Pio Santiago

 

Ramiro Pellitero. Facultad de Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Publicado en: "Teocomunicação" (Brasil) 36 (2006) 787-808

Índice

I. Vivir el amor: el propósito de la encíclica

II. El amor en el matrimonio
1. Tres “sorpresas”
a) El “eros” puede ser modelo de todo amor
b) En el cristianismo el “eros” se mantiene y se perfecciona
c) En el cristianismo, el amor humano se convierte en icono del amor de Dios por la humanidad
2. Apertura a Dios y a los demás
a) Necesidad de la unión con Dios para vivir el amor en el matrimonio
b) El amor matrimonial, la familia y la atención a los más necesitados
III. Algunas orientaciones conclusivas

I. Vivir el amor: el propósito de la encíclica

Aristóteles había pensado a Dios como luz infinita y potencia primordial del universo. Dante vio en ella el rostro humano y el corazón humano de Dios en Jesucristo. Así lo decía Benedicto XVI al presentar su encíclica: “El eros de Dios no es sólo una fuerza cósmica primordial, es amor que ha creado al hombre y que se inclina ante él, como se inclinó el buen Samaritano ante el hombre herido, víctima de los ladrones, que yacía a la orilla de la carretera que descendía de Jerusalén a Jericó”[1]. La fe cristiana transforma la mirada sobre el amor y la realización dinámica del amor.
En el matrimonio cristiano, comprendido y vivido desde la entrega de Cristo, el eros se transforma en agapé, en amor por el otro que ya no se busca a sí mismo sino que se convierte en disponibilidad a sacrificarse por el otro y en apertura al don de una nueva vida humana. Las dos partes de la encíclica, decía Benedicto XVI en su presentación, están íntimamente unidas. La primera parte trata del amor, y muestra que a la llamada del eros responde el agapé, situando el amor en el centro de la existencia cristiana como fruto de la fe.  La segunda parte expone que el agapé no es sólo un amor individual sino también el centro de la vida y de la misión de la Iglesia. Esta misión consiste fundamentalmente en llevar a Cristo para aliviar las miserias del mundo y ofrecer la esperanza de una vida que ya no muere[2].
Se trata, por tanto, de poner el amor en el centro de la existencia personal, en el centro de la vida cristiana y de la Iglesia. El amor que es comunión entre las personas, y que se realiza respetando la diversidad de cada uno y afrontando y superando las dificultades, y por tanto sufriendo; lo cual ha de verse no sólo como inevitable, sino como camino para que ese mismo amor vaya alcanzando una plenitud insospechada, a pesar de las dificultades, y quizá por ellas. El amor, que no es sólo una tarea humanitaria, como un plus; sino un elemento sustancial en la misión del cristiano y de la Iglesia, pues, como afirmó Juan Pablo II, sin amor, todo podría quedarse en palabras.
De un modo concentrado, el Papa expresa el propósito de la encíclica en estas palabras, situadas justo antes de la conclusión:
“Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica”. Ese “amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás”[3] .
En efecto, el amor es ante todo para vivirlo, para vivir de él y en él. Para dejarse conquistar por él y para conquistarlo día a día junto con los otros. Pero también es un gran tema para reflexionar y dialogar.
¿Cómo situar al amor humano entre hombre y mujer en la perspectiva del plan de Dios? Y más concretamente, ¿cómo situarse en cuanto esposos en esa perspectiva? Estas preguntas nos pueden servir de guía para releer la encíclica concretamente desde este punto de vista.

II. El amor en el matrimonio

Veremos primero cómo entiende el cristianismo, según la encíclica, el eros en el matrimonio. En un segundo punto nos ocupamos de dos condiciones para que el eros se desarrolle en el horizonte cristiano: la apertura a Dios y a los demás. Por último propondremos algunas orientaciones conclusivas más concretas.

1. Tres “sorpresas”

Lo que constituye el núcleo del matrimonio es el amor entre los esposos manifestado en el consentimiento como signo e instrumento real de su entrega mutua. La encíclica recoge la crítica de que el cristianismo ha matado el eros, el amor, y la rebate. En la argumentación, de fondo clásico en la teología católica pero con matices que pueden considerarse novedosos, quedan puestas de relieve lo que podemos llamar un poco pedagógicamente, “tres sorpresas”.

a) El “eros” puede ser modelo de todo amor

Una primera sorpresa consiste en que el texto toma al amor entre el hombre y la mujer como “arquetipo por excelencia”, como modelo y origen de todo amor[4], aún reconociendo que no es el la única forma de amor. ¿En qué sentido se puede decir esto?
Los griegos llamaron eros al amor entre hombre y mujer. Lo describieron como un arrebato, una “locura divina”, que lleva a un “éxtasis” por encima de la razón. Otras formas de amor son el amor de amistad (philia) y el expresado por la forma verbal agapáo, que implica un afecto parecido a la amistad, un amor de preferencia que carece del ardor del eros y no exige correspondencia, sino que busca solamente el bien del otro: es el amor propio de los padres de familia, como el sol que irradia la luz y el calor, sin recibir nada a cambio; el amor de benevolencia o de pura generosidad. Este último sentido se refiere, pues, a la más alta y noble forma de amor, que puede dirigirse también y sobre todo a Dios. Según Platón y Aristóteles, el agapé (cuyo sustantivo es raro en el griego clásico) parece revestir un carácter sobrenatural, carismático, ligado a la fe religiosa. Es algo así como un don divino. Todo esto sólo acaba de aclararse con la Revelación cristiana, que al mismo tiempo distingue fuertemente entre eros y agapé[5]. La traducción latina de la biblia (Vulgata) traduce el agapé como dilectio, amor de elección. Así la frase del Deuteronomio, citada por el Evangelio, “Amarás (agapéseis) al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y al prójimo como a ti mismo” viene a traducirse como “elegirás a Dios por encima de todo”. El sustantivo agapé usado en el Nuevo Testamento, se traduce en cambio como charitas, quizá para dejar claro que ahora el amor se entiende de una manera radicalmente nueva.
El Antiguo Testamento denuncia los excesos del eros, que en su ebriedad y falta de disciplina, no eleva al hombre sino que le hace caer, le degrada[6]. Esto viene a confirmar, como muestra la encíclica, lo que los griegos entrevieron sin terminar de armonizarlo: que a la estructura del eros pertenecen, por experiencia, dos elementos: (a) el pregustar de algún modo lo más alto, lo infinito lo eterno: (b) la necesidad de dominar el puro instinto mediante una purificación, maduración y renuncia[7]. Basta con recordar la historia de Tobías, y cómo se antepone la oración a la unión de los recién casados. 
¿Por qué el eros se comporta de esa manera? La encíclica viene a responder: porque no es fácil armonizar el cuerpo y el espíritu: si se toma uno y se rechaza al otro, ambos pierden su dignidad y la persona queda también rebajada.
El indudable avance científico, tecnológico e informativo del mundo moderno no ha sabido ser asimilado y personalizado por el hombre. Esto se refleja en lo que Thibon llamó “mecanización del amor”. En ella se yuxtapone un ideal mental con el atractivo carnal, pero con demasiada frecuencia falta el “alma” de la sexualidad, por una parte, y el cuerpo del amor por otra. Pero el espíritu sin el cuerpo se convierte en un fantasma, y el cuerpo sin el espíritu, en un ídolo de carne, lo que suele llevar en la práctica a una “divinización del amor”, a una religión del falso amor[8].
Muchas veces sucede que personas que habían atravesado juntos muchas tormentas, por una ligera brisa ven hundirse su barco, quizá porque su corazón buscaba correctamente lo infinito (el “para siempre” del amor), pero se equivocaba al tratar de que su compañero finito sustituya lo infinito. La cultura materialista en que nos movemos nos inclina a pretender que una función del cuerpo satisfaga las aspiraciones infinitas del alma. Sin Dios, lo infinito se busca en lo finito del compañero, lo cual es tanto como buscar todas las palabras de una novela maravillosa en su tapa, o apoyar un precioso capitel de amor sobre un frágil tallo[9].
Todos recordamos que hablando de esta falta de armonía entre el cuerpo y el espíritu es donde la encíclica cuenta un “chiste filosófico”: el epicúreo materialista se encuentra con Descartes, que pone lo más importante del hombre en el espíritu, y le saluda: ¡Oh Alma! Y Descartes le contesta: ¡Oh Carne![10]. Lo importante, dice la encíclica, es que la persona ha de amar como lo que es, cuerpo y alma, y sólo en este contexto el eros puede madurar hasta su verdadera grandeza. A esta dificultad que podríamos llamar antropológica -la dificultad de armonizar cuerpo y espíritu‑ se añade otra dificultad -en la perspectiva que podríamos llamar “soteriológica”‑ en la que la encíclica no se detiene, pero que conviene recordar: la herencia del pecado original y de los pecados personales, que dificulta más aún esa armonía entre el cuerpo y el alma.
¿Cómo, se pregunta entonces el Papa, “vivir el amor” para que se realice plenamente su promesa humana y divina? El Antiguo Testamento responde que el eros debe abrirse al agapé, superando el egoísmo. Es decir que el amor más perfecto está en ocuparse del otro y preocuparse por el otro; no buscarse a sí mismo ni sumirse en la embriaguez de esa felicidad, sino desear el bien del amado, hasta el punto de estar dispuesto a la renuncia y al sacrificio de sí. Es así como el eros consigue el “extasis” prometido, en el sentido de salir del yo para entregarse al otro[11], como manera de encontrarse más auténticamente a uno mismo, porque en la comunión con el otro se alcanza algo verdaderamente divino. Jesús lo dice bien claro al hablar del grano de trigo, que sólo si muere da fruto abundante.
De esta manera se responde a nuestra primera “sorpresa” con algo que parece fundamental: lo que se presenta en la encíclica -porque así lo hace la Biblia, como veremos enseguida‑ como modelo de todo amor no es el eros sin más, el amor entre el hombre y la mujer tal como se presenta a la experiencia humana, sino el eros que se esfuerza en convertirse en agapé[12]. Esto, no importa repetirlo, exige ante todo el respeto por la persona y la diversidad entre varón y mujer. Con expresión de Jutta Burggraf, “la comunión goza de las diferencias”[13].

b) En el cristianismo el “eros” se mantiene y se perfecciona

Una “segunda sorpresa” nos encontramos cuando la encíclica defiende que, contrariamente a lo que han dicho del cristianismo, éste no separa el eros del agapé. No dice: hay que acabar con el eros y quedarse con el agapé. Si así fuera, el amor humano se haría inhumano. Si el eros se perdiera en el agapé, o el agapé acabara con el eros, ¿qué sentido tendría esa vehemencia en la estructura del amor? La encíclica dice claramente que no se puede vivir solamente de dar, sino que también se necesita recibir; y esto se entiende mucho más y se realiza mucho mejor en el contexto cristiano, cuando Dios garantiza a aquél que ama al otro, al menos el don inagotable del mismo amor divino (n. 8).
Con otros términos, que el eros deba abrirse al agapé, no significa que el amor del eros desaparezca en el don del agapé, renunciando a recibir; sino que lo que recibe consistirá, cada vez más, en capacidad para dar. Esta capacidad viene en último término de Dios, y abre dinámicamente a una felicidad mucho más alta que la que se contiene en el mero recibir.
Para entender bien cómo el cristianismo asume, sin destruirlo, el eros, y lo perfecciona y eleva realmente al nivel divino, la encíclica muestra cómo la Biblia supone una novedad radical en dos puntos: la imagen de Dios y la imagen del hombre. 
Al contrario que en el ambiente de los pueblos paganos, la Biblia sostiene que Dios es el creador de todas las cosas y que ama al hombre personalmente: al mismo tiempo con un amor apasionado y con un amor de predilección, de modo que su amor puede considerarse, en un sentido analógico, a la vez eros y agapé[14].
El hablar del amor de Dios como eros (Dionisio Areopagita) puede resultar un cierto escándalo para la razón moderna. No es, sin embargo, una traición a la Revelación bíblica, sino todo lo contrario. Los profetas mismos (sobre todo Oseas y Ezequiel) explican el amor de Dios por el Pueblo elegido con la metáfora del noviazgo y del matrimonio. Sin perder la pasión de un verdadero amor, el amor de Dios es a la vez agapé, porque se da gratuitamente y porque es capaz de perdonar[15].
En cuanto a la imagen del hombre que se muestra en la Biblia, resulta que sólo en la comunión con el otro sexo, es decir, el ser humano en su conjunto, puede considerarse completa[16]. Por eso el eros está “como enraizado en su naturaleza”. Por eso también el matrimonio como amor exclusivo y definitivo es un icono de la relación de Dios con su pueblo, y viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en un ejemplo del amor humano[17]. Y así llegamos al tercer paso argumentativo que da la encíclica.

c) En el cristianismo, el amor humano se convierte en icono del amor de Dios por la humanidad  

Esto queda mucho más claro todavía cuando los Evangelios presentan a Jesús como esposo de la humanidad[18]. Jesús santifica con su presencia el matrimonio en Caná y hace allí su primer milagro[19]. Compara el Reino como el banquete nupcial del hijo del rey[20] y habla del encuentro de las almas con su esposo[21]. En la interpretación de Pablo, Cristo se entrega hasta la muerte por su esposa, que es la Iglesia[22]. Y el Apocalipsis se cierra llamando al esposo para completar las bodas entre Dios y los hombres, tal como comenzaron a revelarse en la primera página del Génesis, a través de la unión entre varón y mujer[23]
Así se explican nuestras “segunda y tercera sorpresas”, que profundizan en el porqué de la primera: en el cristianismo el eros no sólo no se suprime, sino que se eleva y perfecciona, hasta el punto de que remite al amor de Dios por la humanidad, realizado plenamente en el amor de Jesucristo por la Iglesia. Y con ello hemos llegado al culmen de nuestra exposición.
La enseñanza que surge del grano de trigo que muere, para hacerse fecundo, es avalada por Cristo con el sacrificio de su vida entera. De esta manera explica el cristianismo la esencia del amor, como sentido último de la existencia humana[24]. Así se entiende que Josemaría Escrivá dijera: para los esposos cristianos, el lecho matrimonial es como un altar[25].
En efecto, esta es la tesis central que puede desprenderse de una lectura de la encíclica desde el punto de vista del matrimonio: el amor de los esposos está llamado a convertirse en el corazón del culto que la entrega mutua de sus vidas ofrece, para gloria de Dios y la felicidad de todas las personas que les rodean.
Esto es, sencillamente, consecuencia de la doctrina y la realidad cristiana del matrimonio. En el sacramento del matrimonio el amor humano entre hombre y mujer, se convierte en signo eficaz (sacramento) de la alianza de Cristo y de la Iglesia[26]. Gracias a la acción del Espíritu Santo, el sacramento capacita a los esposos no sólo para “mirar juntos a Dios” en unión con la Iglesia, sino para participar en el amor mismo de Cristo, que es el “alma” del culto cristiano. Así el amor de los esposos se sitúa no al lado de su fe o de su vida espiritual, sino en el mismo núcleo de ella, de su vocación y misión[27].
Hay que tener en cuenta, subraya la encíclica, que la unión del cristiano con Cristo se nos da sobre todo en la Eucaristía[28] y tiene también esencialmente un carácter social.
En la Eucaristía, “la imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre”[29].
La “mística” del Sacramento de la Eucaristía, observa Benedicto XVI, lleva mucho más alto que cualquier otra elevación mística podría alcanzar. Tiene además un esencial carácter social, porque si la Iglesia hace la Eucaristía, la Eucaristía hace la Iglesia: “No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán”[30].
Se entiende, concluye el Papa, que agapé sea en el Nuevo Testamento un nombre de la Eucaristía, donde los cristianos nos unimos a Cristo y Él se entrega siempre renovadamente por su Iglesia. De esta forma se funda definitivamente el estatuto del amor en el cristianismo.

Vale la pena detenerse aquí, haciendo un paréntesis, para recordar que una característica de la eclesiología del que fue Cardenal Josef Ratzinger es la relación entre la Eucaristía y la Iglesia[31]. En la toma de posesión de su cátedra como Obispo de Roma, mostraba Benedicto XVI su visión de la relación entre la Iglesia, la Eucaristía y el amor:

“Para la Iglesia antigua, la palabra amor, agapé, aludía al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo se hace siempre tangible en medio de nosotros. Aquí, él se entrega siempre de nuevo. Aquí, se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; aquí, mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la cruz, atraería a todos a sí. En la Eucaristía, nosotros aprendemos el amor de Cristo. Ha sido gracias a este centro y corazón, gracias a la Eucaristía, como los santos han vivido, llevando de modos y formas siempre nuevos el amor de Dios al mundo. Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red -la comunidad eucarística- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo. En definitiva, presidir en la doctrina y presidir en el amor deben ser una sola cosa: toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la Ley y los Profetas, dice el Señor[32]. El amor es la Ley en su plenitud, escribió san Pablo a los Romanos”[33].

Según la “Deus caritas est”, la Eucaristía es el centro de la vida cristiana donde se enraíza y perfecciona todo amor, también el amor humano. En la visión cristiana, el amor nupcial, y desde luego el amor conyugal[34], es a la vez eros y agapé. Mirando la entrega de Cristo por la Iglesia y sus consecuencias, se aprende que tanto en la vida cristiana como en la misión de la Iglesia son inseparables sus tres elementos: fe, culto (celebración de los sacramentos), amor o caridad (servicio a los demás). También sucede esto en el amor matrimonial.
Con otras palabras, si el amor “vale más que todos los sacrificios y holocaustos”[35], es porque en unión con Cristo (sobre todo en la Eucaristía) se convierte en verdadero culto a Dios y se traduce en servicio a la humanidad. Este es el auténtico “éxtasis divino” del amor. El amor es capaz de crear el cielo en la tierra, si en torno a la Eucaristía los cristianos somos capaces de recrear de nuevo la comunión con Dios y entre las personas: “A Dios le conocemos en el acto de partir el pan, y unos a otros nos conocemos en el acto de partir el pan, y ya nunca más estamos solos[36]”, escribió una campeona de la paz y de los derechos humanos (Dorothy Day). Para vivir un amor así es necesario que los esposos se abran a Dios y a los demás.

2. Apertura a Dios y a los demás

De todo lo anterior se deduce que estamos autorizados para seguir adelante con la lectura de la encíclica pensando sobre todo en el amor humano y podemos aplicar primero a ese amor, lo que dice el documento cuando se ocupa de la interconexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo, y lo que dice del amor como elemento esencial en la misión de la Iglesia.
El verdadero “éxtasis” del amor consiste en salir de sí mismo para encontrarse con el otro, y en esa comunión, abrirse a Dios y a los demás.

a) Necesidad de la unión con Dios para vivir el amor en el matrimonio

 “Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo [ante todo, podría decirse, en ese “más próximo” que es el propio cónyuge] solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo ‘piadoso’ y cumplir con mis ‘deberes religiosos’, se marchita también la relación con Dios”. Y añade: “Será únicamente una relación ‘correcta’ pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo [a la esposa, al esposo], para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo [primero a la esposa o al esposo, luego a los hijos y padres, etc.], abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama”[37].
Amor a Dios y amor a la esposa o al esposo con inseparables. “Ambos [el amor a Dios y a “ese prójimo”] viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. (…) El amor crece a través del amor. El amor es ‘divino’ [recuérdese aquí el “éxtasis” del eros] porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un ‘Nosotros’, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa”[38].

b) El amor matrimonial, la familia y la atención a los más necesitados

La encíclica señala que el amor es, sobre todo, don propio del Espíritu Santo. Él es el protagonista inmediato del amor: la potencia interior que armoniza el corazón de cada uno de los creyentes con el corazón de Cristo, y les mueve a amar como Él los ha amado. Y resulta que el mismo Espíritu es la fuerza que transforma el corazón de la Iglesia, para que dé testimonio del amor en el mundo, en la medida en que busca el bien integral del ser humano.  “Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano”[39]. En el amor se enraíza y se traduce, por tanto, todo lo que hacemos los cristianos.
Por eso también, lo que surge del matrimonio cristiano -que se constituye de una vez por todas cuando por su entrega mutua los contrayentes se convierten en cónyuges-, es obra del amor y manifestación del amor. El amor mismo de los esposos, que un día se prometieron ante Dios, es, por la acción del Espíritu Santo y la colaboración de los esposos, la fuente continua, el motor y la belleza de su tarea en el mundo[40]. No es, desde luego, el trabajo lo decisivo para sacar adelante la familia. Tampoco la atención a los hijos es “lo primero”[41]. Es vivir el amor entre ellos, los esposos, lo fundamental, que luego les llevará a entregarse ante todo en la familia[42], por la educación cristiana de sus hijos, aunque se hayan independizado del hogar.
Al mismo tiempo todo lo que es fruto del amor alimenta al amor. Un amor grande que se va realizando -sobre el fundamento del matrimonio ya constituido- cuanto más unidos están los cónyuges en todos los ámbitos de la vida: vinculados a los mismos hijos, al mismo ideal, al mismo grupo social. Amar no es tanto mirarse uno a otro sino juntos en la misma dirección (Saint Éxupery). No es tanto contemplarse y saborearse el uno al otro, como entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan los límites egoístas del yo, mediante el esfuerzo y el sacrificio, hasta el heroísmo: el grano de trigo del amor mutuo muere hundiendo sus raíces en la tierra al mismo tiempo que eleva su tallo hacia el cielo (Thibon).
De ese amor son modelos incomparables María y José de Nazareth. Ella recibió una misión divina y dijo “hágase”. Él no dijo nada, pero hizo todo lo que pudo para ayudar en su misión a quien había prometido su amor, y así se convirtió en coordinador de los planes salvíficos de Dios en las circunstancias más ordinarias y a la vez más extraordinarias de la historia de los hombres[43]. De su amor mutuo surgió el fruto más esperado por los siglos: Dios en la tierra. 

