la benignità, la modestia e la mitezza, virtù accomunate dal fatto di regolare gli “atti esterni” del cristiano. Ma il riferimento a Mt 11, 29 fa intuire che la raccomandazione va aldilà di un semplice codice di condotta esterna ispirato al rispetto e alla cortesia. Si tratta di imitare il comportamento del Figlio di Dio fatto Uomo per amore degli uomini, per redimere l’umanità. E il commento dell’Aquinate al testo paolino prosegue e descrive il motivo della redenzione:

“La carità di Dio è la causa della nostra salvezza (…). E l’affetto interiore della carità è indicato nella benignità, che significa bona igneitas; il fuoco infatti significa l’amore (…). La benignità è pertanto l’amore interiore che trabocca all’esterno in atti buoni. E questo fu dall’eternità in Dio, poiché il suo amore è causa di tutte le cose”[291].

Il fuoco dello Spirito Santo, la benignità di Dio, è causa dell’incarnazione del Figlio e della redenzione, e ogni atto umano è chiamato ad essere ispirato da questa bona igneitas, che porta ad imitare gli atti e le virtù di Cristo.

In una questione della Tertia pars, san Tommaso si domanda se non sarebbe stato più conveniente che il Figlio di Dio, una volta fatto uomo, avesse svolto una vita solitaria. Contro tale ipotesi, egli cita l’autorità della Scrittura: “per questo è apparso sulla terra e ha vissuto tra gli uomini”[292]. La soluzione della questione è basata sui motivi dell’incarnazione, che sono ridotti a tre principali:

“In primo luogo, Cristo venne al mondo per manifestare la verità (…). In secondo luogo, per liberare gli uomini dal peccato (…). In terzo luogo, per far sì che attraverso di lui avessimo accesso a Dio (…). E così fu conveniente che convivesse con gli uomini con familiarità, per dare agli uomini la fiducia perché potessero accedere a lui”[293].

Il Figlio di Dio si è fatto Uomo, in altre parole, per parlare un linguaggio di parole e gesti comprensibile all’uomo e far sì che ogni persona, confortata dall’atteggiamento di apertura amichevole e veritiera del Redentore, potesse accedere alla conoscenza della Verità e dell’Amore di Dio. Non si può affermare che in questo passo si trovi una menzione esplicita delle virtù sociali della veracità e dell’affabilità; nel contempo, è invece chiaro nel Vangelo l’atteggiamento di Gesù di fronte a coloro che non fanno corrispondere veracemente le intenzioni con le parole e i gesti[294]. Tuttavia, si coglie qui forse il fondamento dell’importanza di entrambe le virtù, che si armonizzano in quella qualità attraente che è la franchezza, atteggiamento aperto e sincero che ha caratterizzato l’Umanità di Cristo e che deve essere tipico di ogni apostolo, per far sì che molti uomini si facciano coraggio e si avvicinino con fiducia a Dio, scoprendolo come Padre[295].

1. Nella Sacra Scrittura non esiste un vocabolo unico per indicare la virtù sociale dell’affabilità; aspetti di questa virtù sono segnalati da termini quali benignità, bontà, clemenza, mitezza, modestia, etc.; il senso di ciascuna di queste parole varia a seconda del contesto biblico nel quale sono collocate.

2. A grandi linee, si può dire che esistono alcuni punti di riferimento principali nel Vangelo per lo studio di questa virtù, che sono Mt 5, 5 (“beati i miti perché erediteranno la terra”), Mt 11, 29 (“imparate da me che sono mite e umile di cuore”) e Gal 5, 22 (“Il frutto dello Spirito invece è amore, gioia, pace, pazienza, benevolenza, bontà, fedeltà, mitezza, dominio di sé”). Il corpus paulinum offre altri interessanti spunti nei diversi elenchi delle virtù proprie del cristiano (soprattutto 2Cor 6, 6; Col 3, 12; Tt 3, 2; Fil 4, 5; 2Tim 2, 24–25). Sia la lettera ai Galati sia gli altri passi paolini trovano sempre chiaramente nella carità il fondamento di questa come di ogni altra virtù.

3. Nel pensiero classico sono importanti per la virtù dell’affabilità l’idea aristotelica di philia e quella ciceroniana di caritas generis humani, collegata alla virtù cardinale della giustizia. Aristotele presenta questa virtù sociale insieme alla veracità, e non la definisce con un termine preciso. La colloca al giusto mezzo tra il litigio e l’adulazione, sottolineando il fatto che l’uomo è animale sociale e pertanto è per lui conveniente convivere con i suoi simili con una certa “gioia”. Concetti aristotelici collegati in qualche modo con questa virtù sono l’amicizia (philia), la benevolenza (eunoia) e la filantropia.

4. A partire da Cicerone, sulla scia della sistematizzazione della morale realizzata dagli stoici, questa virtù comincia ad essere considerata parte della giustizia, e viene chiamata comitas,facilitas o adfabilitas. Il discorso resta comunque in sintonia con la concezione aristotelica, soprattutto perché l’idea classica di giustizia non si oppone a quella di amicizia, ma entrambi i concetti sono in stretto rapporto e si completano a vicenda.

5. Nella patristica si approfondisce in modo particolare l’interconnessione tra diverse virtù sociali, che si nota nei rapporti che esistono tra affabilità e veracità (nell’ambito della virtù cardinale della giustizia) e tra affabilità e mitezza (nell’ambito della virtù cardinale della temperanza). Tutte le virtù sociali sono viste dai Padri come frutti della carità, cioè della presenza e dell’azione dello Spirito Santo nell’anima, che diventa visibile in ogni atto compiuto dal cristiano.

6. Sant’Agostino mette in rapporto la mitezza (intesa secondo la beatitudine dei miti e quindi affine all’affabilità) con il dono di pietà e con la venuta del regno di Dio sulla terra; quest’ultima è concepita sia come giustizia terrena sia – soprattutto – come compimento finale della giustizia nel Regno definitivo.

7. Affabilità, veracità e franchezza (parresia) sono presentate dai Padri come qualità importanti dell’apostolo, efficaci per attrarre a Dio il prossimo e per vivere la correzione fraterna.

8. San Tommaso riprende e sistematizza la tradizione che l’ha preceduto, fondamentalmente in due modi:

a) accoglie la concezione aristotelica dell’affabilità come virtù sociale, che regola cioè gli atti esterni dell’uomo e che è giusto mezzo tra litigiosità e adulazione;

b) afferma che questa virtù aristotelica si può chiamare affabilitas ed è parte potenziale della virtù della giustizia (seguendo la morale stoica).

9. L’Aquinate studia la collocazione di questa virtù in rapporto alla virtù teologale della carità e nel sistema della virtù cardinali, ampliando la riflessione nelle linee seguenti.

a) Affabilità e veracità, parti potenziali della virtù cardinale della giustizia, sono virtù proprie dell’uomo in quanto animale sociale; in questo senso, con il termine affabilitas si cerca di rendere l’accezione più generale della philia greca e in particolare aristotelica, cioè l’apertu-ra nativa dell’uomo alla socievolezza, al rapporto franco, sincero e gradevole con il prossimo, che caratterizza la natura umana; tale apertura si manifesta innanzitutto nel linguaggio, cioè nelle parole e nei gesti che mostrano agli altri l’interiorità della persona.

b) Il rapporto tra affabilità e amicizia viene approfondito in due sensi: da una parte il Dottore Angelico fa subire alla nozione di philia aristotelica un intimo cambiamento, definendo la carità come amicizia con Dio; dall’altra, la caratteristica propria dell’uomo di communicare con i suoi simili diventa innanzitutto capacità di entrare in comunione (societas) con Dio; in questa potenzialità dell’uomo si radica il mandato di amare il prossimo e quindi di trattarlo con franchezza, affabilità e sincerità.

c) Affabilità e mitezza, intendendo quest’ultima come parte potenziale della virtù cardinale della temperanza, sono in relazione perché entrambe moderano l’ira, vizio che mina i rapporto interpersonali e che si controlla grazie al dominio di sé; l’affabilità è anche collegata con altre parti della temperanza, che sono la modestia e il buonumore (eutrapelìa).

10. Dove tuttavia san Tommaso arricchisce in modo sommo la riflessione teologica su questa e sulle altre virtù sociali è nello studio dei doni e dei frutti dello Spirito Santo, che segue e completa quello analogo svolto da sant’Agostino. L’interrelazione tra virtù, doni, frutti e beatitudini si presenta nel caso dell’affabilità nel modo seguente:

a) Alla virtù cardinale della giustizia (e quindi alle sue parti potenziali) si collega il dono di pietà, che porta il cristiano a vivere la carità filiale nei confronti di Dio Padre, e a trattare con carità fraterna il prossimo.

b) Gli atti della giustizia, quando sono animati dall’interno dallo Spirito Santo (che agisce con i doni), diventano frutti della carità e sono chiamati in questo senso “frutti dello Spirito Santo”. Tra i frutti, quelli che hanno a che fare maggiormente con i rapporti interpersonali sono la benignità, la bontà e la mitezza: essi sono il volto della carità immediatamente visibile dal prossimo. Il discorso non è comunque da intendersi in modo sistematico, né il vocabolario va interpretato rigidamente.

c) La mitezza è in rapporto con la giustizia anche in base alla beatitudine dei miti, che sono indicati da Gesù come coloro che “erediteranno la terra”, e cioè faranno sì che si instauri il regno di Dio nel mondo e, definitivamente, “in patria”, cioè alla fine dei tempi. Le virtù collegate con la giustizia hanno in questo senso un ruolo particolare per la crescita del regno di Dio, cioè per l’azione apostolica del cristiano.

11. Alcuni interessanti approfondimenti si potrebbero svolgere circa i seguenti temi:

a) rapporto tra affabilità e carità politica;

b) rapporti tra affabilità, allegria e buonumore nella vita cristiana;

c) insegnamento di Gesù circa l’ipocrisia, la sincerità di cuore e la correzione fraterna.


I. San Tommaso D’Aquino

Scriptum super quattor libris Sententiarum Magistri Petri Lombardi

Summa Theologiae.

Lectura super Mattheum [Reportatio Leodegarii Bissuntini]

Lectura super Iohannem. Reportatio

Expositio et lectura super Epistolam ad Corinthios

Expositio et lectura super Epistolam ad Galatas

Expositio et lectura super Epistolam ad Philippenses

Expositio et lectura super Epistolam Colossenses

Expositio et lectura super Epistolam ad Titum

Sententia libri Ethicorum

Sententia libri Politicorum.

Sermo in Puer Iesu.

II. Padri della Chiesa

Sant’Ambrogio

De Officiis (PL 16)

Epistolae (PL 16).

San Giovanni Crisostomo

Omelie sul Vangelo di san Matteo (PG 57-58).

Omelie sugli Atti degli Apostoli (PG 61).

Omelie sulla prima lettera ai Corinzi (PG 61)

Commento alla lettera ai Galati (PG 62).

Omelie sull’Epistola ai Colossesi (PG 62).

Catechesi Battesimali (PG 49)

Trattato sulla vanità e sull’educazione dei figli (il trattato non è raccolto in PG).

San Girolamo

De viris illustribus (PL 23).

Dialogus contra Pelagianos (PL 23).

Commento alla lettera ai Galati (PL 26).

Commento alla lettera agli Efesini (PL 26).

Epistulae (PL 22).

Sant’Agostino

Confessiones (PL 32)

Commento al Salmo 103 (PL 37);

Commento al Vangelo di Giovanni (PL 35),

Commento all’Epistola ai Parti di san Giovanni (PL 35);

Commento alla lettera ai Galati (PL 35);

Il Discorso del Signore sulla Montagna (PL 34)

III. Altre fonti classiche

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Notas

[1] Decr. Presbyterorum Ordinis, 3.

[2] GIOVANNI PAOLO II, Udienza, 7.7.1993, in “Insegnamenti” XVI/2 (1993) 34-44.

[3] Mt 11, 29.

[4] BENEDETTO XVI, Discorso, Convegno Ecclesiale Nazionale Verona, 19.10.2006.

[5] CEI, La verità vi farà liberi. Catechismo degli adulti, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1995, n. 833.

[6] DE CEA, E., Affabilità, in L. BORRIELLO–E. CARUANA–M.R. DEL GENIO–N. SUFFI (dir.), “Dizionario di mistica”, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1998, p. 56.

[7] DE CEA, E., Affabilità, in L. BORRIELLO–E. CARUANA–M.R. DEL GENIO–N. SUFFI (dir.), “Dizionario di mistica”, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1998, pp. 56.

[8] Cfr. CONTE, G.B., Dizionario della Lingua Latina, Le Monnier, Firenze 2000.

[9] La Sacra Bibbia, Traduzione ufficiale della Conferenza Episcopale Italiana, SEI, Torino 1993.

[10] Fil 4, 5.

[11] Sent. Ethic., IV, 14, 12: “quel giusto mezzo che, essendo privo di nome, noi possiamo chiamare affabilità”.

[12] GIOVANNI PAOLO II, Omelia, 11.2.1981, in Insegnamenti, IV/1 (1981) 278-282.

[13] Anche se verranno citati nuovamente nei luoghi più significativi, si può anticipare che gli studi di riferimento per questo capitolo sono stati essenzialmente i seguenti: MENNESSIER, A.-I., Douceur, in M. VILLER (dir.), “Dictionnaire de Spiritualité”, III, Paris 1957, col. 1674-1685; SPICQ, C., Bénignité, Mansuétude, Douceur, Clémence, “Revue Biblique” t. 54 (1957) 321-339; LEIVESTAD, R., The Meekness and Gentleness of Christ (2Cor 10, 1), “New Testament Studies” XII (1966) 156-164; SPICQ, C. Teologia moral nel Nuevo Testamento, Paris 1965 (si cita dall’edizione spagnola, Rialp, 2 voll., Pamplona 1973). 

[14] Etica Nicomachea, IV, 12, 1126b10 – 1127a15; come si vedrà, in altro luogo Aristotele la chiama genericamente philia.

[15] Etica Nicomachea, IX, 5, 1166b5 – 1167a25.

[16] BEHM, J., Eunoia, in KITTEL, F., “Grande Lessico del Nuovo Testamento”, VII, Paideia, Brescia 1984, col. 1095-1100.

[17] Si può notare, per inciso, che nel Nuovo Testamento l’estensione del termine pare allargarsi, dal momento che ogni cristiano è chiamato a comportarsi con devozione nei confronti del suo Signore, Gesù Cristo. Pur non trattandosi esattamente di un rapporto “servile”, la parola rimanda comunque a una relazione di questo tipo; cfr. sull’argomento SPICQ, C. Teologia moral nel Nuevo Testamento, tomo II, pp. 716 e specialmente nt. 169.

[18] Benedetto XVI ha recentemente sottolineato l’interesse dell’indagine sui rapporti della cultura e della lingua greca con la Sacra Scrittura, con parole che vale la pena di ricordare: “L'incontro tra il messaggio biblico e il pensiero greco non era un semplice caso”. Riferendosi poi in particolare alla versione greca dell’AT dei LXX, il Santo Padre ha ricordato come essa sia “una testimonianza testuale a se stante e uno specifico importante passo della storia della Rivelazione, nel quale si è realizzato questo incontro in un modo che per la nascita del cristianesimo e la sua divulgazione ha avuto un significato decisivo” (BENEDETTO XVI, Discorso ai rappresentanti della Scienza, Regensburg, 12 settembre 2006).

[19] Emblematica, tra i numerosi altri esempi, è la benignità attribuita a Dio in Sal 100, 5: “buono è il Signore, eterna la sua misericordia”; cfr. anche Sal 25, 8; Sal 34, 9; etc.

[20] Basti qui citare, tra le 11 occorrenze del termine nell’AT, la celebre descrizione di Mosè fatta in Num 12, 3 come mitissimum (praus), dove la “mitezza” non può non includere evidentemente anche la resistenza alla sofferenza. Si può inoltre notare che questo termine greco traduce spesso l’ebraico anawim, che caratterizza gli umili e i poveri, coloro che soffrono perché oppressi, che saranno oggetto di una delle Beatitudini di Gesù Cristo.

[21] Interessa riscontrare l’affinità di questo versetto con Gc 3, 13, dove si troverà un esplicito riferimento alla mitezza nella conversazione, assai vicina all’affabilità. Cfr. anche Sir 6, 5: “una bocca amabile moltiplica gli amici, un linguaggio gentile attira i saluti”. E’ stato fatto notare come il Siracide sia forse il libro dell’AT nel quale si trovino più frequenti accenni a virtù relative alla vita sociale. 

[22] Sir 4, 7: “Porgi l’orecchio al povero e rispondigli al saluto con affabilità”.

[23] Si veda, per esempio, Sal 86, 5, dove si trovano accostati i termini epieicheia e krestotes. Non si può tuttavia affermare che il termine sia usato rigidamente, come si vede in Sap 2, 19: “Mettiamolo alla prova con insulti e tormenti, per conoscere la mitezza (epieicheia) del suo carattere”.    

[24] Est 3, 13.

[25] Cfr. SPICQ, Bénignité, Mansuétude, Douceur, Clémence, p. 338.

[26] Cfr. SPICQ, Teologia moral nel Nuevo Testamento, tomo II, p. 886, nt. 129

[27] Cfr. SPICQ, Bénignité, Mansuétude, Douceur, Clémence, p. 330, nt. 1.

[28] Numerosi riferimenti bibliografici si trovano in SPICQ, C. Teologia moral nel Nuevo Testamento, Appendice IX: “El rostro inmaculado del Amor en la Iglesia cristiana”, pp. 859-899. A quelle pagine si rifanno molte delle considerazioni che si stanno qui riassumendo.

[29] Cfr. MENNESSIER, Douceur, col. 1674. Cfr. Zc 9,9 (“Ecco, a te viene il tuo re, egli è giusto e vittorioso, umile, cavalca un asino, un puledro figlio d’asina”), che sarà citato in Mt 21,5 e in Gv 12,15.

[30] Cfr. Fil 2,8 e Eb 2,11-14.

[31] Per un esauriente studio del versetto paolino, si veda l’articolo sopra citato di LEIVESTAD,The Meekness and Gentleness of Christ (2 Cor 10, 1).

[32] Mt 11,29. Il breve elenco, che si propone senza alcuna pretesa di essere esaustivi, di luoghi dei Vangeli dove si riscontra l’affabilità di Cristo parte dai suggerimenti di BORTONE, E., Affabilità, in E. ANCILLI (dir.), “Dizionario enciclopedico di spiritualità”, I, Città Nuova, Roma 1990, pp. 35s.

[33] Cfr. Gv 3, 1-21.

[34] Cfr. Lc 19, 1-10.

[35] Cfr. Gv 4, 7-42

[36] Cfr. Mc 10, 13-14 e Lc 18, 17.

[37] Cfr., per esempio, i colloqui narrati in Lc 17, 11-19.

[38] Cfr. Mt, 19, 13-15; Mc 10, 17; Lc 18, 18.

[39] Cfr. Lc 24, 13-35.

[40] BORTONE, Affabilità, p. 36.

[41] Col 3, 12-15; il passo termina con un riferimento alla gratitudine, anch’essa, come l’affabilità, una virtù sociale; da sottolineare anche l’invito a superare le contese, e a perdonarsi vicendevolmente; queste virtù sono indicate tutte come collegate strettamente alla carità. 

[42] 1Tim 6, 11.

[43] 2Tim 2, 24.

[44] Tt 3, 2.

[45] Altri esempi sono: 2Cor 6, 6, dove si trova un elenco delle qualità dell’apostolo, attraverso le quali è possibile riconoscerlo: “purezza, sapienza, pazienza, benevolenza (krestotes), spirito di santità, amore sincero”; e, fuori dal corpus paulinum, 1 Pt 2, 18; Gc 3, 17. Per l’analisi di questi e di altri luoghi collegati, si veda SPICQ, Teologia moral nel Nuevo Testamento, II, pp. 878-886.

[46] Gal 5, 22.

[47] Per il termine agathosyine, si può vedere SPICQ, Teologia moral nel Nuevo Testamento, II, p. 893, nt 176, dove esso viene messo in rapporto con l’ospitalità.

[48] Così afferma MENNESSIER, Douceur, col. 1676.

[49] Missale Romanum, Dominica infra Octavam Nativitatis Domini (Oratio Collecta).

[50] Sir 3, 3-7. 14-17; il Messale lo fa precedere dal titolo: “qui timet Dominum honorat parentes”.

[51] Col 3, 12-21: il titolo è: “de vita domestica in Domino”.

[52] Cfr. Mt 2, 13-23, Lc 2, 22-40; Lc 2, 41-52.

[53] Bar 3, 38. Il testo del Messale recita: “Deus noster in terris visus est, et cum hominibus conversatus est”. Si tornerà su questo passo nel paragrafo 4.9.

[54] La bibliografia sull’amicizia nel mondo classico sembra troppo ampia per essere qui riassunta; basti citare alcuni titoli che abbiamo preso come spunto, e che presentano riferimenti a Platone e Aristotele che saranno significativi per gli approfondimenti dei capitoli successivi della presente ricerca: PHELAN, G. B., Justice and Friendship “The Thomist” 5 (1943) 153-170; JONES, L. G., Theological Transformation of Aristotelian Friendship in the Thought of St. Thomas Aquinas, “The New Scholasticism” 61 (1987) 373-399; McENVOY, J. Amitié, attirance et amour chez St Thomas d’Aquin, “Revue Philosophique de Louvain” 91 (1993) 383-407; MANZANEDO, M. F., La amistad según Santo Tomás, “Angelicum” 71/3 (1994) 371-426; questi articoli sono serviti da guida per la scelta dei brani di Platone e Aristotele citati. Per un inquadramento generale si è fatto riferimento a REALE, G., Storia della filosofia antica, II, Milano 81991.

[55] Lo riassume Benedetto XVI, Deus Caritas est, n. 6: “Delle tre parole greche relative all'amore – eros, philia (amore di amicizia) e agape – gli scritti neotestamentari privilegiano l'ultima, che nel linguaggio greco era piuttosto messa ai margini”.

[56] Per un’introduzione generale a questi temi, si veda REALE, Storia della filosofia antica, II, pp. 261-269; una bibliografia più dettagliata e specialistica è quella presentata nel volume REALE, G., Per una nuova interpretazione di Platone, Vita e Pensiero, Milano 191996, in particolare nel capitolo XV (“Eros e protologia nel Liside, nel Simposio e nel Fedro), pp. 454-494.

[57] PLATONE, Gorgia, 487a. Si citano i testi di Platone nella traduzione italiana pubblicata da REALE, G., (a cura di), Platone. Tutti gli scritti, Bompiani, Milano 2000.

[58] La questione sulla veritas è S.Th., II-II, q. 109, mentre quella sull’affabilitas è II-II, q. 114. Cfr. WHITE, K., Affabilitas and veritas in Aquinas: The Virtues of Man as Social Animal, “The Thomist” (1993) 641-653. Come si vedrà, questo articolo sarà ripreso più volte lungo la presente ricerca, ma sembra utile segnalarlo fin d’ora per gli interessanti riferimenti alla cultura classica che presenta.

[59] PLATONE, Repubblica, VI, 485c-486b.

[60] PLATONE, Protagora, 337b.

[61] PLATONE, Leggi, I 631c; e in Gorgia, 508a, si afferma in modo ugualmente chiaro che “cielo, terra, dei e uomini sono tenuti insieme dalla comunanza, dall’amicizia, dalla temperanza e dalla giustizia: ed è proprio per tale ragione che essi chiamano questo intero universo “cosmo”, ordine, e non invece disordine o dissolutezza”. Secondo Reale, la pagina paradigmatica in cui Platone fissa le virtù cardinali è quella della Repubblica IV, 441d-442d; si confronti REALE, Storia della filosofia antica, II, p. 302.

[62] PLATONE, Leggi, III 697b.

[63] Cfr. WHITE, Affabilitas and veritas in Aquinas: The Virtues of Man as Social Animal, pp. 644-645, nota 10.

[64] TRICOT, J., Aristote. L’Étique à Nicomaque, Parigi 1959, p. 381.

[65] Aristotele parla di questa virtù anche in Etica, II, 7, 1108a., descrivendola come giusto mezzo tra l’essere eccessivamente complimentoso e l’essere scontroso; la definisce in questo caso genericamente con il termine philia.

[66] Per un inquadramento generale all’Etica Nicomachea è utile consultare GAUTHIER, R.A.–JOLIF, T. (a cura di), Aristote. L’Étique à Nicomaque, Paris-Louvain 21970, 4 voll.; e le pp. 489-540 del vol. II di REALE, Storia della filosofia antica, a proposito dell’etica e della politica di Aristotele. Nel corso di questa sezione, faremo riferimento alle note a cura di Marcello Zanatta al volume di ARISTOTELE, Etica Nicomachea, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 1986, 2 voll., testo greco a fronte (d’ora in avanti, Etica; si citerà seguendo la numerazione dell’edizione Bekker); nel vol. I, p. 514, nt. 3, Zanatta afferma che “questa virtù anonima in italiano potrebbe essere chiamata amabilità o cordialità”. Le altre due virtù sociali trattate qui da Aristotele sono la veracità (c. 13) e la lepidezza (c. 14).

[67] Aristotele parla della stessa virtù anche nell’Etica Eudemia, II, 3, 1221a.

[68] Etica, IV, 12, 1126b.

[69] Etica, IV, 12, 1126b.

[70] Etica, IV, 12, 1127a.

[71] Etica, VIII, 1, 1155a.

[72] A proposito di questo termine sono servite da spunto le profonde osservazioni di GAUTHIER –JOLIF, Aristote. L’Étique à Nicomaque, II, pp. 661-663 e pp. 704-705, dove i commentatori mostrano come, non senza contraddizioni interne, Aristotele giunge a postulare la necessità di amicizia universale.

[73] Etica, VIII, 1, 1155a.

[74] Etica, VIII, 13, 1161b.

[75] Cfr. ARISTOTELE, Politica, I, 6, 1255b.

[76] Etica, IX, 9, 1166 b 30-33. Aristotele tratta della benevolenza anche in Etica Eudemia, IV, 7, 1241a.

[77] GAUTHIER –JOLIF, Aristote. L’Étique à Nicomaque, II, p. 736. Sullo stesso argomento è assai chiaro REALE, Storia della filosofia antica, II, p. 512: “L’amicizia come dono gratuito di sé all’altro è una concezione totalmente estranea ad Aristotele: anche nel suo più alto grado, l’amicizia è intesa come un rapporto di dare e avere che, sia pure a livello spirituale, si deve pareggiare”.

[78] Risulta suggestivo considerare che alcuni affermano che il significato originario della parolaagape sia quello di “salutare amabilmente”; per approfondimenti, si confronti SPICQ,Teología Moral del Nuevo Testamento, II, p. 509, nota 4.

[79] CICERONE, Laelius de amicitia, 8, 26: “Amor enim, ex quo amicitia nominata est, princeps est ad benevolentiam coniungendam”; qui e più avanti si cita la traduzione di Emma Maria Gigliozzi, in CICERONE, L’amicizia, Newton, Roma 1993. Un approfondimento sulle parole greche e latine che fanno riferimento all’amore si trova in PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Madrid 31988: alle pp. 423-429, in un paragrafo del saggio sull’amore intitolato nell’edizione spagnola “El vocabulario amoroso en el latín y en el griego”, Pieper passa in rassegna i diversi significati delle parole latine caritas, dilectio, affectio, studium, etc.

[80] CICERONE, Laelius de amicitia, 27, 100: “amare autem nihil est aliud nisi eum ipsum diligere, quem ames, nulla indigentia, nulla utilitate quaesita”.

[81] Per un inquadramento generale su Cicerone si è fatto riferimento a GENTILI, B.–STUPAZZINI, L.–SIMONETTI, M., Storia della letteratura latina, Laterza, Bari-Roma 1987 nonché all’introduzione di Dario Arfelli all’edizione di CICERONE, De Officiis, Mondadori, Milano 1991 (pp. V-XXIII); qui e più avanti si riporta la traduzione del De Officiis a cura dello stesso Arfelli; a queste fonti si deve la scelta dei brani ciceroniani citati. In generale, si riporterà in nota il testo latino quando si ritenga che sia interessante per la progressiva definizione delle parole relative all’affabilità e ai suoi vizi contrari.

[82] CICERONE, De Officiis, II, 14, 48: “difficile dictu est, quantopere conciliet animos comitas adfabilitasque sermonis. Extant epistolae et Philippi ad Alexandrum et Antipatri ad Cassandrum et Antigoni ad Philippum filium, trium prudentissimorum (sic enim accepimus); quibus praecipiunt, ut oratione benigna multitudinis animos ad benivolentiam alliciant militesque blande appellando [sermone] deleniant”.

[83] Cfr. ARFELLI, D., Introduzione, p. XVI.

[84] CICERONE, Laelius de amicitia, VI, 20: “amicitia nihil aliud nisi omnium divinarum humanarumque rerum cum benevolentia et caritate consensio”; cfr. GENTILI-STUPAZZINI-SIMONETTI, Storia della letteratura latina, p. 225.

[85] CICERONE, De finibus bonorum et malorum, V, 23, 65: “Quae animi affectio suum cuique tribuens atque hanc, quam dico, societatem coniunctionis humanae munifice et aeque tuens iustitia dicitur, cui sunt adiunctae pietas, bonitas, liberalitas, benignitas, comitas, quaeque sunt generis eiusdem. Atque haec ita iustitiae propria sunt, ut sint virtutum reliquarum communia”.

[86] Cfr. PORCELLINI, E., Lexicon totius latinitatis, Bologna 1965 (voce “Benignitas”). Per ulteriori approfondimenti sulla parola latina benignitas, si veda LABORDERIE-BOULON, P., Benignitas. Essai sur la pensée charitable aux temps classiques, “Revue Historique de Droit français et étranger” 26 (1948) 137-144, dove si dimostra come questa sia una nozione che si colloca a metà strada tra diritto e morale, formatasi a Roma attraverso l’incrocio tra la cultura ellenistica, stoica e cristiana: una specie di “equità elegante”, che esorta ad adottare le soluzioni giuridiche più benevole.

[87] CICERONE, De Officiis, III, 5.

[88] CICERONE, Laelius de amicitia, XVII, 66: “Accedat huc suavitas quaedam oportet sermonum atque morum, haudquaquam mediocre condimentum amicitiae. Tristitia autem et in omni re severitas habet illam quidem gravitatem, sed amicitia remissior esse debet et liberior et dulcior et ad omnem comitatem facilitatemque proclivior”.

[89] Cfr. CICERONE, De Officiis, I, 16: si veda sul tema BARRIO MAESTRE, J.M., Logos y polis:la idea aristotélica de ciudadanía, en NAVAL, C. – HERRERO, M. (eds.), Educación y ciudadanía en una sociedad democrática, Ediciones Encuentro, Madrid 2006, pp. 19-48, specialmente le pp. 27-31, che trattano “La amistad política y el decir”.

[90] CICERONE, De Officiis, I, 16: “Homo qui erranti comiter monstrat viam, / quasi lumen de suo lumine accendat facit. / Nihilo minus ipsi lucet, cum illi accendenti”; la citazione proviene da un’opera del poeta e drammaturgo Ennio (239-169 a.C.), che non ci è giunta.

[91] CICERONE, Laelius de amicitia, XXIV, 89: “Molesta veritas, siquidem ex ea nascitur odium, quod est venenum amicitiae, sed obsequium multo molestius, quod peccatis indulgens praecipitem amicum ferri sinit (...). In obsequio autem, quoniam Terentiano verbo lubenter utimur, comitas adsit, adsentatio, vitiorum adiutrix, procul amoveatur”.

[92] Cfr. CICERONE, Laelius de amicitia, XXIV, 90: “Scitum est illud Catonis, ut multa: «melius de quibusdam acerbos inimicos mereri quam eos amicos, qui dulces videantur; illos verum saepe dicere, hos numquam»”.

[93] CICERONE, Laelius de amicitia, XXV, 91: “Sic habendum est nullam in amicitiis pestem esse maiorem quam adulationem, blanditiam, adsentationem; quamvis enim multis nominibus est hoc vitium notandum levium hominum atque fallacium ad voluntatem loquentium omnia, nihil ad veritatem”.

[94] CICERONE, De Officiis, I, 38. Sullo sfondo di queste riflessioni ciceroniane c’è l’analisi della virtù dell’ira compiuta da Aristotele, che si può riscontrare per esempio nell’Etica Nicomachea, IV, 11 1126b.

[95] CICERONE, De Officiis, II, 9: le virtù vengono definite come quelle “quae pertinent ad mansuetudinem morum ac facilitatem”.

[96] Cfr. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 86, che sottolinea l’importanza del diritto romano nella trasmissione di questa idea di giustizia. 

[97] PINCKAERS, S., Le fonti della morale cristiana, ARES, Milano 1992, p. 53 (tit. orig. Les sources de la morale chrétienne, Fribourg 1985); si vedano anche le pp. 504-507.

[98] CICERONE, De finibus bonorum et malorum, V, 23, 65: “In omni autem honesto, de quo loquimur, nihil est tam illustre nec quod latius pateat quam coniunctio inter homines hominum et quasi quaedam societas et communicatio utilitatum et ipsa caritas generis humani” (la traduzione è nostra).

[99] Cfr. CICERONE, De Officiis, I, 7.

[100] Cfr. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, p. 170-172.

[101] I passi patristici citati sono stati scelti a partire dai seguenti studi: HEILMANN, A. (a cura di), La teologia dei Padri, Città Nuova, Roma 21982, 4 voll. (edizione italiana a cura di Gaspare Mura; in modo particolare si è fatto riferimento al vol. 3); EDWARDS, M. J. (a cura di), Ancient Christian Commentary on Scripture, ICCS, 1999; si è utilizzata l’edizione spagnola a cura di MERINO, M., La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia, Ciudad Nueva, Madrid 2001, voll. 7-8; MENNESSIER, A.-I., Douceur, in M. VILLER (dir.), “Dictionnaire de Spiritualité”, III, Paris 1957, col. 1676-1679 (a proposito di Crisostomo e di Agostino). Per l’inquadramento generale, si è fatto riferimento a BOSIO, G.-DAL COVOLO, E.-MARITANO, M., Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli III e IV, Sei, Torino 1993, e al volume successivo degli stessi autori Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli IV e V, Sei, Torino 1995; QUASTEN, J., Patrologia. I Padri greci (sec. IV–V), Marietti, Casale 1980, vol. II; DI BERARDINO (dir.), Patrologia. I Padri latini (sec. IV–V), Marietti, Casale 1983, vol. III. Alcuni dei brani citati sono stati individuati grazie a ricerche lessicali compiute attraverso lo strumento informatico Patrologia Latina Database(Chadwyck-Healey Ltd, 1995, versione 5.0).

[102] Cfr. paragrafo 1.1; si può vedere al riguardo in particolare MENNESSIER, Douceur, col. 1676-1679.

[103] Nell’intero corpus della Patrologia latina si trovano soltanto 650 occorrenze di parole collegate con il vocabolo affabilis; come termine di paragone, si può segnalare la presenza di più di 11.000 termini collegati a bonitas, e più di 30.000 collegati a facilis.

[104] Si veda a proposito lo studio di OBERTI SOBRERO, M., L'etica sociale in Ambrogio di Milano. Ricostruzione delle fonti ambrosiane nel De justitia di San Tommaso, II-II, qq. 57-122, Asteria, Torino 1970, pp. 367; questo saggio, utile per uno studio sistematico delle rispettive quaestiones della II-II, non tocca il tema dell’affabilità, e presta maggiore attenzione alla virtù della liberalità e ai temi di fondo della giustizia sociale.

[105] Cfr. Sant’AMBROGIO, De Officiis, I, 24, 115 (PL 16, 57) e seguenti. Tutti i passi del De Officiis di sant’Ambrogio sono citati dalla seguente versione italiana: G. BANTERLE (ed. e trad.), Sant’Ambrogio. I doveri, Biblioteca Ambrosiana e Città Nuova, Milano-Roma 21991. Verranno indicate tra parentesi nel testo citato le parole latine più significative, e si riporterà in nota l’originale latino di alcuni dei brani.

[106] Cfr. Sant’AMBROGIO, De Officiis, I, 27, 127 (PL 16, 60).

[107] Cfr. CICERONE, De Officiis, I, 7, 22.

[108] Cfr. S.Th., II-II, q. 117.

[109] Sant’AMBROGIO, De Officiis, I, 34, 173 (PL 16, 73).

