Jutta Burggraf

 

Introducción

¿Qué “imagen de la mujer” tuvo el fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer? Es una pregunta que me han hecho a veces, y sobre la que yo también he reflexionado con interés. Puedo decir, antes que nada, que estoy convencida de que este sacerdote sencillo y sonriente, que la mayoría de nosotros sólo conoce por las fotografías, fue uno de los grandes pioneros de la promoción de la dignidad y emancipación de las mujeres en todo el mundo [1].

Recuerdo una pequeña anécdota que me contaron una vez; ocurrió en 1960, en una casa en Roma. Varias chicas estaban viendo unas diapositivas con el Padre, como los miembros de la Obra llaman a su fundador. Eran diapositivas de Kenya; mostraron paisajes exóticos, puestas del sol impresionantes, fauna selvática… De pronto, sobre la pantalla se proyectó una imagen extraña, un bulto oscuro y plegado. ¿Qué era? ¿Un vegetal? ¿Un animal? ¿Un monstruo? En todo caso, parecía muy feo, hasta repulsivo. La que manejaba el proyector, graduó el artilugio del enfoque, para obtener más nitidez, y poco a poco, se pudo distinguir una figura humana, de piel negra y muy rugosa. Pero, ¿era hombre o mujer? Unas expresaron sus dudas, otras su sorpresa. En ese momento, en la penumbra de la sala, se pudo oír la voz de Escrivá, con fuerza y sentimiento: “Sea una mujer o sea un hombre, ¡es un alma!… Sólo por ella, valdría la pena ir a Kenya” [2].

Valor idéntico de los sexos

No fue la revolución feminista la que convenció a ese sacerdote español del valor idéntico de los sexos. Como Josemaría tenía una mente abierta y una fe viva y profunda, comprendía desde su juventud que el hombre y la mujer tienen exactamente la misma dignidad [3]. Ambos son inteligentes y libres; a ambos les fue confiado el cultivo de la tierra como tarea común, y ambos poseen una última y exclusiva relación inmediata con Dios. “Nadie es más que otro, ¡ninguno! –solía decir–. Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de Cristo” [4]. Y, como para subrayar esa verdad, exclamó en otra ocasión: “No quiero sino ayudar, por los caminos del espíritu, a la libertad y a la dignidad de cada persona. Ese es mi sueño” [5].

La posición de la mujer, por tanto, está al lado del varón, no es superior ni inferior a él. Perdonen que repita esa evidencia. Pero merece la atención considerar que Escrivá tuviera esto claro en un tiempo en el que las sociedades europeas apenas se habían despertado de otros sueños, un tanto distintos, románticos o pesados –¡según la perspectiva!–, en los que se esperaba de las mujeres poco más que sonreír a los varones, tocar el piano, hacer puntillas y aprender el Catecismo. Cuando el joven Josemaría estudiaba derecho en la Universidad de Zaragoza (1923-27), probablemente no había ninguna chica entre sus compañeros de curso; y cuando Dios le hizo ver que convendría admitir también a mujeres en el Opus Dei, en 1930, no existía todavía el sufragio femenino en España, ni en Francia, Italia, Suiza y muchos otros países [6]. A las mujeres de las clases medias y altas se les recomendaba vivamente atenerse a las “reglas de oro” que fray Luis de León había expuesto, en el siglo XVI, en su célebre libro “La perfecta casada” –obra que, todavía en la primera mitad del siglo XX, no pocas mujeres recibieron como regalo el día de su boda. Allí uno puede aprender cosas importantes sobre la condición femenina: “A la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios difíciles, sino para un solo oficio simple y doméstico; por tanto, les limitó el entender y por consiguiente las tasó las palabras y las razones” [7]. Una de las primeras mujeres que entró en contacto con la Obra, resume con sencillez: éramos todavía “hijas de familia” [8].

¡Y Josemaría Escrivá se dirigió justamente a estas hijas de familia! No las consideraba frágiles y de porcelana. No rehusó la labor con ellas. Con la energía y el optimismo que le caracterizaban, les enseñó a trabajar, y las chicas trabajaban duramente. Lo hicieron con alegría y eficacia, para gran sorpresa de muchos contemporáneos. Con este logro, por supuesto, no se agotó el afán de Josemaría. El joven sacerdote apenas había empezado a realizar su tarea. No se limitó a un grupo de “mujeres nobles”. Traspasó las fronteras que marcaban las clases sociales en aquellos tiempos; rompió esquemas y etiquetas. Sin miedo ni prejuicios de ningún tipo, entró en contacto con mujeres de todas las condiciones y edades. Fue a los barrios más pobres de Madrid, a los pueblos más desconocidos del Alto Aragón, a los centros de encuentro de las grandes ciudades. “De cien nos interesan cien,” solía decir, expresando sus ideales nobles. No quería restringir su labor pastoral a un grupo seleccionado, sino servir a todos los hombres y mujeres para que encontrasen los caminos hacia la felicidad: caminos nuevos, ciertamente, más allá de los antiguos moldes. En los años cincuenta, Escrivá tenía cierto “orgullo de padre” al comprobar que unas chicas del Opus Dei atravesaron Roma en una motocicleta.

Grandeza de cada persona

A la altura de los tiempos en los que nos movemos, parece obvio (al menos en Occidente) que el varón y la mujer tienen el mismo rango, idéntica dignidad. Sin embargo, hasta hoy en día, no han desaparecido ni la prostitución ni la pornografía, ni otros intentos, más disimulados, que reducen el sexo femenino a su apariencia física. También hoy, la mujer es presentada, en ciertas propagandas y revistas, carteles, películas y novelas, y hasta en las organizaciones turísticas, como un ser que no es muy capaz intelectualmente, como elemento decorativo o de exhibición, como objeto del deseo masculino. La reacción a este esnobismo consiste, a veces, en que algunas mujeres se niegan a arreglarse y pintarse, y se liberan hasta tal punto del dictamen de la moda que prefieren ponerse los pantalones más viejos y raídos, antes que un vestido bonito. Quieren demostrar que son inteligentes y libres; quieren atraer por su espíritu, no por un cuerpo que es considerado como una mercancía. ¡Y nadie que tenga un mínimo de sensibilidad y entendimiento, podrá reprocharles eso! Es de agradecer que varias grandes compañías de aviación contraten como azafatas, desde algún tiempo, también a mujeres un poco mayores: francamente, ellas pueden servir la limonada con igual delicadeza y amabilidad que las chicas jóvenes, guapas y espabiladas.

Es cierto que se pueden observar algunos progresos; pero sigue siendo inquietante que, en grandes ámbitos de nuestras sociedades, no se respete a la mujer, incluso al comienzo del tercer milenio. De ahí se derivan humillaciones mucho mayores que aquellas otras causadas por injusticias políticas y sociales. Por una parte, se proclaman a voces los derechos fundamentales, pero por otra, se hiere a las mujeres en su ser más íntimo y profundo, poniéndolas al nivel de las cosas o de los animales brutos.

