Florencio Domínguez Iribarren

Dos años y dos meses después de cometer su último atentado en territorio español, ETA anunció el “cese definitivo” del terrorismo. Lo hizo mediante una escueta declaración difundida el 20 de octubre de 2011. Cuando se publicó ese anuncio, ETA estaba a punto de cumplir 53 años de existencia, en los cuales se ha cobrado la vida de 858 personas.

La elección de la fecha pudo estar relacionada con la convocatoria anticipada de elecciones efectuada por el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, para el 20 de noviembre. Los servicios de información habían detectado la existencia de un debate en el seno de la banda cuyo plazo de finalización, en principio, estaba previsto para la primavera de 2012. Sin embargo, el resultado se anticipó coincidiendo con el adelanto de las elecciones generales a las que la izquierda abertzale, por vez primera en una década, concurría dentro de la coalición nacionalista Amaiur.

En la declaración del 20 de octubre ETA anunciaba el cese definitivo del terrorismo, pero no decía nada acerca de su desaparición como grupo o del destino de su armamento. El anuncio desató sentimientos encontrados en la sociedad. A la satisfacción porque ETA planteaba que iba a dejar de matar, se unía la emoción por el recuerdo de todos los crímenes cometidos hasta ahora, el dolor por la sangre vertida a lo largo de medio siglo de historia y la prevención ante el temor de que los terroristas, y no solo ellos, pretendan exigir la impunidad por dar ese paso.

El paso del 20 de octubre era importante, incluso con las reservas que suscitaba la continuidad de ETA y el temor a que en algún momento pudiera haber una marcha atrás y una vuelta a las armas. No es un secreto que, por ejemplo, entre los presos de la banda hay un sector no desdeñable que cree que la declaración de octubre representa una derrota y una traición a su historia y que no son partidarios del fin de la violencia. Si entre el grupo de etarras en activo y en libertad hubiera un sector con las mismas ideas que esos presos, existiría un riesgo potencial de ruptura.

El Estado, que tiene que organizar su estrategia teniendo en cuenta los escenarios más desfavorables, debe contemplar la hipótesis de que ETA en su conjunto o una fracción pudiera tener la tentación de volver a emplear las armas. La banda ha frustrado demasiadas veces las esperanzas de que el terrorismo desapareciera de manera definitiva como para no tener memoria de ese pasado. Y las experiencias internacionales, como por ejemplo la de Irlanda del Norte, aconsejan no descartar la posibilidad de que en algún momento un sector de ETA decidiera proseguir con la violencia.

No hay que mirar solo hacia afuera para tener esta clase de ejemplos. En 1982, sin ir más lejos, cuando una parte de ETA político-militar decidió, tras la VIII Asamblea, abandonar las armas y reinsertarse en la vida democrática, otros sectores de la misma organización decidieron seguir con el terrorismo. Una fracción del grupo se decantó por ingresar en ETA-m, mientras otra era partidaria de continuar como grupo autónomo. La ruptura fue inevitable entre los dos sectores. Los partidarios de ingresar en ETA-m, conocidos como “milikis”, constituyeron a principios de 1983 ETA (político-militar) VIII Asamblea pro-KAS. Entre estos últimos se encontraban personajes que, con el tiempo, se harían muy conocidos del gran público; es el caso de Arnaldo Otegi Mondragón y Francisco Javier López Peña, conocido entonces por el alias de “Zulos” y más recientemente por el de “Thierry”.

Los “continuistas” denunciaron a sus ex-compañeros del grupo de Otegi y López Peña por haber decidido integrarse en ETA-m con el argumento de que “la estrategia político-militar ha fracasado y es ETA-m quien ha ganado la partida” [1]. La escisión pro-KAS estaba formada por una veintena de militantes, un grupo reducido, menos de la mitad de la actual ETA, pero que fueron suficientes para mantenerse en activo durante un año, en el que cometieron siete atentados. Esa actividad formaba parte de las condiciones impuestas por ETA-m antes de admitirlos en su seno. Tenían que demostrar que “realmente poseían una infraestructura mínima, humana y material, que permitía su mantenimiento”.

Arnaldo Otegi, al recordar aquella etapa como militante de la facción “miliki” (ETA-pm VIII Asamblea pro-KAS), señala: “A partir de la VIII Asamblea algunos de nosotros asumimos conscientemente que la pérdida de referencia en ETA no tenía posibilidad de sustitución (...). Pensábamos que la única posibilidad era confluir en ETA-m y que era HB la referencia obligada para llevar adelante esta convergencia de la izquierda vasca” [2].

Como punto final de las condiciones de entrada en ETA-m, el sector pro-KAS hubo de hacer pública una declaración reconociendo que toda su trayectoria había sido equivocada y que la razón estaba de parte de los “milikis” y de KAS: “Con el sabor amargo de siete años de historia, los militantes consecuentes de la Organización político-militar nos vemos en la obligación de aceptar nuestra responsabilidad histórica y la total autocrítica como parte integrante que hemos sido de este proceso” [3].

Las prevenciones que la historia y la desconfianza suscitan ante la eventualidad de que la renuncia a la violencia pueda ser reversible, no pueden impedir, sin embargo, que se haga una valoración positiva de la declaración, porque ha sido el Estado el que ha obligado a la banda terrorista a dar un paso de esas características que contradice todas las posturas que ETA había mantenido en el pasado. En contra de lo que afirman algunos, la renuncia a la violencia no es consecuencia del proceso de diálogo de los años 2005 y 2006, sino de la rectificación posterior de aquella política y la vuelta a la firmeza del Estado de Derecho.

La violencia ha sido algo consustancial a la naturaleza de ETA y si renuncia a ella pierde no solo su seña de identidad, sino el factor que ha hecho que esta organización haya sido lo que ha sido. ETA es un grupo clandestino y armado que ha pretendido imponer sus posiciones políticas por la fuerza. Ahora, sin embargo, se ha visto obligado a anunciar que renuncia al terrorismo. Nadie se hubiera imaginado un paso así hace pocos años y menos que nadie la propia ETA.

En 2009, un documento de la banda terrorista afirmaba que “ETA no se desmilitariza porque no está militarizada. Es más adecuada la desactivación militar, fin de la campaña o contienda militar, cierre del frente... Expresiones como ‘desmantelamiento de las estructuras militares’ se apartan por no ser correctas. ETA no dará nunca las armas al enemigo, ni las romperá, las guardará. ETA no desaparecería, continuaría como Organización política dentro de la izquierda abertzale, hasta que otro tipo de situación y debates digan lo contrario” [4].

La banda terrorista ha dado ese paso forzada por la debilidad provocada por la actuación de los sucesivos gobiernos. La última etapa de ETA es un ciclo que se desarrolla entre 2001 y 2011. Hace apenas cuatro años, el entonces jefe del “aparato militar” de la banda Garikoitz Aspiazu, “Txeroki”, hizo un análisis autocrítico de los avatares sufridos por ETA en la última década. De forma esquemática explicaba cómo a partir de 2001 empezaron a utilizar muchos militantes sin experiencia que tenían “más dificultad operativa y menos capacidad militar”; los nuevos comandos tenían “poca experiencia para golpear” y su estructura central era “cada vez más débil”. “Siendo todos estos factores una realidad objetiva, el declive que vino a partir de 2001 era lógico”, concluía [5].

El análisis del dirigente etarra, que mencionaba otros factores de la debilidad de ETA, era bastante certero a la hora de identificar las causas del inicio de la decadencia de la banda terrorista y el momento a partir del cual se inició la cuenta atrás. La fortaleza que ETA había mostrado tras romper la tregua en el 2000 duró un año y medio. Al cabo de ese tiempo, la acción policial le puso freno y disminuyó de manera vertiginosa la capacidad de cometer atentados. De los 23 asesinatos provocados en el año 2000, se pasaron a 5 en el 2002 y a 3 al año siguiente.

Los etarras se dieron cuenta enseguida de que habían perdido la iniciativa, que estaban a la defensiva y que su capacidad para atentar era mucho más limitada que sus deseos de hacerlo. “A partir del 2002 se debilitó progresivamente la estructura en la clandestinidad”, explicaba “Txeroki”.

La falta de actividad etarra, al menos de actividad al nivel que deseaban los propios terroristas, se tradujo en frustración de no pocos cuadros de la organización. Y con la frustración aparecieron los conflictos internos. En 2002 fueron expedientados cinco miembros de la estructura que se dedicaba a la compra de armas y explosivos en el mercado negro por pedir la celebración de una asamblea. A pesar de ello, la dirección de ETA aceptó desarrollar un debate interno en el que se reconoció que había “un gran desequilibrio entre los ataques que sufre ETA en la actualidad y su capacidad de llevar a cabo acciones” [6]. Es decir, que eran más los golpes recibidos que los atentados que era capaz de cometer la banda.

Esa situación adversa fue la que provocó en 2003 una importante crisis interna por la rebelión de un grupo de dirigentes del aparato militar, encabezados por “Txeroki” y Mikel Carrera, “Ata”, que estaban insatisfechos por la falta de atentados y culpaban a sus jefes de esa falta de acción de ETA. En 2004 se suscitó una nueva crisis a raíz de la carta firmada por un grupo de presos, encabezados por “Pakito”, en la que se pedía el final definitivo del terrorismo al considerar que ETA ya no tenía capacidad para obligar al Estado a una negociación y al poner en cuestión la eficacia de la violencia por los límites operativos de la banda.

La dirección de ETA se vio obligada a aplicar medidas disciplinarias en todos esos casos para atajar los problemas internos y mantener el orden. Las tensiones registraron un momento de calma en el año 2005 por la perspectiva de un proceso de negociación con el Gobierno que se materializó en el 2006. Fue un paréntesis político, pero en él la banda no recuperó capacidad operativa. ETA hizo fracasar el diálogo y reanudó la actividad terrorista, pero sin tener ni de lejos la capacidad que había tenido, por ejemplo, en el año 2000.

De nuevo la impotencia etarra forzó la apertura de otro debate interno entre 2007 y 2008, en el que la banda reconocía su debilidad estructural y su incapacidad para desarrollar el nivel de violencia que deseaban. Además, luchas de poder entre dos facciones iniciadas en 2007 y prolongadas en los primeros meses de 2008 debilitaron más a ETA, que tuvo que gastar muchas energías en la crisis interna.

Documentos de la dirección de ETA del 2009 realizaban un análisis de la situación de la banda que resultaba demoledor para sus propios intereses; admitía que la eficacia policial era muy superior a la capacidad de la banda (“se ha creado un desequilibrio entre los ataques represivos del ene- migo [...] y la respuesta armada”) y que la persecución legal le había puesto en peor situación de la que estaba (“desde la finalización del proceso de negociación [...] se ha agravado la situación de excepción que ya tenía im- puesta el enemigo”) [7]. Los dirigentes etarras reconocían que la izquierda abertzale estaba en crisis y que no habían podido desarrollar ni las campañas políticas ni las terroristas que habían planeado a causa de la represión policial.

Los conflictos abiertos a partir de mediados de 2009 con Batasuna, después de que el Tribunal de Estrasburgo confirmara la ilegalización, hicieron el resto. ETA no solo perdió la capacidad de realizar atentados, sino que como consecuencia de esa debilidad perdió la capacidad para controlar a su entorno político.

La declaración del 20 de octubre de 2011 era el último paso de una serie de decisiones que la banda terrorista se había visto obligada a tomar a lo largo de dos años haciendo renuncias en sus posiciones previas. Fueron todos movimientos forzosos que la banda no hubiera tomado si no hubiera sido debilitada por la eficacia policial, y su entorno político no hubiera sido acorralado por la política de ilegalizaciones avalada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El proceso de movimientos de ETA, de manera esquemática, ha sido el siguiente:

ü    Febrero de 2010: ETA toma la decisión de no realizar atentados y de- dicar todos sus esfuerzos a la reestructuración interna para reforzar sus medidas de seguridad y “blindarse” frente a la acción policial. El acuerdo tiene carácter secreto y es bautizado en el seno de la banda como “parón técnico”. No tiene ninguna dimensión política, sino que obedece a la necesidad de hacer frente con más eficacia a la persecución policial. Poco antes, en enero, la banda terrorista había fracasado en el intento de reventar el de- bate de Batasuna mediante un espectacular atentado que pretendía come- ter contra las Torres KIO en Madrid. Una actuación de la Guardia Civil había impedido que se consumara ese atentado. Ese fracaso se unía a otros muchos que se estaban produciendo en los meses anteriores.

ü    Septiembre de 2010: ETA hace pública la interrupción de lo que llama entonces “acciones ofensivas”, que no es sino el “parón técnico” de febrero. El anuncio, a través de la BBC para darle solemnidad, pretende aliviar la presión a la que la banda está sometida por su propio entorno político, que le reclama una tregua para que Batasuna pueda iniciar el proceso de legalización. La Declaración de Bruselas, promovida por Brian Currin y suscrita por personajes del ámbito internacional, es el principal instrumento de presión utilizado por la izquierda abertzale. El anuncio de septiembre, sin embargo, resulta insuficiente por su ambigüedad para los planes de Batasuna de poner en marcha el proceso de legalización.

ü    Enero de 2011: ETA anuncia una tregua definida como “permanente, de carácter general” y verificable “por la comunidad internacional”. Durante todo el año anterior la banda había rechazado declarar una tregua si no había una negociación previa con el Gobierno español y este no asumía compromisos, como había ocurrido con el alto el fuego de 2006. Al final, tuvo que resignarse a declarar la tregua de forma unilateral.

Este anuncio sí que satisface a Batasuna, que lo aprovecha para presentar su nuevo partido, Sortu, en el registro del Ministerio del Interior. La de- cisión de la tregua se adopta por una treintena de miembros de ETA durante un debate mantenido a finales de 2010. Los objetivos del anuncio son facilitar los trámites de legalización de un nuevo partido, recomponer las relaciones con Batasuna y facilitar la entrada en juego de “personalidades internacionales” para que a partir de entonces dirigieran su presión hacia el Gobierno español en lugar de dirigirla hacia ETA. Se pretendía que esas “personalidades internacionales” forzaran al Gobierno a aceptar a posteriori el compromiso de una negociación que no había aceptado antes de la tregua.

La declaración de tregua sirve para pacificar las relaciones entre la banda terrorista y Batasuna, y para poner fin a las tensiones que se habían registrado el año anterior. El partido promovido por Batasuna, Sortu, fue rechazado por el Tribunal Supremo y su suerte, en el momento de redactar estas líneas, está en manos del Constitucional. Sin embargo, la coalición Bildu, formada por la antigua Batasuna, Eusko Alkartasuna y Alternatiba, recibió el visto bueno del Tribunal Constitucional para presentarse a las elecciones locales de 2011, en las que obtuvo un notable éxito. De esta forma, Batasuna encontró una gatera para regresar a las instituciones, dejando tocada la política de ilegalizaciones que tan eficaz había sido a la hora de provocar un conflicto de intereses entre ETA y su brazo político.

ü    Verano de 2011: ETA renuncia a la “dirección política” de la izquierda abertzale. Algunos meses después del inicio de la tregua, ETA envía una comunicación a sus militantes en la que reconoce que el ejercicio de la “dirección política” queda en manos de Batasuna, ante la imposibilidad de que la desarrolle la propia ETA por culpa de la represión policial. La banda reconoce de manera oficial lo que ya era una realidad: que no tenía capacidad para marcar la línea que debía seguir su entorno político. El pulso iniciado en el verano de 2009 por ver quién tomaba las decisiones en el mundo de la izquierda abertzale se cerraba formalmente dos años más tarde con el reconocimiento de la incapacidad etarra de controlar a su entorno político.

El reconocimiento de ETA tiene una gran importancia simbólica, pues siempre había sido “la vanguardia” del movimiento revolucionario vasco y ese papel había sido reconocido por su entorno que, de esa forma, admitía su supeditación a los designios de la banda.

“La Organización (ETA) es el principal responsable del desarrollo de la estrategia político-militar dentro del movimiento de liberación. Por tanto, históricamente le corresponde la dirección política y desarrollar la función de vanguardia”, había escrito “Txeroki” en 2008. Tres años más tarde esa idea era ya parte de un pasado que no iba a volver. ETA ya no tenía posibilidades de ser la “vanguardia” que había sido.

ü    Octubre de 2011: ETA anuncia el fin de la “actividad armada”. La decisión se toma tras un debate de dos meses mantenido entre los activistas que están en libertad.

La derrota operativa de ETA, que se podía constatar desde finales de 2001, hubiera obtenido un carácter de reconocimiento oficial por el pro- pio grupo terrorista con la declaración del 20 de octubre. Pero el contexto en el que se produjo el anuncio ha permitido a ETA y a su entorno desdibujar la idea de fracaso histórico e, incluso, capitalizar políticamente una decisión que contradecía toda su trayectoria. El éxito del Estado al provocar la derrota operativa de la banda terrorista se ve contrarrestado por el problema político que le plantean los éxitos electorales de las siglas apoyadas por la ilegalizada Batasuna.

Tres días antes del anuncio etarra, el 17 de octubre, promovida en la sombra por la izquierda abertzale y con el visto bueno del Gobierno, se había celebrado una conferencia internacional en San Sebastián, con presencia del ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, entre otras personalidades del ámbito exterior. La conferencia se saldó con un llamamiento a ETA para que anunciara públicamente el “cese definitivo de su actividad armada”. Pero no se conformaron con eso. Trazaron también una hoja de ruta que iba mucho más allá del fin del terrorismo y que sintonizaba con las demandas tradicionales de ETA y su entorno.

La declaración de la conferencia de San Sebastián, leída por el ex primer ministro irlandés Bertie Ahern, además de solicitar el “cese definitivo” del terrorismo etarra, reclamaba un diálogo de la banda con los Gobiernos de España y de Francia para tratar “las consecuencias del conflicto”.

Lo que se entiende por “consecuencias del conflicto” está explicado en no pocos documentos de Batasuna y de la propia ETA. Un texto de Batasuna del año 2009, titulado “Aclaración estratégica”, precisaba lo que eran esas consecuencias: la excarcelación de presos, la vuelta de los huidos, el “desarme y desmilitarización de Euskal Herria” y la “reparación de víctimas y cohesión social para un escenario de soluciones”. Cuando hablan de desarme no se refieren solo a que ETA abandone las armas, sino a que también se produzca un proceso de retirada de efectivos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE). Lo dice ETA en otro documento de 2009 en el que señala que la desmilitarización incluye “la expulsión de las fuerzas ocupantes”.

El documento de San Sebastián reservaba lo que se ha venido llamando “negociación técnica” a ETA y a los Gobiernos, pero no se limitaron a eso. El texto de la conferencia internacional incluía otro punto, reclamando, con eufemismos y circunloquios, negociaciones políticas. Además sugiere que los representantes políticos “discutan cuestiones políticas”, mencionando la consulta a la ciudadanía.

La celebración de la conferencia de San Sebastián creó el ambiente en el que se dio a conocer, tres días más tarde, la declaración de ETA; declaración que, antes o después, hubiera terminado produciéndose sin necesidad de una puesta en escena encaminada a dignificar el paso de la banda terrorista. La legalización de unas siglas en las que participaba Batasuna antes del fin definitivo de ETA y la conferencia internacional han contribuido a que la renuncia forzada a la violencia pueda ser capitalizada políticamente por aquellos que durante décadas la han perpetrado o alentado, y a que se difumine la percepción de derrota de los terroristas.

La declaración del 20 de octubre hay que interpretarla a la luz de las declaraciones efectuadas por portavoces de ETA y publicadas unos días más tarde en el diario Gara [8]. Ambos son textos complementarios que hay que analizar juntos para tener una idea cabal del alcance de la posición de ETA y de los planes de este grupo, una vez que ha dicho que ha renunciado a la violencia.

Pues bien, ETA contempla un modelo de negociación que se ajusta al di- seño establecido en 2004 con la “declaración de Anoeta” y que sigue el guión de la declaración de la conferencia internacional. ETA prevé una doble mesa de negociación: la política, de la que no formaría parte, y la que se ocuparía de las “consecuencias del conflicto”, en la que sí estaría la banda.

El esquema, en teoría, iba a ser empleado para el proceso de 2006, pero la propia banda no lo respetó y condicionó las conversaciones políticas de Loyola que mantenían PSE, PNV y Batasuna hasta provocar su fracaso. Tal vez por eso, para dar garantías, los representantes de la banda dicen ahora que “ETA no estará sentada en la mesa de la negociación política”. “La que represente en esa mesa a la izquierda abertzale en su conjunto será la unidad popular, principal referencia de la izquierda abertzale” [9].

El segundo ámbito de negociación en el esquema de la banda es el que tendría que darse entre ETA y el Gobierno con el objetivo de conseguir la puesta en libertad de los presos, la vuelta de los huidos y lo que el grupo terrorista llama “desmilitarización de Euskal Herria”.

ETA indica que ella se encargará de negociar la situación de presos y huidos, aunque curiosamente asegura que no lo haría si no contara con la autorización de los dos colectivos. “Además, de cara a la negociación, ETA ha adoptado un compromiso concreto: no tomará ninguna decisión que afecte a los presos y a los exiliados vascos sin contar con su aprobación”, señala.

Si pretender la excarcelación de los etarras condenados ya es difícil, ETA añade una exigencia adicional: lo que llama “desmilitarización de Euskal Herria”, que significa la retirada de las FCSE del País Vasco. “El final de la confrontación armada no podría entenderse si Euskal Herria permanece llena de fuerzas armadas”, dice la banda en las declaraciones citadas.

La coincidencia de ETA y Batasuna sobre este esquema es total. El partido ilegalizado, en su más reciente documento, es el que marca la línea política para 2012. Dentro del epígrafe referido a las “consecuencias del conflicto” incluye la excarcelación, que no acercamiento, de los presos etarras, el “reconocimiento” de las víctimas y la expulsión de las FCSE pre- sentada como contrapartida al desmantelamiento de ETA [10].

La contrapartida a esas tres demandas –presos, huidos y FCSE– sería la entrega de las armas. ETA dice en Gara que “la cuestión” de las armas está incluida en la agenda de negociación con el Gobierno, que está dispuesta a hablar del asunto y a “adoptar compromisos”.

Las tensiones que durante los meses finales de 2009 y en 2010 se registraron entre ETA y Batasuna han desaparecido, y ahora las dos partes comparten la misma línea de acción. La declaración presentada por Batasuna en el Palacio del Kursaal el 27 de febrero, en la que el partido ilegalizado elude reconocer cualquier responsabilidad activa en los años del terrorismo, representa el límite máximo hasta donde están dispuestos a llegar de forma unilateral. Reclaman que se muevan los Gobiernos de España y Francia, que cambien radicalmente la política penitenciaria llegando a la excarcelación de los terroristas presos, que accedan a corto plazo a la negociación que demanda ETA y, un poco más tarde, a la negociación política para cambiar el marco jurídico vigente. Mientras tanto, ni ETA ni Batasuna están dispuestos a realizar una autocrítica de su historia que les lleve a reconocer su responsabilidad en el terrorismo y la ilegitimidad de sus crímenes. Su único plan es abrir una nueva transición en el País Vasco –que para ellos sería la de verdad– en la que se impusiera su modelo político, se garantizara la impunidad por los desmanes que han cometido y se repartieran las culpas entre todos. De esa forma, ETA y Batasuna no serían más culpables que los Gobiernos o los medios de comunicación por lo ocurrido.

Ante ese escenario, el Gobierno español está sometido a múltiples presiones a la hora de determinar la política a seguir. Pesa, y es natural que así sea, la conciencia de la responsabilidad que tiene para conseguir que de la renuncia a la violencia se pase a la desaparición definitiva de ETA sin que haya episodios ocasionales de vuelta atrás. Pero tiene también que hacer frente a las demandas de los partidos vascos para llevar a cabo iniciativas políticas con las que afrontar la situación, cambios que, de momento, afectan a la política penitenciaria.

Hay en la política vasca una obsesión por la necesidad de dar respuesta a los movimientos de ETA, respuesta que siempre se interpreta en el sentido de dar alguna satisfacción o de relajar la firmeza de las políticas aplicadas hasta ahora. Para los nacionalistas, ahora que ha parado ETA, es el momento de aprovechar la ocasión para ir más allá del Estatuto. Antes, con el Plan Ibarretxe, por ejemplo, también se intentó, a pesar de que ETA estaba en activo, pero no salió adelante. Para el PSE habría que resignarse a cambiar el Estatuto, tal vez como única forma de salvar los muebles. Nadie se detiene a pensar que la pacificación consistía en que los terroristas dejaran de pegar tiros y acataran las reglas comunes de los demócratas.

Además, hay prisa, mucha prisa. Apenas han pasado unos pocos meses desde el anuncio de la renuncia al terrorismo y ya se está reclamando el acercamiento de presos, por ejemplo. Ni siquiera parecen dispuestos a tomarse un tiempo razonable para verificar la voluntad de ETA. Incluso en la tregua de 2006, el Gobierno se tomó varios meses para verificar que el alto el fuego era real. Ahora no se ha tenido en cuenta ese plazo de gracia. Ni se quieren escuchar los datos que muestran las investigaciones policiales en el sentido de que ETA conserva su estructura, que realiza actividades para su mantenimiento o que, incluso, ha reclutado nuevos activistas, según constata la policía francesa.

Cuando ETA anunció la tregua de enero de 2011, en el terreno organizativo puso en marcha al comenzar el año lo que llamó “plan estratégico de estructuración”, con el objetivo de fortalecer a ETA y ajustar su estructura a la nueva situación. ETA se planteaba estar preparada para “todos los escenarios”, según especificaba en documentos internos. Los servicios antiterroristas señalan que la actividad interna de la banda no se interrumpió en ningún momento y que continuó realizando las actuaciones necesarias para volver a atentar si se tomaba esa decisión. En el verano del pasado año, incluso, un destacado miembro de la banda fue sorprendido tras realizar en Italia compras de material para la fabricación de artefactos.

Frente a los que tienen prisa, el Estado en el momento actual tiene razones de peso para tomarse las cosas con calma. No es a las instituciones democráticas a las que les apura el tiempo, ni las que tienen urgencia en cambiar la situación de los reclusos. Es a ETA y a Batasuna a quien le pueden urgir esos cambios, pero no al Estado. Son ellos los que tienen prisa por capitalizar el posible final de la violencia. Incluso lo reconocen abiertamente en sus documentos. El texto sobre su línea política para 2012 es claro al respecto:

“A los Estados les interesa que el proceso se desarrolle lentamente e intentarán alargar lo más posible todos los plazos. Con ello, el proceso se desvirtúa, reduciéndose a una salida meramente técnica. Por otra parte, no podemos dejar que el resto de agentes políticos se resitúen en el nuevo escenario. Si les damos tiempo para afianzar sus posiciones


políticas, la izquierda abertzale corre el riesgo de perder la iniciativa política”. (...) “Tenemos que intentar acelerar el proceso, sin dejar que el resto de agentes tomen posiciones” [11].

La izquierda abertzale, al mostrar sus temores, está diciéndonos cuáles son sus debilidades y, al mismo tiempo, cuál es la fortaleza del Estado

Florencio Domínguez Iribarren, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.      El Diario Vasco de 13 de febrero de 1983.

2.      Declaraciones de A. Otegi recogidas en el libro ETApm. El otro camino, de Giovanni Giacopuzzi. Txalaparta, 1997, pp. 254-255.

3.      Declaración de ETA-pm VIII Asamblea Pro-KAS publicada en Zuzen nº 40, de febrero de 1984.

4.      Documento titulado “Euskal Herria hacia su independencia. Proceso democrático. Reflexión sobre la alternativa para la solución democrática del conflicto político y para el reconocimiento de Euskal Herria”. Conocido como Prodem. Agosto de 2009.

5.      Documento sin título presentado en el debate interno de ETA desarrollado entre 2007 y 2008.

6.      Boletín Zutabe, número 100, de abril de 2003.

7.      Documento titulado “Evolución del proceso de liberación y situación política. Lectura dinámica de la evolución histórica del proceso de liberación” (2009).

8.      Gara, 11 de noviembre de 2011.

9.      Ídem.

10.    El documento de Batasuna afirma textualmente sobre este punto lo siguiente: “Junto con el final de la confrontación armada, se tienen que iniciar las negociaciones para el desmantela- miento de las estructuras militares de ETA y la retirada de las fuerzas policiales y militares que los Estados tienen en Euskal Herria. Mientras tanto, mediante la presión popular hay que crear precedentes que puedan ser pedagógicos. En los pueblos donde se den las condiciones adecuadas, podemos organizar iniciativas populares amplias que impliquen a otros sectores en la lucha ideológica”.

11.    Documento de Batasuna titulado “Línea política” (2012



Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Capítulo III: Una contribución de la psicología en el camino vocacional

Después del trabajo realizado hasta aquí acerca de la teología y la espiritualidad de la vocación, cabe ahora analizar más objetivamente las ciencias humanas que pueden complementar nuestra reflexión sobre este tema. Es sabido, desde el primer capítulo, que el dialogo vocacional entre el ser humano y Dios se da desde la fe, pero sin nunca renunciar los aspectos antropológicos. En la antropología teológica, que posee una larga tradición en la reflexión sobre el ser humano, hay un esfuerzo de diálogo con una psicología que considera la dimensión trascendental de la persona.

Junto con la antropología y las orientaciones del Magisterio, la psicología ha tenido un papel fundamental en la comprensión de los procesos vocacionales. Cabe resaltar que la relación entre psicología y espiritualidad alcanza una gran amplitud, pero que simplemente se explorarán en este capítulo algunas aportaciones más básicas. De ese modo, será posible comprender mejor la experiencia del discernimiento vocacional desde una perspectiva psicológica.

Al reflexionar sobre la antropología de la formación en el capítulo anterior, quedó clara la importancia de la dimensión humana y la dinámica del proceso vocacional que aportan las cuestiones a ser asimiladas por la persona llamada. La Iglesia los identifica como la recta intención, la libertad y las cualidades y actitudes vocacionales. Ellas «se identifican con la madurez humana suficiente a varios niveles fundamentales: el aspecto físico y la salud, el equilibrio psíquico, el carácter y la personalidad, la afectividad y la inteligencia» [1]. Es decir, asume la persona integralmente en una clara convergencia entre lo teológico espiritual, antropológico y psicológico. Así, este capítulo buscará una reflexión sobre la vocación dentro de un marco interdisciplinar.

Asimismo, el camino aquí propuesto intentará recoger elementos importantes de la vocación desde la psicología. Estos serán requisitos complementarios, que ayudarán en una comprensión más completa del candidato y su proceso de discernimiento vocacional. A la luz de la antropología vocacional elaborada por Luigi M. Rulla [2], este camino vocacional tomará una forma y un sistema más claros, que abordarán muchos elementos ya trabajados ampliamente en anteriores capítulos. Para que este itinerario alcance su objetivo, será importante en primer lugar retomar de modo más sistemático los criterios eclesiales de la vocación que ayudan en un estudio más objetivo del proceso.

No obstante, en un sistema humano bastante complejo, que no puede obviarse, es necesario comprobar la idoneidad de los candidatos en la admisión al seminario y a las órdenes, como bien expresa el Código de Derecho Canónico (CDC): «solo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del superior mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen una fe integra, están movidos por recta intención (…)» [3]; y dejan claros los elementos objetivos con los cuales la autoridad responsable debe discernir la vocación. Como ya se ha señalado diversas veces en el capítulo anterior, la madurez humana es fundamental para toda decisión vocacional y aquí es asumida como uno de los principales objetivos de la vocación sacerdotal [4], pues ella posibilita la integración del crecimiento humano y espiritual.

Con eso, la doctrina de la Iglesia y su legislación han ofrecido criterios como la recta intención, la plena libertad y la idoneidad, que ayudan en la importante tarea de comprender la llamada. Tales criterios son objetivos evaluables, y permiten así a la Iglesia y al candidato reconocer cuidadosamente las señales que indican o no la vocación. De este modo, se abrirá un camino que une vocación y psicología y aborde entre otros aspectos el discernimiento y la teoría de la autotrascendencia de Rulla.

1.    Los criterios eclesiales como señales vocacionales

La Iglesia, como mediadora de la llamada divina, tiene la misión de discernirla y exigir en los candidatos unas determinadas cualidades que la sostienen en su camino. Ella debe conocer, comprobar y juzgar la idoneidad, puesto que se trata de un ministerio público y social que ejerce en nombre de ella. Solo así podrá garantizar la dignidad y eficacia del servicio que quiere prestar al Reino de Dios. Por ello, ofrece criterios vocacionales que deben ser aclarados y asumidos como partes fundamentales del proceso de discernimiento vocacional.

Consciente de la dimensión eclesial de la vocación y de todo trabajo dispensado por la Iglesia en objetivar los criterios vocacionales, este primer apartado buscará favorecer por medio de ellos el discernimiento vocacional que es no solamente personal, sino también eclesial. De este modo, se analizan de forma más completa las vocaciones de especial consagración. En síntesis, esta primera parte del capítulo se ha basado en criterios de la vocación en los que se expresa una profunda antropología y psicología.

1.1.  La recta intención

La recta intención como uno de los primeros principios que conducen al candidato a la vocación sacerdotal es fundamental en el proceso de discernimiento vocacional. En ella se evidencia la firme voluntad del candidato ante la gracia vocacional, que le pide una entrega libre y absoluta al Señor, orientada hacia el Ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural. Estos aspectos fundamentales ofrecen los elementos que autentican el discernimiento vocacional.

En este sentido, es importante distinguir si la intención vocacional del candidato es recta, es decir, si está basada esencialmente en el amor a Dios y en el servicio al Reino y al prójimo, o si hay otros elementos a ser conocidos y purificados. En esta vocación no pueden existir otros fines no trascendentes, por más bien intencionados que sean. Para entender mejor la importancia de esta señal vocacional indispensable, Luis María García Domínguez considera la recta intención o recta voluntad [5] como una «voluntad firme y pronta para aceptar consagrarse para siempre al Señor; el interés y la inclinación auténticos y orientados hacia el ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural son los dos elementos esenciales de la rectitud de intención» [6].

Con eso, la recta intención se vincula con la necesidad de conocer lo máximo posible sobre el significado y sentido de la vocación presbiteral y sus implicaciones para que, por medio de este conocimiento, el candidato pueda elegir libremente lo que se pretende. Además de esto, esta recta intención debe estar en una profunda conexión con la vida práctica y ser asumida por el candidato de modo existencial. De forma consciente acerca del largo proceso para alcanzar la recta intención en el candidato, se abre desde el principio un horizonte de purificación de las intenciones durante la formación inicial.

Ante la complejidad de las operaciones humanas que pueden ser conscientes o inconscientes, no siempre es posible que el candidato conozca y, por lo tanto, exprese totalmente sus intenciones. Por eso, se debe resaltar la extrema importancia de conocer y complementar el discernimiento con algunos elementos psicológicos, para no condicionar la decisión vocacional, sino ofrecer herramientas para una elección más auténtica e integral. En este sentido, José San José Prisco indica:

«Como criterio subjetivo, la recta intención hace referencia a la voluntad de querer abrazar al sacerdocio y a la capacidad de autodeterminación personal de cara a la opción donde el sujeto expresa con autenticidad las motivaciones que le impulsan a elegir el camino del sacerdocio. El problema para los formadores se plantea cuando se hace necesario escrutar los factores inconscientes o subconscientes que pueden ser condicionantes o incluso determinantes de la opción vocacional» [7].

Asimismo, prosigue con algunos indicadores de la recta intención que revelan una suficiente consistencia vocacional en el candidato y se refiriere al:

«Recto conocimiento de lo que significa el ministerio ordenado; capacidad para integrar las propias necesidades dentro de los valores y actitudes vocacionales; coherencia entre pensamiento, voluntad y acción; defensa de los principios con flexibilidad y sin agresividad; inclinación al amor altruista y al servicio desinteresado; confianza fundamental en los otros y en sí mismo; interiorización real de los valores vocacionales específicos del ministerio ordenado» [8].

1.2.  La plena libertad

Otra señal vocacional como criterio eclesial es la libertad plena tan necesario para los quien entran en el proceso de discernimiento vacacional, pues:

«Muy unida a la recta intención, la libertad ha sido considerada tradicionalmente como pre-requisito para una verdadera decisión humana. Además de la ausencia de violencia externa o miedo grave invalidante, la libertad se identifica con la capacidad de autoposesión y de autonomía manifestada en una actuación que se responsabiliza de las propias opciones. Desde la fe, además, se comprende la realización personal como autodonación al estilo de Jesús que vivió su libertad, paradójicamente, como Siervo» [9].

El ejercicio de la auténtica libertad sitúa al candidato ante la responsabilidad de elegir entre su vocación y su modo de ser en el mundo, respondiendo así existencialmente a la llamada; es decir, una respuesta responsable y libre que no niega la individualidad del sujeto, sino que lo convierte en una persona dotada de plena libertad ante Dios, ante a sí misma, el mundo y los demás.

Para acercarse del grado interno del candidato, el discernimiento tiene su referencia principal en la libertad de Jesús, que es una libertad entregada (Jn 10, 17-18) y totalmente fundamentada en la obediencia filial (Flp 2, 6-11). Esta libertad cristocéntrica es dinámica y posee un sentido, pues es también un “para” en vista a la propia libertad de los candidatos y de los demás. La exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis así explicita la importancia y el largo camino a ser recorrido hacia la verdadera libertad:

«La madurez humana y, en particular, la afectiva exigen una formación clara y sólida para una libertad que se presenta como obediencia convencida y cordial a la “verdad” del propio ser, al significado de la propia existencia, es decir, al “don sincero de sí mismo”, como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal. Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo» (PDV 44).

Solamente dotado de esta libertad responsable, autónoma y obedientemente entregada, es como el candidato está capacitado para discernir, elegir y decidir. Todos los signos que son contrarios a esta libertad como la dependencia, servilismo, desconfianza, pasividad e inseguridad, miedo de la decisión y de las responsabilidades, paternalismo, violencia, extrema rebeldía, etc., necesitan ser purificados en la libertad jesuánica que compromete toda la estructura humana, espiritual y psicológica de la persona. Indicadores de la libertad interna serían, por tanto:

«Capacidad para elegir y decidir; personalidad definida, propia y original; autonomía de criterios frente al ambiente; consciencia de los propios actos y responsabilidad; capacidad de entrega desinteresada y voluntaria; obediencia cordial y respuesta a las normas y a los formadores» [10].

1.3.  La idoneidad

Esta última señal vocacional es un criterio objetivo que debe ser reconocido en el candidato por la autoridad eclesial y se relaciona con la madurez humana, la salud física, las dotes intelectuales, la madurez afectiva y sexual y las dotes humanas-morales. Estas son, en general, el conjunto de cualidades especificadas como aptitudes idóneas para la vocación. En el proceso vocacional es muy importante que el candidato refleje en su vida la recta intención y libertad; y esto se consigue desde las cualidades encarnadas y asumidas por la persona, necesarias para la vocación y misión, que requieren una madurez necesaria:

«Capacidad de participar y de interesarse por las cosas que están fuera de uno mismo; capacidad para dedicarse a intereses y actividades diversos, para proyectarse en el futuro; relación profunda, cálida y personal con los demás y consigo mismo; aceptación de sí mismo o seguridad emotiva en todas las manifestaciones de su vida, dificultades, contratiempos, inseguridades; objetivación de sí mismo, introspección y autoconocimiento, capacidad de autocriticarse y capacidad de humor; filosofía de la vida capaz de dar a la existencia un significado y empeñarle en la acción» [11].

Los documentos de la Iglesia, principalmente a partir del Concilio Vaticano II, presentan diversas nociones sobre la madurez humana. Habla de la madurez en el celibato (OT 10), en su relación con la dimensión intelectual (OT 11). Pastores Dabo Vobis habla de la madurez humana [12], cristiana y sacerdotal [13]; afectiva y sexual [14], pero por su complejidad no ofrece una clara definición. Entre tanto, en síntesis, asume esta cualidad como fundamento de la idoneidad y la entiende [15] como «tensión dinámica y creativa, estado suficiente de diferenciación e integración somática, psíquica y mental, que dispone a la persona para desempeñar las tareas que ha de afrontar en un momento determinado y para hacer frente a las demandas de la vida» [16].

Esta comprensión de madurez humana integra la salud física y mental que se relaciona con la salud del cuerpo y de la mente de los candidatos; requisitos importantes para el ejercicio del Ministerio en su dimensión sacramental, pastoral y de gobierno. El mínimo exigido desde la legislación es que haya una normalidad conforme a la edad del candidato, es decir, «adecuado desarrollo anatómico-fisiológico, salud en el momento actual suficientemente buena y la ausencia de enfermedades crónicas o predisposiciones congénitas familiares» [17], como se presenta más detalladamente en los indicadores a seguir:

«En el nivel físico: desarrollo anatómico-fisiológico normal; salud actual suficientemente buena sin aparición de enfermedades crónicas; ausencia de predisposiciones congénitas familiares: alcoholismo, sida, drogodependencia. En el nivel psíquico: uso de razón suficiente para percatarse de lo que significa ordenarse; capacidad de juicio crítico, de razonamiento lógico, de comprender, de discriminar, de conocer; ausencia de trastornos aparentemente leves, pero rebeldes a los cuidados médicos: dolores de cabeza persistentes, insomnio, enuresis, manifestaciones hipocondriacas» [18].

La ausencia de cualidades psíquicas en el candidato que afectan a su consciencia y libertad son seguramente impedimentos para la vocación presbiteral. Esta compleja estructura requiere una adecuada investigación del candidato: «Sobre el ambiente familiar y sobre la historia completa de la persona, incluida la historia de posibles influencias y manifestaciones psicopatológicas; de ahí la conveniencia de acudir a expertos en el campo de la psicología para ayudar al juicio de la autoridad eclesial sobre la aptitud para el Ministerio» [19].

La aptitud intelectual está en función de la vocación y del Ministerio que va a ser asumido; es decir, es necesario que el candidato sea capaz de conocer integralmente la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias, que tenga una preparación doctrinal sólida y exigente, y que dé respuesta a los retos que se presentan constantemente en la tarea evangelizadora y una inteligencia práctica que le posibilite salir airoso de problemas concretos [20]; además de otros indicadores como:

«(…) disponibilidad para el estudio, la interiorización y elaboración de los propios conocimientos; posesión de ideas propias y capacidad de comunicarlas a otros; disponibilidad para asimilar las ideas de los otros; conocimiento integral de la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias; inteligencia práctica para la vida y sentido común; preparación académica necesaria (canon 1032)» [21]

Como ya se ha señalado en Optatam Totius, la dimensión intelectual debe ser ordenada para que los candidatos adquieran la debida madurez humana (Cf. OT 6). A su vez, «la madurez intelectual solo se logra plenamente cuando se integra en el conjunto de una persona madura» [22].

La madurez afectiva y sexual [23] es fundamental en la estructura de la personalidad, pues se relaciona con el libre autocontrol, identidad e integración del yo, adaptación a la realidad, relaciones maduras, apertura y presencia de los valores, con la «capacidad de establecer relaciones recíprocas de amor con otros; autocontrol y autodisciplina, sometiendo el instinto a la razón; actitud serena ante la mujer y equilibrio en el trato; ausencia de contraindicaciones absolutas (hechos graves relacionados con la castidad: abuso de menor, violación, relaciones homosexuales)» [24]. Así pues, con la capacidad de amar:

«La integración de la sexualidad aceptada plenamente en el amor posibilita la opción por el celibato como entrega total de la persona al Señor y al servicio del Reino, entendido no como una carga para los demás, a la vez que produce un amor afectivo y maduro que, procediendo de Dios y aceptado por el hombre, envuelve la vida entera y el Ministerio pastoral» [25].

Por último, se analizarán las dotes humano-morales como parte de las señales vocacionales que aporta el criterio de la idoneidad. Para que el candidato sea una persona virtuosa, estas dotes pasan por las «virtudes cardinales y morales inspiradas en la verdad, la bondad, la lealtad, la fidelidad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la cortesía y la jovialidad». Para que una persona sea madura moralmente necesita cultivar actos y hábitos virtuosos:

«Moderación del propio temperamento, de la locuacidad, el nerviosismo o la irritabilidad; reciedumbre o fortaleza; renuncia a la comodidad y a la satisfacción inmediata; sinceridad y autenticidad, huyendo de cualquier forma de simulación o hipocresía; preocupación por la justicia, derechos y dignidad de las personas; fidelidad en las promesas y cumplimiento de la palabra dada; recto modo de juzgar las personas y los acontecimientos; prudencia y discreción; facultad para tomar decisiones ponderadas; educación y buenas costumbres; capacidad para vivir en comunidad, comunicarse y entregarse a los demás; actitud correcta frente a los bienes materiales» [26].

En la respuesta del ser humano a Dios en el proceso vocacional, es de fundamental importancia considerar la madurez humana-espiritual del candidato que acontece en un itinerario donde se entrelazan la gracia de la vocación y la tarea del ser humano en discernirla y avanzar hacia una respuesta más plena. Sin embargo, no se puede olvidar que esta respuesta siempre es aceptada positiva y negativamente por estructura humana y psíquica de la persona, e influye así en su desarrollo integral.

En resumen, la aptitud canónica y ausencias de impedimentos eclesiales, la madurez física y médica con ausencia de enfermedades físicas y psíquicas, la madurez intelectual, la madurez afectiva y social, la madurez ética, la madurez cristiana y vocacional, etc., deben ser consideradas cuidadosamente como criterios esenciales de madurez vocacional. Existen diversas aportaciones sobre la madurez humana y los criterios para identificarlas, como la de Martin Seligman que ofrece categorías de la persona positiva y resistentes en clave de fortalezas: cognitivas, emotivas, interpersonal, social, pulsional y apertura a la trascendencia [27], que mucho interesa a la madurez cristiana vocacional.

Otro autor reflexiona sobre la madurez espiritual destacando «la experiencia viva, fundante, el discernimiento, la totalización de la persona en Cristo y la caridad ágape» [28]. Por último, se presentan las claves o vectores de la madurez del profesor A. Vásquez en relación con la formación del candidato a presbítero, que une la perspectiva humana con la del Magisterio. Son los vectores afectivos, mentales y dialógicos, sociales, éticos y religiosos:

«El vector afectivo deberá ir creciendo desde la tendencia narcisista infantil hacia el amor de entrega. El mental y dialógico se desarrolla pasando del egocentrismo a la empatía. El social acontece del paso del mundo del juego al mundo del trabajo. El ético implica la transformación de la amoralidad en una consciencia moral desarrollada y el religioso recorrerá el camino de la arreligiosidad al teocentrismo» [29].

El camino recorrido hasta aquí por los criterios eclesiales son etapas necesarias para el discernimiento vocacional. La vocación esencialmente se sostiene por dos pilares que son: la llamada de Dios y la respuesta del ser humano. No obstante, sería bastante reduccionista cerrar el ciclo vocacional con este binomio, pues entre el don de la llamada y la tarea de responderla surge una cadena de elementos, algunos ya comentados y otros que todavía necesitan ser analizados en profundidad, como por ejemplo la dimensión psicológica de la vocación, que será estudiada en sus diversos elementos.

2.    El proceso antropológico del discernimiento hacia una psicología

Desde los elementos objetivos y subjetivos que constituyen la vocación (Dios, la persona llamada y la comunidad eclesial), fue posible a la luz de la Revelación (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los documentos de la Iglesia avanzar en un discernimiento vocacional cada vez más integral, que considere la actuación de Dios y las operaciones naturales de la persona. En este sentido, es importante partir «siempre de la visión antropológica cristiana, que concibe a la persona humana como un ser en diálogo con su Creador, un diálogo que se establece desde su creación por amor y que se prolonga por parte de Dios a lo largo de toda la vida» [30]. Un coloquio vocacional que implica cambio de vida, decisión libre del sujeto y de la Iglesia.

Con eso, se torna necesaria la tarea de ir entendiendo y objetivando cada vez más el discernimiento vocacional, su esquema antropológico y su relación con la psicología. Tras la definición de discernimiento, García Domínguez en su libro Discernir la llamada escribe que solo se llega al necesario juicio «mediante el empleo de operaciones mentales complejas que se requieren para captar la realidad, detectar las propias reacciones emotivas y racionales a dicha realidad y ponderar las cosas a partir de criterios adecuados» [31]. Así, el discernimiento vocacional y espiritual, también en la definición ignaciana [32], moviliza operaciones internas y externas del ser humano, reflejando así la dimensión antropológica del discernimiento.

Para llegar a la decisión vocacional personal, el candidato pasa por procesos de deseos emocionales y racionales, sintetizado en el esquema: «percepción, emoción, pensamiento, juicio, decisión y acción» [33]:

«El proceso de la decisión se inicia siempre con un “deseo emotivo” al cual puede seguir sucesivamente el “deseo racional”. El primer impacto con la realidad es siempre emotivo. Aquello que nos toca y nos envuelve antes es sentido y después eventualmente razonado. Hay, por tanto, interacción entre afectividad y racionalidad» [34].