[110] Sant’Ambrogio utilizza poche volte vocaboli derivati da affabilis, e alcune anche in senso negativo: per esempio, nell’Epistola 50, 13 (Classe I; PL 16, 1158), l’affabilità è considerata uno degli strumenti con cui si possono corrompere i costumi dell’uomo.

[111] Sant’AMBROGIO, De Officiis, II, 7, 29 (PL 16, 111); il riferimento è a CICERONE, De Officiis, II, 14, 48; si veda a tal proposito anche quanto si dice nel paragrafo 2.5 del presente studio.

[112] CICERONE, De Officiis, II, 7, 23.

[113] Sant’AMBROGIO, De Officiis, II, 7, 30 (PL 16, 111).

[114] Nm 12, 3.

[115] Sant’AMBROGIO, De Officiis, II, 7, 31 (PL 16, 111).

[116] Questa virtù è chiamata dai Padri greci parresia. Anche san Giovanni Crisostomo mette in luce, commentando questo versetto del libro dei Numeri, la franchezza di Mosè nel dialogo con Dio in difesa degli israeliti ribelli. Cfr. al riguardo MIQUEL, P., Parresia, in M. VILLER (dir.), “Dictionnaire de Spiritualité”, XI, Paris 1983, coll. 262-267, specialmente la col. 263.

[117] Sant’AMBROGIO, De Officiis, II, 19, 96 (PL 16, 129): “Affabilitatem quoque sermonis diximus ad conciliandam gratiam valere plurimum. Sed hanc volumus esse dedeceat sermonis adulatio; forma enim esse debemus caeteris non solum in opere, sed etiam in sermone, in castitate ac fide. Quales haberi volumus, tales simus: et qualem affectum habemus, talem aperiamus”.

[118] Prov 27, 6; la versione della NV è la seguente: “Leali sono le ferite di un amico, fallaci i baci di un nemico”; questa citazione è ripresa in tre passi del trattato ambrosiano: I, 34, 173; II, 10, 50; III, 22,128; si noti che il passo è citato anche nella questione della Summasull’adulazione: cfr. S.Th II-II, q. 115 a 2.  

[119] Sant’AMBROGIO, De Officiis, II, 10, 51 (PL 16, 116). Evidentemente, con “Prudenza” non si intende qui la virtù cardinale, ma piuttosto una certa acutezza d’ingegno.

[120] Ibid., II, 12, 60-61 (PL 16, 118-119).

[121] Ibid., III, 22, 135 (PL 16, 182).

[122] Cfr. BANTERLE, Sant’Ambrogio. I doveri, pp. 12-15, che cita diversi altri critici.

[123] Per questo aspetto e per altri approfondimenti relativi alle Omelie sugli Atti degli Apostoli, che si trovano in PG 60, si è fatto riferimento a MENNESSIER, Douceur, coll. 1676-1679. Ampi spunti bibliografici su san Giovanni Crisostomo si possono trovare in QUASTEN,Patrologia, pp. 427-485.

[124] Cfr. per esempio San GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sugli Atti degli Apostoli, 14, 2, 114 e 15, 4, 125.

[125] San GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sugli Atti degli Apostoli, 17, 3, 138 (la traduzione italiana è nostra, a partire dalla versione francese riportata da MENNESSIER, Douceur, col. 1678).

[126] Cfr. supra, Capitolo 2.1.

[127] Per una visione generale del concetto di parresia si veda MIQUEL, Parresia, coll. 262-267; per un’analisi del suo utilizzo da parte del Crisostomo, si confronti: ZINCONE, S.,Giovanni Crisostomo. Commento alla lettera ai Galati, Japadre, L’Aquila 1980, pp. 164-169; a questi testi fanno riferimento le osservazioni qui presentate. Si tornerà sul tema della parresia nella lettera ai Galati, a proposito della disputa tra san Gerolamo e sant’Agostino circa il “litigio” tra san Pietro e san Paolo ad Antiochia.

[128] Cfr. san GIOVANNI CRISOSTOMO, Commento alla lettera ai Galati, PG 61 (611-682); cfr. in particolare ZINCONE, Giovanni Crisostomo, pp. 165-166.

[129] Cfr. Mc 8, 32: l’espressione latina con cui la Neovulgata rende la parola greca parresia, utilizzata in questo versetto, è “Et palam verbum loquebatur”. Tra i molteplici altri passi nei quali la Sacra Scrittura utilizza in questo senso la parola parresia, si veda per esempio At 18, 26, che parla della parresia di Apollo, che “cominciò a parlare francamente nella sinagoga” (fiducialiter agere, secondo la NV); At 19, 9, dove – utilizzando un composto della stessa parola greca – si dice che san Paolo “cum fiducia loquebatur per tres menses”; cfr anche At 26, 26, etc.

[130] Cfr. Mt 11, 29; si veda anche il capitolo 1.2 del presente studio.

[131] Cfr. Gal 5, 22; i frutti, nell’elenco tradizionale, sono 12, anche se il testo greco di Gal ne elenca soltanto 8.

[132] San GIOVANNI CRISOSTOMO, V Catechesi Battesimale, 30-33; si cita la versione italiana curata da A. Ceresa-Gastaldo nella “Collana di Testi Patristici”, Città Nuova, Roma 1982; questa è invece la I Catechesi secondo la numerazione stabilita da A. WENGER, curatore e traduttore in francese dell’edizione delle “Sources Chrétiennes 50bis”, Jean Chrysostome. Huit Catéchèse baptismales inédites, Cerf, Paris 31985; interessa notare due sfumature presenti nella traduzione francese di questo passo: la parola greca krestoteta, tradotta in italiano con “amabilità” è resa dal Wenger in francese con “affabilité”; e, subito prima, ciò che è reso in italiano con “dono dello Spirito”, è tradotto in francese con “fruit de l’Esprit”. Le Catechesi Battesimali si trovano anche in PG 49, 223-240.

[133] Sir 19, 27; la versione italiana della CEI traduce questo versetto così: “Il vestito di un uomo, la sua bocca sorridente e la sua andatura rivelano quello che è”. Wenger afferma che questa citazione del Siracide, pur risultando forse inusitata al lettore moderno, è frequentemente usata dal Crisostomo (cfr. WENGER, Huit Catéchèse baptismales inédites, p. 195, nt. 2).

[134] San GIOVANNI CRISOSTOMO, VIII Catechesi Battesimale, “Collana di Testi Patristici”, Città Nuova, Roma 1982, n. 26-27, pp. 152-153 (questa è la IV Catechesi, secondo la numerazione di Wenger). Il versetto paolino citato è Gal 5, 22; come si vede, la parola greca krestotes è resa da Ceresa-Gastaldo, traduttore per la “Collana di Testi Patristici”, con “benignità”; la versione della CEI usa invece “benevolenza”; il Wenger la traduce in francese, in questo caso, con “bénignité”.

[135] San GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sul Vangelo di san Matteo, 4, 7-8 (PG 57-58); si cita la traduzione di Guglielmo Corti, raccolta in HEILMANN, La teologia dei Padri, III, pp. 35-36.

[136] Cfr. San GIOVANNI CRISOSTOMO, Trattato sulla vanità e sull’educazione dei figli, Città Nuova, Roma 21985 (a cura di Antonio Ceresa-Gastaldo; si citerà questa traduzione italiana); l’autenticità di quest’opera del Crisostomo, ritenuta apocrifa dal Migne e pertanto non raccolta nella Patrologia Greca, non è ormai più contestata; si vedano i riferimenti bibliografici presentati da QUASTEN, Patrologia, II, pp. 469-470.

[137] San GIOVANNI CRISOSTOMO, Trattato sulla vanità e sull’educazione dei figli, c. 70 (pp. 64-65).

[138] “Il vostro parlare sia sempre con grazia, condito di sapienza, per sapere come rispondere a ciascuno”; si è preferito citare il latino della NV, per mantenere alcune sfumature riprese dal Crisostomo nel commento.

[139] San GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sull’Epistola ai Colossesi, 11, 2-3 (PG 62, 299-392); si cita la traduzione italiana di Guglielmo Corti, raccolta in HEILMANN, La teologia dei Padri, III, pp. 197-198.

[140] Ibidem.

[141] San GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sulla prima lettera ai Corinzi, 33, 5 (PG 61, 9-61); si cita la traduzione italiana di Guglielmo Corti, raccolta in HEILMANN, La teologia dei Padri, III, p. 34. Interessante è il confronto tra questo passo e Sant’AGOSTINO,Confessiones, 5, 13, 23 (si veda più avanti, il paragrafo 3.4.1).

[142] San GIROLAMO, De viris illustribus, 124 (PL 23, 711): “meum iudicium subtraham, ne in alterutrum partem aut adulatio in me reprehendatur aut veritas” (la traduzione e nostra); per un’introduzione generale, con abbondante bibliografia, su san Girolamo, si può consultare: DI BERARDINO (dir.), Patrologia. I Padri latini, pp. 203-233.

[143] San GIROLAMO, Dialogus contra Pelagianos, 26, 723 (PL 23, 119): “Semper insidiosa, callida, blanda est adulatio. Pulchreque adulator apud philosophos definitur blandus inimicus. Veritas amara est, rugosae frontis ac tristis, offenditque correptos. Unde et Apostolus loquitur: Inimicus vobis factus sum, veritatem dicens vobis (Galat. IV, 16)? Et Comicus: Obsequium amicos, veritas odium parit” (la traduzione italiana è nostra). Si noti che la citazione terenziana è la stessa scelta da Cicerone nel De amicitia, 24, 90, analogo al presente passo; cfr. supra, paragrafo 2.5. Anche sant’Agostino citerà la massima terenziana, nell’Epist. 116, 31 (PL 22, 950), affermando la superiorità dell’insegnamento della Scrittura raccolto in Prov 26, 7; per le citazioni di questo versetto riportate da sant’Ambrogio, si veda il paragrafo 3.1.2, e – più avanti – il paragrafo 3.4.3.

[144] Cfr. S.Th., II-II, q. 115 a. 2 arg. 1, che cita: “nihil est quod tam facile corrumpat hominem quam adulatio”, tratto da san GIROLAMO, Epistola 148 ad Gelantiam matronam, 17 (PL 22, 1212).

[145] Cfr. Gal 2, 11-16. A proposito della questione, si può trovare bibliografia in AUVRAY, P.,Saint Jérôme et saint Augustine. La controverse au sujet de l’incident d’Antioche, “Recherche de science religieuse” 29 (1939) 594-610 e in MENESTRINA, G., “Quia reprehensibilis erat” (Gal 2, 11-14 nell’esegesi di Agostino e Girolamo), “Bibbia e Oriente” 17 (1975) 33-42; per un’introduzione al rapporto tra Agostino a Girolamo, si veda BOSIO – DAL COVOLO – MARITANO, Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli III e IV, pp. 135-136.

[146] Cfr. San GIROLAMO, Commento alla lettera ai Galati, prol. e 2,14 (PL 26, 334-336). A proposito dell’interpretazione del Crisostomo, si veda ZINCONE, Giovanni Crisostomo. Commento alla lettera ai Galati, pp. 158-160.

[147] Cfr. san GIROLAMO, Epistola 112 (PL 22, 916-931). Il carteggio tra Girolamo e Agostino comprende 18 lettere, ma ne esistevano probabilmente altre che sono andate perdute; tre di queste riguardano l’argomento in questione. Su questo e su altri argomenti di tipo filologico, la suscettibilità di san Girolamo appare evidente nel carteggio con sant’Agostino, sebbene sia pure crescente la stima reciproca, anche a motivo delle comuni dispute contro Pelagio.

[148] San GIROLAMO, Commento alla lettera ai Galati, PL 26, 420: “Benignitas etiam sive suavitas, quia apud Graecos óV utrumque sonat, virtus est lenis, blanda, tranquilla, et omnium bonorum apta consortio, invitans ad familiaritatem sui, dulcis alloquio, moribus temperata. Denique et hanc Stoici ita definiunt: Benignitas est virtus sponte ad bene faciendum exposita. Non multum bonitas a benignitate diversa est: quia et ipsa ad benefaciendum videtur exposita. Sed in eo differt, quia potest bonitas esse tristior, et fronte severis moribus irrugata, bene quidem facere et praestare quod poscitur: non tamen suavis esse consortio, et sua cunctos invitare dulcedine. Hanc quoque sectatores Zenonis ita definiunt: Bonitas est virtus quae prodest: sive, virtus ex qua oritur utilitas: aut, virtus propter semetipsam: aut affectus qui fons sit utilitatum” (la traduzione è nostra).

[149] Si veda per es. CICERONE, De Officiis, III, 5, citato supra, paragrafo 2.5.

[150] A riprova di questa interpretazione non rigida, si può notare come il brano appena citato sia stato interpretato quale definizione di mitezza, intesa quale parte potenziale della temperanza: cfr. TANQUERAY, A., Compendio de Teología Ascética y Mística, Palabra, Madrid 1990, p. 900, nota 177. Si può notare che san Girolamo utilizza invece alcune volte la parola affabilitas in senso negativo, per indicare l’abilità nel corrompere e indurre al vizio, da evitare quindi con ogni mezzo: cfr., per esempio, san GIROLAMO, Epistola128, 4 (PL 22, 1098).

[151] San GIROLAMO, Commento alla lettera ai Galati, 3, 511 (PL 26, 418): “sine qua virtutes caeterae non reputantur esse virtutes, et ex qua nascuntur universa quae bona sunt” (la traduzione è nostra).

[152] Ef 4, 32.

[153] San GEROLAMO, Commento alla lettera agli Efesini, III, 637 (PL 26, 517): “Supra amaritudini contrariam dulcedinem dixeramus, quam nunc Apostolus alio verbo id est suavitatem magis quam benignitatem vocavit: praecipiens ut omni amaritudine et furore, ira, clamore, et blasphemia, et motu turbido, cum quadam frontis austeritate damnatis, clementes simus, et blandi; et ad familiaritatem nostram ultro homines invitemus, ut nullus ad nos formidet accedere: quae familiaritas maxime ex misericordia comparatur” (la traduzione è nostra).

[154] Ibid.

[155] San GIROLAMO, Lettera 46, 1 (PL22, 483): “Igitur, quod solum absentes facere possumus, querulas fundimus preces; et desiderium nostrum non tam fletibus, quam eiulatibus contestamur, ut Marcellam nostram nobis reddas, et illam mitem, illam suavem, illam omni melle et dulcedine dulciorem non patiaris apud eas esse rigidam, et tristem rugare frontem, quas affabilitate sua ad simile vitae studium provocavit” (la traduzione e nostra). In favore del probabile intervento di san Girolamo nella stesura della lettera si pronuncia il curatore dell’edizione bilingue latino–spagnolo di San GEROLAMO,Epistolario, BAC, Madrid 1995, t. II, pp. 374-375.

[156] Sant’AGOSTINO, Confessioni, 5, 13, 23 (PL 32, 717): “Et veni Mediolanum ad Ambrosium episcopum, in optimis notum orbi terrae, pium cultorem tuum (...). Suscepit me paterne ille homo Dei, et peregrinationem meam satis episcopaliter dilexit. Et eum amare coepi, primo quidem non tamquam doctorem veri, quod in Ecclesia tua prorsus desperabam, sed tanquam hominem benignum in me (...). Et delectabar suavitate sermonis, quamquam eruditioris, minus tamen hilarescentis atque mulcentis quam Fausti erat, quod attinet ad dicendi modum. Caeterum rerum ipsarum nulla comparatio”; qui e altrove si cita la traduzione di Carlo Carena, pubblicata nell’edizione di sant’AGOSTINO, Le Confessioni, Città Nuova, Roma 1965.

[157] Cfr. san GIOVANNI CRISOSTOMO, Omelie sulla prima lettera ai Corinzi, 33, 5 (PG 61, 9-61) citato nel paragrafo 3.2.3.

[158] Nel corpus  degli scritti di sant’Agostino ci sono solo 6 occorrenze di parole derivate daaffabilis.

[159] Sant’AGOSTINO, Lettera 111, 8 (PL 33, 650): “Quae illi vero probitas in moribus, in amicitia fides, in doctrina studium, in religione sinceritas, in coniugio pudicitia, in iudicio continentia; erga inimicos patientia, erga amicos affabilitas, erga sanctos humilitas, erga omnes caritas” (la traduzione e nostra).

[160] Sant’AGOSTINO, Commento al Salmo 103, 1, 19 (PL 37, 1351), la traduzione è nostra.

[161] Sir 4, 7.

[162] Questi aspetti centrali della teologia morale e spirituale di sant’Agostino vengono presentati a partire dalle riflessioni di MONDIN, B., Il pensiero di Agostino. Filosofia, teologia, cultura, Città Nuova, Roma 1988, specialmente le pp. 333-339; PINCKAERS, S.,Le fonti della morale cristiana, ARES, Milano 1992, pp. 174-198; TRAPÈ, A., S. Agostino. L’uomo, il pastore, il mistico, Esperienze, Fossano 1976, in particolare le pp. 381-394; CARUANA, S., Introduzione al Discorso del Signore Montagna e MENDOZA, M.,Introduzione all’Esposizione della lettera ai Galati, in sant’AGOSTINO, Opere esegetiche, X-2, Città Nuova, Roma 1997.

[163] Sant’AGOSTINO, Commento all’Epistola ai Parti di san Giovanni, 8, 1 (PL 35,  2036); si cita la traduzione a cura di Giulio Madurini, nell’edizione di sant’AGOSTINO, Opere esegetiche, X-2, Città Nuova, Roma 1968, p. 1789.

[164] Sant’AGOSTINO, De spiritu et lettera, 14, 26 (PL 44, 217).

[165] Cfr. Gal 5, 22.

[166] Sant’AGOSTINO, Commento al Vangelo di Giovanni, 87, 1 (PL 35, 1853); si cita la traduzione a cura di Emilio Gandolfo, nell’edizione di sant’AGOSTINO, Discorsi, XXIV-2, Città Nuova, Roma 1968, pp. 1277-1279.

[167] Sant’AGOSTINO, Commento alla lettera ai Galati, 51 (PL 35, 2142): “ut autem in aliis, inter quos vivimus, iusta moderatione tractentur, et ad sustinendum longanimitas, et ad curandum benignitas, et ad ignoscendum bonitas militat. Iam vero haeresibus fides, invidiae mansuetudo, ebrietatibus et comessationibus continentia reluctatur”; si cita dalla traduzione di Vincenzo Tarulli in sant’AGOSTINO, Opere esegetiche, vol. X-2, Città Nuova, Roma 1997, p. 659.

[168] Cfr. supra, paragrafo 1.2.

[169] Sant’AGOSTINO, Il Discorso del Signore sulla Montagna, PL 34, 1229-1308.

[170] Mt 5, 5.

[171] Cfr. sant’AGOSTINO, Il Discorso del Signore sulla Montagna, 1, 2, 4 (PL 34, 1232).

[172] Sant’AGOSTINO, Il Discorso del Signore sulla Montagna, 2, 11, 38 (PL 34, 1286); si cita la traduzione a cura di Domenico Gentili, pubblicata in sant’AGOSTINO, Opere esegetiche, vol. X-2, Città Nuova, Roma 1997.

[173] PINCKAERS, Le fonti della morale cristiana, p. 190.

[174] Cfr. sant’AGOSTINO, Commento alla lettera ai Galati, 15 (PL 35, 2114): il testo dice che Pietro “simulate illis consentiebat”. Sant’Agostino analizza il tema della bugia due volte in modo sistematico: la prima, dell’anno 395, con il De mendacio (PL 40, 487-517); la seconda, del 420-421, nel Contra mendacium (PL 40, 517-548).

[175] Sant’AGOSTINO, Commento alla lettera ai Galati, 15 (PL 35, 2114)

[176] Sant’AGOSTINO, Commento all’Epistola ai Parti di san Giovanni, 8, 1 (PL 35,  2036): “Dilectio dulce verbum, sed dulcius factum (…). Opera misericordiae, affectus caritatis, sanctitas pietatis, incorruptio castitatis, modestia sobrietatis, semper haec tenenda sunt: sive cum in publico sumus, sive cum in domo, sive cum ante homines, sive cum in cubiculo, sive loquentes, sive tacentes, sive aliquid agentes, sive vacantes; semper haec tenenda sunt; quia intus sunt omnes istae virtutes quas nominavi”. Il brano che precede questo passo è stato citato nel paragrafo 3.4.1.

[177] Sant’AGOSTINO, Commento al Salmo 103, 1, 19 (PL 37, 1352): “Interrogate, quando rogatis Deum, corda vestra (...). Si ergo non oraveritis, spem non habebitis: si aliter quam Magister docuit oraveritis, non exaudiemini; aut si in oratione mentiti fueritis, non impetrabitis. Ergo, et orandum, et verum dicendum est, et sic orandum est, quomodo ille docuit. Velis nolis, quotidie dicturus es: Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Vis securus dicere? Fac quod dicis” (la traduzione è nostra).

[178] Gv 3, 21.

[179] Sant’AGOSTINO, Commento al Vangelo di Giovanni, 12, 13 (PL 35, 1491): “Facis veritatem et venis ad lucem. Quid est, Facis veritatem? Non te palpas, non tibi blandiris, non te adulas; non dicis, iustus sum, cum sis iniquus”.

[180] Sal 70 (69), 4.

[181] Sant’AGOSTINO, Commento al Salmo 69, 5 (PL 37, 870): “Duo sunt genera persecutorum; vituperantium, et adulantium. Plus persequitur lingua adulatoris, quam manus interfectoris” (la traduzione è nostra). Come si vede, la considerazione agostiniana è simile a quella di sant’Ambrogio più volte citata, che si rifà a Prov 27, 6 (cfr.supra, par 3.1.2)

[182] Sant’AGOSTINO, Confessiones, 9, 18 (PL 32, 772): “Ancilla enim cum qua solebat accedere a cuppam, litigans cum domina minore, ut fit, sola cum sola, objecit hoc crimen, amarissima insultation vocans meribibulam. Quo illa stimulo percussa, respexit foeditatem suam, confestimque damnavit atque exuit. Sicut amici adulantes pervertunt, sic inimici litigantes plerumque corrigunt”.

[183] Ibid., 9, 19.

[184] Ibid. Il testo latino dice: “Sic vicit obsequiis perseverans tolerantia et mansuetudine (…), memorabili inter se benevolentiae suavitate vixerunt”.

[185] Gal 6, 2.

[186] Sant’AGOSTINO, Commento alla lettera ai Galati, 57 (PL 35, 2145): “Dilige et dic quod voles”. Il testo è dell’anno 394-395.

[187] Sant’AGOSTINO, Commento all’Epistola ai Parti di san Giovanni, 7, 8 (PL 35, 2033): “Hoc diximus in similibus factis. In diversis factis, invenimus saevientem hominem factum de charitate; et blandum factum de iniquitate. Puerum caedit pater, et mango blanditur (…). Videte quid commendamus, quia non discernuntur facta hominum, nisi de radice caritatis. Nam multa fieri possunt quae speciem habent bonam, et non procedunt de radice caritatis. Habent enim et spinae flores: quaedam vero videntur aspera, videntur truculenta; sed fiunt ad disciplinam dictante caritate. Semel ergo breve praeceptum tibi praecipitur: dilige, et quod vis fac: sive taceas, dilectione taceas; sive clames, dilectione clames; sive emendes, dilectione emendes; sive parcas, dilectione parcas: radix sit intus dilectionis, non potest de ista radice nisi bonum existere”. Il testo è dell’anno 415; cfr. TRAPÈ, S. Agostino. L’uomo, il pastore, il mistico, p. 386.

[188] Queste riflessioni presentano le conclusioni alle quali giungono alcuni importanti studi sulla morale di san Tommaso, tra i quali ci limitiamo a citare PINCKAERS, S., Le fonti della morale cristiana, in particolare le pp. 260-271; ABBÀ, G., Quali impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1996, pp. 53-68; ABBÀ, G., Felicità, vita buona e virtù, Las, Roma 1989: in questa monografia si trova un’ampia bibliografia sul dibattito relativo alla virtù, alle pp. 77-84; una sintesi recente è quella presentata da ELDERS, L. J., The Ethics of St. Thomas Aquinas, “Anuario Filosófico” 39/2 (2006) 439-463; l’autore di questo articolo sottolinea l’importanza di non creare una rottura tra l’etica filosofica e la teologia morale di san Tommaso, dal momento che il fine soprannaturale dell’uomo, la visione beatifica, influenza e caratterizza l’intero trattato teologico.

[189] Sent. in Ethic., I, 9: “Loquitur enim in hoc libro philosophus de felicitate, qualis in hac vita potest haberi. Nam felicitas alterius vitae omnem investigationem rationis excedit”.

[190] S.Th., I-II, q. 2, 4, ad 1. Oltre ai testi indicati sopra, per una presentazione sintetica e profonda dell’impostazione della morale di san Tommaso, si può vedere WADELL, P.J.,La primacía del amor. Una introducción a la Ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002 (Tit. orig. The primacy of love. An introduction to the Ethics of Thomas Aquinas), in particolare il capitolo III, pp. 84-120, “La felicidad: lo que todo el mundo quiere”. 

[191] Basti citare a questo proposito – rimandando all’ulteriore bibliografia presente nei testi citati in precedenti note – lo studio di MACINTYRE, A., Dopo la virtù, Feltrinelli, Milano 1988 (Tit. or. After virtue).

[192]Cfr. S.Th. II-II, Proemio: “Sic igitur tota materia morali ad considerationem virtutum reducta, omnes virtutes sunt ulterius reducendae ad septem, quarum tres sunt theologicae, de quibus primo est agendum; aliae vero quatuor sunt cardinales, de quibus posterius agetur”. 

[193] S.Th., I-II, q. 55, a. 3: “virtus humana, quae est habitus operativus, est bonus habitus, et boni operativus”. San Tommaso presenta almeno due altre definizioni di virtù, l’una di matrice agostiniana e l’altra che si rifà ad Aristotele. La prima, valida soprattutto per la virtù soprannaturale, si trova in S.Th., I-II, q. 55, a. 4: “Virtus est bona habitus mentis, qua recte vivitur, qua nemo male utitur, quam Deus in nobis sine nobis operatur”; la seconda è invece nel De Virtutibus, q. 1, a. 12: “Est enim virtus moralis habitus electivus in medietate consistens determinata secundum rectam rationem”.

[194] Cfr. ELDERS, The Ethics of St. Thomas Aquinas, p. 461. Il termine “virtù sociali” non pare essere ad alcuni particolarmente fortunato: ogni virtù, rigorosamente parlando, è “sociale”, dal momento che tutte influiscono più o meno direttamente sull’intera società e, da un punto di vista teologico, sulla Chiesa intera come Corpo mistico di Cristo; così puntualizza ROYO MARIN, A., Teología moral para seglares, BAC, Madrid 61986, I, p. 855, nota 1.

[195] La traduzione latina dell’Etica a Nicomaco fu pubblicata nel 1246-47 da Roberto Grossatesta; tuttavia, la decisione di servirsi dell’impostazione aristotelica dell’etica come base per l’elaborazione della parte specificamente morale della teologia è da parte dell’Aquinate ardita e ambiziosa; di fatto, non ebbe un reale seguito; sull’argomento, si veda ABBÀ, G., Quale impostazione per la filosofia morale, pp. 56-57.

[196] Sent. Ethic., 2, 9 (1107b21-1108b10): “conveniunt quidem quantum ad hoc quod omnes sunt circa verba et opera quibus homines adinvicem communicant”.

[197] Ibid. Aristotele, nel passo commentato qui da san Tommaso, si limita ad affermare che è conveniente trovare nomi alle virtù di cui si sta parlando per una maggiore chiarezza dell’esposizione: cfr. Etica II, 7, 1108a15.

[198] Cfr. par. 2.2. Da qui deriva il fatto che san Tommaso utilizzi spesso – per esempio inS.Th. II-II, q. 114 – affabilitas e amicitia come sinonimi, avendo chiaramente il secondo termine un’estensione più ampia.

[199] Questo versetto del Siracide (libro chiamato Ecclesiastico nella Vulgata) è citato da san Tommaso – come si vedrà – in S.Th., II-II, q. 114; lo si trova anche in Super Iohann., 4, 3 e 7, Super Matt., 8, 2.

[200] Sent. Ethic., 2, 9: “Et dicit quod circa reliquum delectabile quod est in vita quantum ad ea quae seriose aguntur, medius vocatur amicus, non ab affectu amandi, sed a decenti conversatione; quem nos possumus affabilem dicere. Et ipsa medietas vocatur amicitia vel affabilitas”. 

[201] Sent. Ethic., 4, 14 (1126b11 – 1127a12).

[202] Ibid.: “quod tendit ad hoc quod sine tristitia, vel etiam cum delectatione aliis convivat. Et hoc refert ad bonum honestum, et ad conferens, idest utile, quia est circa delectationes et tristitias quae fiunt in colloquiis, in quibus principaliter et proprie consistit convictus humanus. Hoc enim est proprium hominum respectu aliorum animalium, quae sibi in cibis vel in aliis huiusmodi communicant”. Per approfondimenti su questo punto, si veda a WHITE, Affabilitas and veritas in Aquinas: the Virtues of Man as Social Animal, pp. 643-645.

[203] Per un inquadramento generale del tema delle virtù sociali, si veda GERLAUD, M.J., Le virtù sociali, in AA.VV., Iniziazione teologica, Brescia 1955, III, pp. 752-782. E’ utile inoltre l’introduzione di BLAZQUEZ, N., Tratado de las virtudes sociales, in TOMMASO D’AQUINO, Suma de Teología IV, parte II-II (b), BAC, Madrid 1994, pp. 183-195; Blázquez considera S.Th., II-II, q. 80, che tratta le parti potenziali della giustizia, come la chiave di lettura dell’intero trattato sulle virtù sociali.

[204] S.Th. II-II, q. 48, a.1: “Partes autem potentiales alicuius virtutis dicuntur virtutes adiunctae quae ordinantur ad aliquos secundarios actus vel materias, quasi non habentes totam potentiam principalis virtutis”.

[205] Cfr. S.Th., II-II, q. 58, a. 1, co.: “Et si quis vellet in debitam formam definitionis reducere, posset sic dicere, quod iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit”.

[206] RODRIGUEZ LUÑO, A., Ética General, Eunsa, Pamplona 42001, p. 249 (la traduzione è nostra). Sulla stessa linea si esprime BORTONE, E., Affabilità, in E. ANCILLI (dir.), “Dizionario enciclopedico di spiritualità”, I, Città Nuova, Roma 1990, p. 35: “L’affabilità è parte integrante della giustizia, in quanto importa un dovere verso gli altri; ne differisce in quanto non obbliga strettamente in termini di legge, né a titolo di gratitudine”. 

[207] A questa conclusione giunge BLAZQUEZ, Tratado de las virtudes sociales, p. 187. Si veda al riguardo GERLAUD, Le virtù sociali, p. 759.

[208] Cfr. S.Th., II-II, q. 80 co.; si può notare che il testo al quale san Tommaso fa riferimento è CICERONE, De inventione rhetorica, 2, 53, che nomina sei virtù: la religione, la pietà, la gratitudine, la vendetta, l’osservanza e la veracità; come si è visto (cfr. supra, par. 2.5), Cicerone riporta un elenco diverso nel De finibus bonorum et malorum (V, 23, 65), opera più matura, dove sono contenute la benignitas e la comitas, assai vicine all’affabilitas qui presentata da san Tommaso.

[209] Cfr. MACROBIO, Commentaire au songe de Scipion, Les Belles Lettres, Parigi 2003 (traduzione francese a cura di Mireille Armisen Marchetti). Il testo ciceroniano delSomnium Scipionis rimase sconosciuto lungo tutto il medioevo e fino al XVIII secolo, quando fu riscoperto e pubblicato; il Commento di Macrobio fu pertanto l’unica fonte attraverso la quale san Tommaso poté averne notizia. Su Macrobio si può consultare MARINONE, N., Macrobio, in “Enciclopedia Virgiliana”, III, 1987, pp. 299-304.

[210] MACROBIO, Commentaire au songe de Scipion, I, 8: “Iustitiae servare unicuique quod suum est; de iustitia veniunt innocentia, amicitia, concordia, pietas, religio, affectus, humanitas”.

[211] Lo Scriptum super libros Sententiarum risale al primo periodo trascorso da san Tommaso a Parigi, tra il 1252 e il 1256; cfr. WEISHEIPL, J.A., Tommaso d’Aquino. Vita, pensiero, opere, Jaca Book, Milano 1988, pp. 357-359; si veda anche, sul tema, ABBÀ, G., Quale impostazione per la filosofia morale?, pp. 57-59.

[212] Super Sent., 3, d. 33, q. 3, a. 4, qc. 2: “Ad secundum dicendum, quod amicitia hic sumitur non sicut in VIII Ethic., quae consistit principaliter in affectu, sed ut in IV, cap. 12, quae consistit principaliter in affabilitate exteriori, quae habetur etiam ad extraneos”.

[213] Si possono trovare sintesi della trattazione di questa virtù e dei relativi vizi nella Summanelle seguenti voci di dizionari: MONDIN, B., Affabilità/Cortesia, in “Dizionario enciclopedico del pensiero di san Tommaso d'Aquino”, Edizioni Studio Domenicano, Bologna 1991, p. 26; NOBLE, H.–D., Bonté, in VILLER, M. (dir.), “Dictionnaire de Spiritualité”, Paris 1937, coll. 1859-1868; BORTONE, Affabilità, pp. 35 ss.; DE CEA, E.,Affabilità, in BORRIELLO, L. – CARUANA, E. – DEL GENIO, M.R. –  SUFFI, N. (dir.), “Dizionario di mistica”, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1998, pp. 56 ss. Un’altra sintesi si trova in SERTILLANGES, A., La philosophie morale de St. Thomas d’Aquin, Paris 1942, pp. 227-230.

[214] S.Th 2-2, q. 114, a.1 co.: “Oportet autem hominem convenienter ad alios homines ordinari in communi conversatione, tam in factis quam in dictis, ut scilicet ad unumquemque se habeat secundum quod decet. Et ideo oportet esse quandam specialem virtutem quae hanc convenientiam ordinis observet. Et haec vocatur amicitia sive affabilitas”; qui e altrove si cita la traduzione italiana a cura dello Studio Domenicano, San TOMMASO D’AQUINO, La Somma Teologica, PDUL, Bologna 1996, vol. 4.

[215] S.Th., II-II, q. 114, a. 1, ad 1: “Philosophus in libro Ethicorum de duplici amicitia loquitur. Quarum una consistit principaliter in affectu quo unus alium diligit. Et haec potest consequi quamcumque virtutem. Quae autem ad hanc amicitiam pertinent, supra de caritate dicta sunt. Aliam vero amicitiam ponit quae consistit in solis exterioribus verbis vel factis. Quae quidem non habet perfectam rationem amicitiae, sed quandam eius similitudinem, inquantum scilicet quis decenter se habet ad illos cum quibus conversatur”.

[216] Si tornerà su questo tema nel paragrafo 4.6.

[217] Ibid., a. 1, ad 2: “Ad secundum dicendum quod omnis homo naturaliter omni homini est amicus quodam generali amore, sicut etiam dicitur Eccli. XIII, quod omne animal diligit simile sibi. Et hunc amorem repraesentant signa amicitiae quae quis exterius ostendit in verbis vel factis etiam extraneis et ignotis. Unde non est ibi simulatio”.

[218] Qo 7, 4.

[219] S.Th., II-II, q. 114, ad 3.

[220] Ibid.

[221] Cfr. ibid., a. 2 s.c.; san Tommaso cita il trattato di Macrobio, In Sominum Scipionis, 1, 8; cfr. supra, paragrafo 4.2.

[222] S.Th., II-II, q. 114, a. 2, co.

[223] Ibid., ad 1: “sicut autem non posset vivere homo in societate sine veritate, ita nec sine delectatione”; a proposito di questo tema, si veda il paragrafo 4.5.

[224] Questo punto verrà approfondito nel paragrafo 4.7.

[225] S.Th., II-II, q. 115, a. 1 co.

[226] Ibid., a. 2 co.

[227] Ibid.

[228] San GIROLAMO, Epistola 148 ad Gelantiam matronam, 17 (PL 22, 1212).

[229] Per sant’Ambrogio, cfr. paragrafo 3.1.2; per sant’Agostino, si veda il paragrafo 3.4.3.

[230] S.Th. II-II, q. 115, a. 2, ad 1.

[231] Ibid., ad 2.

[232] S.Th., II-II, q. 43 a. 1 ad 3: la questione riguarda la virtù cardinale della prudenza; cfr. per esempio anche S.Th., I-II, q. 73, a. 8, ad 3.

[233] Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 2480.