Josemaría Escrivá, en cambio, como cualquier auténtico cristiano, nunca actuaba así. No consideraba a las mujeres como objetos o muñecas, sino como seres humanos dotados de razón. Veía bullir la sangre de Cristo en cada una de ellas [9]. Con esta actitud de fondo no podía juzgar por las apariencias. Tenía plena conciencia de que se ofende y desprecia profundamente a una persona cuando se centra el interés exclusivamente en sus cualidades externas. En la Obra caben todos, solía decir: los altos y bajos, los gordos y flacos, “todos los que tienen un corazón grande”.

La primera mujer que se hizo miembro del Opus Dei era una persona enferma, moribunda [10]. El joven fundador la conoció a principios de los años treinta, cuando atendía a los pacientes de algunos grandes hospitales de Madrid. María Ignacia sufría una tuberculosis avanzada e incurable, y sumamente infecciosa. Todo esto no le importaba a Josemaría. No se fijó ni en el cuerpo gastado, ni en la piel marcada por los efectos de la luz ultravioleta de la lámpara de cuarzo, uno de los “remedios” antiguos contra la tuberculosis. Descubrió la belleza interior de una persona generosa, que maduraba por la aceptación serena del dolor. Y cuando aceptó a María Ignacia en la Obra, no tomó esta decisión, ciertamente, “a pesar” de su enfermedad. La aceptó tal como era, completamente, con su enfermedad, sus limitaciones y debilidades, y con su gran capacidad para amar. Escrivá comprendió que el sufrimiento de aquella mujer era mucho más eficaz que todas las organizaciones y actividades, que todo el brillo exterior. “Fue la fuerza para ir adelante”, explicó años después [11].

¿Se puede demostrar mejor la dignidad de la persona humana, el valor de cada hombre, sea varón o mujer?

Promoción profesional de la mujer

El fundador del Opus Dei era, para la sociedad y el mundo, “una voz crítica y a la vez amable, una voz correctora y, sin embargo estimulante” [12]. Su misión no consistía tanto en denunciar las estrecheces mentales de su época y todos los tiempos. Se empeñó más bien en sacar a las mujeres del papel secundario que se les asignaba, y contribuir así, de un modo positivo, a un mundo más justo y agradable.

“Emancipación” significaba para Escrivá abandono de las tradiciones represivas, de clichés y de prejuicios, y también de formas de vida que se habían vuelto estrangulantes. Se preocupaba por que las mujeres tuvieran acceso al mismo tipo de información que los hombres, a las mismas lecturas; que alcanzasen las mismas oportunidades y recibieran una sólida formación cultural y cristiana. Y esto, independientemente de que la profesión fuera una u otra, o la dedicación a ella mayor o menor. En 1951, cuando las mujeres universitarias todavía eran minorías bastante reducidas en España, proyectó el primer Plan de Estudios filosófico-teológicos para todos los miembros de la Obra, y quiso establecer los programas con la amplitud e intensidad de cualquier Universidad exigente.

Escrivá veía a la mujer en todos los caminos profesionales, en todas las encrucijadas del trabajo, y no sólo en las cuatro paredes de su propio hogar [13]. Tuvo esta mirada acertada antes que la filósofa francesa Simone de Beauvoir publicara su monografía clave El otro sexo (que suele considerarse como la “biblia” del feminismo) [14], y antes que la escritora americana Betty Friedan se hiciera famosa con su éxito mundial La mística femenina [15]. Es un consuelo comprobar que, también en la primera mitad del siglo XX, había personas sensatas que desenmascararon la tradicional imagen de la “mujer en casa” como un ideal burgués y nada cristiano. Según la visión cristiana del mundo, la mujer es llamada a rezar y trabajar, igual que el hombre. ¿Y dónde? Eso hay que verlo en cada caso concreto.

Hoy en día, las mujeres de la Obra se dedican a las más variadas profesiones y oficios: gerentes de empresa y asistentas de limpieza, policías y abogados, choferes de autobús, arquitectas, bailarinas y teólogas (esto, hasta el momento, es una novedad en algunos países). ¿Y cuál es el trabajo de más valor? Escrivá, realmente, no miró las apariencias. No se fijó tanto en lo que puede llamarse la “parte objetiva” del trabajo: la casa que se construye, el libro que se escribe, el pastel que se hace… Dio primacía a la dimensión subjetiva, a la actitud de fondo que mueve a una persona a moverse y esforzarse, apelando a la última razón escondida en lo más hondo de la conciencia. La pregunta clave, que enseñó a hacerse cada uno, es la siguiente: ¿a quién sirvo con mi trabajo?, ¿a mí o a los demás?, ¿a mí o a mi Dios? Se dirigía a lo más profundo del corazón humano, porque si queremos cambiar el mundo, hemos de partir precisamente desde ahí. Así repetía sin cansancio que el trabajo que tenía más valor era el que estaba realizado con más amor de Dios [16], sea el de una profesora de la Sorbona o el de una empleada que está fregando los platos en la cocina de un hotel perdido de una única estrella. Animó a todos a realizar el trabajo ordinario con alegría, haciendo de él un encuentro con Dios, cada día con un sentido nuevo, con una luz distinta, una vibración renovada. “Las obras del amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia,” solía afirmar [17]. Sobra decir que una persona que se empeña en trabajar por amor, cuidará de por sí el aspecto objetivo. Siendo cantante, se esforzará por cantar bien; siendo médico, empleará todos los medios que estén a su alcance para diagnosticar con acierto una enfermedad. Las catedrales medievales han sido construidas con mucho amor, y también con mucha geometría [18]. Es justamente el amor el que lleva a estudiar a fondo la geometría.

Con respecto a las mujeres, podemos hacer un primer resumen: el fundador de la Obra esperaba de ellas que tomasen su vida profesional realmente en serio, les animaba a aceptar responsabilidades de mayor envergadura y cargos de más difícil desempeño: no para “brillar” personalmente, sino para servir más y mejor, para amar con eficacia.

El talento de la solidaridad

Ahora uno puede preguntarse: ¿Escrivá no veía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer? ¿Trataba a todos por igual? La respuesta sólo puede ser un no redondo. Ese sacerdote experimentado, profundamente convencido del idéntico valor de todas las personas, se esforzaba por hacer justicia a cada una. Es justamente este afán por ser justo –y dar a cada uno lo que realmente necesita– el que nos lleva a descubrir las diferencias entre los seres humanos. Nos lleva también a aceptar que los varones y las mujeres, aunque compartan todo lo esencial en la común naturaleza humana, tienen, a veces, distintas sensibilidades y necesidades: experimentan el mundo de forma diferente, sienten, planean y reaccionan de manera desigual, lo que puede percibir cualquier persona realista [19]. Ignoro hasta qué punto esto sea algo innato o adquirido, si depende más de la naturaleza o de la cultura. En todo caso, aunque se deben las diferencias, sin duda, en buena parte a la educación y al entorno social, queda siempre un “resto” que no se puede negar sin hacer daño a las personas. Josemaría tomó en cuenta este “resto”; se preocupaba por una formación integral, por una emancipación equilibrada. “No te quitaba tus naturales tendencias,” decían sus amigos [20].