III. Algunas orientaciones conclusivas

1. El matrimonio es una vocación, una de las grandes determinaciones de la vocación cristiana[44]. Vivir el amor en el matrimonio exige autoeducarse para el amor, con el fin de que no discurra por una línea de mínimos, ni intente a toda costa la ausencia de conflictos. Los esposos deben preguntarse cómo se quieren, conscientes el marido y mujer de su diversidad; en qué se demuestra su cariño, con qué detalles. Si procuran mantener joven y vivo el amor, o piden ayuda para recuperar el terreno perdido. Si se tienen presentes durante el día uno al otro, con palabras y hechos de cariño. Si se van conociendo, primero uno mismo por amor al otro, y luego al otro, aunque hayan pasado muchos años juntos, pues cada persona es siempre un misterio muy profundo. Si se sirven de hecho entre ellos y a los hijos. Si hay ilusión (en el sentido castellano de la palabra) y metas en ese cariño.
Los esposos han de ser capaces de perdonarse mutuamente, sabiendo que cada uno necesita más amor del que “merece”, y que con la ayuda de la fe, pueden convertir su casa en un hogar al que se puede volver[45]. Precisamente porque el otro cónyuge no es Dios (todos somos limitados), ambos tienen la necesidad de abrirse a una realidad mayor que no disminuye para nada su amor, sino que lo agiganta y lo eleva continuamente. Son como montañeros bien unidos entre sí por una cuerda fuerte que, a su vez, está amarrada en un cimiento firme[46].
La correspondencia a esa vocación al amor les llevará a las cumbres del amor[47], si procuran ser coherentes en su fe, cuidando su vida espiritual y su formación continua; a la apertura hacia otros matrimonios y familias para llevarles la alegría de vivir como cristianos; a vivir, ante todo de puertas adentro, con un “estilo cristiano” en el lenguaje y el vestido, en el uso del dinero y de los bienes materiales, en el tiempo de ocio y en los proyectos de vacaciones.
Hoy además necesitarán luchar contra la dinámica disgregadora del trabajo (la profesión no puede ponerse por encima del amor a la esposa o al esposo; el trabajo es un medio, la familia es un fin). En esto resulta útil poner medios concretos y puntos firmes: horario de llegada a casa, tiempo de dedicación a los hijos, dejar las preocupaciones profesionales aparte del hogar.
2. Toda vocación lleva consigo una misión. La misión de cada matrimonio está vinculada normalmente a la familia[48], y la calidad de la vida de esa familia depende de la calidad de ese amor matrimonial, a lo largo de los años.
La primera misión es poner el amor en el mundo y para ello querer tener hijos, los que Dios envíe, y educarlos como personas y como cristianos. Pues bien, el amor es el mejor educador, capaz de aunar el cariño y la fortaleza. El de los padres se traduce tantas veces en sacrificio y genorosidad para dar a los hijos una buena educación (“la mejor inversión”), y en el testimonio de las virtudes humanas: cariño, confianza y alegría. Es bueno que los hijos vean cómo sus padres se esfuerzan por conocer la fe, dedican tiempo a la oración, celebran con autenticidad los sacramentos, sirven de hecho a los demás. Así crecerán sin voluntarismos (carentes de argumentos) ni negativismos (por incapacidad de mostrar el bien donde se encuentra), y sabrán educar a sus propios hijos sin naturalismos (“allá tú…”) ni dirigismos (“porque yo lo digo”).
El amor lleva a los esposos, por tanto, en su misión dentro del hogar, a interesarse no por trastos innecesarios o lecturas insustanciales, sino por ideales nobles, de modo que sus hijos se aficionen por las manifestaciones humanas del espíritu. Podrán evitar entonces que se conviertan en lo que Thibon llama “hombres-veleta”, hechos de un metal enmohecido siempre idéntico a sí mismo pero que gira al capricho de los vientos, y que suelen coincidir con los “hombres-fósiles”, que no se renuevan por su fuerza interior, porque carecen de raíces, sino sólo por gustos o circunstancias exteriores que los agitan. El espíritu es al mismo tiempo fuerza y renovación, sentido de lo eterno y del cambio, doble sentido que sólo puede encontrarse en Aquél que es eterno y ha creado todo lo que cambia[49].
El amor llevará a los esposos al diálogo con los hijos sobre lo que se dice en televisión, lo que ven en internet o los contenidos de los videojuegos. A hacerles valorar la colaboración con los demás miembros de la familia en tareas adecuadas a cada uno. Al trabajo bien hecho (para poner un granito de arena en la construcción de un mundo más justo), al servicio del bien común en la vida pública y política, con sentido positivo. Es lógico que los padres consideren como un don la eventual vocación de sus hijos a una vida dedicada totalmente a Dios. Por consiguiente enseñarán a sus hijos a rezar por los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, y les ayudarán a responder con generosidad, si reciben esa llamada[50]. Les harán apreciar la colaboración en tareas eclesiales (la colaboración con la parroquia y otras instituciones de la Iglesia, el apoyo a la vida sacerdotal y religiosa, etc.) Y siempre, con atención hacia aquellos que más puedan necesitarles (“obras de misericordia”): el cuidado de los enfermos y a los ancianos, la limosna a los pobres, la acogida a los forasteros, la preocupación por los más débiles, etc. Todo ello, como manifestación de un corazón lleno con el amor de Dios. En el fondo, como decía Teresa de Calcuta, la mayor ignorancia y la mayor miseria es no saber amar, dar y recibir amor.
Dicho brevemente, el amor matrimonial debería llevar a una siembra de amor sobre todo en los hijos, educándoles como ciudadanos y buenos cristianos que apoyan su vida sobre los cimientos  de la confianza en Dios Padre, la amistad con Jesús, la luz y la fortaleza del Espíritu, la ternura de María.
Concluyendo, el amor de los esposos está llamado a abrirse a Dios y a los demás. En esta medida puede ser un “modelo” de todo amor, al irse convirtiendo en un reflejo del amor divino. Por eso en el cristianismo el amor de los esposos lleva a rezar y adorar, alcanza la categoría de un verdadero culto a Dios. A condición, claro está, de no “encerrarse” en el otro, sino a abrirse ante todo a Dios, y en segundo lugar a todas las personas y al mundo, según el orden de la caridad: primero, la familia, y luego especialmente los más necesitados. De esta manera los esposos pueden contribuir, desde su mismo amor, a la transformación de las culturas en la línea de una “civilización del amor”[51].

Notas 


[1] Benedicto XVI, Presentación de la encíclica “Deus caritas est”, 23.I.2006.

[2] Ibid.

[3] Deus caritas est, nn. 39 y 1. El amor es, ciertamente un camino esencial para la misión de la Iglesia y de los cristianos. Vid. la publicación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, La Via dell’Amore: riflessioni sull’enciclica ‘Deus caritas est’ di Benedetto XVI,  L. Melina- C.A Anderson (a cura di), Città del Vaticano 2006.

[4] Cfr. Deus caritas est, n. 2. No se dice con esto que el amor entre hombre y mujer sea el único modelo del amor.

[5] Cfr. 1 Co 13, 1-2; 14, 1.

[6] Cfr. Deus caritas est, n. 4. El que quiere volar lanzándose sin más al vacío, acaba dándose de narices contra el suelo, como queda claro en el mito de Ícaro (cfr. G. Thibon, La crisis moderna del amor, Barcelona 1976, pp. 60s).

[7] Como la fidelidad que es una de sus propiedades, el amor que supera la prueba del tiempo tiene dos elementos: un intercambio vivo con aquel o aquello a lo que se es fiel y un elemento espiritual que es como el alma: no se trata de detener el cambio sino de impregnar de eternidad los cambios. En toda fidelidad verdadera existe una simbiosis constante entre el sentido de lo eterno y el del cambio. Sin el cambio que la vivifique, la fidelidad se seca como las orillas desoladas de los riachuelos muertos; sin la fidelidad que lo contiene e impulsa, el cambio degenera en vicio y amargura (G. Thibon, La crisis…, pp. 22 ss).

[8] Cfr. Ibid. pp. 56 ss. El autor muestra las consecuencias de esta idolatría o divinización o del amor: la dislocación de sus propios elementos (entre amor y vida, entre la sexualidad y el hijo), la ruptura con la sociedad (desvinculación respecto de las instituciones, que, por otra parte, tampoco protegen al matrimonio y la familia), ruptura con Dios (lejos de santificarse, el amor se profana poniéndose en lugar de lo sagrado) y con el mundo (el exclusivismo del “amor libre” suele comenzar con el conformismo y terminar con la amargura). Todas esas fracturas se originan de un falso amor, donde propiamente no hay esa transfusión misteriosa que es la comunión, sino algo más parecido a un egoísmo a dos (cfr. Ibid., pp. 57-64).

[9] R.Mª. Carles, El amor matrimonial, en “La Razón”, 23.III.2006.

[10] Cfr. Deus caritas est, n. 5.

[11] Sobre la “entrega sincera de sí mismo” como principio edificador del matrimonio y la familia, ver Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (a las familias), de 1994, n. 11.

[12] Además “a la imagen de Dios monoteísta corresponde al matrimonio monógamo” (Deus caritas est, n. 11). Vid. sobre todo este tema Benedicto XVI, Discurso al Instituto Pontificio Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, 11.V.2006.

[13] J. Burggraf, La comunión goza de las diferencias. Dimensión antropológica del misterio nupcial, en “Scripta Theologica” 33 (2001) 231-242.

[14] Cfr. Deus caritas est, n. 9

[15] Cfr. Ibid., n. 10.

[16] Cfr. Gen. 2, 24. Vid. sobre el tema la aportación fundamental de Juan Pablo II en su “teología del cuerpo” (Varón y mujer. Teología del cuerpo, 3ª ed, Madrid 1996 y La redención del corazón, 2ª ed, Madrid 1996); Idem, Mulieris Dignitatem (1988); Comisión Teológica Internacional, Comunión y servicio. La persona humana, creada a imagen de Dios(23.VII.2004); E. Kaczynski, El matrimonio y la familia: comunión de personas, en “Divinitas” 26 (1982) 317-331; A. Scola, Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Madrid 1989; C. Cafarra, Ética general de la sexualidad, Barcelona 1995; J. Burggraf, La comunión goza de las diferencias. Dimensión antropológica del misterio nupcial, 2001, texto ya citado. En el contexto de la misión, vid. R. Pellitero, La atención a la persona en la misión de la Iglesia, “Teocomunicação” (Brasil) 35 (2005) 809-838.

[17] Cfr. Deus caritas est, n. 11.

[18] Cfr. Mt 9. 15 (paralel: Mc 2, 20; Lc 5, 34s) y 25, 1ss; Jn 3, 29.

[19] Jn, 2.

[20] Cfr. Mt 22, 2ss. El cristiano por el bautismo es hecho partícipe de la filiación divina. La imagen de la Iglesia como esposa debe entenderse en complementariedad con el resto de las imágenes eclesiológicas. Esto sucede sobre todo respecto a la imagen del “Cuerpo de Cristo”, y también respecto a la imagen de “Pueblo de Dios” (Padre) y “Templo del Espíritu Santo”; estas tres imágenes expresan las relaciones de los cristianos, in Ecclesia, con las Personas de la Trinidad.

[21] Cfr. Mt 25, 1ss.

[22] Ver sobre todo, Ef 5, 21 ss. El ministerio apostólico consiste en presentar a Cristo como esposo: 2 Co, 11, 2.

[23] Cfr. Ap. 22, 17-20 (cfr. 19, 7-9; cfr. Gen 1, 27 y de nuevo 2, 24.

[24] Cfr. Deus caritas est, 6 y 13.

[25] Decía en su catequesis a los esposos: “Que consideréis una cosa muy elemental para un cristiano: en todos los sacramentos, el ministro es el Sacerdote; pero ahí, no. Ahí, el ministro sois vosotros. En otros sacramentos, la materia es el pan, es el vino, es el agua… Aquí son vuestros cuerpos. Recordad lo que decía esta mañana con palabras de San Pablo: no os pertenecéis; yo veo el lecho matrimonial como un altar: está allí la materia del sacramento» (San Josemaría Escrivá, en “Nuestro tiempo”, Pamplona, dic. 1967, p. 720). Josemaría contribuyó en primera línea a que el matrimonio sea considerado como una auténtica vocación. Vid. una síntesis de sus enseñanzas en la homilía El matrimonio, vocación cristiana(texto de 1970), en Es Cristo que pasa, Madrid 1973, nn. 22-80. En la renovación de la espiritualidad matrimonial han jugado un importante papel los Equipos de Nuestra Señora: vid. H. Caffarel, Un renouveau du mariage pour renouveau de l’Église, en “l’Anneau d’Or” 105-106 (1962) 178-190; idem, Propos sur l’amour et la grâce, Paris 1961.

[26] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1601 ss, especialmente n. 1617. Vid. Compendio,n. 341. Sobre el amor matrimonial en la perspectiva de la Alianza, vid. S. Cipriani, Matrimonio, en P. Rossano, G. Ravasi y A. Girlanda (dir.), Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, 2 ed, Madrid 1990, pp. 1157-1170. Vid. también Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia, J.M. Casciaro (dir.), Pamplona 1989, y G. Aranda Pérez, Varón y mujer. La respuesta de la Biblia, Madrid 1991. Para una buena visión teológica y pastoral de conjunto, A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, 2ª ed., Pamplona 2001; vid, una síntesis de las cuestiones que afectan al amor matrimonial, por el mismo autor: El secreto del amor en el matrimonio, Madrid 2003. Una excelente presentación divulgativa es la de A. Léonard, La moral sexual explicada a los jóvenes, Madrid 1994.

[27] En el “gran sacramento” de Cristo y de la Iglesia los esposos descubren el espacio y la concreción de su vocación a la santidad y al apostolado [cfr. Exhort. Ap. Familiaris consortio(1981) n. 19]. “Al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios” (Const. PastoralGaudium et spes, 48).

[28] De ahí el importante lugar del sacramento de la Penitencia en la santificación de los esposos cristianos, para garantizar, en lo pequeño y en lo grande, las obras que corresponden a la alianza y la comunión matrimonial; porque sólo el perdón sacramental garantiza el perdón mutuo y la verdadera reconciliación entre ellos.

[29] Deus caritas est, n. 13. Es lógico que el ritual para la celebración del matrimonio después del Concilio Vaticano II (1ª ed. 1969, 2ª ed. 1991), inserte esta celebración de preferencia dentro de la Misa. Vid. A.M. Triacca, La “celebrazione” del matrimonio: aspetti teologici-liturgici. Contributo alla spiritualità sacramentaria e alla pastorale liturgica, en A.M.Triacca-G. Pianazzi (a cura di), Realtà e valori del sacramento del matrimonio, Roma 1976, 111-147.

[30] Deus caritas est, n. 14.

[31] En el pontificado de Juan Pablo II, vid. especialmente la Enc. Ecclesia de Eucharistia(2003).

[32] Cfr. Mt 22, 40.

[33] Benedicto XVI, En San Juan de Letrán, 7.V.2005. La última frase remite a Rm 31, 10.

[34] Amor nupcial en potencia, o amor esponsal, es también el amor de los novios. Puesto queno son cónyuges, a ese amor le faltan, lógicamente, los elementos propios de los actos propiamente conyugales. Amor nupcial, en el sentido figurativo de la Biblia y de los místicos, es no sólo el amor entre Cristo y la Iglesia, sino también el amor entre el alma (“la esposa”) y Dios; la perspectiva nupcial o esponsal de la vida cristiana no se restringe, pues, a la condición de las vírgenes consagradas en la Iglesia.

[35] Cfr. Mc 12, 33.

[36] Cfr. D. Day, La larga soledad: autobiografía, Santander 2000; las palabras citadas son del epílogo.

[37] Deus caritas est, n. 18.

[38] Ibid.

[39] Ibid., n. 19.

[40] Acerca de la capacidad radicalmente personalizadora del amor, cfr. J. Pieper, El amor,Madrid 1972.

[41] No se pueden separar el amor o el bien de los esposos, por una parte, y la transmisión de la vida con la procreación y la atención a los hijos, por otra (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1660, 2363; Compendio, 338).

[42] La familia es Iglesia doméstica donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal de todos sus miembros, además de escuela de vida cristiana y del más rico humanismo (cfr. Conc. Vaticano II, const. dogm. Lumen gentium, 11; Exhort. Ap. Familiaris consortio, 21).

[43] Cfr. Juan Pablo II, Carta Redemptoris custos (1989).

[44] Cfr. P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, 2ª ed, Pamplona, 1987, pp. 42-56, 95-104, 77-90.

[45] Cfr. R. Alvira, El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia, Pamplona 1998.

[46] J. Burggraf, La comunión goza de las diferencias…, texto citado, pp. 7s.

[47] “Sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano [como camino vocacional], puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús (cfr. Mt 19, 11), que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno” (San Josemaría Escrivá, Homilía Amar al mundo apasionadamente, de 1967, en Idem, Conversaciones, Madrid 1968, p. 180). La entrega a Dios en el celibato o la virginidad es también una manifestación de ese misterio nupcial del amor. Este carisma del celibato o de la virginidad no es exclusivo de la vida consagrada o de los ministros sagrados, sino que también lo viven muchos fieles laicos o “cristianos corrientes”. Se trata de una vocación particularmente excelsa, por dirigirse directa e inmediatamente al amor de Dios; sin que esto disminuya la necesidad de colaborar, varones y mujeres, al servicio a la humanidad. Por lo que respecta al celibato sacerdotal, vid. las colaboraciones reunidas enEl celibato sacerdotal: espiritualidad, disciplina y formación de las vocaciones al sacerdocio, J.L. Lorda (ed), Pamplona 2006, y la bibliografía que juntamente con M.A. Monge hemos elaborado (pp. 217-222).

[48] Cfr. J.R. Flecha, La familia lugar de evangelización, Madrid 1983.

[49] G. Thibon, La crisis…, p. 41.

[50] “Un último mensaje que quisiera dejaros atañe al cuidado de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: todos sabemos cuánta necesidad tiene la Iglesia de estas vocaciones. Para que nazcan o lleguen a madurar, para que las personas llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la oración, que nunca debe faltar en cada familia y comunidad cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de vida de los sacerdotes, de los religiosos y las religiosas, la alegría que manifiestan por haber sido llamados por el Señor. Asimismo, es esencial el ejemplo que los hijos reciben dentro de su familia, y la convicción de las familias mismas de que, también para ellas, la vocación de sus hijos es un gran don del Señor” (Benedicto XVI, Discurso a la asamblea eclesial de la diócesis de Roma,6.VI.2005).

[51] Pablo VI, En la clausura del Año Santo, 25.XII.1975. La expresión fue empleada en muchos escritos de Juan Pablo II, y desarrollada especialmente en la Gratissimam sane (Carta a las familias de 1994), donde aparece 40 veces. Ahí se afirma: “La familia es el centro y el corazón de la civilización del amor” (n. 13). La conclusión del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2005 por el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, lleva por título: “Hacia una civilización del amor” (nn. 575-583). Sobre la contribución de la familia cristiana a la cultura, y su papel en la transmisión de la fe y de la vida cristiana,  vid. también Conf. Ep. Española, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27. IV. 2001).

Pio Santiago

 

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Sumario:

1. Fidelidad conyugal y Alianza de Dios con los hombres

2. Fidelidad: don y tarea

3. Crecimiento de la fidelidad, crecimiento en el amor

4. Educación de la fidelidad

5. Fidelidad a pesar de la infidelidad



 La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido (cfr. S.Th., II-II, q. 110, a. 3, ad 5). Puede considerarse un aspecto de la veracidad. Esta consiste en la conformidad de las palabras y acciones con las realidades que expresan; la fidelidad es la conformidad de lo que se hace con lo que se ha dicho, con la palabra dada.

Por tanto, la fidelidad matrimonial podría definirse como la virtud que capacita a los esposos para hacer verdadera a lo largo de la vida, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, la “palabra dada”, es decir, los compromisos que de verdad y libremente han adquirido y manifestado ante Dios y la Iglesia en la alianza esponsal.

1. Fidelidad conyugal y Alianza de Dios con los hombres

La alianza esponsal que se establece entre el hombre y la mujer es una expresión significativa de la comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel. El vínculo de amor entre los esposos “se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo” (FC, 12).

En el orden de la Redención, el matrimonio es signo de la Nueva Alianza de Cristo con la Iglesia. “El Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús” (FC, 19).

“El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia” (CEC, 2365). Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad porque es su participación. En consecuencia, los esposos han de hacer visible ese amor de Dios el uno al otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad, también los esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre (cfr. A. Sarmiento, 123).

2. Fidelidad: don y tarea

La fidelidad, como el amor, es, ante todo, una iniciativa y un don de Dios. En esta verdad se fundamenta el optimismo y la seguridad que deben tener los esposos.