[234] S.Th., II-II, q. 116, a.1, co. Per la traduzione di “amicitia” con “amabilità”, si veda più avanti, paragrafo 4.6.

[235] Cfr. ibid., ad 1 e 2; in questo passo, interpretando Gc 4, 1: “Da cosa derivano le guerre e le liti che sono in mezzo a voi? Non vengono forse dalle vostre passioni che combattono nelle vostre membra?” san Tommaso afferma che le “passioni” di cui si parla sono frutto della concupiscenza, ma che quest’ultima è da intendersi qui come la fonte di ogni vizio, e non soltanto di quelli in qualche modo collegati con la temperanza; si tornerà sul rapporto tra affabilità e mansuetudine in S.Th., II-II, q. 157, a. 4 ad 3; cfr. paragrafo 4.7.

[236] Ibid., a. 2, co.

[237] Ibid.

[238] Per un inquadramento generale della virtù sociale della veracità, si veda SARMIENTO, A., – TRIGO, T., – MOLINA, E., Moral de la persona, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 369-372. Questo paragrafo riprende le considerazioni svolte da WHITE, Affabilitas and veritas in Aquinas: the Virtues of Man as Social Animal, in particolare le pp. 647-652.

[239] S.Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 1: “Sicut supra dictum est, quia homo naturaliter est animal sociale, debet ex quadam honestate veritatis manifestationem aliis hominibus, sine qua societas hominum durare non posset. Sicut autem non posset vivere homo in societate sine veritate, ita nec sine delectatione”; sembra tuttavia che “delectatione”, invece che con “soddisfazioni”, si renderebbe meglio in italiano con “una certa gioia”.

[240] S.Th., I-II, q. 60, a5, co.: “In seriis autem se exhibet aliquis alteri dupliciter. Uno modo, ut delectabilem decentibus verbis et factis, et hoc pertinet ad quandam virtutem quam Aristoteles nominat amicitiam; et potest dici affabilitas. Alio modo praebet se aliquis alteri ut manifestum, per dicta et facta, et hoc pertinet ad aliam virtutem, quam nominat veritatem”.

[241] S.Th., II-II, q. 109, a. 2, co.: “Cum autem bonum, secundum Augustinum, in libro de natura boni, consistat in ordine, necesse est specialem rationem boni considerari ex determinato ordine. Est autem specialis quidam ordo secundum quod exteriora nostra vel verba vel facta debite ordinantur ad aliquid sicut signum ad signatum. Et ad hoc perficitur homo per virtutem veritatis”; Il riferimento a sant’Agostiono rimanda al De natura boni, 3 (PL 42, 553): “omnia enim quanto magis moderata, speciosa, ordinata sunt, tanto magis utique bona sunt”.

[242] Sent. in Ethic., 4, 14: “In actibus autem seriosis est duo considerare, scilicet delectationem et veritatem”; cfr. Etica, IV, 12-13, 1126b-1128a.

[243] S.Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 1. 

[244] S.Th., II-II, q. 109, a. 3, ad 1.

[245] A questa conclusione giunge l’articolo di WHITE, Affabilitas and veritas in Aquinas: the Virtues of Man as Social Animal, p. 651.

[246] Politica, I, 1, 1153a2-3: “E’ evidente che lo stato è una creazione della natura, e che l’uomo è per natura un animale politico”.

[247] Cfr. S.Th., II-II, q. 109, a. 3, ad 1: “quia homo est animal sociale, naturaliter unus homo debet alteri id sine quo societas humana conservari non posset”; S.Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 1: “quia homo naturaliter est animal sociale, debet ex quadam honestate veritatis manifestationem aliis hominibus, sine qua societas hominum durare non posset”.

[248] Per un’indagine dei luoghi in cui l’Aquinate usa animal sociale, animal politicum e animal civile, si veda SCULLY, E., The Place of the State in Society According to Aquinas, “The Thomist” 45 (1981) 407-429; a questo studio si ricollega White nell’articolo citato nel paragrafo precedente. In questo paragrafo si fa riferimento anche alle considerazioni di TORRELL, J.-P.,Tommaso d’Aquino, maestro spirituale, Città Nuova, Roma 1998, in particolare le pp. 313-329 del capitolo XII, intitolato “Senza amici chi vorrebbe vivere?”. Per un inquadramento sistematico al concetto di “socievolezza” proprio della natura umana, si veda SARMIENTO – TRIGO  – MOLINA, Moral de la persona, pp. 259-269.

[249] Sent. Politic., 1, 1: “Cum ergo homini datus sit sermo a natura, et sermo ordinetur ad hoc, quod homines sibiinvicem communicent in utili et nocivo, iusto et iniusto, et aliis huiusmodi; sequitur, ex quo natura nihil facit frustra, quod naturaliter homines in his sibi communicent. Sed communicatio in istis facit domum et civitatem. Igitur homo est naturaliter animal domesticum et civile”.

[250] Sent. Ethic., 4, 14 (1126b11): “circa colloquia humana, per quae maxime homines adinvicem convivunt secundum proprietatem suae naturae, et universaliter circa totum convictum hominum qui fit per hoc quod homines sibi invicem communicant in sermonibus et in rebus”; cfr. paragrafo 4.1. Si noti che i commenti di san Tommaso allaPolitica e all’Etica di Aristotele sono più o meno contemporanei, e risalgono allo stesso periodo parigino nel quale fu composta la II-II; cfr. WEISHEIPL, Tommaso d’Aquino. Vita, pensiero, opere, p. 372.

[251] TORRELL, Tommaso d’Aquino, maestro spirituale, p. 318. Come si accennava nelle conclusioni del capitolo 2, è chiaro l’influsso terminologico che la cultura cristiana deve all’espressione di Cicerone: “quasi quaedam societas et communicatio utilitatum et ipsa caritas generis humani” (De finibus bonorum et malorum, 5, 23, 65).

[252] Cfr. S.Th., II-II, q. 114, a. 1 ad 1.

[253] S.Th., II-II, q. 23, a. 1 co.: “quia amicus est amico amicus. Talis autem mutua benevolentia fundatur super aliqua communicatione. Cum igitur sit aliqua communicatio hominis ad Deum secundum quod nobis suam beatitudinem communicat, super hac communicatione oportet aliquam amicitiam fundari. De qua quidem communicatione dicitur fidelis Deus, per quem vocati estis in societatem Filii eius (1Cor 1, 9). Amor autem super hac communicatione fundatus est caritas. Unde manifestum est quod caritas amicitia quaedam est hominis ad Deum”. In questo passo si nota chiaramente l’impoverimento concettuale della traduzione italiana di “communicatio” con “comunicazione”.

[254] Per ulteriori approfondimenti sulla concezione dell’amore di amicizia in rapporto alla carità nella teologia tomista si rimanda ad alcune sintesi, ricche di bibliografia: MANZANEDO, M. F., La amistad según Santo Tomás, “Angelicum” 71/3 (1994) 371-426; McENVOY, J.,Amitié, attirance et amour chez St Thomas d’Aquin, “Revue Philosophique de Louvain” 91 (1993) 383-407; JONES, L. G., Theological Transformation of Aristotelian Friendship in the Thought of St. Thomas Aquinas, “The New Scholasticism” 61 (1987) 373-399.

[255] S.Th., II-II, q. 114, a. 1, ad 1. Cfr. anche, per es., De virtutibus in communi, q.1, a.5, ad 5: “amicitia proprie non est virtus, sed consequens virtutem. Nam ex hoc ipso quod aliquis est virtuosus, sequitur quod diligat sibi similes”.

[256] Si noti che la distinzione dei due tipi di amicizia è la stessa già citata, tratta dal Super Sent. 3, d. 33, q. 3 a. 4, dove del secondo tipo si dice “quae consistit principaliter in affabilitate exteriori, quae habetur etiam ad extraneos”.

[257] CHALMETA, G., Ética especial. El orden ideal de la vida buena, Eunsa, Pamplona 1996, p. 111.

[258] TORRELL, Tommaso d’Aquino, maestro spirituale, p. 314; Torrell evidenzia che l’autorità qui non è più Aristotele, ma diventa Gv 15, 15 (“non vi chiamo più servi ma amici”); per approfondire il tema, si può vedere KEATY, A. W., Thomas's Authority for Identifying Charity as Friendship: Aristotle or John 15?, “The Thomist” 62/4 (1998) 581-601.  

[259] Cfr. PHELAN, Justice and Friendship, p. 160 e pp. 165-169; si veda anche WADELL, La primacía del amor, pp. 123-144 (cap. IV.: “Lo que significa tener a Dios como amigo”).

[260] PINCKAERS, Le fonti della morale cristiana, p. 532; cfr. anche SCHALL, J. V., The Totality of Society: From Justice to Friendship, “The Thomist” 20 (1957) 1-26, specialmente alle pp. 20-22, dove si sostiene che l’amicizia politica sia una parte dell’affabilità. Sul tema della carità politica, con un’impostazione giuridica, è interessante consultare LUPPI, S.,Natura sociale dell'uomo e carità politica secondo S. Tommaso d'Aquino, in AA.VV., Etica, sociologia e politica d'ispirazione tomistica, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1991, pp. 409-422. 

[261] E’ questa la conclusione dello studio di DE LA VEGA, J., Justicia, amistad, caridad y sociedad cristiana, in BOROBIA, J. - LLUCH, M. - MURILLO, J. I. - Terrasa, E., “Cristianismo en una cultura postsecular”, Eunsa, Pamplona 2006,  pp. 465-476 (si vedano specialmente le pp. 475-476); tuttavia, l’autore dell’articolo non giunge a mettere bene a fuoco (cfr. p. 470) il fatto che il substrato umano sul quale si appoggia la carità soprannaturale è proprio l’amicizia, intesa come affabilitas tomista e philia aristotelica nel suo senso più ampio.

[262] 2Cor 6, 6-7. La Vulgata dice: “in suavitate, in Spiritu Sancto, in caritate non ficta, in verbo veritatis”.

[263] Super II Cor., 6, 2: “Caritas autem duo habet, scilicet effectum exteriorem et interiorem. Sed in effectu exteriori habet suavitatem ad proximum. Non enim convenit quod aliquis non sit suavis ad eos quos diligit. Et ideo dicit ‘in suavitate’, id est dulci conversatione ad proximos, ut scilicet blandi simus (Prov 12, 11: ‘qui suavis est, vivit in moderationibus’, et cetera; Sir 6, 5: ‘verbum dulce multiplicat amicos’, et cetera). Sed non in suavitate mundi, sed in ea quae causatur ex amore Dei, scilicet ex Spiritu Sancto, et ideo dicit ‘in Spiritu Sancto’, id est quam Spiritus Sanctus causat in nobis (Sap 12, 1: ‘o quam bonus et suavis’, et cetera). In effectu autem interiori habet veritatem absque fictione, ut scilicet non praetendat exterius contrarium eius quod habet interius. Et ideo dicit ‘in caritate non ficta’ (1Gv 3, 18: ‘non diligamus verbo neque lingua, sed’, et cetera; Col 3, 14: ‘super omnia charitatem habentes’). Et huius ratio est quia, ut dicitur Sap 1, 5: ‘Spiritus Sanctus disciplinae effugiet fictum’. Consequenter ostendit quomodo se habeant in his, quae pertinent ad veritatem oris, ut scilicet sint veraces. Et ideo dicit ‘in verbo veritatis’, scilicet vera loquendo et praedicando”. Nella nostra traduzione italiana sono stati omessi alcuni rimandi alla Scrittura, per facilitare la lettura (i corsivi sono nostri); ci limitiamo a sottolineare, tra di essi, quello a Sir 6, 5 e quello a Col 3, 14, passi che nel primo capitolo di questo studio erano stati segnalati come significativi.

[264] La datazione della Lectura sulle lettere si san Paolo non è precisamente determinabile; tuttavia, pare che Super II Cor possa essere fatta risalire allo stesso periodo parigino durante il quale l’Aquinate lavorava al Sententia in Ethicorum e alla II-II; cfr. WEISHEIPL,Tommaso d’Aquino. Vita, pensiero, opere, p. 371.

[265] Le considerazioni di questo paragrafo e dei successivi prendono ampio spunto dall’articolo di MENNESSIER, A.-I., Douceur, in M. VILLER (dir.), “Dictionnaire de Spiritualité”, III, Paris 1957, coll. 1674-1685, e da TORRELL, Tommaso d’Aquino, maestro spirituale, p. 245-251. In italiano, “mansuetudine” sottolinea forse maggiormente lo scopo di moderare l’appetito, mentre “mitezza” rende meglio l’idea dell’atteggiamento dolce nei confronti del prossimo; spesso, tuttavia, mansuetudine e mitezza si possono utilizzare come sinonimi.

[266] S.Th., II-II, q. 157, a. 4, co.

[267] S.Th., II-II, q. 157, a. 4, ad 3.

[268] S.Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 2.

[269] TANQUERAY, Compendio de Teología Ascética y Mística, n. 1156, p. 613.

[270] Cfr. S.Th., II-II, q.160, a.2, co.

[271] S.Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 3: “exteriores motus sunt quaedam signa interioris dispositionis, quae praecipue attenditur secundum animae passiones (…). Et ideo moderatio exteriorum motuum potest reduci ad duas virtutes quas philosophus tangit in IV Ethic. Inquantum enim per exteriores motus ordinamur ad alios, pertinet exteriorum motuum moderatio ad amicitiam vel affabilitatem, quae attenditur circa delectationes et tristitias quae sunt in verbis et factis in ordine ad alios quibus homo convivit. Inquantum vero exteriores motus sunt signa interioris dispositionis, pertinet eorum moderatio ad virtutem veritatis, secundum quam aliquis talem se exhibet in verbis et factis qualis est interius”.

[272] Etica, IV, 14, 1129a.; cfr. Sent. in Ethic., 4, 16.

[273] S.Th., II-II, q. 168, a. 2, co. Punti in comune con questa impostazione si trovano nel commento dell’Aquinate a Fil 4, 5: cfr. Super Philip., 4, 1: “quasi dicat: ita sit moderatum gaudium vestrum, quod non vertatur in dissolutionem”.

[274] Ibid., a. 4, ad 3.

[275] In II Cor, 9, 7; questo tema, qui soltanto accennato di passaggio, meriterebbe di essere approfondito, nella linea suggerita da TORRELL, San Tommaso, maestro spirituale, p. 304, che cita proprio questo passo del commento alla seconda lettera ai Corinzi.

[276] Super Matth., 11, 3: “Et quid est illud ‘discite a me quia mitis sum et humilis corde?’ Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et humilitate. Per mansuetudinem homo ordinatur ad proximum (...), per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.

[277] Mt 5, 5. Particolarmente chiari ed espressivi sono alcuni punti del Catechismo della Chiesa Cattolica che trattano queste tematiche, e che riportiamo di seguito: n. 1716: “Le beatitudini sono al centro della predicazione di Gesù. La loro proclamazione riprende le promesse fatte al popolo eletto a partire da Abramo. Le porta alla perfezione ordinandole non più al solo godimento di una terra, ma al Regno dei cieli”; n. 1728: “Le beatitudini ci mettono di fronte a scelte decisive riguardo ai beni terreni; esse purificano il nostro cuore per renderci capaci di amare Dio al di sopra di tutto”.

[278] Cfr. S.Th, I-II, q. 69, a. 3, co.

[279] Ibid. Cfr. Catechismo della Chiesa Cattolica, nn. 1830-1831, “la vita morale dei cristiani è sorretta dai doni dello Spirito Santo. Essi sono disposizioni permanenti che rendono l'uomo docile a seguire le mozioni dello Spirito Santo. I sette doni dello Spirito Santo sono la sapienza, l'intelletto, il consiglio, la fortezza, la scienza, la pietà e il timore di Dio. Appartengono nella loro pienezza a Cristo, Figlio di Davide (cfr. Is 11, 1-2). Essi completano e portano alla perfezione le virtù di coloro che li ricevono. Rendono i fedeli docili ad obbedire con prontezza alle ispirazioni divine”.

[280] Cfr. S.Th., I-II, q. 69, a. 3, ad 3.; sant’Agostino sviluppa la dottrina sull’interconnessione tra le beatitudini i doni dello Spirito Santo nel Discorso del Signore sulla Montagna, PL 34, 1229-1308; il Vescovo di Ippona associa ad ogni dono anche una delle petizioni del Padrenostro.

[281] Exp. in orat. Dominicam, a. 2: “dulcis ac devotus affectus ad Patrem et ad omnem hominem in miseria constitutum”. Cfr. anche MENNESSIER, Douceur, col. 1679, che spiega come in S.Th., II-II, q. 121, a. 2, san Tommaso collegherà la pietà alla beatitudine della fame e della sete di giustizia e misericordia, mentre alla mitezza viene attribuita l’unica funzione di togliere di mezzo gli ostacoli per l'esercizio della pietà. Mennessier considera meno suggestiva questa interpretazione, rispetto a quella presentata nella I-II, q. 69, che pare seguire più da vicino il Discorso della Montagna.

[282] Cfr. Sermo Puer Iesu, 3: “si vis proficere in conversatione humana debes habere pietatem. Aliqui habent solum pietatem de se ipsis, ut in pace vivant et in sapientia proficiant; sed aliis condescendere nolunt. Tales proficere possunt in gratia apud Deum, sed non apud homines. Sed Jesus proficiebat in gratia et sapientia apud Deum et homines”; il passo commenta Lc 2, 52: “Gesù cresceva in sapienza, età e grazia davanti a Dio e davanti agli uomini”.

[283] PHILIPON, M. M., Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 31989, p. 300 (la traduzione è nostra).

[284] Gal 5,22-23.

[285] S.Th., I-II, q. 70, a.1 ad 1; acuto il commento di TORRELL, Tommaso d’Aquino, maestro spirituale, p. 247: “dal seme che lo Spirito Santo depone nell’anima al frutto delle beatitudine, passando tra i fiori delle nostre buone opere, è effettivamente tutto un programma”.

[286] S.Th., I-II, q. 70, a. 3 co.: “Ad id autem quod est iuxta hominem, scilicet proximum, bene disponitur mens hominis, primo quidem, quantum ad voluntatem bene faciendi. Et ad hoc pertinet bonitas. Secundo, quantum ad beneficentiae executionem. Et ad hoc pertinet benignitas, dicuntur enim benigni quos bonus ignis amoris fervere facit ad benefaciendum proximis. Tertio, quantum ad hoc quod aequanimiter tolerentur mala ab eis illata. Et ad hoc pertinet mansuetudo, quae cohibet iras”; questa dottrina è presentata anche in Super Sent., 3, d. 34, q. 1, a. 5, ad 1; a. 6 co. mette in rapporto i doni con le petizioni del Padrenostro; in questo testo, tuttavia, i tre frutti qui citati sono attribuiti alla beatitudine dei misericordiosi. Osservazioni analoghe a quelle della q. 70 sono presentate dall’Aquinate nei commenti alla lettera ai Galati e a quella ai Colossesi: cfr Super Gal 5, 6 e Super Col3, 3.

[287] Cfr. S. Th., II-II, q. 121, a. 2 ad 3.

[288] DE CEA, E., Affabilità, p. 57.

[289] Tt 3, 1-7.

[290] Super Tit., 3, 1: “Et ideo dicit non litigiosos esse. Ubi est sciendum, quod tria sunt genera hominum: quidam eorum sunt virtuosi, et duo vitiosi. Quidam enim omnibus verbis auditis in nullo contristantur, et hi sunt adulatores. Et quidam omni verbo resistunt, et hi litigiosi sunt. Contra hos loquitur hic. Ideo dicitur II Tim. II, 24: servum autem domini non oportet litigare, sed mansuetum esse ad omnes (...). Sed medium tenens, ut quandoque delectetur verbis, quandoque contristetur, est virtuosus. II Cor. II: si contristavi vos epistola, non me poenitet, et cetera”. Deinde cum dicit sed modestos, ostendit quomodo se habeant in operatione boni. Et primo in exterioribus actibus, dicens sed modestos. Est autem modestia virtus, per quam aliquis in omnibus exterioribus modum tenet, ut non offendat cuiusquam aspectum. Phil. IV, 5: modestia vestra nota sit omnibus hominibus(...). Quanto autem quis est impetuosior in interioribus affectibus, tanto refraenatur difficilius etiam in exterioribus. Talis autem est inter omnes affectus ira. Et ideo contra hoc ponit mansuetudinem, quae moderatur passiones irae. Unde dicit omnem mansuetudinem ostendentes ad omnes homines. Matth. XI, v. 29: discite a me, quia mitis sum et humilis corde”.

[291] Ibid.: “Interior caritatis affectus designatur in benignitate, quae dicitur bona igneitas. Ignis autem significat amorem (...). Benignitas ergo est amor interior, profundens bona ad exteriora. Haec ab aeterno fuit in Deo, quia amor eius est causa omnium”.

[292] Bar 3, 38. La NV traduce al femminile questo versetto, perché il soggetto diventa la Sapienza: “in terris visa est et cum hominibus conversata est”; poiché il senso dell’argomentazione non cambia, si è lasciato al maschile, con riferimento diretto a Cristo, secondo il testo della Vulgata e la citazione di san Tommaso. Per inciso, si noti che il termine latino conversor rende l’italiano “convivere, vivere insieme” e non “conversare”; così è utilizzato in latino classico, nella Vulgata e nel latino medioevale.

[293] S.Th., III, q. 40, a. 1 co.: “Venit autem in mundum, primo quidem, ad manifestandum veritatem (…). Secundo, venit ad hoc ut homines a peccato liberaret (…). Tertio, venit ut per ipsum habeamus accessum ad Deum, ut dicitur Rom. V. Et ita, familiariter cum hominibus conversando, conveniens fuit ut hominibus fiduciam daret ad se accedendi”.

[294] Cfr. per esempio Mt 6, 2; Mt 23, 26-27; Mc 7, 6.

[295] A questa conclusione giunge WHITE, Affabilitas and veritas in Aquinas: The Virtues of Man as Social Animal, p. 652-653. Per una citazione esplicita delle virtù sociali, cfr. invece PAOLO VI, Ecclesiam suam, n. 83, che elenca tra i caratteri del dialogo apostolico la chiarezza, la mitezza (o affabilità) e la fiducia; il tema della fiducia si può ricollegare a quello della parresia ofranchezza già riscontrato nel Nuovo Testamento e nei Padri.

Pio Santiago

Vicente Bosch

Quienes en el amplio cauce de la común vocación cristiana recorren el camino abierto por voluntad divina el 2 de octubre de 1928, han tenido ocasión de constatar la verdad y la eficacia de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei acerca de la importancia de la virtud de la sinceridad en la vida del cristiano. Esta comunicación pretende mostrar cómo, a través de sus escritos, es posible acceder a una idea de sinceridad que, en la mente san Josemaría, constituye un concepto espiritual de primer orden.

La tradición cristiana identifica sinceridad con veracidad, y el mismo Diccionario de la Lengua Española define la sinceridad en los siguientes términos: “Sencillez, veracidad, modo de expresarse libre de fingimiento”[1]. Se dice que una persona es sincera cuando posee una disposición psicológica a hablar sin rodeos, a identificarse con lo que dice o hace, a estar de acuerdo consigo misma en sus intenciones y conductas. Para un hombre la sinceridad es la manifestación de su propia interioridad.

La vocación cristiana consiste en la identificación con Cristo, “Camino, Verdad, y Vida” (Jn 14, 6), que vino al mundo “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Si ser sinceros es servir a la verdad, y obrar la verdad es estar en comunión con Él[2], entonces la plenitud de la vida cristiana pasará forzosamente por el esfuerzo en conocer la verdad sobre nosotros mismos –inicio del camino que conduce a la verdad de Dios[3]- y en manifestar al exterior la imagen y semejanza divinas constitutivas de nuestro ser, con la ayuda de la gracia que recupera los rasgos divinos desdibujados por la culpa original y los pecados personales[4]. La vida espiritual se presenta, por tanto, como la atractiva misión de ir perfeccionando en el tiempo la impronta divina grabada en el alma y de comunicar al prójimo una cada vez más nítida imagen de Cristo vivo. Desde esta perspectiva, la sinceridad, en cuanto disposición por conocer y manifestar con palabras y hechos la propia interioridad, está presente al inicio, durante, y al final del camino que conduce a Dios. Se ha escrito con razón que la sceridad es “la aparición de la interioridad, el vestíbulo del ser, el lugar de una presencia inefable. (...) Dejar hablar el propio ser es ponerse a la escucha del Ser total, al que remite. Así, en su profundidad, la sinceridad constituye el primer paso hacia la aventura espiritual”[5]. En resumen, no es posible la identificación con Cristo-Verdad al margen del conocimiento y amor a la verdad, sin un amoroso culto a la verdad en las intenciones, palabras y acciones.

 Son suficientes estas consideraciones iniciales para intuir que la insistencia de san Josemaría en la necesidad de vivir la virtud de la sinceridad responde a una profunda visión teológica: no son simples exhortaciones al ejercicio de una virtud más, que –dicho sea de paso- no siempre ha encontrado el debido espacio en los diccionarios y enciclopedias de espiritualidad[6].

En las obras hasta ahora publicadas del Fundador del Opus Dei, el sustantivo sinceridad –al que me limito en este estudio[7]- es empleado un total de cuarenta y siete veces. En esos textos (son cuarenta y cuatro), san Josemaría se refiere de modo diferenciado –con los mismos términos o implícitamente- a una sinceridad de vida –concepto muy próximo al de sencillez-, a una sinceridad con Dios, a una sinceridad interior o con uno mismo, y a una sinceridad con los demás, en la que se puede incluir una particular insistencia en la transparencia en la dirección espiritual. Naturalmente, no cabe hablar de diversas sinceridades porque la sinceridad es una. Quien falta a la sinceridad consigo mismo tiende a la insinceridad con los demás. Nos movemos, más bien, en ámbitos o círculos concéntricos de una misma realidad, que, a continuación, pasamos a analizar.

1. Sinceridad de vida

Se trata de un concepto genérico que, comprendiendo todas las manifestaciones concretas de la virtud de la sinceridad, expresa unas disposiciones de fondo de simplicidad o sencillez[8], de rectitud de intención, y de coherencia en la fe. También es una noción próxima -desde la perspectiva del influjo de la caridad en la totalidad del obrar del cristiano- al concepto de unidad de vida, una de las nociones clave de la doctrina espiritual de san Josemaría. La sinceridad de vida -escribe Celaya- es “la principal cualidad de la conciencia, testimonio íntimo de la propia conducta, de la que el hombre ha de responder ante Dios: ‘porque toda nuestra gloria consiste en el testimonio que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sencillez de corazón y sinceridad delante de Dios’ (2 Cor 1, 12)”[9].

El alcance y contenido de la expresión sinceridad de vida quedan al descubierto en el único texto de san Josemaría en el que aparece explícitamente ese concepto :

“El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva. Padre, me preguntaréis, y cómo lograré esasinceridad de vida? Jesucristo ha entregado a su Iglesia todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar, a tratar con su Padre Celestial; nos ha enviado su Espíritu, el Gran Desconocido, que actúa en nuestra alma; y nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los Sacramentos. Úsalos. Intensifica tu vida de piedad. Haz oración todos los días. Y no apartes nunca tus hombros de la carga gustosa de la Cruz del Señor”[10].

En estas líneas no es difícil reconocer un esbozo de descripción de la vida espiritual del cristiano, en cuanto remiten a un conjunto de convicciones y actitudes que, nacidas del encuentro con Cristo y suscitadas por el Espíritu, se concretan en las decisiones y modos de actuar que configuran la existencia de un hijo de Dios. El estudio de esta realidad constituye hoy el objeto de la teología espiritual.

La sinceridad de vida aparece, por tanto, en relación con el propósito o intención de vivir en plenitud la vida cristiana; de hacer efectiva –con el imprescindible auxilio divino de la gracia- la vocación a la santidad recibida en el bautismo. Por eso, quienes han decidido seguir de cerca al Maestro procuran que sus actitudes y modos de actuar sean consecuentes con esa intención de reflejar a Cristo. A ellos se dirige san Josemaría cuando les exhorta a ser coherentes en la práctica de la caridad:

“Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante..., en una palabra, si te falta Amor. —Si es así, no puede extrañarte tu ineficacia. Reacciona enseguida, de la mano de Santa María!”[11].

La sinceridad de vida tiende a evitar el desacuerdo entre pensamiento íntimo y acción, a impedir esa desavenencia interior por la que el corazón humano queda dividido entre el seguimiento de Cristo y los reclamos ofrecidos por “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida” (1 Jn 2,16). Ya los primeros escritos judeocristianos y los Padres Apostólicos pusieron especial interés en combatir la diyucíia, que es toda acción destructora de la unidad y simplicidad del alma, todo acto que la divide, impidiéndole ser cada vez más semejante a sí misma en sus relaciones con Dios y con los demás, más fiel a su origen divino y a su destino final. El eco de esa reiterada enseñanza –especialmente intensa en el Pastor de Hermas- parece reverberar en la predicación de san Josemaría:

“Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir -en el corazón y en la cabeza- horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega”[12].

La sinceridad de vida dice también relación con la rectitud de intención, puesto que implica una continua revisión de la coherencia en la conducta. Es lo propio de quien no busca la gloria humana, sino agradar a Dios; de quien desea decididamente el bien propio y el de los demás y, para ello, no dudan en rectificar:

“Existen muchas personas -cristianos y no cristianos- decididas a sacrificar su honra y su fama por la verdad, que no se agitan en un salto continuo para buscar el sol que más calienta. Son los mismos que, porque aman la sinceridad, saben rectificar cuando descubren que se han equivocado. No rectifica el que empieza mintiendo, el que ha convertido la verdad sólo en una palabra sonora para encubrir sus claudicaciones”[13].

Una manifestación de rectitud de intención, que el Fundador del Opus Dei identifica consinceridad de vida, es la autenticidad en la búsqueda de la verdad como cabal manifestación del propósito de compromiso total y sincero con Dios. El texto que a continuación señalamos es parte de una respuesta a una pregunta sobre moral matrimonial; concretamente, acerca de la cuestión del número de hijos:

“No olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia, que de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay sinceridad -rectitud- y un mínimo de formación cristiana, la conciencia sabe descubrir la voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás. Porque puede suceder que se esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Entre otras cosas, ésa es una actitud farisaica indigna de un hijo de Dios”[14].

Efectivamente, la sinceridad de vida debe constituir un objetivo -un ideal- del cristiano, una prueba ante Dios de la propia rectitud, y un antídoto contra el andar tortuoso de quienes intentan falsear la sana doctrina y pretenden forzar la verdad, acomodándola a un corazón sin disposiciones para acoger la luz y el fuego de Cristo.

Como hemos podido comprobar a través de los textos citados, sencillez, coherencia, y rectitud de intención son las actitudes y disposiciones interiores implicadas en el concepto sinceridad de vida.

2. Sinceridad con Dios

En un texto de Surco encontramos una posible escala de prioridades en la sinceridad:

“Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres. —Así estoy seguro de tu perseverancia”[15].

Según san Josemaría, la perseverancia en el camino emprendido y la consecución del fin deseado –la comunión íntima y filial con Dios-, exigen el ejercicio de la sinceridad. En primer lugar –no podría ser de otro modo- con Dios, meta de nuestro caminar, razón última de nuestro actuar. Sólo la ignorancia o la necedad pretenderían ocultar algo a quien llena con su presencia todo lo creado: todas nuestras acciones, palabras y pensamientos más ocultos están patentes a los ojos de quien –al decir de San Agustín- nos es más íntimo que nuestra misma intimidad. No podemos sustraernos a la presencia de Aquel que todo lo llena y todo lo sabe: “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras” (Sal 139, 7-8).

La sinceridad con Dios encuentra su fundamento en nuestra condición de hijos de Dios. La filiación es una relación amorosa en la que impera la confianza y la sinceridad, actitudes que comportan en el hijo la seguridad del perdón, por tener un Padre que manifiesta especialmente su poder con la misericordia[16]. Las dos ideas quedan bien reflejadas en este texto del santo:

“Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia”[17].

El cauce apropiado para vivir la sinceridad con nuestro Padre Dios es el trato con Jesucristo y la recepción de su gracia a través del sacramento de la reconciliación por Él mismo instituido. En la Confesión ve san Josemaría un medio “sine qua non” para el progreso espiritual y para ejercitar la sinceridad con Dios:

“La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.   -Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, qué bien se está!”[18].

En algunos textos el Fundador del Opus Dei se refiere a la necesidad de “hablar con sinceridadal Señor”[19], de hacer “presentes al Señor, con sinceridad”[20] las buenas disposiciones para acoger el don de la gracia; y en otros exhorta, sin medios términos, a acudir a Jesús, Médico divino:

“Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino”[21].

Como hemos podido comprobar, el concepto sinceridad con Dios expresa en las enseñanzas de san Josemaría la actitud del hombre que, deseando apropiarse del don Dios, se presenta ante Él mostrando con sencillez tanto sus buenos deseos como sus heridas, para que confirme aquellos y sane éstas.

3. Sinceridad con uno mismo

La mirada interior a la propia alma puede suscitar diversas reacciones, entre otras cosas porque, en su origen, la misma vista puede estar viciada por un ojo turbio: “Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero cuando está malo, también tu cuerpo está a oscuras” (Lc 11, 34). El judaísmo entendía que en los ojos se refleja el carácter y la calidad moral de una persona. Como señala Spicq, “para ver (lo mismo que para comprender en el orden intelectual) no basta una luz exterior, hace falta una luz interior que cada uno posee”[22]. Es decir, no es suficiente la luz de Cristo que brilla para todos y no puede ser oscurecida; se requiere una pura y perfecta luz del alma –que es rectitud de corazón, pureza interior, sencillez- para captar la verdad de Dios, la verdad del propio ser y obrar, la verdad de las cosas. La parábola del ojo sano nos remite, por tanto, al nexo inseparable entre santidad y verdad.

La verdad sobre uno mismo encierra una cuestión antropológica, que nacida en el ámbito de la filosofía clásica griega fue desarrollada con vigor por los autores cristianos de la antigüedad y del medioevo[23]. Para Orígenes, por ejemplo, la condición previa de todo progreso espiritual es el conocimiento de uno mismo; el “conócete a ti mismo” de Sócrates recibe con él una insospechada profundidad, porque conocerse es saberse creado a imagen de Dios y saber que esa imagen constituye la propia esencia. Este planteamiento fue posteriormente tratado con profundidad, extensión e insistencia por San Bernardo[24] y Santa Catalina de Siena[25], hasta el punto de poder considerar esas aportaciones como parte importante y singular de sus enseñanzas espirituales.

También en los textos de san Josemaría, la mirada a la propia alma es inseparable de la humildad y de la verdad:

“Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero El es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande?”[26].

El contexto de esta frase es una homilía sobre la virtud de la esperanza, en la que el autor confiesa que el descubrimiento de sus faltas y negligencias diarias le apenan, pero no le quitan la paz: el abandono en Dios es el resultado lógico de la desconfianza en las propias fuerzas, y, al decir de san Josemaría, el fundamento –junto con la fe y la caridad- del entramado sobre el que se teje la auténtica stencia cristiana[27].

La mirada sobre sí mismo tiene también consecuencias en la eficacia de la evangelización. La exigencia de santidad en toda labor apostólica presupone que el discípulo obtenga del Maestro la gracia y el impulso vital para continuar su misión en el mundo. Así, leemos en Forja:

“Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. -Y para esto, es preciso que tú -con valentía y sinceridad- te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro..., y luego, sólo luego, que mires al mundo”[28].

La interpretación de este consejo nos encamina de nuevo hacia el binomio humildad-verdad –felizmente expresado por Santa Teresa de Jesús al definir esa virtud[29]-, que desemboca en la apertura a la sobreabundancia de los dones divinos necesarios para la tarea de santificación del mundo. En el texto señalado conviene recordar el orden establecido en la mirada sincera –“a ti mismo, al Señor, y al mundo”-, pues a este dinamismo nos referiremos en las conclusiones finales.

El instrumento adecuado para un cada vez más perfecto conocimiento de sí mismo es, sin duda, el examen de conciencia. Allí la sinceridad entabla batalla con el amor propio, con el deseo de ocultar los defectos y, en resumidas cuentas, con un humano y comprensible esfuerzo de pudoroso maquillaje del alma. Muy gráficas resultan estas palabras:

“Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar”[30].

San Josemaría recomendaba esa mirada a la propia alma como habito adquirido, no sólo como prevención sino también como medicina necesaria contra los imperceptibles microbios que atacan la vida interior:

“Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo (...): clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad”[31].