Entonces, ¿cuál es ese “resto” que señalará la diferencia fundamental entre los sexos? Es, sencillamente, la capacidad de ser padre o madre, con las cualidades que derivan de ella. Escrivá se refería, a veces, con cierto entusiasmo a la maternidad física, echando piropos a las guapas madres de familia, lo que puede extrañar a una mentalidad moderna occidental. Estoy segura de que no lo hacía por ingenuidad, como si desconociera los problemas graves que tienen que afrontar casi todas las familias, en todos los países; tampoco lo hacía por cortesía superficial. Ese modo de hablar y actuar brotó de una profunda fe cristiana. Josemaría creía firmemente que la paternidad humana es una colaboración directa con la creación divina: los padres actúan con Dios, de una manera misteriosa, al concebir un nuevo ser. Por eso, el amor matrimonial tiene tanta grandeza e importancia. Muestra la especial confianza y cercanía de Dios. Más aún, la mujer como madre es llamada a ser “lugar” de una intervención divina directísima. El nuevo ser es creado en ella, y le es confiado, en un comienzo, para que ella –primero dentro de sí– lo reciba, lo albergue y lo alimente. Sin duda, el embarazo está marcado, con frecuencia, por el esfuerzo y la fatiga; pero, ¿no es una distinción especial para la mujer poder sentir el amor creador divino hasta en la propia corporalidad?

De ninguna manera significa esto que la madre deba estar condenada a realizar “un trabajo de esclavos”, pese a que, para amplios círculos de la población occidental, parece estar demostrado. Si bien muchas mujeres experimentan el nacimiento de un niño como una carga, ello se debe, en parte, a la incomprensión del medio y, en parte, a estructuras sociales injustas. No obstante, no se trata de circunstancias que necesariamente deban acompañar la maternidad, sino de consecuencias de la debilidad humana. Por eso, subraya Escrivá, no se puede privar de la vida a un nuevo ser humano sólo por esas dificultades, más bien son esas dificultades las que deben ser suprimidas. Este es un desafío apremiante para todos los que se preocupan por la justicia en el mundo.

Pero la circunstancia de que una mujer pueda llegar a ser madre no significa que todas las mujeres deban serlo, ni que todas encuentren en la maternidad su felicidad. Escrivá consideraba también la dimensión espiritual de la feminidad, lo que antes se llamaba a veces “maternidad espiritual”, y hoy podríamos denominar quizá “el don de la solidaridad”. Constituye una determinada actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta. Así como durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia el nuevo ser, así también su naturaleza favorece los contactos espontáneos con otras personas de su alrededor. La “maternidad espiritual” se traduce en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de amar [21]. Josemaría afirmaba que “la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición…” [22].

El “don de la solidaridad” puede considerarse como la riqueza interior de la mujer. Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas. Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, buscar caminos con ellos. A una mujer sencilla no le cuesta nada, normalmente, transmitir seguridad y crear una atmósfera en la que quienes la rodean puedan sentirse a gusto.

Escrivá alentaba a las mujeres a afirmar consciente y decididamente su diversidad: a descubrir, aceptar y desarrollar los propios talentos. En este contexto, les animaba también a cuidar el aspecto exterior. Las invitaciones, un tanto divertidas, que hacía a innumerables mujeres, a presentarse de un modo agradable, estaban lejos de cualquier culto al cuerpo; lejos también de querer reducir el sexo femenino a una función decorativa. Eran nada más que una muestra de que cuidaba el desarrollo sano de toda la persona, lo físico como lo espiritual; eran consejos prácticos de un Padre para aumentar la alegría de la vida y vivir la caridad con los más próximos; expresaban su amor a la armonía y la belleza. Si la emancipación fuera tan sólo una asimilación de la mujer al hombre, sería algo demasiado insípido y constituiría un empobrecimiento para el mundo. La vida perdería luz y calor, la convivencia perdería su especial atractivo. Hay que intentar algo mucho más valioso, más provechoso; pero también más difícil: la aceptación de la mujer en su diferencia, el desafío de ser mujer.

Las tareas del hogar

Según estas premisas, Escrivá no veía ningún inconveniente en que algunas mujeres, dentro del Opus Dei, llevaran su preparación y competencia a las tareas del hogar, sintiéndose solidarias con millones de mujeres en todo el mundo. Pienso que, a medida que avanza la técnica, nos damos cada vez más cuenta de la gran importancia social que tienen esos quehaceres domésticos: canalizan la felicidad y el bienestar de toda la familia y, al fin y al cabo, hacen habitable nuestro mundo.

Justamente hoy en día, en que la mayoría de las personas realizan trabajos bastante estresantes en fábricas, empresas, administraciones, oficinas, super- mercados y tiendas, necesitan un hogar que les espere a la vuelta. Y debe haber alguien que sepa crear  ese hogar –ese espacio de convivencia humana–, tanto material como espiritualmente. Nuestra vida no consiste exclusivamente en el planteamiento de magníficos proyectos, sino en miles de pequeñeces sucesivas. Sin la superación de éstas tampoco se puede realizar nada “grande” [23]. Algunas personas se encontrarían perdidas en el mundo, si no tuviesen a su lado a alguien que les ayudara a orientarse en la vida real. Además, para la serenidad de muchas personas –y no sólo de los niños– es importante que haya alguien que tenga tiempo, que no esté siempre agobiado y con cosas en la cabeza más importantes que el simple saber escuchar, tranquilizar, consolar o animar; hay que deshacer tensiones, amortiguar las desilusiones, compartir uno con otro los éxitos y discutir los problemas. ¡Qué bien, cuando existe para todo esto un punto de apoyo!

Josemaría era consciente de que cualquier tarea requiere una capacitación adecuada para realizarse de modo cabal. Por eso dio solidez a las profesiones del hogar. Puso en marcha muchas iniciativas culturales de reconocido prestigio, tanto en África como en Europa, en Australia como en América, para que se dote a estas profesionales de un acervo científico y técnico de alto nivel. Dispersos por los cinco continentes existen hoy centros de formación y escuelas de todas clases y condiciones, que se han creado para responder a las exigencias locales.