Ciertamente la fidelidad es una tarea personal, requiere esfuerzo y lucha. Pero, así como es un error confiar exclusivamente en las propias fuerzas, lo es también pensar en la debilidad humana sin tener en cuenta la ayuda constante y eficaz de Dios.

Cristo renueva el corazón del hombre por medio de la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Además, la gracia sacramental específica que se recibe en el sacramento del matrimonio, ayuda a vivir la fidelidad conyugal en todas las circunstancias por las que deban atravesar los esposos. ”Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la «dureza de corazón» (cfr. Mt 19,8), sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel» (Ap 3,14), es el «sí» de las promesas de Dios (cfr. 2 Cor 1,20) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin (cfr. Jn 13,1)” (FC, 20).

La ayuda de Dios a los esposos es constante. Jesucristo no les retira sus dones. “El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo «permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS, 49)” (FC, 56).

3. Crecimiento de la fidelidad, crecimiento en el amor

La comunión conyugal está llamada “a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (FC, 19). La fidelidad, como todas las virtudes, no es algo estático, está llamada a crecer.

El don del Espíritu Santo infundido en los corazones del hombre y de la mujer con la celebración del sacramento “es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma— revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de Cristo” (FC, 19).

Para crecer en la fidelidad es necesario, por tanto, poner los medios sobrenaturales (oración y sacramentos, especialmente la penitencia y la Eucaristía) y los humanos. Al mismo tiempo que piden ayuda a Dios, los esposos han de esforzarse por mantener viva “la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que son” (FC, 19). Renovar el amor y la fidelidad es una tarea de cada día, en las alegrías y en las penas, y también en aquellas circunstancias que no se podían prever; una tarea que requiere ser pacientes y humildes, saber comprender y perdonar, y no solo cuando resulta fácil, sino también cuando Dios pide verdadero heroísmo.

De esta manera, las dificultades por las que los cónyuges tienen que atravesar, lejos de enfriar el amor, lo hacen crecer. “Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño” (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 24).

4. Educación de la fidelidad

Como todas las virtudes humanas, la fidelidad tiene que ser formada, educada, adquirida. Se trata de uno de los objetivos más importantes en la preparación para el matrimonio. La encíclica Familiaris consortio (n. 81) insta a los pastores a enseñar “a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento”.

La fidelidad necesita de todas las virtudes, porque todas están conectadas, pero parece solicitar especialmente el desarrollo de la fortaleza, la virtud que nos ayuda a amar el bien a pesar de las dificultades que se presenten, o a huir de las tentaciones que puedan ponerlo en peligro. Y también de la castidad, que encauza el amor conyugal exclusivamente hacia el otro cónyuge, y evita todo lo que puede poner en peligro la fidelidad.

5. Fidelidad a pesar de la infidelidad

En la Sagrada Escritura, el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos (cfr. Os, 3). Y así, del mismo modo que la infidelidad de  Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor, la infidelidad de uno de los cónyuges no debe destruir la del otro.

Es el caso, por ejemplo, de un cónyuge inocente que sufre la separación por culpa del otro. “En este caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior” (FC, 83).

“Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que —conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido— no se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos” (FC, 83).

Bibliografía

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1644-1645; 2360-2400.

Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981.

S. Josemaría Escrivá, Homilía “El matrimonio, vocación cristiana”, en Es Cristo que pasa, nn. 22-30.

A. Sarmiento, Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia, Instituto de Ciencias para la Familia, Universidad de Navarra, Rialp, Madrid 2006, especialmente pp.  121-132.

Pio Santiago

 

Livio Melina

Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 257-269

Índice:

1. La vocación al amor conyugal y la castidad

2. Exigencia de integración de la persona

3. La experiencia de ruptura de la persona

4. La virtud de la castidad como integración de la persona y posibilidad de una verdadera relación

5. Aspectos de la castidad

6. El recurso a la abstinencia periódica para la regulación natural de la fertilidad

7. Castidad y caridad

8. Conclusión: la figura de una ética sexual cristiana


En la raíz de nuestra vida hay un don que es también una llamada. En cuanto el hombre ha sido creado a imagen de Dios que es Amor (1Jn 4,8), en la humanidad del hombre y de la mujer están inscritas “la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (Familiaris consortio, n.11). Por esto, como ha recordado Juan Pablo II en su primera encíclica, “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Redemptor hominis, n.10).

1. La vocación al amor conyugal y la castidad

La reflexión sobre el lugar que ocupa la moral en la catequesis nos lleva a tratar sobre esta originaria llamada al amor y sobre la virtud que la hace posible: la castidad. Esta con-vocación al amor, que es propia de los esposos cristianos, como su vocación específica, en el marco de la universal vocación a la santidad, se realiza de hecho mediante un camino de crecimiento personal y común, sostenido por la gracia sacramental de Cristo. Por lo demás, toda vocación a la santidad tiene, por naturaleza, una dimensión esponsal, verificada y realizada en la caridad de Cristo hacia la Iglesia, su Esposa. De hecho, aquella universal llamada a la santidad, de la que habla el Concilio Vaticano II en el capítulo quinto de la Lumen gentium, es una vocación eclesial a la comunión de las personas, en el don de sí y en la acogida del otro[1].

El matrimonio es una específica forma vocacional, en la que la llamada a la santidad pasa a través del signo de la conyugalidad entre el varón y la mujer. La participación en la caridad de Cristo, hecha posible por un don específico del Espíritu, debe expresarse en la unidad corpóreo espiritual de los cónyuges, abierta a la transmisión de la vida. Así, se establece una identificación vocacional de las personas de los esposos, juntamente “con-vocados” (llamados conjuntamente) y se configura su específica misión eclesial.

La capacidad esponsal de un don de sí total y fecundo, fiel y creativo, de los esposos, encuentra su fuente en la Cruz de Cristo, en su cuerpo de Esposo: “tomad y comed, esto es mi cuerpo. Haced esto en memoria mía”. Así el matrimonio se hace sacramento en un sentido nuevo e incomparablemente más pleno que el creatural. No es ya sólo el sacramento natural del amor de Dios creador: ahora es también el signo eficaz del amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia. Este misterio es grande (Ef 5). Incluso la caída, el pecado, la infidelidad son reabsorbidos en la misericordia y el perdón. Incorporado en el amor redentor de Cristo, mediante la Iglesia, el amor humano puede llegar a su término y la capacidad del don de sí y la acogida del otro puede ser transfigurada y llevada a su plenitud.

Entonces, el amor originario es aquel de Cristo por la Iglesia: sobre este amor la esponsalidad humana está llamada a enraizarse y modelarse. El matrimonio está, por lo tanto, en el corazón del misterio de la Iglesia y la Iglesia está en el corazón del matrimonio. Ser “familia”, ser varón y mujer casados, no es algo sobreañadido extrínsecamente al ser cristiano: es una modalidad vocacional, mediante la cual se expresa en el mundo el misterio de la Iglesia, amada por Cristo. Y en este radicarse en Cristo, el amor humano encuentra su significado y la fuerza para llegar a su término.

La redención no es, sin embargo, automática: es libre, es un camino en la historia que pasa a través de la Cruz: la Cruz de Cristo que hace posible nuestra cruz y la transforma en vía de redención. El cristiano se descubre pecador, constata su pecado cada día, también en el campo de la sexualidad. Y sin embargo, no debe mirar la sexualidad con hastío, como una fuente de peligro y de pecado, sino como camino, que en la comunión con Cristo readquiere su dignidad y la posibilidad de ser una gracia. La predicación de Jesús al respecto es muy exigente: llama a la fidelidad absoluta (sin posibilidad de divorcio); a la pureza no sólo en las acciones, sino hasta en las más profundas intenciones del corazón, a la pureza incluso de la mirada. Pero esta llamada no es para condenar al hombre pecador o para desalentarlo con un ideal imposible a las fuerzas humanas. Al contrario, es para llamarlo a la grandeza de su vocación y para ofrecerle, con la gracia, la posibilidad de ponerse en camino.

El tema de la castidad conyugal se introduce precisamente en este punto, cuando nos preguntamos: ¿cómo es posible corresponder a este proyecto de Dios que convoca a los esposos a manifestar en su amor humano, el amor creativo y redentor de Dios? ¿Cómo la fuerza salvífica del amor divino, del amor eucarístico de Cristo, se introduce en el amor humano entre los esposos y lo hace capaz de expresar el don sincero de sí y la acogida del otro, en la apertura a la vida? La respuesta es posible mediante la adquisición de una virtud: la castidad conyugal, entendida como la virtud del amor verdadero.

La castidad no goza hoy de buena fama, como, por lo demás, sucede con el resto de las virtudes[2]. Cuando se pronuncia el nombre de virtud surge una idea de mediocridad: una actitud de vida carente de empuje, temerosa de enfrentarse a lo humano y sus riesgos, a fin de cuentas, más bien egoísta, cerrada en sí misma y dirigida sólo a un autoperfeccionamiento. Además, desde el punto de vista teológico, pesa sobre la virtud la reserva del pensamiento protestante, según el cual implicaría una suficiencia naturalista del sujeto en el momento de realizar el bien, un cierto pelagianismo que oscurecería la gratuidad del don[3].

En particular, estamos habituados a pensar que la castidad se opone a una vida emotiva rica y sensible: el hombre perfectamente casto sería aquel que ha reprimido todas las emociones de naturaleza sexual, tendiendo a eliminar su deseo. Pero éste es el ideal estoico de virtud, como eliminación de las pasiones y de los deseos: el ideal de la perfecta indiferencia. No es, sin embargo, el ideal cristiano. De hecho, para el cristiano, la castidad no es represión de las pasiones, sino sobre todo la virtud que hace posible el amor auténtico, integrando las dimensiones del instinto y de la afectividad en la dinámica de la maduración personal hacia el don de sí y la acogida del otro. Una virtud que abre a la relación con los demás, en el reconocimiento de su dignidad de personas. Una virtud que es fruto en nosotros del Espíritu Santo, en cuanto realiza la caridad en la dimensión sexual de nuestras relaciones.

2. Exigencia de integración de la persona

Se ha señalado ya la pluralidad de dinamismos de la persona que entran en juego en las relaciones con los demás a nivel de la dimensión sexual: el instinto, que se dirige a los valores sexuales ligados principalmente a la corporeidad; la afectividad, que reacciona ante la masculinidad o feminidad como dimensiones globales de la persona[4]. El primero orienta a apropiarse de la otra persona, para gozar; la segunda tiene un carácter más onírico y tiene el riesgo de prescindir de la realidad del otro. Ambas “reacciones” (se trata de pasiones, en cuanto están bajo el influjo de una impresión externa) no alcanzan la persona del otro: no pueden ser la base suficiente para un encuentro y una relación estable. Sin embargo, son el cauce normal que despierta el interés hacia la persona del otro y representan aspectos que enriquecen la relación personal.

Sólo cuando el amor se desarrolla hasta alcanzar la persona del otro, podemos hablar de un amor para siempre. Entra así en juego el nivel superior de la vida psíquica del hombre, en el que se involucran las facultades espirituales de la inteligencia y la voluntad. Este nivel surge cuando se percibe que la atracción sexual se refiere a una persona: es el valor de la persona, que interpela en las características sexuales del cuerpo y en las reacciones emotivas a la feminidad o masculinidad. En este paso de los niveles instintivos al espiritual de la relación a la otra persona, juega un papel decisivo la dimensión del psiquismo, sobre todo en aquellas“emociones grandes y profundas” que connotan el amor y anticipan, como una promesa, el encuentro con el bien en sí de la persona del otro. De hecho, por un lado, la instintividad en el hombre no es nunca un hecho puramente somático, sino que implica siempre también un componente emotivo y, por otro lado, es propio de las emociones grandes y fuertes anticipar la dimensión espiritual del encuentro con otra persona.

La dimensión espiritual de la sexualidad, que reclama la responsabilidad del hombre y de la mujer, aparece cuando el otro no es ya sólo un bien para mí, sino que es querido en sí mismo y por sí mismo. Entonces el amor no es ya sólo una atracción hacia el otro como un bien para mí (aquello que los medievales llamaron amor complacentiae), sino es entrega al otro por su bien, por el valor que él es en sí (es aquel querer el bien del otro, que los medievales llamaronamor benevolentiae)[5]. Mientras en los niveles instintivo y psíquico inferior el otro se presentaba como valor sólo en cuanto lo refería al apagamiento de mi deseo subjetivo (deseo de placer sexual o deseo de compañía), a nivel del amor espiritual es al contrario: el otro es un valor en sí, que pide el obsequio de mi libertad.

El valor personal de la otra persona, una vez percibido, se me impone. Éste exige, también a costa del sacrificio de las dimensiones instintivas y emocionales, la acogida y el respeto de una verdad que no me pertenece. Remite a la necesidad de un “silencio” de mi deseo de poseer para poder escuchar al otro, para dejar que se revele en su verdad única e irrepetible, que representa el don más singular y precioso del encuentro de amor. Sólo si uno tiene una mirada pura, que no reduce a la otra persona a objeto de placer o de utilidad, es posible un verdadero encuentro con ella, en la que se respeta la alteridad y es posible la sorpresa y la novedad continua de una relación que no quiere negar dicha alteridad.

Lo expresa con fuerza Josef Pieper: “Amar a algo o a alguna persona significa dar por «bueno», llamar «bueno» bueno a ese algo o ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: «Es bueno que tú existas, es bueno que estés en el mundo».”[6] “Pues todo el mundo estará de acuerdo en que si un amor termina en el momento en que desaparecen ciertas cualidades (belleza, juventud, éxitos) quiere decir que no existió nunca. Por tanto, la pregunta «test» no es: ¿la encuentras simpática, hábil y atenta?, sino: ¿estás de acuerdo con que haya venido a la existencia? ¿Puedes decir honradamente: qué maravilloso que estés sobre el mundo?”[7].

3. La experiencia de ruptura de la persona

El problema que se plantea en este punto es: ¿cómo esta pluralidad de dimensiones, de impulsos y solicitaciones llegan a ser factores de construcción de la persona y de apertura de la persona a una relación de amor, que permita el don de sí y la acogida del otro? De hecho, es una realidad que cada uno de nosotros experimenta una cierta ruptura y fragmentación de la experiencia. Los valores sexuales y los impulsos instintivos que se derivan, oscurecen a veces el valor personal del otro (es la “mirada del deseo” de la que habla Jesús en el discurso de la Montaña, cfr. Mt 5,28); las sugestiones de la afectividad nos distraen del otro en su realidad concreta.

El psiquiatra americano Hending ha descrito ampliamente las consecuencias dramáticas que lleva la separación del afecto, del sentimiento, de las emociones o del empeño personal recíproco, de la experiencia sexual. El resultado es un sentido de ruptura de la experiencia, que conduce a considerar la propia vida personal como una escena sobre la cual no se trata sino de jugar distintos papeles, que cambian con la variación del escenario. Así, lo importante es la sensación que provoca la experiencia particular. La vida se convierte en una serie de experiencias aisladas unas de otras. La sexualidad se separa de la persona, la conducta sexual genital tiende a estar “libre” de lazos y desenfrenada, con los efectos que los psiquiatras han denunciado: la búsqueda compulsiva de una gratificación de modo siempre más diverso y perverso.

En su libro Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla habla a propósito de la reducción de la persona del otro a un puro instrumento de “goce” a usar para satisfacer los propios impulsos. La persona es reducida, hasta en la intencionalidad de la mirada, a sus características sexuales y al placer que éstas puedan procurar. En la raíz de esta situación está aquella desarmonía interior, distinta del pecado, que en la teología del cuerpo se ha definido con el nombre de concupiscencia. En el pensamiento de S. Agustín se configura sobre todo como orgullo, como la pretensión de autosuficiencia que no deja espacio al encuentro verdadero y a la acogida del otro. Santo Tomás pone sobre todo el acento en una debilidad estructural, que provoca la incapacidad de resistir a las pasiones y de integrarlas. En todo caso, está en la raíz de la ruptura del sujeto y de la reducción del otro a mero instrumento.

4. La virtud de la castidad como integración de la persona y posibilidad de una verdadera relación

Así emerge también la tarea que está por delante: la tarea de una integración de la múltiple realidad de la sexualidad en la unidad espiritual de la persona, a fin de que la persona pueda donarse a sí misma y acoger al otro. El concepto de “integración de la persona” es fundamental: implica una unidad orgánica de dimensiones diversas, respetadas en su diferencia y al mismo tiempo armonizadas en una unidad superior. El problema ético de la integración es el de la unificación de los dinamismos somáticos, psíquicos y espirituales de la persona.

Como se ha visto, la integración puede alcanzarse sólo a la luz de un valor fundamental, al cual se ordenen todos los demás valores, sexuales o no, de los que la persona es portadora. La integración no puede lograrse a nivel de valores corporales o solamente psicológicos: en ellos hay sólo una reacción a su objeto, que no garantiza la estabilidad del comportamiento. El valor fundamental se halla en un nivel distinto y este nivel puede ser solamente el espiritual: aquel que reconoce el valor de la persona en cuanto tal.

Santo Tomás define la virtud moral[8] como un habitus operativus bonus, un modo de ser de la persona en su globalidad, que orienta a las acciones justas y en ella descubre tres características: la estabilidad, la facilidad y el gozo. En nuestra experiencia cotidiana, en particular en la experiencia relativa a la sexualidad, debemos tener en cuenta la variabilidad de nuestro estado de ánimo y de nuestras emociones, la dificultad a realizar el bien y la tristeza, por la que tenemos la impresión de perder algo respecto a los demás cuando observamos la ley moral. La virtud de la castidad es la capacidad de un sujeto de superar las dificultades debidas a la variabilidad de los instintos y de los sentimientos y de expresar en la propia vida el amor, el don de sí a otra persona para siempre, acogiéndola en su verdad integral.

5. Aspectos de la castidad

La virtud de la castidad exige la autoposesión y el autodominio. Se trata de la capacidad de trascender a las propias reacciones inmediatas. Es la capacidad de vivir los dinamismos somáticos y psíquicos, las reacciones y las experiencias de pasividad ligadas a la sexualidad (esto es, lo que “ocurre en mí”), de modo no desintegrado respecto al propio ideal de vida, respecto al proyecto vital como don de sí y acogida del otro. Esto implica la capacidad de reflexión y de emitir un juicio de valor sobre las propias experiencias instintivas y afectivas, para reconducirlas a la unidad del significado personal.

Así alcanza un valor particular la experiencia y el comportamiento del pudor. Éste protege a la persona de las reacciones sexuales de su cuerpo, para salvaguardar la posibilidad del amor. El pudor está dirigido a hacer que el valor personal de la corporeidad no sea oscurecido por los valores parciales ligados a la genitalidad, de modo que la mirada concupiscente no lleve las de ganar y turbe la relación personal.

Aquí es preciso hacer una pequeña alusión al tema del placer, que está unido a la expresión física de la sexualidad. Existen dos tipos de placer: los placeres que derivan del apagamiento de una necesidad y los placeres que nacen de la apreciación del valor de un objeto en sí mismo. Los primeros, más ligados a la esfera de la corporeidad, refieren el objeto a nosotros mismos y a nuestras necesidades físicas; mientras los segundos, de naturaleza espiritual, nos hacen salir de nosotros mismos para abrirnos con admiración al valor desinteresado del otro. Los placeres que nacen de nuestras necesidades satisfechas ciertamente no han de ser despreciados, pero no pueden convertirse en regla cuando están en juego las relaciones personales. En particular, en la sexualidad conyugal, el placer físico está llamado a integrarse en la donación a la persona y a subordinarse a ella. Ha de ser acogido con gratitud, pero no puede convertirse en el criterio de un acto que debe expresar el amor esponsal.

Otro elemento que entra a formar parte de la virtud de la castidad es la continencia. Si de hecho la integración de los dinamismos sexuales en el amor implica una historia con un camino progresivo de formación, entonces se aprecia que es ineliminable la lucha interna, la ascesis y la renuncia. En otras palabras: la continencia es el camino a la castidad. El silencio de los gestos instintivos ligados a la genitalidad contribuye al aprendizaje del lenguaje más profundo del don de sí y la acogida del otro, con la conciencia de que este don y esta acogida son el aspecto más decisivo a la que también está subordinada la sexualidad genital.

S. Pablo dice que los momentos de abstinencia sexual entre los cónyuges deben ser “decididos de común acuerdo, por un tiempo determinado, para atender a la oración” (1Cor 7,5). Para designar este tiempo, el Apóstol no usa la palabra griega “chronos” (que indica la sucesión cronológica), sino “kairòs” (tiempo de gracia y salvación). No es por lo tanto un tiempo de “vacío” en el amor, sino sobre todo de afianzamiento en la docilidad al Espíritu Santo, para un amor más grande: para profundizar el don y la acogida recíproca. Éste es el significado espiritual de la abstinencia periódica.

Así, también a través de la abstinencia, acontece la sublimación: los movimientos del instinto y de la afectividad que venimos tratando, al mismo tiempo son dirigidos hacia el valor auténtico. Las energías, inicialmente orientadas hacia el valor inferior, se enderezan hacia el superior. Y así la experiencia de la renuncia puede llegar a enriquecer la vida afectiva, que se realizará en un tiempo sucesivo.