Con este mismo esquema es posible dinamizar el proceso de elección vocacional del candidato al presbiterato y a la vida consagrada que se sostiene en la capacidad humana de autotrascendencia. Esta es importante para discernir la llamada y ayuda a tener más claridad acerca del proceso vocacional y sus etapas, que son: «el surgimiento de la vocación, el discernimiento vocacional, el examen de la vocación, la elección y la aceptación y respuesta a la vocación» [35].

La vocación surge de la llamada divina. Esta primera etapa es «una fase de la clarificación y objetivación, en la que tendría que darse una cierta connaturalidad en el candidato (la vocación encaja en cierto modo con su persona) y una primera coherencia (la vocación va integrándose con la respuesta en la vida concreta)» [36]. El discernimiento vocacional pasa en este momento por un análisis y sistematización de los datos vocacionales. En esta etapa, «el candidato siente mociones, agitaciones, confirmaciones, reflexiona con las razones que encuentra y la referencia a los valores en que cree sobre el conjunto de los datos (objetivos y subjetivos); y emite un primer juicio, que considera tanto las mociones como las razones» [37].

Después viene la tercera etapa, que es el examen de la vocación donde el candidato es examinado y «el protagonismo lo asume la mediación eclesial» [38], seguida de la etapa de la decisión del candidato, siempre «en función de las razones y de las mociones espirituales de todo el proceso anterior, incluido el examen. Es el sí personal a la llamada de Dios reconocida y confirmada en las mociones exteriores e interiores, objetivas y subjetivas. Es la decisión libre y razonada, tomada ante sí» [39]; y finalmente, la aceptación de la vocación por parte de la autoridad eclesial y la respuesta del candidato, que se traducirán en la vida concreta en la formación.

2.1.  La decisión y sus motivaciones

En este apartado sobre los importantes elementos de la decisión y sus motivaciones presentes en el proceso vocacional, cabe resaltar el siguiente texto de la Antropología de vocación cristiana (AVC) de Rulla como punto de partida para captar mejor la importancia y profundidad en esta reflexión:

«Dios llama a lo profundo de nuestro ser, a nuestro “corazón”, a la libertad para la autotrascendencia del amor. Esta “llamada” afecta a la parte más íntima de nuestro ser, no sólo porque esta sea el resultado del amor de Dios, de su Espíritu versado en nuestro corazón, sino también porque esta corresponde a las aspiraciones más profundas del ser humano; de hecho […] la libertad y la autotrascendencia, como presupuestos y fundamentos del amor, son los deseos más fundamentales que motivan nuestro ser. Por eso existe una convergencia providencial las aspiraciones del hombre y la llamada de Dios, entre los componentes, las disposiciones antropológicas y los componentes, las apelaciones teológicas de la vocación cristiana, entre los anhelos humanos y las invitaciones divinas» [40].

Estos son presupuestos indispensables para que se realice la dinámica vocacional del discernimiento en la vida del candidato. La decisión humana es una etapa fundamental del proceso de discernimiento vocacional, que debe estar relacionada con una respuesta libre y madura dada por el candidato a la llamada divina. La dinámica de esta decisión debe sostenerse en la verdadera motivación que lleva a la persona a decidir, y esta decisión proviene de sus necesidades o de sus valores:

«Estas dos tendencias innatas correspondientes a las categorías de importancia motivacional se pueden dominar valores y necesidades. Los valores son las tendencias innatas a responder a los objetos en cuanto son importantes en sí mismos; las necesidades, por el contrario, son las tendencias innatas que se refieren a los objetos en cuanto son importantes para la persona (…). Los valores preceden y están en relación con la valoración reflexiva, con el deseo racional que nos lleva a la autotrascendencia; mientras que las necesidades preceden y están en relación con la valoración intuitiva que nos puede llevar hacia lo que no es agradable y nos satisface» [41].

En este sentido, la decisión humana es el resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales. Las necesidades, por ejemplo, se relacionan con diversas dimensiones de la estructura psíquica, como la fisiológica, social y racional. Estas poseen características propias y no se refieren solamente a las carencias, también aluden al crecimiento de la persona. H. A. Murray ha podido agruparlas y señalarlas de acuerdo con su significado para las personas. Las presenta como:

«[…] adquisición, afiliación, agresividad, aprobación social (consideración), autonomía, ayuda a los demás, cambio (novedad), conocimiento, dependencia afectiva, dominación, estima de sí, evitar el peligro, evitar la inferioridad y defenderse, exhibicionismo, excitación (sensibilidad), éxito (triunfo), gratificación erótica, humillación (desconfianza de sí), juego, orden (necesidad de significado), sumisión (respeto), triunfo (éxito) y reacción» [42].

Por otra parte, en relación con los valores, los investigadores Cencini y Manenti abordan esta motivación desde dos valores (finales e instrumentales), que también se pueden relacionar con el proceso vocacional: «finales (terminales), que se refieren al fin último que se quiere alcanzar en la vida; instrumentales, que se refieren a los modos de actuar necesarios si se quiere lograr ese fin último» [43]. Para que la decisión vocacional acontezca con la deseada madurez, debe ser asumida desde una auténtica experiencia de discernimiento que analiza si la motivación del candidato está realmente basada en valores autotrascendentes, que conducen al fin último por medio de la vocación de especial consagración.

Sin los valores autotrascendentes y evangélicos, la vocación cristiana no puede sostenerse, pues la decisión vocacional está relacionada fundamentalmente con estos valores que deben ser proclamados, conectados con los deseos y experimentados en la vida cotidiana. Estos conducen a los candidatos hacia una respuesta a Dios, que se unen a un proceso de configuración de la persona a Cristo. Jesús es la referencia central de estos valores, que primero fueron proclamados y vividos por Él. Una vez trazado este camino de la decisión vocacional, se puede afirmar que no es fácil llegar a una decisión plenamente libre, principalmente cuando se es consciente de que las motivaciones pueden proceder de la naturaleza física, de los impulsos interiores, del ambiente, de las opiniones de los demás y de la propia cultura.

En una decisión, el necesario discernimiento va acompañado de la conversión y sus efectos sitúan al candidato en la dinámica de los valores autotrascendentes. Según Lonergan, en una decisión humana y vocacional caben tres tipos de conversión: la intelectual, la moral y finalmente la religiosa, que deben ser bien entendidas y siempre puestas en relación:

«La conversión intelectual es una clarificación radical y, en consecuencia, la eliminación de un mito extremadamente tenaz y engañoso que se refiere a la realidad, a la objetividad y al conocimiento humano (…). La conversión moral lleva a uno a cambiar el criterio de sus decisiones y elecciones, sustituyendo las satisfacciones por los valores (…). La conversión religiosa consiste en ser dominados por el interés último. Es enamorarse de lo ultramundano. Es una entrega total y permanente de sí mismo, sin condiciones, ni cualificaciones, ni reservas (…)» [44].

Rulla, a su vez, ofrece una importante contribución en relación con los valores autotrascendentes de amor y de la fe, que son fundamentales motivaciones humanas válidas para el proceso vocacional. A la luz de la concepción de autotrascendencia de Lonergan, se presenta este valor en tres etapas distintas: don de Dios, aceptación de los valores e integración de estos. La primera es entendida como gracia divina derramada en el corazón humano para cambiarlo. Esta es la fuente de los valores autotrascendentes que atrae al hombre hacia la unión con Dios y que requiere una gran responsabilidad y libertad. En el segundo momento se emiten juicios sobre los valores autotrascendentes:

«Finalmente, en el tercer momento se deben integrar todos estos nuevos valores con el resto de nuestra persona, de nuestra vida. Es el momento de la decisión y de acción; es el momento de la “opción fundamental” (u opción vital) del sujeto existencial, cuando es llamado por Dios. Si la persona no rehúsa, que se comparte el don del amor recibido por Dios, surgen los frutos del Espíritu (Ga 5, 22) que se manifiestan en actos particulares de paciencia, benevolencia, bondad, mansedumbre, dominio de sí (…). Es la fe que actúa a través del amor» [45].

Estas importantes aportaciones sobre la decisión y la motivación presentes en el proceso vocacional suponen un preámbulo general en la teoría de la autotrascendencia que será presentada a continuación. La decisión y motivación vocacional deben estar necesariamente relacionadas con la autotrascendencia, que conduce a la persona a la gracia de Dios, para asumir un camino de madurez y responder mejor a la llamada.

3.    La teoría de la autotrascendencia en la consistencia en el camino vocacional

3.1.  Bosquejo histórico de Luigi M. Rulla

El autor que elaboró la teoría que se presentará a continuación es Luigi M. Rulla (1922-2002). Nació en Turín (Italia) y obtuvo el Doctorado en Medicina por la Universidad de Turín. A los 32 años, siendo ya cirujano, entró en la Compañía de Jesús, cursó estudios de Filosofía y Teología como parte de su formación religiosa, se especializó en Psiquiatría en Canadá y obtuvo el Doctorado en Psicología en la Universidad de Chicago.

Rulla fue profesor y el principal fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, creada en 1971. El nacimiento de este instituto fue el resultado en parte de la experiencia de las investigaciones en el área de Psicología, principalmente al investigar empíricamente sobre el fenómeno de las crisis vocacionales tras el Concilio Vaticano II.

La situación de los sacerdotes y religiosos en la década de los años sesenta del siglo XX y los documentos del Vaticano II sobre la formación sacerdotal y religiosa fueron marcos importantes en la investigación de Rulla. Él investigó detenidamente este momento de crisis, en que las estructuras externas perdieron su seguridad, siendo necesario pasar a una vivencia de los valores internos. Solamente así, los sacerdotes y religiosos estarían más preparadas psicológicamente y espiritualmente, con el fin de abrirse al diálogo con el mundo, sin que sus estructuras internas se debiliten. Estos datos son fundamentales para una mejor comprensión de Rulla y su investigación.

Para su investigación, Rulla toma como fuentes a los religiosos y seminaristas en su formación inicial, así como a estudiantes laicos de Estados Unidos. Con ellos utiliza una infinidad de recursos como entrevistas, exámenes y cuestionarios para estudiar el proceso psicosocial de base en la decisión de la vocación sacerdotal o religiosa, la perseverancia y el abandono de esta. De esta manera, comprobó que la decisión de entrada, perseverancia y salida estaban significativamente influenciadas por motivos inconscientes.

Para una mejor sistematización de sus trabajos, formuló en primer lugar la teoría de la autotrascedencia en la consistencia, pasando enseguida a la antropología de la vocación cristiana. El enfoque psicológico de los primeros escritos fue complementado por una visión teológica y filosófica de la vocación cristiana. El resultado fue un estudio interdisciplinar, que culminó con una teoría integral de la personalidad humana.

Además de su formación, los autores citados en sus obras reflejan su pensamiento en las conexiones interdisciplinares, como filosofía y teología, psicología social, psicología dinámica, etc. Para este trabajo en particular interesa conocer desde el punto de vista teológico las citas del Concilio, de los diversos papas y de los autores que investigan sobre la teología [46] y la filosofía [47].

3.2.  La autotrascendencia en la consistencia

En este apartado presentaremos algunos aspectos de la teoría de la autotrascendencia en la consistencia de Luiggi M. Rulla, que en síntesis consiste en la búsqueda continua de la superación del yo-actual como camino de la realización del yo- ideal, a través de la interiorización de los valores trascendentes. Esta será un referente para ayudar a sistematizar los diversos elementos del proceso del discernimiento vocacional en diálogo con la psicología. Rulla, apoyado en la antropológica cristiana, propone que el ser humano está radicalmente abierto a la autotrascendencia. En este sentido, hay una búsqueda natural por un sentido, por una respuesta a la llamada que trasciende del propio sujeto, confluyendo así a la gracia de la vocación con las disposiciones y aspiraciones profundas del hombre [48].

A la luz de la reflexión de B. Lonergan, Rulla apunta algunas razones de ese itinerario para la autotrascendencia que, como ya se apuntaba anteriormente, transcurre por la conversión en el nivel intelectual, moral y religioso. Esta teoría parte fundamentalmente de la idea de que el espíritu del hombre, su mente y su corazón se constituyen en una fuerza activa para la autotrascendencia. El hombre posee esa fuerza intrínseca que puede ser verificada a través del método trascendental de Lonergan, constituido por los cuatro niveles de operaciones denominados de nivel empírico, intelectual, racional y responsable, [49] que influyen en el proceso vocacional.

Estos cuatro niveles de operaciones humanas conducen a la trascendencia, pues existe en el hombre un proceso ontológico de desarrollo, cuyo objetivo es la autotrascendencia del amor, así definida por Rulla:

«Finalmente en la autotrascedencia del amor, el aislamiento del individuo se rompe y él funciona no sólo para sí mismo sino también para los otros. La capacidad se hace actualidad; el amor inviste nuestro discernimiento de valores, nuestras decisiones, y nuestras acciones. Hay diferentes tipos de amor. Está el amor hacia objetos finitos, o hacia personas humanas, como aquel por el marido o la mujer o los hijos; está el amor por la humanidad que se dedica a obtener el bienestar humano local, nacional o globalmente; finalmente existe el amor, don del amor de Dios, que no es de este mundo porque no admite condiciones o cualificaciones o restricciones o reservas» [50].

La autotrascendencia se da en la persona en su totalidad. Por eso, la persona responde a la llamada dotada de libertad. En la definición de autotrascendencia, se encuentran implícitamente las estructuras y contenidos del yo. Desde el punto de vista de la estructura del yo, estos pueden ser yo-ideal y el yo-actual. El yo-ideal «está constituido por los ideales institucionales y personales, y el yo-actual está constituido por el yo- manifiesto, por el yo-latente y por el yo-social» [51].

Los principales contenidos del yo son los valores [52] las necesidades y las actitudes específicas. Los valores atraen la persona para actuar:

«Son ideales durables y abstractos que se refieren a la conducta actual o al objetivo final de la existencia. En cuanto ideales durables, se diferencian de los simples intereses […] En cuanto ideales abstractos, se diferencian de las normas en que no dicen inmediatamente “qué” hacer sino “cómo” ser: no llevan a un comportamiento, sino a un estilo de vida» [53].

Hay una autotrascendencia del amor propia de la vocación cristiana que solo puede ser comprendida desde los valores autotrascendentes finales, como la unión con Dios, el seguimiento a Cristo y los instrumentos que ayudan a alcanzar ese fin. Para la teoría de la autotrascendencia en la consistencia, los valores centrales de la vocación cristiana corresponden con la estructura de esta vocación como diálogo con Dios en Cristo, que pueden ser resumidos en la búsqueda de la unión con Dios en el seguimiento de Cristo y en todos los valores revelados por Cristo, en línea con las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). La autotrascendencia cristiana comprende todos los valores religiosos y morales que forman parte de esta vocación [54]. Tales valores de autotrascendencia teocéntrica son importantes por sí mismos. Estos tienen una función teleológica de la vida como vocación.

Así, el sujeto es influido por los valores naturales, trascendentes y ambos en conjunto. Los naturales están más relacionados con la sensibilidad y se relacionan de modo más especial con la niñez. En la etapa más madura de la persona, la referencia pasa a ser naturalmente los valores morales, éticos y religiosos, que implican el ejercicio de su libertad cuando se relacionan con la autotrascendencia. Los valores cuestionan al sujeto humano y le plantean preguntas en relación con el sentido último de la vida, como, por ejemplo, en relación con la vocación.

Las necesidades son «tendencias innatas a la acción que derivan de un déficit del organismo o de potencialidades inherentes al hombre, que buscan ejercicio o actualización» [55.] En el yo-actual, además del comportamiento habitual, se comprenden las necesidades conscientes e inconscientes. Estas son predisposiciones para la acción que dependen de la propia naturaleza orgánica, emotiva y espiritual de la persona humana. Para entender mejor este contenido del yo, Cencini aclara que la necesidad:

«Puesto que no tiene una dirección de recorrido, se puede expresar en formas infinitamente diferentes, se deja plasmar por las situaciones y por el aprendizaje, como también por los procesos de elaboración cognitiva (deseo racional). En otras palabras, el hombre no está necesaria y automáticamente predeterminado en su actuar por sus necesidades: entre estas y la acción hay un intervalo ocupado por decisión de actuar» [56].

El último elemento del contenido del yo son las actitudes específicas. Luis María García Domínguez recoge de Allport su definición: «es un estado mental y neurológico de prontitud a responder, organizado por medio de la experiencia, y que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la actividad mental y física» [57]. La actitud se relaciona con las necesidades y los valores, pues son dos fuerzas motivacionales o fuentes de energía para la persona y constituyen las tendencias a la acción donde pueden concretizarse y expresarse. Las actitudes tienen una naturaleza ambivalente cuando es capaz de inspirar o satisfacer tanto en una como en otra [58]. Asimismo, las actitudes pueden ejercer posibles funciones: «función utilitaria del yo, función defensiva del yo, función expresiva de los valores, función de conocimiento» [59]. Las actitudes, así como los valores, son tendencias para la acción, pero más específicas y más numerosas que los valores y desarrollan una función expresiva. Por lo tanto, el yo-ideal está constituido por un conjunto de valores y de actitudes propias de cada persona.

Estos contenidos del yo, en relación con los valores autotrascendentes, suponen una tensión dialéctica, que en la teoría se denomina «dialéctica de base» [60] entre el yo- ideal y el yo-actual. Como ya se ha analizado anteriormente, el yo-ideal comprende los ideales que la persona elige por sí misma; es decir, aquello que desearía ser o hacer; el yo-actual corresponde con la realidad de la persona como es ahora. Mismo con todo empeño del sujeto en vivir tales valores, ni siempre es posible vivirlos con una profundidad y consistencia.

3.3.  Consistencias e inconsistencias

Las consistencias e inconsistencias se encuentran entre las principales dialécticas del yo. Consistencia es «una situación interna y profunda de armonía entre las estructuras del yo y los componentes correspondientes» [61]. En este sentido, una persona es consistente «cuando está motivada en su actuación, a nivel consciente o inconsciente, por necesidades que están de acuerdo con los valores; en cambio, es inconsistente cuando está motivada por necesidades (inconsistentes) que no están de acuerdo con los valores» [62].

Como se puede observar con esta definición, las consistencias e inconsistencias están en relación con los valores, necesidades y actitudes de la estructura humana y revelan que el mismo sujeto, que tiene esa capacidad de autotrascender, está también limitado en la consecución de su autotrascendencia. Hay en él una dialéctica de base, una oposición entre su tendencia hacia la autotrascendencia ilimitada y la propia limitación, muchas veces constituidas por un desacuerdo entre el yo-ideal y el yo-actual.

Desde el entrelazamiento de los valores, actitudes y necesidades, Rulla elabora en su teoría cuatro tipos de consistencias o inconsistencias psíquicas: consistencia social, consistencia psicológica, inconsistencia psicológica, inconsistencia social: «Los dos tipos más claros (la consistencia social y la inconsistencia social) constituyen los dos extremos de un continuum en el que otros dos tipos enmascaran su apariencia y pueden engañar al observador superficial» [63].

La persona madura, según esta teoría, está empeñada en seguir la vocación cristiana y en vivir los valores que corresponden con esta vocación. Sin un empeño personal como respuesta a la vocación que viene de Dios, no existe vocación en sentido efectivo y existencial, pues por medio de estos valores expresa la autotrascendencia, que la persona hace su donación a Dios y al prójimo en el seguimiento de Cristo. En este sentido, las tres dimensiones de la teoría pueden ayudar al candidato en su proceso vocacional.

3.4.  Las tres dimensiones

La primera dimensión tiene como polo positivo la virtud y como polo negativo el pecado; la segunda dimensión tiene el polo positivo, el bien real, mientras que el polo negativo es el bien aparente o del error no culpable; la tercera dimensión, el polo positivo, es la normalidad (en sentido psiquiátrico) y el polo negativo es el de la psicopatología. Las dos primeras dimensiones están abiertas a los valores autotrascendentes; ya la segunda se añaden los valores naturales. Asimismo, son de gran importancia para la vocación a la santidad y eficacia apostólica: «Las tres dimensiones finalmente pueden tener un influjo sobre la libertad del hombre para la autotrascendencia teocéntrica y para la vocación, sea de forma consciente (la primera), de modo subconsciente (la segunda) o de forma patológica (la tercera)» [64].

El ser humano se incluye en cada una de estas tres dimensiones. Una persona plenamente madura refleja los tres polos positivos. Sin embargo, el ser humano suele ser maduro en uno de los polos e inmaduro en los demás. De esto dependerá el modo de ser y existir del sujeto en sus diversas relaciones. El grado de madurez influye directamente en el comportamiento humano, incluso en el modo de responder a la llamada vocacional cristiana y de especial consagración.

En este sentido, la libertad es de fundamental importancia para las tres dimensiones en relación con el proceso vocacional. Tal importancia va al encuentro de la libertad como prerrequisito para una verdadera decisión, como capacidad humana de autonomía y responsabilidad y del valor autotrascendente que tiene referencia en la libertad misma de Jesús ante el mundo y los demás, además, como ya se ha afirmado, del influjo que ella ejerce en las tres dimensiones. Así, en el proceso vocacional es importante favorecer a la libertad en todas las dimensiones, para una vida comprendida a la luz de los valores evangélicos. Cuando eso no sucede, surgen obstáculos a la libertad y consecuentemente para discernir. En este sentido, gran parte de este proceso dependerá de las dimensiones y polos que predominan en la estructura del sujeto condicionando sus interpretaciones y comportamientos.

La interiorización de los valores autotrascendentes y la motivación que brota de ellos es un paso importante en la madurez del sujeto en esta dimensión, donde se armonizan los procesos simbólicos [65] y los ideales buscados por la persona. Así pues, se puede hablar de que hay en la persona una consistencia vocacional, una libertad efectiva, una búsqueda intencionalmente consciente de los valores autotrascendentes y una actuación a la luz de las virtudes; y realiza así de modo más armonioso el encuentro entre el yo-ideal y el yo-actual, entre las necesidades conscientes e inconscientes y los ideales, entre la llamada divina y la respuesta de la persona.

La segunda dimensión está relacionada con el bien real y el bien aparente. La tendencia del ser humano al polo negativo de esta dimensión no puede confundirse con una patología, pues es el hecho de algo malo que se presenta como bien aparente y que conduce al ser humano al engaño. De forma muy distinta funciona la patología que ya se presenta como algo malo. En la segunda dimensión, la libertad y la responsabilidad están limitadas por órganos inconscientes; por eso, lo principal no es la discusión sobre virtud del pecado, el mal moral, sino la armonización en la persona de estas dos fuerzas:

«La segunda dimensión es la que deriva de la acción concomitante de las estructuras conscientes e inconscientes. Más precisamente: esta tiene en cuenta tanto el acuerdo más o menos grande entre el yo-ideal y el yo-actual prevalentemente consciente como la oposición más o menos grande entre el yo- ideal y el yo-actual inconsciente; por tanto, esta dimensión considera cuál es el efecto sobre la libertad para la autotrascendencia resultante del equilibrio entre las fuerzas conscientes e inconscientes» [66].

En esta dimensión, la estructura humana del sujeto es afectada por las necesidades inconscientes motivadas por una búsqueda de sus intereses, que muchas veces conducen al engaño por caminos camuflados. Esta experiencia es muy presente en la vida de la Iglesia, de los místicos, de los que disciernen la vocación y de todas las personas. Para el discernimiento del engaño espiritual, San Ignacio de Loyola llama atención sobre el peligro del engaño espiritual bajo la apariencia de bien, principalmente en el que avanza en la vida espiritual y ofrece las reglas de discernimiento de la segunda semana de los Ejercicios espirituales para el discernimiento del engaño espiritual para combatir el bien aparente.

Como ya se ha señalado, la falta de madurez aquí por definición se debe a la motivación inconsciente, por lo que no es evaluada en términos de virtud o vicio. No obstante, aun no siendo patológico, condiciona la libertad efectiva. La persona inmadura en esta dimensión se inclina por lo que es primariamente de importancia subjetiva; es decir, al bien aparente y de menor importancia. Por eso es necesario detectar estas inconsistencias vocacionales y consistencias defensivas que generan expectativas falsas e irrealistas de llegar a la satisfacción de las propias necesidades. Este es pues un problema muy frecuente en las personas que buscan su vocación, defendiéndose en vez de trascender: solamente una persona madura en esta dimensión puede estar dispuesta a actuar motivada por el bien real y el bien mayor.

En la tercera y última dimensión, «los maduros son los llamados psíquicamente normales, mientras que los inmaduros son los que psíquicamente presentan rasgos de naturaleza patológica y podemos considerar estadísticamente desviados o psicológicamente frágiles» [67]. Normalmente una persona poco madura en esta dimensión siente confusión interna y no está bien integrada socialmente, lo que influye en sus relaciones personales y sociales. La incapacidad de ejercer su libertad limita totalmente al sujeto. Por lo contrario, la madurez aquí la hace dotada de libertad, autonomía y responsabilidad. Esto significa que la persona goza de salud psíquica y no manifiesta comportamientos patológicos.

Conclusión

El camino vocacional realizado hasta aquí junto a la psicología arroja una luz importante para la comprensión de la estructura humana psicológica que afecta profundamente a la dinámica del proceso vocacional. Por eso, a pesar de todo el desafío que esto implica, esta reflexión asumió la interdisciplinariedad que alcanza en alguna medida este tema. Salvo la dimensión teológica, que es punto de partida y acompaña toda la dinámica vocacional de ese estudio, las ciencias humanas, de modo especial la psicología, son auxiliares y complementarias para una comprensión más integral del proceso vocacional.

En la parte primera de este capítulo se confirmó que la recta intención, la plena libertad y la idoneidad son criterios eclesiales vocacionales que poseen en sí mismos profundos rasgos antropológicos y psicológicos capaces de orientar con claridad el discernimiento de la vocación. Considerar la subjetividad del candidato presente en la recta intención, así como su libertad como presupuesto fundamental de una decisión humana y vocacional, y finalmente la objetividad de su idoneidad a ser reconocida por la autoridad eclesial, hace conectar con diversas categorías de la psicología que dialogan con la vocación cristiana.

Avanzando un poco más, esta reflexión fue asentando las bases psicológicas del proceso antropológico del discernimiento, ofreciendo así la posibilidad de comprender la vocación desde un horizonte más amplio e integral. Por eso, en la segunda parte de este itinerario, fue destacada la decisión vocacional como un resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales siempre en vista de una respuesta más libre y madura por parte del candidato. Quedó claro, asimismo, que esta decisión es impulsada en primer lugar por la gracia de Dios y encuentra motivaciones en los valores y necesidades que estructuran la personalidad humana.

Estos elementos traen serios desafíos que implican un discernimiento sobre el fin y el sentido último de la vida en clave vocacional y existencial. El candidato cada vez más inmerso en una realidad de muchos estímulos exteriores e interiores, contravalores y necesidades inconsistentes, está llamado a conectarse con la fuente esencial de los valores autotrascendentes, discernirlos y asumirlos en su vida. Para ello, cuenta con una radical apertura al trascendente, propio del ser humano, que con la gracia divina y colaboración humana conduce su vida hacia Dios. Esta dinámica de las motivaciones es fundamental, pues determina en última instancia la autenticidad del proceso último; la teoría de la autotrascendencia en la consistencia sintetiza con categorías de la psicología el camino vocacional. El candidato llamado a la vocación de especial consagración está invitado a hacer un itinerario que va de la autorrealización a la autotrascendencia, conquistando poco a poco los valores trascendentes que constituyen el yo-ideal. Esto sucede en una búsqueda continua de la superación del yo-actual a través de la interiorización de valores trascendentes.

En la práctica, el camino vocacional presentado en este capítulo, a la luz de la teoría elaborada por Rulla, significó un proceso de discernimiento pautado en la interiorización de valores autotrascendentes. Todo esfuerzo de esta reflexión fue orientado principalmente para ayudar a las personas en su proceso vocacional y a todos los implicados en esta tarea de discernir la llamada. En este itinerario vocacional, las fuerzas dinámicas, conscientes e inconscientes de la personalidad del candidato deben ser consideradas en vista de un discernimiento cada vez más auténtico y fructífero para la persona y para la Iglesia.

Conclusión General

El itinerario presentado en este trabajo consistió en un recorrido por la teología, espiritualidad y psicología de la vocación, así como nos ofreció elementos concretos para entender mejor los diversos aspectos estructurales y de contenido del proceso vocacional en vista del discernimiento. Al final de este recorrido, hemos percibido que la gracia de la vocación, la tarea de discernir la llamada, la toma de decisión y el proceso de integración que la persona está llamada a hacer son elementos fundamentales de este camino. Estos se entrelazan y dialogan entre sí en las diversas etapas del camino vocacional que, como estudiamos, es procesual, integral y progresivo.

En este recorrido, afirmamos categóricamente que la vocación es don de Dios, pues, tiene su origen fundante en la gracia divina. Ella es revelada esencialmente en la autocomunicación de Dios que dirige su palabra al ser humano, iniciando un coloquio vocacional, que tiene como base el encuentro de dos libertades: de la llamada divina y de la respuesta humana.

Esta llamada creadora y relacional es una iniciativa amorosa y gratuita de Dios y es decisiva en el proceso vocacional. Como se ha demostrado, se caracteriza por ser insustituible, por respetar la libertad humana y no ser parte de un proyecto personal. Por eso, el candidato, así como los presbíteros, deben tener siempre delante de sí esta palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné (…)» (Jn 15, 16). Asumir la vocación como don que actúa y transforma la vida de la persona siempre será un reto de gran importancia para el discernimiento y para la vida concreta del sujeto, llamado a pasar de los egocentrismos del yo actual para la autotranscedencia del yo ideal.

Este éxodo vocacional del yo solo es posible debido a la gracia divina que hace el ser humano capaz de Dios y sostiene en él una tendencia innata a la autotranscedencia. Si está completamente abierta al don de la vocación y a los valores autotrascendetales, la persona puede asumir la importante tarea de discernir la llamada. El primer paso de esta respuesta es una salida libre y confiada hacia Dios, para estar con Jesús, aprender de Él y ser enviado a participar de su misión.

Aquí se abre toda una pedagogía vocacional que fuimos profundizando con las llamadas vocacionales bíblicas y que continúa siendo referencia para la llamada al seguimiento dirigida a los jóvenes de hoy. Esta salida, que también es respuesta, es impulsada por la propia gracia y por el deseo de la persona a responder libremente a los designios de Dios para su vida. Dicho eso, cabe resaltar que nuestra investigación no trató de negar los obstáculos y debilidades que acompañan a la persona en su respuesta existencial. Estos son parte del proceso y por eso fueron integrados a la luz del don de llamada y de la capacidad humana de responderla. Asumimos así una mirada transcendente, integral y más próxima de la verdad de cada persona, frente a los diversos acercamientos posibles que se hacen de la realidad humana.

Responder a la vocación es una decisión que requiere libertad y gran responsabilidad del candidato, que debe ir creando disposiciones auténticas para trillar un itinerario progresivo de interiorización de los valores trascendentales donde se va confirmando, o no, la vocación. Definitivamente, esta decisión vocacional se relaciona con los valores teocéntricos que van más allá de la simple proclamación para llegar a concretarse en la vida. Esto es, tales valores deben ser asumidos y vividos decididamente en la vida cotidiana del candidato y eso implica un largo proceso de conversión, integración e interiorización de los valores de Cristo.

Esta interiorización es favorecida por un discernimiento vocacional que encuentra en la historia personal del candidato el lugar privilegiado donde se encarna la gracia de la vocación. Así, esta investigación ha propuesto un discernimiento integral que tiene en consideración a todas las dimensiones de la persona a fin de que sean ordenadas, esencialmente, para la transformación del corazón a la imagen del corazón de Jesús.

Además del conocimiento personal, este discernimiento también implica atención a la realidad social, eclesial y de los aspectos formativos y de la identidad vocacional que implican la llamada y la decisión. Estos aspectos son importantes para un proceso vocacional que propone considerar la totalidad del candidato. Pues, es la misma persona en totalidad y en sus relaciones, o sea, con todo que es y posee quien se pone a conocer, examinar y trillar caminos de discernimiento.

Basándonos en dicha información, que implica a Dios, que llama, y al ser humano que responde, se pudo tomar la vía de la interdisciplinariedad asumida en esta investigación y tan necesaria para la profundización de nuestro tema. Ante el misterio que es la persona y su compleja dinámica psicosocial, humana y espiritual, se torna imposible avanzar en esta reflexión sin dialogar con las demás ciencias humanas, que tendieron puentes en este estudio. Por eso, además de toda reflexión de la Iglesia sobre la valiosa aportación de la psicología para el proceso vocacional, este estudio considera urgente consolidarla y asumirla en sus prácticas de discernimiento para conocer y acompañar mejor a los candidatos en su proceso de desarrollo humano.

En este camino de interiorización, que contó con el apoyo de las ciencias humanas, es importante tener claro el lugar de la psicología en este proceso, a fin de evitar el psicologismo. Tanto en esta investigación, como en Rulla y en las orientaciones de la Iglesia, la gracia siempre tiene primacía. Vimos que esta impulsa y acompaña al proceso de maduración humana e interiorización de los valores autotrascendentes. Así, ella es la principal ayuda para superar los condicionamientos de las necesidades inconscientes que buscan la gratificación en sí misma; las inconsistencias; el bien aparente y los autoengaños; el uso utilitario e intimista de los valores, entre otros obstáculos que condicionan la libertad interior del candidato en el discernimiento vocacional.

En síntesis este trabajo al volver a las fuentes de la teología de la vocación que tiene su referencial principalmente en la cristología y eclesiología nos ha animado a caminar por bases más seguras, sin perder de vista la dinámica y el frescor de la gracia que actualiza la llamada divina en nuestros días, nos capacita para discernir y nos ofrece en Jesús una identidad vocacional que nos transforma radicalmente. Junto a eso, fue posible percibir la antropología y la gracia de la vocación presente en la psicología de Rulla que dialoga con la tradición bíblica, eclesial y puede auxiliar nuestra acción pastoral.

Después de resaltar los puntos centrales de nuestra investigación, me gustaría exponer algunos de los límites de este trabajo. Dada la potencialidad, diversidad y cuantía de temas y elementos que abarcan cada uno de los capítulos, la profundización y conexiones se tornó en un gran desafío. Para la teología de la vocación, por ejemplo, hace falta un mejor dominio y explicación de algunas categorías bíblicas y teológicas. Lo mismo para la dimensión psicológica, que exige un conocimiento más amplio de esta ciencia en vista de una síntesis más integral y objetiva de modo particular del pensamiento de Rulla. Por eso, nos hemos topado con el límite y desafío de la interdisciplinariedad.

Además de estos límites, arrojo algo de luz para algunos temas que no pudieran ser desarrollados en esta investigación, pero que nos inspira a abrir nuevos horizontes a futuros trabajos como son: la aplicación pastoral de este estudio, sea como algo comparativo o innovador, a los equipos y planos de discernimiento vocacional de las diócesis y de la vida consagrada; ampliar esta investigación a la vocación a la vida consagrada y profundizar el tema del proceso vocacional a partir del carisma particular de una congregación; y, por último, relacionar el discernimiento vocacional con las enfermedades psicopatológicas, con la homosexualidad, abusos sexuales y de poder en la Iglesia y ver su implicación concreta en la diminución de las vocaciones.

A modo de conclusión deseo terminar este trabajo animándonos a sernos más conscientes de la gracia de Dios, de modo particular, de la gracia de la vocación que es origen y fundamento de nuestro caminar vocacional. Ella genera especialmente las actitudes de gratitud y servicio. La primera viene acompañada de la consciencia de sentirnos amados, perdonados y elegidos por Dios. La segunda es movida por una respuesta de amor concreta. La gratitud de sentirse inmerecidamente llamado apunta para una vida existencial que no pone resistencia a la acción del Espíritu para discernir y mejor servir a Dios y a los demás.

Por eso, la tarea de discernir la llamada no se cierra en sí misma, sino, va unida a la participación en la misión de Dios que se realiza en el corazón del mundo. Tal misión puede ser expresada, por ejemplo, en las preferencias apostólicas de la Compañía de Jesús: “mostrar el camino hacia Dios mediante los Ejercicios Espirituales y el discernimiento; caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia; acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador; colaborar en el cuidado de la Casa Común” [1]. Lo más importante es que en el proceso de discernimiento se perciba que hay una convergencia de mi proyecto de vida vocacional y de la institución religiosa a cual soy, o deseo, ser parte; con la voluntad de divina.

Esta investigación también puede traer una aportación en clave de Ejercicios Espirituales. En el Principio y Fundamento (Ej 23) el ser humano descubre el origen y fin de su vocación, además de su lugar delante de Dios y de la creación. Consciente de su verdad, la persona es confrontada por su realidad pecadora y sorprendentemente alcanzada por la misericordia de Dios que lo salva, llama y envía (Ej 45-72]). Tal experiencia responsabiliza todo el sujeto que buscará responder a la llamada del Rey haciendo la “oblación” de su vida (Ej 98), contemplando los misterios de la vida de Cristo para conocerlo internamente, creando disposiciones para ser elegido bajo su bandera y hacer la elección (Ej 91-189). Una llamada y respuesta que implica estar con Jesús en su pasión, muerte y resurrección (Ej 190–225). Y por fin en la Contemplación para Alcanzar Amor (Ej 230–237) donde la vocación se desborda en la comunicación de amor, o sea, en una respuesta concreta, cotidiana y siempre nueva a la llamada.

Por fin, es la dinámica trinitaria que mueve la gracia de la vocación y la tarea de de discernir la llamada. El origen de toda vocación está en la Santísima Trinidad, pues el ser humano fue creado a su imagen y semejanza, recibiendo así su origen y su destino último. Dios en su comunión trinitaria quiso libremente comunicar su infinito amor dando al ser humano la vocación y la libertad para responder la llamada. Por lo tanto, la vocación del ser humano es esencialmente trinitaria y se realiza en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

En la llamada del padre que se autocomunica se encuentra la voluntad divina donde se realiza la vocación del ser humano; es fundamentalmente la llamada como don. En la llamada del Hijo, la llamada vocacional se hace carne y nos ofrece un modo de proceder. En Él está la imagen vocacional que ha de ser integrada en un proceso de configuración de la vida a la vida de Cristo; es fundamentalmente la llamada como seguimiento. Y la llamada del Espíritu se nos abre a la gracia que nos posibilita responder y vivir auténticamente la vocación. Por Él, la vocación continua siendo suscitada, animada y sustentada en la vida de la Iglesia. Nos convertimos en personas de discernimiento capaces de interpretar, decidir y configurar la vida a la luz del Espíritu; es, fundamentalmente, la llamada como tarea de discernir.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Capítulo III

1.   J. San José Prisco, “Elementos humanos del discernimiento vocacional y actuaciones formativas en el seminario”, en Madurez Humana y Camino Vocacional, ed. Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades (Madrid: Editorial Edice, 2002), 29-49.

2.   Fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Los principales aspectos de su vida serán abordados en la tercera parte de este capítulo.

3.   CDC 1029.

4.   Ver por ejemplo: OT 8, 11; PO 3, 8, 9.

5.   OT 6, 9; CDC 1029.

6.   Luis María García Domínguez, Discernir la llamada. La valoración vocacional (Madrid: San Pablo Universidad Pontificia Comillas, 2008), 37.

7.   San José Prisco, 40.

8.   Ibíd., 43.

9.   Ibíd., 40.

10. San José Prisco, 44.

11. San José Prisco 44.

12. PDV 44, 62, 66, 72.

13. Ibíd., 40, 65, 66.

14. Ibíd., 43, 44, 50.

15. Ver: CDC 244, 1031; OT 2, 6.

16. San José Prisco, 41.

17. Cf. CDC 244, 1031; OT 6.

18. San José Prisco, 44-45.

19. García Domínguez, 39.

20. Cf. San José Prisco, 42.

21. Ibíd., 45.

22. García Domínguez, 40.

23. CDC 247, 277, 1037; OT 11.

24. Cf. San José Prisco, 42.

25. Ibíd., 42.

26. Ibíd., 45.

27. Ver en: M. E. P. Selegman, La auténtica felicidad (Barcelona: Byblos, 2005) y L. M ª García Domínguez en: Discernir la llamada. La valoración vocacional. 73-76.

28. Cf. J. Garrido, Adulto y cristianismo (Santander: Sal Terrae, 1988), 15-17.

29. Ver: A. Vásquez, “Madurez”, en Diccionario Teológico de la vida consagrada, dir. A. Aparicio – J. Canals (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1989) 989-990. J. San José Prisco, La dimensión humana de la formación sacerdotal (Salamanca: Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 2002), 149-150.

30. García Domínguez, 23.

31. García Domínguez, 26.

32. «Sentir y conocer las distintas mociones que en anima se causan, las buenas para recibir y las malas para lanzar». En Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Introducción, textos, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases (Santander: Sal Terrae, 1990), n. 313.

33. García Domínguez, 28.

34. A. Cencini – A. Manenti, Psicología y formación. Estructuras y dinamismos (México: Paulinas, 1994), 46.

35. L. Mª García Domínguez, “Acompañamiento y discernimiento vocacional”, Todo uno 111, (1992): 05-26.

36. Ibíd., 9.

37. Ibíd.

38. Ibíd., 10.

39. García Domínguez, Acompañamiento y discernimiento, 10.

40. L. M. Rulla, Antropología de la vocación cristiana 1, Bases interdisciplinares (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1990), 254.

41. AVC 1, 121-122.

42. A. Cencini – A. Manenti, 71-75.

43. Ibíd., 96.

44. B. Lonergan, Método en teología (Salamanca: Sígueme, 1988), 231-234.

45. AVC 1, 241-242.

46. Maurizio Flick y Zoltan Alszerghy, Juan Alfaro y Karl Rahner, Jhon Courtney Murray, Gerhard Ebeling, Avery Dulles, Reionhold Niebuhr, Ignace de la Potterie, Stanislas Lyonnet, T. J. Deidun, Federico Pastor y José M. González Ruiz.

47. Max Scheler, Dietrich von Hildebrand, Joseph de Finance, Bernard Lonergan, Paul Ricoer.

48. AVC 1, 139-140.

49. Una  breve  descripción de  cómo  funcionan es dada  por Lonergan   en:  Método  en  teología (Salamanca: Sígueme, 1988).

50. AVC 1, 133.

51. García Domínguez, 82.

52. AVC 1, 121-124; 144-150; 288-291

53. A. Cencini – A. Manenti, 96.

54. AVC 1, 251.

55. A. Cencini – A. Manenti, 64.

56. A. Cencini – A. Manenti, 65.

57. García Domínguez, 83.

58. A. Cencini – A. Manenti, 103.

59. Ibíd., 82-88.

60. AVC 1, 139-140

61. A. Cencini – A. Manenti, 147.

62. Ibíd., 149.

63. García Domínguez, 85.

64. Ibíd., 87.

65. Sobre el proceso de simbolización ver: AVC 1, 189-214; 295-297.

66. AVC 1, 166.

67. García Domínguez, 88.

Conclusión General

1.   A. Sosa, “Preferencias Apostólicas Universales de la Compañía de Jesús, 2019-2029”. 19 de febrero de 2019. Consultado en 31 de mayo de 2019. https://www.ausjal.org/wpcontent/uploads/preferenciassj.pdf

Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Capítulo II: La espiritualidad de la vocación presbiteral: contexto cultural, identidad y antropología de la formación

El capítulo II tiene como hilo conductor el tema de la vocación de especial consagración, abordado en los diversos documentos eclesiales desde el Concilio Vaticano II. De acuerdo con la amplitud del tema y de sus escritos, este capítulo tratará de centrarse en los aspectos más significativos del contexto cultural, de la identidad y del camino formativo de la vocación presbiteral, que el candidato está llamado a seguir. Tales elementos pueden contribuir a un mejor conocimiento de la llamada, para, igualmente, acercarse a la acción del Espíritu en el camino vocacional.

El Magisterio de la Iglesia, impulsado por el espíritu de aggionarmento del Concilio Vaticano II, ofrece importantes aportaciones relacionadas con el tema de la vocación, en cuanto al discernimiento vocacional que presupone principalmente la identidad y la formación de la vocación a la cual se aspira. Por eso, es imprescindible hacer un recorrido por los documentos fundamentales que aportan nuevas concepciones teológicas sobre la identidad presbiteral y su formación que, junto con el contexto cultural, influyen en todo el proceso vocacional de la persona llamada. Así, podemos establecer tres momentos principales: conocer e interpretar los contextos culturales que afectan la vocación presbiteral; aclarar a la luz del Magisterio de la Iglesia la identidad de la vocación sacerdotal presente en el Concilio Vaticano II y los principales textos posconciliares; y, por último, reconocer el esfuerzo de la Iglesia en ofrecer reflexiones y orientaciones sobre la formación sacerdotal, focalizadas en la dimensión humana.

Estos dos puntos principales están articulados en el proemio del decreto conciliar Optatam Totius [1], donde se afirma que «la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes» (OT 1), y que, por eso, «animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» (OT 1). De esta forma, se resalta la esencial relación entre identidad y formación sacerdotal, y sus contextos. Una vez se haya explicado la realidad histórica actual, la identidad de la vocación a la cual se aspira y los principios fundamentales de la formación humana que deben configurar la vida de los candidatos al sacerdocio, se abre un camino fundamental para el discernimiento vocacional en vista de una respuesta más auténtica a la llamada. En este mismo sentido, afirma San Juan Pablo II:

«El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado. El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir (…)» [2] (PDV 11).

Para alcanzar los principales objetivos del presente capítulo, será necesario analizar principalmente los textos conciliares y posconciliares que tratan del ser presbiteral y son esenciales para comprender la vocación sacerdotal. Tal acercamiento se realizará desde la relación con sus contextos culturales, con su identidad existencial y, finalmente, con una antropología de la formación inicial, que ofrecen elementos para discernir más auténticamente la vocación. Así pues, el punto de partida será el contexto social y cultural, en el que el sujeto vive y es profundamente influido.

1.    La vocación presbiteral desde los contextos culturales

En el itinerario vocacional, es fundamental conocer algunos aspectos del contexto actual que son decisivos a la hora de discernir y vivir la vocación presbiteral. Lanzar una mirada atenta para comprender la realidad social, cultural e histórica, donde Dios continúa llamando a muchos a su seguimiento, es una parte importante para la identidad y formación de las personas llamadas y enviadas para servir a la Iglesia y a la humanidad. En este sentido, afirma la exhortación apostólica: «Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo» (PDV 5).

Aunque el tema de la identidad del presbítero sea abordado más adelante, es importante afirmar desde aquí que, en medio a un mundo profundamente cambiante, la identidad del sacerdote no cambia, pues siempre se relacionará con el único y permanente sacerdocio de Cristo [3]. No obstante, al igual que lo esencial es inmutable, la vocación presbiteral despierta y madura en un mundo que se transforma muy rápidamente [4]. Tales cambios, o «mutación histórica» [5], son decisivos, pues influyen positivamente y negativamente al discernimiento, al ejercicio del ministerio y al modo de vivir la vocación en el mundo.

En medio de la crisis que afecta profundamente a la Iglesia, es posible reafirmar con Uriarte que «somos una Iglesia debilitada en una sociedad poderosa que configura en buena medida la mente y la sensibilidad de los creyentes, condiciona su percepción de valores y la gestión de sus opciones y modifica las condiciones mismas de nuestro encuentro con el Dios de Jesucristo» [6]. Así, partiendo de la debilidad eclesial y de la fuerte influencia de los contextos culturales en la Iglesia y en el mundo, es importante contextualizar adecuadamente la época en que vivimos y nuestro vínculo con ella, sin negar los elementos fundamentales para la identidad de quien se siente llamado [7].

Como ya se ha contemplado en el primer capítulo, Dios se comunica con personas concretas. Esta comunicación se trata de una llamada encarnada, donde el Espíritu actúa acompañando y transformando la realidad con su gracia. La gracia de la vocación, que fecunda el corazón del hombre y del mundo, impulsa a una espiritualidad de la vocación encarnada. El Papa Francisco recuerda este importante elemento del itinerario espiritual y vocacional, afirmando que «el ser humano está siempre culturalmente situado: naturaleza y cultura se hallan unidas estrechamente, la gracia supone la cultura y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe» [8].

Tras el estudio de la presencia de la gracia en la persona y del contexto, se trata ahora de establecer una aproximación a la cultura actual, resaltando algunos de los rasgos principales que influyen en la vocación presbiteral. Así pues, tener «un conocimiento maduro, no simplista, del mundo en que vivimos, de la sociedad en que desarrollamos nuestro ministerio, y de la cultura que nos envuelve sin apenas darnos cuenta» [9] es fundamental para el discernimiento y para una existencia vocacional en la cultura posmoderna. En este sentido, se presentan aquí algunas de las características de la sociedad actual y su relación con la vocación presbiteral, ambas son ambivalentes y pueden abrir nuevos horizontes [10] desde un serio discernimiento.