Con esto estaba lejos de aconsejar a que todas las mujeres vuelvan al “dulce hogar”. Pero quería que todas las personas tengan posibilidad de hacer libremente, y con cierta soltura, lo que creen que es bueno. Pienso que hemos discutido demasiado sobre el tema de si las mujeres son distintas de los hombres y hasta qué punto lo son. En primer lugar, cada persona es diferente del resto. A cada una se le debe dar la posibilidad de realizarse sin violencias, de ser feliz y de hacer felices a los demás, indistintamente de su modo de vida, posición o trabajo. En la actualidad, ya nadie pone en duda que también las mujeres son capaces de dedicarse a la técnica electrónica. Pero esto no quiere decir que a todas les guste el internet. “La mujer emancipada es empresaria, quizá también arquitecto u oficinista, pero siempre fuera de casa,” así reza el nuevo dogma. ¿Pero, por qué la mujer emancipada no ha de ser madre de una familia numerosa, siempre que la emancipación se entienda como un proceso de madurez conseguido? Cuando una mujer prefiere hacer pasteles, chaquetas de punto, jugar con sus hijos y procura hacer de su casa un hogar agradable, esto no quiere decir que se haya quedado resignada a las expectativas que tenían en el siglo XIX. Simplemente significa que lo que para ella es importante no lo es para las que la critican. En primer lugar, no es importante lo que la persona hace sino cómo lo hace. Ni el trabajo ni la familia son soluciones en sí mismas para los problemas individuales o sociales, y ambos conllevan ventajas y riesgos.

No quiero glorificar los trabajos del hogar; ciertamente, cualquier profesión es un reto para hacer el bien. Pero puedo decir que he descubierto, en mi familia natural y en el Opus Dei, el gran valor escondido de esas tareas. Como se realizan casi siempre en oculto –sin compensaciones especiales ni comprobaciones públicas–, pueden llevar a las personas que se dedican a ellas hasta una madurez extraordinaria. “Tenéis un lugar especial… en el corazón de Dios,” les decía a veces el fundador de la Obra [24]. Los trabajos domésticos pueden ayudar a desarrollar, de modo especial, la capacidad de estar ahí, libremente, para los demás. Como constituyen una ocasión para hacer innumerables sacrificios (sean grandes o pequeños), pueden aumentar enormemente la capacidad de amar de quienes los realizan; pueden fomentar la disposición de darse a los demás, sin esperar nada a cambio. Así, esos trabajos, aparentemente tan monótonos, son la fuente secreta de la felicidad y eficacia de toda una familia.

¿Y los varones?

Parece que ahora se ha despertado en nosotros un sano feminismo, que hemos cultivado casi todos, en las últimas décadas. Ante esa situación nos podemos preguntar: ¿y qué pasa con los varones? ¿No conviene que ellos también se entreguen a los trabajos del hogar?

¿que aprovechen esa ocasión estupenda para aprender a amar? Creo que Escrivá no tenía nada en contra de esto, al revés. Animó constantemente a todas las personas a pensar en los demás, a ayudarse mutuamente. A los chicos que estaban viviendo en su casa en Roma, para recibir una formación más intensa, les dijo en una ocasión: “Aquí no formamos superhombres. ¡No os vais por ahí a mandar!… Vais a servir. Vais a ser los últimos. Vais a poner el corazón en el suelo, para que los demás pisen blando” [25]. Además, cuando en los años cincuenta, unos de estos chicos consiguieron por fin un piano largamente ansiado, Josemaría les animó a regalar este objeto tan precioso a las chicas que les ayudaban en la administración doméstica [26]. Y no faltaron los momentos en los que él mismo, siendo un venerado monseñor, acercó las fuentes de la comida a una de aquellas buenas cocineras, mientras decía con una sonrisa: “¡Hoy me toca servir a mí!” [27].

El amor auténtico se expresa en innumerables gestos pequeños y rara vez en grandes actos. Considerando que la mujer tiene una relación especial con la vida en su comienzo, se suele deducir que por eso, en cierta medida, parece ser más fácil para ella expresar el amor de forma concreta. El hombre, en cambio, guarda por naturaleza una distancia mayor hacia la vida; por esta razón se dice que puede (y debe) aprender mucho de la mujer.

Me parece que ese planteamiento tradicional también hoy en día tiene cierta validez; pero tenemos que hacer dos precisiones. Por un lado, las mujeres, evidentemente, no son siempre suaves y abnegadas. No todas ellas han desarrollado su talento hacia la solidaridad, ni mucho menos. Aquí hay grandes retos para la formación, de ambos sexos.

Por otro lado, en el caso concreto, un varón puede tener mucha más sensibilidad para captar lo que va bien a una persona que la mayoría de las mujeres. El mismo Josemaría Escrivá era uno de estos hombres, muy atento a las pequeñas y prosaicas necesidades de los demás. Cuando, por ejemplo, las primeras japonesas del Opus Dei llegaron a Roma, encarecía a que se las tratase con delicadeza exquisita: que se les facilitase la adaptación al clima, a las comidas, al idioma, a las costumbres del nuevo país… [28]. Recuerdo otra anécdota que relató un señor, miembro de la Obra, que vivía en la casa del fundador. Un buen día, ese señor amaneció con un grano en plena punta de la nariz. Durante toda la mañana –contaba–, si se encontró con dieciocho personas por la casa, los dieciocho, uno a uno, indefectiblemente, le informaron de que… ¡tenía un grano en la nariz! En algún momento pasó el Padre por donde él estaba trabajando. No le dijo nada. Al poco rato vino alguien con un tubo de pomada, comentando con pocas palabras: “de parte del Padre, para que te la pongas en ese grano” [29]. Ese es amor eficaz.

El fundador del Opus Dei servía y enseñaba a servir, tanto a varones como a mujeres, cada uno desde el sitio que le correspondía. Junto a esto, me parece importante hacer otra aclaración. Hay que tener en cuenta que el contexto socio-cultural en el que se desarrollaba la vida de Josemaría Escrivá, era muy distinto a la situación en la que nos encontramos hoy. Hace unas décadas, por ejemplo, un “amo de casa” era un fenómeno prácticamente desconocido. No podemos esperar del fundador que nos solucione todos los problemas concretos, con los que nos encontramos a lo largo de la historia. Nos compete a nosotros sacar las consecuencias prácticas de sus enseñanzas, tan ricas y, me parece, apenas comprendidas y menos aún realizadas en todo el mundo. Es lo que el actual prelado del Opus Dei está haciendo, con claridad y firmeza. Referente al tema que nos interesa, invita a los varones a “entrar” en el hogar, a compaginar la tensión entre familia y profesión como las mujeres; y apela a todos los que tienen buena voluntad a replantear ciertas formas de organización social y laboral, en favor de las mujeres casadas [30].