Luego se pone de relieve que el ideal de la castidad conyugal no es la perfección individual de cada uno de los dos, sino la recíproca integración en el amor. Por ello, es necesario que los amores subjetivos de los dos esposos se encuentren en un amor entre sí, mutuo, en una relación que influye en cada uno y los ayuda a crear un espacio de crecimiento. Lo que el amante desea es que la amada participe en la realización de aquella realidad personal que es su común amor, es decir la expansión y la integración de sus personas en la comunión[9]. También la tendencia y el deseo sexual son reconducidos en el interior de esta polaridad personal, en la apertura a aquella fecundidad que preserva al amor del replegamiento y lo hace colaboración con Dios en la procreación.

6. El recurso a la abstinencia periódica para la regulación natural de la fertilidad

En este contexto, se puede apreciar mejor también el valor del recurso a la abstinencia periódica para una regulación natural de la fertilidad. Una de las objeciones más frecuentes está basada en su carácter exigente: para practicarla eficazmente es de hecho necesario adquirir no sólo un adecuado conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fecundidad, sino también y sobretodo un autocontrol de las pulsiones instintivas y emotivas de la sexualidad humana, en un diálogo continuo y profundo de la pareja. La utilización de la contracepción se presenta técnicamente mucho más simple y accesible, pues en ella el instrumento químico o mecánico hace superfluas en líneas generales estas condiciones personales.

No es preciso disimular o disminuir esta exigencia peculiar del recurso a la continencia periódica que está documentada en la experiencia de tantos cónyuges: practicarla comporta paciencia, esfuerzo continuo y ascesis moral en superar las dificultades. Es un caminar contra corriente, no sólo respecto a la mentalidad hedonista y tecnicista que domina en el ambiente, sino también  frente a la inmediata inclinación del instinto. Precisamente, los esposos que afrontan con coraje este desafío testimonian sin embargo que éste se transforma poco a poco en un factor de crecimiento de su persona y de su amor recíproco. Lo reconocía también Pablo VI en la encíclica Humanae Vitae: “El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone, sin ningún género de duda, una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad.” (n. 21).

Así, lo que a primera vista, se presentaba como una objeción puede ser convertido en un elemento positivo y constructivo. Se aprecia entonces que el valor de la regulación natural de la fertilidad consiste precisamente en ser sólo un instrumento, que no sustituye aquello que es propio de la persona. No supliendo con recursos técnicos la acción personal, se promueve la responsabilidad y se provoca el crecimiento de la persona en su vocación al amor. Justamente en el carácter limitado del instrumento, que interviene solo a nivel de diagnóstico, se identifica el valor moral de un método que por su naturaleza intrínseca exige la maduración de las personas implicadas.

Justamente en su límite y en su presunción de una maduración personal, los así llamados “métodos naturales” para regular la fertilidad asumen una relevancia moral indirecta. Ellos no sustituyen la persona y las personas de los cónyuges en su acción. No manipulan artificialmente los significados del acto conyugal, sino que respetan su valor personalista. Exigiendo y animando la formación de las necesarias disposiciones personales, se ponen al servicio del amor.

En una de sus Catequesis sobre el amor humano, Juan Pablo II ha afirmado: “el conocimiento mismo de los «ritmos de fecundidad» -también indispensable- no crea todavía aquella libertad interior del don, que es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad supone una capacidad tal de dirigir las reacciones sensuales y emotivas, de hacer posible la donación de sí al otro «yo» en base a la posesión madura del propio «yo» en su subjetividad corpórea y emotiva”[10]. En otras palabras, una regulación natural de la fertilidad difícilmente puede realizarse sin la virtud de la castidad conyugal.

En el contexto de la virtud de la castidad conyugal podemos, por consiguiente, apreciar mejor el valor de la continencia periódica que exige la regulación natural de la fertilidad. Ésta, al retener la inmediata satisfacción sexual, puede ayudar a hacer emerger el valor del otro como persona. La práctica de la continencia periódica exige diálogo, escucha y espera del otro, que no está siempre y en todo momento está disponible a la donación sexual. Justamente en esto se presta una nueva atención al carácter personalista del acto sexual y viene elevada la cualidad complexiva de la relación. El hecho de que deban colaborar los dos y que el marido mismo deba empeñarse en esperar los tiempos de la mujer, aunque constituye también una ocasión de dificultad mayor y de ascesis, no es en el fondo una desventaja desde el punto de vista sustancial de la relación[11].

La castidad conyugal, mediante la práctica de la abstinencia, orienta la mirada de la persona a aquello que es esencial en la relación y, al mismo tiempo, alarga el horizonte del amor. No niega el valor de la sexualidad genital, pero la reconduce a su significado de don expresivo del amor personal único y fecundo. Al valorar lo precioso del acto conyugal no lo idolatra, no lo considera el único gesto de amor interpersonal: invita en cambio a descubrir creativamente gestos de ternura y de atención donde la gratuidad del encuentro personal se manifiesta nuevamente.

7. Castidad y caridad

Desde el punto de vista teológico, la virtud de la castidad es posible como participación a la caridad de Cristo, el cual en el Espíritu dona a cada uno la capacidad de amar según su específica forma vocacional.

La teología del matrimonio afirma que la gracia propia del sacramento es la caritas coniugalis  (el amor esponsal): la capacidad que viene donada a los esposos de amarse en la verdad, de querer el bien del otro según la perfección del amor de Cristo. Esto implica un trabajo sobre sí y sobre la propia relación conyugal: una tarea de ascesis y de crecimiento para secundar el Espíritu e integrar toda la riqueza de la vida afectiva y sexual dentro del amor. Se llega así a captar también otra verdad teológica tradicional, hoy silenciada: aquella por la cual el matrimonio es un “remedio a la concupiscencia”. Si la concupiscencia es aquel desorden interior por el que los dinamismos inferiores obstaculizan la libertad del don de sí, la gracia propia del matrimonio consiste precisamente en el hecho de que el Espíritu dona a la libertad de los esposos la posibilidad de remediar la desintegración, para poder realizar el don de sí y la acogida del otro. El Espíritu actúa en la vida de los esposos con la fuerza redentora de Cristo, donando el amor sobrenatural, renovando el sentido del profundo respeto por la realidad sagrada de la persona y de su amor en el proyecto de Dios.

Para aquellos que son llamados a la virginidad por el Reino de los cielos, la castidad no significa sólo continencia. La continencia no es nunca un fin en sí misma: existe para el don de sí y la acogida del otro. Por esto, también en la perspectiva vocacional del consagrado, la castidad es parte del dinamismo espiritual de la caridad: caridad pastoral para el sacerdote y para el obispo; caridad de servicio y dedicación a la oración para los religiosos. También para los consagrados la castidad es condición de amor y de fecundidad. Es la disponibilidad a hacer que, en la renuncia a la forma natural del amor, la propia existencia sea el lugar mediante el cual Cristo realiza su amor universal.

La castidad, por lo tanto, no es nunca una perfección de la persona en sí misma, sino la virtud que mira a hacer posible el ex-tasis: salir fuera de sí misma, para acoger a la otra persona y donarse.

8. Conclusión: la figura de una ética sexual cristiana

Se puede comprender ahora cuál es la imagen verdadera de una ética sexual cristiana y sacar, por tanto, las conclusiones pertinentes a una perspectiva catequética. La ética sexual cristiana, verdaderamente adecuada a la verdad del hombre y de la mujer, capaz de responder al desafío de la “revolución” sexual, está igualmente distante de dos extremos: el rigorismo y el permisivismo[12] .

El rigorismo tiene como ideal un “amor sin eros”, o también un “ethos sin eros”: la sexualidad viene justificada sólo en cuanto está orientada a la procreación. El elemento subjetivo del placer sexual o de la afectividad está visto con sospecha y viene contrapuesto a la finalidad objetiva de la sexualidad, la única buena. Esta posición es incapaz de asegurar una equilibrada valoración de todos los aspectos de la sexualidad desde el punto de vista existencial. La tendencia hacia el placer, no entendida en sus aspectos positivos, resulta sumergida al inconsciente, y la emotividad queda como una brújula sin rumbo, de la que se debe tener siempre miedo.

En el polo opuesto está el permisivismo, que es el reverso de la misma moneda. Aquí, el verdadero y único fin de la sexualidad es el placer subjetivo, mientras la procreación es vista como un factor accidental, de naturaleza sólo biológica, que puede perturbar la “libre” satisfacción de las pulsiones. La dimensión sexual, en vez de ser elevada a nivel personalista, viene escindida del aspecto interior y espiritual. Centrando la experiencia sexual sólo en el placer individual, el permisivismo le impide desarrollarse en una relación estable de dedicación recíproca entre dos personas.  Esto taza los lazos que unen la sexualidad a la familia y a la procreación. El ideal es aquí un “eros sin ethos” o también un “eros sin amor”.

Sólo aparentemente estas dos posiciones son antitéticas. En realidad convergen en un punto: suponen que es posible escindir el gozo derivado de la satisfacción del instinto, la implicación emotiva y afectiva, la procreación (reducida al aspecto biológico solamente) y el amor entre las personas. Finalmente, suponen una separación de la sexualidad de la persona y del amor.

Como conclusión de nuestro itinerario de reflexión, podemos decir que la posición cristiana consiste en afirmar la unidad de las dimensiones: el “ethos” (es decir, el respeto y el amor a la persona por sí misma, en la acogida y en el don de sí) es la forma madura del “eros”. “Ethos” y “eros”, lejos de contraponerse como enemigos, están llamados a encontrarse y a fructificar juntos. Precisamente al subordinarse al “ethos”, el “eros” se conserva y se mantiene. La castidad implica una justa valoración del cuerpo y de la sexualidad que no es represión ni tampoco idolatría. La ética cristiana recuerda que no está en el cuerpo, reductivamente considerado, la clave de la verdadera felicidad, tampoco de la sexual. Se encuentra, sobre todo, en la totalidad de la persona, en la que está impresa la imagen de Dios, llamada a vivir el don de sí y la acogida del otro y a expresar así, también mediante la sexualidad, aquella comunión de personas, que la hace semejante, de algún modo, a la perfección de la vida de Amor de la Santísima Trinidad[13].

Notas:


[1] Cf. J. Laffite, “La comunión de las personas y la vocación a la santidad”, en J. Laffite-L. Melina, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 1996, 37-49.

[2] Cfr. A. MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987.

[3] Cfr. G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1996.

[4] Para un análisis de la complejidad de estos dinamismos y para una propuesta de integración, véase: K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 21979.

[5] Para una información crítica esencial sobre el debate en cuestión, remito a: A. Scola,Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989, 13-43.

[6] J. Pieper, El amor, en Id., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 436.

[7] Ibidem, 475.

[8] S. Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, q. 1, a. 1, ad 13.

[9] Cfr. L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001.

[10] Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Cat. CXXXI, Cristiandad, Madrid 2000, 666.

[11] El apunte es de: C. Bresciani, “I metodi naturali. Un cammino de coppia”, en E. Bucher (ed.), I metodi naturali. Un modo nuovo per vivere l’amore di coppia, Amber, Parma 1996, 19-30.

[12] Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer, Cat. XLVII, cit., 278.

[13] Cfr. A. Scola, Hombre y mujer. El Misterio Nupcial, Encuentro, Madrid 2001.

Pio Santiago

 

José Noriega Bastos

Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 271-288.

Índice:

1. El significado de la sexualidad

1.1. Experiencia sexual y placer

1.2. Intencionalidad y libertad en la experiencia amorosa

1.3. Sexualidad y comunión

1.4. Sexualidad y lenguaje

2. El arte del amor: la virtud de la castidad

2.1. La dificultad: la capacitación del sujeto

2.2. El pudor

2.3. La virtud de la castidad, la virtud propia del amante

3. Don del Espíritu y caridad conyugal

3.1. El amor de Cristo

3.2. La efusión del Espíritu en el matrimonio

3.3. La caridad como amistad con Dios

3.4. La caridad conyugal

3.5. Castidad y don de piedad

4. Conclusión


¿De qué manera el don del Espíritu Santo lleva a plenitud el amor de los cónyuges? Esta es la pregunta de fondo a la cual pretende responder la presente exposición.

Para poder abordar este gran argumento en el que se juega la misma comprensión de lo que es la vocación propia a la santidad de los cónyuges es preciso plantear tres cuestiones. En primer lugar, ¿cuál es el significado de la sexualidad humana? o lo que es lo mismo ¿cuál es el designio de Dios al crear a la persona humana como varón y mujer?

En segundo lugar, ¿de qué manera puede el hombre capacitarse para la realización de su vocación? o lo que es lo mismo ¿cuál es el arte propio de los amantes que los habilita a construir con sabiduría y creatividad una comunión mutua?

En tercer lugar, ¿de qué manera el don del Espíritu hace partícipes a los esposos del amor de Cristo?, o lo que es lo mismo, ¿cómo el amor conyugal se convierte en caridad conyugal?

Por tratarse de cuestiones verdaderamente profundas no puedo siquiera tratar de dar una respuesta exhaustiva. Permítame el lector simplemente indicar caminos cuyo recorrido deberá transitar él mismo.

Vayamos a la primera cuestión.

1. El significado de la sexualidad

1.1. Experiencia sexual y placer

¿Cuál es el significado de la experiencia sexual?
 
Ciertamente, la respuesta es siempre personal e individualizada y, por lo tanto, adquiere matices diversos en cada persona. Aún con todo, en el modo como se ha ido configurando la vivencia de la sexualidad después de la revolución sexual a raíz de la liberación del amor respecto de la institución matrimonial y de sus consecuencias no deseadas –la fecundidad-, podemos extraer un mínimo común denominador: la experiencia sexual hoy se ve fundamentalmente como una ocasión de placer.

Y lo es, ciertamente, pero: ¿sólo placer? ¿Fundamentalmente es placer?

En el drama de Otelo, Shakespeare refleja con fuerza dos concepciones enfrentadas de la sexualidad: la de Desdémona, mujer fiel y enamorada de su marido, y la de Emilia, su criada, mujer frívola y pragmática. Ante la perplejidad de Desdémona por los celos incomprensibles de Otelo, se abre un diálogo entre ambas sobre la posibilidad de que una mujer traicionase a su marido.

“Desdémona: ¡Oh estos hombres, estos hombres! ¿Crees tú en conciencia, dímelo, Emilia, que hay mujeres que ofendan a sus maridos con tan grueso ultraje?

Emilia: Ya lo creo que los hay; sin duda.

Desdémona: ¿Cometerías semejante acción por el mundo entero?

Emilia: Qué, ¿no lo cometeríais vos?

Desdémona: ¡No, ante la luz del Cielo!”[1]

Es entonces cuando Emilia muestra cómo, según su visión, para los hombres la sexualidad es mera ocasión de placer, a la que son movidos por el afecto y la fragilidad.

¿Por qué Desdémona se rebela ante la posibilidad de tener una relación sexual con una persona que no sea su marido? Si el significado de la sexualidad fuese meramente el placer que reporta, no habría dificultad en aceptarlo. Sin embargo, la sexualidad, en el modo como es vivida por Desdémona, introduce un nuevo elemento: la exclusividad. Sólo porque se trata de su marido tal acción es buena y por lo tanto justificable.

En esta experiencia, que es compartida por tantos hombres y mujeres de todas las épocas, se evidencia cómo la sexualidad no puede ser reducida a una determinación biológica del cuerpo de la que se pueda usar a placer, porque propiamente se experimenta como una dimensión de la persona en cuanto tal, participando así de su unicidad e irreductibilidad[2].

Gracias a la diferencia sexual es posible una atracción original entre el hombre y la mujer que nos permite comprender cómo la persona no se enfrenta ante “algo”, a modo de fuerza biológica o psicológica a dominar, sino ante “alguien”, sexuado en forma diferente y que por su corporeidad nos atrae y nos reclama. La sexualidad es, por lo tanto, expresión de la persona.

¿Cómo podemos, entonces, interpretar la experiencia de atracción sexual?

1.2. Intencionalidad y libertad en la experiencia amorosa

Para comprender el valor de esta experiencia, no nos basta la simple referencia a la intensidad de los sentimientos y afectos, con toda la riqueza emotiva que implica. Y no basta porque los sentimientos no son simples estados subjetivos, sino que hacen referencia intrínseca a la realidad. En sí mismos implican una intencionalidad que dirige a la persona hacia aquello que le ha seducido, son siempre una respuesta a algo que ha tocado a la persona[3]. Lejos de cerrar a la persona en sí misma, lo que hacen es abrirla a los demás. Si sigo la corriente del deseo que genera, podré ver a dónde conduce, qué es lo que promete.

Pero ¿qué promete? ¿Una aventura? Si así fuera, la sexualidad fragmentaría la existencia de las personas en experiencias inconexas entre sí[4]. La experiencia de atracción sexual es enormemente prometedora, pero por sí sola cosecha muy poco y acaba desilusionando.

Promete, principalmente, una plenitud. Y una plenitud en la comunión con otra persona. Esto es, lo que la experiencia amorosa desvela al hombre es la posibilidad de una vida en comunión con otra persona de sexo diferente. Abre un horizonte de sentido último. La amistad esponsal entre un hombre y una mujer surge cuando ambos descubren la posibilidad de un amor mutuo capaz de plenificar una vida, de hacerla digna de ser vivida, una vida lograda.

Se aprecia ahora el segundo criterio decisivo para la interpretación de la experiencia amorosa: el modo como la libertad se implica en tal experiencia. La experiencia afectiva implica una llamada a la persona a salir de sí misma y a construir la comunión prometida. No se trata simplemente de una llamada a experimentar algo, a sentir algo, sino a construir algo, una comunión de personas.

1.3. Sexualidad y comunión

La reacción afectiva se nos revela cargada de significación humana. En ella se descubre un don originario que plenifica el propio ser. Así se aprecia de qué manera el hombre está estructuralmente abierto a la mujer y viceversa, y también de qué manera es incomprensible sin esta referencia. La carta de Juan Pablo II Mulieris dignitatem remite a una concepción antropológica que ve al hombre no en su singularidad, sino como una unidad dual de hombre y mujer, por la que uno existe junto al otro ontológicamente. Es ahí donde se entiende también la referencia bíblica a la imagen de Dios, con lo que se aprecia la estructura comunional de la persona humana. Gracias a la sexualidad es como se nos hace patente esta estructura comunional[5].

Pero, al mismo tiempo, esta dimensión comunional ontológica se abre a una dimensión comunional dinámica: el hombre que existe junto a la mujer y viceversa, está llamado a existirpara otra persona, esto es, a hacer de su vida un don de sí para la otra persona. Es en el mutuo don de sí de los esposos donde se alcanza el sentido cumplido de la imagen y semejanza con Dios, donde ambos realizan la plenitud del designio creador de Dios: es aquí donde se encuentra el telos del hombre, su finalidad última. La vocación originaria de la persona se nos revela como una vocación al amor. La sexualidad hace referencia última a esta vocación que Dios ha inscrito en cada célula del ser humano[6]. Acoger la verdad que encierra la misma sexualidad en toda su amplitud implicará entrar en una alianza con el amor de Dios que, por la sexualidad, me llama a la comunión.

El origen del don de sí se encuentra en el enriquecimiento que la persona ha recibido con el don del amor. Este don es el de una presencia en el propio interior de la otra persona que transforma y complace enormemente. El amor, antes de nada, es un don insospechado que uno recibe gratuitamente[7]. Viviendo esta experiencia de amor como enriquecimiento, se comprende que la persona esté llamada a amar, esto es, a realizar un don de sí. La peculiaridad de cómo este don de sí está llamado a realizarse es que pasa a través de la corporeidad y, por lo tanto, de la sexualidad.

1.4. Sexualidad y lenguaje

La sexualidad se convierte ahora en expresión de la persona, en cauce del amor, con un lenguaje propio con el que quiere trasmitir tantas cosas y que sólo en la expresión sexual adquieren connotaciones singulares. Entre ellas, la esencial es trasmitir a la otra persona de qué manera ella es el fin de la propia vida y cómo la vida sólo en la comunión con tal persona adquiere su sentido último, verdadero principio de unidad, capaz de unificar las diversas dimensiones: laboral, familiar y de ocio. El lenguaje sexual se muestra ahora apto para trasmitir una presencia mutua, una compañía en el camino, una acogida incondicional, la participación en un mismo destino, la comunicación del mutuo amor en la generación de una familia con la que compartir la propia riqueza interior. La sexualidad se convierte en el cauce que puede unir a los esposos en una intimidad singular, abriendo un espacio en donde ambos se encuentran a sí mismos, sin miedo a perderse. En la aparente insignificancia de un gesto de ternura, o en la intensidad de una unión conyugal, los esposos se transmiten y se comunican algo esencial.

Indudablemente, esta unión llenará de gozo y placer a sus protagonistas. Pero lo que es importante ahora es comprender que la experiencia sexual y el placer que implica, adquieren un valor simbólico intrínseco. Pero son símbolo, ¿de qué? Precisamente de la plenitud de una vida vivida en comunión personal fecunda. Es aquí donde se encuentra una vida buena, plena, lograda, digna de ser vivida. El placer reflejará la riqueza subjetiva que esta vida implica para las personas: será visto como un gozo y no simplemente como un placer sensual[8].

El sentido de la sexualidad se nos revela entonces como una apertura a la alteridad, que mueve a un don de sí, capaz de comunicarse a otros generando vida. Se trata de tres aspectos que se reclaman mutuamente y que solo en su unión adquieren su significación propiamente humana[9]. ¿Por qué Dios ha hecho al hombre varón y mujer? Precisamente, porque en la dualidad ontológica que implica ha inscrito una llamada a la comunión. La persona no ha sido creada para la soledad estéril, sino para la comunión fecunda. Pero, ¿de qué manera puede la persona humana vivir esta comunión en la fragilidad de su existencia?