Una de las primeras constataciones es que «vivimos en la cultura del éxito, de la eficacia, de la posibilidad de realizarlo todo» [11], lo que revela, por un lado, una falsa omnipotencia del ser humano; por otro, la idea de la cultura del desechable, «donde el débil y el que no triunfa no tiene un lugar en la escala social, es despreciado, no cuenta» [12]. Esta dinámica social resalta el círculo vicioso y frenético del producir-consumir tan cultivado en todos los ámbitos de la vida.

En esta «sociedad de la eterna insatisfacción no hay lugar para quien no sea triunfador» [13], pues su base está en el sistema económico vigente que necesita trabajadores denodados y consumidores acendrados [14]. Esta realidad lleva a un segundo rasgo social desde la concepción de la autorrealización del ser humano, que se centra en la autosatisfacción. Aquí gana espacio una sociedad y humanidad marcada por un hedonismo y narcisismo que resisten a todo tipo de vulnerabilidad y que así describe Pastores Dabo Vobis:

«Este hombre “enteramente lleno de sí; este hombre que no solo se pone como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad”, se encuentra cada vez más empobrecido de aquel “suplemento de alma” que le es tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de él» (PDV 7).

Hay una individualidad que afirma el individuo y su autonomía. Y esta nueva realidad es vista como la gran conquista de la modernidad [15]. Según Uriarte, el problema está en una autonomía, en que la persona resalta «su capacidad de pensar, adherirse y decidir por su cuenta» [16], pero sin considerar la posibilidad de ser orientada por otros. «En suma: el riesgo real de nuestra cultura consiste en que el aprecio de la individualidad degenere en el individualismo» [17] que autocentraliza la persona. Además, el mismo autor llama la atención sobre el modo negativo en que muchas veces se comprende la tarea de guía, vista a la luz del autoritarismo y de la figura patriarcal [18].

Por tanto, basta resaltar otras importantes características señaladas en Pastores Dabo Vobis como «el racionalismo, la subjetividad exacerbada de la persona que conduce al individualismo, hedonismo, huida de las responsabilidades, consumismo, ateísmo práctico y existencial, la disgregación de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad, las injusticias sociales» [19] diversos rasgos del contexto actual donde los candidatos y presbíteros están llamados a discernir y vivir su vocación.

La vivencia existencial de la vocación frente a estos fenómenos del contexto cultural va acompañada de crisis y tensiones, que deben ser asumidas en vista de un proceso de discernimiento que ayude al candidato o al mismo presbítero a pasar del “yo” narcisista y centrado en sí mismo a un “yo” que busque la autoestima y relaciones más libres, menos dependientes y posesivas, que esté dispuesto a abrirse al amor a los demás y, de modo especial, a la causa de Jesús y de su Reino. Aquí se trata principalmente de pasar a asumir un proyecto de vida vocacional que no esté centrado en su autorrealización, sino abierto a la voluntad de Dios y a los medios para llegar a ella.

Este camino quiere también conducir a la superación del individualismo, que hace que la persona llamada confíe solamente en sus propias fuerzas y, consecuentemente, se torna autosuficiente y más solitaria. En este sentido, es necesaria la apertura a la solidaridad, a las relaciones de confianza, transparencia y de libertades, a la tomada de decisiones discernidas, a la misión compartida y de vida común [20] que exprese en su vida la disponibilidad de responder y asumir la vocación.

Frente a las necesidades innecesarias de una producción extremamente funcional y de un consumismo por la satisfacción inmediata de los deseos, hay que abrirse a un proceso de elaboración y madurez que llene verdaderamente el vacío de sentido de la vida humana, pues «estamos llamados a un modo alternativo de vivir que produce libertad y alegría y que, por sí mismo, denuncia mansa e intrépidamente un consumismo que produce insensibilidad, esclavitud e idolatría» [21].

El narcisismo, individualismo, la búsqueda en la satisfacción inmediata de los deseos y otros rasgos de la sociedad, conduce al ser humano a una frustración que es fruto de la «incertidumbre de la posmodernidad» [22]. Eso genera inseguridad y falta de confianza frente a sí mismo, a los demás y a lo divino, desfragmentando existencialmente a la persona. Según Cencini, la fragmentación del ser que está relacionada con lay fragmentación del mundo «conlleva un estado de disgregación interior y psíquica, ligado a la pérdida del centro del propio yo, una ofuscación de la identidad» [23].

Así caracterizado, el contexto cultural implica radicalmente importantes aspectos antropológicos de la persona llamada y en cómo va asumiendo su identidad vocacional desde la concienciación del llamado, del discernimiento, de la formación inicial y permanente y de toda su existencia. En este sentido, conocer, interpretar y discernir la realidad cultural en relación con la vocación apunta para la constante tensión frente a la identidad espiritual-existencial de la vocación presbiteral a ser profundizada a seguir.

La tarea ahora será en esta situación: confiar en quien que la persona llamada ha confiado [cf. 2Tm 1, 12], pues ha escuchado su voz y sabe que Dios está allí. En la secularización y fragmentación del mundo y del ser humano hay una identidad de la vocación presbiteral revelada fundamentalmente en Jesucristo y que necesita ser buscada, comprendida, discernida y asumida, a fin de que la vida sea por ella configurada y la vocación encuentre su fin.

2.    La identidad presbiteral a la luz del Concilio Vaticano II

2.1.  Teologal – Existencial

La primera consideración sobre la identidad presbiteral se despliega de la vocación teologal, es decir, de la primacía del designo amoroso de Dios en relación con la persona llamada. Como escribe San Juan Pablo II, «la identidad sacerdotal (…) tiene su fuente en la santísima Trinidad» [24]. Su origen, como afirma el Papa Francisco, es «un don de gracia divina» [25] (Ratio fundamentalis 34), que exige una respuesta existencial que se da cuando «los presbíteros se dedican a la oración, o predican la Palabra u ofrecen el sacrificio eucarístico, o cuando administran los otros sacramentos, o cuando realizan otros servicios a favor de los hombres, contribuyen a la gloria de Dios que consiste en la participación de la vida divina» [26]. De este modo, todo está orientado hacia Dios.

En este sentido, defiende Madrigal que la identidad del presbítero tiene un característico “teocentrismo” que ha de impregnar toda la actividad del sacerdote y su presencia en el mundo [27]. El presbítero y, consecuentemente, los candidatos a esta vocación están llamados a «orientar sus pasos hacia Cristo, hacia al Padre y hacia los demás (…), esforzandose siempre por colaborar con el Espíritu Santo» (Ratio Fundamentalis 29), en una dinámica teologal y existencial de la vocación sacerdotal que está radicada en el misterio trinitario y encarnada en la vida y misión del presbítero.

2.2.  Eclesial: Llamados a una eclesiología de comunión en la misión de Cristo

En el primer capítulo sobre la teología de la vocación, fue posible entender los rasgos fundamentales constitutivos de todas las vocaciones eclesiales. Ellas son suscitadas en el pueblo de Dios por gracia del Espíritu para el servicio de la Iglesia y del mundo. El Concilio Vaticano II en su constitución dogmática sobre la Iglesia, afirma que la naturaleza y la misión de los presbíteros solo se comprenden dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo [28].

La doctrina presente en Lumen Gentiun afirma que «los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10). Se resalta así que «la unidad y la dignidad de la vocación bautismal preceden cualquier diferencia ministerial» [29]. La precedencia de ese sacerdocio común es fundamental para la comprensión de la vocación del ministerio sacerdotal, en relación con la vocación cristiana bautismal. Queda así evidente, según Santiago del Cura, «una eclesiología de comunión donde se asume la precedencia del pueblo de Dios sobre la jerarquía, el sacerdocio común de todos los bautizados, igualdad de gracia, dignidad, vocación y misión» [30].

Para entender mejor este aspecto eclesiológico del presbítero, es importante tener en cuenta la fundamental relación entre sacerdocio ministerial y el sacerdocio común [31], que refleja una eclesiología de comunión [32] presente en Lumen Gentium 10; sin olvidar marcar la diferencia que existe entre ellos: «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). Se afirman así dos realidades sacramentalmente distintas [33].

Esta valiosa aportación que sigue en los números de LG 11-12 ofrece los elementos nucleares de los ministerios eclesiales, en cuanto a las tres funciones cristológicas: sacerdotal, profética y regia de todo pueblo de Dios. Aunque todos en un solo cuerpo participan en Cristo del sacerdocio santo y real [34], «no todos los miembros tienen la misma función» (cf. Rm 12, 4). «De entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal» [35], como también reflexiona la exhortación Pastores Dabo Vobis a la luz de Lumen Gentium. En este sentido:

«El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo cabeza, pastor y esposo de la Iglesia, se sitúa no solo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente a servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (PDV 16).

En la concepción de Iglesia como comunidad sacerdotal ungida por el Espíritu en orden a prolongar la misión de Cristo es posible encontrar las claves para comprender que la identidad del presbítero posee una profunda relación con la misión de la Iglesia. Dentro de este marco sacerdotal y misionero, la eclesiología del Concilio Vaticano II y, consecuentemente, su comprensión sobre el ministerio ordenado, resalta la participación del presbítero en el sacerdocio y en la misión de Cristo; dimensiones fundamentales de vocación sacerdotal.

Cristo es el enviado del Padre (cf. Jn 10, 36) y como el Padre envió al Hijo, también este envió a sus apóstoles (cf. Jn 20, 2; Mt 28, 18-20). Asimismo, todo el pueblo de Dios ha sido enviado «a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» [36] (cf. Mt 5, 13-16). Así pues, la esencia de una “Iglesia en salida” tiene su base en el envío mismo del Hijo [37]. En esta dinámica del envío, en vista de la misión eclesial, Madrigal considera la misión como el punto común y la razón de ser del ministerio sacerdotal, que «reside en la continuación de la misión de Cristo: esa misión divina de anunciar el evangelio de la salvación confiada por Cristo a los apóstoles que tiene que durar hasta el fin del mundo» [38].

Dentro de la perspectiva eclesial del presbiterato, que implica el envío y la misión, es posible captar aún la colaboración con los obispos [39] como elemento constitutivo del presbítero. Este rasgo fundamental está acompañado de otros núcleos teológicos de la dimensión sacerdotal presentes en Lumen Gentium 28, así sintetizados por Santiago del Cura: «los presbíteros son verdaderos sacerdotes del NT (LG 28) participan del Sacerdocio de Cristo (no del sacerdocio del obispo), la dependencia respecto al obispo lo es en ejercicio pastoral de las potestades ministeriales (ibíd.), en cuanto próvidos colaboradores que actúan bajo su autoridad (ibíd.)» [40].

Con estos aspectos eclesiológicos de la comunión y de la misión se observa claramente que el Concilio Vaticano II cambia su punto de vista en relación con Trento. Pasa de la afirmación de la dimensión sacrificial de la Eucaristía a fortalecer la dimensión más teologal, existencial, relacional y misionera de la Iglesia. Tal giro eclesial no es una negación de la teología tridentina, sino una integración de nuevos elementos que ayudan a una comprensión más profunda e integral de la identidad presbiteral. En síntesis, el Vaticano II se apoya esencialmente en la cristología y en la eclesiología, y «la teología del presbiterado es así fiel a su punto de partida: la misión de Cristo» [41]. Desde allí se despliegan todos los demás elementos que constituyen el ser sacerdotal.

2.3.  Cristológica: Los tres munera de Cristo en el ministerio ordenado

En el apartado anterior sobre la dimensión eclesiológica se explicó, por un lado, la importancia de asumir el ministerio sacerdotal como parte de la misión de toda la Iglesia; y, por otro, la participación del presbítero en la misión de Cristo. La dimensión cristológica es el hilo conductor de los fundamentos y dimensiones constitutivos de la identidad presbiteral. Por eso, hasta aquí se han encontrado referencias a Cristo en la dimensión teologal-existencial, eclesiológica y ahora, de modo más directo, en las funciones presbiterales que se expresan en el ministerio profético, sacerdotal y pastoral, como se presenta en Lumen Gentiun 25, 26 y 27 [42] y Presbyterorum Ordinis 4, 5 y 6.

El entrelazamiento de las funciones sacerdotales en estos dos documentos revela claramente la fundamental participación del presbítero en la unidad de vida, consagración y misión de Cristo. Como profeta, sacerdote y rey, el presbítero en Cristo proclama la Palabra, preside la liturgia y guía como pastor al pueblo de Dios. Este triple oficio de Cristo profeta, sacerdote y rey, concatenado con la triple función sacerdotal de la palabra, del sacramento y como guía, ofrece la imagen teológica y existencial del presbítero, iluminando así el horizonte vocacional de la persona llamada.

a)        Ministros de la Palabra

Anunciar la Palabra de la salvación a todas las criaturas es la primera función del presbítero. La afirmación de que «los presbíteros como colaboradores de los obispos, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios» (PO 4) está basada principalmente en el mismo mandato de Jesús Resucitado a sus apóstoles, que son enviados a proclamar la buena noticia a toda la humanidad (cf. Mc 16, 15). En este sentido, los presbíteros están llamados a escuchar, obedecer y poner en práctica la Palabra de Dios.

Según Jean Frisque, hay tres realidades de la Palabra manifestada en Presbyterorum Ordinis: «la Palabra de salvación, el despertar y el crecimiento de la fe, la unificación del pueblo de Dios» [43]. Es decir, hay una Palabra de salvación dirigida al ser humano como llamada vocacional y revelada plenamente en Jesús como referencia absoluta de la vocación. El ser humano es despertado y animado a crecer en una respuesta de fe a este llamado, pues «nadie puede salvarse si antes no cree» [44] (PO 4). Así, esta misma Palabra de salvación revelada como llamada vocacional y que suscita la fe en el corazón de los creyentes [45] es también la que congrega a los llamados en la unidad.

Todo esto subraya la importancia de la primacía del ministerio de la Palabra que se puede expresar concretamente de muchas formas. La primera es, sin duda, el fundamental testimonio del sacerdote ante las personas y el mundo. Su vida debe estar siempre en conformidad con el Evangelio comunicado y así «lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar» (PO 4). Tras comprender el lugar de la Palabra en su ministerio y de la importancia de asumirla en su vida, el presbítero encuentra otras diversas maneras de ejercitar esta función mediante una predicación abierta a los incrédulos, mediante la enseñanza catequética o la explicitación de la doctrina de la Iglesia [46].

El decreto Presbyterorum Ordinis reflexiona sobre las dificultades de la predicación sacerdotal en la realidad del mundo actual y para la urgente necesidad de que esta Palabra llegue de verdad al espíritu de los oyentes. Para esto, es necesario «aplicar la verdad permanente del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida» (Po 4). El itinerario de la Palabra en el ministerio presbiteral se concluye con la conjunción palabra- sacramento, que se verifica de forma eminente en la celebración de la eucaristía [47]. Así, el ministerio de la Palabra presbiteral se fundamenta en el mismo Jesús, Palabra de Salvación, a ser vivida y proclamada, capaz de despertar y hacer crecer la fe y la unidad del pueblo de Dios.

b)        Ministros de los sacramentos

Congregados por Dios, los presbíteros intervienen en la obra de la santificación de los hombres como ministros de Cristo, «participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas» (PO 5). De modo especial, presidir la Eucaristía que según el mismo decreto es «fuente y cima de toda la evangelización y centro de la congregación de los fieles, donde se ordenan y se unen los demás sacramentos, los ministerios eclesiásticos y el apostolado» (PO 5). Puesto que:

«En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él» [48].

c)         Ministros guías de la comunidad

El ejercicio ministerial del presbítero también está marcado por la imagen de Cristo como guía, sintetizado por el Magisterio de la Iglesia en Presbyterorum Ordinis y Pastores Dabo Vobis: «Los presbíteros ejercen la función de Cristo, Cabeza y Pastor y participan de su autoridad (PO 6) ». «El sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando a la comunidad eclesial» (PDV 26). En síntesis, el presbítero preside la comunidad en nombre de Cristo. En estas citaciones existen dos íntimas relaciones. La primera, entre el ministro  ordenado y Cristo, Cabeza y Pastor. Y la segunda, en la vinculación de cabeza-pastor que van unidas en el ministerio del presbítero a la función cristológica de reunir y conducir a la comunidad. De este modo, los «ministros de Cristo-Cabeza, los sacerdotes son, pues por identidad ministros de Cristo-Pastor» [49], y se reafirma así la unidad intrínseca que existe entre la identidad y las funciones pastorales que especifican el ministerio presbiteral.

Este ministerio debe ser ejercido con la «potestad espiritual» (PO 6), otorgada por Dios para la construcción de la comunidad cristiana. El presbítero, según el mismo decreto, debe estar al servicio de los jóvenes, esposos, padres, religiosos, pero de modo especial debe atender «a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica» (PO 6). Así, como guía y pastor, el presbítero tiene la misión de servir no solo a la comunidad local, sino de abrirse a la universalidad de la Iglesia.

Así pues, aquí aparece uno de los rasgos fundamentales del presbítero como pastor y guía: su forma de asumir el ministerio dando testimonio de siervo. Él está esencialmente llamado a servir a la humanidad, como Cristo que «se vació de sí y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 7) [50]. El ministerio de guía de la comunidad queda así marcado por un fuerte servicio pastoral, sostenido en la caridad que no excluye a nadie, sino que se abre a la universalidad.

En relación con esta autoridad espiritual ejercida en clave de servicio que se da para la edificación de la comunidad cristiana, «hay que tener muy en cuenta esta observación conciliar: “no se construye ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y centro en la celebración de la Eucaristía” (PO 6e)» [51]. Tras asumir esta verdad sobre el lugar de la Eucaristía como raíz y centro, Jean Frisque añade: «pero no será hogar de aprendizaje de espíritu comunitario, sino desembocando ella misma en el ejercicio de la caridad y de la Misión» [52].

El decreto Presbyterorum Ordinis en este número sobre la función de Cristo, Cabeza  y  Pastor,  ejercida  por  los  presbíteros,  reafirma  que  los  presbíteros  son «mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia» (PO 6). Expresa así la intrínseca relación que existe entre lo pastoral, el ministerio de la Palabra y, evidentemente, la Eucaristía. Otra afirmación más contundente del decreto que sintetiza el entrelazamiento y la importancia de las funciones cristológicas del presbítero es: «los presbíteros conseguirán propiamente la santidad [53] ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función» (PO 13). Concluye Madrigal sobre la integración de la palabra, de la eucaristía y de la caridad pastoral: «No cabe alternativa entre el sacerdote como ministro de la palabra o del culto. Porque la predicación se orienta por su naturaleza a la eucaristía y a la comunidad; en la eucaristía culmina la predicación y la caridad pastoral es la actualización práctica y visible de la predicación y de la eucaristía al servicio de la comunidad cristiana» [54].

2.4.  Una identidad existencial en relación con Cristo

La búsqueda de la identidad presbiteral distingue una sacramentalidad existencial del ministro ordenado que, consecuentemente, apunta hacia el horizonte del discernimiento del candidato a la vocación de especial consagración. Ambos están llamados a reflejar «aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás» (PDV 43). En este sentido, la antropología cristiana afirma que Jesucristo «ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad» [55]. En él se encuentran los rasgos fundamentales de la naturaleza e identidad para discernir la vocación.

El Papa emérito Benedicto XVI sitúa la centralidad de Cristo en relación con la vocación sacerdotal indicando que «es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien nos consta, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor» [56]. En esta afirmación profundamente cristológica se refleja también la motivación y el fin fundamental del candidato, que se sostiene en la relación con Cristo Palabra, Eucaristía y Servicio de Amor; tres rasgos que entrelazados ocupan un lugar fundamental en la existencia vocacional. En síntesis, sobre la identidad existencial del presbítero así expresa la Presbyterorum Ordinis [57]:

«En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» (PO 14).

Desde la identidad de la vocación presbiteral, se puede extraer algunos datos para el discernimiento y la formación del candidato. En primer lugar, entiendo que la vocación tiene un origen y un destino y un futuro. Por eso, el ser humano hay que mirar el horizonte de sentido de su vocación y preguntar a qué futuro está llamado. En este sentido, tener clara la identidad del presbítero en el proceso del discernimiento vocacional es ofrecer al candidato un horizonte y un fin a ser discernido y asumido en su formación.

Ese fin de la vocación presbiteral, dado por la identidad en Cristo, es esencial en el itinerario vocacional y solo se puede poner en marcha si la persona entra en un proceso de concienciación del fin de la vocación la cual se siente llamada. En un proceso que es existencial y relacional. Ese modo de comprender el origen, sentido y destino de la vocación presbiteral tiene una clara perspectiva de fondo: «la perspectiva de fondo desde donde se contempla la identidad del presbítero en la línea de la asimilación de los sentimientos del Buen Pastor» [58].

Además de esto, participa de este itinerario vocacional la antropología de la formación inicial, que ofrece elementos constitutivos a ser considerados en la persona llamada. Cristo no anula la realidad antropológica de la persona, sus dramas y tensiones, sino que revela su verdadera humanidad y abre caminos para que el ser humano viva con más plenitud su vocación. Asimismo, la formación en su dimensión humana se pone al servicio de esta tarea fundamental de ayudar al candidato a crecer humana, psíquica y espiritualmente para discernir mejor y responder a su vocación.

3.    La antropología de la vocación en la formación

3.1.  A la luz de la antropología bíblica

Antes de profundizar sobre los elementos constitutivos de la dimensión humana, en vista de la formación presbiteral, cabe retornar algunas claves de la antropología bíblica [59]. La primera idea es que bíblicamente la persona es concebida integralmente como soma, psiquê y pneuma, sin dividirla en cuerpo, alma y espíritu. San Pablo al final de la carta a los Tesalonicenses expresa con mucha clareza esta unidad: «El Dios de la paz os santifique completamente; os conserve íntegros en espíritu, alma y cuerpo, e irreprochables para cuando venga el Señor nuestro Jesucristo» (1Ts 5, 23).

Esta concepción ayuda a superar el dualismo filosófico y teológico que separa lo humano de lo divino, y que marcó la visión de la Iglesia sobre el ser humano en determinado momento de la historia. Hoy, principalmente pos Concilio como será estudiando más detenidamente a seguir, es posible notar en los documentos del Magisterio la superación de este pensamiento que tendía a menospreciar a todo lo creado:

“La traducción de ello a la práctica llevó a los maniqueístas a valorar excesivamente la gnosis, el alma, y a despreciar todo aquello que está revestido de humanidad. De hecho, para la visión maniqueísta, la corporalidad, la dimensión humana de la persona, es expresión o resultado de la caída del hombre primordial. Es necesario separar las cosas, pues el rescate solo vendrá por medio de la separación que permitirá el triunfo del Bien” [60].

Además de la visión conjunta y positiva que la Biblia ofrece sobre el ser humano, otro modo de comprender al hombre bíblico sería desde la tensa relación que existe entre pecado y gracia. El ser humano apoyado en su libertad puede negar la gracia de la vocación y no responde auténticamente a la llamada divina. En este drama, la persona puede decidir «vivir para sí (pecado) o vivir para Dios (gracia), vivir centrado y encerrado en sí mismo o vivir abierto hacia Dios y sus hermanos» [61]; es decir, acoger o no su vocación. Tales concepciones bíblicas muestran fundamentalmente al ser humano integral y libre que encuentra su plenitud en Jesús.

Como ya se ha abordado en el capítulo anterior, la vocación es un misterio divino, gracia de Dios para la persona llamada. Asumirla y vivirla en su contexto cultural desde la identidad configurada a Cristo es un don y una gran tarea, que pasa por diversas etapas de revelación vocacional. La primera seguramente es la iniciativa divina que se comunica con el sujeto que se abre a un diálogo relacional. La segunda etapa es precisamente la propia persona llamada como sujeto de formación, que se caracteriza como «un misterio para sí mismo» (Ratio fundamentalis 28), llamado en su totalidad a un coloquio con Dios, consigo mismo y con sus acompañantes.

La humanidad misma de la persona es un gran misterio constituido de cualidades y limitaciones. El candidato que está llamado a responder a la vocación posee una tarea desafiadora de ser consciente de sus realidades humanas positivas y negativas; al mismo tiempo que, ayudado por Dios y por diversas mediaciones, puede asumir un camino de integración humana y de discernimiento vocacional. Aludiendo a este fundamental trabajo formativo, la Ratio afirma que esta tarea:

«Consiste en ayudar a la persona a integrar ambos aspectos, con el auxilio del Espíritu Santo, en un camino de progresiva y armónica maduración de todos los componentes, evitando la fragmentación, las polarizaciones, los excesos, la superficialidad o la parcialidad. El tiempo de formación hacia el sacerdocio ministerial es un tiempo de prueba, de maduración y de discernimiento por parte del seminarista y de la institución formativa» (Ratio fundamentalis 28).

Acompañar al candidato en un camino vocacional, que lo haga más consciente de sus fortalezas y fragilidades humanas supone una base fundamental para un discernimiento, que parte de una realidad humana concreta, donde la gracia de Dios se manifiesta e impulsa al sujeto llamado hacia un proceso de configuración de su humanidad a Cristo; reconduciendo a Cristo a todos los aspectos de su personalidad (cf. Ratio fundamentalis 29). Es preciso resaltar en el apartado sobre la identidad presbiteral que Cristo es la imagen del presbítero; por eso «solo en Cristo crucificado y resucitado tiene sentido este proceso de integración y llega a su plenitud» (Ratio fundamentalis 29).

En este sentido, la dimensión humana es esencial para la vocación y para la formación inicial y permanente de la persona llamada. Para un adecuado discernimiento vocacional, es necesario conocer y considerar al candidato en su realidad humana integral, es decir, con sus cualidades y limitaciones. Solamente desde una antropología que revele los fundamentos humanos de la persona, se torna posible discernir y responder más auténticamente a la llamada. Conocer y comprender la complejidad del candidato es uno de los fundamentos de la vocación y parte esencial del itinerario hacia esta. «Por eso el discernimiento espiritual requiere absolutamente del conocimiento propio, que posibilitaría así una especie de “discernimiento antropológico» [62].

Delante de los desafíos culturales y sociales, como ya se ha presentado en este capítulo, que implican directamente los aspectos teológicos espirituales y a la vida concreta del sujeto que se siente llamado, se hace necesario un discernimiento vocacional que, además de considerar los contextos históricos, analice en profundidad los valores y las virtudes humanas que deben ser cultivadas en el candidato, en vista de la realización de su vocación. Ser consciente de la realidad del mundo y del candidato llamado a servir a Dios y a los demás es un criterio importante para el discernimiento vocacional, así como que supone un desafío en la actualidad.

La Iglesia, consciente de su tarea, muestra en sus documentos una gran preocupación con la admisión de los candidatos. Desde una antropología bíblica que considera al sujeto integral y dotado de plena libertad, se valoran todas las dimensiones humanas a fin de que se realice un discernimiento vocacional que, a partir de la personalidad de la persona llamada, impulse la configuración de la vocación presbiteral que tiene su identidad en la vida de Cristo.

3.2.  A la luz de la antropología en los documentos de la Iglesia

Es interesante observar cómo los documentos del Magisterio de la Iglesia expresan con claridad la antropología de la formación, de modo general para todos los cristianos y más especificadamente para los llamados a la vocación de especial consagración. En el Código del Derecho Canónico, por ejemplo, indica que los «llamados por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica tienen derecho a una educación cristiana por la que se les instruya convenientemente en orden a conseguir la madurez de la persona humana y al mismo tiempo conocer y vivir el misterio de la salvación» (CDC 217).

En este mismo sentido humano formativo, en cuanto a la admisión de candidatos, resalta que «el Obispo diocesano solo debe admitir en el seminario mayor a aquellos que, según sus dotes humanas y morales, espirituales e intelectuales, su salud física y su equilibrio psíquico, y su recta intención, sean considerados capaces de dedicarse a los sagrados ministerios de manera perpetua» (CDC 241§1). Este canon y otros [63], en relación con el sacerdocio y la vida religiosa, resaltan las cualidades humanas necesarias y la suficiente madurez que exige la vocación de especial consagración.

El Magisterio de la Iglesia, por medio de su legislación y documentos conciliares y posconciliares, manifiesta la importancia de conocer y considerar los elementos constitutivos de la formación humana. Estos son necesarios para el discernimiento y para el proceso de configuración de la vida del candidato desde el principio de su itinerario vocacional. Por detrás de los cánones presentados, es posible captar una estructura antropológica que revela, de entre otros elementos, la recta intención y la idoneidad de los candidatos.

a)        Antes del Concilio Vaticano II

Antes del Concilio Vaticano II, algunos importantes documentos dan pistas sobre la importancia de la dimensión humana para la vocación. En el pontificado de Pío XII a mediados del siglo XX, acontece una gran evolución en la reflexión de los aspectos humanos de la formación sacerdotal. En este sentido, se avanza en la concepción de que la dimensión humana es la base de la formación de especial consagración y, consecuentemente, debe ser considerada en los candidatos a ella. A este respecto vale citar parte del discurso de Pío XII en el Primer Congreso Internacional de Carmelitas Descalzas:

«El edificio de la perfección evangélica ha de fundarse en las mismas virtudes naturales. Antes de que un joven se convierta en religioso ejemplar, ha de procurar hacerse un hombre perfecto en las cosas ordinarias y cotidianas: no puede subir las cimas de los montes si no es capaz de andar con soltura en el llano. Aprenda, pues, y muestre en su conducta la dignidad conveniente a la naturaleza humana: disponga decorosamente su persona y su presencia, sea fiel y veraz, guarde las promesas, gobierne sus actos y sus palabras; respete a todos, no turbe los derechos ajenos, sea paciente, amable y, lo que es más importante, obedezca a las Leyes de Dios. Como bien sabéis, la posesión de las virtudes llamadas sobrenaturales dispone a una dignidad sobrenatural de la vida, sobre todo cuando alguien las practica y cultiva para ser buen cristiano (…)» [64].

También la exhortación Menti Nostrae [65] supone un gran marco del Magisterio sobre la formación humana que da elementos vocacionales fundamentales para el discernimiento que lleva en consideración el desarrollo humano de los candidatos. Además de temas importantes como la imitación de Cristo, el apostolado y cuestiones de su tiempo sobre el clero, el presente documento, al hablar sobre la formación, ofrece las cualidades humanas que se esperan encontrar en la vida del candidato.

La idoneidad física y psíquica es presentada como criterios vocacionales, y las virtudes humanas como configuradoras de la formación del carácter: la austeridad y abnegación, amor a la verdad, responsabilidad y madurez de juicio, capacidades para tomar decisiones libres y conscientes, espíritu de obediencia, valoración de la castidad y de la pobreza. La exhortación sigue mostrando su preocupación con la formación intelectual a fin de que la persona sea capaz de reflexionar y elaborar respuestas frente a los desafíos. Además, valora una formación marcada por la vida común, normal y abierta a las distintas realidades de la sociedad.

Como ya se ha resaltado en el primer capítulo sobre la teología de la vocación, la gracia de esta actúa en la persona concreta, es decir, Dios se comunica y mantiene un diálogo con el ser humano integral que es el destinatario de la llamada divina. En este sentido, la presente exhortación sitúa a la Iglesia en el nuevo marco de la formación, seguido por el Papa Juan XXIII hasta las esenciales aportaciones del Concilio Vaticano II.

Aunque no es posible abarcar todos los documentos del Magisterio que tratan sobre la formación humana, la reflexión hasta aquí ha intentado sentar las bases sobre el tema, que será tratado en profundidad en los documentos conciliares y posconciliares. Asimismo, ha servido para obtener la atención de la Iglesia sobre esta dimensión en el recorrer de la historia, y dar comienzo aal desafío de garantizar y discernir la vocación. Acoger la gracia de la vocación en un proceso de discernimiento que considera la dimensión humana es fundamental para el desarrollo humano y vocacional del candidato.

b)        Optatam Totius

El decreto conciliar Optatam Totius surge de la necesidad de incluir la formación sacerdotal dentro del proceso de profunda renovación vivido por la Iglesia y propuesto por el Concilio Vaticano II. Por medio de este decreto, es posible verificar el esfuerzo de la Iglesia en asumir una formación humana y más integral del sacerdote. Así pues, se abría un nuevo horizonte pastoral, espiritual, intelectual y de formación humana en diálogo con los desafíos del mundo y con las ciencias, que pasan a colaborar con la necesaria formación integral y permanente del sacerdote. El principal desafío estaba en entender la formación desde una nueva comprensión del ministerio ordenado según el conjunto de los documentos conciliares.

Además de esta primera gran tarea, la Optatam Totius en su reflexión clarifica el concepto de vocación y ofrece importantes orientaciones para su discernimiento. La concepción de la vocación ofrecida por el decreto contiene elementos importantes constitutivos de la llamada vocacional. El primero es la vocación como “llamada de Dios al hombre a quien elige y dota de cualidades necesarias”; y el segundo, como “llamada de la Iglesia, a través de sus legítimos ministros, que tienen el deber de comprobar la existencia de esas cualidades que manifiestan la vocación”. Así, la vocación es «obra de la Divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los elegidos por Dios para participar en el sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, una vez reconocida su idoneidad, llamen a los candidatos que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y, una vez bien conocidos, los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia»(OT 2).

Aquí se hace notar, por un lado, la gracia de la vocación como iniciativa divina y la necesidad de una respuesta discernida a la llamada y, por otro, la finalidad de esta vocación, que es servir a Dios y a la Iglesia. El texto sigue presentando otros importantes elementos de la concepción humana que posibilitan, o no, a la persona para la vocación sacerdotal, como la idoneidad, la recta intención y la plena libertad.

Sobre el contenido más específico del decreto, cabe resaltar su preocupación con el fomento de las vocaciones como responsabilidad de toda la comunidad cristiana, con la finalidad de promover las vocaciones de especial consagración (cf. OT 2). Así pues, la Iglesia comparte con todo el pueblo de Dios la fundamental tarea de cultivar y colaborar en la formación de los candidatos al sacerdocio. Se configura así una misión eclesial de iniciación al misterio de la vocación [66].

La tarea de discernir la vocación va más allá de la promoción eclesial para las vocaciones. Implicaría una seria colaboración de formadores que necesitan «prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular» (OT 5). Además de personas formadoras, esta labor requiere también lugares de formación especializados que cultiven, comprueben y garanticen la vocación y una formación capaz de formar buenos pastores.

El decreto resalta la importancia de recoger en la historia de la persona llamada los signos de la vocación requeridos para el ministro ordenado como «la rectitud de intención y libertad de los candidatos, la idoneidad espiritual, moral e intelectual, la conveniente salud física y psíquica, teniendo también en cuenta las condiciones hereditarias» (OT 6). Todo eso, siempre en vista de la capacidad de los candidatos en suportar la futura misión sacerdotal y la pastoral que les compete.

Por tanto, el conocimiento profundo del candidato, también por parte de los formadores [67] en todas sus dimensiones, es de extrema importancia en cuanto al proceso de discernimiento vocacional para el bien de la persona y de toda la Iglesia. En los momentos de escasez y desafíos vocacionales que vive la Iglesia en la actualidad, continúa válida la orientación del decreto:

«En todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los alumnos, procédase siempre con firmeza de ánimo, aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque Dios no permitirá que su Iglesia de ministros, si son promovidos los dignos, y los no idóneos orientados a tiempo y paternalmente a otras ocupaciones; ayúdese a estos para que, conocedores de su vocación cristiana, se dediquen generosamente al apostolado seglar» (OT 6).

A continuación, el decreto destaca la importante dimensión espiritual en la formación (cf. OT 8-10) con un acento especial en la orientación cristocéntrica que busca la esencial configuración del candidato a Cristo, llamado a vivir en su existencia el misterio pascual del Señor, «puesto que han de configurarse por la sagrada ordenación a Cristo Sacerdote, acostúmbrense a unirse a Él, como amigos, en íntimo consorcio de vida» (OT 8). Así, la vocación presbiteral debe ser un camino claro y objetivo de configuración de toda la persona con Cristo.

La dimensión espiritual debe estar encarnada en la vida y en la historia concreta de los candidatos, a fin de que haya una formación espiritual que considere a la persona integralmente y se evite una espiritualidad angelical, es decir, alejada de la realidad. Por eso mismo, el decreto tratará de abordar la madurez humana y sus virtudes, en conformidad con la antropología cristiana y bíblica que asume la unidad del ser humano.

Sin duda, la dimensión humana-espiritual apoyada en una antropología cristiana y en los diálogos con las ciencias psicológicas puede ofrecer mejores resultados en el proceso de discernimiento y configuración del candidato a la vocación sacerdotal. Hay una íntima relación entre la condición humana de la persona llamada y la necesidad de asumir un proceso de maturación humana, en vista de vivir más plenamente la vocación. Así pues, es importante conocer la personalidad del sujeto donde se dará el proceso de formación.

Es posible sintetizar el tema de la formación humana en el decreto conciliar Optatam Totius, y resaltar en primer lugar la importancia de la educación cristiana que puede ser perfeccionada con las ciencias psicológicas y pedagógicas, junto con la visión aperturista de especialistas que colaboren con los formadores en situaciones más especiales. En segundo lugar, el decreto pone en evidencia algunos criterios necesarios para la madurez humana, como «cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres» (OT 11). Y, por último, las virtudes del ser humano, que deben estar en conformidad con aquellos que serán ministros de Cristo: «como son la sinceridad de alma, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad en las promesas, la urbanidad en el obrar, la modestia unida a la caridad en el hablar» (OT 11).

El gran misterio de la vocación involucra a la realidad humana y su desarrollo, en vista de crear las condiciones necesarias para una mejor configuración del ser humano a Cristo. Este itinerario vocacional, que conjuga la dimensión humana y espiritual, es fundamental para la maduración de quien desea responder a la vocación de especial consagración. No obstante, según el decreto, este proceso formativo cuenta con la disciplina como actitud interior, con la piedad, el silencio y ayuda mutua que prepara para la vida sacerdotal.

c)         Pastores Dabo Vobis

Es interesante acercarse de la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis sobre la formación de los sacerdotes como una actualización, continuidad y avance del Concilio décadas después de su realización. Entre el decreto conciliar Optatam Totius y la Pastores Dabo Vobis existen otras aportaciones [68] del Magisterio sobre el sacerdocio y su formación, que no serán desarrolladas en este trabajo. Sin embargo, las contribuciones más importantes son asumidas en la presente exhortación.

La presente exhortación comienza con una promesa de Dios a su pueblo que pasa por el don de la vocación sacerdotal: «os daré pastores según mi corazón» (Jr 3, 15). Esa promesa cumplida plenamente en Jesús, el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11), sigue presente en la vida de personas llamadas por Dios para asumir la misión de pastores en la Iglesia; personas que se dejan transformar por la gracia de la vocación que promueve, convierte y desarrolla su humanidad y camino vocacional. En definitiva, este documento pone en relevancia los elementos constitutivos de la dimensión humana, en cuanto a un discernimiento más auténtico de la llamada y un cuidado especial de la formación integral de los candidatos al presbiterado (cf. PDV 2).

Pastores Dabo Vobis está constituida por seis capítulos, con sus respectivos títulos: «Tomado de entre los hombres» (PDV 1-10), que destaca por la presentación de los desafíos de la promoción vocacional y de la vocación sacerdotal frente a la realidad social y eclesial; «Me ha ungido y me ha enviado» (PDV 11-18), que trata fundamentalmente de la naturaleza y misión del sacerdocio; «El Espíritu del Señor está sobre mí» (PDV 10-33), que pone de manifiesto la vida espiritual del sacerdote en relación con la santidad, la configuración a Cristo y la caridad pastoral, el ejercicio del ministerio, el radicalismo evangélico, la pertenencia a la Iglesia y la confianza en el Espíritu; «Venid y lo veréis» (PDV 34-41), que se centra en la pastoral vocacional eclesial; «Instituyó doce para que estuvieran con Él» (PDV 42-68), que se dedica especialmente a las dimensiones fundamentales de la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral, además de presentar los ambientes y protagonistas de la formación; y, por último, «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (PDV 78-81), que reflexiona sobre la formación permanente.

Al profundizar sobre las dimensiones de la formación sacerdotal, el documento resalta la dimensión humana como fundamento de toda la formación con las siguientes palabras:

“Sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario”. Esta afirmación de los padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su ministerio» (PDV 43).

Esta afirmación indica la necesaria atención con la dimensión humana, no solamente de los ministros ordenados, sino en todo el proceso de discernimiento vocacional que el candidato está llamado a vivir. Este cuidado especial debe comenzar en los primeros contactos para que desde la humanidad de la persona se abran espacios para cultivar las demás dimensiones de la formación: la espiritual en comunión con Dios y búsqueda de Cristo; la intelectual como inteligencia de la fe; y la pastoral como la dimensión que comunica a todos la caridad de Jesucristo, el Buen Pastor.

Estas cuatro dimensiones deben ser trabajadas integralmente para contribuir en la formación del sacerdote y en la capacitación para vivir su vocación ante los desafíos actuales. Sin negar la importancia de cada una de ellas, es necesario reconocer que la dimensión humana ocupa un lugar estratégico en la formación, pues en la experiencia concreta de la persona llamada se realiza el proceso de configuración a Cristo, que da identidad a vocación del presbítero y a su Ministerio.

Así pues, será importante resaltar los elementos constitutivos que configuran la formación humana según Pastores Dabos Vobis. El primero es el llamado que recibe el presbítero, «a ser imagen viva de Jesucristo cabeza y pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas» (PDV 43). Es decir, presenta a Cristo como modelo pleno del ser humano y de la vocación sacerdotal. En este sentido, el candidato precisa estar consciente de que es llamado a repetir en su existencia las obras y palabras de Jesús. Asumiendo así en su proceso vocacional el modo de proceder de Cristo, consagrando toda su vida a Él.

El segundo elemento configurador de la formación humana del sacerdote está íntimamente relacionado con el primero, pues para ser imagen viva de Cristo es necesario estar al servicio de los demás, comunicando la palabra, celebrando los sacramentos y guiando a la comunidad cristiana en la caridad. Este servicio pastoral en nombre de Cristo requiere cualidades humanas del sacerdote y consecuentemente del candidato que desea asumir tal vocación, a fin de que sean puentes y no obstáculos para el encuentro de Jesús con los destinatarios de su misión. Para eso, «el sacerdote será capaz de conocer en profundad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos» (PDV 43). No hay duda de que aquí se abre un largo camino de aprendizaje.

Otro elemento constitutivo de la dimensión humana abordado en la presente exhortación es el aspecto comunitario que exige a las personas con capacidad de relación y maduras para compartir la vida y la misión con los demás. «Elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y “hombre de comunión”» (PDV 43).

El proceso de consagración a Cristo y al servicio a los demás revela dos grandes desafíos de la formación que van unidos entre sí. Por un lado, la justa y necesaria madurez de la persona para la realización de sí misma; y por otro, la exigencia de esta misma madurez en vista del Ministerio presbiteral. Para eso, el decreto recoge los criterios que califican la madurez, que son «amar la verdad, la lealtad, el respecto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad de la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y comportamiento» [69] (PDV 43).

La exhortación hace clara mención a los candidatos al sacerdocio cuando destaca la importancia de una “preparación previa” humana, cristiana, intelectual y espiritual antes de ingresar al seminario[70]; y añade las cualidades necesarias del candidato, de entre las cuales están «la recta intención y un grado suficiente de madurez humana» (PDV 62). Tales cualidades exigidas al candidato en el inicio de su proceso vocacional son criterios imprescindibles. Este acompañamiento colabora con el desarrollo humano del candidato en su proceso vocacional, donde la Iglesia por muchos medios cuida los «brotes de vocación sembrados en los corazones» (PDV 63).

Al considerar cuidadosamente la formación humana, la Iglesia señala la gran responsabilidad que es asumir una vocación de especial consagración. Al entender la finalidad de la llamada vocacional de servir a Dios y a los demás como Jesús, es posible trazar un itinerario que pase necesariamente por la realidad humana a ser configurada. Así pues, acoger la gracia de la vocación se relaciona íntimamente con la tarea discernir conociendo a sí mismo y crescendo humanamente.

A este itinerario vocacional le acompaña el discernimiento que hace el candidato más consciente de la llamada y de su realidad humana para mejor responder a Dios. En relación con San Pablo, el mismo documento presenta un programa que considera elementos fundamentalmente importantes de la dimensión humana: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 9). Es decir, hay que mirar la realidad teniendo presente los elementos humanos propios de la vocación de especial consagración.

d)        Ratio Fundamentalis Intitutionis sacerdotalis

La primera Ratio Fundamentalis [71] surge dentro del horizonte de la renovación de la Iglesia propuesta por el Concilio para la formación de los presbíteros. Este es uno de los aspectos importantes a ser considerados en este documento. Así pues, además de ser una orientación universal de la Iglesia para la formación sacerdotal, la Ratio, atenta a los contextos y signos de los tiempos, es consciente de la necesidad de una formación única, integral, permanente y misionera que prepara al sujeto integral para su vocación.

La nueva Ratio [72] ha resaltado que «cada una de las dimensiones formativa se ordena a la transformación del corazón, a imagen del corazón de Cristo» (Ratio fundamentalis 89) y pone en evidencia la propia finalidad de la formación, que es preparar a la persona llamada a responder y vivir su vocación. ]Estos aspectos fundamentales de la formación son tomados, por ejemplo, de Pastores Dabo Vobis [73] y Optatam Totius [74]. La misma exhortación de San Juan Pablo II es bastante clara cuando se refiere a la integración de los aspectos de la formación integral:

«El camino hacia la madurez no requiere solo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación, sino que exige también y, sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, esta no solo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concreta como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús buen Pastor» [75].

Por lo tanto, la formación sacerdotal es también asumida en la Ratio en su dimensión humana, intelectual, espiritual y pastoral. Este punto de partida es importante pues llama la atención para la importancia de la “formación integral” dirigida a «persona en su totalidad, con todo lo que es y con todo lo que posee» (Ratio fundamentalis 92).

Una vez resaltado este equilibrio e integración sobre las dimensiones, ahora se dará una atención especial a la dimensión humana, que es lo que pretende este apartado, pero siempre atento a la natural e importante conexión que se puede establecer entre las demás dimensiones.

En el conjunto del documento que se comenta se recogen diversos elementos tratados por el Magisterio de la Iglesia [76] a ser considerados en la dimensión humana como la rectitud de intención y la libertad, las dotes morales, facultades intelectuales, salud física y psíquica, y posibles cargas hereditarias del candidato. Como ya se ha analizado anteriormente, la formación humana de los presbíteros y la preocupación con su madurez y virtudes siempre fueron temas de gran interés [77]. En este sentido, cabe resaltar que la Iglesia entiende la formación humana como fundamento de la formación sacerdotal y que, sin una adecuada formación humana, la vocación carecería de una base [78].

Por eso, la Ratio asume la formación humana como un trabajo permanente en la vocación presbiteral, que es «un proceso unitario e integral, que se inicia en el Seminario y continúa a lo largo de la vida sacerdotal, como formación permanente. Exige atención y cuidado en cada paso» (Ratio fundamentalis 53), pero sin desconsiderar las demás etapas, pone énfasis en la etapa discipular como momento especial para el desarrollo de una sana antropología.

Considerar la antropología de la formación en la etapa inicial principalmente en la que se conoce como propedéutico [79] es muy importante para «asentar las bases sólidas para la vida espiritual y favorecer un mejor conocimiento de sí que permita el desarrollo personal» [Ratio fundamentalis 59], que junto con el discernimiento vocacional, ya en la génesis del proceso coincide con el objetivo principal de este espacio formativo. Este lugar tan recomendado por la Ratio debe ser provisto de formadores propios, buscar una buena formación humana y cristiana y realizar una seria selección de los candidatos [80].

Desde el conocimiento de su propia historia y aceptación de su realidad humana, el candidato encuentra en sus potencialidades y fragilidades un gran camino de discernimiento y de formación. Su vida personal es el primer ámbito para discernir la vocación e integrarse humana [81]. Cuanto más consciente de su autobiografía, es decir, de «su propia historia, el modo como ha vivido la propia infancia y adolescencia, la influencia que ejercen sobre él la familia y las figuras parentales, la mayor o menor capacidad de establecer relaciones interpersonales maduras y equilibradas, así como el manejo sano de los momentos de soledad» (Ratio fundamentalis 94), tanto más auténtico y fructuoso será el discernimiento y consecuentemente su formación desde el propedéutico.

Después del propedéutico viene propiamente la “etapa discipular” que, según la Ratio, es un permanecer con Cristo que «implica un camino pedagógico-espiritual, que transforma la existencia, para ser testimonio de su amor en el mundo». En síntesis, es un seguimiento continuo de Cristo que transforma existencialmente la vida del discípulo llamado. Tal transformación y respuesta a la llamada vocacional empieza por la Palabra escuchada atentamente, guardada en el corazón y puesta en práctica [82], pues el candidato llamado a ser pastor discierne siempre la vocación a la luz de Palabra de Dios.