Más que justicia

Sin embargo, Josemaría Escrivá veía claramente que el empeño por hacer justicia es de vital importancia, pero no basta. Las reivindicaciones pueden crear un clima frío, de mutua desconfianza, rencores y venganza; pueden llevar hasta el odio. Una vida feliz sólo se logra, cuando se aprende a pedir perdón por los fallos propios, y se pide a Dios la gracia de perdonar los ajenos: cuando, en definitiva, se purifica la memoria y se vive en paz con el pasado. Lo más interesante siempre es lo que está delante de nosotros, en el futuro.

Realmente, cuando se concede a las mujeres nada más que la garantía de que se apliquen los derechos humanos también a ellas, se les da muy poco. Además, sabemos todos de sobra que hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es prácticamente imposible. Hace falta algo más. Muchas personas cuentan sus penas no sólo para que se busquen soluciones en el mundo exterior. Las comunican también porque buscan comprensión y cariño, orientación, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad,” afirmaba Escrivá. “Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo” [31]. Y Santo Tomás resumía escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad” [32]. Pienso que esa actitud, que antes se llamaba misericordia (y que hoy apenas mencionamos) es el núcleo de la “maternidad espiritual” o, si se quiere, es la moderna “solidaridad”, vista con cierta hondura. Implica darse cuenta de que cada persona necesita más amor que “merece”, es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. En cuanto tal es una disposición deseable para cualquier persona, de ambos sexos.

Josemaría Escrivá era una persona justa y, a la vez, profundamente misericordiosa. Se esforzaba por conceder a hombres y mujeres no solamente su derecho, sino mucho más. Les inculcó la confianza de ser muy queridos, de tener un inmenso valor, de tener grandes talentos y posibilidades. A las mujeres las llevaba a metas más altas que el mero “oponerse” a un mundo hostil. Les transmitía la convicción de que pueden transformar ese mundo que es suyo, pueden ser creativas y poner en marcha los proyectos más inauditos. El mundo será, en última instancia, lo que sean ellas. Escrivá sabía despertar grandes esperanzas e ilusiones en los demás. “Valencia nos parecía pequeña,” confiesa una de las primeras mujeres del Opus Dei del sur-este de España [33].

Una cultura de la confianza

Josemaría difundió un clima de libertad y cariño en torno suyo, en el que la gente se sentía a gusto. “Siempre se interesaba por mi quehacer… Siempre positivo,” afirma la conocida periodista Covadonga O’Shea, contando un encuentro que tuvo con el Padre: “En un momento de entusiasmo, al escucharle, le pregunté cómo pensaba él que podría hacer mejor la revista en la que trabajaba. La respuesta fue inmediata y tajante; no me dejó lugar a dudas: ‘¡Con libertad!’, y siguió: ‘Yo no puedo, ni quiero, meterme en tu trabajo ni en la forma de hacerlo’. Además, no te daría un buen consejo, porque no entiendo de estos temas” [34].

Escrivá dejó ser a cada uno, relativizó las dificultades que nunca faltaban, y amó a los hombres y mujeres incluso con sus defectos. “Hay que aprender a reírse de sí mismo,” solía decir [35]. Descubrió lo que en cada persona hay de original, interesante y amable, y lo sacaba, gracias a su optimismo, su talento pedagógico y, quizá en primer lugar, su inmensa fe en la bondad de todas las criaturas.

Confiaba plenamente en las mujeres que se acercaron a su labor. No tenía siquiera reparo en transmitirles sus pensamientos más íntimos y personales [36]. Y las mujeres se lo agradecieron depositando una enorme confianza en él [37]. Muchas de ellas cruzaron el mundo para extender con su labor profesional la semilla de la fe. Desarrollaron todas sus capacidades humanas en las nuevas tierras. Llevaron a buen término los más diversos quehaceres, que no se pueden programar ni medir. Pusieron en marcha y en pleno funcionamiento innumerables residencias universitarias, centros culturales, escuelas de secretariado e idiomas, colegios, institutos de formación profesional, escuelas agrarias para campesinas. Se lanzaron a colaborar en Universidades y Magisterios. Escrivá no tuvo la menor duda de que trabajarían bien [38]. Pero lo impresionante es que logró transmitir esta seguridad al grupo que le siguió en los comienzos de la Obra: personas muy jóvenes, algunas antiguas hijas de familia, que apenas habían salido de su país. “Soñad y os quedaréis cortos,” les había dicho sencillamente [39]. Y les había orientado a poner su confianza no sólo en él, un “pobre hombre” [40], sino, en último término, en el mismo Dios [41], quien no deja solos a los que se esfuerzan por dar testimonio de su amor.

Liberación cristiana

Josemaría Escrivá era un contemporáneo inquieto en su afán de llevar la Buena Nueva del cristianismo a todos los hombres, un sacerdote al que los caminos usuales le parecían insuficientes. No se cansaba de proclamar que la emancipación auténtica se consigue por la fe cristiana. Es Cristo quien nos trae la liberación de todas las estrecheces y rigideces que pueden pesarnos. Pero sobre todo nos libera del pecado y de la culpa que en definitiva nos pueden llegar a corroer y a destruir mucho más profundamente que los hechos externos. Cualquier carga que nos apesadumbre interiormente, nos desmoralice o nos hiera, Dios nos la quita si pedimos perdón. Entonces, cada persona puede experimentar que es un ser muy amado, y es aceptado también con sus debilidades, con sus errores y limitaciones.

En este marco, profundamente religioso, se sitúa lo que Josemaría Escrivá hacía a favor de las mujeres. Realmente, las promocionaba sin cesar, pero buscaba mucho más que una simple mejora de su vida social. Tenía la esperanza de que la gracia divina tocase el corazón de cada persona que trataba, que cada una de ellas pudiese experimentar el efecto liberador del mensaje cristiano, desarrollar sus capacidades y emplearlas para salir, ella misma, de la oscuridad a la luz, llevando la Buena Nueva a los demás. De este modo, el fundador del Opus Dei impulsaba caminos de justicia y de paz entre las naciones, sin disputar excesivamente sobre las grandes cuestiones feministas que revolucionaron nuestras sociedades. La mujer en cuanto tal no era un problema para él. La razón para ello puede encontrarse, quizá, en el hecho de que estaba rodeado, desde su más tierna infancia, de algunas mujeres fuertes (su madre y su hermana Carmen) que, según yo sepa, no tenían dificultades para aceptarse como personas humanas, y además femeninas. Pero esto me parece ser un tema para otro estudio.

Un desafío para nosotros

Me gustaría terminar aclarando una cosa. Escrivá fue llamado “un hombre nuevo para los nuevos tiempos” [42]. Esta expresión del filósofo Cornelio Fabro es un tanto compleja. El fundador de la Obra era, ciertamente, un hombre nuevo en cuanto que era un hombre de Dios. La gracia divina es siempre original: da juventud, ilusión y vitalidad. Y este sacerdote sonriente nos ha mostrado un camino para los nuevos tiempos, en cuanto que ha recordado, con fuerza, la Buena Nueva de Cristo, que es un mensaje siempre actual. Aunque todos los hombres se conviertan un día en astronautas, siempre habrá necesidad de sentirse amado y amar, de pedir perdón y perdonar, de encontrar el sentido completo de la existencia, que da la mayor seguridad que se puede encontrar en nuestro planeta.