2. El arte del amor: la virtud de la castidad

2.1. La dificultad: la capacitación del sujeto

Una adecuada interpretación de la experiencia afectiva nos revela aspectos decisivos de la grandeza humana de la sexualidad. Pero ella sola no basta para que las personas puedan realizar lo que implica. Y no basta, porque amar es un acto de toda la persona: actus personae. La experiencia del fracaso en el amor se nos muestra enormemente reveladora al respecto: no bastan las buenas intenciones, no basta el sentimiento de amor, no basta siquiera la decisión de la voluntad. Al implicar a la persona en su totalidad unificada de alma y cuerpo, la construcción de la comunión de personas requiere una singular interacción de todos los dinamismos del sujeto que le hagan verdaderamente capaz de amar en lo concreto de su existencia; esto es, de construir recíprocamente una verdadera comunión interpersonal en acciones concretas capaces de expresar su interioridad.

El cuerpo con todos sus dinamismos expresa la persona. Pero para que la exprese dinámicamente en concordancia con su propio lenguaje interior, es preciso que todos estos dinamismos sean plasmados según el ideal de vida buena que ha sido descubierto en la misma experiencia afectiva. Una de las dificultades mayores que encontramos hoy es la fragmentación con la que las personas viven sus experiencias de amor. Se trata de una fractura íntima que es fruto de una incapacidad, de una falta de perspectiva, de conocimiento propio y de realismo acerca de la riqueza y complejidad del amor. Las personas viven así un amor dividido, sin saber construir con creatividad una comunión duradera en el tiempo.

La persona precisa una capacitación para amar, para actualizar, realizar, hacer presente lo que la experiencia de amor le ha prometido. Descubre un sentido, pero, sin embargo, no es capaz de realizarlo. Y no puede llevar a la realidad porque no está preparada para ello. Es cierto que la naturaleza le ofrece la posibilidad maravillosa de ser amada y de amar, pero no le prepara para amar verdaderamente. También la naturaleza nos hace posible hablar y realizar muchas cosas, pero por sí sola no nos capacita para ello; sin la educación sería imposible o muy difícil llegar a desarrollar estas posibilidades.

Más aún, la misma experiencia de amor encuentra muchas fragilidades en el hombre que son fruto de la herida del pecado original, de una deficiente educación y de sus propias elecciones equivocadas.

Lo mismo que un niño que, fascinado por cómo toca el piano un amigo, quisiera él mismo convertirse en pianista, deberá primeramente adquirir una destreza propia; o lo mismo que un joven que quiera hablar lenguas debe adquirir la soltura para ello; así también el amante, enamorado de una persona, deberá ir adquiriendo en sí la habilidad para poder amar de verdad, construyendo con inteligencia y creatividad acciones que le permitan entrar en comunión con la otra persona. Se trata de una cualificación del sujeto en orden a la acción amorosa, de tal manera que pueda realizar con excelencia lo que desea. Una cualificación que le da la energía necesaria para realizarlo y la luz para construirlo[10].

Podemos ahora entender por qué la tradición moral ha llamado a esta habilitación del sujeto “areté” y “virtus”, por cuanto supone una cualificación del sujeto, una perfección nueva y enteramente personal que le hace capaz de una excelencia en su actuar.

Es cierto que nuestra cultura encuentra una dificultad esencial para entender lo que es la virtud. Esta dificultad se radica en la desfiguración de las virtudes que tuvo lugar como consecuencia de la reducción de la filosofía moral a una mera ética normativa en el  racionalismo y que culminó en la sobrevaloración de una única virtud, la de la voluntad, en cuanto determinación de la misma a seguir las normas morales[11]. En esta concepción a la virtud le correspondería el control, el dominio, la represión de todo elemento afectivo o impulsivo propio de la experiencia sexual con vistas a seguir las normas morales.

Se comprende entonces el descrédito de la virtud de la castidad. Su misma etimología, castigo - castus ago, entendida como la acción de reprender, castigar, contener, y la misma imaginería a la que ha dado lugar, un niño con el freno del caballo entre las manos cuyas riendas están en las manos de una bella joven, han propiciado una animadversión profunda, y un extraño resentimiento. Rehabilitar la virtud, redescubrir la castidad, se muestra como una de las tareas más decisivas en orden a ayudar a las personas a amarse[12].

2.2. El pudor

Para esta tarea es preciso redescubrir el valor de una experiencia elemental que está en el origen de la castidad: el pudor. Se trata de una reacción propia ante los valores sexuales y afectivos que tiende a protegerse en primer lugar de la impulsividad de los instintos y la amenaza de éstos de invadir el control que la razón ejerce sobre todo el ser del hombre[13]. Y a la vez, tiende a proteger en segundo lugar el valor de la persona ante todo posible uso de su cuerpo que olvide su significado esponsal[14].

Junto a esta experiencia originaria y al enriquecimiento que supone la experiencia del amor como verdadera transformación del sujeto por la presencia del amado en el amante y la promesa de una comunión más plena, es como puede entenderse que la persona pueda integrar sus dinamismos amorosos en la prosecución de la comunión plena de lo que se le ha dado como un don inicial. El reconocimiento del don que supone el amor de otra persona y la promesa de comunión a la que es llamada, le permite plasmar sus deseos e instintos, sus estados afectivos y su voluntad de donarse de tal forma que en todo ello busque la plenitud de la comunión.

2.3. La virtud de la castidad, la virtud propia del amante

La virtud de la castidad aparece entonces, no como la represión de la espontaneidad del amor, sino como la virtud propia del amante, que es vivida en razón del estado de vida de cada persona, adquiriendo la forma de la castidad conyugal para los esposos, castidad virginal para las personas consagradas, castidad de los novios, castidad de los solteros...

Es así como se puede entender el sentido de la visión agustiniana que reconduce las distintas virtudes al amor, por lo que la castidad resultaría ser “el amor íntegro que se entrega a aquel que ama”[15] sin dobleces ni repliegues. Bien sabedores de los repliegues del amor son los esposos cuanto pretenden excusarse en pretendidas buenas intenciones o en determinados estados de ánimo o en la impulsividad del instinto. Un amor que se entrega íntegro es el fruto de la castidad.

Construir la comunión conyugal requiere individuar cauces de acción en los que alcanzar esa mutua comunicación. Para ello, se precisa una verdadera luz que ayude a inventar acciones excelentes. Las virtudes, al poseer en sí mismas un elemento afectivo plasmado por la razón, se convierten en reveladoras del verdadero bien para las personas, ya que permiten un conocimiento por connaturalidad tanto de la persona amada como de las acciones que favorecen la comunión de ambos[16]. La prudencia, en cuanto “amor inteligente”, obtendrá la luz necesaria para gobernar la vida y conducirla a su plenitud precisamente de la reacción de una afectividad virtuosa. Por ello, las virtudes son las verdaderas “estrategias del amor”[17].

Al mismo tiempo, las mismas virtudes, y especialmente la virtud de la castidad, permiten comprender en toda su amplitud la verdad del amor, que se manifiesta normativamente en la ley moral. Se trata de una ley interna a la propia experiencia del deseo humano. En cuanto depende intrínsecamente de la verdad del amor tal como la inteligencia puede percibirla, escapa al control directo de la voluntad, esto es, se impone a ella, no puedo cambiarla aunque quiera. Este hecho tiene un valor pedagógico de primer orden, ya que permite el reconocimiento de un elemento de objetividad en la misma experiencia del deseo: éste no se agota en su satisfacción, porque busca algo más, esto es, la excelencia. La ley moral expresa de esta manera los límites infranqueables de una vivencia humana del amor. Más allá de ellos, no podemos decir en modo alguno que estamos amando verdaderamente a la persona, aunque quisiésemos afirmarlo.

Uno de los momentos más delicados para la maduración y fortalecimiento del amor es el tiempo del noviazgo. En él es preciso reconducir a los novios a que verifiquen la verdad de sus experiencias[18] y sean capaces de integrarlas en una plenitud de sentido mayor[19].

El segundo aspecto de esta exposición nos ha revelado en qué manera la afectividad humana puede ser plasmada por la persona adquiriendo una forma virtuosa que capacita verdaderamente la persona a construir una comunión de personas con creatividad. En el trabajo pastoral con los jóvenes esta dimensión virtuosa aparece como un aspecto esencial junto al anterior de ayudar a interpretar las experiencias amorosas.

Nos queda por ver en qué manera el don del Espíritu interviene en el amor conyugal.

3. Don del Espíritu y caridad conyugal

La experiencia del amor, como hemos visto, revela al hombre aspectos decisivos de su vida, de su vocación al amor. Ahora bien, si profundizamos aún más en la realidad del amor conyugal tal como es vivido por los cristianos, y nos preguntamos sobre su origen último descubriremos el manantial del que proceden y la fuente de su esplendor.

Este manantial escondido no es otro que el Corazón de Cristo abierto en la cruz. Es en el sacrificio de la cruz, en el don de sí que Cristo realizó por la entrega de su cuerpo, donde se nos revela el sentido último de lo que es el amor de los esposos. Porque es de ese amor del Señor del que son hechos partícipes los esposos cristianos cuando se casan “en el Señor”[20].

Pero, ¿de qué manera participan de ese amor? Más aún ¿qué implica la participación del amor de Cristo en su amor conyugal?

3.1. El amor de Cristo

Para responder a estas cuestiones es preciso entender el amor con el que Cristo nos ha amado[21]. En la encarnación el Verbo eterno ha asumido todo lo propio del hombre, ha querido amar con un corazón humano, pensar con una inteligencia humana, reaccionar con una afectividad humana, actuar con un cuerpo humano. En el origen de su actividad tan desbordante y asombrosa se encuentra un acto de la voluntad humana del Hijo de Dios. Es el Hijo el único sujeto de acción, pero actúa como verdadero hombre, esto es, con una naturaleza humana verdadera e íntegra que no ha sido absorbida, ni mezclada con la naturaleza divina y sus propiedades. Pero, a la vez, tampoco está separada ni dividida de la Persona del Hijo. ¿Cómo es, entonces, posible su acción redentora?

El mismo Evangelio se esfuerza repetidas veces en mostrarnos cómo Cristo era conducido en su humanidad por el Espíritu[22]: pues fue movido al desierto por el Espíritu (Mc 1,1; Lc 4,1); en el mismo Espíritu comienza su ministerio (Lc 4,14); en virtud del Espíritu es capaz de arrojar los demonios (Mt 12,28), de exultar de gozo (Lc 10,21); y, en la hora de la pasión, es la Carta a los Hebreos (9,14) la que nos explica cuál es la fuente última de la entrega de Cristo en ofrecimiento al Padre: el Espíritu eterno[23].

El papel del Espíritu en la vida del Hombre Jesús tiene una importancia singular, precisamente, para guiar su humanidad. La potente reflexión de Hans Urs von Bathasar ha recogido este aspecto y ha mostrado cómo el Espíritu aletea sobre Jesús para hacer de Él el receptor de las indicaciones del Padre, mediando entre él y la humanidad de Cristo[24]. Así, se supera una visión excesivamente cristomonista de la Persona del Verbo encarnado y se recupera su dimensión pneumatológica, perdida en la tradición latina[25]. No en vano, el gran Basilio había afirmado que “toda la actividad de Cristo se realizó bajo la presencia del Espíritu Santo”[26].

Vemos así que la actividad de Cristo tiene su origen en el movimiento que el Espíritu imprimía en su corazón y en su inteligencia. Con ello, se nos revela la fuente de su amor, de su entrega, de su ofrecerse por los hombres. La voluntad que se entrega en Getsemaní en obediencia al Padre es la voluntad humana del Verbo, como ha señalado la reflexión de Máximo el Confesor a raíz de la polémica monoteleta. Y es aquí donde aparece con toda su fuerza el papel del Espíritu Santo, pues para que la voluntad humana pueda cumplir de un modo connatural[27] el proyecto originario del Padre, precisa ser habilitada dinámicamente[28]; ésta es la labor propia del Espíritu, quien infunde en ella sus dones, impulsándola interiormente. De esta forma, la entrega humana del Verbo eterno, esto es su amor humano, es movida por el don del Espíritu y es, por tanto, su expresión[29].

El don de sí de Cristo tiene su origen en el don del Espíritu. Y, en cuanto se trata del don del Hijo de Dios en la carne, el Padre le concede la plenitud del don del Espíritu en la resurrección, trasformando su carne, el cuerpo débil que recibió en las entrañas de la Virgen María, en Espíritu vivificante.

San Juan vio anticipado el don del Espíritu en la exaltación de la Cruz, cuando de su costado abierto manó sangre y agua, simbolizando el don del Espíritu.

El amor de Cristo, al ser movido por el Espíritu en la obediencia al Padre, se hacía cauce del don del Espíritu. Toda su humanidad, sus palabras, sus gestos, su figura humana, su rostro humano, su modo de vivir, su oración... se convertía así en el cauce en el que Padre nos podía comunicar el Don de su Amor.

Ahora, el mismo Espíritu que habitó en plenitud en Cristo y que se acostumbró a su aroma filial, nos es dado en diversas efusiones a través de los sacramentos. Entre ellos, el lavado bautismal que regenera y concede la unción del Espíritu, por la que ahora el Espíritu habita en el creyente, configurándolo con el Hijo. El creyente es introducido así en la Comunión trinitaria.

Podemos ahora entender una de las características más singulares del amor de Cristo: ésta estriba no simplemente en su intensidad, sino principalmente en que es capaz de comunicarse gracias al don del Espíritu. Y lo que comunica es ese don del Espíritu que nos introduce en la comunión trinitaria. Se trata, en definitiva, de un amor que se comunica y genera una comunión.

3.2. La efusión del Espíritu en el matrimonio

Cada sacramento constituye una efusión del Espíritu que configura al creyente respecto a diversas facetas de la Persona de Cristo. También el matrimonio es un sacramento, y como tal, implica una efusión singular del Espíritu de Cristo en los novios. Este hecho se significa elocuentemente en la solemne “bendición nupcial” durante el rito del matrimonio en la cual el celebrante implora al Señor: “Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal”, tal como se recuerda en la misma exhortación Familiaris consortio, n. 4.

La originalidad del don del Espíritu en el matrimonio estriba en que se trata de una efusión del Espíritu que los configura con el amor esponsal de Cristo, por el que se entrega por la Iglesia, constituyéndola limpia y sin mancha ante sí. Se trata de una dimensión singular de su entrega de amor que ahora se actualiza en la promesa de amor mutuo y total del hombre y la mujer bautizados. Su propia entrega se convierte en un “sacramento”, esto es, en un misterio de salvación donde se hace presente la alianza de Cristo con su Iglesia.

A través de esta efusión singular del Espíritu, la carne de ambos es ungida en una forma nueva haciendo que ambos se conviertan en una sola carne, pero a la vez, habilitando su carne a convertirse en verdadero sujeto de amor salvífico. Se trata de una unción que toca la carne y sus propiedades y las va trasformando paulatinamente. De esta forma, todos los dinamismos del amor ahora quedan plasmados de una forma original: el amor conyugal, con toda la riqueza de dimensiones y matices que implica, se convierte en verdadera caridad conyugal.

La Familiaris consortio, n. 13 lo señala con fuerza y audacia:

“En este sacrificio (de la cruz) se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación, el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico como los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz”.

La especificidad de esta caridad conyugal viene marcada por el hecho de que se trata decaridad, pero vivida en la conyugalidad. Para poder entender lo que implica es preciso profundizar en el sentido verdaderamente cristiano de la caridad. Será desde él como podremos apreciar la originalidad de la caridad conyugal.

3.3. La caridad como amistad con Dios

La concepción actual de “caridad” se refiere principalmente a la “beneficencia”; esto es, a una acción que se realiza en bien de otra persona. El origen de esta concepción se encuentra en la “secularización del amor cristiano” que tuvo lugar con Lutero. El motivo de ello se debe a su teoría de la justificación, ya que siendo exterior, “forense”, no tocaba la naturaleza del hombre que continuaba corrompida por la concupiscencia. De este modo, la ordenación del hombre a Dios se hacía imposible. La caridad, al no afectar a esa ordenación a Dios, ni a la justificación, ya que ésta queda definida por la fe, acaba perdiendo su dimensión directamente teologal y pasa a centrarse en la búsqueda del bien y utilidad del prójimo[30]. La caridad conyugal haría referencia, por lo tanto, a un amor “desinteresado” por el cónyuge, siguiendo la interpretación de Nygren en su famoso libro Eros y Agape. Pero así se pierde de vista la conyugalidad, porque en sí misma implica el deseo y se fracciona la genuina espiritualidad conyugal.

La caridad, por el contrario, expresa algo mucho más grande que la mera beneficencia, y desde luego, se sitúa en otra óptica que la del interés-desinterés. La afirmación de Cristo: “Ya no os llamo siervos sino amigos” (Jn 15,15) se muestra decisiva para entender la verdad de la amistad que Dios ha inaugurado con el hombre. Porque propiamente esto es la caridad: una cierta amistad del hombre con Dios[31]. La dificultad que presenta esta afirmación se centra en una concepción psicologista de la amistad, por cuanto se centrara en el “sentimiento” de aprecio mutuo. Si así fuera, sería imposible entender la amistad con Dios cuando no se tuviera vivencia de tal sentimiento. Pero la amistad implica sobre todo una comunión recíproca de dos personas por cuanto participan de un mismo bien en una benevolencia mutua. Según esto, dos personas son amigas cuando comparten un bien en común y tienen una benevolencia recíproca.

Ahora bien, al fundar la amistad en el bien que se comunica y se comparte, se puede aplicar a Dios la analogía de la amistad, ya que Él ha querido compartir con el hombre un bien: su bienaventuranza eterna, y lo hace movido por su benevolencia, hasta el punto que compartiendo con el hombre este bien, genera la reciprocidad. Con ello se supera la dificultad radical aristotélica a la posibilidad de la amistad entre Dios y los hombres, ya que, según él, la distancia era tan grande, que no podían compartir ningún bien. Con la Encarnación, Dios ha querido hacerse uno de nosotros, y de igual a igual, hacernos partícipes de su beatitud.

¿Cuál es esta bienaventuranza eterna de la que Dios nos hace partícipes? Se trata del Amor entre el Padre y el Hijo. El don que el Padre en Cristo nos hace es el Amor mutuo. Pero este Amor mutuo es el Espíritu Santo. En el don del Espíritu para que habite en nosotros, el Padre nos comunica su beatitud eterna. De esta manera, inaugura en nosotros una amistad con Él que nos trasforma y nos diviniza, esto es, hace del hombre un alter ipse de Cristo. El hombre ahora puede hablar de tú a Tú con Dios.

El don de la presencia del Espíritu en el hombre es posible entenderlo como una unión afectiva: una presencia interior del Espíritu Santo en el corazón del hombre que le inmuta, le coadapta y le complace, según la bella expresión medieval “como el amado está presente en el amante”; así está presente el Espíritu Santo. Pero ahora no solamente se trata de una presencia intencional, en cuanto la forma del amado es la que se hace presente, mientras que su realidad está fuera de nosotros. En el caso de la amistad con Dios, es el mismo Espíritu Santo en Persona el que se haya presente trasformando al hombre y dirigiéndolo a una unión real con Él a través de las acciones, para que alcance la plenitud de lo que se le ha dado.

Se comprende así que sea posible un convivir mutuo del hombre con Dios y una conversación mutua que va más allá de la conciencia que el hombre pueda tener de ella, ya que se da la realidad de la mutua presencia.

Con este don que se le da al hombre y le une a Dios, la persona alcanza su perfección última. Es por esto por lo que se llama “virtud” a la caridad y no tanto, ni principalmente, porque implique una integración de los dinamismos como ocurría en el caso de las virtudes humanas[32].

El don de la caridad es, por lo tanto, el don de ser introducido en la Comunión Trinitaria. Y de esta manera, la caridad genera, a su vez, una comunión humana: la Iglesia, la familia de Dios, en la que todos sus miembros participan de la misma comunión, ya que a todos se les ha dado el mismo don. Las relaciones humanas quedan ahora radicalmente afectadas, ya que el amor divino recibido se extiende a los demás, se comunica a los demás, a través del cauce que esas mismas relaciones posibilitan. Las demás personas entran dentro de esta comunicación divina; la misma que el cristiano comunica a los demás.

3.4. La caridad conyugal

Una vez comprendida la naturaleza de la caridad como amistad, esto es, como comunión con Dios gracias a la comunicación del Espíritu, podemos comprender lo que se quiere expresar con el término “caridad conyugal”. Se trata de una comunión singular con Dios, pero que se da en la conyugalidad, esto es, en la relación hombre-mujer en cuanto implica la sexualidad. El don del Amor que une al Padre y al Hijo entra ahora en todos los dinamismos amorosos humanos del hombre y la mujer y los plasma según el amor de Cristo por su Iglesia, haciendo a los cónyuges partícipes de ese amor indisoluble. De esta manera Dios atrae a los cónyuges reordenando todos sus dinamismos humanos, irrigándolos con el don de su amor[33]. Pero los atrae dirigiendo hacia sí sus dinamismos amorosos en cuanto en ellos se da la presencia del Espíritu.