Este trabajo espiritual es también profundamente humano, pues en este camino vocacional, el candidato debe experimentar las fortalezas y debilidades de su humanidad con «la serenidad de fondo, humana y espiritual, que le permita, superada toda forma de protagonismo o dependencia afectiva, ser hombre de comunión, de misión y de diálogo, capaz de entregarse con generosidad y sacrificio a favor del Pueblo de Dios, contemplando al Señor, que ofrece su vida por los demás» (Ratio fundamentalis 41).

3.3.  Hacia la configuración a Cristo

Jesucristo es, como ya se ha afirmado en este trabajo, la clave absoluta para la comprensión del ser humano y de la vocación presbiteral. Solo en Él es posible discernir los rasgos humanos fundamentales a ser identificados y asumidos en el candidato y en la propia formación presbiteral. Por medio de la contemplación de la humanidad de Jesús, se va formando y madurando la personalidad del futuro pastor. Al contemplarlo, la persona elegida entra en un proceso de conformar sus deseos, motivaciones y toda su estructura antropológica a la luz del Evangelio.

Este proceso de configuración con Cristo es imprescindible para el candidato llamado a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5) y a transformar el corazón –en cuanto núcleo de la personalidad– para aprender a amar como Cristo [83]. En este sentido, es decir, unido a Cristo, él puede hacer de su vida un don para los demás en un camino formativo que renueve e integre todo sujeto. Esta es la esencial mirada de fe que el candidato al sacerdocio está llamado a tener delante de su historia personal, que lo hace acoger e interpretar la vida con plena responsabilidad y creciente confianza en Dios [84]. En este sentido, «conocerse a la luz del evangelio y desde la mirada de Dios (y no solamente por pura introspección psíquica o mediante un esfuerzo de superación ética) no es sobre todo una exigencia de la vocación sino una gracia derivada de ella misma» [85]. Por fin, según la Ratio, queda suficientemente claro que «la carencia de una personalidad bien estructurada y equilibrada se constituye en un serio y objetivo impedimento para continuidad de la formación para el sacerdocio» (Ratio fundamentalis 63). En este itinerario vocacional de la antropología de la formación pueden ser identificadas algunas de estas carencias, o “mundanidad espiritual” presentes en el candidato, como: «La obsesión por la apariencia, una presuntuosa seguridad doctrinal o disciplinar, el narcisismo y el autoritarismo, la pretensión de imponerse, el cultivo meramente exterior y ostentoso de la acción litúrgica, la vanagloria, el individualismo, la incapacidad de escucha de los demás y de todo tipo de carrerismo» (Ratio fundamentalis 42).

Son rasgos antropológicos y espirituales que contrastan con lo que se espera de la vocación presbiteral. Aquí se abre propiamente un largo camino de discernimiento que llevará a la superación de autoengaños en vista de una decisión vocacional menos condicionada y más libre de los afectos desordenados que acompañan a la persona llamada.

En este sentido, esta constante tarea solo es posible desde la gracia de Dios, que acompaña y colabora en los procesos de la madurez humana. Los grandes teólogos, atentos a los aspectos de la dimensión humana y de los procesos de madurez a la cual la persona llamada a vivir, alertan que «una recta y armónica espiritualidad exige una humanidad  bien  estructurada;  como  recuerda  Santo  Tomás  de  Aquino,  “la  gracia presupone la naturaleza”, y no la sustituye, sino que la perfecciona» [Ratio fundamentalis 93]. Esta gracia, que es la misma vocación, orienta la tarea de discernir la llamada que contiene herramientas psicológicas concretas para un auténtico aprendizaje, como se presentará en el último capítulo de este trabajo.

Conclusión

Este capítulo ha reflexionado fundamentalmente sobre temas de gran importancia para la vocación y el proceso de discernimiento vocacional que son los contextos culturales, la identidad de una vocación de especial consagración y la dimensión humana que ayudan al candidato responder más auténticamente a la llamada. Para eso, fue necesario hacer un itinerario teológico a la luz del Concilio Vaticano II y de algunos documentos posconciliares que revelasen una imagen presbiteral y, consecuentemente, un camino formativo humano para alcanzar este objetivo. Estos elementos, contexto-identidad-formación, son presupuestos orientadores para el discernimiento vocacional del futuro pastor.

Reflexionar sobre la gracia de la vocación y la tarea de discernir la llamada exigió de este trabajo una atención especial a la situación de la sociedad y del mundo de hoy. Los candidatos a la vocación presbiteral son hijos de su tiempo y la llamada vocacional acontece en el cotidiano de su realidad histórica social, eclesial, familiar que pueden favorecer o no en el surgimiento de sólidas vocaciones y mismo en la tarea de la formación humana. O sea, el contexto cultural puede configurar positivamente y negativamente la persona llamada y por eso, necesita ser conocido, interpretado y discernido.

En este sentido no se puede negar las grandes transformaciones culturales, sociales, políticas, religiosas que afectan profundamente los aspectos antropológicos de la persona llamada e influyen en su modo de ser y actuar. Desde la comprensión e interpretación de los contextos es posible encontrar pistas para entender mejor el ser humano y tratar de evitar que nuevas heridas frutos del secularismo, individualismo, materialismo, hedonismo e etc., sean abiertas en la iglesia y en sociedad.

 En medios de estos contextos culturales hace falta la clara consciencia de una identidad de la vocación presbiteral que da sentido a la llamada. No raras veces el candidato es confrontado con realidades que dificultan la acogida de la vocación, y solamente presentando a Jesús como referencial real y absoluto que motiva, forma y anima su vocación, el candidato puede encontrar verdadero sentido en este camino. En él se concentra todo contenido del discernimiento vocacional.

Para asumir la importante tarea de discernir la llamada, es fundamental tener la consciencia de los elementos teológicos espirituales que constituyen y dan identidad a la vocación presbiteral. Son ellos que ponen el candidato en una dinámica cuidadosa de la vocación y en un camino permanente de discernimiento, identificando «las mociones, los dones, las necesidades y las fragilidades, para ‘quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina’» (Ratio fundamentalis 43). Esta voluntad divina para su vocación solo puede ser encontrada y confirmada en la relación existencial con Jesús.

Los candidatos que piden un acompañamiento de su vocación obtienen una imagen del presbítero y de la vida religiosa desde su propia experiencia personal. No siempre estas referencias están debidamente purificadas y pueden contener elementos negativos y muy frecuentemente idealizados. Por eso, en el discernimiento vocacional es imprescindible acercarse a la verdadera imagen que da sentido a la vocación de especial consagración, para que así puedan configurar su vida a Jesucristo; exactamente como presentó el Magisterio de la Iglesia en sus documentos conciliares y posconciliares a la luz de las Sagradas Escrituras.

Este itinerario también demostró que la gracia de la vocación se encarna en la vida de personas concretas llamadas a asumir un largo proceso formativo de configuración de sus estructuras humanas desde los criterios y virtudes necesarios para una vocación presbiteral. En este sentido la dimensión humana fue ganando relevancia en la nueva concepción presbiteral y asumiendo un papel fundamental en la formación y en el discernimiento vocacional de los candidatos.

La formación humana de los candidatos encuentra un lugar de gran importancia en el proceso vocacional en vista de una formación personal que una e integre interiormente la persona, que la capacite para asumir la responsabilidad vocacional en el mundo que le ha tocado vivir y servir, y fundamentalmente que ayude en la configuración a Jesucristo. El contenido del itinerario vocacional que entrelazan los contextos culturales, la identidad de la vocación presbiteral y la formación humana está esencialmente en el encuentro con Jesús. En este sentido el reto es seguramente dejarse ser sorprendido por la novedad de este encuentro que atrae, transforma la vida e interpela constantemente la vocación presbiteral.

Así pues, este capítulo se centró en un itinerario vocacional donde a la luz de la gracia de la vocación fueran ofrecidos presupuestos teológicos, espirituales que orientan hacia un discernimiento desde los contextos, identidad y formación de la vocación presbiteral. La finalidad de este proceso es encontrar caminos concretos para que la persona llamada pueda acoger y responder con madurez al don de la vocación.

Aquí fueron presentados especialmente algunos elementos de la vocación presbiteral que movilizan mecanismos antropológicos y psicológicos de la vocación. Una vez que tales elementos vocacionales puedan dialogar con estas ciencias, el capítulo siguiente buscará aclarar algunos conceptos y criterios asumidos por la Iglesia a la luz de la antropología y de la psicología que dan una gran contribución e impulso para el discernimiento vocacional que requiere el sujeto integral y herramientas más integradoras.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Capítulo II

1.      Concilio Vaticano II, Optatam Totius (28 de octubre 1965).

2.      Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabos Vobis (Madrid: Ediciones Paulinas 1992).

3.      Cf. PDV 5.

4.      Transformaciones que pueden relacionarse con una liquidez de la cultura y de las relaciones humanas, como          denomina Z. Bauman. Ver: Z. Bauman, Modernidad líquida (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003).

5.      Juan Mª Uriarte – Ángel Cordovilla – José Mª Fernández-Martos. Ser sacerdote en la cultura actual.    (Santander: Sal Terrae, 2010), 17.

6.      Ibid.

7.      Amadeo Cencini. Sacerdote y mundo de hoy. Del post-cristianismo al pre-cristianismo. (Madrid: San Pablo, 2012), 8.

8.      Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre 2013), n.115.

9.      E. Royón, “«Sus heridas nos curaron». El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo”, Cuadernos de Espiritualidad 195 (2014), 39.

10.    Cf. PDV 10.

11.    Royón, 42.

12.    Ibid.

13.    J. Mª Rodríguez Olaizola, “Elegir hoy”, Manresa 73 (2001):134.

14.    Cf. Uriarte, 41.

15.    1bid., 23. Y cf. C. Domínguez Morano, “El sujeto que ha de elegir hoy, visto desde la psicología”, Manresa 73 (2001): 154.

16.    J. Mª Uriarte, “Servidores de la comunidad”, Sal Terrae 98/10 (2010): 899-908.

17.    Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser sacerdote en la cultura actual. (Santander: Sal Terrae, 2010), 24.

18.    Uriarte, “Servidores de la comunidad”, 900.

19.    Cf. PDV 7-8.

20.    Cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorom Ordinis (7 de diciembre de 1965), n. 8.

21.    Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser Sacerdote en la cultura actual, (Santander: Sal Terrae, 2010), 42.

22.    Lluís Casado Esquius. El análisis transaccional ante los nuevos retos sociales: adaptación a un mundo en cambio. (Madrid: CCS, 2016), 20.

23.    A. Cencini, “El sacerdote identidad personal y función pastoral. Perspectiva psicológica”, en El presbítero en la Iglesia, Sociedad de Educación, ed. A. Cencini – C. Molari – A. Favale – S. Dianich. (Madrid: Atenas, 1994), 72.

24.    PDV 12.

25.    Papa Francisco, tal documento en: Congregación para el clero. Ratio fundamentalis Institucionis (8 de diciembre 2016).

26.    Santiago Madrigal, “Ser sacerdote según el Concilio Vaticano II y su recepción postconciliar”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uríbarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 135.

27.    PO 3.

28.    LG 10.

29.    Ratio fundamentalis 31.

30.    3Santiago del Cura Elena, “El ministerio ordenado. Renovación y profundización de su teología en la estela del Vaticano II, en El Concilio Vaticano II. Una perspectiva teológica. Eds. V. Vide – J. R. Villar. (Madrid: San Pablo, 2012), 270, 239-300.

31.    Ver: Santiago del Cura Elena, “Sacerdocio común y sacerdocio ministerial: El sentido del ministerio ordenado en la Iglesia”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uribarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 159-196.

32.    PO 2, 3, 9, 11, 12, 18, 22, 34, 41.

33.    PDV 17, CIC 1547.

34.    PO 2.

35.    PO 2; LG 10-12.

36.    LG 9.

37.    LG 1; 2-4; AG 2-4.

38.    Madrigal, 126.

39.    LG 28.

40.    Santiago del Cura, 279.

41.    Madrigal, 135.

42.    Cf. Madrigal, 137: “el capítulo III de LG establece una secuencia precisa desde la preocupación misionera del CV II: primero el anuncio de la Palabra (LG 25), seguido de la función sacramental (LG 26) y de gobierno (LG 27)”.

43.    J. Frisque, “Decretos «PRESBYTEROROM ORDINIS» Historia y comentario, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, ed. J. Frisque, Y. Congar (Madrid: Taurus 1969), 157.

44.    Cf. Mc 16, 16.

45.    Cf. PO 4; Rom 10, 7.

46.    Cf. PO 4.

47.    Madrigal, 139.

48.    PO 5.

49.    Frisque, 163.

50.    Algunos textos del Nuevo Testamento sobre la autoridad como servicio: Mt 20, 25-28; Lc 22, 26-27; Jn 13, 13-15; 2 Cor 4, 5.

51.    Madrigal, 139.

52.    Frisque, 165.

53.    Todos los bautizados reciben un único llamado a la santidad. Pero, la forma de ejercer la santidad es diversa (cf. LG 41).

54.    Madrigal, 140.

55.    PDV 72.

56.    Benedicto XVI, A los presbíteros y diáconos de la diócesis de Roma, 13 de mayo de 2005.

57.    En general la figura del sacerdote queda descrita en el decreto Presbyterorum Ordinis: participa del ser de Cristo (PO 1-3) obra y anuncia la palabra en su nombre (PO 4), hace presente su sacrificio y su acción salvadora (PO 5), prolongando su acción pastoral (PO 6). Realiza su ministerio en la comunión y misión eclesial (PO 7-11) y en la vivencia de la santidad (PO 12-14) según el modo de proceder del Buen Pastor.

58.    A. Cencini, ¿Creemos de verdad en la formación permanente? (Santander: Sal Terrae, 2013), 29.

59.    Trabajada fundamentalmente en los puntos 1 y 2 del primer capítulo: “La Palabra de dirigida al ser humana como llamada” y “El ser humano que escucha la llamada divina”.

60.    Cf. J. Oliveira, “Antropología da formação inicial do presbítero”, Vida Pastoral 309 (2016), 25-30.

61.    Ángel Cordovilla, “El sacerdote hoy en su realización existencial. La escisión antropológica como momento de gracia, en Ser sacerdote en la cultura de hoy, (Santander: Sal Terrae, 2010), 64.

62.    L. Mª García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, CONFER 54/208 (2015): 455-474, 466.

63.    CDC 244; 642; 721§3; 1025; 1029; 1031.

64.    Pio XII, tal documento citado por Álvaro del Portillo en: Escritos sobre el sacerdocio (Madrid: Palabra, 1990), 30.

65.    Pio XII, Exhortación apostólica Menti Nostrae (23 de septiembre de 1950).

66.    Cf. E. Marcus, “Iniciación en el ministerio: condiciones del ejercicio de esta función eclesial”, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, dir. J. Frisque - Y. Congar (Madrid: Taurus, 1969), 433-436.

67.    La capacidad de discernir la vocación desde los elementos humanos requiere una selección y formación de los formadores como resalta OT 5: «han de elegirse de entre los mejores, y han de prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular».

68.    Como la primera Asamblea General de 1967 sobre la renovación de los seminarios, la segunda Asamblea General de 1971, acerca de los principios doctrinales y cuestiones prácticas sobre el sacerdocio ministerial, y la octava Asamblea General de 1990 sobre la formación sacerdotal en las circunstancias actuales.

69.    OT 11; PO 3, Ratio fundamentalis 51.

70.    Cf. PDV 62.

71.    De 6 de enero de 1970: La Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotales ofrece las instrucciones sobre los más diversos aspectos de la formación. Refierese a la normativa de Roma para las Iglesias particulares de todo el mundo; se caracterizan como las normas básicas que servirán para la elaboración de los planes formativos propios para cada diócesis.

72.    De 8 de diciembre de 2016.

73.    PDV 43-59.

74.    OT 4.

75.    PDV 72.

76.    Principalmente: OT 4; 8-11; PO 3-6; 8.

77.    Como OT 11: “(…) y complétense convenientemente con los últimos hallazgos de la sana psicología y de la pedagogía, por medio de una educación sabiamente ordenada hay que cultivar también en los alumnos la necesaria madurez humana, la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres”.

78.    PDV 43.

79.    Cf. Ratio fundamentalis 59-60; PDV 62.

80.    80Cf. Ratio fundamentalis 60.

81.    Ibid., 43.

82.    Cf. Ratio fundamentalis, 62.

83.    Cf.  A.  Cencini,  Los  sentimientos  del  Hijo:  itinerario  formativo  en  la  vida  consagrada (Salamanca: Sígueme, 2000), 135-136.

84.    Cf. Ratio fundamentalis, 43.

85.    García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, 458.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Introducción General

El título de nuestro trabajo posee en sí mismo un profundo significado que apunta el sentido y la dirección esencial por donde deseamos orientar esta investigación. La íntima relación entre la gracia de la vocación y la tarea de discernir la llamada lleva necesariamente a un encuentro primordial entre Dios, que dona la vocación, y el ser humano que en está abierto radicalmente a la gracia divina. De este fundamental punto de partida, se despliegan tres vectores que indican la pretensión de esta investigación: profundizar en la teología de la vocación, conocer los elementos de la espiritualidad de la vocación presbiteral y manejar categorías psicológicas que nos ayudarán a comprender en profundidad el dinamismo vocacional.

Tales vectores existen en función del discernimiento vocacional y cada uno de ellos forma las bases esenciales donde queremos sostener este proceso. En este sentido, nuestra tesis defenderá la revelación divina como llamada; la importancia de hacer llegar al candidato un previo entendimiento, espiritual y existencial, de la vocación a la cual se aspira y, por último, el necesario diálogo en clave vocacional entre la teología espiritual y las ciencias humanas que auxilia en el proceso del conocimiento y madurez de las personas en vista de un discernimiento más integral.

La certeza de que Dios continúa y continuará dirigiendo una llamada vocacional a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y las dificultades que se presentan desde el punto de vista personal y social para discernir, asumir y llevar adelante la vocación son las dos primeras motivaciones para esta investigación. Salvo la iniciativa divina, una vocación bien discernida, esto es, que tiene en consideración los vectores señalados y que serán desarrollados en los capítulos de este trabajo, abre mejores posibilidades para que la persona encuentre y responda auténticamente a su vocación. Si una persona manifiesta su vocación, es importante ayudarla a descubrirla y a trillar caminos de discernimiento y los contextos en todas sus dimensiones.

Los ruidos generados por las crisis vocacional y moral que ha vivido la Iglesia son asumidos en este trabajo como una tercera motivación y excelente oportunidad de acercarse de los fundamentos teológicos, espirituales y psicológicos que orientan la vocación en su dimensión más profunda. «Esto es valioso, porque sitúa toda nuestra vida de cara al Dios que nos ama, y nos permite entender que nada es fruto de un caos sin sentido, sino que todo puede integrarse en un camino de respuesta al Señor, que tiene un precioso plan para nosotros» (Christus Vivit 248) [1]. Conscientes de lo más esencial y de la elaboración de una sólida reflexión sobre la vocación en sus más diversas dimensiones, será posible dar un paso posterior hacia un trabajo pastoral más eficaz que ayude en la superación de los obstáculos del camino vocacional.

Para alcanzar los objetivos propuestos e intentar responder a las motivaciones expresadas en este trabajo, lo dividimos en tres capítulos con sus títulos y subtítulos que, concatenados entre sí, nos ofrecerán algunas claves para el discernimiento vocacional. Ante la amplitud del tema, hemos decidido metodológicamente, partir de la teología de la vocación general, pero con centrándonos en la vocación presbiteral. También cabe resaltar que, sin dejar de considerar las demás dimensiones de la formación, que es integral, optamos por profundizar en la dimensión humana para que, en un diálogo con la psicología, encontremos categorías equivalentes en vista de una mejor sistematización del tema.

El otro criterio metodológico a considerar se relaciona con las fuentes utilizadas para nuestra investigación. Hemos recorrido las Sagradas escrituras y utilizado el recurso de la interpretación bíblica en vista de una mejor comprensión de las llamadas vocacionales del Antiguo y Nuevo testamentos. Del mismo modo, analizamos e interpretamos algunos documentos conciliares y posconciliares del Magisterio como Lumen Gentium, Presbyterorum Ordinis, Optatam Totius, Pastores Dabos Vobis, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis. Para el diálogo con la psicología, recorremos a la Antropología de la vocación cristiana de Luigi Rulla como referencia, siempre apoyados por autores de la misma escuela psicológica que sientan las bases científicas a la argumentación.

Dicho esto, apuntar que el capítulo I se centrará en la reflexión sobre el don de la vocación en sus aspectos teológicos que implican una antropología, cristología y eclesiología. Estos elementos de la teología de la vocación son la base donde se origina, fundamenta y gana sentido todo el proceso vocacional. En este sentido, el capítulo mantendrá un orden: desde el momento en que Dios que se autocomunica creando, llamando y manteniendo una relación dialogal con el ser humano, hasta en el que el ser humano acoge la llamada en un constante proceso de conversión y configuración a Cristo.

El capítulo II presentará un itinerario teológico espiritual de la vocación presbiteral a la luz del Concilio Vaticano II y de algunos documentos posconciliares. Este camino tendrá tres etapas fundamentales que pretende revelar los contextos sociales y culturales que afectan a la vocación; una imagen presbiteral y un camino formativo como presupuestos orientadores para el discernimiento de los candidatos. En síntesis, la tríada contexto-identidad-formación apuntará hacia un horizonte concreto de la vocación presbiteral a ser conocido, discernido y asumido por el sujeto que aspira tal vocación.

Por fin, el capítulo III retomará los criterios eclesiales de la vocación presbiteral como la recta intención, la plena libertad y la idoneidad aclarando sus definiciones y ofreciendo indicadores objetivos para el discernimiento vocacional. Conscientes de los rasgos antropológicos y psicológicos que marcan este itinerario, el capítulo concluirá su reflexión exponiendo algunos aspectos de la Teoría de la autotrascendencia en la consistencia de Luigi Rulla. Así, apoyándonos en una antropología de la vocación cristiana, será posible apropiarnos de algunas categorías comunes que surgen del diálogo entre la teología de la vocación y la psicología, y avanzar hacia una sistematización integral del camino vocacional recorrido en este trabajo.      

Dicho lo cual, es importante resaltar la amplitud del tema y sus muchas y diversas conexiones, imposibles de abarcar en su totalidad. Más aún fui haciéndome consciente de los límites que existen para concretar algunos puntos de esta investigación teniendo en cuenta los grandes desafíos que la Iglesia, los formadores y candidatos enfrentan en la actualidad para discernir la vocación. Por eso, no se trata de dar respuestas cerradas a las cuestiones vocacionales acerca del discernimiento, sino de contribuir con el debate y posibilitar desde la teología espiritual y de otras ciencias humanas respuestas y prácticas más coherentes a la llamada divina en nuestros días.

Capítulo I: Teología de la vocación

Ante los desafíos que enfrentan la vida consagrada y presbiteral en la Iglesia universal, se entiende la urgente necesidad de una mejor comprensión teológica, antropológica, cristológica, eclesiológica en clave vocacional [1] para ayudar a superarlos. Con esto, en este capítulo se presenta una teología de la vocación, considerando algunos elementos fundamentales que constituyen la experiencia vocacional cristiana tan importante para la espiritualidad.

Dichos elementos de la vocación de especial consagración tocan en el núcleo de las reflexiones sobre la gracia de la vocación. Se asientan así las bases para un diálogo interdisciplinar entre la teología, la antropología y la psicología, y se posibilita un mejor conocimiento de la imagen de Dios –que llama– y del ser humano –que responde–, así como de las prácticas de discernimiento vocacional tan importantes para una elección más acertada y una existencia más coherente con la llamada recibida.

Ante la estrecha conexión entre la teología y la antropología, las imágenes de Dios y la concepción bíblica del ser humano serán entendidas aquí como dos realidades inseparables, pues en la antropología cristiana una no puede ser entendida sin la otra. En cuanto a la comunicación como vocación, Dios dirige su llamada al ser humano, este a su vez, apoyado en una antropología vocacional, es capaz de responder a su Creador y Señor.

El carácter dialógico relacional entre Dios y el ser humano es una clave que acompañará a toda la reflexión sobre la vocación en este capítulo. En un primer momento se conocerá la imagen de este Dios que habla a la persona y la invita a una vocación. En segundo lugar, se presentará una antropología basada en la comprensión bíblica que presenta al ser humano con un claro destino existencial. Esta experiencia teológica espiritual y vocacional se analizará también dentro de los contextos culturales, con el objetivo de lograr una mejor comprensión del tema.

Por lo tanto, el Dios que dirige una palabra a la humanidad, el ser humano que es capaz de escucharla y los contextos contemporáneos donde Dios continúa llamando serán la base de la teología vocacional, que se desarrollará a continuación. De estos temas generales se desarrollarán otros elementos que reflejen perfectamente el sentido de la gracia de la vocación y la tarea de la persona llamada a discernir.

1.   La Palabra de Dios dirigida al ser humano como llamada

1.1.  La comunicación es vocación

En la historia de la salvación, Dios se revela por la Palabra. Por medio de ella,

«Dios no solo comunica algo de sí, algo que está implícito en toda palabra, sino que pide algo a alguien, al que llama, manda, promete, juzga» [2]. En este sentido, es posible afirmar que la comunicación divina posee un gran rasgo vocacional que será desarrollado en este primer apartado como llamada creadora, dialogal y encarnada.

Dios se dirige al ser humano llamándolo a la existencia. Por la fuerza de su Palabra crea al ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27), le invita a un diálogo de amistad y le concede la gracia de la participación divina. Así pues, queda marcado desde el origen humano un itinerario que progresivamente conduce a la realización de la vocación del ser humano en su Creador y Señor.

El concepto bíblico del término latino vocare [3] ayuda a comprender la fuerza de esta Palabra en la propia historia de la salvación. Vocare es entendido con el significado de llamar, invitar y, finalmente, adjudicar un nombre a una persona. En este sentido, Dios dirige su llamada al ser humano, invita a una relación interpersonal e impone un nombre que genera una nueva identidad y configura la existencia de la persona, otorgándole la gracia de la vocación fundamental de ser hija de Dios [4] (cf. Jn 1, 12; 1Jn 3, 1).

La vocación es siempre una gracia donde Dios tiene la iniciativa libre y amorosa de salir al encuentro del ser humano y a él dirigir una llamada vocacional, que es fundamentalmente la participación en la vida divina. El Concilio Vaticano II expresa esta radical actitud de Dios con las siguientes palabras: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» [5] (DV 2).

Ante la primacía de la bondad y sabiduría de Dios, que se revela y dirige una llamada a la vocación, el ser humano no puede sino acoger, discernir y responder, asumiendo su tarea de colaborar con la gracia de la vocación recibida. Se profundizará sobre esta cuestión más adelante, en un segundo apartado sobre la antropología vocacional. Pero antes, vale resaltar que la persona también es libre para rechazar la llamada. En este sentido cuando por alguno motivo el ser humano resiste a la voluntad divina, su vida y vocación queda vacía, superficial y sin sentido.

En la historia de la salvación siempre ha tenido ejemplos de rechazo a la llamada divina. Además de la desobediencia del hombre a Dios después del relato de la creación (Gn 3, 6), o del miedo y desobediencia del profeta Jonás en no asumir la misión dada por Dios (Jon 1, 2-3], hay un clásico relato sobre “el joven rico” que muchas veces es utilizado como ejemplo de negativa a la llamada vocacional:

«Cuando se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? Jesús le respondió: - ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno fuera de Dios. Conoces los mandamientos: (…). Él le contestó: - Maestro, todo eso lo he cumplido desde la adolescencia. Jesús lo miró con cariño y le dijo: - Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después vente conmigo. A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó triste; pues era muy rico (…)» (Mc 10, 17-22) [6].

John R. Donahue y Daniel J. Harrington comentando sobre esta parábola afirman que en este caso a riqueza é retratada como un obstáculo para el joven rico seguir a Jesús. El rechazo a la invitación de Jesús surge de su reluctancia de asumir el estilo simple e itinerante del Maestro. En una última palabra, sus bienes eran obstáculos a la participación en misión de Cristo, o sea, en para responder libremente a la llamada divina [7].

«Y más importante aún es el hecho de que tanto las parábolas de las que se servía Jesús, como los lances de su ministerio ponen de relieve la seriedad y el alcance del desafío que planteaba y de la respuesta a la que urgía» [8]. La llamada de Jesús a su seguimiento es radical como se ve en la parábola del joven rico y la respuesta hay que ser libre, confiada y alegre para servir. Bien distinta de la respuesta del joven rico que a pesar de sus buenos valores y deseos, no le fue posible afrontar el estilo de vida propuesto por Jesús.

Independiente de la respuesta del ser humano, en la revelación, Dios se comunica con la humanidad. Él dirige una Palabra al ser humano donde refleja la voluntad divina. La acogida de la gracia de la vocación tiene lugar en la colaboración entre Dios ‒que viene al encuentro del ser humano‒ y la persona ‒que asume la libre tarea de discernir y responder a este llamamiento‒. Esta dinámica se da en una búsqueda constante busca de la voluntad de Dios para la realizarse vocacionalmente.

Este itinerario vocacional pasa necesariamente por la primacía de la Palabra de Dios dirigida a la persona. Junto a esta relación fundamental donde Dios se comunica en clave vocacional, será posible captar la imagen de un Dios cercano, pues «solo se puede comprender a Dios que llama a alguien, cuando en su llamada comunica algo de sí y propone un mensaje de salvación» [9]. Así, la revelación de Dios se caracteriza por una llamada creadora que salva, como se explicará a continuación.

1.2.  Un Dios que llama creando

La persona que se siente llamada en algún momento experimenta en su vida un Dios «personal y trinitario, revelado en las tres personas divinas, que se comunica ‘desde arriba’ (Ej 31) en el don de la creación, en la kénosis de la encarnación y en la inhabitación del Espíritu Santo, haciendo ser, vivir y obrar en el ámbito de lo divino» [10]. Esta experiencia que se da entre el Creador que se comunica con su criatura es fundamental para revelar la imagen de Dios que llama creando, por la fuerza de Su Palabra.

El papa Benedicto XVI afirma que «la creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura. Por tanto, la salvación del hombre es el motivo de todo» [11] (VD 9) y esta salvación ya empieza por una llamada creadora. En este sentido, es posible relacionar la creación y la salvación como vocación fundamental del ser humano. La fe en Dios creador toma forma concreta en el primer artículo del Credo, sostenido en el relato bíblico de Génesis sobre la creación, donde Dios crea por Su Palabra. También, como destaca Ruiz de la Peña:

«En varios lugares se habla de la creación por la palabra. Como Dios llamó a Israel para hacer de él su pueblo (Is 45, 3-40; Is 48, 12; Is 54, 60), así llama las cosas al ser (Is 48, 13: Yahvé llama a los cielos y estos comparecen ante él) (…) La creación, pues, es ya inicio del diálogo histórico-salvífico; el mundo, como la historia, no se construye según una secuencia anónima de causas y efectos, ni está al arbitrio de una fuerza ciega, sino de un ser personal, dialogal, que piensa, quiere y llama a las criaturas» [12].

El diálogo histórico-salvífico del Dios que llama el ser humano desde la creación se realiza en una experiencia personal, donde Dios se dirige a la persona por el nombre. Este hecho confiere, además del conocimiento íntimo en el trato de Dios con su criatura, una existencia e identidad al ser llamado. Ruiz de la Peña ayuda a comprender que «en las culturas semíticas, el acto de nombrar conlleva una potestad cuasi omnímoda, que lo que no tiene nombre no existe, y que el nombre de una cosa, al notificar su identidad, le otorga su capacidad funcional, es el ser mismo de la cosa» [13].

Así pues, es posible entender que la creación abarca también una llamada vocacional en que la persona renace existencialmente. Este acto libre y amoroso de Dios de llamar al ser humano por el nombre transforma radicalmente su vida:

«Aquí se percibe también la fuerza de la llamada, de la vocación, que a veces va acompañada de un nombre nuevo (Simón será Cefas, latinizado como Pedro; Saulo de Tarso será Pablo), con toda la implicación que supone de una nueva existencia, de una nueva realidad que se recibe en la llamada y que se constituye en ella y a través de ella» [14].

En los padres de la Iglesia es posible encontrar la base que fundamenta una teología del nombre, en cuanto a la vocación cristiana y bautismal. Cuando se bautiza a la persona nacida de nuevo en el Espíritu, esta asume una nueva identidad y recibe el nombre que la identifica como nueva criatura de Cristo [Gal 6, 15; 2 Cor 5,17]. Así habla Gregorio de Nisa sobre los que recibieran por el bautismo la gracia de ser llamados cristianos:

«Ya que esta gracia nos ha sido dada de lo alto, es justo que antes que nada consideremos la magnitud del don, para que demos dignamente gracias a Dios, que tanto nos ha dado; después, que nos mostremos en nuestra vida conforme exige la grandeza de este gran nombre» [15].

Cuando Dios llama a la persona obsequiándola con la vocación cristiana por el bautismo, la hace nacer en su ser divino como hija en el Hijo. En este sentido, relacionando la vida del cristiano con Cristo, Gregorio de Niza señala en su obra Sobre la vocación cristiana que asumir esta nueva vida es al mismo tiempo un don y supone una gran exigencia. El don de ser creado, llamado por el nombre a participar de la vida de Cristo, y la exigencia de discernir esa llamada fundamental para reflejar a Cristo en toda su vida.

Así, la creación puede ser considerada como la primera llamada de Dios al ser humano creado a Su imagen y semejanza [Gn 1, 27]. En este acto vocacional, la criatura, al mismo tiempo que recibe su condición creatural, recibe también su origen y su destino divino, que se realiza únicamente en la relación con su Creador. Dios «llamó a la existencia lo que no existía» [Rm 4, 17], dándole vida, nombre y una vocación cristiana. Esta creación como llamamiento, además de criar al ser humano, lo invita a una nueva existencia que solo puede ser sostenida en una profunda y constante relación dialogal entre el Creador y su criatura, que es capaz de garantizar un coloquio vocacional que revela a Dios que llama, crea y acompaña con Su gracia.

1.3.  La vocación como relación dialogal

El Dios que se revela en la experiencia vocacional es radicalmente el Otro y, por lo tanto, distinto del ser humano. Esta diferencia está marcada principalmente por la realidad pecadora de la criatura llamada desde su creación. El padre de la Iglesia Gregorio de Nisa reflexiona sobre la vocación cristiana e indica que, basándose en las Escrituras, «la primera plasmación del hombre fue a imagen de la semejanza de Dios» [16] y que, frente a la negación humana al proyecto divino donde genera el pecado, «la buena nueva del cristianismo es la restauración del hombre a su primitiva dignidad» [17] que se da para siempre en Jesucristo.

Según Benedicto XVI, la relación entre el Dios que llama con Su Palabra y el hombre que responde con su existencia apunta para Cristo, pues «estamos verdaderamente llamados por gracia a conformarnos a Cristo, el Hijo del Padre, y a ser transformados por Él» (VD 22). Esta referencia cristológica es la única garantía de que haya un coloquio vocacional sostenido en la misericordia de Dios que interpela y conduce al ser humano a responder la llamada con gratitud y generosidad.

La comunicación de Dios con el ser humano que, desde Su bondad infinita, que dirige Su Palabra acercándose a la fragilidad humana, revela la capacidad de la persona en acoger la llamada de Dios, por haber sido ella misma creada para un destino de salvación. Todo eso tiene su raíz en Dios que mira a la persona con amor, es decir, que pone su mirada y su gracia en el ser humano e inicia un diálogo de salvación. Esto es, Dios sitúa sus ojos de misericordia en la persona y le ofrece su favor.

La gracia fundamental de la vocación es garantizada por antecedencia, pues Dios viene al encuentro con el ser humano, al que acompaña y con el que mantiene siempre abierto un diálogo de amor y misericordia y, a pesar de sus debilidades, el Señor en su infinita bondad y fidelidad le confía una vocación y espera una respuesta de amor y servicio.

En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en la contemplación para alcanzar el amor (Ej 231-237) [18], es posible captar claramente la imagen de un Dios que desea y realiza una relación de diálogo amoroso con la persona: «el amor consiste en comunicación de las dos partes» (Ej 231): de Dios que se comunica regalando dones de la creación, salvación y mantiene siempre abierto el dialogo; y del ser humano que «enteramente reconocido, pueda en todo amar y servir a su divina majestad» (Ej 233), entregando su ser a Dios. La respuesta del ser humano al Señor que lo sostiene con la gracia de la vocación como comunicación está sintetizada en la propia oración de San Ignacio vivida desde el punto de vista de una respuesta a la llamada vocacional:

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta» (Ej 234).

En la «Contemplación para alcanzar el amor», en el «Principio y fundamento» y en toda la dinámica de los Ejercicios Espirituales, puede ser vista la importancia de relación dialogal de Dios con su criatura. San Ignacio en la anotación 15 señala que «deje inmediatamente obrar al Creador con la criatura y la criatura con su Creador y Señor» [Ej 15]. Es decir, un obrar de comunicación amorosa permanente de la parte de Dios que alimenta y mueve la vocación del ser humano a una respuesta cotidiana y existencial.

Solo desde esta experiencia, es posible adentrarse en el misterio de la vocación como relación dialogal que transforma la vida. Una relación en la cual Dios cuenta con el ser humano para tejer un “coloquio vocacional”, donde Él es el dador de la gracia de la vocación y el ser humano el que acoge, con la tarea de discernir y asumir existencialmente esta llamada. En este coloquio, Dios espera la participación libre y consciente de la persona que escucha y acoge la Palabra y obra en la vida extendiendo este diálogo al mundo.

2.   El ser humano que escucha la llamada divina

2.1.  La capacidad de acoger la llamada

El Catecismo de la Iglesia Católica trata sobre la capacidad humana de acoger la Palabra: «porque ha sido creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene capacidad de conocer y acoger la revelación de Dios» [19]. En esta relación fundamental del Creador con su criatura se entiende que «toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina» (VD 24). Es decir, hay una existencia vocacional sostenida en la Palabra de Dios que debe ser escuchada por la persona en vista de la comunión. «Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado a un diálogo divino» [20] (GS 19) y necesariamente a una vocación. Pero, como cuestiona el salmista, « ¿qué es el hombre para que Te acuerdes de él (…)?» (Si 8, 4).

El carácter dialógico explicado hasta aquí de la relación del Creador con su criatura conduce necesariamente a una antropología teológica vocacional; es decir, a un acercamiento a la persona desde las Escrituras. En su conjunto, del Antiguo al Nuevo Testamento, «la Escritura entiende lo que la persona humana es, en su núcleo más radical, desde el destino de lo que está llamada a ser: reproducir la imagen del Hijo» [21]. Con este horizonte esencial de la vocación cristiana, se desarrollará este apartado.

El relato bíblico de Génesis, ya en el capítulo uno, ofrece una comprensión del ser humano fuertemente relacionada con su proctología y escatología, su vocación original y final: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 1, 26]). Desde aquí se abre al ser humano un itinerario vocacional, que empieza por la gracia de Dios de llamar creando y consecuentemente donando la vocación, y continúa en un largo proceso de discernimiento y configuración a Cristo, principio y fundamento de su vida y vocación.

En las experiencias vocacionales de la Biblia que implica esta fundamental relación Creador-criatura en el horizonte de una antropología cristiana y vocacional, «Dios le descubre al hombre su carácter de ser libre, ratifica su índole personal y responsable» [22]. Aquí el ser humano se pone delante de su “Señor y Creador”, consciente de su realidad, pero también capaz de responder a la llamada con el drama de la libertad, que es propio de la realidad humana. Solo en esta relación totalmente abierta y libre para Dios, dirigida a realizarse en Cristo y sostenida por la gracia del Espíritu, puede entenderse a la persona en su dinámica existencialmente vocacional.

Aquí se observa claramente uno de los rasgos fundamentales de la antropología vocacional y de la teología espiritual, que es afirmar que el ser humano es capaz de la gracia de la vocación que llega por la Palabra. Esto es, esencialmente creado y elegido a obedecer a la voluntad del Padre como Jesús. El papa Benedicto XVI señala que «cada hombre se presenta como destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en diálogo de amor mediante su respuesta libre» (VD 22). En este sentido es interesante recordar la siguiente afirmación sobre lo que piensa Von Balthasar:

«El hombre tiene ante todo una estructura responsorial. Todo lo que el ser humano puede hacer ante Dios es de carácter responsivo. El hombre es siempre respuesta (Antwort) a la palabra eficaz o la acción elocuente (Tatwort Gottes) siempre primera de Dios. El ser humano ha sido creado con esta disposición radical de capacidad de acoger, escuchar y responder a esta Palabra performativa de Dios» [23].

La capacidad que tiene el ser humano de responder libre y responsablemente a Dios es un elemento clave en una antropología vocacional bíblica y relacional. Esto no significa que sea una relación entre iguales, sino de respuesta obediente del humano a su Señor y Creador. En esta relación, la persona dotada de libertad puede incluso negar la orientación del proyecto de Dios para su vida, frustrando así su vocación mediante la desobediencia. En síntesis, el buen uso de la libertad humana consiste en la obediencia filial a Dios que expresa la capacidad de acoger positivamente la llamada y asumirla en la existencia, como en diversos ejemplos en las Sagradas Escrituras.

2.2.  Las llamadas vocacionales en la Biblia [24]

Dios dirige su llamada a personas concretas en la historia. Como indicó el estudio del exegeta y cardenal Martini sobre la vocación en la Biblia, será posible captar elementos los esenciales que constituyen la llamada vocacional en algunos relatos bíblicos importantes como de Abraham, Moisés, Samuel, Jeremías y en los Evangelios sinópticos. Con eso, se hará notar la dinámica vocacional y sus dimensiones fundamentales presente en estos textos de las Escrituras.

a)        La vocación en Abraham

En la vida de Abraham como llamada, o como juramento (Lc 1, 72-73) y promesa (Hch 7, 17; Ga 3, 16), queda clara la iniciativa divina de Dios que hace una alianza y se manifiesta (Hch 7, 2) al ser humano. La respuesta humana a la llamada divina es posibilitada por la fe, que marca fuertemente la vida de Abraham, corroborada en la carta de San Pablo a los Gálatas: «Ahí está el ejemplo de Abraham: Creyó a Dios y ello le fue tenido en cuenta para alcanzar la salvación» (Ga 3, 6). Una fe que resiste a las pruebas y tentaciones (Hb 11, 17-19) presentes en la vida humana.

El texto de Hb 11, 8: «Por la fe, Abraham obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión y salió sin saber a dónde iba». Es una importante relectura de la llamada de Abraham, que resalta la obediencia total por la fe. Aunque ese relato sea considerado una llamada, Martini ayuda a comprender que:

«El verbo llamar no aparece nunca en todo el ciclo de Abraham para expresar una acción de Dios con él. El uso del verbo “llamar”, referido a la vocación, comienza con los Cánticos del Siervo de Yahvé. “Yo, el Señor, te llamé según mi plan salvador, te tomé de la mano” (Is 42,6). Es aquí precisamente, en este versículo concreto, donde se plantea por primera vez en la Biblia el tema vocacional» [25].

Así que considerar la experiencia de Abraham como llamada confirma la tesis de que, por su Palabra, Dios dirige una llamada al ser humano. En este sentido, esta Palabra divina comunicada a la persona es una categoría fundamental de la vocación. En esta perspectiva, Dios llama a Abraham desde su realidad histórica: tierra, parientes, casa de su padre (Gn 12, 1). Él «es un hombre que se siente puro y simplemente alcanzado por Dios en su identidad para iniciar una historia» [26]. Es decir, llamado por Dios, en su realidad concreta y con un objetivo, que específicamente está relacionado con una tierra y un pueblo.

Con lo visto hasta aquí, es posible destacar cuatro importantes características de la vocación de Abraham. En primer lugar, es el llamamiento de una persona concreta para muchos: «Ya desde el principio este acontecimiento vocacional manifiesta la relación entre singularidad y universalidad que hay siempre en toda vocación» [27]. En segundo lugar, está la fe absoluta de Abraham en un Dios que no termina por aclarar su tarea. Después, vale resaltar que este llamamiento fundamentalmente es una invitación, no una imposición de Dios, que cuenta con la libertad de Abraham. Por último, la ruptura con el pasado y su historia anterior en vista de un futuro completamente nuevo.

b)        La vocación en Moisés

La vocación en la vida de Moisés transcurre de modo progresivo como un largo camino que lo conduce a lo que Dios quiere de su vida. Martini, desde el texto de Hch 7, 20-40, observa tres etapas de este itinerario a las que llama respectivamente «educación de Moisés» (Hch 7, 20-22), “generosidad y desilusión de Moisés” (Hch 7, 23-29) y, por último, “descubrimiento de su vocación” (Hch 7, 30-40).

Moisés vive un largo proceso de preparación, en vista de descubrir su verdadera vocación. Desde la educación, él recibe una buena formación egipcia; es generoso cuando intenta defender y vengar el sufrimiento de su pueblo con sus propias fuerzas, y experimenta la desilusión huyendo para el desierto. Todo esto conduce a Moisés a una conversión que va de la autoconfianza centrada en sí mismo a una mayor conciencia de la realidad y absoluta confianza en Dios. Dios le llama desde la zarza por el nombre y le envía para liberar su pueblo de la esclavitud.

La iniciativa divina, que va al encuentro de Moisés en el desierto y lo llama para una misión liberadora, marca fuertemente su itinerario vocacional como progresión. Aquí se hacen notar importantes rasgos de su vocación: la primacía de Dios y el llamamiento hacia fuera, de servicio, que garantiza el sentido bíblico de la vocación; y la comprensión progresiva de la vocación vivida por muchos hombres y mujeres de la Iglesia, como vivió con San Ignacio de Loyola [28], por ejemplo, que desde su conversión experimentó procesos de búsqueda de la voluntad de Dios y consecuentemente de conciencia progresiva del llamamiento.

c)         La vocación en Samuel

Es fácil referirse a Samuel como un ejemplo vocacional, debido principalmente al relato bíblico de 1S 3, donde Dios dirige a él su Palabra: «Vino el Señor, se acercó y le llamó como las otras veces: ‘¡Samuel, Samuel!’. Samuel respondió: ’Habla, que tu siervo escucha’» (1S 3, 10). Esta narrativa y su continuación configuran un esquema típico de la llamada: Dios llama por el nombre y le confía una misión. Llama la atención el carácter directo de la llamada divina a Samuel, que es elegido por Dios para una misión profética.

Es interesante resaltar también el ambiente familiar como un aspecto importante para la vocación de Samuel. Su propia madre hace esta bonita oración de entrega de su hijo a Dios: «Señor mío, te ruego que me escuches, yo soy la mujer que estuvo aquí, junto a ti, rezando al Señor. Este niño es lo que yo pedía, y el Señor me ha concedido lo que lo pedí. Ahora, yo se lo cedo al Señor; por todos los días de su vida queda cedido para el Señor» (1S 1, 25-28).

Llamado por el propio Dios que toma la iniciativa, Samuel acoge la palabra divina, pero tiene la tarea de discernir e interpretar la voluntad de Dios para su vida y para el pueblo de Israel. Hay una llamada total en la vida de Samuel que extrapola la referencia vocacional de 1S 3, como se ha resaltado al principio. Esta globalidad de su vocación consiste principalmente en congregar y unir al pueblo: «Samuel es un instrumento de unidad para su pueblo. Esto nos parece fundamental para entender cualquier vocación al sacerdocio. La vocación es siempre un medio de unión, de estímulo, de fomento del deseo de unidad y de fraternidad del pueblo de Dios» [29].

d)        La vocación en Jeremías

En Jeremías, el crecimiento de la fe está relacionado con la experiencia vocacional. Fe y vocación son dos elementos referenciales en la dinámica espiritual vivida por Jeremías, que pasa por la fe receptiva, oblativa y la madurez de la fe. En cuanto receptiva, el profeta está llamado a acoger con total confianza el don vocacional, que tiene su origen y fin en la primacía absoluta del amor de Dios. Esa primera etapa del itinerario es fundamental y debe estar presente de alguna manera en toda la experiencia.

Sin embargo, la fe receptiva, para que no sea pasiva, ingenua e infantil, debe ser purificada: «tener un Padre bueno y pendiente de nuestras necesidades no significa que la vida va a ser fácil y que no habrá problemas» [30]. Con esta conciencia, Jeremías prueba los fracasos y se prepara para lo que Dios le pedirá y para una nueva dimensión de la fe que implica una tarea oblativa.