El Padre nos ha abierto el horizonte de un mar sin orillas. Sin embargo, no quiso ni pudo darnos soluciones hechas para los problemas concretos de los nuevos tiempos. Nunca quería ser “modelo de nada” [43]. Por esto, compete a nosotros, sus hijas e hijos, encontrar esas soluciones, para cada época por las que estamos atravesando. Compete a nosotros, hoy, empeñarnos en que se reconozca la plena dignidad de la persona en todo el mundo, y que la mujer, por fin, deje de ser un “tema”, un tema espinoso [44]. Para lograr eso, nos conviene profundizar en el espíritu de ese soñador realista, tener en cuenta sus visiones amplias, inspirarnos en su entusiasmo y su audacia. Tenemos que seguir caminando; tenemos que avanzar, y optar, como él, también hoy, por los pobres y por los ricos, por los sanos y enfermos, por los hombres y mujeres que encontremos en nuestro camino: con alegría, con la divina capacidad de realizar lo costoso con toda sencillez, sin darle mayor importancia.

Poco antes de su muerte, Escrivá dijo a un grupo de mujeres: “Si seguís correspondiendo, haréis una gran labor… (yendo por todo el mundo): tantos millones y millones que no conocen todavía a Nuestro Señor…, y son hijos de Dios como nosotros, y si conocieran a Dios, serían cien veces mejores que nosotros” [45]. Sólo para ayudar a una única persona humana, valdría la pena ir a Kenya.

Jutta Burggraf, en odnmedia.s3.amazonaws.com/

Notas:

1.   Ciertamente, había contemporáneos del fundador del Opus Dei que tenían ideas igualmente renovadoras acerca de la mujer; así, por ejemplo, el beato P. Poveda. Pero como queremos, aquí y ahora, conocer más a Escrivá, me limito a hablar de él.

2.   Cf. Testimonio de Helena SERRANO, Archivo General de la Prelatura (= AGP), Registro Histórico del Fundador (= RHF; ambos en Roma, Bruno Buozzi 73, y Madrid, Diego de León 14), T-04641; cit. en Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1996, pp.131s.

3.   Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones, n.87; entrevista con Pilar Salcedo, publicada en Telva, 1-II-1968.

4.   AGP, RHF 21159, p.936.

5.   Cf. Manuel AZNAR: Amigo de la libertad, en: Así le vieron. Testimonios sobre Mons. Escrivá de Balaguer, ed. por Rafael SERRANO, 2ª ed., Madrid 1992, p.26.

6.   Poco antes, las mujeres habían obtenido el derecho al voto en Inglaterra y Alemania (ambas en 1918), Suecia (1919), Estados Unidos (1920), Polonia (1923) y otros países. Lo obtuvieron más tarde en España (1931), Francia e Italia (ambas en 1945), Canadá (1948), Japón (1950), México (1953) y Suiza (1971). Cf. la tabla cronológica en Gloria SOLÉ ROMEO: Historia del feminismo. Siglos XIX y XX, Pamplona 1995, p.91.

7.   LUIS DE LEÓN: La perfecta casada (1561), en Obras completas castellanas, ed. por Félix GARCÍA, Madrid 1951, p.220. Cf. la interpretación crítica de Blanca CASTILLA Y CORTAZAR: Arquetipo de la feminidad en “La perfecta casada” de fray Luis de León, en “Revista agustiniana” 35 (1994), pp.135-170.

8.   Natividad GONZÁLEZ FORTÚN, cit. en Ana SASTRE: Tiempo de caminar, 2ª ed. Madrid 1990, p.103.

9.   Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.80; AGP, RHF 21166, p.63.

10.    Cf. José Miguel CEJAS: María Ignacia García Escobar. Una mujer del Opus Dei, Madrid 1992.

11.    Cit. en José Miguel CEJAS: María Ignacia García Escobar. Una mujer del Opus Dei, cit., p.15.

12.    José MORALES: La práctica del cristianismo en “Surco”, en: La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p.215.

13.    Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 29-VII- 1965: “Desempeñáis… toda clase de cargos profesionales, sociales, políticos.” IDEM: Conversaciones, cit., n.90: “Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles.”

14.    Cf. Simone de BEAUVOIR: Le deuxième sexe. La obra apareció por primera vez en 1949, en Paris.

15.    Cf. Betty FRIEDAN: The Feminin Mystique. El original se publicó en 1963.

16.    Cf. el testimonio de Marlies KÜCKING, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.251. Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.308.

17.    Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, cit. por Alfredo LÓPEZ: Estuve cerca de Monseñor Escrivá, en: Así le vieron, cit., p.128.

18.    Cf. Albino LUCIANI: Buscando a Dios en el trabajo ordinario, en Así le vieron, cit., p.17.

19.    Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones: “Lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas.” cit., n.90.

20.    Alvaro DOMECQ: Un hombre que sabía querer, en Así le vieron, cit., pp.62s. Cf. Pedro ALTABELLA: Una amistad de 43 años, ibid., p.22.

21.    Cf. JUAN PABLO II: Carta apostólica Mulieris dignitatem (15-VIII-1988), n. 30.

22.      Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones, cit., n.87.

23.    Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 29-VII- 1965.

24.    Testimonio de Mercedes MORADO, AGP, RHF T-07902; cit. en Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.251.

25.    Cf. el testimonio de César ORTIZ-ECHAGÜE, AGP, RHF T-04694, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.253.

26.    Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.241.

27.    Cf. el testimonio de Helena SERRANO, AGP, RHF T-04641, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.253.

28.    Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.238.

29.    Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.231.

30.    Cf. Javier ECHEVARRÍA: Entrevista con Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga, en “El Mercurio” (Chile), 21-I-1996; y en “Mundo Cristiano” (1996/3), n.410.

31.    Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Amigos de Dios, n.172.

32.    TOMÁS DE AQUINO: In Matth., 5,2.

33.    Cf. Desde aquel 14 de febrero, en “Iniciativas” (1999/9), p.55.

34.    Covadonga O’SHEA: La enseñanza que tuve la suerte de recibir, en: Así le vieron, cit., pp.163s.

35.    José Luis SORIA: Maestro de buen humor. El beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 3ª ed., Madrid 1994, p.107.