Esta presencia del Espíritu que trasforma el amor humano ordenándolo a Dios hace que el amor humano sea capaz ahora de trasmitir el don recibido. El don del cuerpo, con cuyo lenguaje los esposos quieren trasmitirse mutuamente la presencia recíproca, la compañía en la vida y el destino común, se convierte ahora en capaz de trasmitir la comunicación del Amor de Dios. Los esposos cristianos, por nacer su amor del don del Espíritu que integra y plasma todos sus dinamismos amorosos, en su amor conyugal se trasmiten el don del amor de Dios uno a otro. Por ello su amor conyugal se convierte en caridad conyugal, porque posibilita una verdadera comunicación del don de Dios que abre a una amistad de ambos con Dios.

En la amistad conyugal los esposos viven la amistad con Dios.

Es posible ahora entender porqué el modo de participación en la caridad de Cristo es específico en los cónyuges. Esta originalidad estriba, precisamente, en que tal participación se da en la conyugalidad. Así lo afirma Familiaris consortio, n. 13:

“El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona –reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y la afectividad, aspiración del espíritu y la voluntad-; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, lleva a no ser más que un solo corazón y una sola alma... En una palabra: se trata de las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos”.

Se abre así para los cónyuges un verdadero camino de santidad con una nota específica, la conyugalidad, en la que podrán trasmitirse el don del Amor de Dios a través de una gama muy variada y distinta de acciones.

3.5. Castidad y don de piedad

La profunda realidad de esta reflexión aparece cuando se aprecia en qué manera el don del Espíritu favorece una pureza de corazón singular en los cónyuges. Ya Aristóteles hablaba de cómo la amistad precisa un reconocimiento mutuo, esto es, conocer el amor de la otra persona. Se trata ahora de reconocer no solamente el amor del cónyuge, sino también el amor de Dios. La pureza de corazón que introduce el Espíritu Santo no solamente le permite corregir toda posible curvatura del amor, sino que haciéndolo madurar y partícipe de la lógica del don de sí de Cristo, permite al creyente “ver a Dios”. Ya lo anunciaba la bienaventuranza: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).

Se trata ahora de un ver a Dios no en la escatología última, sino en la misma corporeidad, porque “¿No sabes que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (1Cor 6,19). El don del Espíritu permite un don singular en el cristiano, que es el don de piedad, gracias al cual puede descubrir no solamente el significado esponsal del cuerpo, sino la fuente de su valor último:

“Si la pureza dispone al hombre para «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», como leemos en 1Tes 4,3-5, la piedad, que es don del Espíritu Santo, parece servir de un modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano sobre esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo y que está en vosotros... y que no os pertenecéis?» (1Cor 6,19), adquieren la elocuencia de la experiencia y se hacen verdad viva y vivida en las acciones. Esas palabras, por lo tanto, dejan plenamente abierto el acceso a la experiencia del significado esponsal del cuerpo y de la libertad del don que va unida con él y en la que se revela el rostro profundo de la pureza y su vínculo orgánico con el amor”[34].

La castidad, generada y formada por la caridad y enriquecida por el don de piedad, se convierte ahora en una luz singular que guía el caminar de los esposos, haciéndole capaz de comunicar la bienaventuranza divina con su amor humano.

El testimonio último de esta realidad se encuentra en la virginidad. Ante ella los esposos pueden reconocer el sentido escatológico de su misma unión y el telos último al que se dirige su unión conyugal: la comunión plena con Dios en la recepción inmediata de su Don.

4. Conclusión

Los análisis realizados sobre el sentido de la sexualidad en la perspectiva de la communio personarum, sobre la virtud de la castidad como virtud que hace posible el amor y sobre la caridad conyugal propia de los esposos como trasformación del amor conyugal, me permiten concluir con la afirmación central de esta comunicación: en los esposos cristianos la conyugalidad se convierte en un verdadero camino de santificación, porque vincula la alianza matrimonial con Cristo gracias al don del Espíritu que habita en ellos y los conforma al amor esponsal del Señor.

¿De qué manera el don del Espíritu lleva a plenitud el amor de los cónyuges? Mediante la integridad todos los dinamismos del amor y la plasmación de la virtud de la castidad, se trasforma su amor conyugal en caridad conyugal.

Los esposos, comunicándose su amor en una vida marcada por la conyugalidad en sus más variadas expresiones, se comunicarán también el don que han recibido de Dios. Es posible así comprender por qué el espacio de intimidad que mutuamente se abren los esposos es un espacio de salvación, de mutua santificación. Esta santificación estará, precisamente, en la perfección de su caridad conyugal.

Notas:


[1] W. Shakespeare, Otelo. El moro de Venecia, Acto IV, Escena III, en Obras completas, Aguilar, Madrid 1951, 1516 s.

[2] Cfr. G. Angelini, “La teologia morale e la questione sessuale. Per intendere la situazione presente”, en Aa.Vv., Uomo-donna. Progetto di vita, a cura del C.I.F., UECI, Roma 1985, 55-60.

[3] Cfr. D. von Hildebrand, El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina, Palabra, Madrid 21996.

[4] Cfr. A. Scola, La “cuestión decisiva” del amor. Hombre-Mujer, Ed. Encuentro, Madrid 2003.

[5] Cfr. A. Scola, Hombre-mujer. El misterio nupcial, Encuentro, Madrid 2001, 52-64.

[6] Cfr. L. Melina, “La verdad de la sexualidad humana en el designio de Dios: líneas para una Teología del cuerpo”, en J. Laffitte-L.Melina, Amor conyugal y vocación a la santidad, Universidad Católica de Chile, Santiago 1997, 63-77.

[7] Cfr. J.J. Pérez-Soba, “Presencia, encuentro y comunión”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 345-377.

[8] Cfr. N.J.H. Dent, The Moral Psychology of the Virtues, Cambridge University Press, Cambridge 1984, 35-63;130-151.

[9] Corresponde a la sistematización del “misterio nupcial” como la explica: A. Scola, o.c.

[10] Cfr. el concepto de libertad de calidad que desarrolla: S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 1988, 476-478.

[11] Cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Pamplona 1992, 82-84.

[12] Cfr. M. Scheler, El resentimiento en la moral, Espasa Calpe, Buenos Aires 1938; Id., Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza, Sígueme, Salamanca 2004.

[13] Cfr. V. Soloviev, La justification du bien, Slatkine, Genève 1997, 28-34, 44-61.

[14] Cfr. K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 21979.

[15] S. Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum libri duo, l. 1, c. 15, 25 (PL  32,1322).

[16] Cfr. L. Melina, Participar en las virtudes de Cristo. Por una renovación de la Teología moral a la luz de Veritatis splendor, Ed. Cristiandad, Madrid 2004.

[17] Cfr. P. Wadell, La primacía del amor, Palabra, Madrid 2002.

[18] Cfr. K. Wojtyla, o.c.

[19] Cfr. J. Noriega, “Preparación próxima al matrimonio: acompañamiento a los novios en su itinerario de fe y de maduración vocacional”, en Conferencia Episcopal Española-CEAS,Preparación al matrimonio cristiano, Edice, Madrid 245-261. Ver también: A. Scola, o.c., 469-478.

[20] Cfr. C. Caffarra, “Fondamenti dottrinali della famiglia”, en A. López Trujillo-E. Screccia (eds.), Famiglia: cuore della civiltà dell’amore, Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1995, 41-51

[21] Cfr. J. Noriega, “El camino al Padre”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, cit., 155-182.

[22] Véase al respecto: L. Ladaria, “Humanidad de Cristo y don del Espíritu”, en Estudios Eclesiásticos 51 (1976) 321-345.

[23] Cfr. A. Vanhoye, “L’Esprit éternel et le feu du sacrifice en He 9,14”, en Biblica 64 (1983) 263-274. Comentará al respecto Juan Pablo II en la encíclica Dominum en vivificantem, n. 40: “En el sacrificio del Hijo del hombre, el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su  ministerio público”.

[24] Cfr. H.U. von Balthasar, Teológica: III. El Espíritu de la Verdad, Ed. Encuentro, Madrid 1998, 187 y 221.

[25] Cfr. Y. Congar, “Pneumatologie ou christomonisme dans la tradition latine?”, en Aa.Vv.,Ecclesia a Spiritu Sancto edocta. Mélanges G. Philips, J. Duculot, Gembloux 1970, 41-63.

[26] Sobre el Espíritu Santo, c. 19, 49 (PG 32,157).

[27] S. Tomás de Aquino, STh., III, q. 7, a. 5.

[28] Cfr. M. Bordoni, Gesù di Nazaret. Presenza, memoria, attesa, Queriniana, Brescia 1995, 239-240.

[29] Cfr. C. Caffarra, Vida en Cristo, Pamplona 1988, 31.

[30] Cfr. G. Abbà, Quale impostazione per la teologia morale?, Las, Roma 1996, 141-203.

[31] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., II-II, q. 23, a. 1.

[32] Cfr. J.J. Pérez-Soba, “La caridad y las virtudes en el dinamismo del obrar”, c. 10 de este libro.

[33] Cfr. D. Von Hildebrand, La esencia del amor, EUNSA, Pamplona 1998, 287-328.

[34] Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 57, Cristiandad, Madrid 2000, 323-324.

Pio Santiago

 

Augusto Sarmiento

Publicado en: A. SARMIENTO, Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia, Instituto de Ciencias para la Familia, Universidad de Navarra, Rialp, Madrid 2006, pp. 121-132.

Índice:

1. La fidelidad matrimonial: vivir de acuerdo con lo que se “es”

2. La custodia de la fidelidad matrimonial

2.1. Los peligros que hay que evitar

2. 2 Los medios que hay que poner

3. La necesidad de  salvaguardar la fidelidad matrimonial


En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer que se casan ya no son dos, sino “una sola carne”[1]. A partir de ese momento son, en lo conyugal, una “única unidad”. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal –una “comunidad”— por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás hombres— sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la "unidad en la carne"—es decir, de la “unidad” que han constituido con la entrega recíproca de sí mismos en cuanto sexualmente distintos y complementarios—, abarca todos los niveles —cuerpo, espíritu, afectividad, etc.— y ha de desarrollarse más y más cada día.

¿Cómo hacer para que el trato y la existencia matrimonial sea manifestación y testimonio cada vez más vivo de esa unidad? Contestar a esta pregunta es el intento de esta reflexión, que se desarrollará en tres apartados. El primero tratará de precisar el sentido o alcance de lo que se quiere decir cuando se habla de la fidelidad matrimonial (1). El segundo afrontará el tema de la custodia de esa fidelidad (2). Y el tercero la cuestión de la necesidad de la protección y custodia de la fidelidad en el matrimonio (3).

1. La fidelidad matrimonial: vivir de acuerdo con lo que se “es”

Por el Matrimonio los casados se convierten "como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne”[2]. Es claro que los esposos, después de la unión matrimonial, son, como personas, sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. Y si los que se casan son bautizados, esa unión se convierte en imagen viva y real del misterio de amor de Cristo por la Iglesia.

Pero, como hace notar la Revelación[3], uno de los rasgos esenciales y configuradores de esa unión y del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal que se ha unido y la ama a ella sola. Así como el Señor es un Dios único y ama con fidelidad absoluta a su pueblo, así tan sólo entre un solo hombre y una sola mujer pueden establecerse la unión y amor conyugal. La unidad indivisible es un rasgo esencial del matrimonio exigido por la realidad representada.

El sacramento hace que la realidad humana sea transformada desde dentro, hasta el punto de que la comunión de los esposos se convierte en anuncio y realización —eso quiere decir “imagen real”— de la unión Cristo-Iglesia. A la vez que une a los esposos tan íntimamente entre sí que hace de los dos “una unidad”, les une también tan estrechamente con Cristo que su unión es participación —y por eso debe ser reflejo— de la unidad Cristo-Iglesia. “En Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la purifica y la eleva, conduciéndola a la perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús”[4].

“El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia”[5]. Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad porque es su participación. Eso quiere ser imagen real del amor de Dios. Han de ser signos o hacer visible ese amor de Dios, el uno al otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad (Cristo-Iglesia), así los esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre.

La fidelidad no es otra cosa que la constancia en esa manifestación. “La fidelidad se expresa en la constancia a la palabra dada”[6]. Esa palabra es el “sí te quiero y te recibo como esposo/a” proclamada ante Dios y ante la Iglesia.

Varias cosas, entre otras, derivan de aquí, todas ellas decisivas para la vida de los matrimonios:— la fidelidad matrimonial, antes que respuesta del hombre, es, sobre todo, iniciativa del amor de Dios;— la fidelidad matrimonial, antes que exigencia jurídica o imperativo legal, es compromiso de la libertad;— la fidelidad es permanencia, consciente y voluntaria, en la decisión de amar.

2. La custodia de la fidelidad matrimonial

La comunión conyugal de los esposos —el “nosotros” en el que se ha convertido la relación “yo”-“tú” que deriva, en cierta manera, del “Nosotros” trinitario[7]— ha de realizarse existencialmente. Está llamada “a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total”[8]. A los esposos siempre les cabe alcanzar una mayor identificación con el “Nosotros” divino. Siempre es posible reflejar con mayor transparencia esa “cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios —en este caso, los esposos— en la verdad y en el amor” (GS, n. 24). Siempre puede darse una mayor radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al reflejar el amor divino participado. “Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras”[9].

Por eso la “unidad de los dos” ha de construirse cada día: cuando se experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro y también cuando surgen las dificultades, porque la “realidad” no responde a lo que tal vez se esperaba. Vivir la unidad requiere no pocas veces recorrer un camino de paciencia, de perdón. Eso es fatigoso y exige estar constantemente comenzando. Se necesita, por tanto, además del auxilio de Dios, la repuesta y la colaboración de los esposos. En este caso, el esfuerzo por mantener viva “la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que son”[10]. El empeño de permanecer en aquella decisión inicial, libre y consciente, que los convirtió en marido y mujer.

De ahí la “necesidad” —se entiende desde la óptica existencial y ética— de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial. Serán así conscientes también de que su matrimonio, si bien se inicia con su recíproco “sí”, surge radicalmente del misterio de Dios. Un misterio que es de amor y que, siendo mandamiento, es primero y sobre todo don. En esa conciencia, precisamente, radicarán el optimismo y la seguridad que deben alentar siempre el existir matrimonial vivido en la verdad y el amor. Lo que, ciertamente, pedirá, en no pocas ocasiones, un esfuerzo que puede llegar hasta el heroísmo, porque no hay otra forma de responder a las exigencias propias del matrimonio como vocación a la santidad. El don del Espíritu Santo infundido en sus corazones con la celebración del sacramento “es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma— revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de Cristo”[11].

En ese esfuerzo —mantenido siempre con la oración y la vida sacramental— los esposos deberán estar vigilantes —es una característica del verdadero amor— para que no entre la “desilusión” en la comunión que han instaurado. Con otras palabras: habrán de estar atentos para evitar no abrir la puerta a ningún “enamoramiento” hacia otra tercera persona, poniendo los medios necesarios para evitar el “desenamoramiento” del propio cónyuge. Se trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor primero. Para ello deberán “conquistarse”, el uno al otro, cada día, amándose “con la ilusión de los comienzos”. Sabiendo que las dificultades, cuando hay amor, “contribuirán incluso a hacer más hondo el amor”. “Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño”[12].

Se puede decir que la custodia de la fidelidad matrimonial se resume en vivir –en hacer consciente y actual— la palabra dada en el consentimiento matrimonial: en prolongar en el tiempo y el espacio el “sí” de la celebración del matrimonio. Por eso el cuidado por vivir la fidelidad matrimonial se resume, en última instancia, en poner por obra, sin desfallecimiento, dos decisiones que parecen fundamentales: a) quitar lo que estorba o impide ese compromiso; y b) poner los medios para mantener viva la decisión primera. (es decir, renovarla o hacerla nueva cada día).

2.1. Los peligros que hay que evitar

Acechan a la fidelidad matrimonial una serie de peligros o amenazas que es necesario desenmascarar y combatir sin desfallecer. Como consecuencia del desorden causado por el pecado de “los orígenes”, esos riesgos acompañan constantemente el existir del ser humano sobre la tierra, con manifestaciones muy particulares en la relación del hombre y la mujer en el matrimonio. Cabe recordar, entre otros peligros contra la fidelidad conyugal: una idea equivocada del amor matrimonial; el afán de dominio en la mutua relación; la falta de lucha por superar las dificultades; la imprudencia en las relaciones sociales y laborales; etc.

— Una idea equivocada del amor matrimonial. Con mucha frecuencia el amor se identifica con el sentimiento; y el amor matrimonial con la atracción. El amor verdadero, en cambio, no es un mero sentimiento poderoso, es una decisión, una promesa: su sello de autenticidad es la donación, entrega. El sentimiento, por su propia naturaleza, es efímero: comienza y desaparece con facilidad. Perder esto de vista o no haberlo comprendido origina muchos problemas matrimoniales, cuando la atracción y el sentimiento van quedándose atrás. Por eso, hay que evitar idealizar a la otra persona como si ya fuese perfecta o “una santa”, como si fuera imposible que tuviera defectos.

—El afán de dominio en la mutua relación. El primero y principal enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia, una de cuyas manifestaciones es el afán de dominar a los demás, en este caso al propio cónyuge. Se puede llevar a cabo de muchas y variadas formas: no escuchando, intentando imponer el propio parecer en asuntos opinables, procediendo con hechos consumados en la administración de las cuestiones que son comunes a los dos, etc.

Se puede y se debe implicar al cónyuge, por ejemplo, en las tareas del hogar. Pero se deberá estar atentos para no caer en victimismos (con quejas continuas que hacen poco atractivas la relación común y la vida del hogar) o en actitudes reivindicativas (que pueden responder a verdaderos derechos), pero que se compaginan difícilmente con el amor. No sería razonable la actitud de la mujer, que se tradujera en presentar al marido hechos consumados como la decoración de la casa, compras u otros aspectos, con la excusa de que se carece de la sensibilidad o del gusto necesario para que se le tenga en cuenta. Tampoco lo sería el proceder del marido que reclamara para sí una posición de dominio absoluto, manifestada, por ejemplo, en que hubiera que pedirle permiso para todo –sin que él lo pida a nadie--, en que hubiera que rendirle cuentas de todo sin que él tuviera que rendir a nadie, o en tomar a su mujer simplemente como una instancia de consulta reservándose siempre para sí la decisión y sin tener que dar razón de ella.

—La falta de lucha por superar las dificultades. Vivimos en una sociedad cómoda en la que es dominante la mentalidad que lleva a huir de los problemas, en vez de afrontarlos y resolverlos. Lo que se pide a la vida es que todo salga sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la realidad no es esa, según la experiencia demuestra claramente.

El verdadero amor se manifiesta no tanto en encontrar una especie de sintonía perpetua lograda sin esfuerzo, como en una lucha por superar los obstáculos que se interpongan para conseguir la concordia y aumentar más la unión. “Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte”[13].

En los matrimonios esa falta de lucha por superar las dificultades en sus mutuas relaciones se manifiesta no sólo en las desavenencias y rupturas matrimoniales, sino en el distanciamiento y falta de comunicación aunque se mantenga la convivencia. Y sobre todo, en las discusiones y disputas. Es necesario hacer un esfuerzo por evitarlas, lo que pone en juego una multiplicidad de virtudes: la fortaleza –dentro de ella, sobre todo la paciencia--, la humildad, etc. Es así como se conseguirá muchas veces evitar esas disputas.

— La imprudencia en las relaciones sociales y laborales. Se dan también circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad matrimonial. El ambiente laboral y social facilita en ocasiones un tipo de relaciones que pueden resultar a veces agresivas para la fidelidad matrimonial (se comparten muchas cosas, frecuentes viajes, comidas de trabajo, etc. que pueden llevar a un excesivo compañerismo, camaradería, provocaciones…). Es necesario ser prudentes y poner los medios oportunos: la guarda del corazón, evitar hacer o recibir confidencias… y sobre todo fomentar el trato y el diálogo con el propio cónyuge (buscar tiempo, planes familiares, etc.).

2. 2 Los medios que hay que poner

La guarda de la fidelidad requiere poner en juego un ascética para que se convierta en una realidad. Además de los peligros que se deben evitar, es necesario poner otros medios que son de dos clases: sobrenaturales y naturales. Entre unos y otros se da, sin embargo una relación tan estrecha que, sin identificarse, son inseparables: los sobrenaturales son como el alma que vivifica los naturales y éstos constituyen, a su vez, el espacio y la materia a través de la que se expresa la autenticidad de los sobrenaturales.

— Como medios naturales para la custodia de la fidelidad matrimonial se recuerdan, entre otros, “el respeto mutuo”, “la comunicación y el diálogo”, “el saber perdonar”, “el cuido de los pequeños detalles”, etc.

*El respeto mutuo. La primera exigencia del amor que se manifiesta en la fidelidad es el respeto. Respetar a una persona es valorarla por lo que es. Eso significa que, como la persona humana sólo existe como hombre o como mujer, requisito indispensable de ese respeto es tener en cuenta tanto la igualdad radical (el hombre y la mujer como personas son absolutamente iguales) como su diferenciación también esencial (por su masculinidad y feminidad son totalmente diferentes). Sólo así se les trata de una manera justa, es decir, la que se ajusta a la realidad de lo que son.