Una vez que Jeremías se experimenta totalmente en las manos de Dios, él da un paso más, que refleja su compromiso con la Palabra divina. El compromiso responsable y la reforma de conducta moral que exigen un proceso vocacional son de fundamental importancia en el desarrollo de la experiencia de la fe. No obstante, esta necesita ser siempre discernida para no caer en dinámicas de gratificación, moralismo y ciegas observaciones cultuales que olvidan la globalidad de la llamada sostenida en la ley del amor: «Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33).

Según Martini, Jeremías llega al núcleo de su experiencia vocacional y de la madurez de la fe «cuando logra que el pueblo pase de la experiencia de la observación mecánica de ley a la promesa de un nuevo encuentro, de una nueva relación personal con Dios» [31] para que observen y vivan la Ley desde una perspectiva completamente nueva que se fundará plenamente en la amistad con Dios por Cristo. Esta relación entre Dios y el ser humano, cuando madura, está abierta a la comunidad, a la Iglesia y a la humanidad.

Hay un entrelazamiento indisociable entre fe y vocación en la experiencia de Jeremías que se extiende a todo ser humano. Sin embargo, es esencialmente en Jesús que vivió la respuesta libre y obediente a la voluntad del Padre, donde esta estrecha relación se hace transparente.

e)        La vocación en los Evangelios sinópticos

Para entender más profundamente el tema vocacional en los Sinópticos, Martini divide los temas que considera importantes en cinco grupos: «referidos a los Doce (Mc 3, 13; Mt 10, 1); sobre llamadas concretas (Mc 1, 20); llamadas dirigidas a los pecadores (Mc 2, 17; Lc 5, 29-32; Mt 9, 10-13); invitación al banquete de las bodas (Mt 22, 3-4; Lc 14, 16-17); y un texto no sinóptico paralelo al Evangelio de Lucas (Hch 13, 2)» [32].

El primer llamado narrado en Mc 1, 16-20 es un paradigma para todas las demás llamadas que se seguirán en el Evangelio de Marcos (Mc 2, 13-15; Mc 3, 13-19; Mc 6, 6b-13). Esta llamada consiste en algunos elementos esenciales presentados por John R. Donahue y Daniel J. Harrington: “la iniciativa es siempre de Jesús; las personas llamadas están involucradas en el trabajo cotidiano; el llamado es una forma de una invitación clara para el seguimiento; la respuesta al llamado es inmediata; la llamada no es privado, sino es un estar con Jesús y los demás” [33]. En este sentido último, la misión es un elemento fundamental de la llamada cristiana como se notará más claramente en llamada a los Doce.

Si se tiene como referencia el primer grupo, que habla específicamente sobre la institución de los Doce (Mc 3, 13), será importante contextualizar este relato bíblico para captar mejor los elementos vocacionales que él ofrece. En el contexto de Marcos 3, «Jesús se retiró con sus discípulos hacia el lago y lo siguió una gran multitud (…)» (Mc 3, 7). Aquí se destaca la gran muchedumbre con su carácter universal (personas de Galilea, Judea, Jerusalén, Idumea, Tiro y Sidón) y con diversas necesidades humanas y espirituales (enfermos y endemoniados). Es justamente en medio de estas realidades donde ocurre el llamamiento de los Doce.

El texto central narra que Jesús «subió después al monte, llamó a los que quiso y se quedaron con él» (Mc 3, 13). La Palabra divina se dirigió a cada uno por el nombre:

«Simón, a quien dijo el sobrenombre de Pedro; a Santiago, hijo de Zebedeo y a su hermano Juan, a quienes dio el nombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el hijo de Alfeo; Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el que lo entregó» (Mc 3, 16-19).

Los Doce, uno a uno, escuchan sus nombres, acogen la llamada y se unen a Jesús. Ellos entienden que la llamada es una elección para estar junto a Jesús. No se trata de escuchar la llamada vocacional para inmediatamente hacer cosas. Según el texto, es necesario antes subir la montaña, por Jesús, pues es un «lugar de contacto sagrado con Dios, lugar de oración, de la adoración, de la Revelación de la Palabra» [34]. Este llamamiento de los Doce a estar con Jesús es muy original y de fuerte rasgo personal. Estar con Él para aprender a ser como Él. Aquí de desborda una teología vocacional del discipulado que parte de una llamada de Jesús y une dos aspectos que son fundamentales e inseparables: permanecer en Jesús y ser enviado. Así, «estar con Jesús y ser enviado, no son dos actividades distintas» [35].

Estos textos revelan una experiencia vocacional de personas llamadas a seguir Jesús. Además de los elementos ya presentados, ellas son normalmente caracterizadas por una fuerte experiencia del Dios de Jesús que lleva a la persona a uno estilo de vida radicalmente nuevo, orientado únicamente por el modo de proceder de Jesús que se aprende estando con él y asumiendo un largo y profundo proceso de conversión y configuración de la vida a la vida de Él.

Los relatos de la Escritura sobre la vocación parten siempre de la iniciativa de Dios que dialoga llamando al hombre. Por tanto, en las narraciones más que una búsqueda del hombre hacia Dios, se encuentra la absoluta búsqueda de Dios al ser humano. La tarea de una respuesta por parte de la persona será siempre secundaria, frente a primacía divina y marcada por una gran necesidad de conversión y discernimiento.

2.3.  La Conversión: llamados a discernir

La gracia de la vocación presentada en los relatos bíblicos ayuda a entender cómo la Palabra de Dios va tomando, para algunos, forma de llamada divina. Esta llamada asumida en la historia personal y comunitaria del pueblo de Dios fortalece la necesidad de conversión, donde la persona llamada está invitada a una respuesta discernida que transforma toda la vida por el modo de proceder de Jesús.

El llamamiento divino que llega al corazón del ser humano lo debe transformar radicalmente, pues la verdadera conversión es un paso esencial en el itinerario hacia una vocación específica en la Iglesia. Esta transformación interior que exige la vocación es acompañada y sostenida por Dios, que al mismo tiempo es transcendente, totalmente Otro e inmanente, que actúa en lo más íntimo de la persona revelándose en las mociones del espíritu.

Antes incluso de la conversión de la persona llamada, Dios en primer lugar lo llama, crea y se revela en su corazón. «Que Dios se revele en las mociones del espíritu personal significa que Dios es capaz de adecuarse al espíritu humano sin violentar esa libertad o consciencia personal» [36]. En este sentido, Dios siempre espera de la persona una respuesta de conversión coherente con su vocación.

Conversión «en el sentido general indica cambio de vida; dejar el comportamiento habitual de antes para emprender otro nuevo; prescindir de la búsqueda egoísta de uno mismo para ponerse a servicio del Señor. Conversión es toda decisión o innovación que de alguna manera nos acerca o nos conforma con la vida divina» [37]. Con esta definición de conversión es posible comprender una clara relación con la vocación cristiana que pide transformación, salida de sí mismo y decisión de la vida a Cristo.

Además de esto, la conversión como una respuesta a la llamada de Dios es marcada por la capacidad de discernir los espíritus a la luz de la voluntad divina, como fue en la vida de San Ignacio [38]. La experiencia de conversión en el itinerario vocacional incita al sujeto a la concienciación de importantes aspectos de este camino, asumiendo su realidad y responsabilidad en este proceso por medio del discernimiento.

Aquí se hace importante dar espacio a luz del Espíritu, que capacita al ser humano con la gracia de discernir para responder la llamada y convertir la vida. El Espíritu ilumina para el discernimiento e impulsa a una decisión que le cambia la vida. Esta apertura al Espíritu conduce al conocimiento de los movimientos que agitan el corazón de la persona llamada. Con el ejercicio del discernimiento de los espíritus y más consciente de las mociones interiores, ella no se adelantará al Espíritu de Dios, pero buscará continuar con la voluntad del Padre consagrándose al Hijo, concretando así el deseo de Dios para su vida y misión.

Gregorio de Nisa, antes de San Ignacio, hace un elogio a la capacidad de conversión discernida que está al alcance del ser humano en su búsqueda de responder a su vocación cristiana. Este proceso es vivido por la persona siempre en la perspectiva de cambio para mejor:

«El hombre en su capacidad de cambio no solo tiene propensión al mal. En efecto, le sería imposible vivir en el bien, si su naturaleza solo le inclinase hacia su contrario (…). La más hermosa consecuencia de esta capacidad de cambio estriba en la capacidad de crecer en el bien, en el progreso hacia lo mejor, cambiando siempre lo que ya está bien cambiando en algo aún más divino» [39].

El diálogo abierto con Dios provoca una constante conversión del ser humano en la medida en que él es capaz de responder y discernir la llamada. Esta llamada vocacional es siempre una invitación a la conversión, a un cambio existencial de vida que conduce a elección fundamental de consagrar la vida a Jesucristo. En este sentido, el discernimiento es un importante rasgo de la antropología vocacional, donde el cristiano encuentra la condición de posibilidad para una respuesta obediente a la invitación divina y consecuentemente a realización de su vocación.

2.4.  Jesucristo, la Llamada hecha carne

Jesús es el llamado por excelencia. Es la Palabra absoluta y encarnada que Dios ofrece y dirige a la humanidad, en vista de la salvación de todos. En los relatos bíblicos del Bautismo (Mc 1, 11) y de la Transfiguración (Lc 9, 35), se escucha la voz del Padre que confirma a Jesús como el Hijo amado y elegido. Además, el Padre invita a escuchar a su hijo: Palabra hecha carne. En principio fue presentada la palabra que llama a la existencia y a la relación dialogal, ahora esta Palabra llama al seguimiento de una persona concreta.

En Jesucristo está el camino concreto para la realización plena de la vocación del ser humano. «La vocación en el Antiguo Testamento era una relación directa entre Dios y el hombre; ahora esa relación se verifica solamente a través de Jesús, por medio de Jesús» [40]. En este sentido, en la vocación de Jesús está la fuente y la inspiración para toda vocación cristiana. Por los misterios de la vida de Cristo, Dios se comunica plenamente a la humanidad y dirige el destino vocacional del hombre.

El prólogo del Evangelio de Juan, al revelar que la Palabra de Dios es Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne, desvela el significado más profundo de la Palabra entendida como llamada. Es decir, la Palabra ahora dirigida al ser humano es plenamente manifestada en la totalidad de la vida misma de Jesús. Sus palabras, su mirada y sus acciones interpelan y llaman a los Doce (Mc 3, 13-16); a los cuatro primeros discípulos (Mc 16, 1 -20); a Andrés, Pedro, Felipe y Natanael (Jn 1, 35-51), a Leví (Mt 9, 9), al joven rico (Mt 19, 16-22), así como a vocación de Pablo (Hch 9, 1-30; Hch 22, 3-21; Hch 26, 9-23; Ga 1, 11-24; 1Co 15, 8-11). En todos estos relatos, Jesús se convierte en clave para entender la vocación.

La vocación del ser humano encuentra su verdadero sentido en la imagen de Jesucristo. La persona desde su origen está llamada a ser hija en el Hijo, partícipe de la misma filiación de Jesús (Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef 1, 5). El texto de la carta de San Pablo a los romanos expresa con claridad este destino cristológico del hombre:

«Sabemos que todo ocurre para el bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio. A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera él el primogénito de muchos hermanos. A los que había destinado los llamó, a los que llamó los hizo justos, a los que hizo justos los glorificó» (Rm 8, 29-30).

La antropología cristiana expresada en estos versículos presenta al ser humano como llamado a realizar su vocación en Cristo. Solamente en Él la persona entiende su destino y puede asumir un itinerario de cristianización. La vocación humana se revela y se realiza en la relación filial, obediente y libre de Jesucristo al Padre. En la constitución pastoral Gaudium et Spes se encuentra una dinámica cristológica que sintetiza bien esta realidad:

«El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).

3.   La Iglesia comunidad de los llamados

3.1.  La dinámica eclesial de provocación

En un sentido común, la Iglesia puede ser entendida como un grupo de personas llamadas. El Nuevo Testamento asume esta misma línea y se encuentra fuertemente marcada en los escritos paulinos, donde en numerosas ocasiones Pablo se refiere a los cristianos como “los llamados” (Rm 1, 6; Rm 8, 28; 1Co 1, 2; 1Co 1, 9; 1Co 1, 24; Hb 9, 15]. Para profundizar aún más en el significado de este término Iglesia:

« (…) procede del latín ecclesia, que a su vez deriva del griego ek-klesia. Detrás de ekklesia está el verbo kaleo, que significa precisamente llamar, convocar. Klesis significa llamada en griego (…). Así, ekklesia designaría al grupo de los llamados; hoy diríamos de los llamados por Dios con la fuerza del Espíritu al seguimiento del Señor Jesús» [41].

Es interesante percibir como la vocación define el propio ser da Iglesia que en su nombre carga el significado de llamada y vocacionada. De hecho como ya señalado, la Iglesia es formada por aquellos que son llamados y forman el grupo de los convocados. Por eso, así dice el Concílio en Lumen Gentium (LG) que «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia» (LG 9) [42]. Aquí Deus hace claramente una con-vocación.

La fuerza de la llamada divina está dirigida a la Iglesia. En los relatos bíblicos vocacionales, presentados anteriormente, es posible encontrar una dinámica que relaciona a la persona llamada con los contextos de la comunidad como pueblo de Dios, en el Antiguo Testamento, y como Iglesia, en el Nuevo Testamento. Así, como el ser humano es llamado por Dios y creado a la imagen y semejanza de la Trinidad, la Iglesia recibe esa misma llamada, que es convocada en la Trinidad y creada en ella como comunidad de fe.

Una vez llamada, la Iglesia como comunidad debe asumir y mantener viva la Palabra en la oración personal y comunitaria, en la lectura de las Escrituras, en la liturgia celebrada y en la praxis de la fe. En este sentido, escuchar la llamada significa abrir el corazón (Hch 16, 14), poner la Palabra en práctica (Mt 7, 24) y perseverar en la obediencia a la voluntad de Dios (Rm 1, 5; Rm 10, 14ss; Rm 16, 26). En resumen, la Iglesia asume su vocación en una dinámica de acogida de la Palabra y transmisión a los demás como provocación a la santidad.

Como ya reflexionado, cada vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección del Padre: «Por él, antes de la creación del mundo, nos eligió para que por el amor fuéramos santos» (Ef 1, 4). La vocación a la santidad es don de Dios ofrecida a todos, pero, nunca fuera de la Iglesia (cf. LG 9). En este sentido se comprende desde ya que la eclesiología es una dimensión esencial e inseparable de la vocación cristiana, pues, encuentra en ella su mediación, su reconocimiento y realización, y un camino de misión y servicio a Dios, a la propia Iglesia y al mundo.

La dinámica de provocación eclesial es también un desafío para que la Iglesia continúe siendo señal que reflete a luz de Cristo mediante todas vocaciones que existe en la Iglesia. Además de luz que sea también instrumento que hace resonar la llamada divina en el mundo y en el corazón del ser humano. Y finalmente que en su triple ministerio de anunciar la Palabra, celebrar los sacramentos y servir en caridad pueda ser provocadora de muchas vocaciones.

3.2.  Lumen Gentium en clave vocacional

La Lumen Gentium es un documento fundamental del Concilio Vaticano II, pues devuelve al seno de la Iglesia una nueva imagen como pueblo Santo de Dios, formada por todos los bautizados que participan del Sacerdocio único de Cristo (cf. Hb 5,1-10), y en Él son transformados y santificados por el Espíritu Santo. La idea general de Iglesia asumida en este Concilio se hace notar en la estructura y división de los capítulos de la Lumen Gentium. Madrigal [43] recoge de G. Philips la siguiente clave de lectura:

«Los capítulos se presentan dos en dos; los dos primeros hablan del misterio de la Iglesia, primeramente en su dimensión transcendente, luego en su forma histórica como pueblo de Dios; los capítulos tercero y cuarto describen la estructura orgánica de la comunidad eclesial, los pastores y los seglares, jerarquía y laicado; seguidamente, el documento plantea la misión santificadora de la Iglesia, común a todos los miembros del pueblo de Dios, dando una relevancia específica a la vida religiosa. El último díptico o pareja de capítulos asocia el desarrollo escatológico de la Iglesia con la figura de la Virgen María y su participación en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia, modelo del ideal cristiano y de la Iglesia ya consumada» [44].

Esta síntesis sobre la eclesiología del Concilio Vaticano II pone en relieve la íntima relación entre la llamada divina y la Iglesia. Como hemos visto anteriormente, Dios comunica su misterio en la historia, a las personas y estructuras concretas como la Iglesia que, según la constitución, es «un pueblo reunido con la unidad del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo» (LG 4). Todo pueblo de Dios es convocado en la Trinidad a participar del proyecto del Padre, en la misión del Hijo y animados por la obra santificadora del Espíritu. Es decir, la vocación de la Iglesia tiene su origen en el misterio más profundo de Dios.

La fuente de la santificación de la Iglesia brota de la Trinidad, como don que sale de sí misma y que se entrega en Cristo Jesús a la humanidad por el Espíritu. Es tarea de la comunidad de fe acoger este don y vivir en comunión y amistad con Dios, adhiriendo a Cristo y alimentándose de la Palabra que la transforma. La Iglesia «recibe de este modo la filiación adoptiva, se convierte en pertenencia de Dios y participa del misterio de Amor trinitario» [45], viviendo así su vocación más plenamente.

Dado este paso inicial de recuperar la dimensión mistérica y vocacional de la propia Iglesia, es importante asumir como base de la teología de la vocación de la Lumen Gentium la concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y la llamada universal a la santidad. La Iglesia entendida como "Pueblo de Dios" está sostenida en el sacerdocio común de los fieles donde cada cual, según los dones recibidos, participa del sacerdocio único de Cristo. Es importante resaltar que este concepto está relacionado, por ejemplo, con vocaciones del Antiguo Testamento como la de Abraham y Moisés. Estos relatos prefiguran y preparan la Nueva Alianza sellada en Jesús para la salvación de toda la humanidad (LG 9), el nuevo pueblo santo de Dios formado según el Espíritu y no en la ley.

La respuesta de los bautizados que forman la Iglesia no se sostiene en la ley por la ley, sino en una respuesta existencial, libre y amorosa al Dios de la Alianza que se revela llamando y, por eso, elige un pueblo y convoca a la Iglesia a reunirse en nombre de la Trinidad. «Esta es la única razón y la condición de posibilidad de entrar en comunión con el designio eterno de Dios» [46], que llama su pueblo a ser santificado y a mantener viva la Alianza de salvación.

Después de la noción de pueblo de Dios, el segundo aspecto a ser considerado en esta reflexión es la vocación universal a la santidad. Por la vocación bautismal, todos los cristianos y toda la Iglesia está llamada a la santidad: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Para eso, recibieron la gracia de la vocación, la cual debían conservar y perfeccionar.

Esto es posible, pues Cristo amó a la Iglesia como esposa, se entregó por ella, para santificarla (cf. Ef 5, 25-26), y la unió a sí misma como su cuerpo, fortaleciéndola con el don del Espíritu Santo. Esta santidad se manifiesta en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles y que se expresan en muchas formas de vida. Así pues, los caminos para responder a esta llamada universal a la santidad son diversos e influyen en la existencia y en el modo de relación con Dios. Al igual que todos son llamados a una vocación fundamental, como diversas veces enseña el Concilio; en la historia de la salvación y de la Iglesia es posible encontrar distinciones y especificidad en las vocaciones.

3.3.  Hacia las vocaciones específicas

Después del acercamiento a la vocación desde el punto de vista más bíblico del cual fue posible sacar algunas conclusiones de la experiencia vocacional, y antes de seguir hacia las vocaciones específicas, es necesario tener una definición más objetiva del termo vocación. Del latin vocatio, vocación es fundamentalmente el encuentro entre dos libertades: la de Dios y del Ser humano. En el uso más habitual y cotidiano su termo es aplicado a la inclinación de una persona a desempeñar una función. La definición del diccionario de la Real Academia Española sintetiza en pocas líneas la vocación como «la inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de la religión. Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera» [47].

Una definición que abre el concepto de vocación tanto para la teología como para las ciencias humanas es encontrada en el Diccionario Teológico de la Vida Consagrada y la define como:

«Una inspiración o moción interior por la que Dios llama a una persona determinada a un determinado estado de vida. Sin negar las mediaciones humanas, se afirma que en toda vocación auténtica la iniciativa es de Dios. A la vez las ciencias humanas se ocupan de las disposiciones naturales y de las influencias socioculturales que determinan o condicionan la mayor o menor aptitud de una persona para determinada profesión o actividad humana» [48].

Esta interdisciplinariedad que caracteriza la vocación y está apuntada en esta definición es muy importante en el proceso vocacional. El capítulo tercero de este trabajo se utilizará del diálogo entre teología y ciencias humanas desde la perspectiva vocacional. Pero ahora es suficiente una definición más teológica que sintetiza y refleja lo que ha sido estudiado hasta aquí. Que la vocación, «Vista desde la perspectiva de Dios se presenta como la iniciativa de Dios que se da y, al darse, llama. Por parte del hombre la vocación es una invitación, una interpelación a la que hay que dar una respuesta. Por consiguiente la vocación es un don que se realiza en un diálogo: presupone la iniciativa de Dios y solicita la respuesta del hombre» [49].

Las vocaciones específicas nacen fundamentalmente del bautismo que integra a todos como parte del pueblo de Dios y llamados a la santidad. La respuesta al llamamiento divino se expresa de muchas maneras en cada uno de aquellos que, en su estado de vida, buscan la perfección de la caridad y la edificación del prójimo; dos de los rasgos esenciales de toda vocación. Los diferentes tipos de vocación eclesial son fundamentalmente la vocación laical, matrimonial y de especial consagración como la vida consagrada y el ministerio ordenado. La vocación presbiteral será el objeto de estudio en el capítulo siguiente.

Respecto a la participación de todos en el único sacerdocio de Cristo, la Lumen Gentium, por ejemplo, hace una clara distinción entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, mostrando cómo cada persona llamada puede responder a la vocación de un modo específico:

«El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda Eucarística y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10).

Los caminos y los medios para responder el llamamiento a la vocación específica pasan, en primer lugar, por la caridad que Dios ha difundido en los corazones, por el Espíritu Santo. Para que esta caridad fructifique, es necesaria la escucha atenta de la Palabra de Dios y, con su ayuda, cumplir en las obras su voluntad, participar activa y frecuentemente de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, y en las demás celebraciones litúrgicas, aplicándose constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio fraterno actuante y en el ejercicio de todas las virtudes (cf. LG 42).

La vocación de especial consagración de los religiosos aparece de modo arraigada en la práctica de los consejos evangélicos que desvela al mundo un admirable testimonio y ejemplo de esta santidad (cf. LG 39). Por medio de la pobreza, castidad y obediencia, ellos se entregan totalmente al servicio del Reino y buscan la configuración a Jesucristo. De este modo, son señales del Reino de Dios en la gracia de la vocación recibida y asumida como forma de vida.

En el itinerario de toda vocación, sea laical o de especial consagración, hay un continuo proceso de santificación que parte de la Trinidad, por iniciativa del Dios esencialmente santo, alcanza la vida y la historia por Cristo y persevera en los designios de salvación por la fuerza y obra del Espíritu Santo. Esto requiere, según Arzubialde, una relación continua de la criatura con su Creador, caracterizado por su santidad de:

 « (…) trascendencia infinita y autocomunicación; por su amor y fidelidad, por obrar conforme a su naturaleza que es el Amor; por estar en sí y fuera de sí siendo siempre alteridad, relación, participación y comunión; y por hacer que su ser trinitario y divino, su santidad, se convierta a su vez en el fundamento de toda creación y en el sentido último de la vida humana en su perenne evolución» [50].

Tal evolución, infinitamente progresiva, nace de la gracia de la vocación recibida en el bautismo. De este sacramento se despliegan todas las demás vocaciones y las ponen en un horizonte existencial, donde la búsqueda de la voluntad divina se encuentra en la realización vocacional que implica una dinámica de acogida de la llamada y constante actitud de discernimiento. Este trabajo seguirá profundizando en cómo este proceso se da en las vocaciones de especial consagración.

Conclusión

Delante de las crisis vocacionales, numéricas y existenciales que influyen fuertemente a la realidad eclesial, surge el riesgo de buscar soluciones rápidas y superficiales para enfrentar el problema. Sin embargo, ante la necesidad de comprender y hacer una teología de la vocación, esta reflexión quiso acercarse al fenómeno vocacional a partir de las categorías teológicas-espirituales que constituyen fundamentalmente la vocación cristiana.

La teología de la vocación es una parte importante de la reflexión teológica espiritual. Su principal tarea en este apartado fue comprender desde la revelación de Dios como llamada, de la antropología cristiana y de la concepción eclesial del Concilio Vaticano II, hasta las claves vocacionales que permiten establecer las bases para una experiencia vocacional que considere, en cierta medida, la globalidad teologal de este tema.

En esta reflexión teológica sobre la vocación, los rasgos bíblicos y doctrinales ayudarán a aclarar la dinámica vocacional que ponen los presupuestos para el discernimiento, para la elección y, finalmente, para una existencia más plena de la llamada. Para eso, todo el capítulo fue ordenado desde el Dios que habla al ser humano, de la persona que acoge la llamada y de la Iglesia como lugar de provocación.

Este trabajo busca reflexionar, por tanto, sobre la esencial llamada de Dios al ser humano que aconteció y continúa ocurriendo en la historia de la salvación. Tal perspectiva permitió hacer un itinerario vocacional, donde Dios se comunica llamando; una llamada que es creadora e impulsa a una relación dialogal que se sostiene en un coloquio vocacional del Creador con su criatura. De esta comunicación amorosa se desarrolla la vocación siempre como respuesta a iniciativa divina.

Así pues, se entiende que la gracia de la vocación parte de la iniciativa libre y amorosa de Dios. Él es el autor de la vocación, queda claro que la llamada es misterio divino revelado y ofrecido al ser humano concreto. Es decir, una llamada a la vida, a la realización plena de la persona, que solamente es posible desde la relación con Dios. La comprensión de la vocación como don, donde la primacía divina ocupa un lugar esencial en el itinerario vocacional, es seguramente uno de los rasgos divinos más importantes.

Escuchar, acoger, discernir esta llamada es una tarea importante del ser humano que implica una antropología vocacional. Los relatos bíblicos vocacionales de Abraham, Moisés, Samuel, Jeremías, así como la institución de los Doce, abrieron horizontes de posibilidades para que cada ser humano responda a su vocación nunca cerrada en sí misma. Se constató que ella siempre parte de la iniciativa divina que se comunica, de la capacidad humana de abrirse para acoger con libertad la llamada. Una llamada que afecta a la existencia, que confiere nueva identidad y se dirige siempre a la conversión discernida que consagra la vida a Jesucristo: la llamada hecha carne y el vocacionado por excelencia.

También la Iglesia, como comunidad de fe, es convocada por la Trinidad y llamada a ser imagen del Hijo. Por el bautismo, todos están llamados a la santidad. Sin embargo, existen al mismo tiempo semejanzas y diferencias en las distintas vocaciones, como presenta la Lumen Gentium. Con eso, este capítulo deja abierta una profundización de las vocaciones específicas de especial consagración, como la vocación sacerdotal y la vocación a la vida religiosa, que será abordada a continuación. Asimismo, conocer los rasgos fundamentales de estas vocaciones específicas en el segundo capítulo ayudará a dar un paso más en el diálogo entre la teología de la vocación, la psicología y la antropología, en vista del discernimiento vocacional.

En la teología de la vocación, la llamada divina fue presentada en un proceso de revelación donde Dios se autocomunica con la persona. De esta experiencia primordial se despliegan elementos teológicos fundamentales, pero también, apunta a una vocación específica en relación a sus contextos culturales, su identidad vocacional y su formación. Estos aspectos claves a ser trabajos en el segundo capítulo ayudan para el acercamiento al candidato desde su cultura e historia, a conocer bien la identidad vocacional a ser asumida y el camino formativo humano para mejor responder a la llamada. En este sentido, la espiritualidad de la vocación presbiteral a la luz de la tríada, contexto- identidad-formación quiere ofrecer horizontes seguros para un auténtico discernimiento vocacional.

Con el fin de alcanzar un resultado más objetivo y que sirva de orientación para las demás vocaciones de especial consagración, el siguiente capítulo se concentrará en la vocación presbiteral que abarca en muchos aspectos elementos de la vida consagrada. Pues, los contextos culturales, la identidad esencial de la vocación cristiana y la importancia de la antropología de la formación están presentes y son fundamentales para toda vocación.

Estos elementos se articulan en la medida que la identidad esencial de la vocación (presbiteral) es necesariamente el horizonte que se trata de alcanzar por medio de la formación del candidato que es un sujeto integral y cultural. Esta dinámica requiere un esfuerzo personal y eclesial que apunta para la fundamental tarea de discernir y asumir la llamada vocacional.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Introducción

1      Francisco. Exhortación Apostólica Postsinodal Christus Vivit (Madrid: San Pablo, 2019).

Capítulo I

1      Cf. G. Uríbarri, “La vida cristiana como vocación”, Miscelánea Comillas 59 (2001): 525-545.

2      Carlo María Martini, La vocación en la Biblia. De la vocación bautismal a la vocación presbiteral (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1997), 20.

3      Lothar Coenen, “Llamada”, en Diccionario teológico del Nuevo Testamento 3, dir. Mario Sala y Araceli Herrera (Salamanca: Sígueme, 1993), 9-15.

4      Algunos ejemplos de este itinerario vocacional es encontrado en Moisés (Ex 3, 4-6), Samuel (1Sm 3,5), Isaías (Is 6, 1-7), Jeremías (Jr 1, 4-10) y en otros modelos que serán presentados en este mismo trabajo.

5      Concilio Vaticano II. Dei Verbum (18 de noviembre de 1965), n. 2. Para los documentos del

6      Concilio usaremos la edición de: Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Documentos pontifícios complementários (Madrid: BAC, XCMLXV).

7      Las citas bíblicas y abreviaturas están tomadas de la Biblia del Peregrino (6ª ed.).

8      Cf. Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, The Gospel of Mark (Collegeville: The Liturgical press, 2002), 307.

9      James D. G. Dunn, La llamada de Jesús al seguimiento (Santander: Sal Terrae, 2001), 44.

10    Martini, 21.

11    Ángel Cordovilla, “Al hablar al Padre, mi amor se extendía a toda Trinidad”, en Dogmática Ignaciana: Buscar y hallar la voluntad divina [Ej 1], ed. G. Uribarri (Bilbao: Mensajero – Sal Terrae, 2018), 75.

12    Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), n. 9.

13    Ibid., 42.

14    Uríbarri, “La vida cristiana”, 529.

15    Gregorio de Nisa, Sobre la vocación Cristiana, Introducción, traducción del griego y notas de Lucas F. Mateo Seco (Madrid: Ciudad Nueva, 1992), 44.

16    Gregorio de Nisa, n. 20, 35-36.

17    Ibid.

18    Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Introducción, textos, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases, S.J, 5ª ed. (Santander: Sal Terrae, 1985), 134 - 135.

19    Catecismo de la Iglesia Católica. Catecismo de la Iglesia Católica: Compendio (Madrid: Asociación de Editores del Catecismo, 2005) n. 36.

20    Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes (7 de noviembre de 1965), n.19.

21    Uríbarri, “La vocación cristiana”, 532.

22      Juan L. Ruiz de la Peña. Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander: Sal Terrae, 1996), 34.

23    A. Cordovilla, “La mística en la teología del siglo XX”, Estudios Eclesiásticos, 93, n. 364 (2018): 20-21.

24    Para este tema ver: Carlos María Martini – Albert Vanhoye, La llamada de la Biblia. 2ª ed. (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1983); Jesús Luzárraga, Espiritualidad bíblica de la vocación (Madrid: Paulinas, 1984); Xabier Pikasa, Llamados por su nombre. La vocación, estudio bíblico (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1998).

25    Martini, 44.

26    Ibid., 46.

27    Ibid., 48

28    Además de San Ignacio, Martini cita otros santos que vivieran la vocación como progreso: San Camilo de Lelis y San Benito (Cf. Martini, 64).

29    Martini, 91.

30    Ibid., 99.

31    Martini, 103.

32    Cf. Martini, 110: en el Evangelio de Juan, la clave para entender la vocación es el envío: “Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20, 21).

33    Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, 76-77.

34    Martini, 114.

35    Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, 127.

36    Ángel Cordovilla, “Al hablar al Padre, mi amor se extendía a toda Trinidad” en Dogmática Ignaciana: Buscar y hallar la voluntad divina [Ej 1], 75.

37    Tullo Goffi, “Conversión”, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, dir. Stefano de Fiores, Tullo Goffi, Augusto Gerra, (Madrid: Paulinas, 1991), 356.

38    El discernimiento está en el origen del cristianismo. Pero, ha sido Ignacio el que ha sistematizado la práctica de discernir en los tiempos modernos para la búsqueda de la voluntad de Dios. (Cf. Cordovillas, 80). Con todo eso, hay otras sistematizaciones y contribuciones igualmente válidas.

39    Gregorio de Nisa, 84.

40    Martini, 117.

41    Uríbarri, “La vida cristiana”, 538.

42    Concilio Vaticano II. Lumen Gentium (21 de noviembre de 1964), n. 2.

43    Santiago Madrigal, El giro eclesiológico en la recepción del Vaticano II. (Santander: Sal Terrae, 2017), 77-94

44    Madrigal, 86.

45    Santiago Arzubialde, Justificación y santificación (Santander: Sal Terrae, 2016), 264.

46    Ibid., 272.

47    4Diccionario de la Lengua Española, s.v. “conversión”.

48    L. González Quevedo, “La vocación en la Biblia”, en Diccionario Teológica de la Vida Consagrada, dir. A. Aparicio – J. Canals (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1989), 1824-1849.

49    B. Tadeusz, “Vocación”, en Diccionario Teológico Enciclopédico, dir. L. Pacomio – V. Mancuso (Estella: Verbo Divino, 1995), 1034 -1036.

50    Arzubialde, 271.

Redacción de abideinchrist.org

"Tomás el incrédulo." Es una expresión común, incluso en nuestro lenguaje moderno. Se refiere a uno de los discípulos de Jesús que se asocian a menudo con una sola palabra: la duda. Él es visto como un pesimista natural, un hombre muy responsable para tomar el punto de vista abatido esperanza del futuro y ver el lado más oscuro de todo. Tiene los ojos de la oscuridad de la muerte. "Señor, no sabemos a dónde vas y cómo podemos saber el camino?" No tenemos ninguna duda de que amaba a Jesús, incluso lo suficiente como para estar dispuesto a ir a Jerusalén y morir con él. Al enterarse de que Lázaro estaba enfermo, Jesús dijo a sus discípulos que iban hacia Judea. Tomás dijo: "Vamos también nosotros, para que muramos con él". Si el fuera aquel pesimista antes de la muerte de Jesús por la crucifixión, ¿qué iba a ser con la muerte de Cristo? Después de la crucifixión de Jesús, Tomás era un hombre destrozado que quería estar solo para sufrir. Tal vez con razón, puede ser descrito como "beligerante en su pesimismo." Cada vez que vemos a Tomás es un día de tristeza espantoso. No tenemos ninguna imagen de Tomás, o cuenta de nada de lo que hizo o dijo en el los día de sol. Tal vez esto nos ayuda a entender sus respuestas a Jesús y lo que está sucediendo a su alrededor. Él tiene un montón de parientes en nuestros días. Sin embargo, observaremos que Jesús es el método utilizado con Tomás no es inusual en su trato con nosotros. Su comprensión de Tomás era perfecto y con paciencia lo llevó a una fe madura.

Tomás nos ayuda a comprender lo que Jesús estaba enseñando a sus discípulos durante sus apariciones de la post-resurrección. Los que lo amaban en la tierra tuvieron que aprender a vivir sin el aspecto físico de Cristo, lo verdadero de ver, tocar, y escuchar de él. No habría ya más sentarse a la mesa con él y llenar la mente con sus palabras, pero ahora aprenderían a caminar por fe, no por vista. Sí, caminaría  con ellos, se sentaría  con ellos, comería con ellos, pero de una manera más profunda no está limitado por el espacio y tiempo. Aquí hay una tremenda lección para nosotros que debemos aprender.

Jesús eligió cuidadosamente a sus discípulos a venir y aprender de él. Tomás, un gemelo, era uno de esos hombres escogidos.

Jesús escogió a Thomas como un discípulo

Los cuatro Evangelios tienen a Tomás en la lista de los apóstoles de Jesús. Mateo y Marcos lo menciona sólo una vez (Mt 10, 3; Mc 3, 18). Lucas lo muestra una vez en su Evangelio y en Hechos (Lc 6, 15; Hch 1, 13). Juan nos da ocho referencias de Tomás como discípulo de Jesús. Fue elegido y nombrado por el Señor Jesús para ser uno de sus seguidores. Jesús dijo: "Ya no os llamo siervos... pero os he llamado amigos".

Tomás estaba con Jesús cuando resucitó a Lázaro de entre los muertos (Jn 11, 16).

Después de que Jesús curó al ciego en el Templo de los fariseos y el Sanedrín trató de matar a los dos de ellos (Juan 9). Jesús salió de Jerusalén y la palabra le llegó que su amigo Lázaro, de Betania, en un suburbio de Jerusalén, estaba cerca de la muerte (Juan 11).

Tomás estaba con los discípulos cuando Jesús les dijo que Lázaro ya estaba muerto (Jn 11, 13-15). Al escuchar la noticia de que Jesús va a Betania. Dijo entonces Tomás, llamado Dídimo, a sus condiscípulos:—Vamos también nosotros, para que muramos con él" (Jn 11, 16).

Tomás estaba preocupado acerca de la muerte de Jesús. Él sabía perfectamente la actitud de los líderes religiosos en este momento. Había muchas posibilidades de que iban a arrestar a Jesús y le darían muerte.

Sin embargo, Jesús estaba preocupado de lo que Tomás "creería" en él (Jn 11, 15). Tomás sin duda habría oído el encuentro con Martha en los vv. 23-27 con respecto a su resurrección.

Tomás estaba allí cuando Jesús resucitó a Lázaro de entre los muertos (Jn 11, 38-45). Los hombres quitaron la piedra de la boca de la tumba según el mandato de Jesús. Jesús oró al Padre, y cuando terminó, gritó con fuerte voz: "—¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo:—Desatadlo y dejadlo ir'" (Jn 11, 44). Jesús más tarde sería enterrado en esta misma manera.

Tomás llegó a Jerusalén para morir con Jesús y fue testigo del Maestro de la muerte llamar a el muerto a la vida. Tomás estaba tan preparado como los otros discípulos para creer en la resurrección, pero junto con los otros nunca  entendieron la predicción de la resurrección de Jesús.

Jesús preparó a sus discípulos para su propia muerte

Tomás estaba con Jesús, mientras el trataba de prepararlos para su crucifixión. Desde el momento en que Jesús resucitó a Lázaro de entre los muertos, los líderes religiosos buscaron una oportunidad para matarlo (Jn 11, 53; Jn 13, 1).

Celebraron la cena de la Pascua juntos, y Jesús pasó un tiempo preparándolos  para su muerte al día siguiente. Esa noche en el aposento alto, Tomás escuchó las palabras de aliento de Jesús acerca del cielo (Jn 14, 1-3).

De hecho, la respuesta de Tomás  a estas palabras, es vivida. Tomás dijo: "Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?" (Jn 14, 5). Jesús le respondió: "Jesús le dijo:—Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.  Si me conocierais, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14, 6-7).

Antes del final del día Jesús será crucificado, y tres días después será levantado de entre los muertos.

Tomás y la resurección de Jesús

Jesús se apareció a los doce

No se nos da la razón de porque Tomás no estaba con los discípulos cuando Jesús se apareció primero a ellos en el día de su resurrección de entre los muertos (Juan 20:24). Pero él era el culpable de negarse a aceptar el testimonio de sus amigos cuando ellos le aseguraron que habían visto a Jesús resucitado. Tenemos la reacción de Tomás con el testimonio de los otros discípulos. "Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús se presentó.  Le dijeron, pues, los otros discípulos:—¡Hemos visto al Señor! Él les dijo:—Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré'" (Jn 20, 24-25).Sus palabras suenan con un tono algo obstinado en su incredulidad.

Imagine la emoción cuando los otros discípulos se reunieron con él (Jn 20, 25). No creo que estaban con calma tratando de persuadir a Tomás que Cristo estaba vivo. Ellos estaban muy emocionados y llenos de seguridad. Ellos querían que su amigo tuviera la misma sensación de alivio emocional y la paz a sabiendas de que su Salvador estaba vivo. Tomás no estaba impresionado con su entusiasmo, no está convencido por su testimonio. No se los tomaría, incluso por fieles compañeros.

Él había sido llenado con el horror a la vista de las heridas sangrantes de Jesús. Tomás declaró que no iba a creer los rumores hasta que esas heridas  manifestaran la identidad de Jesús.

El rey Jorge V dijo: "Si tengo que sufrir, déjame ir a sufrir solo." Esa fue la actitud de Tomás.

Tomás pidió más pruebas

¡Qué trágico cuando en nuestra incredulidad nos sentimos orgullosos de exigir más pruebas de las que a dado un grupo de hombres veraces creíbles.

Estos testigos creían lo que habían visto con sus ojos y escuchado con sus oídos. lo habían tocado con sus propias manos. ¿Cómo podrían sus cinco sentidos ser más confiable que el testimonio combinado de diez hombres que todos lo vieron, al mismo tiempo? ¿Cómo podía rechazar el testimonio de diez testigos pensando que sus sentidos les había engañado, o que sus cinco sentidos podrían ser mas confiables y mejor que el de ellos?

Por otro lado, está el no creyente, que se nutre de la duda, a él le gusta, lo disfruta, se divierte, y vive por ella. Le gusta ir y decir a los demás su preocupación ... Por lo tanto, tenemos que distinguir entre el que duda y es honesto y "el corazón malo de incredulidad".

El que duda y es deshonesto tiene una profunda repugnancia  a dejarse convencer por la verdad objetiva. Él está  más que irritado cuando se ve obligado a enfrentar alguna teoría favorita de la incredulidad.

¿Lee usted por un lado de la cuestión, cortejando a las dificultades, con entusiasmo incautación o nuevas objeciones? ¿Está provocado en lugar de agradecer cuando se quita alguna duda?

Un verdadero escéptico abiertamente, honestamente busca la verdad sin importar el resultado. Una duda honesta es una cosa, pero un corazón obstinado de la incredulidad es otra.

El método de Jesús fue para que Tomás reflexionara sobre lo que los discípulos habían dado testimonio de él durante ocho días. Tengo serias dudas de si podía alejarse de aquellas palabras inolvidables de los testigos.

Me gusta mucho los escritos creativos y estimulantes de C. S. Lewis. Cuando usted examina su vida encuentra que había dos caminos convergentes que llevaron a ese erudito británico brillante de regreso a la fe que él tan feliz había renunciado antes en su vida. Uno de ellos era el funcionamiento de su mente, particularmente por lo que trató de dar sentido a el hecho curioso de que la humanidad parece, con pequeñas variaciones culturales, para tener un sentido de una ley universal, moral y objetiva, mientras que frenéticamente desobedecen las exigencias de esa ley. El otro camino era el camino del "romance " o "gozo", la experiencia de un anhelo cuyo objeto era desconocido y su razón finamente pulida era incapaz de explicar. A la edad de treinta años con tristeza sentía que Dios se acercaba a él como un erudito cristiano de la misma distinción y habilidades le rodeaban. El "sabueso de los cielos", el Espíritu Santo, no lo afloja.

Usted debe imaginarme solo en ese cuarto en Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se elevaba incluso por un segundo de mi trabajo, el enfoque constante e implacable de aquel a quien yo tan intensamente deseaba no conocer. Aquello que me daba mucho miedo por fin había llegado a mí. En el término de la Trinidad de 1929 cedí, y admití que Dios era Dios, y me arrodillé y oré: quizás, esa noche, era  el más abatido y renuente  convertido en toda Inglaterra (C. S. Lewis, Una Pena en Observación).

Tomás se reunió con Jesús resucitado

Por lo que podemos decir  era únicamente para eliminar las dudas de Tomás que nuestro Señor se apareció a los discípulos reunidos el domingo siguiente. El apóstol Juan trae su Evangelio a un punto culminante con lo que sucede a continuación. "Ocho días después estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y les dijo:—¡Paz a vosotros!" (Jn 20, 26)

No sabemos si los discípulos esperaban un aspecto fresco de su Señor en este día. Pero no deja de ser significativo que, después de una semana sin incidentes Jesús se apareció el domingo siguiente. La situación que tenemos ante nosotros es un duplicado exacto del versículo 19. En silencio y de pronto, como antes, sin previo aviso, sin apertura de puertas, Jesús aparece exactamente como lo hizo hace una semana. Él de repente estaba en medio de sus discípulos y los saluda exactamente lo mismo, "¡Paz a vosotros!"

Sorpresa, sorpresa, sorpresa indecible! A continuación, la vergüenza repentina como inesperada Tomás se dio cuenta que su Señor había oído su ultimátum y la incredulidad obstinada hosco. Jesús simplemente repitió casi las mismas palabras  duro, rudo, desnudo, la cruda prueba que Tomás había propuesto a los otros discípulos.

Jesús se dirigió a Tomás, que es el último de los discípulos a creer que Cristo había resucitado de entre los muertos. Jesús no lo regaño. Sus palabras respiran el perdón y el estímulo a la fe de Tomás. Él trae a Tomás a la seguridad, así como lo hizo con los otros discípulos. La fe de Tomás se profundiza con la aparición de su Señor resucitado.

Tomás tú querías  las evidencias, la prueba, mire, vea por usted mismo! "Ocho días después estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y les dijo:—¡Paz a vosotros! Luego dijo a Tomás:—Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo:—¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo:—Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron" (Jn 20, 26-29).

Jesús estuvo de acuerdo exactamente con las demandas de Tomás  las pruebas. Jesús le contestó Tomás, como si él mismo había estado escuchando cada palabra que Tomás había dicho a la hora de hacer sus demandas a los discípulos en el versículo 25. Jesús no le ha visto durante una semana. Nunca he leído este versículo, sin preguntarme a mí mismo, ¿Quién le dijo a Jesús lo que Tomás había dicho? El hecho es que Jesús estaba allí todo el tiempo. Jesús había  escuchado todas las palabras que Tomás había dicho la hora de hacer sus demandas. Jesús se encontró con cada una de las demandas absurdas de este discípulo. Dejó que Tomás estableciera sus demandas y Jesús lo derribó con sus pruebas

Jesús extendió las manos para la inspección de Tomás. Luego, con la vergüenza, la confesión gozosa y humilde, declaró: "Mi Señor y mi Dios." Tomás está satisfecho con la prueba, precisamente, lo mismo que los otros discípulos. Tomás queda completamente fuera de la preocupación por sí mismo y no ve más que a su Señor. Su alma descansa en la persona delante de él. Cristo lo capta.

Esta es una confesión clara y poderosa, por Tomás. Por otra parte, nuestro Señor aceptó la declaración de su deidad como la verdadera expresión de fe.

Lo hermoso del método de Jesús, con Tomás es que está ofreciendo a todos los once de los discípulos " muchas pruebas indubitables" o "evidencia demostrativa" de su resurrección. Hch 1, 3 dice: " A ellos también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios."

Jesús no se limitó a responder dudas de Tomás, pero que hay de todos los Tomás  en el futuro. Todos los once discípulos fueron "testigos" de su resurrección (Hch 2, 32; Hch 3, 15). Sus testimonios se destacan por ser inexpugnable en todas las edades futuras. Cincuenta años después de la resurrección de Jesús, el apóstol Juan escribió: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida  —pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—,  lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1, 1-3). Tomás vio y experimentó lo mismo "evidencias demostrativas", como cada uno de los otros apóstoles. La iglesia primitiva no tiene sólo dos o tres testigos auténticos, sino una multitud que vio al Señor resucitado con vida. Tomás fue uno de los doce. Su fe había sido probada y era puro.

Jesús ha dado un golpe decisivo a todas las dudas y la incredulidad en su resurrección. Habrán muchos Tomases a través de la historia que lucharan con la misma pregunta de la resurrección. Jesús le respondió de manera satisfactoria a todas las dudas. Debemos estar agradecidos de que Tomás expresó sus dudas sobre la resurrección de Jesús, porque al responder a sus preguntas, Jesús respondió las nuestras, también. Si uno de los doce hubiera guardado una duda estaría puesta en la incredulidad de la integridad de los demás y el efecto del murmullo hubiera pasado a lo largo de la historia. o:p>

¡Señor mío y Dios mío!

Tomás le dio a Jesucristo "la plena aceptación de su deidad y del hecho de su resurrección." Recuerda estas palabras son las de un hombre judío. Los dos posesivos "mi" hace que las dos afirmaciones se destacan de forma independiente. Este es el punto culminante fuerte para todo el evangelio de Juan.