36.    Cf., por ejemplo, Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.83s; y el testimonio de Lourdes BANDEIRA VÁZQUEZ, RHF 4885, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.266. - Cuenta Paul Ourliac, miembro del Instituto de Francia: “Se llegaba a él con la inquietud que se tiene al tratar a un ser excepcional y, sin embargo, inspiraba confianza. Escuchaba, preguntaba…” Paul OURLIAC: Monseñor Escrivá de Balaguer y la Universidad, en Así le vieron, cit., p.171.

37.    Cf. los testimonios de María Dolores FISAC SERNA, RHF 4956; Enrica BOTELLA RADUÁN, RHF 4894; Encarnación ORTEGA PARDO, RHF 5074, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.274.

38.    Cf. el testimonio de Kathleen PURCELL, RHF 5650, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit. p.469.

39.    Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 24-X-1942.

40.    Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Via crucis, prólogo.

41.    Cf. el testimonio de Encarnación ORTEGA PARDO, RHF 4894, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit. p.279.

42.    Esta expresión de Cornelio FABRO está recogida en el texto de Antonio MILLÁN-PUELLES: Un hombre que amó la libertad, en: Así le vieron, cit., p.146.

43.    Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere: “Cuántas veces, comentando de sí mismo que no es ‘modelo de nada’ y que ‘el único modelo es Jesucristo’, ha hecho una salvedad: ‘yo, si en algo puedo ponerme de ejemplo, es… de hombre que sabe querer.’” cit., p.230.

44.    Javier ECHEVARRÍA: Entrevista con Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga, en “El Mercurio” (Chile), 21-I-1996; y en “Mundo Cristiano” (1996/3), n.410.

45.    Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, RHF 21164, p.241, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., pp.500 s.

Ricardo F. Crespo

En este trabajo, primero analizaremos, brevemente, las diferentes acepciones del término 'libertad', para distinguir sus tipos. Luego, exploraremos en los textos del san Josemaría los tipos de libertad a los cuales se refiere para concluir con la debida conexión y distinción que siempre mantiene entre libre arbitrio y libertad de ejercicio.

1.     Sobre la libertad

¿Qué es la libertad? 'Libertad' es un término análogo. Un hombre es 'libre' en muchos sentidos posibles. Soy libre de elegir, libre de hacer, libre de pensar, puedo estar libre o en la cárcel.

Pero, más aún, también hay entradas 'libres' para un acto, un animal está 'libre' o en cautiverio, o hacemos un régimen 'libre' de colesterol, y un cuerpo baja en 'caída libre'. Tengo la mañana 'libre' o no tengo ni un minuto 'libre'. Y lo que complica aún más las cosas, Dios y los ángeles también son libres.

Con tantas posibilidades tan diversas ya se ve que la cuestión del significado de libertad es dificil y medulosa. Es un enigma que no admite una 'fosilización' conceptual.

Lo primero que haremos será afirmar que nos dedicaremos a la libertad humana. Probablemente de quien, más propiamente, se pueda predicar la libertad es de Dios. Dios es el 'creativo' por excelencia: crea el mundo, sin ninguna necesidad, porque sí nomás, y de la nada (ex nihilo). Porque su libertad, como su esencia, es infinita, Él es el creativo máximo. Todo lo existente proviene de su libertad. Nosotros que somos finitos, tenemos una libertad limitada, y sólo podemos crear relativamente: siempre partiendo de algo. No hay un hombre 'creativo' absoluto. Por eso, uno nunca es completamente dueño de su idea. Uno nace y se forma en una comunidad y cultura sin las cuales la idea nunca habría dado a luz. Como nosotros no somos libres como Dios, no nos interesa ahondar en la libertad divina. Digamos que la libertad en Dios y los ángeles son cosas del mundo 'lunar', algo 'eminente', y dejémosla de lado.

También dejaremos de lado la libertad en los animales y demás objetos físicos. En efecto, en este campo nos animamos a afirmar que todas éstas son acepciones metafóricas de la libertad (la llamada 'analogía impropia' o metáfora).

Como es, de todos modos, un tema complicado, nos ayudaremos con algunas clasificaciones y nociones de las diversas acepciones de la libertad humana reconocidas y merecedoras de confianza. Para lo que acudiremos al filósofo español Antonio Millán Puelles quien en su libro, siguiendo la máxima del sabio –sapientis est ordinare– trata de poner un poco de orden en toda esta cuestión [1]. En realidad, no hace más que repetir el esquema clásico enriqueciéndolo con algunas precisiones y matices. Digo que 'nos ayudaremos' con esta clasificación, porque alteraremos algunos detalles expositivos.

Brevemente, Millán Puelles establece una primera división principal entre libertades innatas y adquiridas. Las segundas encuentran su fundamento en las primeras.

Entre las innatas distingue a su vez la libertad trascendental del entendimiento (ilimitada amplitud del horizonte objetual del entendimiento humano) y de la voluntad (irrestricta apertura de la voluntad a todo bien concreto), por una parte. Hay un reducto interior en el que nadie puede entrar. El de un Alejandro Solzhenitsyn, un Víctor Frankl o una Tatiana Góricheva. Ellos nos hablan de una fuerte experiencia de libertad interior en circunstancias de una libertad exterior casi nula [2]. Solemos referirnos a esta libertad innata con los calificativos de 'radical', 'constitutiva', 'intrínseca' e 'interior'. Por otra parte, la otra libertad innata es el clásico libre arbitrio o libertad de elección, el dominio de los propios actos por parte de la voluntad, la capacidad de elegir.

Las libertades adquiridas son la libertad de ejercicio (capacidad de realizar lo elegido) también llamada moral (porque supone un autodominio adquirido o facilitado por el desarrollo de las virtudes o habilidades correspondientes) y la libertad política o social. La primera –de ejercicio– es interior, pero tiene su manifestación exterior en los actos concretos que origina. Esos actos son posibles mientras no falte la libertad política o social. La segunda –política– es la llamada clásicamente libertad exterior.

En este mapa, la noción central es la de libre albedrío. Tomás de Aquino dice que “liberum arbitrium est ipsa voluntas. Nominat autem eam non absolute, sed in ordinem ad aliquem actum eius, qui est eligere". Es decir, el libre arbitrio es la misma voluntad en cuanto ordenada a elegir: el dominio de las propias decisiones. La capacidad humana que todos tenemos de elegir o no esto o aquello.

Pero el libre arbitrio se reduce a la nada si no pasa a la libertad de ejercicio, o moral. Es moral, porque la capacidad de realización significa un perfeccionamiento personal. El único perfeccionamiento posible está acorde con la naturaleza o fines propios del agente. La capacidad de realización del mal significa un ahondamiento de la incapacidad de perfeccionarse. Es sólo una habilidad técnica, no un verdadero perfeccionamiento humano. Por eso, no es verdadera libertad.

La libertad de arbitrio y de ejercicio se pueden identificar con el amor, que es el acto propio de la voluntad, facultad por la que el hombre elige  y se une al objeto amado. Por eso, cuanto más se ama, más libre se es (" Quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libértate" – "Cuanto más amor alguien tenga, más libertad tendrá"–, Tomás de Aquino, In III Sententiarum, d. 29, q. un., a 8). [3].