En ese texto observamos que el “ponerse con sinceridad delante del Señor” comporta casi simultáneamente el movimiento de “pensar si no te habrás hastiado”, de “mirar si ha decaído”, hasta el punto de identificar esas actitudes o considerarlas intercambiables: es decir, hacer examen, mirar el interior con sinceridad, es colocarse ante la imagen de Dios grabada en el alma.

Nos parece que en éste ultimo texto aflora con más claridad una característica que subyace en los anteriores: la intercambiabilidad o simultaneidad entre sinceridad con Dios y sinceridad con uno mismo apuntan a considerarlas no como actitudes o disposiciones internas distintas, sino como dos momentos de un mismo movimiento, dos aspectos de una misma realidad, con vocación a manifestarse “ad extra”.

4. Sinceridad con los demás

Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, incluye la veracidad –“per eam aliquis dicitur verax” (II-II, q.109, a.1)- entre la virtudes potenciales o secundarias de la justicia, precisamente porque se refiere a otro, “porque es a otro a quien expone lo que lleva en sí”[32]. La sinceridad tiende naturalmente a manifestar al exterior la propia interioridad, aunque no siempre estará obligada a ello. Es conveniente recordar, también, que “la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad”[33]. La sinceridad incluye, por tanto, el rechazo de ambigüedades y oscuridades, de excusas ante las propias faltas, y el reconocimiento, en cambio, de las equivocaciones y errores. Un punto de Surco expresa certeramente esta última idea:

“Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto"... -Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de lasinceridad”[34].

No pasa desapercibida esta última referencia a la sinceridad como virtud “sobrenatural y humana”. Para san Josemaría las virtudes humanas disponen a recibir la gracia, que, al fecundar esas potencias naturales, las empuja con insospechada fuerza y alcance a obrar el bien[35]. En una homilía sobre las virtudes humanas encontramos la mente del santo sobre la cuestión y una breve lista de esas virtudes, encabezadas por la sinceridad:

“Las virtudes humanas -insisto- son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere, aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad”[36].

Encontramos otra lista de virtudes en un contexto de exhortación a la santificación de la vida familiar, pero igualmente aplicable a cualquier condición de vida del cristiano:

“Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...”[37].

Por último, la sinceridad es presentada como arma y antídoto contra un mundo en el que actúa el padre de la mentira:

“Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos”[38].

No le faltaron ocasiones a san Josemaría para experimentar en su propia vida la necesidad de ese modo de actuar, también ante acusaciones injustas:

“Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos. Siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad”[39].

No parece necesario aportar más textos que ilustren la importancia de la virtud de la sinceridad en su manifestación externa, que constituye un factor de sociabilidad y el fundamento del auténtico dialogo.

5. Sinceridad en la dirección espiritual

Las recomendaciones de san Josemaría a ser sinceros se intensifican cuando su discurso entra en relación con la dirección espiritual. Esta práctica cristiana consiste, principalmente, en ayudar al interesado a descubrir sus disposiciones interiores; y esto no es posible sin una sinceridad que contribuya a superar los obstáculos que impiden al alma conocerse tal como es. Sinceridad y dirección espiritual se reclaman mutuamente porque cada una de ellas crece en el ejercicio de la otra: la ayuda de una persona con experiencia y con gracia de Dios para ejercitar esa dirección contribuye a descubrir repliegues interiores ocultos a la propia mirada; y, al mismo tiempo, la sinceridad con Dios y con uno mismo se ejercita en la práctica de la dirección espiritual.

De las cuarenta y siete veces que san Josemaría emplea en sus escritos el sustantivo “sinceridad”, nueve hacen referencia a la dirección espiritual. Su doctrina al respecto queda patentemente reflejada en dos puntos consecutivos de Forja:

“Si el demonio mudo -del que nos habla el Evangelio- se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha.

-Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata”[40];

“Ama y busca la ayuda de quien lleva tu alma. En la dirección espiritual, pon al descubierto tu corazón, del todo -¡podrido, si estuviese podrido!-, con sinceridad, con ganas de curarte; si no, esa podredumbre no desaparecerá nunca.             Si acudes a una persona que sólo puede limpiar superficialmente la herida..., eres un cobarde, porque en el fondo vas a ocultar la verdad, en daño de ti mismo”[41].

En estas frases encontramos interesantes apreciaciones basadas en una rica experiencia pastoral, sobre las que no es posible ahora detenerse. Son elementos presentes también en algunos otros textos: el peligro del demonio mudo que atenaza el alma[42]; su curación inmediata cuando se habla con sinceridad[43]; la recomendación de la dirección espiritual para las almas que buscan la plenitud de vida cristiana; la constatación de que no todos son el Buen Pastor para la propia alma, etc.

6. Conclusión

 Los veintitrés textos hasta ahora señalados en las diversas manifestaciones o “especies” de la sinceridad no siempre han sido fácilmente encuadrados en uno u otro apartado[44]. Aunque san Josemaría utilice expresamente vocablos y contextos que inducen a esa posible división, la mayoría de las veces esas manifestaciones o “especies” están implicadas unas en otras, hasta el punto de no poder distinguir netamente entre sinceridad con Dios y sinceridad con uno mismo, entre sinceridad interior y sinceridad exterior, etc. Todo conduce a pensar que son aspectos distintos de una misma realidad o, si se prefiere, diversos momentos de un mismo proceder en la reflexión teológica. En este sentido, cabe hablar de una “teología de la sinceridad” o reflexión en la que existe el momento dogmático o de aprehensión conceptual del misterio de Dios y del hombre (sinceridad con uno mismo); el momento espiritual o de apropiación personal de esa verdad, de donde brota inmediatamente el trato y la comunión con Dios (sinceridad con Dios); y, por último, el momento moral que muestra cómo se articula la vida cristiana en su despliegue existencial concreto, una vez abrazada la verdad revelada y contando con la acción de la gracia (sinceridad con los demás).

Con este intento de estructuración teológica de la sinceridad he pretendido poner de manifiesto que no estamos ante una virtud más o ante un instrumento para conseguir un objetivo intermedio, sino ante un concepto espiritual de primer orden: me parece que los textos de san Josemaría Escrivá de Balaguer así lo dan a entender. Precisamente porque su fin es la búsqueda y la manifestación de la Verdad, la sinceridad se constituye en virtud omnicomprensiva y totalizadora del quehacer humano, en proyecto enaltecedor del cristiano que sabe descubrir en la vida ordinaria la grandeza de un camino capaz de conducirle a la identificación con Cristo.


[1] Real Academia, Diccionario de la Lengua Española, Madrid 1992, p. 1335.

[2] 1 Jn 1, 6: “Si decimos que estamos en comunión con Él y sin embargo caminamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad”.

[3] S. Josemaría escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 96: “Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza”. En adelante, las obras de san Josemaría se citarán sólo por el título, sin indicar cada vez el nombre del autor.

[4] Via Crucis, VI Est.: “(...) por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. — Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus”.

[5] L. Debarge, Sincerité, en “Catholicisme” 14, p.109.

[6] Sorprende no encontrar la voz “Sinceridad” en instrumentos de uso común en teología espiritual como el Dictionnaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique (París, 1937-1994), elDizionario Enciclopedico di Spiritualità (Roma, 1990), el Nuevo Diccionario de Espiritualidad(Madrid 1983), o el reciente Dizionario di Mistica (Città di Vaticano, 1998). Otra laguna significativa es la ausencia del término sinceridad en el índice temático del Catecismo de la Iglesia Católica, compuesto de más de 700 voces entre las que se incluyen 26 virtudes (alegría, benevolencia, caridad, castidad, compasión, confianza, continencia, esperanza, fe, fidelidad, hospitalidad, humildad, justicia, misericordia, modestia, obediencia, paciencia, perseverancia, piedad, pobreza, prudencia, pudor, pureza, religión, solidaridad, y templanza)

[7] El adjetivo sincero y la noción de sinceridad –expresada con sinónimos o términos correlativos- aparecen en muchos otros textos.

[8] En un precedente estudio señalé que la sencillez es “una disposición vital, existencial, traducida en obras de fe y de sinceridad, por la que el alma tiende a recomponer su unidad y a evitar su dispersión en lo múltiple, acercándose cada vez más, mediante la gracia divina y la ascética, a la unión con Dios, a una mayor participación de la simplicidad divina”: V. Bosch, El concepto cristiano de simplicitas en el pensamiento agustiniano, Roma 2001, p. 263.

[9] I.J. de Celaya, Sinceridad, en “Gran Enciclopedia Rialp” 21, Madrid 1989, p. 174.

[10] Amigos de Dios, 141. El cursivo es nuestro; en adelante lo utilizaremos para señalar la palabra sinceridad en todos los textos de san Josemaría.

[11] Forja, 930.

[12] Amigos de Dios, 243.

[13] Ibid., 82.

[14] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 93.

[15] Surco, 325. La ausencia en este texto de una referencia a la sinceridad con uno mismo es irrelevante: como se deducirá de estas páginas, la sinceridad con uno mismo puede considerarse previa a la sinceridad con Dios o incluida en esta última.

[16] Misal Romano, Orac. Colecta, Domingo XXVI del Tiempo Ordinario: “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia; infunde siempre sobre nosotros tu gracia para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del Cielo. Por nuestro Señor Jesucristo ...”.

[17] Es Cristo que pasa, 64.

[18] Forja, 193.

[19] Sacerdote para la eternidad, 6: “Acostumbrémonos a hablar con esta sinceridad al Señor, cuando baja, Víctima inocente, a las manos del sacerdote. La confianza en el auxilio del Señor nos dará esa delicadeza de alma, que se vierte siempre en obras de bien y de caridad, de comprensión, de entrañable ternura con los que sufren y con los que se comportan artificialmente fingiendo una satisfacción hueca, tan falsa, que pronto se les convierte en tristeza”.

[20] Forja, 357: “Haz presentes al Señor, con sinceridad y constantemente, tus deseos de santidad y de apostolado..., y entonces no se romperá el pobre vaso de tu alma; o, si se rompe, se recompondrá con nueva gracia, y seguirá sirviendo para tu propia santidad y para el apostolado”.

[21] Es Cristo que pasa, 93.

[22] C. Spicq, La vertu de simplicité dans l’Ancien et le Nouveau Testament, en “Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 22 (1933), p. 17.

[23] Para un estudio detallado de la cuestión, cfr. P. Courcelle, Connasi-toi toi même. De Socrate a Saint Bernard, Paris 1974-5.

[24] Ya en su primer tratado –el De gradibus humilitatis et superbiae-, San Bernardo coloca el conocimiento de sí en el primer grado de la humildad. El tema aparece después, con frecuencia, en el resto de sus obras, especialmente en el De diligendo Deo y en el Super Cantica Canticorum.

[25] Basta traer a colación las palabras iniciales de El Dialogo, que la misma Catalina llamaba “mi libro”: “Cuando un alma se eleva a Dios con ansias de ardentísimo deseo de honor a El y de la salvación de las almas, se ejercita por algún tiempo en la virtud. Se aposenta en la celda del conocimiento de sí misma y se habitúa a ella para mejor entender la bondad de Dios (...)” (Santa Catalina de Siena, Obras. El Diálogo, Oraciones y Soliloquios, Madrid 1980, p. 55).

[26] Amigos de Dios, 215.

[27] Cfr. Ibid., 205.

[28] Forja, 710.

[29] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior. Moradas sextas, 19, 7: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo sino presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad (...)” (Obras Completas, ed. A. Barrientos, Madrid 2000, p. 937).

[30] Surco, 148.

[31] Amigos de Dios, 150.

[32] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología IV, (II-II, q.109, a.3), Madrid 1994, p. 242.

[33] Cfr. Ibid., (II-II, q.109, a.3, ad.1), p. 243.

[34] Surco, 337.

[35] Amigos de Dios, 75: “El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo”.

[36] Ibid., 91.

[37] Es Cristo que pasa, 23.

[38] Forja, 530.

[39] Es Cristo que pasa, 70.

[40] Forja, 127.

[41] Forja, 128.

[42] Amigos de Dios, 189: “Para apartarse de la sinceridad total no es preciso siempre una motivación turbia; a veces, basta un error de conciencia. Algunas personas se han formado -deformado- de tal manera la conciencia que su mutismo, su falta de sencillez, les parece una cosa recta: piensan que es bueno callar. Sucede incluso con almas que han recibido una excelente preparación, que conocen las cosas de Dios; quizá por eso encuentran motivos para convencerse de que conviene callar. Pero están engañados. La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas”.

[43] Surco, 335: “Se acabaron los agobios... Has descubierto que la sinceridad con el Director arregla los entuertos con una facilidad admirable”.

[44] Los restantes textos no reseñados son los siguientes: Surco, 153; 188; 332; 336; 339; 600; 633; y 820. Forja, 405; y 575. Es Cristo que pasa, 29; 97; y 101. Amigos de Dios, 14; 22; 129; 157; 185; 186; 188; y 188.

Pio Santiago

 

Pablo Marti

Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma), 2002


Índice:

1. La simplicidad en los escritos sistemáticos

1.1. La simplicidad como parte de la templanza

1.2. Veritas y simplicitas

1.3. La verdad de la vida

2. La simplicitas en los comentarios bíblicos

2.1. Expositio super Iob ad litteram.

2.2. Expositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli

2.2.1. Carta a los Romanos

2.2.2. Primera carta a los Corintios

2.2.3. Segunda carta a los Corintios

2.2.4. Carta a los Efesios

2.2.5. Carta a los Filipenses

2.2.6. Carta a los Colosenses

2.3. Comentario a San Mateo

2.4. Comentario a San Juan

3. Los significados bíblicos de simplicitas.

3.1. La simplicidad como opuesta al dolo

3.2. La simplicidad del corazón como rectitud de intención

3.3. La simplicidad dependiente de Dios

Balance conclusivo


1. La simplicidad en los escritos sistemáticos

Se estudia a continuación el uso de este término con sentido moral, aplicado al hombre.

La mayoría de estos textos pertenecen a los comentarios a la Sagrada Escritura, aunque también se encuentran algunos en tratados sistemáticos, especialmente en la Summa.

A pesar de que reconoce que no tiene culpa, deja que lo claven en la cruz. Cuando una persona no tiene convicciones fuertes sobre el bien y el mal, sobre la verdad y el error, no se convierte en un elemento ideal de la democracia, sino en una persona altamente peligrosa, y sobre todo si tiene el poder. Le dará igual que maten al inocente, con tal de no perder su poltrona, la única verdad que admite.

Pasamos a ver el uso que hace Santo Tomás de este significado en las obras sistemáticas. Este empleo de simplicitas no es muy común en este tipo de obras. Además existe una novedad en la Summa, respecto al resto de los tratados.

1.1. La simplicidad como parte de la templanza

Santo Tomás emplea el término simplicitas como virtud en dos contextos: formando parte de la templanza o de la justicia.

En el primero, como parte de la virtud de la templanza, la simplicidad aparece en una clasificación tomada de cierto filósofo, Andrónico[1].

Se recoge en algunos textos de las Sentencias. Hablando de la templanza, ese filósofo afirma que la templanza se configura en siete partes[2], una de las cuales es la simplicidad.

Tomás compara esta clasificación con la opinión de Tulio Cicerón, según el cual la templanza tiene tres partes (“utrum continentia, clementia et modestia sint partes temperantiae, sicut dicit Tullius”[3]) y establece algunas diferencias.

Primero dice que Andrónico admite que la continencia y la modestia forman parte de la templanza, pero se opone a Cicerón en cuanto omite la clemencia[4]. Después habla de la continencia y de la modestia, dividida según diferentes aspectos, de la que forma parte la simplicidad. La simplicidad se define como un aspecto de la modestia, en cuanto controla el modo de buscar-desear los bienes exteriores con moderación[5].

Este significado aparece también en algunos textos de la Summa. La simplicidad es una virtud de la familia de la templanza, siendo clasificada dentro de las virtudes potenciales de esa virtud cardinal. Significa la moderación respecto a las cosas exteriores que lleva a no desear únicamente lo exquisito[6].

Más adelante, recoge de nuevo el término. Está considerando la modestia en cuanto se relaciona al decoro exterior del hombre. De nuevo se refiere al trabajo de Andrónico que pone tres virtudes relacionadas con el ornato exterior. La simplicidad en este caso excluye la solicitud por lo superfluo[7].

Así pues, la simplicitas en cuanto parte de la templanza siempre va acompañada de la cita de ese filósofo griego, sin que Tomás realice una aportación propia. Aportación que sí aparece en el segundo significado de la simplicidad-virtud.

1.2. Veritas y simplicitas

Este sentido de simplicitas corresponde a la elaboración propia de Santo Tomás, que trata de forma sistemática la simplicidad del hombre en algunas cuestiones de la Summa. El ámbito de referencia es la virtud de la justicia, en concreto una parte de ésta, relacionada con la verdad.

En la Secunda Secundae se encuentra el tratado sobre la veritas (cuestiones 109 a 112).  Santo Tomás identifica esta virtud humana, parte de la virtud de la justicia, con la simplicidad:

“Virtus simplicitatis est eadem virtuti veritatis, sed differt sola ratione, quia veritas dicitur secundum quod signa concordant signatis; simplicitas autem dicitur secundum quod non tendit in diversa, ut scilicet aliud intendat interius, aliud praetendat exterius”[8].

El ligamen, que sólo aparece en la Summa, entre verdad y simplicidad en cuanto virtudes supone un nuevo campo de búsqueda en nuestro trabajo. (Realmente la profunda relación entre verdad y simplicidad ha sido en parte desarrollada en los capítulos precedentes, pero la temática actual presenta un botón de muestra que confirma ulteriormente nuestra opinión).

Entre ambas sólo se da una diferencia de razón: la simplicidad supone una adecuación entre el interior y el exterior de la persona, mientras que la verdad-veracidad indica la concordancia del signo con lo significado.

Veamos el contenido fundamental de esas cuestiones.

Tomás establece una primera división necesaria. La verdad se puede entender de dos modos:

1) Según que por la verdad algo se dice verdadero: “Uno modo secundum quod veritate aliquid dicitur verum. Et sic veritas non est virtus, sed obiectum vel finis virtutis. Sic enim accepta veritas non est habitus, quod est genus virtutis, sed aequalitas quaedam intellectus vel signi ad rem intellectam et significatam, vel etiam rei ad suam regulam, ut in primo habitum est”[9].

De esta forma, la verdad se presenta como uno de los trascendentales del ser (algo se dice verdadero porque es). Según este sentido, la verdad significa la adecuación de la cosa a su regla o medida. La verdad así entendida no es la virtud, sino el objeto o fin de la virtud. Sobre esta base debemos ver la relación entre una y otra: la verdad-ser es el objeto y el fin de la verdad-virtud.

2) Según que por la verdad alguien dice algo verdadero: “Alio modo potest dici veritas qua aliquis verum dicit, secundum quod per eam aliquis dicitur verax. Et talis veritas, sive veracitas, necesse est quod sit virtus, quia hoc ipsum quod est dicere verum est bonus actus; virtus autem est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit”[10].

En este sentido, la verdad puede ser una virtud. En cuanto que el sujeto dice la verdad del ser, este decir la verdad perfecciona al sujeto, haciendo que sea veraz.

Una vez establecida la distinción, es necesario determinar el contenido propio de la verdad-virtud. Así lo específico de esta virtud es ese decir la verdad, ese manifestar la verdad acerca de uno mismo:

“Habitus virtutum et vitiorum sortiuntur speciem ex eo quod est per se intentum, non autem ab eo quod est per accidens et praeter intentionem. Quod autem aliquis manifestat quod circa ipsum est, pertinet quidem ad virtutem veritatis sicut per se intentum, ad alias autem virtutes potest pertinere ex consequenti, praeter principalem intentionem”[11].

Declaración por la cual uno se muestra tal y como es, a través de las palabras o de las obras:

“Veritas qua aliquis et vita et sermone talem se demonstrat qualis est, et non alia quam circa ipsum sint, nec maiora nec minora”[12].

Al tratar sobre la naturaleza de la veritas, el Aquinate se pregunta si estamos ante una virtud específica o no. En uno de los argumentos, refiriéndose expresamente a la simplicidad, explica la existencia de un doble significado, como virtud especial y como aspecto general presente en toda virtud:

“Praeterea, veritas videtur idem esse simplicitati, quia utrique opponitur simulatio. Sed simplicitas non est specialis virtus, quia facit intentionem rectam, quod requiritur in omni virtute.Ergo etiam veritas non est specialis virtus”[13].

La objeción expone que como lo propio de la simplicidad es “quia facit intentionem rectam” y eso se requiere en toda virtud, no se puede hablar de la simplicidad como virtud propia. En la respuesta se afirma que sí es virtud especial, ya que tiene un aspecto propio, excluir la duplicidad:

“Simplicitas dicitur per oppositum duplicitati, qua scilicet aliquis aliud habet in corde, aliudostendit exterius. Et sic simplicitas ad hanc virtutem pertinet. Facit autem intentionem rectam, non quidem directe, quia hoc pertinet ad omnem virtutem, sed excludendo duplicitatem, qua homo unum praetendit et aliud intendit”[14].

Según esto vemos que la simplicidad aparece propiamente como virtud opuesta a la doblez; mientras que en sentido general significa el actuar con recta intención, algo que conviene a todas las virtudes.

Otro de los aspectos tratados hace referencia a la relación de la simplicidad con la sabiduría que requiere la prudencia. En este texto encontramos algunos rasgos para entender esa relación. Está hablando de la simulación y pone la siguiente objeción:

“Praeterea, omnis simulatio ex aliquo dolo procedere videtur, unde et simplicitati opponitur. Dolus autem opponitur prudentiae, ut supra habitum est. Ergo hypocrisis, quae est simulatio, non opponitur veritati, sed magis prudentiae vel simplicitati.

Ad secundum dicendum quod, sicut supra dictum est, prudentiae directe opponitur astutia, ad quam pertinet adinvenire quasdam vias apparentes et non existentes ad propositumconsequendum. Executio autem astutiae est proprie per dolum in verbis, per fraudem autem in factis. Et sicut astutia se habet ad prudentiam, ita dolus et fraus ad simplicitatem. Dolus autem vel fraus ordinatur ad decipiendum principaliter, et quandoque secundario ad nocendum. Unde ad simplicitatem pertinet directe se praeservare a deceptione”[15].

En la respuesta se establece la contraposición directa entre prudencia y astucia. Ahora bien, la astucia se ejerce mediante el dolo y el fraude, a los cuales se opone la simplicidad. De forma que a la pareja astucia y dolo/fraude correspondería la misma relación que a la prudencia y simplicidad.

1.3. La verdad de la vida

Santo Tomás habla en varias ocasiones de distintas verdades particulares: veritas vitae, veritas iustitiae y veritas doctrinae. Nos interesa lo que dice sobre la primera.

Se trata de una expresión que ya aparece en las Sentencias[16], pero en la Suma Teológicaestá mejor delimitada.

La virtud de la verdad, como ausencia de dolo en obras y palabras, debe perfeccionar la verdad del sujeto. Esta verdad de la vida (del sujeto) no es la virtud específica de la veracidad, sino algo común a toda virtud:

“Veritas vitae est veritas secundum quam aliquid est verum, non veritas secundum quam aliquis dicit verum. Dicitur autem vita vera, sicut etiam quaelibet alia res, ex hoc quod attingit suam regulam et mensuram, scilicet divinam legem, per cuius conformitatem rectitudinem habet. Et talis veritas, sive rectitudo, communis est ad quamlibet virtutem”[17].

La verdad de la vida es la verdad de ser, no de declarar. Y la vida es verdadera cuando se atiene a su regla y medida propia. En el caso de la vida humana cuando se adecua libremente a la ley divina, a la idea que tiene Dios sobre el hombre. El hombre tiene la vida verdadera, propia sólo de él, cuando a través de su conformidad al plan divino posee la rectitud.

La verdad de la vida, que contiene en sí toda virtud, no es igual a la virtud de la veritas, parte de la justicia. Por eso hay que diferenciarla también de la verdad de la justicia:

“Differt veritas iustitiae a veritate vitae, quia veritas vitae est secundum quam aliquis recte vivit in seipso”[18].

La vida verdadera responde a la situación del hombre que vive rectamente en sí mismo. Significa la integridad de la persona, de acuerdo a su modo de ser, a su verdad trascendental. (Esta verdad es ser imagen de Dios).

En Tomás de Aquino, veritas vitae se presenta como una noción equivalente a simplicitas cordis. Es la rectitud integral del hombre justo ante Dios, que encontramos en los textos bíblicos. Así opina también Spicq en su trabajo sobre la simplicidad bíblica: “La verdad de la vida para Santo Tomás es esta verdad que tiene todo ser por el hecho de que reproduce en sí la idea divina: en el hombre, consistirá en la sumisión perfecta al orden divino y, en consecuencia, una justicia y un aspecto de la perfección”[19].

***

En este nuevo ámbito -la simplicidad moral del hombre-, la simplicitas queda caracterizada en un sentido estricto por la ausencia del dolo en la acción. El hombre simple (sencillo, sincero, veraz) se manifiesta tal y como es, sin doblez ni engaño, a través de sus palabras y de sus obras. El interior de su corazón se corresponde plenamente con lo que manifiesta al exterior.

También hemos observado la existencia de una simplicidad en un sentido general, común a toda virtud. La simplicitas en cuanto rectitud de intención en toda la actuación del hombre, especialmente de cara a Dios. Una disposición de conformación a la propia verdad interior, a la regla y medida del propio ser que es la idea de Dios, el plan de Dios para el hombre, creado a su imagen y semejanza y destinado a la bienaventuranza eterna.

Además existe una relación entre ambos sentidos. La veritas vitae, esa verdad del ser del hombre, es el objeto y el fin de la verdad-virtud. La verdad-virtud representa el camino adecuado y necesario para crecer en la posesión efectiva de esa vida verdadera.

2. La simplicitas en los comentarios bíblicos

Llegamos por último al análisis más detallado de los Comentarios bíblicos de Santo Tomás.

La simplicitas en la Biblia es una noción con un amplio contenido. En este sentido nos remitimos al estudio realizado por el prof. Bosch[20], del que nos hemos servido para encuadrar la reflexión propia del Aquinate.

Aparece en distintas ocasiones a lo largo de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Especialmente rico es el contenido de esta noción en la espiritualidad judía. Lo manifiesta la diversidad de matices del término hebreo. “Los diversos diccionarios de hebreo bíblico traducen la raíz םמת (tmm) por acabar, terminar, concluir, completar, dar remate, poner fin, terminar, estar completo, ser completado; y las respectivas formas nominales, por los sustantivos plenitud, integridad, rectitud, inocencia, honradez, sinceridad, y por los adjetivosentero, completo, intacto, sin defecto, perfecto, íntegro, honrado, cabal, probo, honesto, justo, inocente, intachable, irreprochable”[21].

El estudio etimológico de la palabra en el original hebreo o griego, traducido en el latín de la Vulgata como simplicitas o simplex, ofrece de un lado el sentido de perfección, con los matices de verdad, inocencia, probidad; de otro lado, significa rectitud, honestidad, integridad. Esta sugerencia etimológica se confirma en el uso que se hace del término en la Escritura. Así simplicidad, rectitud, integridad son nociones equivalentes o al menos correlativas a perfección, a las características excelentes del Justo[22].

Al final de su análisis de los textos del Antiguo Testamento sobre la simplicidad, Spicq relaciona los distintos contenidos y matices que describen la simplicitas y nos ofrece la siguiente descripción-definición. “Ser perfecto es, en el estilo bíblico, caminar por el sendero que lleva a Dios, es decir, en primer lugar haber elegido a Dios por heredad, no estando apegado con el espíritu y el corazón a cosa distinta de Él; y, por tanto, ser simple, por oposición a los hombres dobles, con el corazón partido; es aún más, no tener otra preocupación que practicar la voluntad de Dios y observar integralmente sus preceptos, y así ser justo; es por consiguiente vivir en la sinceridad y en la verdad absoluta”[23].

Esta simplicidad, noción fundamental para la espiritualidad de Israel, no es desconocida en el mensaje de la Nueva Alianza[24]. La simplicidad es condición primordial de la fe y de la salvación. Aparece relacionada con la inocencia y el candor de los niños que entrarán en el reino de los cielos; y debe acompañarse con la prudencia. La simplicidad es necesaria para ver a Dios.

De todas maneras, se puede hablar de una cierta evolución respecto al Antiguo Testamento. “Parece, en efecto, que la verdad ha remplazado en el Nuevo Testamento la simplicidad del Antiguo. El paso de una noción a otra ha sido fácil; se presenta como una precisión necesaria de los conceptos, que aboca en la disociación de los elementos demasiados ricos e indiferenciados de la simplicidad bíblica. Mientras que los Sinópticos conservan la palabra y su valor tradicional, acentuando más bien el aspecto de sinceridad, rectitud; la simplicidad-perfección ha evolucionado, sobre todo en san Pablo, hacia la noción específicamente cristiana de santidad; por otro lado, la simplicidad-rectitud, especialmente en san Juan, ha sido asimilada a la virtud de la veracidad, que adquiere un relieve totalmente nuevo”[25]. Con estas precisiones, “la simplicidad designa ante todo la actitud moral del justo caracterizada por la rectitud de la conciencia y de la conducta; la santidad, incluyendo esa rectitud, tiende cada vez más a definirse como una imagen y participación de la santidad y de la perfección divina; una conviene al perfecto caballero, la otra es propiedad exclusiva del cristiano”[26].

El Aquinate se hace cargo de esta riqueza de contenido en sus exposiciones y nos ofrece algunas explicaciones interesantes. Su exégesis procede a partir de una lectura muy próxima al texto, por lo que en línea general sus comentarios acogen el significado bíblico anteriormente expuesto.

En sus comentarios encontramos los distintos usos de simplicitas que hemos ido analizando a lo largo de nuestro estudio. Aparece la simplicidad como atributo divino: Dios es absolutamente simple; también en su sentido ontológico aplicada al ángel y al alma humana; o al conocimiento simple de la verdad... Como son argumentos ya tratados sistemáticamente y aquí no aporta ninguna profundización, hemos optado por evitar la repetición de su estudio.

Debemos notar, sin embargo, que en estas obras prevalece el uso de la simplicidad aplicada al hombre en un sentido moral o espiritual. Aquí sí hemos encontrado valiosas aportaciones. El núcleo central de la simplicitas bíblica en los comentarios de Tomás viene caracterizado como la ausencia de dolo en el actuar y la rectitud de intención que lleva a dirigir la inteligencia y la voluntad del hombre, y con ellas todo su operar, hacia el Dios uno, simple.

Los textos que hemos seleccionado pertenecen a la Expositio super Iob ad litteram, a laExpositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli, a la Lectura super Matthaeum y a la Lecturasuper Ioannem.

2.1. Expositio super Iob ad litteram

Para datar esta obra, la crítica sigue el testimonio de Tolomeo de Lucca[27]. Según éste, sería fruto de la enseñanza de Santo Tomás a sus frailes en Orvieto, entre 1263 y 1265.

Contemporánea al libro tercero de la Contra Gentiles, desarrolla el mismo tema central: la Providencia. El comentario se atiene al sentido literal del Libro: la historia de Job, el problema de la Providencia y del sufrimiento del justo, la condición humana y el gobierno divino[28].

El Libro de Job presenta importantes temas de contenido espiritual, entre los que se puede destacar la simplicitas. Por ello hemos recogido varios textos significativos.

El primero aparece al inicio del libro, nada más presentar el personaje, Job. Este es definido por el texto sagrado como “vir ille simplex et rectus ac timens Deum et recedens a malo” (Job1,1). Esta descripción de Job, modelo de hombre justo (santo) se repetirá en distintas ocasiones a lo largo del texto, y también aparecerá citada en otros comentarios.

Aunque la descripción forma una unidad, Santo Tomás analiza cada uno de los elementos de esa frase (simplex, rectus, timens Deum, recedens a malo), dando a hombre simple el siguiente sentido:

“Et erat vir ille simplex: simplicitas enim proprie dolositati opponitur”[29].

Este es el significado específico de nuestro concepto: la simplicidad como lo opuesto al dolo. En otros textos la simplicitas recibe algunos matices propios.

En el capítulo 12, la historia muestra como se burlan de Job sus amigos. Los ricos de este mundo se ríen de la simplicidad del justo, sin embargo, éste sabe que puede confiar en Dios:

“Studium autem iustorum non est ad temporalia conquirenda sed ad rectitudinem sectandam, unde a fraudibus et dolis abstinent quibus plerumque divitiae acquiruntur, et ex hoc simplices reputantur: ergo ut plurimum deridentur iusti. Causa autem irrisionis est simplicitas, sed non sic irridetur quasi malum manifestum sed quasi bonum occultum, et ideo hic simplicitas vocaturlampas propter claritatem iustitiae, sed contempta apud cogitationes divitum, scilicet qui finem suum in divitiis ponunt - qui enim summum bonum in divitiis ponit, oportet quod cogitet quod intantum sunt aliqua magis bona inquantum magis prosunt ad divitias conquirendas -, unde oportet quod eis sit contemptibilis iustorum simplicitas per quam divitiarum multiplicitas impeditur”[30].

La preocupación del justo no se dirige a conseguir bienes temporales, sino a conservar la rectitud. Por eso se abstiene del fraude y del dolo para adquirir la riqueza. Su simplicidad le lleva a rechazar el desorden de los que ponen su fin en la riqueza temporal, esperando el tiempo oportuno en el que verá cumplido su verdadero fin. El hombre sencillo no será defraudado:

“Sed licet ipsa simplicitas iustorum in cogitationibus divitum contemnatur, tamen suo tempore a fine debito non fraudatur, unde dicit parata ad tempus statutum; non autem dicit hoc quasi in aliquo tempore praesentis vitae iustis pro sua simplicitate aliqua terrena prosperitas sit reddenda, sed indeterminatum relinquit quod sit istud tempus statutum et ad quem finem iustorum simplicitas praeparetur: nondum enim ad hoc disputatio pervenit sed in sequentibus ostendetur. Sic igitur Iob occulte insinuat quare ab amicis irrideretur, quos divites vocat, quia prosperitatem huius mundi finem hominis ponebant quasi praemium iustitiae hominis; ipse autem sua simplicitate non hoc praemium quaerebat sed aliud in tempore statuto, et ideo fiduciam habebat ut si invocaret Dominum ab eo exaudiretur”[31].

El justo no busca conseguir los bienes temporales, sino la rectitud. Por eso se abstiene del fraude y del dolo para adquirir las riquezas. Esa rectitud supone no buscar la prosperidad de este mundo, sino esperar confiando en Dios el premio que vendrá en el tiempo establecido.

Además la simplicidad sólo es conocida por Dios, puesto que pertenece al interior del hombre:

“Quod autem aliquis absque dolo ambulet considerari potest ex inspectione rectitudinis iustitiae a qua dolosus declinat, unde subdit appendat me in statera iusta, scilicet Deus, ut ex eius iustitia discernatur an ego in dolo processerim. Cum autem dolus praecipue in intentione cordis consistat, ille solus potest de dolo iudicare cui patet cordis intentio, scilicet Deus, unde subdit etsciat Deus simplicitatem meam, quae scilicet duplicitati dolositatis opponitur; dicit autem sciat Deus, non quasi de novo cognosciturus sed quasi de novo alios scire facturus, vel quia in ratione suae iustitiae hoc ab aeterno cognovit”[32].

La simplicidad o la doblez se sitúan en la intención del corazón. Sólo Dios puede conocer esa parte íntima del hombre y juzgar si hay rectitud o no.

2.2. Expositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli

No es fácil precisar a qué años pertenece la enseñanza de los cursos sobre san Pablo. Además es necesario establecer algunas divisiones según el valor que se le puede atribuir a cada comentario. A pesar de ello, Santo Tomás pensó los distintos comentarios como un todo unitario.

Las fechas posibles serían, en Italia (quizá en Roma, entre 1265 y 1268), y después en París y Nápoles.

En cuanto a la autoría y fidelidad de los escritos, según los datos actuales[33]:

1) habría corregido directamente los ocho primeros capítulos de la carta a los Romanos;

2) el comentario desde 1 Cor. 7, 10 hasta el capítulo 10 no se conserva;

3) el texto que comenta desde 1 Cor. 11 hasta la carta a los Hebreos, es la reportatio de Reginaldo de Piperno, quizá fruto de las clases de los años 1265-68 en Roma.

2.2.1. Carta a los Romanos

De esta carta hemos seleccionado un texto, cuya referencia aparece en distintas ocasiones. Comenta el pasaje de Rom. 16, 19: “Vestra autem obedientia in omnem locum divulgata est.Gaudeo igitur in vobis, sed volo vos sapientes esse in bono et simplices in malo”.