"Mi Señor" incluye la plena deidad tan completamente como "Dios mío". Se trata de una enfática declaración de convicción de Tomás en cuanto a quién es Jesucristo. Es una expresión natural de su fe en Cristo. La palabra "Señor" (kurios), es utilizado por los traductores griegos del Antiguo Testamento para traducir Yahvé, el SEÑOR Dios de los Judíos. Jesús es "Señor" (Yahweh) y Dios (Elohim).

Lo que es igual de importante es la respuesta de Jesús a la fe de Tomás. Jesús aceptó la exclamación de él como Señor y Dios. Sólo Dios puede hacer eso. Este hecho no se puede exagerar. Jesús reconoció y aceptó la fe de Tomás. Jesús aceptó la adoración de este hombre. Jesús no modifico o degrado a esta aclamación de fe y culto. Él lo acepta de Tomás. No añade o quita de ella. Esta es una gran confesión completa de Jesús como Dios. "Jesús le dijo:—Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron" (Jn 20, 29).

¡Qué extraño que Tomás rechazó el testimonio de otras personas que vieron la misma evidencia de la misma manera como lo hizo él . Exigió mucho más que lo distingue de los demás. Cuando Jesús ofreció sus manos, sus pies y el costado, Tomás admitió la misma evidencia que los demás. Y así es con nosotros, también.

Jesús habla de nosotros cuando dice: "bienaventurados los que no vieron y creyeron." El que en cualquier momento, pasado, presente o futuro, cree sin ver es pronunciado, "bienaventurado." Caminamos por la fe y no por vista, pero nuestra fe tiene sólida evidencia creíble histórica de un Salvador resucitado.

El apóstol Pedro escribió a los creyentes perseguidos, cuando dijo: "Por lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas,  para que, sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego), sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.  Vosotros, que lo amáis sin haberlo visto, creyendo en él aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso,  obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas" (1P 1, 6-9).

Las últimas escenas de Tomás en el Nuevo Testamento estaban en la orilla de Tibería  como un oyente silencioso a Jesús  Él lidió  con Pedro (Jn 21). Luego pasan por las páginas del Nuevo Testamento en Pentecostés en el que está con todos los apóstoles adorando a Cristo Jesús en el aposento alto (Hch 1, 12-14).

Principios permanentes y aplicaciones prácticas

Los testigos vieron a Jesús vivo después de su resurrección. ¿Qué más pruebas necesitamos? Eso se  llevará a cabo en cualquier tribunal de justicia.

Tomás perdió una oportunidad

El Gran error de Tomas  fue que se retiró de la comunión cristiana. En su aislamiento  perdió la visión de Cristo. Quería estar solo en su sufrimiento. Alexander Maclaren ha señalado, "Tomás hizo lo peor que un hombre melancólico puede hacer, se fue a empollar en una esquina por su cuenta, y por lo tanto a exagerar todas sus peculiaridades, para distorsionar la proporción de la verdad, para abrazar a su desesperación, por la separación a sí mismo de sus compañeros. Por lo tanto perdió lo que recibieron, a los ojos del Señor. él no estaba con ellos cuando vino Jesús. "Habría sido mucho mejor estar en  lla habitación de arriba con el resto de los dolientes que por sí solo dando vueltas en su mente sombrío de la disolución de la sociedad justa. Estaba solo por sí mismo abrazando y alimentando a su incredulidad. Como G. Campbell Morgan dijo: "La única crítica justificada de Tomás es que él no estaba allí en aquella primera ocasión." Sí, debió haber estado allí con los otros discípulos, pero él no estaba y se perdió la bendición.

Como fiel discípulo que estaba dispuesto a morir con Jesús. Sus intenciones eran buenas. Sin embargo, también sabemos que cuando Jesús fue crucificado Tomás huyó con el resto. Probablemente con la culpa y el remordimiento.

¿Cuántos de nosotros hemos tratado de irnos  solos cuando Dios ha dado a otros que han hecho el mismo viaje difícil a través de heridas, el dolor y el sufrimiento? Ese es el momento mismo en que debemos estar en compañía de otros creyentes. Tomás habría estado mejor espiritualmente si él hubiera estado en compañía de los otros discípulos.

Tomas era un discípulo práctico, pragmático de Jesús. 

Él había calculado cuidadosamente la situación, y él no iba a pretender entender lo que  estaba lleno de misterio. Hay un montón de cosas en su caminar espiritual que debe reflexionar y pensar por ti mismo. Jesús espera pacientemente y nos guía en nuestro nivel espiritual. Jesús trabajó pacientemente con Tomás y lo fortaleció en el punto de su debilidad.

Estoy agradecido de que él ha venido a mí una y otra vez y me ha  recogido cuando he fallado o he dudado. o he ido  en mi propio terco camino. Él es el camino, la verdad y la vida.

Tomás era un hombre intelectualmente honesto. 

Él estaba dispuesto a enfrentarse a los hechos. Miró con cuidado en las cosas, decidido a investigar en cuanto a su significado más profundo. Se negó a decir que entendía algo cuando no lo entendía. Se negó a decir que creía en algo que realmente no creía. Una fe como la de Tomás es mejor que una profesión sin posesión. Tomás estaba dispuesto a contar el costo y cuando Tomás estaba seguro él iba por todo el camino. Él declaró: "¡Señor mío y Dios mío!" y tenían mucho significado cada una de esas palabra. Cuando un hombre lucha su camino a través de sus dudas a la convicción de que Jesucristo es el Señor, y Dios, su única gran pasión es glorificar a Dios y servirle.

Tomás era un hombre de coraje y visión.

Cuando se enfrentó con los hechos, declaró: "Mi Señor y mi Dios." Y adoró a Jesús resucitado. Por otra parte, Jesús aceptó la adoración.

Tomás ha llegado a ser conocido como "Tomás el incrédulo," pero en realidad no era mas dudoso  que los otros. Si hubiera estado con ellos en la noche del domingo cuando Cristo resucitó de los muertos, sus dudas, se hubieran cancelado en el momento mismo que el de ellos. Debido a que él no estaba presente, tuvo que esperar toda una semana. Al ver a Jesús su escepticismo se desvaneció. "Tú eres mi Señor y mi Dios" fue el sonido con absoluta convicción porque es la verdad. El apóstol Juan comienza su Evangelio por escrito, "el Verbo era Dios." Lo lleva a su fin con una cita absoluta de la convicción de Tomás, "Tú eres mi Señor y mi Dios." Al igual que en el caso de Tomás, Jesús nos hace reposar cuando lo tratamos de la misma manera.

El versículo 29 Jesús dijo a Tomás: "Has creído porque me has visto? Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron»" Este versículo te incluye a ti ya mí! La fe es la mirada de un alma en un Dios salvador. Tomás lo vio y le adoró. Jesús te dice a ti ya mí, "Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron."

Toda persona que pone su fe en Jesucristo hoy en día tiene la seguridad de esta gran bendición de Cristo. Todos los creyentes de hoy en día han creído sin haber visto. Para nosotros, la fe no viene por ver, sino" de lo que se oye, y lo que se escucha, por la palabra de Cristo" (Rm 10, 7). No puede haber una fe permanente en Jesús, excepto la fe en Él como el Señor resucitado que aún lleva las cicatrices de su muerte expiatoria.

Creer es ver 

Creer es dirigir la atención del corazón de Jesús. Se levantar la mente a contemplarlo como "mi Señor y mi Dios", y sin dejar de mirarle por el resto de nuestras vidas. Para Tomás y para nosotros, este es un gran acto volitivo que establece la intención del corazón para contemplar para siempre a  Jesús. Dios sabe que hemos fijado la dirección de nuestro corazón hacia Jesús.

Adquiera el hábito de mirar hacia el interior en Cristo y usted sabrá que algo dentro de tu corazón ve a Dios. "Bienaventurados los puros de corazón", dijo Jesús, "porque ellos verán a Dios" (Mt 8, 8). Hay un secreto de la comunión que siempre tiene lugar incluso cuando el creyente se ve obligado a retirar su atención consciente con el fin de participar en los asuntos de la vida cotidiana. Deje que la atención se libere por un momento, y huirá de nuevo a Dios. Un nuevo par de ojos espirituales se desarrollarán dentro de nosotros lo que nos permite estar mirando a Dios, mientras que nuestros ojos hacia el exterior están viendo este mundo que pasa.

Esa mirada fija se hace más fácil al mirar fijamente a su persona maravillosa, tranquila y sin esfuerzo (2Co 3, 18). A menudo se distrae por el mundo, pero una vez que el corazón se ha comprometido a él, después de cada breve interrupción lejos de él la atención se vuelva a repetir una y otra vez a descansar sobre él y lo adoramos como "mi Señor y mi Dios." El hábito del alma después de un tiempo se convierte en un reflejo espiritual. Nuestras mentes y los corazones se adjuntan a la mirada fija en el rostro de Jesús y que apenas lo nota. La fe es por lo menos el auto-respecto de las virtudes cristianas. Apenas es consciente de su propia existencia.

La verdadera fe está ocupada, no con sí mismo, sino a Cristo Jesús. No presta atención a sí mismo. No podemos vernos a nosotros mismos mientras estamos mirando a Jesús.

Fue un gran momento de arrepentimiento, cuando Tomás vio al Cristo resucitado y declaró: "Mi Señor y mi Dios."

El apóstol Pablo oró: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe" (Ef3, 17). Jesús dijo: "El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada con él." (Jn 14, 23). Jesús está hablando del creyente individual. La nota de la traducción griega de la Biblia NET dice: "vendremos a él y haremos nuestra morada con él".

El Espíritu Santo nos permite por la fe configurar nuestra vida espiritual hacia el interior mientras se alimentan de Cristo y nos hacemos a nuevos niveles de la vida espiritual en armonía con estas promesas. El Dios uno y trino será nuestra morada  momento a momento. "Juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Que el Espíritu Santo nos limpie  y nos ponga los ojos por la fe en el Señor Jesús Resucitado.

Redacción de abideinchrist.org/es/

Cecilia Inés Avenatti de Palumbo

Uno de los desafíos que se plantea a los universitarios del siglo XXI es recuperar -desde el laboratorio, el aula, y la producción bibliográfica- la unidad entre belleza y bien. El necesario retorno a la apreciación de lo bello, colabora en el camino hacia la creatividad, hacia el verdadero vivir y la búsqueda de la verdad. En este trabajo recordamos que como se ha dicho “lo bello viene de Dios”; al citar esta frase de “El zapato de raso” situamos a Dios como fuente de toda belleza y de toda armonía; venir de Dios e ir hacia Dios, es pues, el itinerario permanente de la belleza.

“Lo bello une, lo bello viene de Dios […] ¿No es esta buena teología, señor capellán?” [2], así afirma el virrey de Nápoles en la escena Vª de la IIª Jornada de El zapato de raso de Paul Claudel (1868-1955), drama escrito en 1929. El texto nos pone ante la evidencia del hecho –lo bello une y reúne– y luego señala cuál es el origen de tal evidencia: une porque viene de Dios, reúne porque es don. Entre los polos de lo oculto y lo revelado, de la gratuidad y la gratitud, de la interioridad y la patentización, es decir, entre la fuente no manifiesta de lo bello como donación gratuita del ser y la epifanía revelada de lo bello como aquello que produce la alegría de la comunión en el amor, justamente allí, en ese “entre”, es donde acontece lo bello.

¿Qué puede decirnos esta belleza a nosotros universitarios del siglo XXI?

¿De qué modo puede contribuir al reconocimiento del rostro propio y el del otro que habita el mismo suelo? ¿Qué papel le tocará jugar –si es que le toca alguno– en este enclave histórico a esta gran olvidada –cuando no despreciada y humillada– por el arte, los medios, las ciencias, la filosofía y la teología? “Desde” el don como exceso de ser, “en” el drama paradójico de la alegría que brota de la noche del dolor, “hacia” la vida en una comunión que sabe de la aceptación del otro y de sus diferencias: éste es el itinerario que trazaré con el fin de crear las condiciones intelectuales y volitivas para que pueda acontecer entre nosotros un nuevo amanecer de la belleza.

1.        El don como fuente de lo bello: manifestación “desde” un exceso de gratuidad

En el origen hay un exceso de amor [3]. Esto proclama el lenguaje de la figura bella: la fuente de lo que vemos es siempre más de lo que podemos pensar, más de lo que podemos imaginar, más de lo que podemos manipular con nuestras ideas y preconceptos. A esto se refieren los místicos cuando invocan a Dios como hermosura, reconociendo de este modo que Dios es “otra cosa”, que este Tú cuyo amor nos constituye y nos habita no es dominable ni domesticable porque es el plus, lo que está de más, lo que se derrama sin fin, hiriendo cuando pasa.

Así lo señaló Agustín, el primero, en aquel pasaje fundacional del libro décimo de Confesiones, en el que propuso a la hermosura como la huella inmemorial dejada por Dios en el hombre, por ser ella manifestación de la gratuidad y del exceso de amor originarios [4]. Tras alabar la acción divina en figura de desgarradura –“percussisti cor meum verbo tuo” (“atravesaste hiriendo mi corazón con tu palabra”) (X, VI, 8)–, el narrador glorifica la presencia de Dios como hermosura –“sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova sero te amavi” (“tarde te amé hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé”) (X, XXVII, 38)–. El paso de Dios ha dejado un hueco, de ahí que el capítulo se cierre con el reconocimiento de un ávido deseo de Dios: “gustavi et esurio et sitio” (“gusté de ti, y estoy hambriento y sediento”) (X, XXVII, 38). El paso de Dios es herida que duele, quiebre que se adueña del corazón del visitado, nostalgia insaciable. Para los seducidos por el Otro, su presencia adviene bajo la figura de la ausencia, por eso no cesan de ir tras Él, de buscarlo como ciervos sedientos.

Pues bien, cuando el arte toma al pie de la letra este “exceso originario”, el arte deviene manifestación de lo bello. El signo de la presencia de lo bello es, entonces, la patencia de un exceso, sea que aparezca en la alegría o en el dolor, en la vida o en la muerte, en la forma perfecta o en lo deforme, en lo apolíneo o en lo dionisíaco, en lo grande o en lo abyecto. En todos los casos se trata de un exceso. Ante tal desbordamiento al hombre no le cabe sino descalzarse, es decir, despojarse de su pretensión de dominio y confiar en la hospitalidad de ese otro que lo recibe en su casa.

“Primum non nocere”, decía el antiguo adagio hipocrático [5]: “primero, ante todo, no dañar”. “Primum non dominare”, parafraseamos nosotros transponiendo al ámbito estético la actitud hipocrática de respeto por ese otro que es el enfermo para el médico. “Ante todo deponer la actitud de dominio”: ésta es la disposición que se le exige al creador y contemplador estético, para quienes la desapropiación de sí se vuelve condición de ingreso al dominio de eso otro que se revela en la belleza [6]. En la casa (domus) cuyo dueño o señor (dominus) es la belleza, es preciso entrar sin avasallar con nuestros prejuicios y razones, en actitud de recepción y de escucha, de silencio y atención, con la disciplina y concentración que Erich Fromm señalaba era condición necesaria para adquirir todo arte, también el del amor [7].

Al introducirnos en su secreta estancia, lo bello patentiza de modo inmediato tres propiedades que le son inherentes: la gratuidad, la otredad y la dialogicidad [8]. Los griegos encontraron diferentes modos de nombrar a la belleza. Junto a las voces más frecuentes de kalón (llamado) y morphé (forma), concibieron una tercera, járis (gracia) indicando con ello que por ser manifestación gratuita, lo bello provoca alegría (jáiro) y gratitud en quien lo percibe, recibe y configura. Es esta gratuidad del ser la que origina el dinamismo del don que se manifiesta como el núcleo constitutivo de lo bello. En tanto es epifanía de esta gratuidad, la belleza resguarda la otredad. Precisamente en esta gratuidad de lo bello, que es sustento de la otredad, se abre el espacio para el diálogo estético, en el que el lenguaje es don que da testimonio del ser otro de lo otro.

Este amor concebido como don es la fuente del arte y belleza cristianos. Amor originario que desciende y se entrega, cuyo dinamismo kenótico no pudieron sospechar los antiguos. Amor fontal del que bebieron los grandes creadores de la época cristiana, desde Shakespeare hasta Cervantes, desde Calderón hasta Victor Hugo, desde Dostoievsky hasta Rilke, desde Michelangelo hasta Rembrandt, desde Rouault hasta Picasso, desde Goya hasta van Gogh desde Mozart hasta Beethoven y Mahler, y tantos otros. Amor fundante que en nuestra líquida postmodernidad olvidan quienes sucumben al embrujo de las redes del narcisismo esteticista y del gran mercado del consumo.

Tras afirmar que es el artista “el que cambia el agua insípida y huidiza en un vino eterno y generoso”, el virrey del citado drama de Paul Claudel se pregunta:

“¿Es que toda belleza será inútil? ¿Es que proveniente de Dios no está ella hecha para volver a Dios? El poeta y el pintor son necesarios para ofrecerla a Dios, para unir las palabras entre sí y con el conjunto dar acción de gracias y reconocimiento y oración sustraída al tiempo” [9]. 

El arte que reconoce al amor gratuito como origen es uno de esos lugares donde es posible tomar al pie de la letra el hecho de que el ser es exceso y don [10]. Éste es el arte que transforma el “agua” carente de sabor y de vida en “vino” desbordante, de ahí el carácter eucarístico del artista. “Acción de gracias, reconocimiento y oración”: triple capacidad de gratitud, reconocimiento del otro y plegaria que Claudel atribuye al artista abriendo la dimensión estética hacia la ética existencial y religiosa.

Asimismo para Hans Urs von Balthasar percibir la belleza, rezar y amar son tres acciones que se pertenecen recíprocamente de modo que una supone la otra. Así lo señaló este gran teólogo del siglo XX, en esta suerte de manifiesto programático que colocó en el comienzo de su Estética teológica:

“Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien en indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigiliosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquél cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que –abierta o tácitamente– ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar” [11].

En el origen era la belleza, porque en el origen era el don, la gratuidad y la apertura al otro. De ahí que belleza, amor y oración anduvieran juntas o fueran olvidadas de consuno en el curso de la historia occidental. “¿En qué trae su oración?” preguntó un día a cierta monja Juan de la Cruz. “En mirar la hermosura de Dios y holgarme de que la tenga” respondió ella [12]. Contemplar la belleza radiante de amor y descansar en ella alegrándose de que así sea constituye para el gran místico de la lengua castellana el núcleo de la oración. Así lo poetiza en el final de su Cántico:

“Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura” [13].

Como Agustín, también para Juan de la Cruz la hermosura de Dios habita en las profundidades. Ella, que nos introduce en el reino de la libertad y de la gratuidad, despierta en nosotros la celebración como respuesta. Celebran y se gozan los que crean, los que aman, los que rezan. ¿Qué celebran? Que la alegría ha brotado de la noche, con lo cual por la vía estética somos llevados al umbral del drama humano.

2.        La travesía como paradoja: “en” el drama de la alegría que brota de la noche

Al sumergirnos por la vía estética en el drama divino-humano, nos situamos en la trama existencial e histórica de nuestro devenir personal y socio-cultural. La huella que el paso de Dios ha dejado en la belleza no encierra al hombre en sí mismo sino que lo conduce a salir de sí. En esto consiste el doble carácter extático de lo bello. La salida de sí del amor donado, que lo bello patentiza, no puede sino provocar en el sujeto el éxtasis hacia el objeto, de modo que el arrebatado por la belleza ya no vive en sí sino en el objeto amado. Por eso, el encuentro con lo bello nos aliena y descentra del yo de superficie, para llevarnos a través de un proceso purgativo a la zona del yo profundo donde existimos en estado de abiertos a la recepción del don y a la entrega de sí.

Toda la persona, con su historia e inteligencia, su imaginación y memoria, sus sentimientos y sentidos, ha de disponerse a entrar en sintonía (Stimmung) con el objeto bello. Cuando la epiphaneia o manifestación de la belleza es experimentada como gracia, no caben ni encierros esteticistas ni huídas espiritualistas, pero tampoco caben individualismos clausurados a la dimensión social y comunional. Por el contrario, en tanto es considerada como “figura” dinámica, abierta a la consumación [14], la experiencia de la belleza es una puerta abierta a la existencia histórica. Y lo es en la medida en que la belleza, en tanto huella del paso de Dios, se manifiesta como una herida, un corte, una irrupción, una ausencia. Tras su rastro andan creadores, amantes y místicos. Este grito del alma que busca la presencia de Dios en la ausencia es el que Juan de la Cruz convirtió en canto:

“¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido;

salí tras ti clamando y eras ido.” [15]

¿Por qué recurrir a un poeta que es amante y místico también? Porque su experiencia estético dramática de la noche de Dios presenta analogías con la noche en la que hoy estamos sumergidos [16], que como la juanista es una noche paradójica, ya que en la oscuridad se realiza la experiencia de la luz, en la muerte la de la vida, en el descenso,la del ascenso, en la nada la del todo [17]. Por ello, en medio del dolor más agudo, el poeta alaba a la noche diciendo:

“Oh noche que guiaste!

¡oh noche amable más que el alborada!

¡oh noche que juntaste Amado con amada,

amada en el Amado transformada!” [18]

El siglo XXI se ha iniciado bajo el signo heredado de la experiencia del eclipse y muerte de Dios [19]. Con el teólogo español, Olegario González de Cardedal, creemos que “la experiencia actual del desfondamiento puede y debe ayudarnos a descubrir de nuevo la realidad de Dios” [20]. En efecto, este silencio y ausencia divinos, que es el sino de nuestro tiempo, puede ser vivido como un kairós en la medida en que se lo experimente como tiempo de purificación de las imágenes humanas de Dios que nos habíamos fabricado, para que por el camino de la nada aparezca Dios como Dios [21]. Quienes debíamos atestiguar la Presencia viva de Dios entre los hombres, la hemos oscurecido con nuestras apropiaciones y manipulaciones. Por ello, ahora debemos pasar por el fuego purificador y atravesar la noche de Dios.

“Este mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no caer en la desesperanza”. Hace ya cuarenta años, el Concilio Vaticano II dirigía a los artistas estas palabras proféticas, en las mostraba la relación causal entre belleza y esperanza. Así lo entendió luego Juan Pablo II, cuando en 1999 abrió las puertas del siglo y del milenio con el ícono del Cristo humillado cuya belleza salva por ser expresión de un exceso de amor [22]. Ante la humillación de la tradición cristiana, la vía estética manifiesta toda su potencialidad mística y erótica [23], en la medida en que la fuerza de la manifestación del amor que se patentiza en la figura provoca el movimiento de salida de sí hacia lo otro, hacia la existencialidad del otro. Hacia estos lugares teológicos de la kénosis, que desde San Pablo se nos presenta bajo la figura de la locura cristiana [24], hacia los escenarios ruinosos de una cristiandad quebrada, hacia allí hemos de descender, sabiendo que cuando descendemos, ascendemos [25].

La vía estético-mística le ofrece espesor al lenguaje teológico porque brota de una experiencia existencial paradójica en la que para llegar al todo hay que ir por el camino de la nada. M. de Certeau se detiene en estas figuras señalando que:

“Los místicos no rechazan las ruinas que los rodean. Se quedan allí. Van a ellas. Gesto simbólico: Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y muchos otros desearon entrar en una orden “corrompida”, y no porque simpatizaran con la decadencia. Pero esos lugares deshechos, cuasi desheredados –lugares de abyección, de lucha (como antiguamente los desiertos de donde los monje salían para combatir a los malos espíritus) y no lugares que garanticen una identidad o una salvación– esos lugares representan la situación efectiva del cristianismo contemporáneo. Son los teatros de las luchas presentes” [26].

A la belleza, que sabe de habitar en el destierro y en la lejanía de los centros, que sabe del drama de la noche y de la ausencia, que conoce de la alegría auroral de la manifestación tras largas noches de espera, a ella le ha llegado su hora, su kairós, es decir, el tiempo oportuno de mostrar su capacidad para expresar el drama existencial y la verdad testimonial. No es la noche de la nada absoluta y sin sentido la que ella proclama sino la noche luminosa cuyo secreto sólo Dios conoce. Así, “desde” lo bello como exceso y “en” la paradoja como escenario del drama actual en el que la presencia de Dios se descubre en figura de ausencia y de silencio, avanzamos “hacia” el último tramo del itinerario que es el de la unidad en la que se va configurando la comunión con los otros.

3.        La unidad como fin: “hacia” la comunión con los otros

Hay un momento estético en todo conocimiento y en toda acción, que consiste –según dijimos– en la percepción de la gratuidad, otredad y dialogicidad del ser [27]. Ésta es la primera cosecha que como universitarios recogemos tras dolorosa siembra y no menos doloroso proceso de crecimiento. Lo cierto es que toda vez que en nuestras aulas, en nuestros laboratorios, en nuestros escritos, perdemos la unidad entre belleza, bien y verdad, disminuye la fuerza de la evidencia de la gratuidad del ser y entonces lo humano, el mundo y Dios se vuelven objetos de uso y de consumo, tanto para el creyente como para el no creyente. Este diagnóstico es el punto de partida de la Estética teológica de Balthasar, quien con claridad señaló que:

“En un mundo sin belleza -aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado-, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. [...] En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. [...] Y si esto ocurre con los trascendentales, sólo porque uno de ellos ha sido descuidado, qué ocurrirá con el ser mismo? Si Tomás consideraba al ser como “una cierta luz” del ente, no se apagará esta luz allí donde el lenguaje de la luz ha sido olvidado y ya no se permite al misterio del ser expresarse a sí mismo? [...] El testimonio del ser deviene increíble para aquel que ya no es capaz de entender la belleza” [28].

Subrayar el papel de unidad que la belleza juega en nuestro devenir actual ha sido el motivo de la elección del título de esta exposición: “Lo bello une”. Del latín unire, unus: unidad no entendida como la nostalgia griega del Uno, sino como la nostalgia cristiana del Unitrino [29]. En consecuencia, la unidad originaria que deseamos y hacia la que peregrinamos es la de un Dios comunional. Desde este supuesto, la existencia se concibe como un envío cuyo punto de partida es, precisamente, la comunión del amor trino. Desde esta misión trinitaria peregrinamos hacia la configuración de la comunión de todos los santos que somos nosotros y que estamos llamados a ser en plenitud. Por ello, en figura de una gran fiesta concibió Dante este centro comunional en su Comedia: fiesta de luces y música, de amor y movimiento, de humanidad y divinidad, de poesía y de verdad.

“Lo bello viene de Dios”. El venir de lo bello como don divino no se agota en sí sino que se consuma en el ir del hombre hacia la fuente, que es un volver al origen. “C´est qui est beau réunit”, dice el original francés, y ciertamente esto produce lo bello: vuelve a unir lo que se había separado. Por ello, volver a la belleza es retornar al centro originario de donde brota toda vida. De ahí que –como señalamos– la belleza sea camino hacia la creatividad, hacia la oración, hacia el verdadero vivir que siempre es dramático porque es actuado por seres libres y responsables que portan sobre sí una misión.

Por ello, este retorno no es un proceso de disolución personal sino de vincularidad comunional. Encaminarse a la comunión es ya vivirla, aunque nos pesen las divisiones y las separaciones. La comunión es en el amor: éste es el Punto que se encuentra en el centro de la rosa dantesca, éste es el criterio por el que será juzgado el rol que se nos confió representar sobre el escenario del mundo [30]. “Lo bello viene de Dios”, pues Él es el origen de toda belleza, de todo don, de todo amor. Él es el Tú que se nos hizo cercano e íntimo sin dejar de ser el totalmente Otro. En realidad, Dios se hizo uno de “nosotros” porque en el origen él es también un “nosotros” trinitario, una comunidad de amor. Venir de Dios e ir hacia Dios: éste es el dinamismo del itinerario de la belleza que salva porque una y otra vez trae a los hombres la esperanza en la noche, noche que según Péguy es el lugar de pertenencia y el suelo propio de la esperanza [31]. Hemos padecido y seguimos padeciendo como pueblo muchas noches. No toda oscuridad es noche divina. Ésta la reconocemos porque transfigura, porque viene sin que la convoquemos, porque no es propiedad nuestra. Es la noche de la pascua: plena de una luz que brota del dolor, luz que sin embargo no nos exime de experimentar el dolor incomprensible, inadmisible, insoportable, que sentimos ante la injusticia, la violencia, el atropello y la muerte.

La belleza nos ayuda a esperar de pie, a no desesperar del don y del sentido. La belleza nos enamora de comunión, asumiendo las diferencias entre personas, grupos sociales y pueblos, operando la unión y la reunión en un ámbito donde los límites son incorporados, las desfiguras se vuelven lugares de revelación, las distancias y separaciones en vías de integración. De este modo, la belleza se convierte en lazo de unión y en camino hacia la recuperación de la humanidad de lo humano y del encuentro como punto de partida hacia la configuración del nosotros [32]. Despertar a la necesidad de incluir la dimensión estética en nuestras vidas, en nuestros conocimientos, en nuestros actos sociales y políticos es recuperar la gratuidad, la otredad y la dialogicidad como figuras de unidad y de respeto.

Cecilia Inés Avenatti de Palumbo, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   Este texto fue leído en el IV Encuentro Nacional de Docentes Universitarios Católicos, Universidad y Nación. Camino al Bicentenario. Realizando la verdad en el amor (Ef. 4,15), que se llevó a cabo en Santa Fe (Argentina) el 18 al 20 de mayo de 2007.

2.   “Ce qui est beau réunit, ce qui est beau vient de Dieu. […] N´est-ce point là de bonne théologie, Monsieur le Chapelain?” CLAUDEL, Paul, Le soulier de satin, Gallimard, Paris, 1929, tomo I, p. 149. (El zapato de raso, Sudamericana, Buenos Aires, 1955, p. 121)

3.   Entre los textos teológicos más recientes que subrayan la relación entre exceso y sentido, entre exceso y belleza, sugerimos consultar: GESCHÉ, Adolphe, El sentido. Dios para pensar, Sígueme, Salamanca, 2004 y GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, Salamanca, 2004.

4.   Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La presencia vivificante de la belleza en la construcción de la interioridad cristiana. Lectura estética del Libro X de las Confesiones de Agustín, En: Actas de las Segundas Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval. Presencia y presente del pensamiento medieval, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, 18-20 de abril de 2007, CD-Rom, ISBN: 978-987-537-066-1. 10 p.

5.   La vigencia actual de este principio en el ámbito de las ciencias médicas lo prueba, por ejemplo, el título de la ponencia “El significado actual del “Primum non nocere”” presentada por Alberto Lifshitz en un Seminario sobre el ejercicio actual de la medicina” dictado en 2002 llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la UNAM. Cfr. http://www.facmed.unam.mx/eventos/seam2k1/2002/ponencia_jul_2k2.html 24/4/2007.

6.   La aplicación del principio hipocrático al ámbito de la estética la aprendí de un maestro del paisajismo argentino Ricardo de Bary Tornquist (1914-1999), cuyas obras me enseñaron a desarrollar el arte de la percepción. “En la facultad, el primer día de clase, Ricardo de Bary-Tornquist les hacía copiar a sus alumnos los siguientes pensamientos: “Primum non nocere” (“Primero no dañar”). “For fools rush in, where angels fear to tread.” (Frase clásica de Alexander Pope, intraducible al castellano, cuyo sentido más o menos es: “Los insensatos entran corriendo y pisotean lugares donde los ángeles creen que pueden molestar con su presencia”.). “Cuando se está frente a un paisaje augusto, están fuera de lugar todas las frivolidades.” (George Gromort). “Take pains to encourage the beautiful, because the useful, encourages itself ”. (Proverbio japonés: “Esfuérzate en alentar la belleza porque las cosas utilitarias ya se alientan por sí”). “Desentenderse d eun pobre es una falta de ética, pero sin o fuese por la estética, las civilizaciones serían pobres”. (André Piettre.)”. Cfr. Sonia Benvenuto de Blaquier, “La sinfonía inconclusa. Entrevista a Ricardo de Bary Tornquist”, Sociedad Argentina de Horticultura 243 (1999) 6-10, 8.

7.   FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 105-112.

8.   AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Teología y literatura en diálogo. Gratuidad, paradoja y esperanza: tres claves  para la configuración epocal de un lenguaje estético-dramático, en: Communio (Arg) 12 (2005), 23-32 y en Lenguajes de Dios para el siglo XXI. Estética, teatro y literatura como imaginarios teológicos, Ediçoes Subiaço-Facultad de Teología UCA, Juiz de Fora-Buenos Aires, 2007, pp. 354-363.

9.   Paul Claudel, Le soulier..., p. 151. (El zapato de..., p. 122.)

10.    Cfr. GESCHÉ, Adolphe, El sentido. Dios...,  pp. 20 y  23.

11.    VON BALTHASAR, Hans Urs, Gloria. Una estética teológica. 1. La percepción de la forma, Encuentro, Madrid, 1986, pp. 22-23.

12.    Cfr. JAVIERRE, José María, Juan de la Cruz. Un caso límite, Sígueme, Salamanca, 1994, p. 728.

13.    JUAN DE LA CRUZ, “Cántico espiritual”, Vida y Obras de San Juan de la Cruz, introd. Crisógono de Jesús, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974, estrofa 35.

14.    Cfr. AUERBACH, Erich, Figura, Trotta, Madrid, 1998, pp. 43-92; AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La literatura en la estética de Hans Urs von Balthasar. Figura, drama y verdad, pról. GÓNZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Ediciones Secretariado Trinitario, Salamanca, 2002, pp. 233-245.

15.    JUAN DE LA CRUZ, “Cántico espiritual”, Vida y Obras de San Juan de..., estrofa 1. Z, Gustavo, Juan de la Cruz desde América latina, en: La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2004, pp. 115-128.

16.    Cfr. AVENATTI DE PALUMBO Cecilia I., Lo “paradójico” como estilo en el “viaje” poético de Juan de la Cruz, en:

17.    La literatura en la estética de Hans..., pp. 175-187.

18.    JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, Vida y Obras de San Juan de..., estrofa 5.

19.    Cfr. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, pp. 65-77.

20.    GÓNZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, p. 72.

21.    “Un Dios reducido a la medida y servicio, función y eficacia del hombre, no tiene nada que ver con el Dios vivo y verdadero. Nadie ha hecho una crítica más radical de tal ídolo forjado por el hombre que la realizada por san Juan de la Cruz, llevando al hombre a descubrir, sufrir y aceptar su nada ente el Dios divino, con la consiguiente renuncia a contar con él, usarlo y servirse de él. Al final de la Noche oscura el autor deja al lector con estas preguntas: ¿Estás dispuesto a servir a ese Dios? ¿Estás dispuesto a reconocerle como el todo y a ti mismo como la nada, a aceptar tu propia muerte sin utilizarlo a él como mero salvador de tu angustia o redentor de tu pecado? ¿Estás dispuesto a dejar que Dios sea Dios y a reconocer que tú no eres Dios?” GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, p. 73.

22.    CONCILIO VATICANO II, “Mensaje a los artistas”; JUAN PABLO II, Carta a los artistas, Paulinas, Buenos Aires, 1999, nº 16.

23.    Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., El lenguaje del amor. Eros y ágape en el amor humano. Deus caritas est, en: Lenguajes de Dios..., pp. 683-703.

24.    Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La gloria como “locura cristiana”, en: La literatura en la estética de Hans..., pp.79-95 y El lenguaje del eclipse. Naufragio y esperanza. El rostro del necio humillado como ícono en un mundo postcristiano, en: Lenguajes de Dios..., pp. 641-659.

25.    GUTIÉRREZ, Gustavo, Lenguaje teológico, plenitud del silencio, In La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2004, pp. 41-70.

26.    DE CERTAU, M, La fábula mística. Siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, México, 2004, p. 39.

27.    AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I. Teoestética y antropología. El aporte de la estética a la construcción de una visión integral del mundo y del hombre, en: Lenguajes de Dios..., pp. 145-153.

28.    VON BALTHASAR, Hans Urs, Gloria. Una estética teológica. 1. La percepción de..., pp. 23-24.

29.    Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Teodrama y comunión. La “habitabilidad comunional” como figura conclusiva de la Teodramática de Hans Urs von Balthasar, en: Lenguajes de Dios..., pp. 364-371.

30.    Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Lo “erótico” como estilo en el “viaje”  dramático de Dante, en: La  literatura en la estética de Hans..., pp. 149-175; La Divina Comedia desde la hermenéutica de Hans Urs von Balthasar, en: Letras (2002-2003) pp. 46-47, 139-146; Presencias medievales en el pensamiento de Hans Urs von Balthasar: raíces dantescas de la tensión existencial entre estética y dramática, In Actas de las Primeras Jornadas de Pensamiento Medieval: Actualidad del Pensamiento Medieval, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, (2006) CD-Rom, ISBN: 978-987-537-057-9; Lenguajes de Dios para el siglo XXI. Estética, teatro y literatura como imaginarios teológicos, cit., pp. 417-442.

31.    31 Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La figura de la “esperanza” en el estilo existencial de Péguy, en: La literatura en la estética de Hans..., pp. 207-230; La dimensión existencial de la esperanza en un poema de Charles Péguy, en: Teología 77 (2001) pp. 71-81; Lenguajes de Dios para el siglo XXI..., cit., pp. 249-262.

32.    32 Precisamente desde la figura del nosotros como clave de lectura de la presencia de Dios en doscientos años  de literatura argentina estamos trabajando desde el 2006 en el Seminario Interdisciplinario Permanente de Literatura  y Teología (Facultad de Teología–UCA), tarea cuyo primer fruto fue expuesto en las nueve ponencias presentadas en una de las comisiones de este encuentro. Cfr. Cecilia I. Avenatti de Palumbo, Claves estéticas, dramáticas y dialógicas para la construcción de la figura del “nos-otros”, Comisión 44: Nos-otros, la construcción de la identidad en la literatura argentina. Una clave de lectura teológica en vistas al Bicentenario, Enduc IV, Santa Fe, 18-20 de mayo de 2007.

José Julio Fernández Rodríguez

 I.        Introducción

El tema de cohonestar las categorías de libertad y seguridad es un tema clásico en el pensamiento occidental, que adquiere renovados perfiles con la irrupción de Internet en el contexto que ahora nos envuelve. Y es un tema, como se comprenderá, de la máxima relevancia práctica porque determina, en cierta medida, nuestro propio modo de vida y nuestra parcela en la que se desarrolla la existencia. Conseguir que ambas categorías sean compatibles en su aplicación práctica es un verdadero reto. No obstante, tampoco hay que olvidar que desde ciertas posiciones doctrinales ambos conceptos no se entienden enfrentados sino, más bien, compatibles, o sea, a mayor seguridad mayor libertad, lo que, en parte, también funcionaría en sentido inverso. Sin embargo, la posición mayoritaria entiende que se trata de categorías que actúan dialécticamente y en contradicción. La experiencia práctica parece apoyar esta postura.

La vida en sociedad impone adoptar ciertas decisiones en torno a la propia organización de la misma, que pueden considerarse como “predecisiones” por su carácter estructural y previo al funcionamiento ordinario de la sociedad. Es en estos parámetros donde ahora nos estamos moviendo pues decidir sobre los límites recíprocamente condicionados entre seguridad y libertad es una decisión que sirve de base para la propia estructura sociopolítica.

No es este el momento de hacer un recorrido por las diversas líneas de pensamiento que en la Historia han albergado este debate, sino de centrarnos en el presente. Basta para hacernos idea del background recordar el famoso concepto de la “Razón de Estado” [1]. Lo que sí debemos afirmar es que la aparición de la Sociedad de la Información, y de su estandarte, Internet, exige actualizar las reflexiones tradicionales para ofrecer la oportuna respuesta a los nuevos problemas. Como afirmamos en otro lugar, “Internet es la primera línea del frente de un mundo nuevo, el global, de una sociedad también nueva, la de la   Información,   e,   incluso,   de   un   nuevo   estadio   de   la   Humanidad, el

«Infolítico»” [2].  Además, los  que  se  han  venido  en  llamar  nuevos riesgos y amenazas emergentes, que se han instalado en el panorama estratégico, aportan elementos de complejidad que dificultan encontrar la adecuada solución al tema que ahora nos ocupa. Las políticas públicas se construyen de manera más dificultosa pues estamos ante “un conjunto poliédrico de amenazas globales a la estabilidad de la sociedad internacional, que han potenciado la quiebra de los esquemas tradicionales de actuación en política exterior e interior y defensa, cuyas delimitaciones tienden vertiginosamente a difuminarse, instaurando un entorno poco definido y difícilmente comprensible” [3].

El debate que se plantea entre seguridad y libertad es consecuencia de otro de mayor envergadura: es producto del debate central que se produce en la vida en comunidad desde el origen de la misma, un debate que enfrenta a los intereses colectivos frente a los intereses individuales. De este modo, la problemática adquiere unos tintes filosóficos y ontológicos que nos sumen en una trascendencia en la que no queremos entrar en este momento. Por lo tanto, bajamos de este territorio metajurídico y nos quedamos en el predio de la seguridad-libertad. De todos modos, el componente extrajurídico no debe, en modo alguno, desdeñarse por parte de los decisores públicos, aunque sí hay que tratar de racionalizar y objetivar los problemas para que los estados emocionales no lleven a soluciones erróneas. El terrorismo, sin duda, puede generar esas reacciones psicológicas disfuncionales. Como señala ARIAS GONZÁLEZ, aludiendo al fenómeno terrorista, “el problema no es el miedo, sino el terror, ya que se trata de un miedo muy intenso, irracional, con pocas posibilidades de control y que nos conduce a respuestas donde la ansiedad juega un papel muy importante” [4]. La correcta articulación de la respuesta jurídica debería servir para desactivar parte de ese problema.

En fin, no es necesario insistir demasiado en la importancia actual de este debate habida cuenta el contexto en el que nos movemos. Nos hallamos en un escenario multipolar y asimétrico, repleto de riesgos y amenazas emergentes que conforman un nuevo panorama estratégico. Afrontar el desafío que suponen los estados fallidos, las armas de destrucción masiva, el terrorismo internacional, la inmigración descontrolada o el crimen organizado transnacional reclama una correcta respuesta a la dialéctica que aquí estamos planteando. Las amenazas múltiples, complejas e inciertas que nos acechan se reconstruyen de manera compleja en Internet, por lo que es imprescindible aportar reflexiones para su estudio.

Estamos empleando en este artículo un sentido amplio tanto de seguridad como de libertad. Aquélla serían las actividades dirigidas a proteger físicamente la comunidad y a sus individuos, por lo que englobaría a estos efectos el orden público y la defensa nacional. La libertad serían las parcelas de actuación individual de las personas, que giran en torno a los derechos fundamentales.

II.        Referencia a los límites de los derechos fundamentales

La problemática jurídica que está por detrás de esta confrontación entre libertad y seguridad hunde sus raíces en el tema de los límites de los derechos fundamentales. ¿Hasta dónde el Estado puede usar poderes limitadores de los derechos y libertades individuales? ¿Dónde se halla la frontera que no debe ser traspasada sin resquebrajar el Estado Democrático de Derecho? Sin duda, el tema de los límites de los derechos es arduo y complejo, con múltiples aristas en las que ahora no podemos entrar, por lo que nos vemos obligados a simplificar la cuestión para no desviar en exceso nuestro hilo argumental [5]. En  el fondo, toda la problemática que se plantea puede reconducirse al terreno de los límites de los derechos fundamentales.

Esta densidad del tema de los límites de los derechos provoca que haya posiciones doctrinales diversas. Las tipologías de límites que se usan son, por lo tanto, variadas. En alguna de ellas se habla de límites internos o intrínsecos y límites externos o extrínsecos a los derechos fundamentales. Los primeros son los que tienen que ver con los contornos conceptuales o, incluso, con cuestiones lingüísticas (por ejemplo, límites internos del derecho a la intimidad son los propios contornos del concepto intimidad, límite del derecho de asociación es la propia idea de asociación –una persona no forma una asociación, son necesarias varias-). Serían criterios para delimitar el objeto del derecho fundamental, por lo que en puridad no serían verdaderos límites. En cambio, los límites externos a los derechos fundamentales son los límites propiamente dichos, los que crea el poder público cuando la Constitución le habilita para ello. Entre ellos están los que proceden del ejercicio de los derechos de los demás [6], del interés general y del orden público [7]. Aquí es donde se ubicarían los límites que vendrían de la categoría de seguridad. En este sentido, el art. 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.

Así las cosas, ciertas exigencias de seguridad pueden configurar límites legítimos (o sea, justificados y, por ende, aceptados en Teoría de la Constitución) a los derechos fundamentales. Se puede afirmar, sin ánimo ahora de entrar en mayores profundidades, que no hay derechos fundamentales absolutos, todos tienen límites. El problema está en precisar correctamente estos límites y hacer un traslado adecuado de los mismos a la realidad  práctica.

Cuando se ha producido una intromisión en un derecho habrá que proceder a analizar la legitimidad de la misma. Para ello se ha impuesto un método de análisis escalonado (“Stufentheorie”) procedente del mundo jurídico alemán. Dicho método consiste en ir analizando los diversos escalones que lo integran, de manera tal que si el examen no pasa uno de ellos no se continúa el análisis. Superar con éxito el último de los escalones supone que la intervención en el derecho de que se trate es legítima y, por ende, se encuentra justificada. En el método hay tres fases: una, la determinación del ámbito normativo del derecho; dos, la fijación de la existencia real de una injerencia en el derecho; y tres, el estudio de la legitimidad de dicha injerencia. En esta última fase se distinguen, a su vez, cinco escalones: el principio de reserva de ley, la generalidad de la misma, la reserva jurisdiccional, el principio de proporcionalidad en sentido amplio (que contiene, a su vez, tres subprincipios: el de adecuación o idoneidad, el de necesidad y el de proporcionalidad en sentido estricto) y el respeto al contenido esencial de los derechos fundamentales. Hay que tener en cuenta que el principio de proporcionalidad opera (o debería operar), primero, en la propia actuación del legislador al aprobar la normativa, y, después, en la actividad judicial que examina el caso concreto controvertido. La finalidad es el elemento que funciona como presupuesto de los tres subprincipios que integran el principio de proporcionalidad.

La jurisprudencia constitucional española incorporó hace años, en líneas generales, este esquema. De esta forma, se indica que “para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fundamental supera el juicio de proporcionalidad, es necesario constatar si cumple los tres requisitos o condiciones siguientes: si tal medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma es ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio de proporcionalidad en sentido estricto)” (entre otras muchas, Sentencia 37/1998, fundamento jurídico 8).

El principio de proporcionalidad hay que entenderlo implícito al propio Estado de Derecho, aunque hay diversas previsiones normativas que lo recogen. Por ejemplo, el art. 52 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en donde se lee que “sólo se podrán introducir limitaciones (a los derechos fundamentales), respetando el principio de proporcionalidad, cuando sean necesarias y respondan efectivamente a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o a la necesidad de protección de los derechos y libertades de los demás”. La idea de proporcionalidad se halla cercana a la de justicia, que huye de los excesos en la actuación de los poderes públicos. Como indica GONZÁLEZ BEILFUSS, “el principio de proporcionalidad constituye, sin ningún lugar a dudas, uno de los criterios de interpretación más frecuentemente empleados por los operadores jurídicos y, sobre todo, por los tribunales de justicia” [8]. Sin embargo, el principio de proporcionalidad no se aplica tan sólo a las decisiones de los aplicadores del Derecho (en especial de los jueces), sino que también debe ser tenido en cuenta a la hora de elaborar las normas y en el momento de adoptar ciertas medidas de tipo administrativo. Por ello debe estar muy presente en las reacciones que el poder público adopta para garantizar la seguridad.

La finalidad es un elemento clave en todo este proceso de argumentación en torno a las intervenciones de derechos. Funciona como un presupuesto a los tres subprincipios que integran el principio de proporcionalidad. Afirma, de nuevo, GONZÁLEZ BEILFUSS que “el principio de proporcionalidad se articula necesariamente en torno a una relación medio-fin: la proporcionalidad no puede predicarse de un objeto de control aisladamente considerado, sino de la relación existente entre una mediad y la finalidad perseguida con la misma” [9]. La medida, por lo tanto, debe ser congruente y proporcionada a la finalidad perseguida. La seguridad puede ser una de estas finalidades que permiten superar el test de proporcionalidad.

III.        La entrada en escena de la seguridad

En el marco que estamos diseñando, la categoría de seguridad ocupa un lugar esencial pues es una de las razones más comúnmente esgrimidas para limitar la libertad (a través de la limitación concreta de ciertos derechos). Ello puede estar justificado o no en función de cómo se implemente y articule. Sea como fuere, no perdamos de vista la perspectiva que ahora empleamos, que es teórica y abstracta, propia de la Teoría de la Constitución, desvinculada, por lo tanto, de un ordenamiento jurídico en concreto y de determinada sociedad.