*La comunicación y el diálogo. La diferenciación del ser humano en hombre y mujer está ordenada a la complementariedad y, por eso mismo, al enriquecimiento mutuo. En este sentido, se recuerda una vez más que uno de los fines del matrimonio es la mutua ayuda o bien de los esposos. (No se identifican el bien de los esposos y la mutua ayuda, pero uno y otra se reclaman hasta el punto de que no son separables: la mutua ayuda sólo es tal si se ordena al bien de los esposos y éste solo se alcanza con la ayuda mutua: es la consecuencia necesaria de la “unidad de dos” que son por el matrimonio).

Esta es la razón de que el diálogo, la comunicación y el intercambio de pareceres sea un componente esencial de la vida de los matrimonios. Y esta es también la razón de que en su trato mutuo los esposos no deban olvidar nunca que la psicología del otro sexo es distinta (en la manera de enfocar las cosas, en la importancia que se da a ciertos detalles, en la manera de valorar los aspectos –más objetivos o más subjetivos— de las cuestiones, etc.). Advertir esa manera de ser distinta, tenerla en cuenta (poniéndose en el lugar del otro) enriquece a la persona y hace atractiva la vida del hogar.

Es evidente que todo esto supone una seria de actitudes básicas que se pueden resumir, en una cierta manera, en el espíritu de servicio: es decir, en el afán por hacer fácil y agradable la vida a los demás. Eso exigirá, entre otras cosas, proceder de común acuerdo en los asuntos familiares, hablando y exponiendo las razones antes de tomar las decisiones, etc. Llevar esto a la práctica exigirá muchas veces repartir las responsabilidades –todas ellas, sin embargo, compartidas en última instancia— teniendo en cuenta siempre las capacidades y aptitudes de cada uno, en buena medida ligadas a la condición propia  del hombre y de la mujer.

Y un elemento importante de esa comunicación es el tiempo. Los esposos necesitan tiempo para ellos solos. También cuando haya una familia numerosa con hijos pequeños que atender, deben buscar por todos los medios algunos momentos para atender al cónyuge en particular, para conversar sin más, no sólo para tratar asuntos de la vida familiar. Con frecuencia será necesario poner en juego una buena dosis de desprendimiento y de fortaleza para poder hacerlo realidad, pues habrá que superar el cansancio –comprendiendo a la vez que puede ser mutuo--, recortar aficiones, olvidarse de los asuntos de los hijos, profesionales o de otra índole que tienden a ocupar el pensamiento, etc.

Cuando los hijos se van haciendo mayores y se van independizando, los esposos han de buscar puntos de unión, tareas e ilusiones que compartir. Si no, podría ser que, después de una etapa matrimonial con muchas ocupaciones y cosas en común, llegara un momento en que los esposos no supieran ya qué decirse y entrase el aburrimiento, que tanto enfría la convivencia matrimonial.

* El saber perdonar. Uno de los mejores índices para medir el amor es el perdón, el rechazo a guardar agravios o a dar vueltas una y otra vez a lo que desune. La mayoría de las veces se tratará de cuestiones intrascendentes, en otras ocasiones los agravios se deberán a valoraciones excesivamente subjetivas... En cualquier caso el saber perdonar connota siempre la calidad del verdadero amor.

Por eso el examen frecuente –mejor diario— sobre la manera de vivir este aspecto no puede faltar a la hora de valorar la autenticidad del trato conyugal. Cuántas veces se ha sabido pedir perdón; cuántas se ha perdonado a la primera –o mejor, aún se ha adelantado uno a poner cariño antes de que le pidan perdón—; cómo se reacciona ante un desacuerdo del cónyuge –si se sabe ceder en lo intrascendente, si se sabe escuchar—; cuántas veces se ha rectificado una opinión, pues la pretensión de tener siempre la razón o de ser el único capaz de juzgar acertadamente la realidad es pura soberbia: son preguntas que, de una u otra forma, indican la disposición que se tiene y cómo se vive este aspecto del amor.

Y difícilmente se puede esto tan fundamental si estas preguntas no entran en el examen de conciencia y en la confesión sacramental.

* El cuidado de los detalles pequeños: el empeño por hacer feliz al cónyuge. El amor –también el de los esposos— necesita renovarse, es decir, hacerse nuevo cada día, de lo contrario corre el riesgo de enfriarse y desaparecer. Lo normal serán los detalles sencillos, pero significativos y necesarios (un par de besos, recordar al cónyuge que se le sigue queriendo, etc.). No son cosas que se deben dar por dar por supuestos ni tampoco como ya adquiridas, como si no necesitaran una renovación permanente o no fuera necesario el esfuerzo por “conquistar” al cónyuge, procurando hacer que la propia relación matrimonial sea siempre interesante.

Con el correr de los años, cobra una gran importancia en este terreno una caridad que lleva a pensar en lo que satisface al cónyuge más que en las necesidades propias de cariño, venciendo las tentaciones que se pueden presentar: las más comunes son la rutina por parte del varón, y la susceptibilidad por parte de al mujer, debido que esta última suele ser más sensible al cariño manifestado. Hay que tener en cuenta, además, que el marido suele pedir que la mujer exprese con claridad lo que quiere o necesita; por eso sería una actitud equivocada esperar a que él “adivine” lo que pasa a la mujer, y pensar que “ya no le quiere como antes” si no lo hace. Pero también lo sería por parte del marido olvidar ese aspecto de la psicología de la mujer. Parte de ese cariño se debe traducir en detalles materiales, con respecto a lo cual se debe huir de dos extremos: su carencia por un lado, y, por otro, el no acertar a compaginarlo con una vida sobria. (Se debe tener en cuenta que lo que se aprecia de verdad es la “sorpresa” movida por el cariño, no el enfrascarse en un tren de vida de lujo, aunque haya otros que reiteren esas manifestaciones de ostentación. Otras veces esos detalles materiales ostentosos podrían enmascarar el deseo de “comprar” al propio cónyuge).

—La importancia de los medios sobrenaturales en la custodia de la fidelidad matrimonial se descubre enseguida si se advierte que, por el sacramento, el matrimonio es una verdadera transformación y participación del amor humano en el amor divino y, en consecuencia, sólo con la ayuda de la gracia los esposos serán capaces de construir su existencia matrimonial como una revelación y testimonio visible del amor de Dios. Por ello el recurso a la oración y a los sacramentos es decisivo en la custodia de la fidelidad matrimonial.

* Es en la oración y meditación frecuente del sacramento recibido donde los esposos contarán con la luz y fuerza del Espíritu Santo para penetrar en la hondura y exigencias de su amor conyugal. El amor sólo puede ser percibido en toda su radicalidad desde su fuente, el Amor de Dios –El Espíritu Santo, el don del Amor de Dios infundido en sus corazones con la celebración del sacramento[14]— cuya luz se hace particularmente intensa en el diálogo propio de la oración.

* La Eucaristía tiene una significación especial en el crecimiento y custodia de la fidelidad matrimonial. “La esponsalidad del amor de Cristo es máxima en el momento en que, por su entrega corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de modo que son ‘una sola carne’. Este misterio se renueva en la Eucaristía”[15]. Por eso los esposos han de encontrar en la Eucaristía la fuerza y el modelo para hacer visible, a través de sus mutuas relaciones, la unidad y fidelidad del misterio del amor de Cristo a su Iglesia del que su matrimonio es un signo y participación.

* También el sacramento de la Reconciliación tiene su momento específico en la custodia de la fidelidad matrimonial. El perdón de las ofensas es índice claro de la calidad del amor. Ha de estar presente entre los esposos que quieren vivir con sinceridad su amor conyugal. Pero las ofensas que pudieran darse, antes que faltas de amor al propio cónyuge, son primero y sobre todo, ofensas a Dios. Por eso el perdón y la reconciliación con el propio esposo exigen siempre que tenga lugar también el perdón y la reconciliación con Dios. De manera necesaria mediante el sacramento de la Reconciliación en el caso de ofensas graves, y muy conveniente en todas las demás.

3. La necesidad de  salvaguardar la fidelidad matrimonial

Varias son las razones que hacen especialmente necesario dar prioridad al tema de la custodia de la fidelidad matrimonial en el discurrir de la vida de los esposos y en la formación y apostolado de los matrimonios y las familias.

— En primer lugar, porque sólo de esa manera los casados están en condiciones re responder adecuadamente a la plenitud de vida cristiana a la que, como bautizados, están llamados.

Por otra parte, la condición histórica del ser humano indica que la persona humana se realiza en el tiempo y en el espacio; y, en consecuencia, la decisión de los esposos de ser fieles ha de hacerse realidad cada día. Y es evidente que las contrariedades que a veces es necesario superar exigen el empeño por mantenerse constantes en el compromiso matrimonial, sobre todo si se tiene en cuenta las consecuencias del pecado de “los orígenes”: acechan constantemente riesgos como el cansancio, el acostumbramiento, etc.

La necesidad de este empeño y apostolado es aún mayor si, como es fácil advertir, existe, también entre los que quieren vivir con rectitud su vida matrimonial y familiar, una concepción bastante rebajada de lo que es y supone la fidelidad matrimonial. No son pocas las veces que aparecen personas casadas que entienden la fidelidad matrimonial como un simple no romper el compromiso matrimonial. Aunque eso ciertamente lo primero (la condición imprescindible), ¿cómo es posible conciliar esa actitud con la afirmación de que el matrimonio es uno de los caminos para vivir la llamada universal a la santidad? Porque se debe recordar siempre que “la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener sino deacrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan al matrimonio es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en el compromiso matrimonial—de acrecentar continuamente ese amor” (Juan Pablo II, Aloc.8.IV.1987).

Nos encontramos, por tanto, particularmente en estos casos, con personas que, queriendo vivir con sinceridad las exigencias de su compromiso matrimonial, se ven incapacitadas para hacerlo (desde el punto de vista objetivo). En muchos casos, no es que no quieran. Es que no saben.

— Existen además otra serie de factores, provenientes en buena parte de la cultura y mentalidad que envuelven a la sociedad actual, que hacen más urgente la necesidad de la custodia de la fidelidad matrimonial. Me refiero, entre otros, a la difusión de una falsa idea de la libertad, incapaz de “entender”, ni siquiera como posibilidad, un compromiso estable y de futuro. Pero, ¿cómo entender una entrega de la persona –la que exige un amor conyugal auténtico— limitada sólo a un período de tiempo o a aspectos más o menos agradables según los resultados?

También la difusión de una mentalidad divorcista que llega a proclamar como señal de madurez y autenticidad la ruptura matrimonial en aras—se dice— de una mayor sinceridad con uno mismo y con el propio cónyuge. O la existencia de legislaciones divorcistas que llevan el riesgo de inducir a justificar el divorcio como algo moralmente lícito.

Se hace necesario dar un lugar de primera importancia al tema de la custodia y crecimiento de la fidelidad en el matrimonio. Como acaba de apuntarse, no son pocas las dificultades que es necesario superar. Y, a la vez, la salud y éxito de la familia en la vida de la sociedad y de la Iglesia están ligados a la fidelidad matrimonial. Nos encontramos ante una cuestión que es siempre clave. También en aquellas familias y matrimonios que se esfuerzan por ser coherentes con las exigencias que conlleva el proyecto de Dios sobre sus vidas.

Notas:


[1] Mt 19,6; cfr. Gn 2,24; FC, n, 19.
[2] JUAN PABLO II, Aloc.
[3] Cfr. Ef 5,25-33; Os 2,21; Jr 3,6-13; Is 45; etc.
[4] FC, n. 19.
[5] CEC, n. 2365.
[6] Ibídem.
[7] Cfr. GrS, nn. 7-8.
[8] FC, n. 19.
[9] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 232.
[10] FC, n. 19.
[11] Ibídem.
[12] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 24.
[13] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 25. 
[14] Cfr. Rm 5, 5.
[15] DPF, n. 60.

Pio Santiago

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Índice

1. Raíces de la virtud de la religión

2. La religión y las virtudes teologales

3. La función ordenadora y unificadora de la religión

4. Los actos específicos de la virtud de la religión

5. Pecados contra la virtud de la religión

Bibliografía


La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas.

1. Raíces de la virtud de la religión

La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.

Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción). 

Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.

La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).

La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido» (Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.

2. La religión y las virtudes teologales

Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr. S.Th., II-II, 81, 5c).

Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después el culto (cfr. A. Günthör, 329).

En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la suya por la caridad.

Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.

Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th., II-II, 82, 2, ad 2).

3. 

Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son imperadas por ella. Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se identifican (cfr. S.Th., II-II, 81, 8), y que la religión tiene la preeminencia entre todas las virtudes morales (cfr. S.Th., II-II, 81, 6).

La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31; cfr. Col 3, 17). Mientras la caridad convierte la vida moral en amorosa donación a Dios, la virtud de la religión le confiere el carácter cultual, la convierte en culto a Dios.

El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es su culto espiritual (cfr. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 P 2,5)» (Lumen Gentium, 34).

La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica en la vida de la persona: dirige todos los aspectos de su actividad a la gloria de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través del hombre.

La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad. El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad, exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor, como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cfr. Mt 12, 1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).

4. Los actos específicos de la virtud de la religión

La dimensión fundamental de la virtud de la religión es la interior: «Dios es espíritu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Esta dimensión interior consiste, sobre todo, en la oración (v), por la que el hombre adora, agradece, implora perdón y pide todo tipo de bienes a Dios, y en la devoción.

La devoción (de devovere, entregarse) consiste en la voluntad de entregarse plenamente al servicio de Dios. Se acrecienta por la meditación de la bondad de Dios y por el conocimiento propio. Cuando la persona considera el amor de Dios y todos sus beneficios, se enciende el amor hacia Él, y este amor es la causa de la devoción. «Nada nos induce tanto a amar a alguien como experimentar el amor que a nosotros nos tiene» (Contra gentes, IV, 54). El amor de Dios se hace especialmente visible en la Humanidad de Cristo. De ahí que la meditación de la vida de Cristo sea lo que más excite nuestra devoción (cfr. S.Th., II-II, 82, 3, ad 2). A la vez, la reflexión sobre los propios defectos y pecados, lleva a la persona a buscar la ayuda de Dios y su misericordia, evitando así la presunción, que impide someterse a Dios (cfr. S.Th., II-II, 82, 3c).

Pero la persona humana, por ser espíritu encarnado, debe manifestar su reverencia a Dios con actos exteriores: palabras, obras, gestos (culto), que, por una parte, expresan la entrega interior y, por otra, excitan o mueven a la mente a practicar los actos espirituales con los que se une a Dios, pues el alma necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las cosas sensibles (cfr. S.Th.,  II-II, 81, 7c).

El desprecio de la dimensión exterior de la religión en aras de la pureza espiritual manifiesta, casi siempre, el desconocimiento de la naturaleza humana, y suele apoyarse en concepciones antropológicas espiritualistas que, en el fondo, niegan la bondad de lo corporal, y tienen como consecuencia la destrucción misma de la religión. Pero a la vez, los actos externos de religión, si no están vivificados por su dimensión interna, son vacíos: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15, 8).

Entre los actos exteriores de la religión, suelen señalarse los siguientes: la adoración, elsacrificio, el voto, las promesas (ver CEC, 2101-2103) y el juramento (ver CEC, 2150-2155).

El culto que el hombre tributa a Dios alcanza su plenitud en la Eucaristía. En ella, los cristianos, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, pueden dar al Padre todo el honor y toda la gloria. El alma de este culto espiritual es el mismo Espíritu Santo. En ella se cumplen las palabras de Cristo: «Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

El cristiano que participa en la Santa Misa –centro y raíz, fuente y culmen de toda la vida cristiana- participa sacramentalmente de la muerte y resurrección de Cristo; entrega su vida con Él; adora a Dios a través de Él; le da gracias, implora su perdón y le pide todo tipo de bienes, a través de la oración de Cristo. A partir de ahí, toda su vida puede y debe convertirse en un culto espiritual a Dios.

Si la virtud de la religión, como hemos visto, exige una vida moral coherente, ésta solo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la Eucaristía. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros» (Deus Caritas est, 14).

5. Pecados contra la virtud de la religión

Uno de los problemas más graves de nuestra época es el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana, y que adopta formas diversas, como el materialismo práctico o el humanismo ateo. Está muy extendido también el agnosticismo, que, aunque no niega o no se pronuncia sobre la existencia de Dios, equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cfr. CCE, 2123-2128).

En el ámbito de la vida pública, el ateísmo y el agnosticismo se manifiestan en el laicismo, entendido como la voluntad de prescindir de Dios en la ordenación de la vida cultural, social y política, y en la pretensión de construir una sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración trascendente alguna, fundada únicamente en los recursos materiales y orientada casi exclusivamente al goce de los bienes de la tierra.

Otros pecados contra la virtud de la religión son: la superstición, desviación del culto debido al Dios verdadero, que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; la blasfemia, que consiste en injuriar a Dios, la Virgen o los santos; y la idolatría, que diviniza a un ser creado, el poder, el dinero, e incluso al demonio (cfr. CCE, 2110-2122).

Bibliografía

Catecismo de la Iglesia Católica, 2095-2132; 2142-2188.

S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, qq. 80-100.

E. Amann, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12.

A. Günthör, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, II, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 51988, 321-525.

O. Lottin, L’âme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; Íd., La définition classique de la vertu de la religion, «Ephemerides theologicae lovanienses» 24 (1948) 333-353.

Pio Santiago

Tomás Trigo

Publicado en: AA.VV., ¿Ética sin Religión?, VI Simposio Internacional “Fe Cristiana y Cultura Contemporánea”, Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra, EUNSA, Pamplona 2007, pp. 325-336.


Índice:

1. P. Bayle y sus pensamientos sobre el cometa

2. J.-J. Rousseau y el caso Wolmar

3. La moral autónoma y el ateo-cristiano

4. Vida moral y conocimiento de Dios

       a) La interacción del entendimiento y la voluntad

       b) Las disposiciones morales y verdad sobre Dios

5. La importancia de la intención en el obrar moral

6. Un punto de reflexión para creyentes y ateos


La opinión –ya antigua- según la cual el ateo puede ser “buena persona” en una sociedad cristiana, se está convirtiendo en el “dogma” según el cual solo el ateo puede ser buena persona en una sociedad democrática. La idea de que la fe en Dios lleva a la intolerancia y al fanatismo, parece confirmarse cada vez que los medios de comunicación informan sobre algún acto de violencia o terrorismo por motivos religiosos.

Los argumentos a favor de esta idea suelen exponerse, en ámbitos no académicos, en forma de preguntas retóricas como las siguientes:

¿Por qué va a ser necesario creer en Dios para ser buena persona? ¿Acaso un agnóstico o un ateo no pueden ser honrados, trabajadores, responsables, amigos excelentes, incluso hombres generosos que viven para los demás y que pueden llegar a dar la vida por el bien de la humanidad?

¿No es verdad también que muchos creyentes son “malas personas”? ¿No se encuentran acaso entre ellos muchos hipócritas, fanáticos, intolerantes y enemigos de la libertad? ¿No demuestra la historia hasta  dónde puede llegar un creyente: Cruzadas, Inquisición, oposición a la ciencia, a la libertad y al progreso, terrorismo en nombre de Dios?

Por otra parte, ¿no es verdad que tiene más mérito y es más “moral” ser buena persona sin esperar un premio en la vida eterna?

Para los que responden afirmativamente a estas preguntas, son precisamente los ateos y agnósticos los que se encuentran en las mejores condiciones para ser “buenas personas”: su negación de todo vínculo con Dios y con los dogmas de fe, les proporciona la libertad de pensamiento y la apertura de mente necesarias para convivir en paz con todas las opiniones y formas de vida; la falta de esperanza en una vida eterna, garantiza a sus acciones un total altruismo; la liberación de los “prejuicios” religiosos, los convierte en personas abiertas a la ciencia y al progreso, etc.

Hace unos meses (por citar un ejemplo), Giovanni Sartori, premio “Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales” de 2005, recordaba en su discurso que el factor que hace impenetrable la democracia en una identidad cultural es el factor religioso, y más concretamente el monoteísmo, porque mientras prevalece la voluntad de Dios, la democracia no penetra. (Digamos entre paréntesis que, en el mismo acto, se concedió a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, que se dedican a ayudar a los pobres de los países democráticos y no democráticos, el “Premio Príncipe de Asturias de la Concordia”).

1. P. Bayle y sus pensamientos sobre el cometa

En el pensamiento moderno, el mito del ateo virtuoso aparece de modo explícito con P. Bayle (1647-1706), «el hombre que –según Marx- hizo perder teóricamente todo crédito a la metafísica del siglo XVII y a toda la metafísica en general»[1].

En su obra Pensées diverses sur la comète (1682), en el que se refiere al cometa avistado en Europa a finales de diciembre de 1680, se expresa, al principio, con términos negativos: el ateísmo no es peor que la idolatría. Más adelante afirma que es peor la idolatría que el ateísmo; de aquí –y teniendo en cuenta que para la tradición libertina, idolatría o superstición eran sinónimos de religión en general- pasa a decir que el ateísmo es inofensivo, y que si la religión es incapaz de regular la conducta moral del hombre, un ateo, en cambio, podría ser una persona recta, de acuerdo con cierta honestidad natural. La conclusión final se expresa con términos positivos: el ateísmo es compatible con una vida moral recta. 