El comentario dice así:

“Secundo reddit eos cautos contra malum, dicens sed volo vos esse sapientes in bono, ut scilicet ei quod bonum est inhaereatis, I Thess. ult.: Quod bonum est tenete; et simplices in malo, ne scilicet per aliquam simplicitatem declinetis ad malum, ut talis sit vobis simplicitas, quod nullum decipiatis in malum. Matth. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. E converso de quibusdam dicitur Ier. IV, 22: Sapientes sunt ut faciant mala, bene autem facere nesciunt”[34].

Se requiere la sabiduría para hacer el bien y la inocencia que incapacita para el mal. Este “simplices in malo” es la comprensión paulina del texto de Mateo (Mt. 10, 16) en el que se relacionan prudencia y simplicidad, como veremos más adelante.

2.2.2. Primera carta a los Corintios

De esta carta recogemos el comentario a 1 Cor. 14, 20: “Fratres, nolite pueri effici sensibus, sed malitia parvuli estote, sensibus autem perfecti estote”.

En este comentario nos explica como entender la relación entre infancia y simplicidad -que aparecerá en otros textos-, y también la complementariedad entre la simplicidad y la prudencia-sabiduría del logion de Mateo 10 y de Romanos 16:

“Circa primum videtur apostolus excludere pallium excusationis aliquorum qui ideo docent quaedam rudia et superficialia, quasi ostendant se volentes vivere in simplicitate, et ideo non curantes de subtilitatibus ad quas secundum rei veritatem non attingunt, habentes verbum Domini ad hoc Matthaei 18, 3: nisi conversi fueritis et efficiamini sicut parvuli, etc.

Sed hoc apostolus excludit, cum dicit nolite pueri effici sensu, id est nolite puerilia et inutilia et stulta loqui et docere. Supra XIII, v. 11: cum essem parvulus, etc.

Sed quomodo debetis effici pueri? Affectu, non intellectu. Et ideo dicit sed malitia. Ubi sciendum est quod parvuli deficiunt in cogitando mala, et sic debemus effici parvuli, et ideo dicitsed malitia parvuli estote, et deficiunt in cogitando bona, et sic non debemus esse parvuli, immo viri perfecti, et ideo dicit sensibus autem perfecti, etc., id est ad discretionem boni et mali perfecti sitis. Unde Hebr. V, 14: perfectorum est solidus cibus, etc. Non ergo laudatur in vobis simplicitas quae opponitur prudentiae, sed simplicitas, quae astutiae. Et ideo Dominus dicit Matth. c. X, 16: estote prudentes sicut serpentes. Rom. XVI, 19: volo vos sapientes esse in bono, simplices in malo”[35].

La simplicidad de que habla el apóstol corresponde a la inocencia de los niños con respecto al mal. No está aconsejando la ignorancia intelectual, sino un no-saber referido a la parte afectiva. Es la voluntad que no sabe buscar el mal porque es simple, sencilla. En definitiva se trata de la simplicidad que se opone a la astucia para obrar con doblez.

2.2.3. Segunda carta a los Corintios

Un primer texto se refiere a 2 Cor. 1, 12: “Nam gloria nostra haec est, testimonium conscientiae nostrae, quod in simplicitate cordis, et sinceritate Dei, et non in sapientia carnali, sed in gratia Dei conversati sumus in hoc mundo, abundantius autem ad vos”.

El comentario divide este versículo en tres partes. La primera muestra como san Pablo se gloría porque en su actuación ante los corintios se ha dirigido con rectitud de conciencia; la segunda explica que esa pureza de conciencia consiste en actuar con simplicidad; y la tercera, como esa simplicidad se opone a la sabiduría carnal:

“Primo ostendit gloriam quam habet de testimonio purae conscientiae; secundo causam huius gloriae insinuat, ibi Quod in simplicitate; tertio manifestat unde proveniat haec causa, ibi Et non in sapientia carnali”[36].

¿Qué significa en este caso actuar in simplicitate cordis? Según el texto, san Pablo se gloría porque ha actuado en simplicidad de corazón, que consiste en dos cosas:

“Causam autem huius gloriae insinuat, dicens, quod in simplicitate, etc.; quae consistit in duobus. In duobus enim consistit puritas conscientiae, ut scilicet ea quae facit sint bona, et quod intentio facientis sit recta, et ista dicit apostolus de se.

Primo quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis, et ideo dicit quod in simplicitate, id est in rectitudine intentionis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis, etc. Prov. XI, 3:simplicitas iustorum, etc. Secundo quod ea quae facit sunt bona, et ideo dicit et sinceritate operationis, Phil. I, v. 10: Ut sitis sinceri et sine offensa”[37].

Así pues, la simplicidad del corazón significa actuar con la intención dirigida a Dios (quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis) y hacer algo que en sí es bueno (quod ea quae facit sunt bona).

Esta forma de obrar se opone a la sabiduría de la carne (“sed non in sapientia carnis”). Hay varias interpretaciones posibles de esa sabiduría de la carne, contrapuesta a la simplicidad con que ha actuado el apóstol:

1) “Primo ut referatur ad hoc quod immediate praecedit, scilicet Dei; et tunc est insinuativum, unde veniat ei sinceritas et simplicitas; quasi dicat: multi antiqui fuerunt sapientes in sapientia terrena, sicut philosophi, et multi iudaei pure vixerunt confidentes in iustitia legis, sed nos non in sapientia carnali, quae secundum naturas rerum, vel desideria carnis est, sed in gratia Dei conversati sumus in hoc mundo”[38]. Según esta interpretación, la simplicidad procede de Dios y por eso se opone a la sabiduría de la carne, que deriva de la naturaleza de las cosas;

2) “Non in sapientia”, es decir, que hemos actuado no en base a la sabiduría humana sino según la gracia de Dios;

3) Hemos actuado “in simplicitate, etc., referatur ad puritatem vitae; hoc vero quod dicit non in sapientia, etc., referatur ad veritatem doctrinae, quasi dicat: sicut vita nostra est in simplicitate et sinceritate Dei, sic doctrina non est in sapientia carnali, sed in gratia Dei”[39]. En este sentido, la simplicidad se presenta como una actitud vital de verdad y pureza ante Dios, a la que sigue una doctrina que no procede de la carne sino de la gracia de Dios. Como la vida es recta ante Dios (en simplicidad), la doctrina enseñada también viene de Dios.

Según estas tres interpretaciones, la simplicidad es una actitud de la persona que procede de Dios. Supone una vida y una sabiduría derivada directamente de Dios, de la gracia divina.

El segundo comentario pertenece a 2 Cor. 8, 2: “Quod in multo experimento tribulationis abundantia gaudii ipsorum fuit, et altissima paupertas eorum abundavit in divitias simplicitatis eorum”.

El apóstol pide a los corintios para la colecta por la iglesia de Jerusalén y les muestra el ejemplo que han dado las iglesias de Macedonia, para que lo sigan.

Explica Santo Tomás:

“Homo ex duabus causis habet promptum animum ad dandum satis, scilicet ex abundantia divitiarum, sicut divites, vel ex contemptu divitiarum; et sic idem facit in paupere contemptus, quod facit in divite abundantia. Et ideo dicit altissima paupertas, sic supra, abundavit, id est effectum abundantiae fecit, in divitias simplicitatis eorum, quia cor eorum erat solum ad Deum, et ex hoc provenit contemptus divitiarum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc”­­[40].

El ánimo de dar procede de la abundancia o del desprendimiento (ex contemptu) de la riqueza. Aquí el texto sagrado nos habla de una pobreza tan perfectísima que abunda en riquezas por su simplicidad. En el comentario a Job (cap. 12), veíamos que la simplicidad lleva a no poner el propio fin en las riquezas de este mundo, sino esperar al tiempo oportuno. Aquí observamos que la simplicidad lleva realmente a la abundancia de riqueza. Porque al desprenderse de las cosas terrenas (por la pobreza perfectísima) han abundado en la riqueza de tener a Dios: “porque su corazón era sólo para Dios”, y de ahí viene el desprendimiento de las riquezas temporales.

Así aparece un nuevo rasgo de la simplicidad: tener el corazón sólo para Dios. La persona sencilla (que actúa en simplicidad) es rica –en su pobreza abunda de todo- porque se dirige totalmente a Dios, estando desprendida de las riquezas materiales.

2.2.4. Carta a los Efesios

Se comenta Ef. 6, 5-6: “Servi, obedite dominis carnalibus cum timore et tremore, in simplicitate cordis vestri, sicut Christo. Non ad oculum servientes, quasi hominibus placentes, sed ut servi Christi facientes voluntatem Dei ex animo”.

El contexto es la explicación de los modos de comportarse en distintas relaciones humanas: hombre-mujer, padres-hijos y, en este caso, siervos-señores. El siervo debe obedecer a su señor, con reverencia y con simplicidad de corazón, como Cristo (v. 5):

“Et in simplicitate cordis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis quaerite illum. Lc. XII, v. 42: fidelis servus, etc. Iob I, 8: numquid considerasti servum meum Iob, etc., et, paulo post: vir simplex, etc”[41].

En qué consiste esta simplicidad de corazón se explica en el v. 6. En primer lugar, expone lo que sería contrario a ella:

“Contrarium autem simplicitatis est, quod servus habeat respectum ad oculum et non ad complacentiam domini. Talis enim servus non habet simplicitatem et rectam intentionem. Et ideo hoc prohibet, dicens non ad oculum servientes, scilicet domino propter lucrum temporale tantum, quasi hominibus placentes, id est complacere volentes. Gal. I, 10: si adhuc hominibus placerem, Christi servus non essem.- Sed ut servi Christi. Col. III, 24:Domino Christo servite”[42].

La simplicidad implica no buscar solamente el lucro temporal (el bien exterior superficial), sino querer complacer a la persona (el bien interior).

En segundo lugar, explicita su contenido positivo. Actuar con simplicidad de corazón supone cumplir la voluntad de Dios, y hacerla ex animo:

“Et quomodo? Facientes voluntatem Dei, scilicet implendo mandata eius opere. Ps. CII, 20:facientes verbum illius, sicut Christus Io. VI, 38: descendi de caelo, non ut facerem voluntatem meam, sed voluntatem eius, qui misit me. Haec est enim voluntas eius qui misit me, scilicet ut obediam hominibus propter Deum. Et ideo dicit sicut servi Christi, et sicut servientes Domino, non hominibus, scilicet non propter se, sed propter Dominum.

Quomodo? Ex animo. Col. III, v. 23: quodcumque facitis, ex animo operamini, sicut Domino, et non hominibus. Item, idem subiungit hic dicens sicut domino et non hominibus. Cum bona voluntate, id est recta intentione. Col. IV, 12: stetis perfecti et pleni in omni voluntate Dei”[43].

La simplicidad o rectitud de intención debe llevar a obedecer la voluntad de Dios, es decir, a cumplir sus mandamientos. Pero a su vez este hacer la voluntad divina, va acompañado necesariamente de una intención recta. De nuevo (supra 2 Cor. 1, 12) encontramos que la simplicidad aúna la verdad de las obras –cumplir los preceptos del Señor- y la verdad en el corazón del hombre –realizar esas obras con intención recta-.

2.2.5. Carta a los Filipenses

El pasaje que se comenta es Fil. 2, 15: “Ut sitis sine querela et simplices filii Dei, sine reprehensione in medio nationis pravae et perversae, inter quos lucetis sicut luminaria in mundo”.

En los versículos anteriores, san Pablo les ha animado a realizar la obra de la salvación. Ahora, les enseña el modo de hacerlo -v. 14: “omnia autem facite sine murmurationibus et haesitationibus”- y la razón de actuar así (nuestro versículo 15).

Esta razón presenta un triple aspecto, según sea en comparación a los fieles (“cum dicit ut sitis sine querela”); en comparación a Dios (“ibi simplices, etc”); y en comparación a los infieles (“ibi sine reprehensione, etc.”).

Cuando se habla del modo de actuar que deben tener los filipenses en comparación a Dios, Santo Tomás comenta:

“Ibi simplices, etc., filius enim est similis patri; Deus autem simplex est; unde simplices simus sicut filii Dei, quod est, quando intentio est ad unum. Iac. I, 8: vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis. Matth. c. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”[44].

Este texto nos parece muy significativo. En primer lugar, señala la razón de semejanza: el hijo es semejante al padre. A continuación afirma que la característica de ese padre es su simplicidad: Dios es simple. Como consecuencia, para ser semejantes a Dios, seamos simples como hijos suyos. Y, ¿qué quiere decir ser simples?: dirigir la intención a uno.

De esta forma, Tomás une expresamente la simplicidad divina y la simplicidad del hombre, además bajo la razón de semejanza.

Después, el comentario sigue exponiendo el resto del versículo (inter quos lucetis sicut luminaria in mundo):

“Et huius ratio ponitur, ibi inter quos, etc. Quia qualitercumque mundus varietur, luminaria caeli clara manent. Matth. c. V, 14: vos estis lux mundi, etc. Lucens non quantum ad essentiam, quia sic tantum Deus lux est. Io. I, 4: et vita erat lux hominum, etc. At vero sancti non sic. Io. I, 8: non erat ille lux, etc. Sed sunt lux, inquantum habent aliquid lucis illius qui erat lux hominum, scilicet Verbi Dei irradiantis nobis. Et ideo dicit verbum vitae continentes, scilicet verbum Christi. Io. VI, 68: Domine, ad quem ibimus? Verba vitae aeternae habes. Ps. CXVIII, 105: lucerna pedibus meis verbum tuum, etc”[45].

2.2.6. Carta a los Colosenses

Aparece un texto sobre la simplicidad de corazón muy similar al de Efesios ya comentado.

De nuevo está diciendo como debe ser la obediencia del siervo. Col. 3, 22: “Servi, obedite per omnia dominis carnalibus, non ad oculum servientes, quasi hominibus placentes, sed in simplicitate cordis timentes Deum”. Aunque aquí se refleja otro aspecto: la simplicidad del corazón se une al temor de Dios, como en el caso de Job.

El siervo debe obedecer a su señor. ¿Cómo?:

“Ideo addit sed in simplicitate cordis, etc., id est, absque dolo, timentes Dominum, sicut Iob I, v. 1: Erat vir ille simplex et rectus ac timens Deum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos, etc”[46].

Obedecer con simplicidad de corazón, sin dolo ni fraude. Buscando realizar la voluntad de Dios.

2.3. Comentario a San Mateo

La Lectura super Matthaeum es fruto de la segunda estancia en París; muy probablemente durante el año académico 1269-1270. El texto de esta reportatio que nos ha llegado está incompleto. Falta el comentario de Santo Tomás a buena parte del Discurso de la Montaña, que se ha sustituido por el de otro autor, Pietro di Scala. En concreto los pasajes desde Mt. 5, 11 hasta 6, 8 y de 6, 14 a 6, 19 (equivalentes a las lecturas 13-17 y 19; n. 444-582 y 603-610 de la edición Marietti). Los trabajos de la Comisión leonina han consentido el descubrimiento de un nuevo manuscrito que contiene el texto íntegro, pero todavía no ha sido publicado[47].

El primer texto es el comentario a Mt. 5, 8: “Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt”. Aparece la relación de la pureza con la simplicidad, en concreto con la simplicidad del corazón de Sab. 1, 1:

“Et ideo dicitur Beati mundo corde: quia sicut oculus videns colorem oportet quod sit depuratus, ita mens videns Deum; Sap. I v. 1: in simplicitate cordis quaerite illum, quoniam invenitur ab his qui non tentant illum; apparet autem his qui fidem habent in illum: fide enim purificatur cor; Act. XV, 9: Fide purificans corda eorum. Et quia visio succedet fidei, ideo diciturQuoniam ipsi Deum videbunt”[48].

La mens para ver a Dios tiene que ser pura. Para ello hay que buscar a Dios con simplicidad de corazón. Pero el corazón se purifica por la fe, y a la fe sigue la visión.

Así explica Tomás la conexión entre la pureza de corazón y la visión de Dios. Esta idea de ver a Dios por la pureza y simplicidad la encontramos más adelante en un texto de S. Juan al explicar el significado del nombre Israel. Ahí nos detendremos un poco más en el ligamen entre simplicidad y ver a Dios.

A continuación encontramos un pasaje muy significativo para la simplicidad. El motivo es la enseñanza de Mt. 6, 22: “Lucerna corporis tui est oculus tuus. Si oculus tuus fuerit simplex, totum corpus tuum lucidum fuerit”.

El comentario de Santo Tomás habla en primer lugar del ojo corporal, siguiendo la interpretación literal del texto:

“Et hoc primo exponitur de oculo corporali; sicut enim lucerna dirigit gressus hominis, sic oculus. Unde si oculus tuus fuerit simplex, idest fortis ad videndum, corpus totum erit lucidum, idest dirigetur ad faciendum; si nequam, idest lippus et obscurus, totum corpus tuum tenebrosum erit, idest omnia opera tua fient ad modum tenebrarum. Si ergo lumen quod in te est, tenebrae sunt, ipsae tenebrae quantae erunt. Lumen quod in te est, est cor et mens. Si ergo ad terram dirigatur, et omnes sensus hominis ad terram dirigentur”[49].

El ojo es la lucerna que dirige los pasos del hombre: si ve bien (si es simple), guía al hombre hacia su actuar propio.

Después expone los distintos sentidos espirituales que pueden atribuirse al “ojo simple”:

1) “Aliter exponitur de oculo spirituali: lumen enim inducit ad probandum, sicut hominis ratio; Prov. XX, 27: lucerna domini spiraculum hominis. Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum, totum corpus tuum, idest omnia membra tua a peccato servabuntur: si non, involventur in operibus tenebrarum. Vel lucidum, in resurrectione sanctorum. Infra XIII, 43: tunc iusti fulgebunt sicut sol”. Tu ojo es simple significa que la razón es simple si se dirige a Dios. Como consecuencia el cuerpo se preserva del pecado;

2) “Item, per oculum significatum intentio. Unde qui vult operari, aliquid intendit: unde si intentio tua sit lucida, idest ad Deum directa, totum corpus, idest operationes tuae erunt lucidae. Et hoc intelligitur in simpliciter bonis”. La simplicidad supone que la intención se dirige hacia Dios, con lo que las obras son luminosas, buenas;

3) “Item, per oculum intelligitur fides; unde si simplex est, ita quod tendat in Deum, idest non vacillet etc.; ad Rom. XIV, 23: quod non est ex fide peccatum est”[50]. Por último, la fe es simple si tiende a Dios y no vacila.

El tercer texto que hemos seleccionado es la enseñanza típica sobre la simplicidad, recogida en Mt. 10, 16b: “Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”.

El Señor ha instruido a sus discípulos sobre el oficio que deberán realizar, ahora les anuncia los peligros que les amenazaran y como deben comportarse ante ellos:

“Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. (...) Ideo ad duo monet eos: ad prudentiam videlicet, et simplicitatem. Ad prudentiam, ut devitent mala illata; ad simplicitatem, ut non inferant mala”[51].

Tras comentar la prudencia, dice sobre la simplicidad:

“Et simplices sicut columbae. Comparaverat autem eos ovi, quia non remurmurat, item non nocet; hic comparat columbae, quia non habet iram in corde. Item simplices contra dolositatem, quae aliud gerit in corde, aliud in ore, iuxta illud Ps. XXVII, 3: loquuntur pacem cum proximo suo, mala autem in cordibus suis. Contra tormenta habere patientiam et simplicitatem. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos”[52].

Es una referencia que aparece en muchas ocasiones en los distintos escritos de Santo Tomás. Pone de relieve la estrecha relación que existe entre la simplicidad y la prudencia. La simplicidad tiene su raíz en el corazón, que no tiene ira contra el otro, que es igual en el interior del hombre que en el exterior.

Seguidamente hemos seleccionado tres textos en los cuales Santo Tomás cita el pasaje de 1 Cor. 14, 20. El contenido es la relación entre infancia y simplicidad. Hay que ser como niños, pero no por la edad sino por la simplicidad. En este contexto se observa la relación entre simplicidad y humildad.

En primer lugar, cuando comenta Mt. 11, 25 (“...quia abscondisti haec a sapientibus et prudentibus, et revelasti ea parvulis”), Santo Tomás describe quienes son los sabios, quienes los prudentes y quienes los niños. Los niños significan tres grupos de personas: bien ad literam, bien por la humildad o por la simplicidad:

“Item simplicitate: unde Apostolus I Cor. XIV, 20: malitia parvuli estote”[53].

En segundo lugar, refiriéndose a Mt. 18, 3: “et dixit: Amen dico vobis, nisi conversi fueritis, et efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum caelorum”, comenta algo similar:

“Dicit Amen dico vobis, nisi conversi fueritis, ab ista scilicet elatione immunes; Zach. I, 3: Convertimini ad me etc., et efficiamini ut parvulus iste, non aetate, sed simplicitate; I ad Cor. XIV, 20: nolite parvuli effici sensibus, sed malitia parvuli estote”[54].

En el tercero, cuando comenta Mt. 21, 16: “et dixerunt ei: Audis quid isti dicunt? Iesus autem dixit eis: Utique. Numquam legistis, quia ‘ex ore infantium et lactentium perfecisti laudem’?”, afirma lo siguiente:

“Sed quomodo dicit infantes, quia tales non possunt loqui: ergo nec laudare? Dico quod non dicuntur infantes propter aetatem, sed propter simplicitatem, quia a malitia immunes. Apostolus I Cor. XIV, 20: Nolite pueri effici sensibus, sed malitia parvuli estote”[55].

La enseñanza es la misma. Hay que hacerse como niños, no por la edad sino por la simplicidad. Esta simplicitas se refiere a la voluntad, no a la inteligencia. Consiste en ser como los niños que no conocen la malicia.

2.4. Comentario a San Juan

La Lectura super Ioannem puede datarse durante el segundo período parisino, probablemente durante los años 1270-1272 (Gauthier prefiere hablar de 1270-1271). Se trata de unareportatio hecha por Reginaldo de Piperno[56]. La exégesis teológica del evangelio de san Juan resulta uno de los comentarios más completos y profundos del Aquinate[57].

El primer texto comenta la escena del bautismo de Jesús (Jn. 1, 32): “Et testimonium perhibuit Ioannes, dicens: Quia vidi Spiritum descendentem quasi columbam de caelo, et mansit super eum”.

El comentario viene a explicar la simbología de la paloma, animal en el cual se manifiesta el Espíritu Santo. Da varios motivos de esa simbolización Espíritu-paloma, el primero de los cuales hace referencia a la simplicidad de la paloma, citando el logion de Mt. 10, 16:

“Primo quidem propter columbae simplicitatem. Nam columba simplex est; Matth. 10, 16:Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet. Et quidem, secundum Augustinum, apparuit etiam super discipulos congregatos per ignem, quia quidam sunt simplices, sed tepidi; quidam autem ferventes, sed malitiosi. Ut ergo Spiritu sanctificati dolo careant, Spiritus in columbae specie demonstratur; et ne simplicitas frigiditate tepescat, demonstratur in igne”[58].

Ya hemos comentado el consejo evangélico de tener la sencillez de la paloma. Ahora se relaciona la sencillez con la obra del Espíritu Santo. Éste nos hace sencillos (simplices) porque nos lleva a mirar a uno (respicere unum), a Dios que es Uno.

El segundo texto es el pasaje de Jn. 1, 47: “Vidit Iesus Nathanaëlem venientem ad se, et dixit de eo: Ecce vere Israëlita, in quo dolus non est”.

Dice el comentario que Israël puede interpretarse en dos sentidos: como rectissimus y como vir videns Deum. Según ambos significados Natanael sería un verdadero israelita:

“Et secundum utrumque, Nathanaël est vere Israëlita: quia enim ille dicitur rectus in quo non est dolus, ideo dicitur vere israelita, in quo dolus non est; quasi dicat: vere repraesentas genus tuum, quia tu es rectus et sine dolo. Quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt, ideo dixit vere israelita; idest, tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo”[59].

Natanael es un verdadero israelita porque es recto, sin dolo (que es el sentido de Israel). Natanael es un verdadero israelita porque ve a Dios (que es el otro sentido de Israel). ¿Cuál es la conexión entre ambos significados? Como el hombre ve a Dios por la pureza y la simplicidad, para ver a Dios hay que ser simple: tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo.

El tercer comentario que presentamos hace referencia a Jn. 14, 27a: “Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, ego do vobis”.

El contexto, según la exposición de Santo Tomás, es el siguiente. Cristo se atribuye la paz, que se apropia al Espíritu Santo, ya que el Espíritu procede del Hijo, y la da a sus discípulos. La paz se define como la tranquilidad del orden. En el hombre debe darse un triple orden respecto a sí mismo, a Dios y a los demás. Ese orden afecta a las distintas partes del ser humano:

“In nobis tria ordinari debent: intellectus, voluntas et appetitus sensitivus: ut videlicet voluntas dirigatur secundum mentem, seu rationem; appetitus vero sensitivus secundum intellectum et voluntatem. Et ideo Augustinus in lib. De Verbis Domini, pacem sanctorum definiens dicit: «pax est serenitas mentis, tranquillitas animae, simplicitas cordis, amoris vinculum, consortium caritatis»: ut serenitas mentis referatur ad rationem, quae debet esse libera, non ligata, nec absorpta aliqua inordinata affectione; tranquillitas animi referatur ad sensitivam, quae debet a molestatione passionum quiescere; simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri; amoris vinculum referatur ad proximum; consortium caritatis ad Deum”[60].

El hombre debe ordenar su intelecto, su voluntad y su apetito sensitivo. La voluntad es dirigida por la inteligencia y ambas potencias espirituales dirigen el apetito sensitivo. Así aparece la simplicidad de corazón relacionada con la paz (tranquilidad en el orden). Según el texto de Agustín, que Santo Tomás hace propio, la simplicidad del corazón se refiere a la voluntad que debe dirigirse totalmente a Dios como su único objeto.

3. Los significados bíblicos de simplicitas

Finalizada la presentación de los textos escriturísticos, queremos recoger a grandes líneas los distintos contenidos y matices que el Aquinate otorga a la simplicidad.

3.1. La simplicidad como opuesta al dolo

Es el sentido propio, estricto de la simplicidad. Concuerda perfectamente con el significado atribuido a la simplicitas en la Suma Teológica. Aparece en muchos de los textos que hemos presentado.

En el Libro de Job, al inicio, el texto sagrado define este personaje como “vir ille simplex et rectus ac timens Deum et recedens a malo”. Esta descripción de Job, modelo de hombre justo, santo se repetirá en distintas ocasiones a lo largo del texto, y también aparecerá citada en otros comentarios:

“Et erat vir ille simplex: simplicitas enim proprie dolositati opponitur”[61].

En el comentario a Col. 3, 22, hablando sobre cómo debe ser la obediencia del siervo a su señor dice:

“Ideo addit sed in simplicitate cordis, etc., id est, absque dolo, timentes dominum, sicut Iob I, v. 1: Erat vir ille simplex et rectus ac timens Deum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos, etc”[62].

Un matiz interesante de la sencillez se encuentra en los comentarios a  la carta a los Romanos (Rom. 16, 19)[63], al logion de Mateo (Mt. 10, 16)[64] y al texto de  1 Cor. 14, 20[65], cuyas referencias aparecen en distintas ocasiones. Explican la relación entre simplicidad y sabiduría.

¿En qué consiste la simplicidad? En ser como niños en el afecto, en la parte volitiva. Respecto a la inteligencia hay que ser sabio, prudente; respecto a la voluntad hay que ser simple, es decir, sin doblez, buscando el bien y no pensando el mal, actuando rectamente y sin la astucia propia del que engaña.

Esta simplicidad en el mal, la inocencia (ignorancia) de los niños, es la simplicitas de la voluntad. Una voluntad recta, que no tergiversa la verdad sino que la acoge tal y como es, actuando después en consecuencia.

3.2. La simplicidad del corazón como rectitud de intención

En diversas ocasiones la simplicidad tiene este sentido más amplio y profundo que el anterior. No se trata sólo de no engañar, de no actuar con dolo, sino de proceder en todo momento con rectitud de intención. Es decir, poner en todo el obrar como fin el dirigirse a Dios.

Así lo subraya Spicq, para quien “en sus comentarios bíblicos Santo Tomás traduce siempresimplicitas cordis como intención recta (rectitudo intentionis)”[66]. Además, como vimos anteriormente,  resalta la conexión de la virtud de la simplicidad con la veracidad y habla de laverdad de la vida, que “para Tomás es aquella verdad que tiene todo ser por el hecho de que reproduce en sí la idea divina; en el hombre, consistirá en la sumisión perfecta al orden divino, por tanto una justicia y un aspecto de la perfección”[67]. Comprobamos de esta manera que la simplicidad como rectitud de intención está presente tanto en la Summa theologiae como en los Comentarios Bíblicos.

Como hemos visto, fundamentalmente dos textos explican la sencillez como rectitud de intención: los comentarios a 2 Corintios 1, 12[68] y Efesios 6. ¿Cómo actuar con simplicitas cordis?:

“Et quomodo? Facientes voluntatem Dei, scilicet implendo mandata eius opere. Ps. CII, 20:facientes verbum illius, sicut Christus Io. VI, 38: descendi de caelo, non ut facerem voluntatem meam, sed voluntatem eius, qui misit me. Haec est enim voluntas eius qui misit me, scilicet ut obediam hominibus propter Deum. Et ideo dicit sicut servi Christi, et sicut servientes Domino, non hominibus, scilicet non propter se, sed propter Dominum.

Quomodo? Ex animo. Col. III, v. 23: quodcumque facitis, ex animo operamini, sicut Domino, et non hominibus. Item, idem subiungit hic dicens sicut domino et non hominibus. Cum bona voluntate, id est recta intentione. Col. IV, 12: stetis perfecti et pleni in omni voluntate Dei”[69].

La simplicitas consiste en hacer el bien (cumplir la voluntad de Dios) y en hacerlo con rectitud de intención. La simplicidad del corazón exige actuar en todo momento con intención recta, es decir, dirigiendo a Dios las propias obras mediante la finalidad. Además las obras deben ser rectas por sí mismas: hacer materialmente el bien con la intención formal de hacerlo.

3.3. La simplicidad dependiente de Dios

Por último, hemos visto una serie de textos que repiten o suponen esta noción: la simplicidad como rectitud del hombre que dirige todo su actuar hacia Dios. Pero, a la vez, aportan nuevos elementos al contenido específico de la simplicidad.

Estos textos aisladamente no son fáciles de interpretar. Sin embargo, como colofón de los desarrollos anteriormente presentados son de inestimable ayuda. Exponemos los más interesantes.

En el comentario a 2 Cor. 8, 2, explica Santo Tomás la riqueza sin par que supone la simplicidad, porque no se fija en los bienes temporales sino en Dios:

“Homo ex duabus causis habet promptum animum ad dandum satis, scilicet ex abundantia divitiarum, sicut divites, vel ex contemptu divitiarum; et sic idem facit in paupere contemptus, quod facit in divite abundantia. Et ideo dicit altissima paupertas, sic supra, abundavit, id est effectum abundantiae fecit, in divitias simplicitatis eorum, quia cor eorum erat solum ad Deum, et ex hoc provenit contemptus divitiarum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc”­­[70].

Aquí la simplicidad se describe como tener el corazón sólo para Dios, hacia Dios (cor eorum erat solum ad Deum). De ahí procede la abundancia y la verdadera riqueza del hombre. Para entender esta expresión debemos observar el paralelo existente con la doctrina del hombre imagen de Dios (lo veremos en el capítulo 7). El hombre es simple cuando dirige su corazón (todo su ser) hacia Dios. El hombre es imagen especialmente cuando se dirige al conocimiento y al amor de Dios.

En la misma dirección encontramos un pasaje muy significativo para nuestro estudio. El motivo es la enseñanza de Mt. 6, 22 sobre el ojo simple.

El comentario de Santo Tomás sigue en primer lugar la interpretación literal del texto. Habla del ojo corporal como guía del cuerpo[71], después expone los distintos sentidos espirituales que pueden atribuirse al ojo simple:

1) En primer lugar dice que el ojo es la razón. La razón es simple si se dirige hacia Dios[72];

2) En segundo lugar, significa la intención. Todo obrar está dirigido por una intención. La intención es recta cuando se dirige a Dios, consecuentemente todas las operaciones del hombre serán buenas[73];

3) Por último, significa la fe. La fe simple tiende a Dios y no vacila[74].

En los tres casos, podemos observar la vinculación directa entre la simplicidad y el dirigirse hacia Dios (razón, intención o fe).

Esta idea se recoge también en el comentario a Jn. 14, 27a: “Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, ego do vobis”. La simplicidad del corazón ordena la voluntad, en tanto que la dirige totalmente a Dios como el único objeto de sus actos: “simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri”[75].

Observamos en estos textos que la simplicitas dirige la persona (la razón, la intención, la fe, la voluntad) hacia Dios. Pero, ¿por qué existe en Tomás este vínculo entre la simplicidad del hombre y Dios? Nos parece que los dos comentarios que traemos de nuevo a colación dan respuesta suficiente.

El texto más claro y relevante es el comentario a Fil. 2, 15. Hablando del modo de actuar los filipenses respecto a Dios, Santo Tomás comenta:

“Ibi simplices, etc., filius enim est similis patri; Deus autem simplex est; unde simplices simus sicut filii Dei, quod est, quando intentio est ad unum. Iac. I, 8: vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis. Matth. c. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”[76].

Aquí el Aquinate une explícitamente la simplicidad de Dios (Deus autem simplex est) y la simplicidad de los hijos de Dios, que deben imitar (ser semejantes) a su Padre: como Dios es simple, nosotros somos simples en cuanto hijos de Dios.

Esta simplicidad se realiza cuando la intención se dirige ad unum. Este dirigirse ad unum, como notábamos en los comentarios precedentes, es dirigirse totalmente hacia Dios, que es absolutamente simple. De tal forma que la simplicidad del objeto (Dios) captado por la inteligencia y voluntad, hace más simple al hombre.

Este aspecto se manifiesta en el comentario al bautismo de Jesús (Jn. 1, 32). El Espíritu Santo desciende en forma de paloma, porque este animal representa la simplicidad:

“Primo quidem propter columbae simplicitatem. Nam columba simplex est; Matth. 10, 16:Estote prudentes sicut serpentes,et simplices sicut columbae. Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere Unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet”[77].

El Espíritu Santo hace que las personas sean simples, porque les hace mirar, dirigirse hacia Uno, el Dios simple. Es la misma idea de la simplicidad: la simplicitas del objeto hace simple al sujeto. Pero ahora se subraya la labor del Espíritu Santo en el alma. La va haciendo simple según se va conformando al Dios simple.

Por último, queremos hacer referencia a dos comentarios en los que el Aquinate une la simplicidad del hombre y la visión de Dios.

El primer texto únicamente nos habla de esta relación simplicidad-visión: comentario a Mt. 5, 8: “Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt”[78]. El segundo la especifica más detenidamente: se trata de la escena en que Jesús ve a Natanael (Jn. 1, 47).

Israël puede interpretarse en dos sentidos: rectissimus y vir videns Deum. Natanael es un verdadero israelita según ambos significados, quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt[79].

Natanael como Job, como tantos otros, son verdaderos representantes del pueblo de Dios por su simplicidad: rectos, justos, con temor de Dios, observantes de la Ley. A la vez, por su pureza de conducta, por esta simplicidad, es capaz de ver a Dios, verdaderamente es un hombre que ve a Dios. ¿Por qué para ver a Dios hay que ser simple de corazón?

Dios se ve por la simplicidad, porque para ver a Dios no cabe el dolo, ni la malicia, ni la riqueza terrena (poner el fin en las cosas temporales), sino que es necesario poner toda la mente, el corazón y la voluntad en Dios.

Nos parece que el origen de esta relación entre simplicidad y visión de Dios deriva del hecho de que Dios es simple y para captar algo simple hay que ser simple. No es otra cosa que aplicar el principio de que lo semejante se capta (conoce) por lo semejante.

La simplicidad del objeto afecta al sujeto. El dirigirse hacia el Dios Simple (por el conocimiento, por la voluntad, por la obras) hace que el hombre se haga más simple. Pero también para captar el objeto simplicísimo (ver a Dios), el sujeto necesita ser simple.

De esta forma se clarifica la relación entre la simplicidad humana y la simplicidad divina. A su vez, esta enseñanza se relaciona con la teología sobre la vida eterna. La vida eterna consiste en ver a Dios, verle como Él es, en su esencia, y al verle como es, nosotros seremos semejantes a Él.