Son múltiples las previsiones normativas que citan la seguridad como justificación de posibles restricciones. Sirvan ahora como ejemplo los arts. 8, 10 y 11 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, donde se habla de la protección de la seguridad nacional, de la seguridad pública, de la defensa del orden y de la prevención del delito; el ya citado art. 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que alude a las exigencias del orden público en las limitaciones establecidas por ley para el ejercicio de los derechos; los arts. 12.3, 19.3, 21 y 22 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que se refiere a seguridad nacional y orden público; y el art. 18.3 de dicho Pacto, que menciona la seguridad y el orden. En principio, estas posiciones son totalmente lógicas porque sólo una comunidad que vive segura puede ser verdaderamente libre y ejercer con eficacia sus derechos.

Cuando se produce una emergencia de seguridad importante, que frisa o entra de lleno en lo bélico, los argumentos se endurecen. Se llega a hablar de que el conflicto entre seguridad y libertad diluye a la democracia en la zona gris de la emergencia bélica. Así se puede concentrar más el poder. Las situaciones de guerra no declarada, las reflexiones sobre el enemigo global, o la alusión a frentes externo e interno, fundidos en un enemigo común, ayudan a basar dicho discurso.

Esto da lugar a que la entrada en escena de la seguridad venga acompañada a veces de problemas de lo más variado. Una reacción desmedida o exagerada en aras de la seguridad puede romper el umbral o frontera aceptable (es decir, legítimo) y caer en lo ilegítimo. A veces esta actuación será ilegal, aunque en otras ocasiones no porque se aprobará la oportuna normativa que le dé cobertura. Entonces entramos en un problema de diferente índole: nos hallaremos ante un ordenamiento jurídico concreto que resulta criticable desde la Teoría de la Constitución, o, lo que es lo mismo en este momento, desde los postulados teóricos de la democracia. Estaremos, por lo tanto, en un plano diferente, ya que será una medida legal pero agresiva con los postulados materiales de la Teoría de la Constitución, por lo que merecerá crítica y será aconsejable su modificación.

Entre estos problemas encontramos, primero, la afección desproporcionada de ciertos derechos (como la libertad de circulación, la intimidad o el secreto de las comunicaciones). Es decir, una intromisión en los mismos que no supera el método escalonado de análisis porque vulnera alguno de los tres subprincipios que veíamos antes que integraban el principio de proporcionalidad.

También, y en segundo lugar, esta respuesta exagerada puede ubicarse en aquello que desean los propios terroristas. Estos, como apunta SANSÓ- RUBERT, quieren conseguir que la sociedad se encuentre en un estado de agobio, producto del miedo, para que reaccione contra su propio gobierno [10]. Ello puede originar un recorte exagerado de las libertades para tratar de mitigar ese miedo, con lo que nos topamos otra vez con el problema apuntado en el párrafo anterior.

En tercer lugar, es posible que se produzca la expansión del Ejecutivo. Este es un fenómeno que encontramos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora tal vez se intensifica en un escenario como el actual que privilegia la seguridad. Pensemos en la expansión de los poderes presidenciales frente a los del parlamento, o en la renovada relevancia que adquieren las fuentes jurídicas de rango secundario emanadas por los ejecutivos, presionados por situaciones de emergencia ante los riesgos de seguridad. Este proceso oscurece las relaciones entre poder constituyente, poder legislativo y poder ejecutivo.

En cuarto lugar, el lenguaje de la seguridad puede favorecer de manera disfuncional a ciertos intereses políticos cuando no responde a una necesidad real. Ello perjudica la toma de decisiones por parte de la opinión pública, que se encuentra con mensajes situados lejos de la objetividad.

En quinto lugar, las medidas excepcionales, adoptadas con una intención provisional, pueden adoptar un carácter permanente. Esto jurídicamente es censurable pues altera la naturaleza del instrumento provisional que se emplea (un decreto ley, por ejemplo).

Estos ejemplos, que no agotan, ni mucho menos, el tema, llevan a una conclusión a todo este abigarrado y poliédrico problema: la respuesta a los desafíos de la seguridad debe venir de la búsqueda de un equilibrio desde la razonabilidad y la proporcionalidad. Bien es cierto que a nivel teórico resulta imposible dar una respuesta general y definitiva, con capacidad para derivar, vía método deductivo, las respuestas concretas a toda la panoplia que la realidad ofrece. Se pueden elaborar variables para esgrimir en la ponderación libertad-seguridad, pero la solución última adecuada y equilibrada (o sea, justa) sólo vendrá casuísticamente, es decir, en el análisis de los concretos casos que haya que afrontar, no siendo posible llegar a soluciones perfiladas totalmente a nivel teórico-abstracto. Esta es una crítica que se puede hacer a bastantes autores que han analizado el tema. En el epígrafe siguiente descendemos a este predio de actuaciones casuísticas.

Pero antes de entrar en él, creemos útil ofrecer una reflexión más. El Derecho ha articulado mecanismos para hacer frente a situaciones de crisis de grandes proporciones. Son los que genéricamente se pueden denominar estados o situaciones excepcionales, que pueden condensarse en los estados de alarma, excepción y sitio. Estas situaciones pueden entrañar medidas muy graves, sobre todo los estados de excepción y sitio, que son los más graves. En este sentido, se puede producir una suspensión general de ciertos derechos [11]. Se trata de situaciones de anormalidad constitucional que sólo tiene sentido aplicar ante crisis de grandes magnitudes. Por lo tanto,  son ajenas a la realidad que ahora estamos tratando, que se mueve en los márgenes de la cotidianeidad constitucional en los que existen tensiones por mor de los riesgos reales o eventuales de seguridad. Sí entrarían dentro de esta normalidad, y también en la problemática que comentamos, los casos de suspensión individual de derechos que se recogen en ciertos ordenamientos. Sirve como ejemplo el art. 55.2 de la Constitución española, en el que se establece que a través de ley orgánica se pueden suspender algunos derechos para personas determinadas, “en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas”. Esta medida, que sólo debe hacerse de forma individual y con intervención judicial, puede afectar a los plazos máximos de detención preventiva, a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones. Como se ve, la intervención judicial persigue aportar las garantías oportunas y la oportuna valoración del test de proporcionalidad.

IV.        La necesidad de actuación casuística

Descendiendo ya a terrenos más concretos, vemos cómo la dialéctica entre seguridad y libertad sólo puede resolverse en la práctica mediante una actuación casuística, es decir, a través de la particular resolución de cada caso que se plantee. Los ejemplos que podríamos traer a colación pueden ser verdaderamente innumerables. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que nuestro actual contexto está jalonado de manifestaciones de esta dialéctica, que se resuelven de forma diversa en función del punto de partida jurídico-ideológico y de las variables contextuales que se producen en el supuesto particular. Veamos, por lo tanto, algún ejemplo en concreto, varios de lo más cotidiano.

Así las cosas, en primer lugar podemos citar los controles en los aeropuertos. De un tiempo a esta parte, ante el riesgo de atentados, se han intensificado sobremanera, aunque más en unos países y aeropuertos que en otros. Es obvio que debe haber control, es razonable que así sea, máxime en una realidad como la actual, que soporta elevados y diversos riesgos. Sin embargo, puede haber alguna medida que sea excesiva y que provoque disfunciones. Podría ser el caso de la restricción para portar líquidos: desde noviembre de 2006 los pasajeros de los vuelos de la Unión Europea encuentran muchas limitaciones para llevar en la mano líquidos, pastas o lociones. Estos productos, que tienen que ir en envases individuales con una capacidad no superior a 100 mililitros, se introducen en bolsas de plástico transparentes con sistemas de apertura y cierre. La capacidad máxima es de un litro. La Unión Europea justificó estas medidas ante el peligro que presuntamente suponían los explosivos líquidos tras la actuación de la policía británica, en agosto de 2005, que puso fin a un plan terrorista que buscaba hacer explotar aviones en vuelo utilizando dicho tipo de explosivos. Sin embargo, los viajeros sí pueden subir al avión medicamentos, líquidos para dietas especiales y comidas infantiles, siempre y cuando sea para su consumo durante el vuelo. El Comisario Europeo de Transportes, Jacques Barrot, comentando estos controles, afirmó en su momento que “se ha encontrado un equilibrio entre seguridad, comodidad de los pasajeros y las necesidades de la industria”. Nosotros no lo tenemos tan claro, pues tal vez estas restricciones no tengan una justificación real y objetiva.

En cambio, otros controles en los aeropuertos sí semejan más claros. Por ejemplo, la normativa europea exige que los ordenadores portátiles y otros artículos eléctricos o electrónicos de gran tamaño se retiren del equipaje de mano antes de pasar por el control de seguridad y se inspeccionen por separado. Lo mismo sucede con abrigos y chaquetas, que los pasajeros deberán quitarse antes de pasar por el escáner.

También en este ámbito de los viajes aéreos se ha avanzado mucho en el tema de las bases de datos, ahora capaz de cruzar ingentes cantidades de datos a alta velocidad (pensemos en la megabase de datos denominada Matriz). Ello siempre restringe el derecho a la intimidad.

Como segundo ejemplo en esta aproximación casuística, podemos citar el tema de la ropa. En Europa se ha extendido la discusión en torno a aceptar o no cierto tipo de vestimenta, relacionada sobre todo con la cultura musulmana. Este debate tiene sobre todo una vertiente de salud democrática, no de seguridad. Es decir, la democracia tal vez no deba aceptar vestimentas que son una manifestación de la represión de la mujer, o sea, que son reflejo de una vulneración de derechos y principios fundamentales, que giran en torno a la igualdad. Pensemos en el velo o en el burka. Varios países incorporan prohibiciones en este sentido, como Francia y Holanda. En cambio, otros países son sorprendentemente más permisivos, como España o Alemania.

Sin embargo, este debate ahora no nos interesa ya que estamos analizando la cuestión de la seguridad. En este sentido, también podría argumentarse en aras de la seguridad la necesidad de introducir limitaciones en ciertas vestimentas. La razón estaría en la posibilidad de esconder armas ligeras o bombas bajo la ropa. Este no es, ni mucho menos, un problema nuevo, pues encontramos en el pasado iniciativas adoptadas en este sentido. Sirva como ejemplo el famoso motín de Esquilache, acaecido en la España de 1766 y originado, aparentemente, por una norma que prohibía en Madrid el uso de la capa larga y de un sombrero de ala ancha (chambergo) dado que se podían esconder armas y actuar con cierto anonimato. Ahora, con el nuevo contexto  de riesgos y amenazas emergentes, cobra otra vez protagonismo esta polémica. De todas formas, sólo parece aceptable restringir por razones de seguridad la indumentaria en situaciones de violencia muy elevada, que no se dan en el mundo occidental.

También es discutible el tema de la libertad de circulación. Este derecho suele actuar en los límites de los estados, es decir, en el marco del propio ordenamiento, no fuera del mismo. Por lo tanto, en las fronteras internacionales tradicionalmente existe un control del flujo de personas. Ello es razonable y lógico, al margen de que en un proceso de integración supranacional se difuminen dichas fronteras, como ocurre en los países europeos que han suscrito el Acuerdo de Schengen. El problema está en controlar la circulación de personas dentro del propio territorio estatal por razones de seguridad. El riesgo de que haya terroristas ocultos entre la población motiva la existencia de controles, tanto de automóviles como de viandantes. El número de ellos debería ser proporcional a la situación real de inseguridad que viva esa comunidad. Un exceso injustificado en función de las circunstancias particulares de ese contexto ellos sería agresivo con la libertad de circulación.

De igual forma, uno de los supuestos de mayor relevancia es el tema de las comunicaciones. Aquí encontramos como el derecho al secreto de las comunicaciones encuentra limitaciones en el control de las mismas que se efectúa por razones de seguridad [12]. Hay constituciones, como la española, que recogen los requisitos que al cumplirlos justifican esta intervención de las comunicaciones, Estos requisitos se suelen completar a nivel legal. El desconocimiento de tales requisitos dará lugar a la ilegitimidad de la intervención. El actual progreso tecnológico somete a las comunicaciones a nuevos peligros y desafíos. Es razonable que sea la autoridad judicial la que dé el visto bueno a la intervención. En este caso, la justificación de la injerencia debe realizarse con especial rigor porque la regla general es la vigencia del derecho al secreto de las comunicaciones y la excepción su intervención. La concesión de la autorización judicial para la intervención debe darse, por lo tanto, de manera restrictiva. El control que el juez realiza debe extenderse tanto al momento de autorizar la intervención, como al momento de practicarla (aunque no sea el juez el que la ejecute materialmente) y después de la misma cuando, por ejemplo, se selecciona la información que interesa a la causa judicial que se está sustanciando.

Otro caso particularmente relevante es el de los contenidos  de Internet. Su publicación en la Red encuentra cobertura en derechos como la libertad de expresión o la liberta de información. Dicho derechos, como todos, no son absolutos, sino que tienen límites. El asunto es, sin duda, bastante complejo. Haciendo ahora un esfuerzo de síntesis se puede diferenciar entre dos tipos de contenidos problemáticos, los contenidos ilícitos y los nocivos. Los ilícitos son los contenidos contrarios al ordenamientos jurídico de referencia, entre ellos destacan los de tipo delictivos. A su vez, los contenidos nocivos son legales pero perjudiciales (desde un punto de vista social, ético o moral) para cierto sector de la población, como la juventud o la infancia. El régimen de unos y de otros debe ser diferente, teniendo en cuenta, en todo caso, que no se debe prohibir en Internet lo que está permitido en otros medios de comunicación [13]. Asimismo, es posible justificar que por razones de seguridad deben restringirse ciertos contenidos (difícilmente los nocivos, por cierto), aunque en esta labor hay que actuar de forma restrictiva para no introducir censuras que repugnen a la democracia. Aquí el razonamiento vale igual para el mundo digital como para el analógico. Baste pensar en el tema de los secretos oficiales. Sin embargo, la presencia de cierto contenido en Internet tiene unas repercusiones cuantitativa y cualitativamente más importantes por la capacidad de difusión y acceso de la Red. En todo caso, la normativa que establezca estas limitaciones de contenidos por mor de la seguridad debe ser rigurosa y responder a las oportunas exigencias de la seguridad jurídica. En todo caso, la situación debe superar el test de proporcionalidad, de lo contrario estará injustificada [14].

De igual modo, la criptografía también genera dudas desde el punto de vista de la seguridad. Este proceso de protección de datos mediante un cifrado de los mismos origina reacciones por parte de algunas autoridades porque entienden que esconden actividades delictivas y/o contrarias a los intereses del Estado. Los debates son abundantes, planteándose hasta qué punto es admisible que “la tecnología cree zonas de protección absoluta dentro del derecho al secreto de las comunicaciones” [15]. Por ello, existen muchos tipos de restricciones en diversos países (se pueden citar Australia, Bélgica, Canadá, China, Corea del Sur, Estados Unidos, Israel, Reino Unido o Taiwán). En la Unión Europea la exportación de medios criptográficos está sujeta a diversas normas, como el Reglamento 1334/2000, de 22 de junio de 2000 (reformado en los años sucesivos), por el que se establece un régimen comunitario de control de las exportaciones de productos y tecnologías de doble uso (un producto de doble uso es cualquier producto, medio informático o tecnología que pueda destinarse tanto a usos civiles como militares), o a documentos como la Acción Común aprobado por el Consejo el 22 de junio de 2000 (2000/401/PESC), relativa al control de la asistencia técnica vinculada a determinados fines militares. De igual forma, existen propuestas, que en alguno de los casos ya se han llevado a la práctica, dirigidas a que las autoridades públicas tengan medios para, cuando sea preciso, proceder al descifrado. Uno de esos medios es el depósito de las claves privadas usadas (“mandatary key recovery system” o “key escrowed system”) en un lugar custodiado por un ente público. Estas propuestas y restricciones originan la lógica reacción de los defensores de la privacidad y de la libertad de comunicación, dando lugar a polémicas que tienen amplia repercusión en los medios de comunicación (como la que en 1998 enfrentó al presidente de Microsoft y al Gobierno de los Estados Unidos). Nosotros somos críticos con estas restricciones a la criptografía, sobre todo  con la idea de depósito. Un sistema de depósito puede hacer a la criptografía insegura, con lo que dejaría de tener sentido. Además, los criminales tratarán de emplear claves que nunca registrarán por lo que el permitir a los poderes públicos acceder a las claves secretas no se traducirá en una mayor eficacia en la lucha contra la delincuencia.

Un último ejemplo que podemos traer a colación, aunque podríamos  citar otros muchos, radica en el uso de métodos de investigación policial proactivos. Las necesidades actuales han supuesto la promoción de métodos de investigación policial proactivos, que se han sumado a los tradicionales métodos reactivos. Algunos de ellos implican entrar en el debate que ahora nos interesa pues suponen incidir en el predio de la seguridad afectando peligrosamente a la restricción de ciertos derechos fundamentales. Estos métodos proactivos y encubiertos son, sin duda, más intrusivos que los tradicionales, pero su eficacia ha hecho que desde diversas instancias internacionales se promueva su potenciación [16]. El hecho de que parte de estas operaciones se nieguen y tengan más de una vez vacíos normativos despierta dudas, aunque la situación cambia bastante de un país a otro [17]. Lo recomendable, desde la óptica teórica y general que estamos usando, es que exista una normativa adecuada que dé cobertura precisa a este tipo de actuaciones. Es decir, que cumpla con las dosis de calidad que reclama un sistema democrático y que permita al operador jurídico aplicar correctamente el test de proporcionalidad. De esta forma, con las adecuadas garantías en las previsiones legales correspondientes estas actuaciones podrían ajustarse sin problemas al Estado de Derecho y situarse, así, en una posición equilibrada entre la seguridad y la libertad. Es importante que las medidas proactivas sean proporcionales con relación a la finalidad requerida y no supongan una provocación del delito. Además, el juez o el fiscal deben supervisar de una forma u otra estas actividades. De todos modos, el balance actual de la realidad práctica no es muy suscribible [18].

Como se ve, la solución práctica de todos estos ejemplos mostrados en los párrafos precedentes depende en buena medida de la propia decisión individual y comunitaria: es decir, ¿hasta dónde estamos dispuestos a renunciar? O sea, ¿qué incomodidades o restricciones aceptamos para sentirnos más seguros? Es fácil, incluso demagógico, hacer un alegato a favor de la libertad y en contra de su represión, pero, como hemos visto, las cosas son mucho más complejas pues los riesgos y amenazas emergentes necesitan un abordaje complejo y matizado. Sea como fuere, el Estado de Derecho siempre debe estar presente en las diversas soluciones prácticas adoptadas dando cobertura constitucional y legal a las distintas medidas, que tienen que superar el aludido método de análisis escalonado para ser justificadas. Si ello no es así, la solución no debe aceptarse.

En este orden de consideraciones, también hay que tener en cuenta que un factor importante en todo lo que estamos comentando es el componente cultural que está detrás del razonamiento empleado (cultural y, también, multicultural). Habrá medidas que se aceptarán con mayor o menor facilidad con base en esas pautas de ubicación social que conforman la cultura. No es necesario insistir demasiado en ello pues resulta evidente. Recordemos que la Ciencia Jurídica también es Ciencia de la cultura, de cultura jurídica, y que los derechos fundamentales, en su contenido, alcance y aplicación, dependen en gran medida de este tipo de cuestiones. De todos modos, ello no debe de analizarse con absoluta relatividad puesto que existe un mínimo infranqueable que debe proteger el núcleo esencial de esos derechos fundamentales. Es decir, existe un contenido mínimo en Teoría de la Constitución que hay que reclamar independientemente de la latitud y longitud en la que nos encontremos. Esto se hace más patente cuando la dignidad de la persona también entra en escena.

V.        La inexistencia de cambios cualitativos en el tema en internet: necesidad de adaptación de las construcciones tradicionales

Llegados a este punto se impone avanzar ya una consideración de carácter conclusivo: las nuevas tecnologías han complicado el análisis de la dialéctica entre seguridad y libertad pero no han cambiado la naturaleza de su abordaje. Por eso aludimos en el título de ese apartado a la inexistencia de cambios cualitativos. La forma de planteamiento, que podíamos denominar tradicional, de este problema debe adaptarse a las particularidades que supone Internet. Las nuevas tecnologías están siendo un elemento recurrente a la hora de intentar justificar que la balanza se incline claramente hacia el lado de la seguridad. En esta línea señala NAVARRO BONILLA que “el desequilibrio en el binomio libertad-seguridad proporciona argumentos para una reflexión en torno a las libertades individuales frente a la utilización masiva de tecnología para la captura, obtención y cruzamiento de informaciones mediante sistemas avanzados” [19]. Internet exige un esfuerzo argumentativo para llegar a las soluciones correctas, que sólo pueden ser aquéllas respetuosas con el Estado de Derecho y la vigencia de los derechos fundamentales. Internet, por sí solo, no justifica que se priorice necesariamente la protección de la seguridad.

El miedo que en determinados sectores han despertado los riesgos y amenazas emergentes de los últimos años ha originado que se extienda en esos ámbitos la idea de que Internet debe ser controlado a toda costa, y que el precio que hay que pagar por ello es la limitación de la intimidad y de la libertad. En amplios sectores de la sociedad norteamericana, tras el 11-S, se instaló esa idea, que se reflejó en diversa normativa, de la cual la más conocida fue la Patriot Act. Estimamos que ello es una exageración que oculta las ventajas que Internet ha traído para el ejercicio de los derechos fundamentales y para la renovación de la democracia.

El carácter transnacional de Internet es un escollo para las clásicas regulaciones jurídicas estatales. Por ello, más que nunca, las aproximaciones generales de Teoría de la Constitución cobran especial fuerza ante la supraterritorialidad de la Red. Las respuestas hay que buscarlas en la cultura jurídica común de índole democrática. De ahí que sea aconsejable avanzar en mecanismos de autorregulación y supraestatales. La solución tiene que responder a lo ya sugerido en este artículo: la búsqueda de un adecuado equilibrio en el marco de la razonabilidad y proporcionalidad. Las garantías de los derechos en juego deben respetarse cuando sean compatibles con la consecución de resultados eficaces en la protección de la seguridad. También resulta aconsejable avanzar en el papel de instancias internacionales en la persecución de la criminalidad en Internet y superar, así, la vigilancia unilateral de algunos países, que esgrimen el argumento de la seguridad como subterfugio para desconocer derechos fundamentales. O sea, que la irrupción de las nuevas tecnologías no altera el papel esencial de los derechos fundamentales en la sociedad democrática.

Al margen de lo dicho, no hay que desconocer que todavía queda mucho que avanzar en el campo jurídico para adaptar las estructuras tradicionales de este debate a la nueva realidad de Internet. La existencia de fronteras estatales y la dificultad para construir la categoría de ciudadanía universal o, al menos, regional (continental), son escollos para llevar a la práctica el diseño teórico de las respuestas a la dialéctica analizada.

VI.        Conclusiones

La búsqueda de un equilibrio adecuado entre libertad y seguridad es un tema recurrente en la evolución de la sociedad humana. No sólo se ha discutido de forma ardua con relación a los límites de las medidas de seguridad y protección que adopta una comunidad sino también respecto a los límites de los derechos que pueden ejercer los ciudadanos. Son temas fuertemente imbricados, pues avanzar por el camino que marca uno supone restringir la extensión del otro.

Como afirmamos en otro lugar, ¿hasta dónde hemos de renunciar para garantizar nuestra seguridad? La respuesta exige tener en cuenta los principios de proporcionalidad y razonabilidad, tanto a la hora de precisar los límites a los derechos fundamentales como en el momento de fijar el nivel de seguridad que queremos alcanzar. El objetivo es alcanzar unos resultados equilibrados. No valen posiciones que busquen soluciones y conceptos absolutos sino actuaciones casuísticas que tengan en cuenta las circunstancias de cada situación [20].

Parece claro que la seguridad absoluta nunca va a existir, y menos en el actual entorno asimétrico y poliédrico de riesgos múltiples, por lo que hay que adoptar medidas que respondan a esta idea de razonabilidad que estamos defendiendo. Y también tiene que estar claro que el criterio interpretativo prioritario es el favor libertatis, es decir, el que prioriza los derechos fundamentales: el criterio general es la vigencia del derecho, y la excepción es su limitación. Por lo tanto, la excepción para prevalecer debe justificarse de manera suficiente. Sólo así se mantendrá la lógica existencial de la democracia.

La realidad de Internet complica el debate por todas las potencialidades que conlleva y por el desafío que presenta habida cuenta su supraterritorialidad. Sin embargo, no elimina los términos tradicionales de dicho debate, tan sólo exige actualizarlos y adaptarlos. En esta tarea debe tenerse presente que la libertad y, por ende, los derechos fundamentales son la clave de bóveda del Estado Democrático. Las nuevas tecnologías en general, e Internet en particular, deben servir para maximizar la eficacia de los derechos fundamentales, no para menguarlos. Esto provoca que exista un núcleo indisponible al que no puede, en ningún caso, renunciarse, y que las renuncias que se hagan tengan suficiente justificación. En diversas ocasiones será necesario restringir el ejercicio de los derechos fundamentales en Internet en aras de la seguridad, pero esta restricción, además de proporcional y razonable, no puede afectar al contenido esencial de la libertad. Esta solución sirve de protección a la propia democracia pues la seguridad no sólo sirve para defender al Estado y a la comunidad sino también para proteger a la democracia. Una seguridad adecuada complementará a la libertad para asegurar su vigencia y su preeminencia.

José Julio Fernández Rodríguez, en usc.es/

Notas:

1.      Vid. MEINECKE, Friedrich, La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983.

2.      FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, José Julio, “Espionaje en la Red: la amenaza fantasma”, en FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, José Julio (coord.), Defensa e Internet. Actas del I Congreso sobre Seguridad, Defensa e Internet, Universidad de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, 2006, pág. 63. En el mismo lugar añadíamos que “los avances tecnológicos de los últimos tiempos, ejemplificados en la Red, han provocado unos cambios de índole cuantitativa  y cualitativa en la vida de la persona y en el funcionamiento social que exigen una rápida adaptación del ordenamiento jurídico”. Sin embargo, “este proceso de aclimatación del Derecho a la nueva realidad no debe perder los logros que para los derechos fundamentales y las libertades públicas atesora el Estado Democrático”.

3.      SANSÓ-RUBERT PASCUAL, Daniel, “¿Es la inteligencia la respuesta a los nuevos riesgos y amenazas?”, Ejército de Tierra español, núm. 794, mayo 2007, pág. 78.

4.      ARIAS GONZÁLEZ, Agustín, “La psicología y la lucha contra el terrorismo, en busca de la sinergia”, Estrategia Global, núm. 11, septiembre-octubre 2005, pág. 66. En la página siguiente este autor indica que “debido al juego emocional que provocan los terroristas, las sociedades, a menudo, acaban «rendidas» ante el terror y prefieren ceder, confiando en la «buena voluntad» de los verdugos”.

5.      Sobre el tema puede verse el enjundioso estudio de Joaquín BRAGE CAMAZANO, Los  límites a los derechos fundamentales, Dykinson, Madrid, 2004.

6.      Esta idea ya se encontraba recogida en el art. 4 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, en donde podía leerse que “la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos”.

7.      Como hemos dicho, el tema no es pacífico doctrinalmente. Desde otro punto de vista, estos límites serían tipos de límites internos: límite “inmanente” sería el que exige no desconocer otra norma constitucional (otros derechos), límite “positivo” el que recoge las expectativas que se priva de protección (orden público).

8.      GONZÁLEZ BEILFUSS, Markus, El principio de proporcionalidad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Thomson-Aranzadi, Elcano (Navarra), 2003, pág. 15.

9.      GONZÁLEZ BEILFUSS, Markus, El principio de proporcionalidad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, op. cit., pág. 67.

10.    SANSÓ-RUBERT PASCUAL, Daniel, “¿Es la inteligencia la respuesta a los nuevos riesgos y amenazas?”, op. cit., pág. 97. En otro trabajo este autor insiste en dicha idea, que se enmarca en el modelo mental del terrorista: “bajo este planteamiento, el recorte de libertades a la población para protegerla de la acción terrorista, es precisamente uno de sus objetivos estratégicos” (idem, “Seguridad vs. libertad: el papel de los servicios de inteligencia”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, Universidad de Valencia, núm. 48, pág. 97).

11.    Para el caso español, la Constitución alude en su art. 55.1 a la suspensión de los derechos relacionados con la detención, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, la libertad de residencia y circulación, la libertad de expresión e información, el derecho de reunión, el derecho de huelga y el derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo.

12.    Sobre esta cuestión puede consultarse nuestro libro Secreto e intervención de las comunicaciones en Internet, Thomson – Civitas, Madrid, 2004.

13.    Este tema lo tratamos en nuestra monografía Lo público y lo privado en Internet. Intimidad y libertad de expresión en la Red, Universidad Nacional Autónoma de México, México D. F., 2004, págs. 64 y ss.

14.    El art. 8.1 de la Ley española 34/2002, de Servicios de la Sociedad de la Información, establece restricciones a la prestación de servicios para la salvaguarda del orden público, la investigación penal, la seguridad pública y la defensa nacional.

15.    RODRÍGUEZ RUIZ, Blanca, El secreto de las comunicaciones: tecnología e intimidad, McGraw-Hill, Madrid, 1998, pág. 128.

16.    Por ejemplo, en el seno del Consejo de Europa, la Recomendación Rec (2001) 11 del Comité de Ministros sobre principios directrices en la lucha contra el crimen organizado. En España la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal hecha por LO 5/1999, relativa al perfeccionamiento de la actividad investigadora relacionada con el tráfico ilegal de drogas y otras actividades ilícitas graves, regula la figura del agente encubierto.

17.    Sobre esta cuestión vid. SANSÓ-RUBERT PASCUAL, Daniel, “El papel de la información en la lucha contra la delincuencia organizada transnacional”, UNISCI Discusión Papers, núm. 12, octubre 2006, págs. 214 y ss. Este autor asevera que tales acciones “generalmente plantean graves problemas de carácter moral, legal y democrático”. Por ello, “lo habitual es recurrir a su empleo en casos extremos”.

18.    En el mismo lugar de la nota precedente, SANSÓ-RUBERT concluye que el estado actual de la lucha contra la delincuencia organizada es insatisfactorio “desde la perspectiva de alcanzar un equilibrio entre eficacia y legalidad, especialmente en el contexto tocante al marco de actuación de los servicios de inteligencia y a las labores de información, haciendo necesaria la articulación de un nuevo esquema, que permita trazar con nitidez los parámetros legales de actuación y una clara delimitación de objetivos” (ibidem, pág. 225).

19.    NAVARRO BONILLA, Diego, “Medios tecnológicos e Inteligencia: bases para una interrelación convergente”, Arbor, núm. 709, enero 2005, pág. 289.

20.    FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, José Julio, “Espionaje en la Red: la amenaza fantasma”, en FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, José Julio (coord.), Defensa e Internet. Actas del I Congreso sobre Seguridad, Defensa e Internet, op. cit., págs. 96-97.


Rafael Pampillón

Con la originalidad propia de los grandes pensadores, Shiller aspira, con Narrativas económicas, a formalizar los impactos que pueden tener en la economía las percepciones de la gente. Así, va reuniendo de forma muy amena una multitud de anécdotas y acontecimientos que presagian cambios en la economía. La abundancia de historias que relata hace imposible contemplarlas todas, por lo cual tomaremos algunos ejemplos que va describiendo el autor y que puedan ayudar a entender qué son las narrativas económicas.

De las percepciones nacen lo que él describe como narrativas económicas: una música de fondo que  va subiendo poco a poco de volumen hasta llegar a utilizar todos los instrumentos incluidos los de percusión

Shiller trata de convencernos de que muchos hechos económicos que se producen o se van a producir están determinados por las percepciones (o sentimientos) que tiene la gente y que desembocan en comportamientos. Y que de estos comportamientos nacen a su vez lo que él describe como narrativas económicasuna música de fondo que, a lo largo del tiempo, va subiendo poco a poco de volumen hasta llegar a utilizar todos los instrumentos incluidos los de percusión; o todo lo contrario, reduciéndose hasta desaparecer.

Estos relatos vienen envueltos en símbolos, gráficos, amenazas, presentimientos, informaciones de correveidile (1) (que pueden ser verdaderas o fake news), políticas enterradas que resurgen, burbujas (bursátiles e inmobiliarias), pánicos, y un largo etcétera.

Un Símbolo: El Bitcoin

El Bitcoin es una criptomoneda cuyas notas musicales comenzaron a surgir hace doce años, hasta convertirse en una melodía que sonaba alta y fuerte. Pero poco a poco el sonido fue bajando de intensidad.

Sin embargo, en el último año y como consecuencia de la pandemia ha vuelto a resurgir con fuerza: está protagonizando una parte de las noticias económicas. Tiene una narrativa variada lo que facilita que se vuelva viral, ¿a qué se debe?

A que es:

a) una moneda, un símbolo, que tiene entidad propia;

b) no tiene nacionalidad, lo que le confiere un atractivo democrático e internacional;

c) una fuente de riqueza inimaginable para aquellos lo suficientemente valientes o inteligentes como para haber entrado cuando tenía un precio muy bajo (es el típico ejemplo de una narrativa que aprovecha la emoción fundamental de la envidia, lo que explica que tenga una resonancia excepcional);

y d) ningún gobierno la puede controlar o frenar (pág.55 y 56).

Todas estas características justifican el rápido aumento de los precios del bitcoin, pero también su disminución, es decir tiene un alto índice de volatilidad.

Un comportamiento: invertir en bolsa

Según cuenta la historia, el multimillonario John D. Rockefeller decidió vender todas sus acciones cuando su limpiabotas comenzó a hablarle sobre las inversiones que él mismo tenía en bolsa. Era 1929, el año del gran crack bursátil que coincide con el inicio de la Gran Depresión.

La conclusión que había sacado Rockefeller era que cuando hasta tu limpiabotas invierte en bolsa, es momento de retirarse. “Los taxistas te decían qué comprar. El limpiabotas podría darte un resumen de las noticias financieras del día. Un viejo mendigo que rondaba regularmente la calle frente a mi oficina me dio consejos y, supongo, invirtió el dinero que le dimos yo y otros en el mercado. Mi cocinero tenía una cuenta en un bróker (…) sus ganancias volaron con el vendaval de 1929”. Quien dibuja el panorama previo al crack de 1929 es Bernard Baruch, un importante inversor de Wall Street que más tarde asesoró a varios presidentes de Estados Unidos (pág. 357).

En las burbujas es frecuente ver una gran afluencia de dinero procedente de manos inexpertas y esto, en muchas ocasiones, puede resultar peligroso. Del mismo modo que este dinero viene, se va; es decir, si la bolsa comenzase a bajar, muchos de estos inversores inexpertos seguramente correrán a retirar su dinero ante el miedo de perder su inversión, generando así caídas en el mercado aún mayores.

Hoy en día las inversiones son más populares por lo que siempre hay que tener en cuenta que a la hora de invertir se debe tener información y cierta formación para saber en qué productos se invierte, su rentabilidad y los riesgos que entrañan. Si cualquier persona se pone a invertir llamado por los buenos resultados de la Bolsa, cuando comience a bajar se puede producir, como consecuencia, una crisis en los mercados.

Una moda: no parecer ostentoso

Durante la Gran Depresión de los años 30 mucha gente tenía poder adquisitivo suficiente para comprarse un coche nuevo. Sin embargo, había un obstáculo que les impedía realizar una compra juiciosa y así beneficiar a una industria en crisis: la del automóvil. Ese obstáculo era el miedo generalizado a ser considerado ostentoso.

La resistencia psicológica al “qué dirán” es una narrativa que incidió negativamente en la crisis de los años 30, por la posibilidad de que se considerase una forma indecente de exhibir riqueza

No es ninguna conjetura decir que existía un caldo de cultivo que evitaba reavivar las ventas y, por tanto, la producción de las empresas. La industria automotriz había demostrado, con datos, que un buen número de personas tenían suficiente dinero para comprarse un coche. Es más, tenían una necesidad real de asumir dicha adquisición. Sin embargo, estos mismos rechazaron tomar esa decisión de compra por miedo a las críticas de los demás.

Esa resistencia psicológica al “qué dirán” es una narrativa que incidió negativamente en la crisis económica de los años 30, por la posibilidad de que se considerase una forma indecente de exhibir riqueza. La retroalimentación de esta narrativa y la reducción del consumo, durante la crisis, fue haciéndose más viral con el paso del tiempo. Esta moda de la pobreza narrada por Shiller ha seguido en el imaginario colectivo y se ha repetido en otras muchas crisis económicas, provocando la pérdida de millones de empleos (pág. 229).

Paradoja de la frugalidad: Si en una recesión la gente trata de ahorrar más, entonces el consumo, la producción y el empleo caerán

Situaciones como la descrita por Shiller da lugar a lo que en Teoría Económica se conoce como la paradoja del ahorro o paradoja de la frugalidad. Esta sugiere que, si en una recesión la gente trata de ahorrar más, es decir, aumentar el porcentaje de la renta destinada al ahorro, entonces el consumo, la producción y el empleo caerán y al final el ahorro total de la población será igual o quizá más bajo.

Una figura: La curva de Laffer

La curva de Laffer se basa en la hipótesis de que, cuando los impuestos son muy altos, una reducción de estos podría aumentar la recaudación fiscal. Esos menores impuestos suponen mayores incentivos para que la gente trabaje más y se creen más empresas, dinamizando la economía y el consumo. También sirven para que algunos profesionales y empresarios emerjan de la economía sumergida a la de superficie, aumentando la recaudación.

Adam Smith se pronunció en este sentido en el siglo XVIII, en su libro La riqueza de las Naciones (1776), donde analizaba el impacto negativo de altos niveles de impuestos en la inversión y el consumo. Un siglo y medio después de Adam Smith, el secretario del Tesoro de EE.UU., Andrew Mellon, “populariza la idea de que bajar los impuestos a las personas más acaudaladas termina por beneficiar al conjunto de la población (trickle-down economics).

Con el paso del tiempo la popularidad de esta narrativa se fue desvaneciendo. Hasta que en 1974 Arthur Laffer dibujó una curva en una servilleta, en una cena en un restaurante de Washington, invitado por Donald Rumsfeld y Dick Cheney, entonces jefe y subjefe de Gabinete del presidente republicano Gerald Ford. Laffer explicó a estos asesores de la Casa Blanca las ventajas de una rebaja fiscal y para ilustrar sus ideas, utilizó una servilleta, y dibujó su famosa gráfica.

Y ¿qué dice la curva? La curva de Laffer se apoya en un sencillo dibujo: una U invertida, en un diagrama que coloca el tipo impositivo en el eje de abscisas, y la recaudación en el de ordenadas. Esta ilustra que, a partir de una determinada carga fiscal, las reducciones en los tipos impositivos provocan aumentos en los ingresos del Estado.

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En 1989, The Wall Street Journal incluyó a Laffer entre las personas que más influyeron en el periódico. En 1999, la revista Time señaló que la curva de Laffer era uno de los grandes avances que impulsaron la economía del siglo XX. ¿Y qué fue de la servilleta? Está depositada en una vitrina en la Bookings Institution (Washington).

Desde la curva de Laffer subir impuestos tiende a ser interpretado como un grave error

Shiller señala que la curva de Laffer es un elemento muy recordado en la discusión económica de aquellos años, a pesar de ser solo una pequeña parte de la constelación narrativa que hoy conocemos como la “economía del lado de la oferta” (supply-side economics). Una escuela de pensamiento económico que aboga por impulsar la actividad económica a base de disminuir el intervencionismo del Estado en la economía. “De todas esas recetas, la de Laffer tuvo especial popularidad por su impacto visual y por el entusiasmo que despertó entre los gobernantes del país. Desde entonces, subir impuestos tiende a ser interpretado como un grave error” (pág. 104).

La riqueza visual de esta historia la ayudó a evolucionar de una anécdota económica a un recuerdo duradero. El detalle visual de la servilleta encierra una lección valiosa para quienes aspiran a popularizar una teoría económica: una imagen vale más que mil palabras.

Una fake News: el salario siempre pierde poder adquisitivo

Según las encuestas, entre 1973 y 1981, más de la mitad de los americanos creían que el primer problema del país era la inflación o, lo que es lo mismo, el “alto coste de la vida”. Señala Shiller que a partir de 1973, cuando comenzó la gran escalada de los precios del petróleo, esta percepción se extendió a gran parte del mundo. Al aumentar la inflación hubo una epidemia de pánico y hubo quien sostenía que la crisis del aumento de los precios era un problema comparable a la Gran Depresión, apuntando que estaba “erosionando el tejido productivo de las sociedades modernas” (Pág. 392).

A la vez que subía el precio del petróleo los sindicatos entraron en una dinámica en la que pedían incrementos salariales para no perder capacidad adquisitiva; llegando a conseguir que se introdujeran cláusulas de revisión automática en los sueldos de los sindicados. Este hecho provocó que la espiral inflacionista se siguiera retroalimentando.

Además, a diferencia de los economistas, la opinión pública suscribía la hipótesis del “desfase salarial perpetuo”. Al considerar que los aumentos salariales siempre van a la zaga de los aumentos de precios, se infiere que la inflación tendrá siempre un impacto negativo en los niveles de vida a largo plazo. Lo que no es cierto. En resumen, la popularización esta tesis aportaba una potente imagen mental con la que los trabajadores entraban en un círculo vicioso reforzado por las fuertes y agresivas demandas de los sindicatos y la reacción de los empresarios (pág. 394).

A partir de los años 80 se aplicó un monetarismo estricto, con Robert Lucas y su tesis conocida como “expectativas racionales”

Para resolver este grave problema, a partir de los años 80 se aplicó un monetarismo estricto, con Robert Lucas (2) y su tesis conocida como “expectativas racionales”. Para Lucas, como para otros muchos economistas del siglo XX, la consecución de la estabilidad de los precios era un objetivo prioritario. ¿De que dependía la inflación? Dependía, para Lucas, de las expectativas que etimológicamente se basan en una perspectiva de futuro. Sin embargo, los salarios futuros se acordaban basándose en el pasado. Resultado: el sistema fallaba.

¿Pero cómo ayudaron las expectativas racionales a elegir una política? Para reducir la inflación, los bancos centrales (o los gobiernos) tenían que anunciar un objetivo de estabilidad de los precios estricto y cumplirlo. Y así ha venido siendo: la inflación fue dominada. Con el paso del tiempo, algunos economistas mostraron su creciente apego a la nueva forma de hacer política monetaria. Como consecuencia, la benigna epidemia de la necesidad de una baja inflación se propagó a través de los ambientes académicos, así como su discusión en seminarios o conferencias importantes. “Al final, los modelos llegan a los medios de comunicación, donde personas teóricamente ajenas a la ciencia económica empiezan a sentir curiosidad genuina por un relato que se va instalando dentro de dicho campo de conocimiento” (pág. 75).

Por eso y gracias a Robert Lucas, los economistas están ahora obsesionados con la independencia de los bancos centrales y del cumplimiento de los objetivos de política monetaria, es decir, de su credibilidad y su continuidad.

Una amenaza: Las nuevas tecnologías destruyen empleo

En marzo de 2021, me invitaron a asistir a un Seminario de Investigación bajo el título La Renta Básica Universal en el futuro Modelo Social Europeo: ¿es posible?. El resumen explicativo describía la posibilidad de implementar una Renta Básica Universal para paliar los efectos destructivos en el empleo que tendría el desarrollo tecnológico, durante la próxima o ya comenzada Cuarta Revolución Industrial.

Es un ejemplo de la vuelta, una vez más, de la narrativa de que la tecnología reduce puestos de trabajo y que sigue en el imaginario colectivo. El miedo al posible vínculo entre más tecnología y menos empleo.

Es el caso de los actos de violencia acaecidos en Nottingham a comienzos del siglo XIX. Los obreros, al observar que con un solo telar un hombre producía lo mismo que muchos trabajadores, decidieron destrozar las máquinas para no perder su empleo y exponerse a morir de hambre. Este movimiento obrero fue liderado por un legendario obrero Ludd (de ahí que a sus seguidores se les denomine luditas, en inglés ludittes) y alcanzó su máxima virulencia en 1811 y 1812, años de grave penuria para la clase trabajadora británica por la escasez de alimentos y la inflación provocados por la guerra con la Francia napoleónica. La palabra ludita, ahora utilizada para definir a una persona que se resiste al progreso tecnológico, se utilizó de forma recurrente cada vez que la economía entraba en una crisis y el paro aumentaba (pág. 274).

En 1830, los disturbios de Swing fueron otro ejemplo de respuesta a la pérdida de empleo provocada por la irrupción de una nueva tecnología: la primera trilladora mecánica. De nuevo, ocurrió en el Reino Unido y el líder espiritual del movimiento era el imaginario Capitán Swing. Los alborotadores destruyeron la maquinaria y lideraron otras protestas (pág. 275).

La narrativa de que la tecnología generaba desempleo volvió a aparecer con fuerza en 1995. Jeremy Rifkin, profetizó el paro tecnológico en su libro El fin del trabajo (3). En él explica como las nuevas tecnologías de los ordenadores y de las comunicaciones destruirían más puestos de trabajo que los que crean, provocando un proceso de alcances insospechados.

Rifkin despliega en el libro un detallado cuadro de situación sobre los dramáticos efectos que el explosivo avance de las tecnologías de las comunicaciones y los ordenadores provocaría a nivel mundial en el ámbito laboral provocando la extinción de millones de puestos de trabajo.

El tiempo ha parecido quitar la razón a Rifkin. Aunque la tecnología haya destruido multitud de puestos de trabajo, tanto estos, como los salarios reales han crecido casi continuamente.  Como ya dijo John F. Kennedy en los años 60: “Si los hombres tenemos suficiente talento como para inventar nuevas máquinas que destruyen puestos de trabajo, también tenemos el talento de hacer que los hombres que han perdido su empleo vuelvan a trabajar”.

Millones de trabajadores manuales han sido reemplazados por máquinas, pero gracias al progreso económico se han creado muchos más puestos que los que se han destruido

Mientras que, en los últimos 200 años, millones de trabajadores manuales han sido reemplazados por máquinas, gracias al progreso económico se han creado muchos más puestos que los que se han destruido. En el pasado y en el presente cuando las nuevas tecnologías reemplazan a los trabajadores, siempre aparecen nuevos sectores capaces de absorber a aquellos que han perdido sus trabajos.

Un resumen: el poder de los relatos

La novedad que aporta Narrativas económicas es la utilización de modelos epidemiológicos para describir cómo se difunden las narrativas. Se refiere a este proceso como una especie de contagio, hasta el punto de que “se vuelven virales”. Como muchos patrones de enfermedades, la propagación de narrativas sigue un patrón: avanzando lentamente al principio, luego acelerando y después quedando latente o desapareciendo (4). Lo que Shiller denomina la recurrencia de las narrativas económicas (pág. 181).

Son, por tanto, historias contagiosas que tienen el enorme potencial de cambiar la forma en que las personas toman sus decisiones económicas (5).

Recientemente, una vasta literatura económica ha analizado cómo las percepciones de la gente pueden motivar ciertos acontecimientos. El poder que toman estas narrativas es más amplio y profundo de lo que la economía contemporánea por ahora está preparada para aceptar. ¿Por qué? se incrustan en el subconsciente colectivo.

Así, si queremos saber por qué ocurrió un suceso económico inusualmente grande, debemos conocer las narrativas dominantes en torno a dicho acontecimiento. Incluso aunque no estén relacionadas, el hecho de que confluyan en el tiempo puede pueden acelerar la evolución económica en una determinada dirección. Es importante reconocer que los grandes acontecimientos de la economía no se pueden explicar simplemente por una única constelación de narrativas. En su lugar, explicar esos sucesos requiere hacer una lista de narrativas económicas que, por sí misma no se puede describir como una simple historia o una narrativa contagiosa (pág. 80 y 81).

En definitiva, es importante reconocer que los grandes acontecimientos de la economía no se pueden explicar simplemente por la Teoría Económica. Es mucho más probable que para explicar esos sucesos, como dice Shiller, haya que acudir a las narrativas económicas.

Rafael Pampillón, en nuevarevista.net/

Notas:

1) Persona que lleva y trae cuentos y chismes.

2) La mayoría de los economistas han considerado durante mucho tiempo a Robert Lucas (ganador del premio Nobel de economía de 1995 y profesor de la universidad de Chicago) como el economista más influyente de su generación. Su trabajo transformó tanto la teoría macroeconómica como la forma de pensar de los economistas sobre los efectos de la política económica.

3) Jeremy Rifkin. The End of Work: The Decline of the Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era. Putnam Publishing Group. 1995

4) Barry Eichengreen. Tales of the Economy. Project Syndicate. 1 de noviembre de 2019.

5) Jonathan Portes. “Tiempo para historias” Finanzas & Desarrollo, marzo de 2020, pág. 63.