«Con estas premisas, la conclusión del lector no podía ser otra que la de considerar más favorablemente al ateísmo, así como una insanable fractura entre religión y moral, con la consiguiente reivindicación de la esfera ética como algo autónomo, desligada de Dios y fundada únicamente sobre la naturaleza racional del hombre»[2].

En el planteamiento de Bayle se da una radical separación entre moral y religión, que deja el camino abierto a la negación de la religión sobrenatural por parte del deísmo, paso intermedio que encamina necesariamente a la negación de toda religión[3].

Para Bayle, la fe no tiene nada que ver con la razón. No añade nada importante a lo que la razón encuentra en el campo moral. Y además no es un principio eficaz para el recto obrar moral. En consecuencia, el ateo se encuentra en las mismas condiciones que el cristiano a la hora de regular su conducta de acuerdo con la ley moral natural, que –afirma Bayle- puede ser conocida por todos, tengan o no fe. Basta para ello con la razón, una razón en la que la providencia general o naturaleza ha depositado una idea de honestidad con la que debemos conformar nuestras acciones.

Dos anotaciones me parecen interesantes. La primera es que ley natural a la que se refiere Bayle no incluye el precepto relativo a dar a Dios el culto debido... Se trata de una concepción de la ley natural en la que la relación natural con Dios se ha perdido o se considera exclusiva del ámbito de la fe. Una concepción que, por desgracia, opera también actualmente en muchos autores que propugnan una ética natural o racional en la que se excluye toda referencia a Dios, porque tal modo de proceder vendría exigido por la racionalidad misma.

La segunda se refiere a la imagen de Dios que se refleja en el pensamiento de Bayle: no se trata de un ser personal, sino de una abstracción que, como tal, no puede mover a la acción buena ni al creyente ni al ateo. Esta imagen sigue vigente en quienes actualmente mantienen el mito. Por eso, es necesario recordar que Dios es un ser personal, viviente, y que el hombre puede y debe relacionarse con Él. Solo a partir de ahí se puede entender que la verdad sobre Dios es lo más operativo que existe. De su aceptación o negación depende la vida de la persona.

2. J.-J. Rousseau y el caso Wolmar

El mito del ateo virtuoso adquiere por vez primera en Rousseau una forma novelada. Jean-Jacques es uno de los críticos de Bayle respecto a la posibilidad de una sociedad de ateos. Es creyente. Pero también es contradictorio, o –según algunos estudiosos- en sus obras existen contradicciones que encierran una profunda coherencia si se conocen los entresijos psicológicos del autor. Ahí no nos vamos a meter. Solo queremos señalar que en su famosa novela Julie ou la nouvelle Héloïse, aparece un personaje –Wolmar- que puede ser considerado como el  paradigma del ateo virtuoso. El hecho de haber nacido en el ambiente del cristianismo ortodoxo, con una liturgia inaceptable para un hombre que –como Wolmar- solo se guía por la razón, y el carecer del “sentimiento interior” que –según Rousseau- nos lleva directamente a Dios-, son las causas “razonables” de su ateísmo.

El mito del ateo virtuoso implica siempre la no culpabilidad de su ateísmo. Wolmar no es culpable de no conocer la verdad. La “culpa” es de la verdad, que huye de él: «¿En qué puede ser culpable mi marido ante Dios?» -se pregunta Julia, la esposa de Wolmar-. «¿Aparta los ojos de Él? Dios mismo ha velado su faz. No huye de la verdad, es la verdad la que huye de él. El orgullo no lo dirige; no quiere extraviar a nadie, le gusta que no se piense como él. Ama nuestros sentimientos, querría tenerlos, no puede; nuestra esperanza, nuestro consuelo, todo se le escapa. Hace el bien sin esperar recompensa; es más virtuoso, más desinteresado que nosotros. ¡Oh!, es digno de compasión; pero, ¿por qué será castigado? No, no: la bondad, la rectitud, las costumbres, la honestidad, la virtud, he ahí lo que el cielo exige y lo que él recompensa, he ahí el verdadero culto que Dios quiere de nosotros, y que recibe de él todos los días de su vida. Si Dios juzga la fe por las obras, creer en él es ser hombre de bien. El verdadero cristiano es el hombre justo; los verdaderos incrédulos son los malvados»[4].

En el contexto de la obra de Rousseau, Wolmar parece un personaje contradictorio. Julia, su esposa, es una mujer moralmente recta gracias a haber asumido como guía la conciencia, sentimiento interior –según Rousseau- que nos dicta de modo infalible, no la verdad teórica, sino la verdad práctica que debemos realizar. Wolmar es, por el contrario, el paradigma de la razón y de la ausencia de tal sentimiento. La falta de esa guía infalible es la causa de que no conozca la existencia de Dios. Sin embargo, su vida es un ejemplo de rectitud moral. Personaje contradictorio –decíamos-, porque según el ginebrino no puede actuar con rectitud quien no reconoce la verdad de la existencia de Dios: esta verdad aparece en el Emilio como el único y verdadero freno para el mal moral. 

Sin embargo, Wolmar expresa también un aspecto importante del pensamiento de Rousseau: la ortodoxia, la verdad que la razón puede proporcionar, no tiene relevancia moral alguna. Se puede actuar bien desde el punto de vista moral (ortopraxis) incluso sin reconocer la verdad sobre la existencia de Dios.

3. La moral autónoma y el ateo-cristiano

No podríamos dejar de mencionar otro hito importante en el desarrollo del tema que tratamos: la expansión de la ideas de Kant sobre la posibilidad de acceder al conocimiento de Dios, y sobre la reducción de la religión a los límites de la razón.

Pero, en lugar de extendernos sobre este tema, preferimos dar un salto en la historia del pensamiento y llegar a una corriente de la teología moral que tuvo gran impacto en la segunda mitad del siglo XX: la moral autónoma, que hunde gran parte de sus raíces en la filosofía kantiana a través de K. Rhaner.

Uno de sus defensores más conocidos, J. Fuchs, se pregunta cómo se relaciona la moral cristiana con el “humanista”, es decir, con aquel hombre que, viviendo de una manera puramente inmanente al mundo, busca, sin embargo, honestamente un ethos humano. Se trata de comparar al cristiano con el ateo honesto.

En primer lugar, por lo que se refiere a la determinación del comportamiento moral concreto (ámbito categorial), el cristiano y el “humanista” -señala repetidamente nuestro autor- se encuentran fundamentalmente en las mismas condiciones. Ambos cuentan únicamente con la razón para poder descubrir lo que en cada caso concreto es una conducta acorde con la dignidad del hombre[5].

La idea que expresaba Bayle, aparece aquí de nuevo: la fe no es operativa en el campo moral concreto; solo añade una intencionalidad nueva. Las normas morales operativas dependen de la razón autónoma, y en ese ámbito el cristiano y el no cristiano están en las mismas condiciones.

Al mismo tiempo, la oposición entre ortodoxia y ortopraxis, que señalábamos en Rousseau, se encuentra también en la moral autónoma: para Fuchs y otros autores, la razón no puede conocer la verdad sobre la moralidad de un comportamiento concreto; de ahí que propongan como único criterio válido el cálculo de las consecuencias de la acción.

Pero existe otro ámbito, el trascendental, el de las intenciones profundas. En este, el cristiano parece tener ventaja sobre el ateo, pues por la fe sabe que debe orientar todas sus acciones a Dios y responder así a la llamada a la salvación. Sin embargo, la ventaja no es tan grande. En realidad, sucede –explica Fuchs- que esta intencionalidad permanece en la esfera de la conciencia no reflexiva o no temática, incluso para el cristiano. Y lo mismo le ocurre al “humanista”. Por eso se puede admitir que –en esta esfera trascendental- el absoluto es conocido por el ateo como el Dios viviente, aunque de una manera no conceptual y no temática[6]. En consecuencia, en el nivel trascendental, también el humanista responde al ofrecimiento y a la llamada a la salvación, y su respuesta anima y penetra su comportamiento moral categorial. Llamar cristiana o no a esta intencionalidad trascendental es algo indiferente. Lo importante es que expresa fundamentalmente la aceptación de la llamada a la salvación en Cristo[7].

A partir de estos planteamientos, Fuchs se inclina a negar que pueda existir propiamente una moral no cristiana, pues toda moral no cristiana verdaderamente seria puede ser considerada como una cierta participación de la moral cristiana y, en este sentido, no simplemente como no cristiana. En realidad, las diversas morales no cristianas no son otra cosa –en su opinión- que intentos de buscar una moral humana, es decir, una moral de la ley natural o del derecho natural.

Todo esto, traducido a un nivel de vulgarización, se puede expresar del siguiente modo: en el fondo, un ateo honesto es un buen cristiano, aunque no lo sepa.

Otro de los defensores de la moral autónoma, Ch.E. Curran, acepta que el reconocimiento de Jesús como Señor afecta a la conciencia del individuo y a su reflexión moral, pero afirma también que, a pesar de todo, los cristianos y los no cristianos «pueden llegar a las mismas conclusiones morales, pueden compartir en conjunto los mismos comportamientos morales, las mismas disposiciones, los mismos fines, y esto es en efecto lo que se produce. De modo que los cristianos explícitos no tienen el monopolio de actitudes, de fines y de disposiciones éticas tales como el amor del sacrificio, la libertad, la esperanza, la preocupación por el prójimo necesitado, y no son los únicos que piensan que no se encuentra la vida más que perdiéndola. Tener una conciencia explícitamente cristiana afecta al juicio del cristiano y a su manera de formar sus juicios morales, pero los no cristianos pueden llegar y llegan a las mismas conclusiones éticas y también a adoptar y a amar los mismos motivos, las virtudes, los fines más elevados que los cristianos reivindican desde hace tiempo como su herencia propia»[8].

Curran afirma, por tanto, que aquellos que nunca se han adherido a Cristo Jesús ni oído hablar de Él, pueden llegar a las mismas decisiones morales particulares, y además son igualmente capaces de tener las mismas disposiciones y los mismos comportamientos, como la esperanza, la libertad y el amor por los demás hasta el sacrificio de sí mismos[9].

En este planteamiento se olvida el abismo que existe entre lo que el hombre debe hacer y lo que realmente puede llevar a cabo, pues el hombre natural ni puede conocer con perfección las exigencias de la moral humana ni vivirlas sin la gracia, y mucho menos conocer y vivir las exigencias de la moral cristiana.

Sin duda, las opiniones de la moral autónoma sobre la situación del humanista ateo y honesto, cuando han salido del ámbito puramente académico, han venido a reforzar el tópico del ateo virtuoso y a poner en duda la “necesidad” de la fe cristiana y de los sacramentos para el buen comportamiento moral.

4. Vida moral y conocimiento de Dios

Los ateos virtuosos de Bayle y Rousseau no son culpables de su ateísmo. No vamos a entrar aquí en la cuestión de si existe un ateísmo inculpable. Preferimos poner de relieve, únicamente, que existe el ateo culpable de su propio ateísmo y que, en tal caso, no puede calificarse de virtuoso.

Llegar a Dios no solo es posible, sino que es un deber moral. Responde a la inclinación esencial de la naturaleza humana a conocer la verdad, y en esa inclinación se funda el deber de buscarla. Dejando a un lado las influencias negativas que, desde los primeros momentos de la existencia, pueden tener sobre la persona las convicciones de los padres, educadores, etc., queremos llamar la atención sobre las causas internas por las que una persona puede no llegar al conocimiento de Dios.

Sto. Tomás explica que la culpabilidad de los que no conocen a Dios no va precedida de ignorancia, sino que más bien ocurre al contrario: la culpa engendra una ignorancia consecuente, y en ese sentido esa ignorancia tiene también razón de culpa[10]. La ignorancia de la existencia de Dios se debe, al menos en muchos casos, a que las malas disposiciones morales subjetivas impiden el recto uso de la inteligencia, que, por naturaleza, no se detiene hasta llegar a su Creador.

a) La interacción del entendimiento y la voluntad

En la búsqueda de la verdad está implicada toda la persona; no sólo el entendimiento, sino también la voluntad, las pasiones y sentimientos, la cabeza y el corazón.

Cuando una verdad se presenta al entendimiento, entra en juego la voluntad, que puede amar esa verdad o rechazarla. Si la persona está bien dispuesta, su voluntad la acepta como conveniente, e incluso puede mandar al entendimiento que la considere más a fondo, que busque otras verdades que la corroboren, y, por último, si es necesario, ordena su conducta de acuerdo con esa verdad.

Por el contrario, si la persona está mal dispuesta, la voluntad tiene mayor dificultad para aceptar la verdad, y puede incluso rechazarla como odiosa. En efecto, una verdad particular puede resultar aborrecible cuando aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea. «Es el caso de los que querrían no conocer la verdad de la fe para pecar libremente, a quienes el libro de Job hace decir: “No queremos la ciencia de tus caminos”»[11]. Cuando esto sucede, es fácil que la voluntad incline al entendimiento a pensar en otra cosa, o a ver los aspectos negativos de la verdad que considera.

El resultado es que la persona no «ve» la verdad porque no quiere verla. La verdad queda aprisionada por la injusticia[12]. Para entender, para «reconocer» una verdad como bien, hay que querer: «Entiendo —afirma Santo Tomás— porque quiero, y del mismo modo uso de todas las potencias y hábitos porque quiero»[13]. Esto no quiere decir que la voluntad o el deseo sean, a fin de cuentas, los creadores de la verdad, sino que se requiere la “buena voluntad”, “la limpieza de corazón”, para poder reconocer la verdad y convertirla en directora de la propia vida.

b) Las disposiciones morales y verdad sobre Dios

En el acceso a la verdad sobre Dios, las disposiciones de la voluntad son especialmente importantes. La existencia de Dios no es una cuestión sólo especulativa: su aceptación o rechazo deciden la vida entera de la persona.

De ahí que no se pueda plantear como un problema exclusivamente teórico: «El primer planteamiento del problema religioso no aparece ante el hombre de este modo: “¿Es posible reconocer a Dios?”, sino que presenta esta otra forma: “¿Estoy dispuesto a reconocer a Dios?”»[14]. Si se formula la pregunta por Dios sólo del primer modo, como a veces se hace, puede dar lugar a interminables elucubraciones teóricas, porque en apariencia el sujeto no se implica personalmente. Es necesario adoptar la segunda perspectiva, que supone la implicación personal en la búsqueda de la verdad religiosa, si uno quiere realmente encontrarla. Entonces aparecen, ante la conciencia del que busca, los obstáculos reales que se oponen a la aceptación de la verdad, y se advierte que la dificultad no está del lado de Dios, sino del sujeto que pregunta por Él. El problema no es de la Luz, sino de la voluntad que no quiere ver.

El evangelio de San Juan presenta a Cristo, desde el primer momento, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo[15], pero esa Luz es recibida por unos, y ven; y rechazada por otros, y permanecen ciegos. La razón de tan diferentes desenlaces, la explica el mismo San Juan: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios»[16].

El problema, por tanto, no es sólo de índole intelectual, sino sobre todo moral: «Porque sus obras son malas». Las obras malas, puestas a la luz de Cristo, acusan al que las realiza. Puede suceder, y de hecho sucede, que, con la ayuda de la gracia, el pecador se enfrente a la realidad de su vida, muestre sus malas obras a la Luz, se humille y se convierta. Pero puede ocurrir también que «quiera» mantenerse en sus obras, y entonces se niega a sacarlas a la luz, para no sentirse acusado; y ante la posibilidad de ser iluminado, odia la luz, siente miedo y rehúsa incluso oír hablar de Dios. En cambio, al que obra según la verdad no le importa que sus obras se vean, porque han sido hechas según Dios. Está dispuesto a recibir  la Luz, a Cristo, la Verdad[17].

La negación de la verdad sobre la existencia de Dios no es entonces fruto de un proceso puramente intelectual, sino de la propia mala voluntad, que tuerce continuamente la cara de la razón para que mire hacia otro lado, o para que fije su atención en todo aquello que parece contradecir la existencia de Dios: el sufrimiento de los inocentes, las catástrofes naturales, la existencia de personas creyentes cuya vida no es coherente con su fe, etc. 

5. La importancia de la intención en el obrar moral

El mito del ateo virtuoso parece desarrollarse en el clima de la concepción normativa de la ética, que juzga las acciones exclusivamente desde el punto de vista externo, es decir, sin tener en cuenta la intencionalidad del sujeto agente, la dimensión interior de la acción. Desde el punto de vista del observador, es fácil llegar a otorgar el mismo valor a dos acciones materialmente iguales, de dos sujetos diferentes, sin tener en cuenta que pueden ser fruto de intencionalidades muy diversas.

Al juzgar la acción moral, no basta con tener en cuenta la acción exterior. El aspecto exterior de la acción no es suficiente para saber si la acción es buena: la intencionalidad es un elemento intrínseco de la acción.

En efecto, para actuar bien desde el punto de vista moral no basta con realizar acciones en sí mismas buenas, sino que es preciso actuar por amor al verdadero fin último. En caso contrario, la acción no puede calificarse de verdaderamente honesta.

Pues bien, Bayle hace una defensa de la honestidad del ateo, en la que a la vez demuestra –sin pretenderlo- que tal honestidad es deshonesta: «Como la ignorancia de un primer Ser Creador y Conservador del mundo no impediría a los miembros de esta sociedad (de ateos) el ser sensibles a la gloria y al vilipendio, a la recompensa y a la pena, y a todas las pasiones que se ven en los otros hombres, y no entenebrecería todas las luces de la razón, se encontrarían entre ellos personas que actuarían de buena fe en el comercio, que asistirían a los pobres, que se opondrían a la injusticia, que serían fieles a sus amigos, que denigrarían las injurias, que renunciarían a las voluptuosidades del cuerpo, que no engañarían a nadie, sea porque el deseo de ser alabados les empujase a todas estas bellas acciones que no dejarían de tener la aprobación pública, sea porque les lleva a eso el deseo de conseguirse amigos y protectores en caso de necesidad»[18].

Pero actuar bien por el deseo de alabanza y de conseguir amigos y protectores en el caso de necesidad constituye una motivación muy diversa a la que requiere la honestidad cristiana y aun la honestidad natural de quien sigue la ley que Dios ha impreso en su alma[19].

6. Un punto de reflexión para creyentes y ateos

El modo de vivir de algunos cristianos ha alimentado, en ciertas ocasiones, el mito del ateo virtuoso. La falta de coherencia entre la fe y la conducta; el pietismo y el espiritualismo desencarnado; el desprecio de las realidades terrenas, como si fuesen tareas en las que el cristiano no puede mezclarse para no contaminarse; la mezcla de la verdadera fe con creencias vanas o supersticiosas; la reducción de la moral a algunos aspectos, olvidando otros asimismo importantes, etc., han servido de ocasión para pintar de atractivos colores a un personaje que, a pesar de no creer en Dios, vive como hombre honrado.  Y esto debe servir de reflexión a los cristianos para tomar conciencia de la importancia de la unidad entre fe y vida.

De todas formas, cuando se piensa en la fe (y en la moral) predicada por Cristo y en aquellos que lucharon por ser coherentes con ella, incluso a costa de su vida, los santos, parece lógico deducir que los cristianos que exhiben una conducta deshonesta, viven así no a causa de profesar la fe cristiana, sino a pesar de ello. Y si se piensa en las consecuencias prácticas del ateismo militante, también parece lógico concluir que los ateos que dan muestras de vivir las virtudes humanas, viven así no a causa de negar la existencia de Dios, sino a pesar de ello.

En resumen: pienso que no puede darse un comportamiento ético en sentido pleno, una vida moral plena, con todas las condiciones que exige la palabra “moral” en cuanto al conocimiento y la voluntad –algo que no coincide con lo que se entiende habitualmente por ser “buena persona”-, si se prescinde de la aceptación práctica de la verdad sobre Dios.


NOTAS:

[1] K. MARX, Die Heilige Familie, c. VI, 2, en «Karl Marx-F. Engels Werke», Berlín 1958, Bd II, 134.

[2] T. ALVIRA, Pierre Bayle: Pensamientos diversos sobre el cometa, Madrid 1977, 16.

[3] Cfr. ibidem, 19.

[4] J.-J- ROUSSEAU, Julie ou la nouvelle Héloïse, Librairie Garnier Frères, Paris s/f, II, 344.

[5] Cfr. J. FUCHS, Existe-t-il une “morale chrétienne”?, Gembloux 1973, 23.

[6] Cfr. ibidem, 24-25.

[7] Cfr. ibidem, 25.

[8] Ch.E. CURRAN, Y a-t-il une éthique sociale spécifiquement chrétienne?, «Supplément» 24 (1971) 54. La cursiva es mía.

[9] Cfr. ibidem, 55.

[10] Cfr. Sto. TOMÁS DE AQUINO, In Ep. ad Rom., cap. 1, lect. 7.

[11] Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II–II, q. 25, a. 5, ad 2.

[12] Cfr. Rm 1, 18.

[13] Sto. TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De malo, q. 4, a. 1. Cfr. tambiénSumma contra gentes, l. I, cap. 72.

[14] A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966, 158.

[15] Cfr. Jn 1,9.

[16] Jn 3,19–21.

[17] Cfr. S. GREGORIO DE NISA, De vita Moysis, II, 65.

[18] P. BAYLE, Pensées diverses sur la comète, Société des textes français modernes, Librairie E. Droz, Paris 1939, II, 103. La cursiva es mía.

[19] Cfr. T. ALVIRA, Pierre Bayle, cit., 142.

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