Así nos sirve para fundamentar el vínculo existente entre “Dios simple” (Ego sum qui sum) y el “ver a Dios tal y como es, siendo semejantes a Él”. El Dios simple es objeto de la visio beatífica por el hombre simplificado. La simplicidad ontológica del hombre se desarrolla gracias a la simplicidad moral. Esta simplicidad tendrá su cumplimiento en la vida eterna, con la visión de Dios cara a cara que nos hará semejantes a Él (lo veremos en el próximo capítulo).

Balance conclusivo

La sistemática de este capítulo, presentar los textos para después realizar una síntesis de los distintos significados, hace menos necesario este balance.

De todas formas, es importante señalar que también encontramos en Tomás de Aquino una referencia al sentido moral de la simplicitas. Principalmente en sus comentarios a la Escritura, pero no sólo.

La simplicidad (sencillez) aparece como una virtud específica, veracidad, que consiste en decir la verdad tanto con las obras como con las palabras. El hombre exterior debe expresar fielmente el hombre interior (el corazón, la inteligencia).

Esta identidad entre las virtudes de la veritas y la simplicitas, que aparece por vez primera en la Summa, es un punto a tener en cuenta. Efectivamente ofrece algunas luces para entender la relación entre simplicidad moral y ontológica. La virtud de la verdad (simplicitas), como ausencia de dolo en obras y palabras, debe perfeccionar la verdad del sujeto, lo que Santo Tomás denomina veritas vitae, noción equivalente a la simplicitas en cuanto rectitud de intención.

Esta virtud, simplicidad en sentido estricto, tiene como fin y es un instrumento adecuado para constituir una actitud del alma más general: la simplicidad del corazón o verdad de la vida.

El hombre debe actuar, debe vivir con total rectitud de intención. Es decir, vivir libremente de acuerdo a la verdad profunda de su ser, obrando según la idea que Dios tiene de él. Así el ser humano se somete voluntariamente al designio eterno de Dios sobre su propio ser y vivir. Todo el actuar del hombre, todo el obrar virtuoso implica esta actitud de rectitud de las potencias espirituales del hombre ante la voluntad divina.

Esta simplicidad moral presenta su punto culminante en algunos textos, en los que la simplicidad del hombre se une a la simplicidad divina siendo perfeccionada por ésta. Como Dios es simple, el hombre es simple.

Se trata de textos que relacionan la simplicidad ontológica de Dios con la simplicidad moral del hombre. Éste actúa con simplicidad o se hace simple como consecuencia de que el objeto de su razón o de su voluntad es el Dios simple. El objeto conocido y amado modifica al sujeto, Dios actúa en el hombre simplificándolo, haciéndolo simple (tal y como Él es).

En un primer paso, esos textos muestran que la simplicidad lleva al hombre a poner como objeto de su conocer, de su amar o de sus acciones a Dios. Somos simples cuando la razón se dirige completamente a Dios: “Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum” (In Mattheum, cap. 6, lect. 5). O este otro en el que la simplicidad deriva de la voluntad que toma a Dios como único objeto: “simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri” (In Ioannem, cap. 14, lect. 7).

En un segundo momento, diversos textos establecen la unión entre la simplicidad y el ver a Dios. El hombre puede ver a Dios por la simplicidad,  porque como Dios es simple, “ita mens videns Deum” (In Mattheum, cap. 5, lect. 2); “quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt” (In Ioannem, cap.1, lect. 16).

La actuación del Espíritu Santo consiste en hacernos simples como Dios, porque hace que nuestro actuar se dirija a una sola cosa, Dios: “Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet” (In Ioannem, cap. 1, lect. 14).

De esta forma sólo el hombre que es simple puede ver a Dios. Cuando el hombre se fija exclusivamente en Dios, cuando su inteligencia se dirige únicamente a Dios, cuando su voluntad se pone en Dios, entonces el hombre es simple. La simplicidad del hombre se perfecciona, se realiza en esa unión con Dios. El hombre se asemeja a Dios.

En este sentido, la clave viene ofrecida por el texto de Filipenses (In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4). Tenemos que ser simples porque somos hijos de Dios. El hijo es semejante al padre, por tanto como Dios es Simple, nosotros debemos hacernos simples. Esta simplicidad radica en dirigir nuestra intención ad unum, es decir, a Dios.

Nos parece que esta temática presenta bastantes puntos de contacto con el tratado sobre la imagen de Dios en el hombre. El hombre es imagen de Dios por gracia especialmente cuando conoce y ama a Dios, es decir, cuando su conocimiento y su voluntad se dirigen hacia Dios.

No podemos olvidar que Dios es simple. Y que la simplicidad del hombre es a semejanza o imitación de la simplicidad de Dios (cfr. In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4). Además la simplicidad humana lleva a dirigir la inteligencia y la voluntad hacia el ser divino, permitiendo ver a Dios. Precisamente en este ver a Dios (conocerle y amarle) el hombre se hace más simple (la acción del Espíritu Santo en el hombre), porque el objeto (la simplicidad divina) conforma al sujeto (el hombre simple).

NOTAS:


[1] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3; Summa Theologiae, II-II, q. 143, a. 1, ag4 et c; q. 160, a. 2; q. 169, a. 1.

[2] “Quidam philosophus graecus ponit septem partes temperantiae, scilicet austeritatem, continentiam, humilitatem, simplicitatem, ornatum, bonam ordinationem, per se sufficientiam; et videtur quod male”, In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, ag 1.

[3] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2.

[4] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, c.

[5] “Sed modestiam in multa dividit secundum diversa exteriora in quibus oportet hominem modum imponere. Exteriora enim in quibus modestia modum imponit, sunt tria. Primum est collocutiones ad eos quibus convivimus; et in his ponit modum austeritas cujus definitio in objiciendo supra posita est. Secundum est bona exteriora, ut vestes, equi, et hujusmodi, et in his ponit modum humilitas quantum ad quantitatem in usu; unde secundum ipsum, humilitas est habitus non superabundans in sumptibus et praeparationibus; sed simplicitas quantum ad modum quaerendi, quae secundum ipsum est habitus contentus his quae contingunt, non enim multum solicitus est de talibus. Tertium est actiones propriae quae ad corpus pertinent; et in his ponit modum quantum ad agentem ornatus, qui secundum ipsum est scientia circa decens in motu et habitudine: quantum autem ad exteriora, quae consideranda sunt ut debito tempore, et loco, et hujusmodi, ordinatio, quae secundum ipsum est experientia separationis et discretionis actuum, ut sciat loqui verum in tempore suo; quantum vero ad instrumenta, vel auxilia quibus indigemus ad actionem, est per se sufficientia, quae secundum ipsum est habitus contentus quibus oportet”, In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, c.

[6] “Circa exteriora vero duplex moderatio est adhibenda. Primo quidem, ut superflua non requirantur, et quantum ad hoc ponitur a Macrobio parcitas, et ab Andronico per se sufficientia. Secundo vero, ut homo non nimis exquisita requirat, et quantum ad hoc ponit Macrobiusmoderationem, Andronicus vero simplicitatem”, Summa Theologiae, II-II, q. 143, a. 1, c.

[7] “Et secundum hoc, Andronicus ponit tres virtutes circa exteriorem cultum. Scilicet,humilitatem, quae excludit intentionem gloriae. Et per se sufficientiam, quae excludit intentionem deliciarum. Et simplicitatem, quae excludit superfluam sollicitudinem talium. Unde dicit quod simplicitas est habitus contentus his quae contingunt”, Summa Theologiae, II-II, q. 169, a. 1, c.

[8] Summa Theologiae, II-II, q. 111, a. 3, ad 2.

[9] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 1, c.

[10] Ibid.

[11] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 2.

[12] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 3, ad 3.

[13] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ag 4.

[14] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 4

[15] Summa Theologiae, II-II, q. 111, a. 3, ag 2 et ad 2. Ver también Summa Theologiae, I-II, q. 58, a. 4, ad 2.

[16] “Veritas autem de qua loquimur, consistit in hoc quod homo in dictis et factis suis rectitudini divinae, sive divinae legis regulae, se conformet: cui quidem homo conformari debet et in his quae ad cognitionem pertinent, et hoc pertinet ad veritatem doctrinae; et in his quae ad actionem spectant; sive ea debeat aliquis per se ipsum agere, quod pertinet ad veritatem vitae, sive ea debeat ab aliis observanda promulgare, quod pertinet ad veritatem justitiae, quae consistit in rectitudine judicii”, In IV Sententiarum, d. 38, q. 2, a. 4, qª. 1, c. También: “Sed quia non solum aequalitas constituta in rebus per actus nostros, sed etiam ipsi actus nostri commensurari debent rationi quae est in mente; ideo in hac commensuratione etiam alia veritas invenitur, secundum quod ipsae operationes sunt commensuratae menti; et haec est veritas vitae, quae consistit in hoc quod unusquisque faciat secundum quod ratio docet”, In IV Sententiarum, d. 46, q. 1, a. 1, qª. 3, ad 1.

[17] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 3. Se puede ver también en este texto: Summae Theologiae, I, q. 16, a. 4, ad 3: “Ad tertium dicendum quod virtus quae dicitur veritas, non est veritas communis, sed quaedam veritas secundum quam homo in dictis et factis ostendit se ut est. Veritas autem vitae dicitur particulariter, secundum quod homo in vita sua implet illud ad quod ordinatur per intellectum divinum, sicut etiam dictum est veritatem esse in ceteris rebus”.

[18] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 3, ad 3

[19] C. SPICQ, La vertu de simplicité dans l’Ancien et le Nouveau Testament, en RSPT 22 (1933), pp. 14-15, nota 4.

[20] V. BOSCH, El concepto cristiano de “simplicitas” en el pensamiento agustiniano, Apollinare Studi, Roma 2001. Aunque su trabajo estudia formalmente a san Agustín, prepara el tema con una exposición de la simplicitas en la Sagrada Escritura (pp. 19-35) y en el pensamiento patrístico (pp. 37-110), con referencias y bibliografía de los principales estudios sobre la cuestión.

[21] V. BOSCH, El concepto cristiano de “simplicitas”..., o.c., p. 19.

[22] Cfr. C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 6.

[23] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 14.

[24] Cfr. C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 15.

[25] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 25.

[26] Ibid., p. 26.

[27] Leonina, t. 26, pp. 17*-20*.***

[28] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin. Sa personne et son oeuvre, Pensée antique et médiévale. Vestigia 13, Paris-Fribourg 2002, pp. 175-178, 494 y 620.

[29] In Iob, cap. 1.

[30] In Iob, cap. 12.

[31] Ibid.

[32] In Iob, cap. 31.

[33] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 365-376, 496-497 y 621.

[34] In ad Romanos, cap. 16, lect. 2, n. 1219.

[35] In I ad Corinthios XI-XVI, cap. 14, lect. 4, n. 852.

[36] In II ad Corinthios, cap. 1, lect. 4, nn. 30ss.

[37] Ibid., n. 32.

[38] Ibid. ((ver el n.***))

[39] Ibid.

[40] In II ad Corinthios, cap. 8, lect. 1, n. 285.

[41] In ad Ephesios, cap. 6, lect. 2, n. 344.

[42] Ibid., n. 346.

[43] Ibid., nn. 347-348.

[44] In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4, n. 81.

[45] Ibid., n. 82.

[46] In ad Colossenses, cap. 3, lect. 4, n. 178.

[47] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 80-86, 495.

[48] In Mattheum, cap. 5, lect. 2, n. 434.

[49] In Mattheum, cap. 6, lect. 5, nn. 615-616.

[50] Ibid.

[51] In Mattheum, cap. 10, lect. 2, n. 839.

[52] Ibid., n. 841.

[53] In Mattheum, cap. 11, lect. 3.

[54] In Mattheum, cap. 18, lect. 1, n. 1489.

[55] In Mattheum, cap. 21, lect. 1, n. 1707.

[56] Algunos autores, entre ellos Torrell, sostienen que no ha sido revisada posteriormente por Santo Tomás. Es un tema controvertido. Los testimonios de Tolomeo de Lucca y de Bartolomé de Capua se corroboran, son positivos y precisos. La noticia según la cual la revisión se extiende hasta el capítulo 5 es demasiado concreta para ser sin fundamento.

[57] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 288-292, 496 y 621.

[58] In Ioannem, cap. 1, lect. 14, n. 272.

[59] In Ioannem, cap. 1, lect. 16, n. 322.

[60] In Ioannem, cap. 14, lect. 7, n. 1962.

[61] In Iob, cap. 1.

[62] In ad Colossenses, cap. 3, lect. 4, n. 178.

[63] “Secundo reddit eos cautos contra malum, dicens sed volo vos esse sapientes in bono, ut scilicet ei quod bonum est inhaereatis, I Thess. ult.: Quod bonum est tenete; et simplices in malo, ne scilicet per aliquam simplicitatem declinetis ad malum, ut talis sit vobis simplicitas, quod nullum decipiatis in malum”, In ad Romanos, cap. 16, lect. 2, n. 1219.

[64] “Et simplices sicut columbae. (...) Hic comparat columbae, quia non habet iram in corde. Item simplices contra dolositatem, quae aliud gerit in corde, aliud in ore”, In Mattheum, cap. 10, lect. 2, n. 841.

[65] “Sed quomodo debetis effici pueri? Affectu, non intellectu. Et ideo dicit sed malitia. Ubi sciendum est quod parvuli deficiunt in cogitando mala, et sic debemus effici parvuli, et ideo dicitsed malitia parvuli estote, et deficiunt in cogitando bona, et sic non debemus esse parvuli, immo viri perfecti, et ideo dicit sensibus autem perfecti, etc., id est ad discretionem boni et mali perfecti sitis”, In I ad Corinthios XI-XVI, cap. 14, lect. 4, n. 852.

[66] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., pp. 14-15, nota 4.

[67] Ibid.

[68] Esa es la forma de actuar que ha seguido el apóstol: “Primo quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis, et ideo dicit quod in simplicitate, id est in rectitudine intentionis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis, etc. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc. Secundo quod ea quae facit sunt bona, et ideo dicit et sinceritate operationis, Phil. I, v. 10: Ut sitis sinceri et sine offensa”, In II ad Corinthios, cap. 1, lect. 4, n. 32.

[69] Ibid., nn. 347-348.

[70] In II ad Corinthios, cap. 8, lect. 1, n. 285.

[71] Cfr. In Mattheum, cap. 6, lect. 5, nn. 615-616.

[72] “Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum, totum corpus tuum, idest omnia membra tua a peccato servabuntur: si non, involventur in operibus tenebrarum. Vel lucidum, in resurrectione sanctorum. Infra XIII, 43: tunc iusti fulgebunt sicut sol”, Ibid.

[73] “Item, per oculum significatum intentio. Unde qui vult operari, aliquid intendit: unde si intentio tua sit lucida, idest ad Deum directa, totum corpus, idest operationes tuae erunt lucidae. Et hoc intelligitur in simpliciter bonis”, Ibid.

[74] “Item, per oculum intelligitur fides; unde si simplex est, ita quod tendat in Deum, idest non vacillet etc.; ad Rom. XIV, 23: quod non est ex fide peccatum est”, Ibid.

[75] “In nobis tria ordinari debent: intellectus, voluntas et appetitus sensitivus: ut videlicet voluntas dirigatur secundum mentem, seu rationem; appetitus vero sensitivus secundum intellectum et voluntatem. Et ideo Augustinus in lib. De Verbis Domini, pacem sanctorum definiens dicit: pax est serenitas mentis, tranquillitas animae, simplicitas cordis, amoris vinculum, consortium caritatis: ut serenitas mentis referatur ad rationem, quae debet esse libera, non ligata, nec absorpta aliqua inordinata affectione; tranquillitas animi referatur ad sensitivam, quae debet a molestatione passionum quiescere; simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri; amoris vinculum referatur ad proximum; consortium caritatis ad Deum”, In Ioannem, cap. 14, lect. 7, n. 1962.

[76] In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4, n. 81.

[77] In Ioannem, cap. 1, lect. 14, n. 272.

[78] “Et ideo dicitur Beati mundo corde: quia sicut oculus videns colorem oportet quod sit depuratus, ita mens videns Deum; Sap. I v. 1: in simplicitate cordis quaerite illum, quoniam invenitur ab his qui non tentant illum; apparet autem his qui fidem habent in illum: fide enim purificatur cor; Act. XV, 9: Fide purificans corda eorum. Et quia visio succedet fidei, ideo diciturQuoniam ipsi Deum videbunt”, In Mattheum, cap. 5, lect. 2, n. 434.

[79] “Et secundum utrumque, Nathanaël est vere Israëlita: quia enim ille dicitur rectus in quo non est dolus, ideo dicitur vere israelita, in quo dolus non est; quasi dicat: vere repraesentas genus tuum, quia tu es rectus et sine dolo. Quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt, ideo dixit vere israelita; idest, tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo”, In Ioannem, cap. 1, lect. 16, n. 322.

Pio Santiago

Caio Márcio Barreto Penna Chaves

Extracto de la Tesis de Doctorado presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (2004)


Índice

1. Introducción

2. La fidelidad divina en las enseñanzas de Santo Tomás

3. La fidelidad en el sistema tomista de virtudes

4. La fidelidad es una virtud especial

5. La fidelidad y las dimensiones de la virtud ética

5.1. Dimensión afectiva. El sujeto de la fidelidad

5.2. Dimensión intelectual o normativa

a) Respecto a Dios

b) Respecto a la comunidad y a su soberano

c) Respecto al prójimo

d) La fidelidad de los ministros

e) La fidelidad en el contexto de los votos

6. Conexión de la fidelidad con otras virtudes

a) Fidelidad, caridad y amistad

b) Fidelidad y paciencia

c) Fidelidad, perseverancia y constancia

Bibliografía General


1. Introducción

Si nos aplicamos a examinar cómo aparece la virtud de la fidelidad en algunos manuales clásicos de moral, observaremos que, en un principio, esta parece ser una cuestión en torno a la cual no se plantean grandes discusiones.

Las principales nociones respecto a esta virtud parecen muy bien asentadas. Las definiciones son claras: no hay dudas sobre en qué consiste, ni sobre el puesto que ocupa en la exposición de la doctrina moral. Su campo de incidencia se presenta bastante claro, así como el elenco y el alcance de sus más típicas obligaciones.

No cabe duda de que se trata de un importante valor de la vida humana, pero situado en un segundo o tercer plano, en el conjunto de las cuestiones de la vida moral, hasta tal punto que algunos autores llegan a dedicarle en sus manuales un tratamiento más bien sumario.

Sin embargo, esto no debe ser interpretado como un menosprecio de la virtud. La fidelidad siempre ha sido considerada como una de las virtudes más dignas de honor y aprecio. Lo que ocurre es que, así como los hombres que la han vivido, la virtud de la fidelidad ha ejercido desde hace mucho en el mundo del pensamiento un papel discreto, sin casi llamar la atención, pero firme, seguro y eficaz. Si se ha hablado poco de la fidelidad –al menos en la literatura teológica– es porque no se sentía esta necesidad. La fidelidad no era un “problema”, y por tanto estaba naturalmente situada lejos del vértice de las profundas cuestiones teológicas y filosóficas.

En este sentido, como observa P. Adnès, parece que la fidelidad apenas ha despertado la preocupación de los teólogos, ni siquiera de Santo Tomás, que no la atribuye explícitamente a Dios como una de las perfecciones relativas a su ser o a su operación[1]. El Angélico tampoco elabora un estudio sistemático, detallado, de la fidelidad en el ámbito de las virtudes cardinales y sus partes.

Pero alrededor del Concilio Vaticano II, y sobre todo en los años posteriores, comenzaron a surgir, en el ámbito del pensamiento teológico, muchos escritos que proponían una reflexión más profunda acerca de la fidelidad. El tema adquirió, en aquel entonces, bastante envergadura, especialmente a raíz de las innumerables defecciones en la esfera de la vida religiosa y sacerdotal, y del creciente fenómeno de las rupturas matrimoniales.

Con predominio de enfoques psicológicos y antropológicos, la fidelidad pasó a ser cuestionada en este contexto de “abandonismo vocacional”, de crisis, de “búsqueda de la identidad” del sacerdote, del religioso, etc. Es verdad que muchos autores se han planteado el asunto movidos por la intención de redescubrir los fundamentos de la fidelidad y de hacerle recobrar la fuerza que había perdiendo. Pero en algunos casos se puso en tela de juicio la misma capacidad humana de asumir compromisos de por vida, y, coherentemente con ciertos presupuestos filosóficos, se consideró la fidelidad como un ideal irrealizable.

¿A qué se debía este creciente interés sobre la virtud de la fidelidad? Era la constatación -en un campo muy concreto del saber, como es el teológico- de que las cosas estaban cambiando. Ciertamente no ha sido un fenómeno surgido de la noche a la mañana, sino algo que fue ganando cuerpo poco a poco, a lo largo de muchos años, y cuyas raíces se pueden remontar quizás al desprestigio de los valores cristianos tradicionales, propugnado por una serie de pensadores de los últimos tres siglos.

A estos factores intelectuales se suelen añadir otros, como el influjo en la conducta de las personas –por lo menos en el mundo occidental– de la cada vez más acelerada dinámica de la vida moderna, de la mutación constante de la realidad. En un espacio de tiempo muy corto, el hombre ha dado un verdadero salto en diversos ámbitos de la cultura, y la misma vida humana ha asumido un ritmo de cambio verdaderamente insospechable tiempos atrás, al mismo tiempo que se van afirmando, de modo cada vez más extenso, estilos de vida individualistas y relativistas, marcados por la desconfianza y por un verdadero temor ante la toma de decisiones que comprometan toda la vida. ¿Cómo asumir un compromiso estable, si la vida es tan variable, si el futuro se nos escapa, si nacemos y crecemos en un ambiente donde todo nos conduce a vivir y a disfrutar el momento?

Si se considera también el creciente proceso de secularización de la sociedad en los países de antigua tradición cristiana, y su influjo en otras partes del mundo, que pone en tela de juicio los valores cristianos tradicionales, se entiende cómo se ha podido llegar a un verdadero desprestigio de la fidelidad, a una tergiversación de su sentido, a una debilitación de su poder atractivo.

«Una superficial valoración de todo lo que exige amor y fidelidad, ya sea en el matrimonio, en la vida religiosa, en los deberes filiales o laborales, se difunde hoy rápidamente por doquier, viciando el sereno clima de una fidelidad a la palabra dada. Ya no se reconoce la existencia de lazos definitivos e indisolubles. Todo se relativiza, se temporaliza»[2]. En casos extremos, se llega al punto de calificar como “fieles” ciertas conductas que en otras circunstancias se considerarían como claras manifestaciones de infidelidad.

No obstante, en medio de todo este panorama, no han faltado personas que han ofrecido, con sus vidas, preciosos testimonios de fidelidad, de entrega a Dios, a personas, a ideales y a instituciones. Además, a pesar de todo este bombardeo de ideas contrarias a la fidelidad, hay en el hombre una tendencia natural que lo lleva a buscar la estabilidad en las relaciones familiares, sociales, etc., y no se puede olvidar que la gracia divina trabaja en las almas, despertando aquí y allá deseos de entrega y de fidelidad.

Así las cosas, creemos que la cuestión está en descubrir y mostrar cuáles son los fundamentos de la fidelidad humana. ¿Por qué debo ser fiel? y ¿qué debo hacer para ser fiel? Naturalmente, estas cuestiones exigen un elemento previo: querer ser fiel, considerar la fidelidad como un verdadero bien moral para uno mismo y para los demás. Solamente estas personas estarán en condiciones de encontrar razones, motivos, convicciones de fondo. Los que desprecian la fidelidad como valor, le cierran las puertas del alma y la tornan impracticable.

 Frente a este panorama, vamos averiguar si, a pesar de que no haya realizado un estudio sistemático de esta virtud, es posible encontrar en las obras de Santo Tomás de Aquino elementos que nos proporcionen una base teológica segura para una auténtica concepción de la fidelidad.

2. La fidelidad divina en las enseñanzas de Santo Tomás

Como observa von Balthasar, la experiencia nos demuestra que es difícil al hombre permanecer fiel a sus semejantes, a los compromisos asumidos, a los ideales y al mismo Dios, si se cuenta tan sólo con las propias fuerzas[3]. La fidelidad del hombre implica la fidelidad de Dios, pues el deseo humano de fidelidad no se realizaría nunca si no contara con Él.

Hay, por tanto, una relación entre el ser divino y la fidelidad del hombre, en consonancia con lo que afirma Santo Tomás respecto a la existencia en Dios de las ideas ejemplares de las virtudes:

El ejemplar de la virtud humana es necesario que preexista en Dios, como preexisten en Él también las razones de todas las cosas[4].

Así podemos afirmar que la causa ejemplar de la fidelidad humana es Dios, cuya fidelidad se hace patente al contemplar los atributos de su ser. El hombre es capaz de ser fiel porque Dios es fiel.

En la Summa Theologiae no encontramos la fidelidad explícitamente enumerada entre los atributos de Dios, pero por lo menos una vez se encuentra en las obras del Angélico la relación en Dios entre inmutabilidad y fidelidad.

Nos situamos en Super ad Romanos, más precisamente en los comentarios de Santo Tomás a las siguientes palabras de San Pablo: «¿Cuál es, pues, la ventaja del judío? ¿Cuál la utilidad de la circuncisión? Grande, de todas maneras. Ante todo, a ellos les fueron confiados los oráculos de Dios. Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles, ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso, como dice la Escritura (Sal 51, 6): Para que seas justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado» (Rm 3, 1-4).

Dice Santo Tomás que el versículo que recoge la interrogación de San Pablo - «Nunquid incredulitas eorum, evacuavit fidem Dei?» - puede ser interpretado de dos modos. Primero, con relación a la fe con que se cree en Dios. Segundo, con relación a la fidelidad con que Dios es fiel a sus promesas, y esta fidelidad de Dios se frustraría si a causa de la incredulidad de unos sucediera que todo judío renegase su pertenencia al pueblo elegido[5].

Siguiendo el texto de la epístola, afirma San Pablo a continuación que de ningún modo se frustrará la fidelidad de Dios, a causa de la infidelidad de algunos, porque «Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso, como dice la Escritura: Para que seas justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado» (Rm 3, 4). Y comentado ambas razones dadas por el Apóstol, Santo Tomás enseña dos cosas.

En la primera, conjuga la fidelidad de Dios con la veracidad tomada en su acepción metafísica, para concluir que la mentira de los hombres o bien su infidelidad por no adherirse a la verdad no frustra la veracidad o fidelidad de Dios[6]:

Pues el intelecto divino es causa y medida de las cosas, y por esto, en sí mismo, es infaliblemente veraz, y cada una de las cosas es verdadera en cuanto se conforma con él[7].

Para explicar la segunda razón dada por San Pablo, quien echa mano de un argumento de autoridad de la Escritura, observa Santo Tomás la necesidad de interpretar el versículo en su contexto, el salmo 51.

Según la conocida narración bíblica, Dios había prometido a David, a través del profeta Natán, que afirmaría su descendencia y consolidaría para siempre el trono de su realeza (cfr. 2S 7, 12). Pero por causa del pecado de David se decía que Dios no cumpliría su promesa. David, arrepentido, dirige a Dios el salmo Miserere, donde exclama: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. Porque aparezca tu justicia cuando hablas y tu victoria cuando juzgas» (Sal 51, 6).

Y enseña Santo Tomás al respecto:

La intención del Salmista es decir dos cosas. Lo primero, en efecto, es que por su pecado no cambia la justicia divina, a la cual corresponde que sus palabras se cumplan[8].

Aquí se toma la inmutabilidad de Dios en su sentido más genuinamente bíblico. Dios es inmutable en su justicia y en sus decisiones, es constante, no olvida sus promesas a causa de nuestros pecados, porque rectas son sus palabras (cfr. Pr 8, 8) y es fiel en todas ellas (cfr. Sal145, 13). Y por lo tanto, concluye Santo Tomás diciendo:

Así pues es manifiesto según este sentido, que el pecado del hombre no excluye la fidelidad divina[9].

3. La fidelidad en el sistema tomista de virtudes

Considerando la importancia de las virtudes en la moral tomista y el hecho de que Santo Tomás les dedique un estudio detallado[10], quizás llame la atención verificar que en el caso de la fidelidad no ocurre lo mismo[11].

Esto no quiere decir, como veremos más adelante, que la fidelidad no esté incluida en el cuadro tomista de las virtudes. Además, no sólo en la Summa Theologiae, sino también en otros escritos de Santo Tomás, encontramos una serie de referencias a la fidelidad, que aquí trataremos de estudiar más ordenadamente.

Con base a estas referencias, pretendemos ubicar la fidelidad en el sistema de virtudes de Santo Tomás, siguiendo sus criterios de clasificación. Después, trataremos de verificar si se pueden encontrar, en el caso de la fidelidad, las notas características de las virtudes morales en general.

En el tratado de los hábitos y virtudes de la Prima secundae, después de hacer la distinción entre las virtudes morales y las intelectuales, Santo Tomás presenta, en la cuestión 60, un cuadro general según la enumeración de Aristóteles, donde las virtudes se dividen en géneros y especies.

En pocas palabras, la variedad de virtudes estriba en la diversidad de sujetos o facultades apetitivas que han de ser perfeccionados por la virtud. Esta diversidad de sujetos determina una primera división genérica, según la cual algunas virtudes tienen por materia las pasiones que han de ordenar, y otras las acciones que deben rectificar. Las primeras se agruparán bajo la templanza y la fortaleza, mientras que las segundas se encuadran dentro de la justicia. La división específica se hace por los diferentes objetos formales.

Sin embargo, este cuadro general de la cuestión 60 no es completo. Se refiere tan sólo a la división efectuada por Aristóteles, que Santo Tomás trata de ordenar sistemáticamente, y ciertamente padece de algunas anomalías. «La templanza y fortaleza son presentadas, en estilo aristotélico, como virtudes únicas y aisladas, y no formando principios de agrupación, como virtudes principales, ramificadas en numerosas secundarias del mismo orden. Además, las virtudes de afabilidad, liberalidad, veracidad, son presentadas como virtudes circa passiones, mientras que en el plan seguido en la Secunda secundae se clasifican como virtudes adjuntas a la justicia, que no versan sobre pasiones, sino sobre las operaciones exteriores relativas a otros»[12].

En el esquema seguido en la Secunda secundae, a su vez, encontramos las virtudes divididas en diversos tratados. Los tres primeros corresponden a las virtudes teologales. Luego se encuentran los tratados de la prudencia, de la justicia, de la religión, de las virtudes sociales y de la fortaleza.

En cuanto al organismo de las virtudes morales, se aprecia que Santo Tomás modifica grandemente el esquema de la Prima secundae, y construye un sistema que tiene como punto de partida las cuatro virtudes morales fundamentales que ya Platón distinguía. Esta clasificación en torno a las virtudes cardinales es mantenida abiertamente por Santo Tomás. Se puede decir que la razón de ello es que el Angélico «se ha encontrado ante una tradición enormemente sólida. No solamente la Escritura (Sb 8, 7) enumera cuatro virtudes cardinales, sino que los filósofos (Cicerón, Macrobio) y los Padres de la Iglesia (San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio Magno) no han conocido otra. Y toda la tradición escolástica del siglo XIII antes de él se las ingenió para demostrar por la razón que esta clasificación se impone al espíritu. Y lo mismo vale para la tradición pre-tomista en lo referente a las ramificaciones de las virtudes cardinales»[13].

Santo Tomás no duda en respetar e incorporar una tradición tan antigua como arraigada entre las “autoridades”. Según esta tradición, prudencia, justicia, fortaleza y templanza se consideran las cuatro virtudes fundamentales o cardinales porque «son las características generales del modo de decidir y obrar virtuoso, (...) se refieren a los aspectos específicos de la conducta donde principalmente son necesarias»[14].

No obstante el respeto a la tradición en la que se vio insertado, Santo Tomás no deja de manifestar su pensamiento, y un ejemplo de esto lo encontramos al examinar el lugar que ocupa en sus escritos la virtud de la religión[15].

Dicho sea de paso, será precisamente en el ámbito del tratado de la virtud de la religión donde encontraremos quizás la más importante referencia a la fidelidad en el conjunto de las obras de Santo Tomás, como veremos detalladamente más adelante.

Volviendo a la investigación del lugar que ocupa la fidelidad en el organismo de las virtudes morales, se puede advertir que tampoco en el sistema de la Secunda secundae parece que la fidelidad encuentre un puesto entre las virtudes. Es necesario buscar la clasificación más completa de las virtudes elaborada por Santo Tomás, y ésta la encontraremos en el Scriptum super libros Sententiarum, el Comentario a los cuatro Libros de las Sentencias de Pedro Lombardo.

Super Sententiis es la primera de las grandes obras de Tomás de Aquino[16]. Al contrario de lo que sucede en la Summa Theologiae - su obra de madurez, donde se manifiesta más frecuentemente una independencia del contexto histórico - en Super Sententiis Santo Tomás se muestra muy ligado a sus contemporáneos y predecesores inmediatos[17].

En esta obra, «el Angélico, tras un genial esfuerzo de síntesis y de inventiva, integra, bajo una sistematización rigurosa en torno a las cuatro virtudes cardinales, todas la clasificaciones conocidas de la antigüedad: la de Aristóteles, la enumeración de Cicerón, de unas 20 virtudes; la de Macrobio, que contiene unas 27; la de Andrónico de Rodas, que es de 33; y la clasificación de la primera Escolástica o de Guillermo de Conches en su obra Moralium dogma philosophorum»[18].

En la distinctio XXXIII estudia extensamente las cuatro virtudes principales o cardinales, en tres cuestiones; la primera sobre las virtudes morales en común, la segunda sobre las virtudes cardinales, y la tercera sobre sus partes.

En esta última, Tomás reúne todas las partes de la justicia según los elencos de diversos autores, antiguos y contemporáneos[19].

De los antiguos, menciona los siguientes autores con sus respectivas clasificaciones:

Cicerón, que atribuye a la justicia seis partes: religio, pietas, gratia, vindicatio, observantia, veritas.

Macrobio, que señala las siguientes: innocentia, amicitia, concordia, religio, pietas, humanitas, affectus.

De la clasificación de un autor anónimo sale un gran número de divisiones y subdivisiones de la justicia. Ésta posee dos partes, a saber, liberalitas y severitas, que a su vez se divide enbenignitas y beneficentia. La benignitas comprende otras siete partes: religio, pietas, innocentia, amicitia, reverentia, concordia, misericordia.

De Andrónico de Rodas, o Andrónico el Peripatético, como le llama Santo Tomás en laSecunda secundade, tenemos otro extenso elenco de partes. Para este pensador sonfamiliares justitiae las siguientes virtudes: liberalitas, benignitas, vindicativa, eugnomosyne, eusebia, eucharistia, sanctitas, bona commutatio, legis-positiva.

Aristóteles, a su vez, presenta la justicia dividida en legalis y specialis, y esta segunda subdividida en distributiva y commutativa.

De un autor no identificado, oculto bajo un genérico quidam, pero que podría ser Guillerme de Alvernia[20], y por lo tanto un contemporáneo suyo, Santo Tomás menciona cinco:

Uno propone cinco partes, que son obediencia respecto a los superiores, disciplina respecto a los inferiores, equidad, respecto a los iguales, fe (fides) y verdad respecto a todos[21].

En seguida Tomás aclara que la fe aquí no debe ser interpretada en el sentido de la virtud teologal de la fe, sino como fidelidad:

(…) la fe aquí es tomada como fidelidad, no según es virtud teológica[22].

Y la explicación que presenta Santo Tomás no deja lugar a dudas:

A la tercera cuestión, de las otras partes, hay que saber que parecen ser propiamente dichas partes subjetivas de la justicia, porque por obligación de la ley el hombre está obligado a obedecer al superior, a manifestar disciplina para con el inferior confiado a su cuidado, y a los iguales, y también hacia todos, a conservar la equidad en las cosas, la fe en los hechos, que es lo mismo que la observancia, y la veracidad en las cosas dichas, aunque por veracidad se tome como aquella de las confesiones de un juicio.

De otra manera, si fuese tomada conforme se dijo arriba, seria parte potencial de la justicia[23].

La fidelidad aparece en otros dos lugares del comentario al tercer libro de las Sentencias. El primero, en la cuestión 3 de la distinctio XXIII, donde se indaga sobre la formación de la fe. Al final, en la expositio textus, Santo Tomás enseña que la palabra “fe” puede ser tomada según tres acepciones, siendo una de ellas explicada en los siguientes términos:

La fe del hombre se dice también veracidad, en cuanto es causa de que alguien crea incluso en estas cosas que no ve. Y así dice Cicerón que “la fe es fundamento de la justicia”, fe entendida como fidelidad[24].