Manuel P. Villatoro

En 1585, las tropas hispanas sitiadas en la isla de Bommel lograron vencer a la muerte gracias a la repentina congelación de un río. El hecho fue atribuido a la Inmaculada Concepción

Un golpe de suerte o una intervención divina. Estas eran las únicas formas de que los miembros del Tercio de Bobadilla no fueran masacrados el 8 de diciembre de 1585 mientras defendían el monte de Empel –ubicado en una pequeña isla holandesa–. Harapientos, sin provisiones y asediados por una infinidad de buques, a los soldados españoles no les quedó otra solución que rezar pidiendo un milagro, y eso es lo que obtuvieron. Aquella noche, uno de los ríos limítrofes se congeló permitiendo a los defensores cargar contra el enemigo y obtener una victoria por la que nadie hubiera dado medio escudo de oro.

Pero en esa funesta jornada el ejército español no solo triunfó en combate, sino que también convirtió a la Inmaculada Concepción en la patrona de su infantería.

Y es que, según cuenta la leyenda, un soldado del Tercio encontró enterrada una imagen de la virgen pintada en madera el día previo a la contienda. Al parecer, este hecho llenó de moral a los soldados, los cuales consideraron el hielo como un regalo divino.

Una guerra de 80 años

Para llegar a la raíz del conflicto que llevó a estos españoles hasta la isla de Bommel es necesario retroceder en el tiempo hasta 1555. En ese año, Carlos I (V de Alemania) legó a su hijo Felipe II el gobierno de España y de los estados que hoy ocupan en su mayoría los Países Bajos. De esta forma, el monarca cedía las que durante toda su vida habían sido sus tierras predilectas para, después de una larga regencia, retirarse de la vida pública.

Sin embargo, el cambio de gobierno no agradó demasiado a los habitantes de la región, que vieron en Felipe a un rey extranjero que no lucharía por sus intereses. «A diferencia de su padre, Felipe había nacido y se había criado en España, su lengua materna era portuguesa, y desde 1559 hasta su muerte no pisó los Países Bajos. (…) Los flamencos se vieron gobernados por extranjeros», afirman Andrés Más Chao y José María Sánchez de Toca en el volumen titulado «La infantería en torno al Siglo de Oro» de la obra conjunta «Historia de la infantería española».

Finalmente, las tensiones se hicieron irreconciliables cuando Europa quedó dividida entre los seguidores del catolicismo y los partidarios del protestantismo –una nueva religión muy extendida en la región flamenca–. Sin remedios para evitar un enfrentamiento latente desde hacía varios años, la contienda se materializó cuando las provincias de los Países Bajos se unieron contra Felipe II. Como contrapartida, desde España se inició la movilización de varios Tercios hacia el territorio para, mediante pica y arcabuz, terminar con las pretensiones de independencia rebelde. Acababa de iniciarse la «Guerra de los ochenta años».

La partida hacia el combate

Durante años se sucedieron centenares de combates en territorio flamenco, los cuales se cobraron miles de vidas y cubos de sangre española. No obstante, todo pareció cambiar con la llegada de algunos líderes militares como Alejandro Farnesio, quien no tuvo reparos en demostrar la capacidad militar de los tercios en decenas de contiendas.

Con todo, y a pesar de las victorias hispanas, a finales del siglo XVI todavía eran una infinidad las plazas que estaban en poder de los rebeldes y multitud las que pedían auxilio a los católicos ante la presión enemiga. «Cuando (Farnesio) recuperó Amberes en el verano de 1585, se sintió en condiciones de acudir a las «Islas de Gelanda y Holanda», cuyas poblaciones católicas oprimidas por los rebeldes protestantes le pedían auxilio», señalan en su obra los expertos.

Una vez tomada la decisión de atacar a, Alejandro puso al mando de su ejército al Conde Carlos de Mansfelt, que recibió órdenes de dirigirse hacia el norte de Brabante (ubicada en el centro de los Países Bajos) para sofocar las revueltas. A esta fuerza se unió a su vez el Tercio dirigido por el Maestre de Campo Don Francisco de Bobadilla, un militar con una extensa hoja de servicios.

«Ya todos juntos, marchó (…) el conde Carlos de Mansfelt con los tres tercios de españoles del coronel Cristóbal de Mondragon, de D. Francisco de Bobadilla y el de Agustín Iñíguez, repartidos en sesenta y una banderas y con la compañía de arcabuceros a caballo de españoles del capitán Juan García de Toledo», explica el Capitán Alonso Vázquez –contemporáneo de Bobadilla– en su obra «Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese».

La toma de Bommel

El camino de la fuerza española se detuvo al vislumbrar el río Mosa (el que, con casi 1.000 Km. de extensión, corta los Países Bajos de este a oeste). «Mansfelt llegó a la orilla meridional del Mosa, donde hizo acuartelar el grueso, y mandó a Bobadilla que ocupara la isla de Bommel. Esta isla –el Bommelward– tiene unos 25 Km. de este a oeste, 9 de anchura máxima de norte a sur, y está formada por los ríos Mosa y Vaal, que se aproximan mucho al Este de la isla, y están comunicados por brazos de unión en ambos extremos (…). La comarca es baja, fértil y bien trabajada», completan Más y de Toca.

Sin dudarlo, Bobadilla cruzó el río con casi 4.000 hombres y tomó este minúsculo terreno de escasa importancia para los rebeldes. A su vez, envió varias patrullas a proteger los diques de contención construidos para evitar que el agua anegara la isla. Y es que, si el enemigo tomaba varios de ellos, podría llegar a inundar Bommel y lanzar sobre los españoles toda la potencia contenida de los ríos. Con el terreno conquistado, Mansfelt partió hacia Harpen, a 25 Km. de la isla, dejando al Maestre de Campo al Mando.

Holac se arma

Por su parte, los rebeldes no lo dudaron ni un segundo y, aunque la pérdida de la isla de Bommel no significaba ni mucho menos un golpe de efecto, decidieron armarse para dar, por fin, una lección a los Tercios hispanos. «(Los rebeldes) juntáronse en Holanda y Gelanda y armaron y guarnecieron de muy buena infantería más de doscientos navíos, entre grandes y pequeños, porque viendo las fuerzas españolas encerradas en la isla de Bommel les creció un ánimo extraordinario de anegarlos y deshacerlos y quitar de aquella vez el yugo español que tenían sobre sus hombros», añade en su ya antigua obra Vázquez.

El Tercio de Bobadilla tuvo que retirarse a Empel cuando la isla quedó inundada

Al mando de la armada rebelde se distinguía el Conde de Holac, quien, impulsado por el odio a los españoles, ordenó un ataque masivo desde sus buques. «(A la isla) se arrimaron los rebeldes con su armada y cortaron dos diques junto a la villa de Bommel; pero el que está entre los lugares de Dril y Rosan, que es donde Francisco de Bobadilla tenía alojados y repartidos los tres tercios españoles ya nombrados, no lo pudieron cortar aunque lo intentaron por muchas y diversas partes. (…) D. Francisco con su experiencia y valor había repartido las guardias de manera que, aunque los rebeldes acometieran por cualquier parte, hallaran mucha resistencia», señala el militar.

Comienza la batalla

A continuación, y sin ninguna piedad, los rebeldes abrieron los diques que habían conseguido tomar por la fuerza. Así, en apenas unos minutos, el agua se lanzó sobre los tercios españoles con más fuerza que una carga de caballería pesada. Bobadilla, casi sin tiempo de reaccionar, ordenó a sus hombres abandonar el campamento y dirigirse con la mayor celeridad posible hacia una de las posiciones más elevadas de la isla: el monte de Empel.

La batalla acababa de comenzar, al igual que el sufrimiento de los soldados de los Tercios quienes, totalmente rodeados de buques enemigos y agua, se aprestaron para la defensa decididos a no regalar su vida sin combatir hasta la muerte. Con todo, los españoles fueron aquella noche cañoneados con fuego de artillería y mosquetería rebelde hasta la saciedad, algo que aguantaron estoicamente durante horas.

Sin embargo, con la llegada de la noche, los decididos miembros de los Tercios devolvieron el fuego y pusieron en fuga a sus enemigos. Se acababa de ganar una pequeña batalla que podría haber decidido la guerra si los españoles hubieran sido derrotados. Por su parte, Holac, asombrado ante la tenacidad de los defensores, decidió retirar sus barcos del alcance de las armas católicas.

Aunque habían conseguido acabar momentáneamente con sus enemigos, los infantes españoles sabían que, aislados como estaban en un pequeño monte, tenían muy pocas posibilidades de salir con vida. Por ello, y con el conocimiento de que el paso de los minutos disminuía las posibilidades de escapar con vida de aquella encerrona, Francisco de Bobadilla ordenó a un soldado atravesar el bloqueo en una pequeña barca con varias cartas de auxilio. Entre ellas, se podía distinguir una que tenía como destinario a Mansfelt, el que más cerca se hallaba del lugar de los hechos.

Mansfelt, un rescate fallido

Al día siguiente, y a sabiendas de que el fuego podía acabar fácilmente con ellos, los españoles trataron de fortificar el monte para, al menos, resistir hasta la llegada de refuerzos. El socorro llegó el día 6 cuando Mansfelt envió una carta a Bobadilla proponiéndole un descabellado plan; el Conde planeaba asaltar a la flota rebelde con unas escasas 50 embarcaciones en un intento de romper el sitio. Sólo había una remota posibilidad de conseguirlo, pero era la única opción de salvar a los cercados. Por ello, Bobadilla armó a su vez 9 pleytas –o barcazas– para reforzar el desesperado ataque.

Los soldados pensaron incluso en suicidarse para evitar morir ante los rebeldes

«El jueves 5 de Diciembre por la mañana, llamó el Maestre de campo D. Francisco de Bobadilla a los Sargentos mayores de los tres tercios españoles, y les dio orden de que en las nueve pleytas (tres para cada tercio) embarcasen en cada una diez picas, diez mosqueteros, quince arcabuceros y dos Capitanes escogidos en cada una», destaca Vázquez.

En las barcazas, Bobadilla situó a unos 300 militares dispuestos para el combate. «Los Capitanes y soldados que los sargentos mayores ya habían señalado para este efecto se confesaron y comulgaron, como siempre que han de pelear lo acostumbra la nación española, y conformados todos de morir o salir con tan honrada empresa, estuvieron esperando la orden y hora en que habían de hacer el efecto», añade el militar español.

No obstante, el asalto nunca se produjo, pues las tropas enemigas, aprovechando su inmensa superioridad numérica y armamentística, arrebataron espada en mano varias posiciones a los defensores. Así, si antes la misión era casi imposible, ahora se convertía en un suicidio. Hambrientos, vestidos con ropas raídas, empapados y superados en todos los frentes, los españoles ya no tenían ningún cartucho al que recurrir. Ahora solo les quedaba morir cómo héroes y dejar una huella imborrable en la Historia llevándose consigo a todos los rebeldes que pudieran.

El encuentro con la Virgen

En la mañana del día 7 todo parecía sentenciado para los soldados españoles. Sin embargo, aquella mañana uno de los miembros del Tercio encontró algo muy especial que, según la tradición, cambió radicalmente el devenir de los acontecimientos.

«Estando un devoto soldado español haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer. Acudieron otros soldados con grandísima alegría y la llevaron y pusieron en una pared de la iglesia», añade Vázquez en su obra.

El hallazgo fue tomado como una señal divina por los soldados que, después de rezar devotamente a la Inmaculada Concepción, recuperaron las esperanzas de escapar con vida de aquella trampa mortal. «El Padre Fray García de Santiesteban hizo luego que todos los soldados le dijesen un Salve, y lo continuaban muy de ordinario. (…) Este tesoro tan rico que descubrieron debajo de la tierra fue un divino nuncio del bien (que por intercesión de la Virgen María) esperaban en su bendito día (…). Quedaron tan consolados lo sitiados españoles después de haber dicho la Salve (…) que no sentían tanto el hambre» completa el autor de «Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese».

Una decisión hacia la muerte

Animados como estaban ahora los miembros del Tercio, Bobadilla tomó la iniciativa y reunió a sus capitanes para decidir cómo actuar. Concretamente, el Maestre de Campo pretendía quemar las banderas, desarmar los cañones y, finalmente, lanzarse en un último y valeroso ataque sobre la armada rebelde hasta derramar la última gota de sangre por España.

No obstante, también hubo partidarios de suicidarse. «A todos les pareció bien la honrada determinación de D. Francisco, aunque algunos Capitanes y soldados (…) dijeron que, en caso que no tuviese efecto lo que se había acordado, se repartiesen en el dique (…) y se diesen la batalla matándose unos a otros, porque los rebeldes y enemigos de Dios no triunfasen sobre ellos. (Pero) D. Francisco mandó que no se diesen oídos a aquellas temeridades», determina el cronista.

Ese mismo día, Holac envió a varios emisarios para ofrecer una rendición honrosa a los españoles. Tuvo una tajante negativa como respuesta. Y es que, los soldados de Bobadilla lo tenían claro: preferían morir cruelmente en combate rodeados de cientos de enemigos a capitular. Todo quedó visto para sentencia, a la mañana siguiente los miembros del Tercio se lanzarían contra los navíos para librar su última batalla.

El milagro de Empel

Pero, al amanecer del 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción, se produjo un acontecimiento que los españoles no dudaron en bautizar como «el milagro de Empel»: durante la noche, un gélido viento se alzó sobre el río y congeló sus aguas, algo que no había sucedido en Bommel desde hacía muchos años. El día 8 el agua se congeló de forma inexplicable.

Aquella jornada el frío se convirtió en un factor militar determinante, pues la inmensa flota rebelde tuvo que abandonar el asedio y retirar sus buques para evitar que se quedaran encallados en el hielo. Perplejos por la situación, a los soldados de Holac no les quedó más que maldecir durante su repliegue. «Cuando los rebeldes iban pasando con sus navíos río abajo les decían a los españoles, en lengua castellana, que no era posible sino que Dios fuera español, pues había usado con ellos un gran milagro», completa el militar en su obra.

El asalto final

El día 9, Bobadilla llamó a voz en grito a sus soldados para que tomaran sus picas, mosquetes y arcabuces, pues era hora de aprovechar su ventaja. Decididos, los miembros del Tercio montaron en sus barcazas –más manejables que los grandes barcos rebeldes– y, tras atravesar con ellas el hielo, asaltaron el fortín que el enemigo había fabricado a orillas del Mosa.

Finalmente, los españoles obtuvieron una victoria inimaginable gracias a los elementos

No obstante, el combate ni siquiera se inició, ya que los rebeldes corrieron para salvar su vida al ver las pleytas hispanas. Con la posición tomada ambos bandos sabían que la contienda había tocado a su fin pues, aunque se produjera un deshielo, los buques de Mansfelt pronto llegarían a socorrer al Tercio de Bobadilla. La batalla había acabado y, para asombro de todos, la victoria pertenecía a los Tercios españoles.

Después de este curioso suceso la Inmaculada Concepción fue tomada como la patrona de los Tercios y, años más tarde, de la Infantería española. Y es que, ya fuera por intervención divina o no, lo cierto es que gracias a la moral que les dio su imagen los soldados vivieron para combatir otro día y gritar, un vez más «¡Santiago y cierra España!».

Sánchez de Toca y Catalá: «Los holandeses de entonces dijeron que "Dios era español"»

-¿Qué hay de verdad y qué de leyenda en el milagro de Empel?

-El hecho es incontrovertible. Los tercios estaban dispuestos al suicidio colectivo -así lo propuso un capitán-, asediados en un dique por la escuadra holandesa, cuando la súbita e imprevista helada congeló las aguas. Los holandeses tuvieron que marcharse a aguas libres bajo el fuego de los tercios. Los holandeses de entonces dijeron que «Dios era español», y después que fue un insólito concurso de circunstancias fortuitas. Para españoles e italianos -que los había y muchos- no cabía duda que era un milagro, asociado a la vigilia de la Inmaculada y al hallazgo de un cuadro de la Purísima esa misma noche.

-¿Cómo definiría la actuación de Bobadilla?

-Bobadilla actuó con serenidad y esperanza, infundió en sus hombres fe en que vendría ayuda del Cielo. La Sagrada Escritura dice que el miedo no es otra cosa que la falta de confianza en el auxilio divino, y Bobadilla le supo transmitir esta convicción a sus hombres, que estaban al borde de soluciones extremas. Un gran jefe y un gran creyente -con razón-, como se vio.

-¿Por qué las tropas españolas se empeñaron en conquistar Bommel, un territorio de tan poco valor?

-No fueron los españoles los que se empeñaron en Bommel, fueron órdenes de Mansfelt, quien ya entonces pareció sospechoso porque podría haber aniquilado lo mejor del ejército de Felipe en los Países Bajos.

Manuel P. Villatoro, en abc.es/

Jorge Vidal Arenas

I.             Existencia y naturaleza del tiempo

En el libro IV (217b 29) de la Física, Aristóteles comienza el examen del tiempo planteándose de antemano, tal como le es costumbre, los asuntos a los cuales se referirá y los problemas a los que se debe atender; en primer lugar el físico debe plantearse 1) si el tiempo es o no es (problema de la existencia) y en el caso que sea, 2) cuál es su naturaleza (problema de la esencia del tiempo).

En cuanto al primer punto, afirma el estagirita, si consideramos que el tiempo está compuesto de dos partes (y no tres, pues el presente no es una parte) resultaría evidente que el tiempo no existe de modo absoluto, sino solo de manera relativa y oscura. Pues la primera parte (el futuro) será en algún momento pero aún no es, y la segunda (el pasado) en algún momento fue, es decir, dejó de ser. En vistas de esta situación resultaría dudoso hablar de la existencia del tiempo, puesto que aquello que se compone de partes inexistentes difícilmente podría considerarse como algo que participa del ser.

Aristóteles afirma que para hablar de la existencia de algo divisible en partes deben cumplirse al menos dos condiciones: la primera es que todas o al menos algunas de sus partes deben existir, y la segunda es que estas partes existentes deben ser medida del todo, es decir, deben tener alguna extensión en el continuo al que pertenecen. Si la primera condición, por los motivos ya aducidos, no es cumplida en absoluto por el tiempo, debemos decir que la segunda, si bien no será negada cabalmente, presenta al menos serias dificultades; pues lo único perteneciente al tiempo de lo cual podemos predicar el ser, es precisamente aquello que no podemos considerar como una extensión y por lo tanto como una parte, a saber, el presente -o en palabras de Aristóteles, el ‘ahora’-.

En este punto resulta necesario definir exactamente a qué se refiere Aristóteles con ‘ahora’ https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-1.jpg y explicar por qué no debe ser considerado como una parte del tiempo. Esto se lleva a cabo a través de la exposición y resolución del dilema de la identidad y alteridad del ‘ahora’ (cf. Comentario a Fis. IV (218a 8) de Vigo, Alejandro. En Aristóteles, 1995, p.236).

-    ¿El <ahora> es siempre uno y el mismo? Si consideramos que cada parte o sección del tiempo que tomemos en cuenta es diferente una de otra, estamos diciendo que es imposible que sucedan simultáneamente (a no ser que una breve esté contenida en una más larga). Si extendemos este principio al <ahora> nos daremos cuenta que cada ‘ahora’ es distinto de otro y no pueden ser siempre uno y el mismo, pues no pueden coexistir ya que no representan extensiones de tiempo, las extensiones de tiempo son partes divisibles comprendidas por límites, y el ‘ahora’ al no estar comprendido, sino que al ser él mismo el límite, resulta ser inextenso e indivisible.

-    Si el ‘ahora’ no puede ser siempre uno y el mismo, entonces ¿es siempre distinto uno de otro? Puesto que los ‘ahoras’ no coexisten, si atendemos al hecho de que los ‘ahora’ del pasado no son existentes habiendo existido efectivamente en algún momento, debemos reconocer que aquellos ‘ahoras’ se destruyeron en algún momento; sin embargo, es imposible que aquel ‘ahora’ se destruya en otro, puesto que aquello supondría un ‘ahora’ inmediatamente siguiente al que fue destruido y esto no es posible[2] -tal como un punto no le sigue a otro punto en la línea-. Pero tampoco es concebible que el ‘ahora’ se destruya dentro de sí mismo (es decir, en el mismo instante en el que es) puesto que es contradictorio que algo sea y no sea al mismo tiempo. Entonces, ¿cómo podemos habar de ‘ahoras’ distintos unos de otros si no podemos decir que existen aquellos que no están en tiempo presente?

La solución a este importante dilema es entregada por Aristóteles durante el desarrollo posterior de su tratado, sin embargo, para no perder el hilo conductor de esta exposición la examinaremos a continuación.

De igual manera que el movimiento siempre es distinto en el sentido de que cada parte o etapa del movimiento es distinta una de otra, el tiempo también es distinto porque cada lapso específico no se identifica con otro. Ahora, si consideramos el tiempo en su totalidad, podemos decir que es siempre igual, en la medida que los distintos movimientos simultáneos tienen lugar en un único mundo, pues son afectados por un único y mismo tiempo. Tomando en consideración lo anterior, podemos decir que el ‘ahora’ en cierto sentido es siempre uno y el mismo y en otro es siempre distinto; en cuanto es considerado como ‘ser ahora’, es decir, lo que sucede en cada instante transcurrido en el tiempo, es siempre diferente (cada ‘ahora’ posee un ser distinto de otro); Sin embargo, cuando es considerado "como aquello siendo lo cual en cada caso es el ahora" [3] (Aristóteles, 1995b, p.89), es decir, como sustrato de los distintos ‘ser ahora’, es siempre el mismo.

Para asegurar la comprensión del doble sentido en el que debe ser entendido el ‘ahora’, Aristóteles decide reforzar la idea estableciendo una analogía entre el ‘ahora’ y el ‘móvil’ (219b 15 - 220a), dicha analogía es, en resumidas cuentas, expuesta de la manera siguiente: el ‘ahora’ es al tiempo, lo que el ‘móvil’ es al movimiento. Esto, claro está, en el sentido en que el ‘móvil’ permanece siendo el mismo como sustrato del movimiento, pero se constituye siempre como algo distinto en cada fase del movimiento. La manera más clara en la que podemos visualizar esto es atendiendo en especial al movimiento locativo o de traslación, pues el ‘móvil’, por ejemplo una flecha, sigue siendo siempre una y la misma mientras va en el aire, pero es distinta en cada instante que consideremos, en el sentido que ocupa una porción distinta de espacio en cada momento [4].

Definición del Tiempo

No podemos entregar una respuesta cabal y definitiva al problema de la existencia del tiempo, sin embargo, la existencia del ‘ahora’ y sus modos de ser, nos proporcionan importantes elementos para dar paso a la cuestión de la naturaleza del tiempo. Como es de costumbre en nuestro filósofo, el primer paso al respecto lo constituye un examen acerca de las opiniones que han dejado sus predecesores en torno al tema, con esta exposición, pese a lo breve y simplificada que resulta ser, Aristóteles logra introducir los primeros elementos para una definición propia del tiempo.

Las dos consideraciones anteriores acerca del tiempo que tiene en cuenta son las siguientes: 1) El tiempo es el movimiento del todo (o de la esfera celeste) y 2) el tiempo es la esfera misma.

- En primer lugar Aristóteles rechaza la identificación del tiempo con el movimiento de la esfera (circunvolución), puesto que si tomamos solo una parte del movimiento de la esfera y no la circunvolución completa, aun podemos hablar de tiempo; además, el caso hipotético de la existencia de otros mundos supondría la existencia de tiempos distintos, puesto que cada mundo (esfera celeste) tendría su propio movimiento de circunvolución. Pero la existencia de distintos tiempos simultáneos es imposible (en contraposición a la existencia de movimientos simultáneos), pues todos los mundos simultáneos posibles, estarían circunscritos siempre a uno y el mismo tiempo, aun cuando la velocidad de ellos difiera, pues la velocidad no es más que la cantidad de movimiento en un determinado tiempo.

- Finalmente en cuanto a la consideración del tiempo como la esfera misma, la cual Aristóteles desestima como ingenua, se debe al hecho de pensar que, puesto que todas las cosas suceden o están en el tiempo, éstas suceden o están también en la esfera del todo (se trata de un equívoco en cuanto a la expresión "estar en").

Queda manifiesto que entre tiempo y movimiento existe algún tipo de relación, pero está claro que esta relación no es de identificación pues mientras el movimiento solo se da en aquello que cambia, el tiempo se da en todas las cosas, y mientras el movimiento puede variar su velocidad, el tiempo no puede hacerlo, puesto que la velocidad de las cosas que cambian se miden en función del tiempo en que transcurren, pero el tiempo no puede medirse en función de sí mismo. "Es evidente, por tanto, que el tiempo no es movimiento" (Aristóteles, 1995b, p.86).

El tiempo no es movimiento, pero debemos reconocer que no podemos hablar de tiempo sin cambio. Pues cuando en nuestra alma no cambia nada o no advertimos que cambie algo, tampoco advertimos el pasar del tiempo. Dicho de otro modo, el tiempo solo existe para nosotros, en tanto que el alma capte cambio o movimiento. Cada vez que percibimos movimiento percibimos tiempo, es por ello que debemos indagar qué es el tiempo en relación al movimiento.

En primer lugar sabemos que cuando acontece un movimiento, éste se da desde algo hacia algo, es decir se da en un ‘continuo. Y para Aristóteles el ‘continuo’ por antonomasia es el espacio o ‘magnitud’ (péyshoc;). El movimiento es ‘continuo’ en función de la continuidad de la magnitud, y el tiempo es ‘continuo’ en función de la continuidad del movimiento. De esta manera lo anterior y lo posterior que se da primeramente en la magnitud, da origen a la ‘antero-posterioridad’ del movimiento y éste a su vez da lugar a lo anterior y lo posterior en el tiempo. De esta manera podemos decir que tenemos conocimiento del tiempo cuando podemos determinar un movimiento según lo anterior y lo posterior en él, es decir cuando el alma logra distinguir dos límites o ‘ahoras’ reconociendo que son distintos entre sí y de lo contenido entre ellos. "Pues esto es el tiempo: número del movimiento según lo anterior y lo posterior" [5] (Aristóteles, 1995, p.88). A continuación Aristóteles afirma que existen dos sentidos en los cuales pueden ser entendidos el concepto de ‘número’: 1) como lo ‘numerado o numerable, o 2) como ‘aquello a través de lo cual se numera’. De los cuales es el primer sentido es el que se adecúa a su definición del tiempo.

De esta manera, cuando se dice que el tiempo es el ‘número’ del movimiento según lo anterior y lo posterior, lo que se está numerando no es el movimiento en sí o los ‘ahoras-limites’ (o una supuesta sucesión de ‘ahoras’ comprendidos entre los límites) sino que se numera la magnitud o amplitud del movimiento comprendido entre los ‘ahoras’ (anterior y posterior). Por lo tanto no podemos identificar tiempo y movimiento de manera absoluta, sino solo en tanto que el movimiento comporta número, es decir, en tanto que es numerado. Un indicio de esto, según Aristóteles, sería el siguiente:

Si lo mayor y lo menor (Mym) se mide por medio del número (N), y si un movimiento mayor o menor (Mym) se mide por el tiempo (T) [6], entonces el tiempo (T) es una especie de número (N). Silogísticamente:

Todo lo Mym es (medido por) N

Algún Mym es (medido por) T

El Tiempo es Número

Para finalizar, debemos decir que la analogía anteriormente apuntada entre el ‘ahora’ y el ‘móvil’ no se agota en el simple hecho de que ambos comparten la característica de ser en un sentido la misma cosa y en otro siempre algo diferente [7], sino que también comparten la característica de ser una especie de clave de acceso al conocimiento del ‘continuo’ al que pertenecen; Por una parte podemos decir que tenemos conocimiento del movimiento solo por medio del ‘móvil’, y por otra, -si atendemos a la definición de tiempo ya formulada, es decir, "número del movimiento según lo anterior y lo posterior" e identificamos que lo ‘anterior’ y lo ‘posterior’ se refiere a dos cortes o ‘ahoras’ en el tiempo- entonces podemos decir que también tenemos conocimiento del tiempo a través del ‘ahora' [8].

Tal como ya habíamos adelantado, las posteriores partes de éste trabajo se encargarán de abordar las implicancias derivadas de las relaciones tiempo/alma y tiempo/mundo. Para esto, resulta interesante tomar los conceptos (aunque no los análisis) elaborados por Paul Ricoeur en Tiempo y Narración en torno a los dos modos en los que se presenta nuestro problema (Cf. Ricoeur, 2003). Por una parte, podemos reconocer una aproximación al análisis del tiempo desde una perspectiva que podríamos llamar psicológica, en la cual la pregunta principal a responder sería aquella que indaga acerca de la relación existente entre tiempo y alma. Y por otra parte, nos enfrentamos a una perspectiva que podríamos llamar cosmológica, la cual tendría por objetivo responder a la pregunta por el tiempo y su relación con el mundo. Con esto, pretendemos demostrar que si bien, la medición del movimiento por parte del alma se constituye como la instancia en la cual la existencia del tiempo cobra algún sentido, esta relación no es en modo alguno la condición de posibilidad de manera absoluta de la existencia del tiempo. Pues, a pesar de que los argumentos ofrecidos por el estagirita se encargan de borrar desde un principio toda distinción nítida entre lo que es la existencia del tiempo y lo que es su percepción (Cf. Vigo, 2002 p.145)’ y que incluso la misma definición de tiempo que nuestro filósofo entrega de manera definitiva implica la existencia del alma, sostendremos que una lectura atenta del tratado en cuestión nos permitirá esbozar una eventual concepción del tiempo independiente de su relación con el alma (cosmología del tiempo), pues aún sin alma podemos hablar de un ‘sustrato del tiempo’ (5 note ov eotiv o ypóvoO, gracias al cual nos es posible estudiar la relación tiempo/mundo. En lo que sigue, veremos cuál es la importancia y la función que cumple el ‘Motor inmóvil’ en relación a los presupuestos cosmológicos que fundan la noción de temporalidad en Aristóteles, pero primero nos encargaremos de cerrar el tema de la relación tiempo/alma, abierto por la misma definición aristotélica del tiempo.

II.          Psicología del tiempo

Con el objetivo de esclarecer la función que cumple el alma -según Aristóteles- en relación con el tiempo, nos resulta útil recordar lo mencionado anteriormente respecto de las relaciones entre tiempo y movimiento. Si bien es cierto que Aristóteles no identifica tiempo y movimiento sin más, podemos advertir que existe una relación directa entre estos dos ‘continuos’ (Cf. Fis. IV 218b18-219a24), pues, como afirma el estagirita, conocemos el tiempo a través del movimiento y el movimiento a través del tiempo (Cf. Fis. IV, 220a15-19); esta relación podemos identificarla de manera clara apelando a su propia definición de tiempo. "Pues esto es el tiempo: número del movimiento según lo anterior y lo posterior" [9] (Aristóteles, 1995b. p. 88).

Tras establecer que ‘número’ puede ser entendido en dos sentidos distintos, a saber, como número numerado (lo que se numera) y como número numerante (a través de lo cual se numera), Aristóteles afirma que en su definición opera claramente el sentido de número numerado, es decir lo que se ‘mide’.

Ahora, esta medición debe ser llevada a cabo obviamente por un agente numerador; y es aquí donde interviene el alma dentro de la concepción aristotélica del tiempo. Es el alma, o su intelecto, quien al discernir dos ‘ahoras’ distintos en el tiempo, es decir lo anterior y lo posterior en el movimiento, y establecer que estos cortes son también distintos de lo contenido entre ellos, da lugar al tiempo entendido como número del movimiento.

La pregunta que surge inmediatamente es esta: ¿Es posible que tras haber definido el tiempo como número del movimiento, podamos concebirlo como algo que sea capaz de existencia independiente del alma?; La cuestión es planteada por Aristóteles de la siguiente manera:

¿Existiría o no el tiempo si no existiese el alma? Porque si no pudiese haber alguien que numere tampoco podría haber algo que fuese numerado, y en consecuencia no podría existir ningún número, pues un número es o lo numerado o lo numerable. [10] (Aristóteles, 1995a, p.287).

La respuesta de Aristóteles a esta aparente complicación resulta ser bastante escueta, y se basa sustancialmente en la apelación a su definición entregada. Puesto que el tiempo es número del movimiento, resulta necesaria la existencia de un agente capaz de numerar este movimiento para que el tiempo pueda existir de manera efectiva. Por lo tanto "resulta imposible la existencia del tiempo sin la existencia del alma, (a menos que sea aquello por lo cual existe el tiempo), como sería el caso si existiera el movimiento sin que exista el alma" [11] (Aristóteles, 1995a); En efecto, si hacemos abstracción del tiempo como numeración del movimiento, y atendemos a aquello por lo cual el tiempo es número, queda algo que no es tiempo propiamente tal, sino únicamente su substrato (Cf- ^ 2006, p 53), es decir, el movimiento que potencialmente puede comportar número.

Como ha señalado oportunamente Alejandro Vigo (CÍ Ibíd-p52), el pasaje que va desde 223a21 hasta 223a29, ha presentado desde antiguo varias complicaciones para su interpretación, esto se debe en gran parte a la lectura que se le ha aplicado al pasaje desde la óptica de la modernidad, involucrando las categorías que aluden al problema de la esencia del conocimiento, a saber, realismo e idealismo. Vigo afirma que el problema esencial pasa justamente por el hecho de que el tratamiento aristotélico en torno a la cuestión del alma en relación al movimiento -y en definitiva, la cuestión del alma en relación al mundo en general- no se deja encasillar bajo ninguna de estas categorías.

En efecto, una interpretación idealista se disiparía de inmediato al considerar que lo que Aristóteles afirma no es que el tiempo se dé dentro del alma o que sea ésta quien lo constituya, sino que solo se sostiene que el tiempo, al ser número del movimiento, se encuentra en estrecha relación con aquello que lleva a cabo la numeración.

Por otra parte, una interpretación realista la cual supondría la existencia real de los objetos de conocimiento independientemente del sujeto cognoscente, podría tomar como base lo dicho por Aristóteles en Met. IV 5, 1010b30-1011a2:

Y, en suma, si sólo existe lo sensible, no existiría nada si no existieran los seres animados, pues no habría sensación. Que, en efecto, no existirían lo sensible ni las sensaciones sin duda es verdad (pues esto es una afección del que siente); pero que no existieran los sujetos que producen la sensación, incluso sin sensación, es imposible. La sensación, en efecto, no es, ciertamente, sensación de sí misma, sino que hay también, además de la sensación, otra cosa, que necesariamente es anterior a la sensación... [12] (Aristóteles, 1990, p.194).

Pues, al atender a aquella otra cosa que es anterior a la sensación (rá nnoKsíqsva), podemos decir que el objeto de conocimiento posee una existencia independiente de las determinaciones que el alma pueda captar en ella. Sin embargo, resulta necesario hacer la distinción clara entre lo que sería un objeto primario de percepción (p.ej. El color, el sabor, y en definitiva cualquier tipo de determinación perteneciente a la materia en tanto que sensible) y lo que sería el substrato de dichas determinaciones; pues, mientras el primero no posee existencia actual independiente del acto mismo de la percepción, el segundo puede existir con independencia de la actividad perceptiva del alma puesto que solo es aquello por lo cual tiene lugar lo sensible (Cf. Vigo, 2006, p. 55).

Dicho lo anterior, debemos reconocer que el tiempo no es un objeto sustancial, es decir, no es un substrato independiente del alma, sino que es una determinación de aquellos objetos sustanciales que comportan movimiento. Es decir, su existencia, en tanto que afección del movimiento, resulta estar íntimamente ligada con la percepción de éste llevada a cabo por el alma. Precisamente éste es el sentido de las siguientes palabras. "Los (momentos de) antes y después se dan en el cambio, pero el tiempo se da en tanto que estos (momentos) se pueden contar" [13] (Aristóteles, 2001, p. 109).

En consecuencia, podemos afirmar con Aristóteles que el tiempo no consiste en una mera inspección del alma ni tampoco en una mera determinación del movimiento, sino que más bien resulta ser la instancia en donde confluyen en una y la misma actualización, la potencia que el alma tiene para numerar con la potencia que el movimiento tiene para ser numerado.

Lo que Aristóteles afirma no consiste en una negación absoluta de la existencia del tiempo con independencia del alma, pues el tiempo es numero ‘numerado’ del movimiento, y lo numerado también puede ser entendido como ‘numerable’ (Fis. 219b7-8) (es decir la potencia de ser numerado), con esta precisión podemos decir que para hablar de tiempo no es necesario que dicha numeración se dé en acto, puesto que podemos suponerla actual. (Cf. Vigo, 2002, pp.143144) Es así, gracias a esta última consideración, que nos es posible hablar de una cosmología del tiempo.

III.        Cosmología del tiempo

Tanto para Aristóteles como para la mentalidad griega en general, el mundo es ingénito e incorruptible, no hay lugar para una creación desde la nada ni para el paso del ser al no-ser absoluto del mundo. Sin embargo es en la particularidad de los argumentos donde las diferencias se hacen patentes en este terreno, pues mientras que para Platón el mundo resulta ser -según el mito del Timeo- formado y configurado por un Demiurgo que obra sobre una materia prima preexistente en un ‘tiempo caótico’ e indefinido [14], Aristóteles afirma que el mundo, refiriéndose a todos sus componentes y afecciones, tales como el espacio, el movimiento y el tiempo, son coeternos a una realidad eterna y primera, que es tal porque es causa primera del movimiento.

Dicho esto, resulta necesario analizar los presupuestos que conducen finalmente a la necesidad de afirmar la existencia de un Motor inmóvil, que si bien, no se involucra de manera directa con el mundo, podríamos decir que gracias a él éste último subsiste.

Para Aristóteles resulta absurdo que el mundo sea generado, es algo que la lógica no puede permitir. La demostración más clara de esta doctrina se da en Física VIII, en la cual, si bien Aristóteles se refiere de manera específica a la eternidad del movimiento, es posible extender dicha argumentación a la eternidad tanto del tiempo como del mundo material (o de la magnitud espacial) [15]. Esto lo podemos hacer en virtud de la característica que comparten -tanto espacio, movimiento y magnitud- de ser continuos: Lo continuo es aquello que posee un antes y un después, "ahora bien, el antes y el después son ante todo atributos de un lugar, en virtud de su posición relativa. Y puesto que en la magnitud hay un antes y un después, también en el movimiento tiene que haber un antes y un después, por analogía con la magnitud. Pero también en el tiempo hay un antes y un después pues el tiempo sigue siempre al movimiento" [16] (Aristóteles, 1995a p270). En efecto, mientras el tiempo es algo del movimiento (es más, no podemos pensar el uno sin el otro (Cf. 218b20-219a1)), el movimiento solo se puede dar a través de la magnitud espacial, puesto que el movimiento es movimiento de algo y no de sí mismo. Es decir, se da con necesidad de un sujeto que soporte el cambio y sirva de sustrato. Por lo tanto, cuando afirmamos la eternidad del movimiento, también lo hacemos respecto del tiempo y el mundo.

Aristóteles inicia el razonamiento de esta manera:

¿Alguna vez fue engendrado el movimiento, no habiendo existido antes, y ha de ser destruido alguna vez, de manera que ya nada estará en movimiento? ¿O no fue engendrado ni será destruido, sino que siempre existió y siempre existirá, y esto inmortal e incesante pertenece a la cosas (...)? [17] (Aristóteles, 1995a, p.423)

Podríamos resumir las opciones entregadas de la siguiente manera: 1) ¿el movimiento (y por lo tanto el mundo) ha sido generado para luego llegar a un término? o 2) ¿éste es eterno, sin generación ni destrucción?

Para responder a la interesante pregunta -que por lo demás, resulta de gran interés para el debate entre paganismo y cristianismo-, Aristóteles se basa sustancialmente en argumentos de tipo lógico-causal.

Eternidad del mundo, del movimiento, y del tiempo

Tal como observa acertadamente Aristóteles, independientemente de la postura tomada en torno a la cuestión de la finitud o eternidad del mundo, todos, o al menos la gran mayoría de los que han hechos cosmogonías, han aceptado explícita o tácitamente la existencia del movimiento, pues todos han hablado de generación o corrupción, y estos precisamente consisten en formas de cambio. Qué es el movimiento, es algo que ya fue discutido en el tercer libro de la Física (201a9-15), a saber, "la actualidad de la potencia en tanto que es potencia". Cuando se dice que el movimiento comenzó en algún momento sin antes haber existido, tenemos dos opciones: 1) Que el mundo haya sido generado junto al movimiento o para luego comenzar a moverse, o 2) que el mundo sea eterno y existente desde antes que el movimiento tenga inicio.

1. Si aceptamos que el mundo fue generado para luego iniciar el movimiento, debemos atender al hecho de que esta generación ya constituye un tipo de cambio, pues si algo no existe, y tiene la potencia de existir, al momento de venir a la existencia o de generarse significa que ha actualizado una potencia, y por lo tanto -en función de la definición- es movimiento [18], y sería anterior al supuesto inicio del movimiento. Además, el solo hecho de decir que el mundo se genera ‘junto al movimiento’, debe ser rechazado, pues al hablar de generación, se está suponiendo un tiempo preexistente en el cual no existía el mundo ni el movimiento, y puesto que el tiempo solo es concebible cuando hay movimiento (o viceversa) [19], esta expresión se constituiría bajo un supuesto falso.

2. Ahora bien, suponer que el mundo -siendo eterno- tenga un comienzo del movimiento, es algo absurdo. Pues, si en estas condiciones el movimiento comenzó en algún momento, también debemos suponer que existió un primer móvil y un primer motor, pero aquello que es motor, para poder mover requiere en sí tener movimiento, y este movimiento solo le pudo ser comunicado por otro motor, y así sucesivamente en una serie infinita.

El Motor Inmóvil

A pesar de negar la generación del movimiento, debemos reconocer que el movimiento, por eterno que sea, debe tener alguna causa primera que no nos lleve al infinito. Pues según el célebre principio de causalidad: "todo lo que está en movimiento tiene que ser movido por algo" [20] (Aristóteles, 1995a, p.391). Ya sabemos, según nuestra definición de movimiento, que todo lo que se mueve y por lo tanto que es capaz de producir cambio debe estar en acto, por ejemplo, un cuerpo frío se calienta por la acción de un cuerpo que ya está caliente; Dicho esto, surge una aporía: pareciera que todo lo que está en acto tuvo una potencia (aquello que calentó lo frío no era caliente por sí mismo o caliente eternamente, sino que adquirió el calor por otro cuerpo), pero la potencia no tiene por qué tener un acto, pues lo potencial puede no ser. Y en este sentido, la potencia sería anterior al acto.

Pero si esto fuera así, no existiría ninguna de las cosas que son, ya que es posible que algo pueda ser, pero no sea. Y si fuera como dicen los teólogos que hacen surgir todo de la noche, o como dicen los filósofos de la naturaleza que «todas las cosas estaban juntas», surgiría la misma imposibilidad. Y es que ¿cómo se habría producido el movimiento de no haber causa alguna en acto? [21(Aristóteles, 1994, p483)

Si el movimiento, ciertamente, es eterno, necesita de un motor que sea siempre acto (acto puro), puesto que si tuviera potencia alguna, no habría movimiento eterno, pues lo potencial podría no ser (Cf. Met. XII 1071b16-18). Por lo tanto, si nuestra causa primera debe ser un acto eterno (que sustente el movimiento eterno del mundo) y libre de toda potencia, éste debe ser también inmaterial, puesto que solo la materia comporta potencialidad (ya que el movimiento y el cambio solo se dan en ella). Finalmente, nuestra causa primera al exigir ser acto puro, no puede contemplar ni entrar en contacto con otra cosa que no sea su propia perfección, ya que cualquier contacto con el mundo material, lo contaminaría con potencialidad. Una vez despejado todos los atributos que corresponden al primer motor -ser eterno, inmaterial, acto puro e inmóvil [22]- solo queda la siguiente pregunta: ¿si el Dios aristotélico no es causa del movimiento a modo de causa eficiente -pues no puede entrar en contacto directo con el mundo-, de qué manera es causa eterna del movimiento?

No es un misterio el que una de las diferencias esenciales entre el pensamiento griego y el cristiano, consista en que este último a diferencia del primero, sostenga su pensar cosmológico sobre la doctrina ‘ex nihilo’. Diferencia que en términos aristotélicos podría retraducirse en la distinción entre el tipo de causa primera que se propone como fundamento de la existencia del mundo.

Mientras que el Dios cristiano es causa del mundo a modo de causa eficiente, puesto que crea el mundo desde la nada tal como un artífice crea desde la materia [23], el Dios aristotélico es causa del movimiento a modo de causa final, tal como el amado mueve al amante (Cf. Metafísica. XII 7. 1072b2-3) de esta manera el motor inmóvil se libra de todo contacto con el mundo material.

Para Aristóteles, el mundo no tiene ni puede tener una causa eficiente, puesto que tal causa implicaría una cadena de causas hacia el infinito, sin embargo, podemos pensar en una causa primera que no es primera en sentido cronológico si logramos comprender que la eternidad de dicha causa primera es coeterna a la eternidad del tiempo y el mundo.

Jorge Vidal Arenas, en scielo.cl/

Notas:

1.      El cuerpo central del que se constituye éste texto fue concebido originalmente como parte de un trabajo más extenso realizado en el seminario de Filosofía Medieval a cargo del profesor Claudio Pierantoni (U. de Chile). En éste se llevó a cabo un análisis comparativo entre las concepciones filosóficas del tiempo en Aristóteles y San Agustín. El motivo por el cual dicho trabajo no fue incluido en su totalidad reside, por una parte, en el hecho de que la autoría del resto del trabajo no me corresponde, y por otra, en que tal inclusión excedería los límites de extensión establecidos. Debo mencionar que cualquier error u opinión(es) vertida(s) en ente ensayo, corresponde(n) exclusivamente a su autor y en ningún caso al profesor a cargo del seminario mencionado.

2.      Dado que el tiempo es un continuo, la suposición de que un ‘ahora’ le sigue a otro es imposible puesto que entre dos ‘ahoras’, por muy cercanos que sean, siempre existirán infinitos ‘ahoras’.

3.      https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-3.jpg  

4.      Ver ejemplo sofistico ofrecido de en 219b 20-23. ("ser Corisco en el Liceo" y "ser Corisco en el ágora").

5.      https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-4.jpg

6.      En efecto, un movimiento mayor corresponde a lo que se mueve mucho en poco tiempo y uno menor a lo que se mueve poco en mucho tiempo.   

7.      Esto es así a pesar de que la relación de identidad y alteridad entre el ‘ahora’ y el ‘móvil’ sea asimétrica. (Para este punto Véase: Baño, 2006, n. 11).   

8.      Para más detalles acerca de las implicancias del pasaje que va desde 219b 15 hasta 220a 26, véase, El problema de la analogía entre móvil y ‘ahora’ en Baño, 2006.

9.      https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-5.jpg

10.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-6.jpg

11.      

12.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-7.jpg

13.      

14.       No profundizaremos aquí en el extenso debate acerca del verdadero sentido que tienen las líneas expuestas en el Timeo: si acaso se trata solo de una serie de expresiones alegóricas para representar un orden causal-lógico del mundo, o si se trata de una exposición literal en donde el mundo, tal como lo conocemos, es concebido como venido a la existencia después de ser ordenado -cronológicamente hablando- por un Demiurgo. Basta con decir que el mismo Aristóteles se inscribió en esta segunda línea interpretativa. Para más detalles al respecto, véase el breve estudio introductorio a la traducción del Timeo en Platón, 2007, pp.127 ss.

15.        A pesar de que nuestra exégesis acerca de la infinitud del tiempo y del mundo la subordinamos aquí a los argumentos entregados en Física VIII a favor de la infinitud del movimiento, no debemos pasar por alto que Aristóteles también argumenta de manera individual la infinitud tanto del tiempo (Fis. IV 222a10-b7; 251b10-29) como del mundo (De Cael. I 279b4-283b24).

16.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-8.jpg

17.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-9.jpg

18.       Para más detalle acerca de la ‘ingenerabilidad’ e ‘incorruptibilidad’ del mundo Véase: De Cael. I 279b4-280a35.

19.       Cf. Física IV (218b21-219a2).

20.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-11.jpg

21.       https://www.scielo.cl/fbpe/img/byzantion/n34/art14-10.jpg

22.       El atributo de inmóvil en realidad se desprende de su característica de ser acto puro, pues, mientras el reposo consiste en la ausencia de movimiento sin negar la posibilidad de moverse, lo inmóvil consiste en aquello que sin estar en movimiento no posee la facultad de hacerlo.

23.       Si bien, la analogía es evidentemente insuficiente para expresar el tipo de creación desde la nada, puesto que el artífice efectivamente si crea desde un algo, basta para ejemplificar el tipo de causa que representa el Dios cristiano.

  

 

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