Más adelante, todavía en el tercer libro del Super Sententiis, aparece nuevamente la fidelidad, en términos muy semejantes, pues se trata de aclarar una vez más que la “fe” en algunos casos equivale a la “fidelidad”:

Y aquí el Apóstol excluye tres cosas de la caridad, que repugnan a la verdadera amistad: de las cuales, la primera es el fingimiento, como en aquellos que simulan la amistad, cuando no son amigos: cosa que rechaza al decir: fe no ficticia, fe en el sentido de fidelidad[25].

Volviendo a la cuestión del lugar de la fidelidad en el organismo de las virtudes morales, fijémonos ahora en el hecho de que el texto del autor anónimo citado en Super Sententiis, que atribuye la fidelidad a la justicia como una parte potencial, se encuentra repetido casi en idénticos términos en la cuestión 80 de la Secundae secunde, que versa sobre las partes potenciales de la justicia:

(…) otros autores establecen cinco partes de la justicia: obediencia respecto al superior, disciplina con relación al inferior, igualdad entre los iguales, fidelidad y verdad para todos[26].

Al explicar este modo de dividir las partes de la virtud de la justicia, Santo Tomás enseña lo siguiente:

La fidelidad, por la que se realiza lo afirmado, está comprendida en la veracidad en cuanto al cumplimiento de las promesas; pero esta veracidad va más lejos, como se verá más tarde[27].

De todo esto podemos concluir que, en el sistema tomista de virtudes, la fidelidad es definida como una virtud moral, parte potencial de la justicia. El hecho de que Santo Tomás la incluya dentro de la veracidad explica quizás por qué no le ha dedicado una cuestión a parte, hecho que, sin embargo, no le resta importancia.

Curiosamente, aunque ambas virtudes se presenten relacionadas en esta parte de la Summa Theologiae, no se encuentra ninguna referencia a la fidelidad en la cuestión 109 de la Secundasecundae, que versa precisamente sobre la veracidad. Pero sí habrá una mención, y de las más importantes, precisamente en el ámbito de la virtud de la religión[28], que, como hemos visto, ocupa un puesto de relevancia en el sistema tomista de virtudes éticas.

Esto nos permite concluir que, a pesar de que la virtud de la fidelidad no haya encontrado tratamiento sistemático entre los escritos de Santo Tomás, está inserta en el contexto de las virtudes centrales en la concepción tomista de la vida moral.

4. La fidelidad es una virtud especial

Hasta aquí hemos podido ubicar la virtud de la fidelidad en el organismo de las virtudes morales según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. La fidelidad es una parte potencialde la virtud de la justicia, afín a la veracidad.

Para alcanzar el objetivo de este trabajo, no basta dar por zanjada la cuestión del carácter de virtud ética de la fidelidad simplemente por estar incluida en los catálogos de virtudes.

Es un hecho que, con frecuencia, la fidelidad se identifica con el fijismo, la inmovilidad, máxime cuando en moral se parte de la base de una concepción de libertad no acorde con la auténtica moral tomista, como veremos en el capítulo siguiente. En muchos ambientes, «la fidelidad en el sentido habitual, como vínculo reconocido entre la voluntad y un bien, un ideal, una persona, una forma de vida, una institución, una elección anterior, la fidelidad que asegura la permanencia de esta voluntad en un sentido determinado, cambia de valor. Se convierte en una amenaza precisamente porque es un vínculo, que resulta atentatorio de la libertad de elección entre cosas contrarias. Más bien, es la traición la que se hace buena, porque sólo ella conserva el campo libre a la pasión de la afirmación de si mismo»[29]. Frente a esta visión torcida, se hace necesario rescatar el carácter bueno de la acción fiel y el concepto de fidelidad como verdadera virtud, lo que intentaremos hacer a continuación, tratando de demostrar la excelencia de la conducta fiel en los textos de Santo Tomás.

Las virtudes morales son principios de acciones buenas y excelentes. Sobre todo, no se puede perder de vista que en la definición de la virtud como hábito moral está comprendida la capacidad de tomar y realizar decisiones moralmente excelentes de manera coherente y estable.

Muchas veces el hombre sabe de modo genérico lo que es vivir moralmente bien, y que una vida así es una vida llena de valor. Pero no basta tener un conocimiento teórico de lo que es bueno, sino que es necesario a la vez un conocimiento moral práctico, es decir, la conciencia de que la acción virtuosa es un bien para mi, aquí y ahora.

La conversión del conocimiento teórico del bien en una convicción personal, firme y práctica, es garantizada precisamente por la virtud moral.

Tal vez lo que más desvalorice la fidelidad como virtud sea la pérdida de la percepción práctica de la acción fiel como bien de la persona. Como consecuencia, se tiende a juzgar que la conducta fiel es tenida como buena por fuerza de la conveniencia social o de una mera tradición, mientas se olvida que ser fiel, en cuanto acto de virtud moral, es algo que hace feliz a la persona, que contribuye al bien global de su vida.

Podemos decir que todo esto está reflejado de algún modo en las enseñanzas de Santo Tomás cuando se refiere a la fidelidad, particularmente en dos momentos.

El primero de ellos corresponde al prólogo del comentario a la epístola de San Pablo a los Romanos. Santo Tomás empieza por aludir al pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles en que San Pablo afirma de sí mismo que es un vaso de elección, escogido por Dios para llevar Su Nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. El motivo de la excelencia de la vida del Apóstol está, dice Santo Tomás, en sus virtudes, que compara a piedras preciosas[30], entre las cuales brilla con particular esplendor la fidelidad:

Pues en este oficio de llevar el nombre de Dios, su excelencia es manifestada cuanto a tres cosas:

(…) Segundo, en cuanto a la fidelidad, porque no ha buscado nada suyo, sino de Cristo, según aquello de 2Cor. 4, 5: “pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo”[31].

Otro texto que nos permite indicar la excelencia moral de una conducta fiel es el prólogo deSuper epistolam ad Philemonem. Santo Tomás abre esta obra citando un versículo del libro delEclesiástico: «Servus si est tibi fidelis, sit tibi quasi anima tua» (Si 33, 31). El Sabio, comenta el Angélico, enseña las cosas que deben caracterizar las relaciones entre señor y siervo, y de parte de este lo primero que se requiere es precisamente la fidelidad, en la cual estriba su bien.

La fidelidad supone al siervo una gran exigencia, porque se debe a sí mismo, y todo lo suyo, a su señor[32], dice Santo Tomás. Pero al mismo tiempo que le exige mucho, en la fidelidad el siervo encuentra su recompensa, porque halla en ella su bien. Es más, de acuerdo con lo que dice el Angélico en el siguiente texto, podemos concluir que la virtud de la fidelidad hace que la relación siervo-señor ya no se limite a un mero deber de justicia, sino que surja la amistad donde antes solamente había lazos serviles:

Así pues, tal siervo ha de ocupar en el corazón del amo el lugar de un amigo, por lo que dice que sea para ti como tu alma. Pues esto es lo propio de los amigos, que sean las suyas un alma en el no querer y en el querer[33].

Y podemos decir que, aunque el texto en cuestión se refiera a una especie de relación interpersonal peculiar (la relación señor-siervo), queda patente la eminencia de la fidelidad, así como su escasez, porque el mismo Santo Tomás observa, aludiendo a Prov 20, 6, que a pesar de su excelencia la fidelidad se halla en pocos[34].

Acerca de la bondad del acto de fidelidad, podemos hacer un paralelo con aquello que Santo Tomás hace notar respecto a la veracidad: hablar de uno mismo con verdad es una cosa buena, pero con una bondad genérica, que no basta para que el acto sea virtuoso. Para esto se requieren otras condiciones, sin las cuales el acto sería más bien un vicio[35].

En el caso de la fidelidad, esto se da de modo claro. La fidelidad no es un valor absoluto. Para que sea verdadera necesita la referencia a objetivos y valores por los que merezca la pena entregarse. No es verdadera fidelidad, por ejemplo, la perseverancia en la búsqueda de un ideal mezquino o inmoral, o el cumplimiento de promesas acerca de cosas ilícitas, como la promesa de Herodes a la hija de Herodías (cfr. Mt 14, 1-12).

Creemos poder indicar una alusión a esta dependencia de ciertas condiciones para que el acto de fidelidad sea verdaderamente virtuoso, en un pasaje de la Summa Theologiae donde Santo Tomás recuerda que la fidelidad debida a Dios jamás nos exigirá el cumplimiento de una cosa mala, inútil o impeditiva de un bien mayor[36].

Entrando ahora más directamente en la cuestión de la especificidad de la virtud de la fidelidad, y haciendo un paralelo con el tratamiento dado en la Summa Theologiae a otras virtudes anejas a la justicia, se podría argüir una dificultad, que Santo Tomás se plantea al hablar sobre la obediencia. Y lo hace en estos términos:

A la obediencia se opone la desobediencia. Pero todo pecado es una desobediencia, pues dice San Ambrosio que el pecado es “desobediencia a la ley de Dios”. Luego la obediencia no es virtud especial, sino general[37].

 Esta idea se podría aplicar de modo análogo a la fidelidad: así como todo pecado implica un acto de desobediencia, también envuelve un acto de infidelidad. Luego, la fidelidad sería una virtud general.

La solución proporcionada por Santo Tomás respecto a la obediencia[38] ciertamente no se puede aplicar tal cual a la virtud de la fidelidad, pero la respuesta acerca de la especificidad de aquella virtud sirve también para ésta:

(…) a todas las obras buenas que tienen una razón especial de bondad corresponde una virtud especial, ya que lo propio de la virtud es “hacer la obra buena”[39].

Idea que Santo Tomás señala también para afirmar la especificidad de la virtud de la veracidad. Lo propio de la virtud humana es hacer bueno al que la posee. Por tanto, todos los actos que tienen una especial razón de bondad, como el decir la verdad, requieren una virtud especial que disponga a ello[40].

El acto de obediencia tiene una razón especial de bondad, que radica en la misma naturaleza, y por tanto tenemos la virtud especial de la obediencia, que dispone el hombre a los actos propios de esta virtud. Esta razón especial de bondad del acto de obediencia reside en el hecho de que la obediencia al superior está establecida por Dios en la misma naturaleza y es, por consiguiente, un bien, ya que éste, en palabras de San Agustín recordadas por el Angélico, consiste en la medida, especie y orden[41].

Así como el acto de obediencia, también el de fidelidad posee una especial razón de bondad y hace bueno al que lo practica. En el caso de la fidelidad, podemos deducir su especial razón de bondad a partir de algunos elementos tomados de la cuestión sobre el voto en la Secundasecundae[42].

En efecto, el acto más propio de esta virtud es cumplir lo que se ha prometido[43], y, como la obediencia, también es un deber que deriva de la misma naturaleza humana:

(…) por un deber de honestidad moral obliga cualquier promesa hecha de hombre a hombre, y esta es obligación de derecho natural[44].

En conclusión, el cumplimiento de las promesas, por ser un deber de honestidad moral, cuya especial razón de bondad radica en el derecho natural, requiere una virtud especial que a ello disponga. Esta virtud es la fidelidad, parte potencial de la justicia, hábito que dispone al hombre a mantener la palabra dada, a cumplir lo que ha prometido, hacer que sea verdad lo que ha afirmado. Dicho de otro modo, la fidelidad es la virtud que establece la conformidad entre lo que se dice y lo que se hace, así como la veracidad establece la conformidad entre las palabras o acciones y las realidades que expresan.

5. La fidelidad y las dimensiones de la virtud ética

La virtud ética no es una realidad simple, sino que tiene varias dimensiones. En concreto, «tiene una dimensión afectiva, porque es un orden poseído por la afectividad y la voluntad; tiene una dimensión disposicional, ya que ese orden afectivo predispone y anticipa la decisión moralmente excelente para cada situación y (...) dispone en orden al fin último; y tiene, por último, una dimensión intelectual o normativa, en cuanto la virtud es un principio de la razón práctica que ha de ser desarrollado para determinar lo que en cada caso conviene hacer u omitir»[45].

Hemos visto hasta ahora el lugar de la fidelidad en el organismo de las virtudes según la concepción de Santo Tomás de Aquino, y hemos sacado de sus escritos diversos elementos que nos han permitido definirla como una virtud moral especial.

Siendo una virtud, queda clara su dimensión disposicional. Pasemos ahora a investigar si en los escritos de Tomás, sobre todo en la Summa Theologiae, se pueden encontrar elementos suficientes para describir, en el caso de la fidelidad, las otras dos dimensiones antes citadas: ladimensión afectiva y la dimensión intelectual o normativa.

Nos fijamos sobre todo en estas dos dimensiones porque nos permiten dilucidar algunas cuestiones de interés. En el primer punto, que trataremos a continuación, vamos a examinar más en detalle la fidelidad como parte potencial de la justicia, y así quedará resuelta la cuestión del sujeto de la fidelidad. En el segundo punto, dedicado a la dimensión intelectual, vamos a identificar cuáles son los fines de la virtud de la fidelidad que se pueden aprehender en los escritos de Santo Tomás, particularmente en la Summa Theologiae.

5.1 Dimensión afectiva. El sujeto de la fidelidad

A una visión más superficial, quizá pudiera extrañar el hecho de que la fidelidad esté situada por Santo Tomás dentro de la virtud cardinal de la justicia. Y esto porque comúnmente la fidelidad es relacionada con el amor, sobre todo cuando se piensa en el ámbito del compromiso matrimonial, hasta el punto de que muchos autores, antes de referirla a la justicia, y como algo que la supera, la consideran una propiedad esencial de la caridad[46].

Además, pensar en la fidelidad como parte de la justicia causa extrañeza cuando se considera que algunos elementos propios de esta virtud no cuadran con la idea general de fidelidad, como, por ejemplo, el deber de restitución. ¿Cómo puede uno exigir la restitución de un acto de infidelidad?

Para aclarar eventuales dudas, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que la clasificación tomista de las virtudes morales responde a los criterios propios de la época escolástica, situada en un contexto histórico bastante diverso al nuestro. Lo que se buscaba sobre todo era la precisión, la exactitud formal. Actualmente partimos de una óptica quizás más centrada en otros aspectos, que prestigian más las tendencias humanas, la espiritualidad, las relaciones entre las personas, etc.

Lo segundo que hay que tener en cuenta es, como hemos dicho, el respeto de Santo Tomás hacia la firme tradición con la que se encuentra, de agrupar todas las virtudes alrededor de las virtudes fundamentales o cardinales.

Sabemos que las virtudes tienen por sujeto propio las potencias del alma, «pues las virtudes, tanto en su razón genérica de hábitos operativos como en su concepto específico de nuevos principios de acción que “perfeccionan las facultades para el bien, que es la operación óptima”, entrañan relación inmediata de inherencia a las potencias, a las que disponen para obrar»[47].

En el caso de la voluntad, siendo su objeto el bien de la razón proporcionado a ella, no necesita ser perfeccionada por una virtud, a no ser que el hombre desee un bien que exceda su capacidad volitiva, ya de la especie humana, como el bien divino, ya del individuo, como el bien del prójimo[48].

Así, mientras que el doble apetito sensible será el sujeto de las virtudes agrupadas en torno a la templanza y la fortaleza, en la voluntad residirán como en su sujeto las virtudes que dirigen los afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo: «la caridad con la esperanza, que ordenan al bien divino, trascendente al bien humano en general, y la justicia con todas las virtudes anejas – religión, virtudes sociales, etc. – que se refieren al bien del prójimo, que como tal excede al bien individual»[49].

La fidelidad es una de estas virtudes que se refieren al bien del prójimo y que exceden el bien individual, porque no busca lo que aprovecha a uno mismo, sino lo que es de interés y utilidad de los demás:

Respecto de los prójimos, el hombre se ha de disponer rectamente: (…) en cuanto que no sólo no cause daños al prójimo por la ira, sino tampoco por fraude o engaño. Y a esto pertenece la “fe”, si se toma en el sentido de fidelidad[50].

Por tanto, está claro que la fidelidad se integra en el grupo de las virtudes anejas a la justicia y, por consiguiente, reside en la voluntad como sujeto propio. Sin embargo, es aneja a la justicia como parte potencial, por no cumplir perfectamente la razón de la virtud principal[51].

En efecto, fidelidad y justicia tienen en común la referencia al prójimo[52], pero la fidelidad se separa de la virtud principal por defecto de débito[53].

Hay dos clases de débito, el legal y el moral. El primero es obligatorio por imposición de la ley, y es el objeto propio de la justicia. Débito moral es lo que uno debe por la honestidad de la virtud, y puede ser de tal manera necesario que no sea posible conservar sin ello la honestidad de las costumbres[54].

La fidelidad, per quam fiunt dicta, está comprendida en la veracidad. Y la realización de lo afirmado, que pertenece a la fidelidad, es un deber de honestidad moral.

En conclusión, de acuerdo con los criterios de Santo Tomás para la división de las virtudes, la fidelidad se sitúa bajo la justicia como parte potencial, a ella semejante por ordenar el hombre al prójimo y de ella distinta por defecto de la razón de débito[55]. Y perteneciendo al grupo de las virtudes anejas a la justicia, es inherente a la voluntad como sujeto propio.

5.2  Dimensión intelectual o normativa

En este apartado vamos a analizar los fines propios de la virtud de la fidelidad, partiendo de las referencias esparcidas sobre todo por la Secunda Pars.

Sabemos que la división genérica de las virtudes morales las separa en dos grandes grupos, según la materia a que se refieren. Como hemos estudiado, algunas tienen por materia las pasiones que han de ordenar, y otras, las operaciones o acciones exteriores que han de rectificar. Las acciones y pasiones, en cuanto materia propia y principal (aunque no como dominios exclusivos), son los elementos que nos permiten distinguir las diversas virtudes[56].

En otras palabras, la distinción específica de las virtudes se hace por sus objetos formales. Las virtudes que tienen por materia propia y principal las operaciones exteriores se refieren al bien del prójimo, porque tales acciones poseen por objeto lo que es debido a los demás.

Pero el débito no guarda en todas ellas (las virtudes) la misma significación, porque una cosa se debe de muy distinta manera a un igual que a un superior, que a un inferior; y la naturaleza del débito difiere también según resulte de un contrato, de una promesa o un favor recibido. Y estas diversas razones de débito dan lugar a distintas virtudes[57].

El objeto formal de la fidelidad, o su materia propia y principal, son las acciones exteriores que se refieren al bien del prójimo y que tienen por objeto todo lo que es debido a los demás en razón de una promesa, entendida esta en sentido amplio.

La promesa es un acto de la razón, a la cual pertenece ordenar, y, por tanto, esta obligación que de ella se origina es la contrapartida de los mandatos y peticiones. Así como por los mandatos y peticiones establecemos lo que los demás nos deben hacer, por las promesas ordenamos a nosotros mismos lo que debemos hacer a los demás[58].

Por tanto, la promesa es una relación que une al que promete con aquel a quien se promete[59], y puede darse de diversas maneras. Puede ser expresa o tácita. Puede ser con relación a Dios o al prójimo. Con relación a Dios, puede estar unida a un voto o juramento y así expresar un vínculo sagrado. Con relación al prójimo puede dirigirse al individuo o a una colectividad. Puede hacerse de modo más o menos solemne.

Lo que hay de común en todas estas situaciones es la razón de débito moral. La exigibilidad del cumplimiento de las promesas en virtud de una obligación de derecho natural que deriva de la honestidad moral u honorabilidad[60].

Las referencias de Santo Tomás a la fidelidad contemplan esta amplia gama de situaciones, que ahora pasaremos a analizar. Para facilitar el estudio, optamos por dividir las varias referencias en distintos grupos, a saber: a) respecto a Dios; b) respecto a la comunidad y a su soberano; c) respecto al prójimo. En dos grupos a parte pondremos la fidelidad en el contexto de los votos (d) y juramentos (e).

a) Respecto a Dios

Examinando los escritos de Santo Tomás, se podría afirmar que, respecto a Dios, lo primero que se debe especificar como deber de fidelidad es la obligación de cumplir los votos sagrados.

El voto se incluye en la categoría de promesa, porque su contenido es una obligación nacida de una promesa hecha a Dios de un bien mayor, y como tal constituye un acto de la virtud de la religión[61].

Al discurrir sobre la obligatoriedad del cumplimiento de los votos, Santo Tomás enseña que la obligación de cumplir lo que se ha prometido mediante voto radica en la fidelidad que se debe a Dios:

Es de fidelidad humana cumplir lo que se ha prometido, pues, como dice San Agustín, “la palabra ‘fidelidad’ se deriva del cumplimiento de lo dicho”[62].

Se podría concluir, entonces, que, respecto a Dios, la fidelidad nos ordena sobre todo al cumplimiento de lo prometido, los votos sagrados en primer lugar.

Pero Santo Tomás va más allá y nos coloca en una perspectiva mucho más amplia: la fidelidad debida a Dios no se origina de la promesa que le hacemos. No es en la promesa donde encontramos el fundamento último de la fidelidad. Es más, la fidelidad debida a Dios es anterior a la promesa, porque la incluye como uno de sus varios aspectos.

El fundamento último de la fidelidad – que incluye, entre otras acciones, el cumplimiento de los votos – es el reconocimiento del dominio divino sobre nosotros y de los innumerables dones y beneficios que recibimos constantemente de Dios. En otras palabras, el reconocimiento de nuestra radical condición de dependencia y de destinatarios de la gracia divina:

Ahora bien, a Dios se le debe la máxima fidelidad tanto por su dominio sobre nosotros como por los bienes recibidos de Él. Por lo tanto, los votos que a Él se hacen obligan en el máximo grado, pues se comprenden en la fidelidad que el hombre debe a Dios, siendo su infracción una especie de infidelidad[63].

A esta obligación de fidelidad a Dios se hará una mención más, para explicar que, aunque sea máxima esta obligación, no le es contraria la dispensa del voto, que debe ser interpretada a modo de la dispensa que se hace de cualquier ley, cuando en algún caso su observancia no realiza el bien[64].

La fidelidad a Dios también exige que no atribuyamos a otros el honor a Él debido. Esto es lo que se concluye de la lectura de un pasaje de la cuestión 100 de la Prima secundae, donde se pregunta si los preceptos del Decálogo están bien enumerados.

Explica Santo Tomás que, así como la ley humana regula la vida del hombre en la sociedad humana, la ley divina ordena la sociedad humana bajo la autoridad de Dios. Así como para vivir bien en sociedad es necesario guardar las debidas relaciones con el presidente de la sociedad y con los demás miembros de ella, también es necesario que la ley divina imponga preceptos que ordenen al hombre a Dios, y otros que lo ordenen con respecto al prójimo:

Al príncipe de la comunidad tres cosas debe el hombre: primero, fidelidad; segundo, reverencia; tercero, servicio. La fidelidad al señor consiste en no atribuir a otro el honor del principado. Y por tanto, la ley divina ordena: no tendrás otros dioses [65].

b) Respecto a la comunidad y a su soberano

Los textos aquí examinados, naturalmente necesitan ser leídos e interpretados en el contexto histórico concreto de la época en que fueron escritos.

El escenario de la vida de Santo Tomás es el siglo XIII, más precisamente los cincuenta años centrales de este siglo. Y como apunta J. Weisheipl, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, sus trabajos no están desligados de los acontecimientos contemporáneos, pues fue un hombre totalmente inmerso en su época y en su ambiente[66].

Desde el punto de vista histórico-social, la vida de Santo Tomás transcurre en una sociedad - la del mundo medieval occidental - caracterizada por el feudalismo, en cuyo sistema son de primordial importancia los vínculos de dependencia personal, donde se conceden tierras, derechos y beneficios en general a cambio de la fidelidad personal y la prestación de servicios.

Uno de los elementos fundamentales del sistema feudal es el contrato de vasallaje[67], en el que un hombre libre concede a otro un beneficio, a cambio del homenaje, de la fidelidad y de la prestación de determinados servicios. Entre los diversos actos y ceremonias de este contrato, que constituía las relaciones feudales entre el señor y su vasallo, se sitúa el juramento de fidelidad[68].

Una de las veces en que Santo Tomás se refiere a la fidelidad, es precisamente en este contexto, cuando establece las causas de licitud de los juramentos:

Las causas en las cuales es lícito jurar son estas: para firmar la paz, como juró Labón, Gen. XXXI, 44 ss.; segundo, para conservar la fama; tercero, para guardar la fidelidad, como los feudatarios juran a sus señores; cuarto, para cumplir la obediencia, si algo honesto ha sido preceptuado por el superior; quinto, para dar seguridad; sexto, por la verdad que se ha de testificar. Así juró el Apóstol, Rom. I, 9: me es testigo Dios, etc[69].

Respecto al soberano de la comunidad, la fidelidad exige el sometimiento a su autoridad legítima, de la cual quedan liberados los súbditos en caso de apostasía del príncipe:

Desde el momento en que alguien fue por sentencia judicial excomulgado por apostasía en la fe, quedan sus súbditos libres de su dominio y del juramento de fidelidad[70].

Con relación a la comunidad, Santo Tomás alude al deber de fidelidad del ciudadano, al explicar si todo perjurio es pecado, en la cuestión 98 de la Secunda secundae.

No parece, explica, que todo perjurio sea pecado. Puede cesar la obligación del juramento por la aparición de alguna circunstancia imprevista, como cuando una ciudad jura guardar un juramento y después se incorporan a ella nuevos ciudadanos. La razón que apunta Santo Tomás es la siguiente:

El juramento es siempre una acción personal. Por esto, el nuevo ciudadano no está obligado a observar aquello que la ciudad tenía jurado. Sin embargo, hay ciertos lazos de fidelidad que obligan al ciudadano nuevo a participar de las cargas y beneficios de la ciudad[71].

Quizás razonando en términos de estricta justicia, la conclusión lógica del caso en cuestión sería que, al ciudadano que no hubiera tomado parte del juramento de la ciudad, no se le podría exigir participar en las cargas de la vida en sociedad. Este hecho se vería compensado porque – de otra parte – estaría privado de la participación en los beneficios de la vida ciudadana.

Sin embargo, por fidelidad, el ciudadano se siente impelido a contribuir libremente en la tarea de hacer frente a las cargas de la vida social, y no se puede afirmar que esto signifique para él una desventaja, porque también podría participar de los beneficios otorgados a los demás ciudadanos.

Si se tiene en cuenta el contexto histórico-social de la vida de Santo Tomás, se pueden comprender mejor los motivos y el alcance de cuestiones como las que hemos visto.

c) Respecto al prójimo

Con relación al prójimo, en primer lugar tenemos que el hombre debe cumplir lo que ha prometido, por las razones que ya hemos visto en el epígrafe 3 y que veremos más adelante en el caso de los votos y juramentos. Igualmente, según el texto que también hemos mencionado anteriormente, debe el hombre disponerse rectamente con relación al prójimo, y por fidelidad no debe causarle daños por fraude o engaño, o por ira[72].

El oponerse a todo tipo de fraude, engaño, falsedad, mentira, apariencia, etc., se configura como uno de los rasgos más característicos e importantes de la virtud de la fidelidad en el pensamiento de Santo Tomás.

Esto explica, por ejemplo, un pasaje de una de sus obras, intitulada Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religione ingressu. Se trata de un escrito polémico, redactado para contrarrestar “la doctrina errónea y perniciosa de aquellos que impiden a los hombres entrar en religión”. Su finalidad principal era la apología de las nuevas órdenes mendicantes, entonces recién surgidas.

En el capítulo 11 de esta obra, Santo Tomás repasa todos los argumentos elaborados por sus opositores para negar la utilidad de que unos hombres se obliguen a la religión mediante votos. Uno de estos argumentos es el siguiente:

Añaden también ser contra la fidelidad, que gente inexperta se obligue a las graves cargas de la religión, tales como las largas maitines, vigilias, ayunos y disciplinas y otras asperezas, y así son conducidos como bueyes al sacrificio, y esto porque al no cumplir lo que prometieron, se les prepara un lazo de muerte eterna[73].

La respuesta de Santo Tomás a esta objeción no niega las asperezas que encontrarán aquellos que son admitidos a la religión, pero invitar a estas personas a ingresar en este estado no es obrar en contra de la fidelidad, si junto a las austeridades se les prometen también las consolaciones espirituales, a ejemplo de Nuestro Señor[74].

A la fidelidad le repugna tanto toda especie de traición y falsedad que no sólo impide causar daños por fraude o engaño a los amigos, sino que nos obliga incluso a conservarla respecto a los enemigos, por fuerza de ciertos derechos y pactos. Todo esto es lo que extraemos de la cuestión 40 de la Secunda secundae, sobre la licitud del uso de estratagemas en las guerras:

Parece que no sea licito en las guerras usar de estratagemas, (...) porque las asechanzas y fraudes parecen oponerse a la fidelidad, lo mismo que las mentiras. Mas, como a todos debemos guardar fidelidad, a nadie se debe mentir, como se ve en San Agustín. Pues, habiendo de guardar fidelidad al enemigo, como él mismo afirma, parece que no se han de usar celadas contra él[75].

Efectivamente, así responde Santo Tomás:

(...) la estratagema se ordena a engañar al enemigo. De dos modos se puede engañar a uno: con palabra o con obras. Del primer modo, por decirle falsedad o porque no se le guarda lo prometido. Esto siempre es ilícito. De esta manera nadie debe engañar al enemigo, pues hay ciertos derechos y pactos entre los mismos enemigos que han de guardarse, como dice San Ambrosio en el libro “De officiis” (L. 1, c. 29)[76].

En estas obligaciones de fidelidad, cuyo alcance se da incluso respecto a los enemigos, se puede ver reflejada la seriedad de las repercusiones sociales de esta virtud.

Campo especial de la fidelidad que se ha de vivir con relación al prójimo es aquél en que se sitúan las obligaciones de esta virtud respecto a los secretos. Conservar los secretos aparece como acto perteneciente a la fidelidad en dos textos de la Secunda secundae, ambos situados en el Tratado de la Justicia y concernientes a la administración de la justicia.

El primero trata de la obligación de la acusación. Santo Tomás plantea la cuestión de si el hombre está obligado a acusar:

Parece que nadie está obligado a acusar. (...) Nadie está obligado a obrar contra la fidelidad que debe al amigo, puesto que no debe hacer a otro lo que no quiere que se haga con él. Ahora bien, el acusar a alguien va algunas veces contra la fidelidad que se debe a un amigo, como expresa el libro de los Proverbios XI: “quien anda con doblez, descubre los secretos; mas el que es fiel calla lo que el amigo le confió”[77].

De hecho, la respuesta de Santo Tomás confirmará la obligación de fidelidad de no revelar los secretos, pero admitiendo una excepción: cuando está en juego la conservación del bien común, que siempre prevalece sobre el bien particular. Por esto, no es lícito recibir secretos contrarios al bien común[78].

El segundo texto se encuentra dos cuestiones más adelante, y versa sobre la obligación de prestar testimonio.

Parece que nadie está obligado a prestar testimonio, principalmente sobre materias confiadas en secreto. Esto en el caso del sacerdote y para las cosas confiadas en confesión está claro, pues lo que ha conocido como ministro de Dios tiene un vínculo mayor que cualquier precepto humano.

Pero acerca de las demás cosas que bajo secreto se confían a los hombres se ha de distinguir. A veces son de tal naturaleza que el hombre está obligado a manifestarlas en el momento en que llegaren a su conocimiento; por ejemplo, si afectan a la corrupción espiritual o corporal de la multitud, si han de causar daño grave a alguna persona o producir algún otro efecto parecido. En estos casos, todo el mundo está obligado a revelar el hecho, por medio de testimonio o denuncia, y la obligación del secreto no puede prevalecer aquí contra ese deber, porque entonces se quebrantaría la fidelidad que se debe a otros[79].

En otras circunstancias, dirá Santo Tomás, no habrá obligación de revelar las cosas conocidas bajo secreto, y a esto nadie puede ser coaccionado, ni siquiera por precepto del superior, porque guardar la palabra es de derecho natural y nadie puede ser obligado a actuar contra ello. Una vez más se nota que prevalece el bien común, materia de la fidelidad que se debe a los demás.

d) La fidelidad de los ministros

Hay todo un ámbito de ejercicio de la virtud de la fidelidad en los escritos de Santo Tomás, sobre todo en los comentarios escriturísticos, que es el oficio de los ministros o dispensadores de Cristo.

En casi todas las referencias a la fidelidad en este ámbito encontramos como telón de fondo una exhortación de San Pablo en la primera epístola a los corintios: «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1Co 4, 1-2).

El pasaje de la epístola concierne a la amonestación que San Pablo dirige a los corintios por el hecho de que algunos ministros de entre ellos despreciaban a otros ministros. Y observa Santo Tomás que lo primero que hace el Apóstol es recordar a los corintios que aun conociendo la autoridad que corresponde a los que son mediadores en Cristo, nadie debe gloriarse de los hombres[80].

Los ministros deben, por tanto, reconocer su dignidad de mediadores entre Cristo y los hombres, y conocer lo que les corresponde hacer en función de este ministerio: servir sólo a Cristo, por cuyo amor apacientan sus ovejas[81].

Entre los dispensadores de Cristo, dice el Apóstol, lo que se busca es que sean fieles. Y observa el Angélico:

(…) que de los ministros y dispensadores de Cristo, algunos son fieles, algunos infieles. Infieles son los dispensadores que, en la tarea de dispensar los divinos ministerios, no pretenden el beneficio del pueblo y el honor de Cristo y el beneficio de sus miembros (…). Fieles, en cambio, son los que en todo buscan el honor de Dios y la utilidad de sus miembros (…)[82].

Sobre la fidelidad como principio en la dispensación de los misterios divinos, encontramos otra alusión en el comentario a un pasaje de la carta a los colosenses donde dice el Apóstol: «De la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios» (Col 1, 25). Y Santo Tomás llama la atención sobre la grandeza de este ministerio, entregado a los hombres con poder para dispensar las cosas divinas y transmitirlas fielmente[83].

En el Super Matthaeum, al comentar aquella exhortación del Señor a la vigilancia, recogida enMt 24, 45 -«¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a su tiempo?»-, Santo Tomás indica que esta amonestación se dirige especialmente a los prelados[84].

A una actitud de vigilancia pertenece que se comporten los prelados con idoneidad:

La idoneidad está en que sea fiel y prudente. En cualquier buena obra dos cosas son necesarias: que la intención sea puesta en el fin debido, y también que elija las vías adecuadas a este fin; del mismo modo, en el oficio de los prelados estas dos cosas son necesarias[85].

Dirigir la intención al debido fin significa buscar no la propia utilidad, sino la del prójimo, ut salvi fiant, y todo por la gloria de Dios. En esto consiste el comportamiento fiel y, por consiguiente, idóneo de los buenos prelados[86].

Comentando el mismo pasaje de Mateo, añade Santo Tomás que pocos son los hombres verdaderamente fieles[87], afirmación que apoya en la constatación del Apóstol: «Ya que todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2, 21). Se puede concluir, pues, que tal escasez se debe a que muchos no tienen la intención puesta en el fin recto, no buscan ni la honra de Cristo, ni el beneficio del prójimo.

Más adelante, en el evangelio de San Mateo, encontramos la parábola de los talentos, y respecto a la actitud del primer siervo de la parábola, el que recibió cinco talentos y que lucró otros cinco, Santo Tomás apunta la fidelidad entre las calidades de su modo de obrar. Y le atribuye un nuevo matiz:

Igualmente se nota la fidelidad, porque trajo otros cinco. Infiel ciertamente sería quien atribuyera a sí algo de los bienes de su amo: por lo cual éste (el primer siervo) todo lo trajo a su amo. Si has hecho algo bueno, si alguno convertiste, pero a ti te lo atribuyes, y no a Dios, no eres fiel[88].

La fidelidad debida a Dios por los beneficios que de Él recibe el hombre tiene, por tanto, una manifestación muy concreta: corresponder a estos beneficios, hacerlos fructificar, y reconocer como venidos de las manos de Dios no sólo estos mismos beneficios, sino también los frutos que son resultado de la correspondencia humana.

Porque nada retuvo para sí, sino que todo lo ha entregado a su señor, el primer siervo es remunerado y felicitado por su fidelidad. Santo Tomás vuelve a referirse a las palabras de San Pablo a los corintios (cfr. 1Co 4, 2), porque en el comportamiento del siervo bueno y fiel está el ejemplo que debe ser imitado por los ministros de la Iglesia[89].

e) La fidelidad en el contexto de los votos

Como hemos visto, el voto consiste en la promesa de un bien mayor y mejor que su contrario. Es un mandato que, como fruto de una previa deliberación, la persona se impone a sí misma mediante el propósito de la voluntad y la promesa que lo constituye.

La obligación de fidelidad en este contexto arranca del voto en sí, sino del propósito de la voluntad – la promesa – inherente a él. El incumplimiento de un voto no es en sí contrario a la virtud de la fidelidad, sino a la religión. La ofensa a la fidelidad reside en la quiebra del propósito de la voluntad.

Santo Tomás tiene bastante clara esta distinción, como podemos observar en el artículo 4 de la cuestión 88 de la Secunda secundae, sobre la utilidad de hacer votos.

Uno de los argumentos aducidos en contra a la utilidad de los votos es el peligro a que se expondría la persona, porque se encontraría obligada a conservar todo aquello que antes hubiera podido omitir sin problemas[90].

El Angélico rebate este argumento, con mucho sentido común. Hay peligros que nacen del mismo acto que se practica, y ciertamente no se encuentra en él ninguna utilidad, como el querer atravesar un río a través de un puente que amenaza ruina[91].

Pero es posible que el peligro resulte más bien de la práctica displicente de una acción, que se realiza de modo indebido, aunque, en sí misma considerada, tal acción sea útil. Es el caso, por ejemplo, de montar a caballo: una acción que en sí es útil y conveniente, aunque se corra el riesgo de una caída[92].

La conclusión es, pues, que el peligro de hacer un voto no reside en el voto en sí, sino en la falibilidad del hombre, que por cambiar la voluntad puede transgredir el voto y ser infiel[93].

De aquí podemos sacar algunas observaciones. El voto por si solo no garantiza la fidelidad a Dios. Porque la fidelidad no es resultado de la inercia, un hecho acabado o un estado de cosasque no se cambia. La fidelidad es una virtud moral, y como tal tiene que ser cultivada por todos aquellos que, por encima de las contingencias del mundo, desean dar el testimonio de una vida fiel a los compromisos asumidos con Dios, con una persona o con un ideal noble.

En el camino concreto de la entrega a Dios en la vida religiosa, el voto supone, por tanto, un apoyo para que la persona pueda responder a una particular llamada divina mediante el establecimiento de un compromiso. Pero no se ha de perder de vista que la fidelidad a este compromiso es obra de virtud, y por lo tanto se construye a través de la multiplicación de actos interiores – de buena elección de acciones -, como veremos en el capítulo siguiente.

***

Como conclusión de este epígrafe, se puede afirmar que, a partir de las referencias que hace Santo Tomás a la fidelidad, es posible afirmar que su acto propio es la adecuación de la conducta a la palabra dada, en el sentido de mantener esta palabra, hacer verdad lo que se dijo. Esta adecuación se especifica principalmente en el cumplimiento de lo prometido. En esto se incluye, ante todo, la promesa expresa, y, dentro de la promesa expresa, el voto en primer lugar.

La promesa tácita comprende todo aquello a lo que el hombre se obliga sin necesidad de comprometerse expresa o formalmente, como por ejemplo la conservación de los secretos confiados en razón de una relación profesional, de amistad, de parentesco, entre maestro y alumno, etc.[94] También se incluye la obligación de no causar daño mediante insidias y fraudes[95], que tampoco necesita un comprometimiento expreso, siendo, como es, propio de la honradez del hombre.

6. Conexión de la fidelidad con otras virtudes

La fidelidad es parte potencial de la justicia, y tiene como sujeto propio la voluntad, en cuanto virtud que dispone el querer humano hacia un bien que supera al individuo.

Pero para que se mantenga esta disposición de la voluntad, hay que tener en cuenta que es necesario neutralizar los obstáculos que se le oponen, como el desorden de las potencias apetitivas que con facilidad inclinan la voluntad hacia otros objetos, el desgaste inherente al pasar del tiempo, las pruebas y sacrificios, las dificultades exteriores, etc. Por esto es necesario que la fidelidad esté conjugada con otras virtudes, cuyo papel será el de auxiliar a la fidelidad a orientar la voluntad hacia al bien.

Vamos a analizar brevemente las que, a nuestro parecer, son las principales virtudes conexas a la fidelidad, recordando que, a excepción de la caridad, de la amistad y de una breve referencia a la constancia, no son correlaciones que hace Santo Tomás explícitamente, sino que las hacemos nosotros con base en elementos de su doctrina que nos permiten estas comparaciones.

Fidelidad, caridad y amistad

Ya hemos advertido que algunos autores ven en la fidelidad, sobre todo, una de las propiedades esenciales del amor, «por lo que el precepto de la fidelidad se extiende tanto como el de la caridad. El amor tiende, por esencia, al establecimiento de una relación personal, y cuanto más íntima sea esta relación, más profundo será el deber de fidelidad»[96].

B. Häring llega a afirmar que, «aunque en el concepto de fidelidad entra esencialmente el de firmeza, lealtad y constancia personal, no es éste, sin embargo, el que debe ofrecerse primero a nuestra mente cuando hablamos de fidelidad. En su sentido pleno, expresa la fidelidad una relación amorosa y personal con otro o con la comunidad»[97].

Cierto es que los textos citados responden al modo de plantear la cuestión de la fidelidad propio de nuestro mundo actual, muy distinto al de Santo Tomás, que naturalmente está de acuerdo con su época, con su modo de pensar y con las características propias del mundo medieval. Hemos visto que la manera con que el Angélico se refiere a la fidelidad es mucho más formal y sistemática, porque busca la exactitud, la precisión en la definición y en la clasificación.

Sin embargo, es notable que una de las referencias más largas (comparada con la sobriedad de las demás) a la fidelidad en los escritos de Santo Tomás está precisamente en un pasaje del Super Ioannem, donde resalta la fidelidad como una de las cualidades del amor, más precisamente del amor de amistad con Cristo.

Se trata del comentario al pasaje del capítulo 3 del Evangelio de San Juan, en el cual Juan Bautista, afirmando que él no es Cristo, se designa a sí mismo como el “amigo del Esposo”. Y dice Santo Tomás:

Y a pesar de que antes (Juan) había dicho que no era digno de desatar la correa de la sandalia de Jesús, aquí sin embargo se declara amigo de Jesús, para dar a entender la fidelidad de su amor por Cristo. (…) El amigo, en verdad, cuida de los intereses del amigo, movido por el amor y fielmente[98].

“Fidelidad de su amor”. Desde el punto de vista meramente formal, como observamos en laSumma Theologiae, la fidelidad aparece como parte potencial de la justicia. Pero aquí, Santo Tomás la señala como propiedad del amor. La fidelidad del amor se caracteriza por un contenido específico, que consiste en no buscar el interés personal, sino todo aquello que concierne al bien del amado:

En efecto, el siervo no es movido por el afecto de la caridad hacia las cosas que son de su señor, sino por el espíritu de servidumbre. Mientras que el amigo, por amor cuida aquellas cosas que son del amigo, y fielmente. De donde el siervo fiel es como un amigo de su señor[99].

Y continúa Santo Tomás comentando que la fidelidad del siervo hace que se alegre del bien de su señor. Ciertamente lo mismo vale para la amistad. El amigo fiel busca lo que es de interés de su amigo y se alegra con su bien:

Y de ahí es evidente la fidelidad del siervo, cuando se alegra de los bienes del señor, y cuando no busca su bien, sino el de su señor[100].

La fidelidad es nota característica de la amistad, pues sin ella no tenemos una amistad verdadera, sino más bien una ficción, según enseña Santo Tomás al comentar el texto de 1Tim, 1, 5: «El fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera»:

Y aquí el Apóstol excluye tres cosas de la caridad, que repugnan a la verdadera amistad: de las cuales, la primera es el fingimiento, como en aquellos que simulan la amistad, cuando no son amigos: cosa que rechaza al decir: fe no ficticia, fe en el sentido de fidelidad[101].

Fidelidad y paciencia

Por definición, todas las virtudes se ordenan esencialmente al bien, ya que la virtud hace bueno al sujeto que la posee y a sus actos. Pero algunas virtudes se relacionan con el bien más directamente, como la fidelidad, que ordena la voluntad a un bien que supera al individuo. Otras virtudes únicamente remueven los obstáculos que apartan la voluntad de este bien. Entre estas virtudes se encuentra la paciencia.

Mientras que la fidelidad ordena el bien del hombre hacia Dios o hacia los demás, la paciencia tiene por misión conservar este bien, moderando a las pasiones para que no aparten al hombre de él; en concreto, manteniendo el orden de la razón contra los ataques de la tristeza que la dilación del bien trae consigo.

Por comportar duración, la fidelidad encontrará importantes obstáculos precisamente en la tristeza, en la tendencia a la rutina, el acostumbramiento, el tedio de la vida[102]. Estas dificultades hacen que la práctica de la fidelidad sea una tarea bastante laboriosa, y por esto necesita el auxilio de la paciencia, cuya definición ciceroniana citada por Santo Tomás viene muy a cuento para percibir el importante papel que conjuga con la fidelidad:

Por eso Cicerón dice, definiendo la paciencia, que “es la tolerancia voluntaria y continuada de cosas arduas y difíciles por un bien honesto y útil”[103].

Fidelidad, perseverancia y constancia

La perseverancia es, de todas las virtudes, quizás la que más se suele relacionar con la fidelidad, hasta el punto de que no pocas veces la encontramos empleada como sinónimo de la misma.

No es nada sorprendente, pues la misma definición de fidelidad nos dice que lo propio de esta virtud es la duración a pesar de las dificultades y el desgaste que suponen el paso del tiempo. Es en este aspecto, por lo tanto, un objeto difícil. Recordemos aquí la referencia que hace Santo Tomás a esta dificultad cuando examina, en el caso de los votos, la inconstancia de la voluntad humana:

El peligro de hacer el voto no lo engendra el mismo voto, sino la falta del hombre al cambiar su voluntad y transgredir el voto[104].

La voluntad humana es falible, inconstante. Su ordenación no es tarea fácil, y la infidelidad es siempre un riesgo. Pero, como afirma Santo Tomás,

(…) donde quiera que se dé una especial razón de dificultad o de bien, debe darse también una virtud[105].

Dado que uno de los obstáculos que suelen oponerse a la obra virtuosa es precisamente la duración temporal, porque es difícil aplicarse al bien de un modo continuado, esta persistencia será objeto de una virtud especial, que es la perseverancia[106].

Lo propio de la perseverancia es, pues, persistir en el bien, soportar la dificultad de la duración inherente al acto de virtud. Pero no sólo la duración temporal constituye el obstáculo que principalmente hace que la fidelidad reclame el auxilio de otra virtud.

Además de vencer la dificultad que lleva consigo la duración del acto de virtud, el hombre fiel muchas veces se encuentra con obstáculos externos, que necesita superar para mantenerse fiel. Por esto, también se relaciona con la fidelidad la virtud de la constancia, que es parecida a la perseverancia, como auxilio para remover los obstáculos que se opongan al acto de virtud. Lo hace, por tanto, según lo que es propiamente suyo, según explica Santo Tomás, diferenciándola de la perseverancia:

La perseverancia hace que el hombre permanezca firme en el bien venciendo la dificultad que implica la duración del acto; la constancia, venciendo la dificultad originada por todos los demás obstáculos externos[107].

La constancia es una importante calidad aneja a la fidelidad, y esto lo hace notar Santo Tomás en el Ad Colossenses. En efecto, dice el Angélico que San Pablo, después de alabar a Cristo en relación a Dios, a todas las criaturas y a los mismos colosenses, se aprecia a sí mismo en cuanto ministro. Y lo hace presentando, además del mismo ministerio y su grandeza, la fidelidad con que lo ha ejercido, que se manifiesta precisamente en no haber rehuido los peligros que traía consigo, sino que los ha afrontado diligentemente[108].

La perseverancia y la constancia también aparecen como características de la fidelidad en el mismo pasaje del Super Ioannem, citado más arriba. Comenta Santo Tomás que, en el capítulo 3 del cuarto evangelio, Juan Bautista, además de manifestar la fidelidad de su amor, indica también su perseverancia, aquí expresada con el sustantivo permanentiam, en la forma de acusativo singular, que deriva del verbo permaneo, cuya traducción admite, además de permanencia, los significados análogos de perseverancia, constancia y persistencia.

Así pues da a entender la fidelidad de su amor, por esto que dice Amigo del esposo. De igual modo la permanencia, cuando dice Permanece firme en la amistad y en la fidelidad, no elevándose sobre si mismo[109].

***

Hemos considerado algunas virtudes, pero es preciso observar que se podrían relacionar con la fidelidad muchas otras, incluso porque la misma conexión de las virtudes morales implica que ninguna virtud crece sola: «las virtudes morales participan de alguna manera de la unidad que el bien racional tiene en la prudencia, de manera que se forman y se desarrollan a la vez y según cierta proporción armónica»[110].


BIBLIOGRAFÍA GENERAL

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Notas

[1] Cfr. P. Adnès, Fidélité, en «Dictionaire de Spiritualité ascétique et mystique» [= DSp], t. V, Beauchesne, Paris 1937-1995, col. 319-320.

[2] I. M. Gómez, La fidelidad, reflexiones sobre una realidad problematizada,  Monte Casino, Zamora 1981, p. 9.

[3] Cfr. H. U. von Balthasar, Dove ha il suo nido la fedeltà?, en «Communio» 26 (1976), p. 15.

[4] Summa Theologiae [=S. Th.], I-II, q. 61, a. 5, c.: «Oportet igitur quod exemplar humanae virtutis in Deo praeexistat, sicut et in eo praeexistunt omnium rerum rationes».

[5] Cfr. Super epistolam ad Romanos lectura [=Ad Rom.], n. 253 (Los comentarios escriturísticos de Santo Tomás y el Contra retrahentium serán citados según la enumeración empleada por la edición Marietti).

[6] Cfr. Ad Rom., n. 255.

[7] Ib.: «Intellectus autem divinus est causa et mensura rerum et propter hoc, secundum seipsum, est indeficienter verax, et unaquaeque res est vera, inquantum ei conformatur».

[8] Ad Rom., n. 257: «Intentio ergo Psalmiste, est duo dicere. Primo quidem, quod propter peccatum eius non mutatur iustitia Dei, ad quam pertinet ut suos sermones impleret».

[9] Ib.: «Sic ergo patet secundum hunc sensum, quod peccatum hominis divinam fidelitatem non excludit».

[10] «Las virtudes proporcionan a la moral de Santo Tomás su armadura principal. Por ello, las estudia con cuidado, utilizando todos los recursos de la tradición filosófica y cristiana» (S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 1988, p. 296).

[11] Algunos opúsculos que se solían atribuir al Doctor Angélico en los cuales encontramos una doctrina más desarrollada sobre la fidelidad, desde el punto de vista de la espiritualidad, son inauténticos o de dudosa autenticidad., en la voz) menciona tres opúsculos, De dilectione Dei et proximi, De divinis moribus y De beatitudini, que se pueden encontrar en la edición de Parma (25 t., 1852-1873) de las obras de Santo Tomás (Opusculum 54, t. 16, p. 245;opusculum 55, t. 16, p. 288; opusculum 56, t. 16, p. 297). Cfr. P. Adnès, Fidélité, en DSp, op. cit., col. 319-320.

[12] T. Urdanoz, La división de las virtudes morales, en «Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino», t. V, Editorial Católica, Madrid 1954, p. 271.

[13] O. Lottin, Comment interpréter et utiliser Saint Thomas d’Aquin?, en «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 36 (1960), p. 62: «s’est trouvé devant une tradition étonnamment ferme. Non seulement l’Escriture (Sap. 8, 7) énumère quatre vertus cardinales, mais les philosophes (Cicéron, Macrobe) et les Pères de l’Église (saint Ambroise, saint Augustin, saint Jérôme, saint Grégoire le Grand) n’en connaissent pas d’autres. Et toute la tradition scolaire du XIIIe siècle avant lui s’est ingéniée à démontrer par la raison que cette classification s’imposait à l’esprit. Et il en va de même pour la tradition préthomiste concernant les ramifications de ces vertus cardinales».

[14] A. Rodríguez-Luño, Ética general, EUNSA, Pamplona 2001, p. 225.

[15] Cfr. O. Lottin, Comment interpréter..., op. cit., p. 63.

[16] Esta obra es fruto de la enseñanza de Santo Tomás como bachiller sentenciario al principio de su primera estancia en París, entre los años 1252-54. Cfr. J.-P. Torrell, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, EUNSA, Pamplona 2002, p. 357, donde observa: «Más que un simple comentario, hay que ver en este amplio libro unas cuestiones levantadas con ocasión del texto de Lombardo, que engloban toda la materia de la teología, una obra teológica personal de pleno derecho, reveladora del pensamiento y opciones de Tomás».

[17] Cfr. O. Lottin, Comment interpréter..., op. cit., p. 60.

[18] T. Urdanoz, La división de las virtudes morales, op. cit., p. 271.

[19] Cfr. In III Sententiarum [=In III Sent.], d. 33, q. 3, a. 4.

[20] Guillerme de Alvernia (*Aurillac 1180?, †París 1249), nombrado obispo de París por Gregorio IX en 1228, autor de numerosos escritos, entre comentarios a la Escritura, obras de teología, filosofía y espiritualidad, y también sermones.

[21] In III Sent., d. 33, q. 3, a. 4, quaest. 3: «Quidam ponunt quinque partes, quae sunt obedientia respectu superiores, disciplina respectu inferiores, aequitas respectu parium, fides et veritas respectu omnium». En la cuestión 80 de la Secunda secundae se reproduce el mismo texto, casi en idénticos términos, y tal como en el Super Sententiis, sin que se reconozca el autor. La atribución del texto citado por Santo Tomás a Guillerme de Alvernia se encuentra, por ejemplo, en la edición de la casa Marietti de la Summa Theologiae (Torino 1952). En efecto, hay un gran paralelismo entre el texto de Tomás y el texto del Capitulo 12 del tratado De Virtutibus del obispo de París. Sin embargo, este enuncia en su obra seis partes y no cinco, como se menciona en el Super Sententiis y en la Summa Theologiae. He aquí el texto de Guillerme de Alvernia: «De iustitia vere dicimus hic, quia ipsa est virtus, qua redditur unicuique quod suum est per se, videlicet inquantum suum, seu debitum. Huius autem sex sunt species, seu rami, vel partes, quarum prima est obedientia, et haec debetur superioribus inquantum superioribus (...). Secunda et quasi correlativa pars iustitiae, disciplina est et hanc debemus subditis, sive inferioribus (...). Tertia est aequitas hoc est quae debetur paribus, non supergredi quemquam illorum, aut praemere, ut parem natura conditionem habere. Quarta autem virtus est fides, sive fidelitas, et haec proprie est contra fraudes, et dolus. Quinta veracitas, hoc in dictis, et promissis: haec est contra mendacia, perjuria, contra promissa, ut pacta non servata. Sexta est veritas, haec proprie factorum, et operum, et haec est proprie contra falsitatem hypochrisis, et aliarum nequam simulationum;» Guillerme de Alvernia, Summa de virtutibus et vitiis, en Guilielmi Alverni Opera Omnia, t. 1, Frankfurt am Main 1963, p. 163.

[22] In III Sent., sol. 3, ad 3: «(Ad tertium dicendum quod) fides hic sumitur pro fidelitate, non secundum quod est virtus theologica».

[23] In III Sent., sol. 3: «Ad tertiam quaestionem de partibus aliis sciendum est quod videntur esse subjectivae justitiae proprie dictae quia ex obligatione legis tenetur homo ut superiori obediat, ut inferiori suae curae commiso disciplinam exhibeat, et ad aequales etiam, et ad omnes servet aequalitatem in rebus, fidem in factis, quae est idem quod observantia, et veritatem in dictis, si tamen veritas sumatur ea quae est in confessionibus judicii. Alias si sumeretur sicut supra, esset pars potentialis justitiae».

[24] In III Sent., d. 23, a. 3, q. 4, ex: «Dicitur autem et veracitas hominis fides, inquantum est causa quod credat quis etiam de his quae non videt; et sic dicit Tullius, quod “fides est fundamentum justitiae”, fidem pro fidelitate accipiens».

[25] In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 2: «Et excludit ibi apostolus tria a caritate, quae verae amicitiae repugnant: quorum primum est fictio, sicut est in simulantibus amicitiam, cum non sint amici: quod removet per hoc quod dicit: fides non ficta; fidem pro fidelitate accipiens».

[26] S. Th., II-II, q. 80, a. 1: «(Praeterea), a quibusdam aliis ponuntur quinque partes iustitiae: scilicet obedientia respectu superioris, disciplina respectu inferioris, aequitas respectu aequalium, fides et veritas respectu omnium».

[27] S. Th., II-II, q. 80, a. 1, ad 3: «Fides autem per quam fiunt dicta, includitur in veritate, quantum ad observantiam promissorum. Veritas autem in plus se habet, ut infra patebit».

[28] En la cuestión 88 de la Secunda secundae, más precisamente en el artículo dedicado al tema de la obligación de cumplimiento de los votos, se encuentra una afirmación de Santo Tomás que se puede considerar como su definición de la virtud de la fidelidad: «Es de fidelidad humana cumplir lo que se ha prometido, pues, como dice San Agustín, “la palabra ‘fidelidad’ se deriva del cumplimiento de lo dicho» (S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.). Sobre esta definición tendremos oportunidad de detenernos más adelante.

[29] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, op. cit., p. 434.

[30] Cfr. Ad Rom., n. 1.

[31] Ad Rom., n. 8: «In hoc autem officio portandi nomen Dei ostenditur eius excellentia quantum ad tria. (...) Secundo quantum ad fidelitatem quia nihil sui quaesivit sed Christi, secundum illud II Cor. IV, 5: non enim nosmetipsos praedicamus, sed Christum Iesum».

[32] Cfr. Super epistolam ad Philemonem lectura [=Ad Phil.], n. 1.

[33] Ib.: «Talis ergo servus debet haberi a domino, sicut amicus in affectu. Unde dicit sit tibi sicut anima tua. Hoc enim est proprium amicorum, ut eorum anima una sit in nolendo et volendo».

[34] Cfr. Ib.

[35] Cfr. S. Th. II-II, q. 109, a. 1, ad 2.

[36] Cfr. S. Th. II-II, q. 88, a. 10, ad 3.

[37] S. Th. II-II, q. 104, a. 2: «Obedientiae enim inobedientia opponitur. Sed inobedientia est generale peccatum, dicit enim Ambrosius quod peccatum est inobedientia legis divinae. Ergo obedientia non est specialis virtus, sed generalis».

[38] Cfr. S. Th. II-II, q. 104, a. 2, ad 1.

[39] S. Th. II-II, q. 104, a. 2, c.: «(Respondeo dicendum quod) ad omnia opera bona quae specialem laudis rationem habent, specialis virtus determinatur, hoc enim proprie competit virtuti, ut opus bonum reddat».

[40] Cfr. S. Th. II-II, q. 109, a. 2, c.

[41] Cfr. S. Th. II-II, q. 104, a. 2, c.

[42] Cfr. S. Th. II-II., q. 88.

[43] Cfr. S. Th. II-II, q. 88, a. 3, c.

[44] S. Th. II-II, q. 88, a. 3, ad 1: «(Ad primum ergo dicendum quod) secundum honestatem ex qualibet promissione homo homini obligatur, et haec est obligatio iuris naturalis».

[45] A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit, pp. 211-212 (sin cursiva en el original). El autor observa que tal denominación la toma de la obra de J. Annas, The Morality of Happiness, Oxford University Press, New York 1993, y que la misma idea se puede encontrar en muchos otros autores.

[46] Cfr. a título de ejemplo: J. Cardona Pescador, Fidelidad, en «Gran Enciclopedia Rialp» [= GER], t. X, Rialp, Madrid 1991-1993, p. 87; B. Häring, La ley de Cristo, t. II, Herder, Barcelona 1961 (2ª ed.), p. 536, quien a su vez remite al artículo de W. Schultz, Vom Wesen der Treue, en «Zeitschrift für Theologie und Kirche» (1935), 211-233.

[47] T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes, en «Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino», t. V, Editorial Católica, Madrid 1954, p. 171.

[48] Cfr. S. Th., I-II, q. 56, a. 6, c.

[49] T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes, op. cit., p. 180.

[50] S. Th., I-II, q. 70, a. 3, c.: «Ad id autem quod est iuxta hominem, scilicet proximum, bene disponitur mens hominis (...), quantum ad hoc quod non solum per iram proximis non noceamus, sed etiam neque per fraudem vel per dolum. Et ad hoc pertinet fides, si pro fidelitate sumatur».

[51] Cfr. A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit, p. 225.

[52] Cfr. S. Th., II-II, q. 80, a. 1, c.

[53] Cfr. Ib.

[54] Cfr. Ib.

[55] Así como la fidelidad, otras virtudes, tales como la gratitud, la veracidad, la afabilidad y la liberalidad, encuentran la razón de su obligación en la honestidad de la virtud. Son virtudes, como observa J. Pieper, que poseen un elemento de exceso o de inutilidad, porque la persona sabe que jamás será capaz de hacer aquello a lo que está obligada. La razón es que la sola justicia no basta para obtener y garantizar la totalidad del bien humano y por tanto, el hombre virtuoso debe estar dispuesto a dar no únicamente lo que se debe, sino también lo que, estrictamente hablando, no se está obligado a dar. Esta disposición es directamente proporcional a «la lucidez con que se sabe sujeto pasivo de donación, obligado ante Dios y ante los hombres» (J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1990, p. 162; 170). Este pensamiento está perfectamente ilustrado por Santo Tomás cuando escribe, por ejemplo, sobre la afabilidad, cuya prestación surge de las mismas “exigencias de la naturaleza sociable del hombre”, que es tan necesaria porque “nadie puede aguantar un solo día de trato con un triste o con una persona desagradable” (S. Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 1).

[56] Cfr. S. Th., I-II, q. 60, a. 2, c.

[57] S. Th., I-II, q. 60, a. 3, c.: «Sed debitum non est unius rationis in omnibus, aliter enim debetur aliquid aequali, aliter superiori, aliter minori; et aliter ex pacto, vel ex promisso, vel ex beneficio suscepto. Et secundum has diversas rationes debiti, sumuntur diversae virtutes».

[58] Cfr. Ib.

[59] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 5, c.

[60] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 3, ad 1.

[61] Cfr. S. Th., II-II, q. 88.

[62] S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.: «(Respondeo dicendum quod) ad fidelitatem hominis pertinet ut solvat id quod promisit, unde secundum Augustinum, fides dicitur ex hoc quod fiunt dicta».

[63] S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.: «Maxime autem debet homo deo fidelitatem, tum ratione dominii; tum etiam ratione beneficii suscepti. Et ideo maxime obligatur homo ad hoc quod impleat vota deo facta, hoc enim pertinet ad fidelitatem quam homo debet deo, fractio autem voti est quaedam infidelitatis species».

[64] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 10, ad 3.

[65] S. Th., I-II, q. 100, a. 5, c.: «Principi autem communitatis tria debet homo, primo quidem, fidelitatem; secundo, reverentiam; tertio, famulatum. Fidelitas quidem ad dominum in hoc consistit, ut honorem principatus ad alium non deferat. Et quantum ad hoc accipitur primum praeceptum, cum dicitur, non habebis deos alienos».

[66] Cfr. J. Weisheipl, Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrinas, EUNSA, Pamplona 1994, p. 20-21.

[67] J. Mausbach – G. Ermecke, Teología moral católica, vol. III, EUNSA, Pamplona 1974: «La Edad Media cristiana desarrolló el concepto de fidelidad especialmente en conexión con la relación de vasallaje. En aquella época, la fidelidad era exaltada en los poemas épicos y didácticos, y el ejercicio de esta virtud se consideraba el compendio de todas las virtudes naturales y cristianas».

[68] S. Moreta Velayos, Feudalismo, en GER, t. X, p. 68: «El juramento de fidelidad (sacramentum) seguía a la ceremonia del homenaje y consistía esencialmente en la promesa de ser fiel a la palabra dada. El origen y la razón de ser de tal juramento está en la “preocupación de los señores en asegurarse más exactamente la ejecución de los deberes de sus vasallos. Violar un juramento significaba hacerse culpable de perjurio, es decir, de un pecado mortal. En una sociedad en que la fe era general, constituía algo muy importante” (F. L. Ganshof, El feudalismo, Ariel, Barcelona 1963, p. 53)».

[69] Super epistolam ad Hebraeos lectura, n. 320: «Causae autem in quibus liceat iurare hae sunt: pro pace firmanda, sicut Laban iuravit, Gen. XXXI, 44 ss.; secundo pro fama conservanda; tertio pro fidelitate tenenda, sicut feudatarii iurant dominis; quarto pro obedientia implenda, si praecipitur a superiori aliquid honestum; quinto pro securitate facienda; sexto pro veritate attestanda. Sic iuravit apostolus, Rom. I, 9: testis est mihi Deus, etc.».

[70] S. Th., II-II, q. 12, a. 2, c.: «Et ideo quam cito aliquis per sententiam denuntiatur excommunicatus propter apostasiam a fide, ipso facto eius subditi sunt absoluti a dominio eius et iuramento fidelitatis quo ei tenebantur».

[71] S. Th., II-II, q. 98, a. 2, ad 4: «(Ad quartum dicendum quod) quia iuramentum est actio personalis, ille qui de novo fit civis alicuius civitatis, non obligatur quasi iuramento ad servanda illa quae civitas se servaturam iuravit. Tenetur tamen ex quadam fidelitate, ex qua obligatur ut sicut fit socius bonorum civitatis, ita etiam fiat particeps onerum».

[72] Cfr. S. Th., I-II, q. 70, a. 3, c.

[73] Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religione ingressu [=Contra ret.], n. 811: «Adiiciunt etiam, hoc contra fidelitatem esse, dum inexperti ad graviora religionis onera, ut ad longas matutinas, graves vigilias, ieiunia et disciplinas et alias huiusmodi asperitates obligantur, et ducuntur sicut bos ad victimam; et ita dum non implent quod voverunt, paratur eis laqueus ad mortem aeternam».

[74] Cfr. Ib.

[75] S. Th., II-II, q. 40, a. 3: «Videtur quod non sit licitum in bellis uti insidiis, (...) insidiae et fraudes fidelitati videntur opponi, sicut et mendacia. Sed quia ad omnes fidem debemus servare, nulli homini est mentiendum; ut patet per Augustinum, in libro contra mendacium. Cum ergo fides hosti servanda sit, ut Augustinus dicit, ad bonifacium, videtur quod non sit contra hostes insidiis utendum».

[76] Ibid.: «(Respondeo dicendum quod) insidiae ordinantur ad fallendum hostes. Dupliciter autem aliquis potest falli ex facto vel dicto alterius uno modo, ex eo quod ei dicitur falsum, vel non servatur promissum. Et istud semper est illicitum. Et hoc modo nullus debet hostes fallere, sunt enim quaedam iura bellorum et foedera etiam inter ipsos hostes servanda, ut Ambrosius dicit, in libro de officiis».

[77] S. Th., II-II, q. 68, a. 1: «Videtur quod homo non teneatur accusare. (...) Nullus tenetur contra fidelitatem agere quam debet amico, quia non debet alteri facere quod sibi non vult fieri. Sed accusare aliquem quandoque est contra fidelitatem quam quis debet amico, dicitur enim Prov. XI, qui ambulat fraudulenter revelat arcana, qui autem fidelis est celat amici commissum».

[78] Cfr. S. Th., II-II, q. 68, a. 1, ad 3.

[79] S. Th., II-II, q. 70, a. 1, ad 2: «Circa ea vero quae aliter homini sub secreto committuntur, distinguendum est. Quandoque enim sunt talia quae, statim cum ad notitiam hominis venerint, homo ea manifestare tenetur, puta si pertineret ad corruptionem multitudinis spiritualem vel corporalem, vel in grave damnum alicuius personae, vel si quid aliud est huiusmodi, quod quis propalare tenetur vel testificando vel denuntiando. Et contra hoc debitum obligari non potest per secreti commissum, quia in hoc frangeret fidem quam alteri debet».

[80] Cfr. Super primam epistolam ad corinthios lectura [=I ad Cor.], n. 186.

[81] Cfr. I ad Cor., n. 187.

[82] I ad Cor., n. 189: «(Circa primum considerandum est) quod ministrorum et dispensatorum Christi, quidam sunt fideles, quidam infideles. Infideles dispensatores sunt, qui in dispensandis divinis ministeriis non intendunt utilitatem populi, et honorem Christi, et utilitatem membrorum eius (...). Fideles autem, qui in omnibus intendunt honorem Dei, et utilitatem membrorum eius (...)».

[83] Cfr. Super epistolam ad Colossenses lectura [=Ad Col.], n. 63.

[84] Cfr. Super evangelium S. Matthei lectura [=In Matth.], n. 1999.

[85] In Matth., n. 2000: «Idoneitas est quod sit fidelis et prudens. In quolibet bono opere duo sunt necessaria: ut intentio constituatur in debito finem, item quod accipiat vias congruas ad illum finem; ideo in officio praelationis haec duo sunt necessaria».

[86] Cfr. Ib.

[87] Cfr. Ib.

[88] In Matth., n. 2051: «Item notatur fidelitas, quia et obtulit alia quinque. Infidelis quidem esset, qui de bonis domini sui aliquid sibi attribueret: unde iste totum obtulit domino. Si ergo feceris aliquod bonum, si aliquem convertisti, et tibi attribuis, non Deo, non est fidelis».

[89] Cfr. Ib.

[90] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 4.

[91] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 4, ad 2.

[92] Cfr. Ib.

[93] Cfr. Ib.

[94] Cfr. S. Th., II-II, q. 68, a. 1, ad 3.

[95] Cfr. S. Th., II-II, q. 40, a. 3.

[96] J. Cardona Pescador, Fidelidad, en GER, t. X, Madrid 1991-1993, p. 87.

[97] B. Häring, La Ley de Cristo, t. II, Herder, Barcelona 1961 (2ª edición), p. 537.

[98] Super evangelium S. Ioannis lectura [=In Ioann.], n. 519: «Et licet supra dixerit quod non erat dignus solvere corrigiam calceamentorum Iesu, hic tamen vocat se eius amicum, ut insinuet caritatis suae fidelitatem ad Christum. (...) Amicus vero ex amore, quae amici sunt procurat, et fideliter».

[99] In Ioann., n. 519: «Nam servus ad ea quae domini sui sunt, non movetur affectu caritatis, sed spiritu servitutis; amicus vero ex amore, quae amici sunt procurat, et fideliter. Unde servus fidelis est sicut amicus domini sui».

[100] In Ioann., n. 519: «Et ex hoc patet fidelitas servi, quando gaudet de bonis domini, et quando non sibi, sed domino suo bona procurat».

[101] In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 2: «Et excludit ibi apostolus tria a caritate, quae verae amicitiae repugnant: quorum primum est fictio, sicut est in simulantibus amicitiam, cum non sint amici: quod removet per hoc quod dicit: fides non ficta; fidem pro fidelitate accipiens».

[102] Cfr. I. M. Gómez, La fidelidad, reflexiones sobre una realidad problematizada, op. cit., p. 40.

[103] S. Th., II-II, q. 136, a. 5, c.: «Unde et Tullius, definiens patientiam, dicit quod “patientia est, honestatis ac utilitatis causa, voluntaria ac diuturna perpessio rerum arduarum ac difficilium”».

[104] S. Th., II-II, q. 88, a. 4, ad 2: «Periculum autem vovendi non imminet ex ipso voto, sed ex culpa hominis, qui voluntatem mutat transgrediens votum».

[105] S. Th., II-II, q. 137, a. 1, c.: «(Et ideo) ubi occurrit specialis ratio difficultatis vel boni, ibi est specialis virtus».

[106] Cfr. Ib.

[107] S. Th., II-II, q. 137, a. 3, c.: «Nam virtus perseverantiae proprie facit firmiter persistere hominem in bono contra difficultatem quae provenit ex ipsa diuturnitate actus: constantia autem facit firmiter persistere in bono contra difficultatem quae provenit ex quibuscumque aliis exterioribus impedimentis».

[108] Cfr. Ad Col., n. 60.

[109] In Ioann., n. 519: «Sic ergo insinuat caritatis suae fidelitatem per hoc quod dicit Amicus sponsi. Item permanentiam, cum dicit Stat, firmus in amicitia et fidelitate, non elevans se supra se».

[110] A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit., p. 227.