2.     El concepto de libertad en san Josemaría Escrivá de Balaguer

El Fundador del Opus Dei es conocido por la agudeza con la que trata esta cuestión, al punto que el filósofo italiano Cornelio Fabro, a la hora de elegir el tema para una contribución a un volumen escrito en homenaje a san Josemaría Escrivá, se inclinó por tratar el concepto de esta capacidad humana [4].

Los escritos de San Josemaría no son filosóficos, sino pastorales. Por eso, su concepto de libertad, aunque –lógicamente– abraza el natural, trasciende este ambito. Por designio divino la libertad tiene una decidida prioridad existencial en la salvación del hombre: "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti", cita san Josemaría de San Agustín[5]. Y, más adelante, añade: 'Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios"[6]. A nadie, antes de que llegara el Cristianismo, se le podría haber pasado por la cabeza que el hombre pudiera, por su libertad, endiosarse siguiendo el camino de la salvación. Esta prioridad de la libertad es, como decía San Agustín, un especial querer de Dios, que creó al hombre a Su imagen y semejanza: racional y libre.

Dicha prioridad se apoya en un primado natural de la libertad. En expresión de Fabro, este último "significa que, por su misma naturaleza, la energía primaria de la voluntad tiende a la formación de la persona [7]. Pero hay que entender que es una libertad limitada, participada, que está para seguir los carriles 'naturales', los resultantes de la racionalidad. "Libertas, secundum Augustinum, opponitur necessitati actionis, non autem naturalis inclinationis" y "omnia naturaliter bonum appetant" [8]. El hombre es causa sui en cuanto a que en el orden moral llega a ser lo que elige ser. Pero esa elección puede tanto hacerlo crecer en humanidad como 'bestializarlo'. Por eso, la libertad no puede autofundamentarse.

En San Josemaría Escrivá encontraremos todas estas ideas, especialmente en su homilía "La libertad, don de Dios." "La libertad no se basta a sí misma, necesita un norte, una guía" (n. 26). De suyo puede elegir tanto el bien como el mal: "esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana" (n. 24). Ese norte, ese líquido de contraste, es la verdad. " Veritas liberabit vos [9]. Y esa verdad es Cristo, quien enseña al hombre la verdad acerca del hombre, como enfatiza Juan Pablo II parafraseando la Constitución Pastoral Gaudium et Spes [10]. No hace más que recordar al 'hombre en busca de sentido' (Frankl), que Él es el Camino, la Verdad y la Vida [11].

La libertad es libre en cuanto a la especificación, pero no en cuanto al ejercicio: no hay más remedio que elegir. No elegir es un modo de elección, y no es muy feliz. "El indeciso, el irresoluto", afirma San Josemaría Escrivá, "es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza heridas por el pecado" (n. 29). Elegir al margen de Dios, por su parte, es una paradójica opción por la esclavitud. Cita a Tomás de Aquino quien sostiene que "cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por eso, cuando se mueve en busca de algo extraño, no actúa según su propia manera de ser, sino por impulso ajeno; y esto es servil. El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según la razón, procede por su propio movimiento, como quien es: y esto es propio de la libertad. Cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es siervo del pecado" [12].

Volviendo a San Josemaría Escrivá, "el que no escoge –icon plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él" (n. 29). En cambio, "La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres" (n. 27). 'Porque se me da la gana', como le gustaba decir tantas veces. "Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres" (n. 26). Es decir, la libertad, que es el libre arbitrio, 'desemboca' en esclavitud cuando se elige el mal, y se hace plena cuando elige a Dios. Esta postura es plenamente consistente con su defensa de la libertad de las conciencias y su rechazo a la libertad de conciencia [13].

3.     Conclusión

Esta valoración de la libertad conduce a una apasionada defensa de ésta. De este modo, las libertades innatas y el libre arbitrio se constituyen en el más firme apoyo de las adquiridas. "En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad [14]. Si Dios ha corrido este "riesgo", nosotros hemos de hacer todo lo posible por defender la libertad sin dejar de mostrar en qué consiste el buen uso de aquélla. Puesto que su uso erróneo significa la "autoaniquilación". Este buen uso como . Puesto que su uso erróneo significa la "autoaniquilación". Este buen uso como condición de subsistencia de la libertad proviene de su origen, paradójicamente, condicionante: "¿De dónde nos viene esta libertad?", señala, "De Cristo, Señor Nuestro. Ésta es la libertad con que Él nos ha redimido. Por eso enseña: si el Hijo  os alcanza la libertad seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana [15]. Jesucristo ha ganado para nosotros esta libertad en la Cruz: allí hemos de ejercerla. Explica en la homilía "Hacia la santidad": "Se acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años (...) No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos —bien exprimidos— al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz [16].

Ricardo F. Crespo, cedejbiblioteca.unav.edu

Notas:

1.   Millán Puelles, Antonio. El valor dé la libertad, Madrid, Rialp, 1995.

2.   Cfr. e.g., sus conocidos Alerta a Occidente, Barcelona, Acervo, 1978; La presencia ignorada de Dios, Barcelona, Herder, 1977; Hablar de Dios resulta peligroso, Barcelona, Herder, 1986, respectivamente. Sobre el concepto de libertad interior, constitutiva o trascendental, cfr. también de A. Millón Puelle,s, La libre afirmación de nuestro ser, Madrid, Rialp, 1993, pássim y de Ricardo Yepes, Fundamentos de antropología, Pamplona, EUNSA, 1996, pp. 159-163.

3.   Quaestiones Disputatae de Veritate, q. 26, a. 6 (Respondeo).

4.   "El primado existencial de la libertad", en Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50° Aniversario de su Fundación, Pamplona, EUNSA, 1985, pp. 341-56.

5.   Sermo CLXIX, 13, cit. en "La libertad, don de Dios", Amigos de Dios, Madrid, Rialp, 1977, n. 23.

6.   "La libertad, don de Dios," op. cit., n. 35 (de ahora en más LDD).

7.   Fabro, op. cit., p. 344

8.   De Veritate, q. 22, a. 5, ad 3m.

9.   Juan VI, 32. 10.

10.    Desde el mismo Discurso Inaugural de su Pontificado (17-X-78), pasando por la Encíclica Redemptor Hominis, ha sido un estribillo habitual de Juan Pablo II. Cfr. Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 22. Cfr. también LDD, 26.

11.    Juan XIV, 6.

12.    Quaestiones Diputatae de Malo, q. VI, a. I (cit. en LDD, 34).

13.    LDD, n. 32.

14.    "Cristo presente en los cristianos", en Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp, 1973, n. 113.

15.     LDD, n. 35.

16.    En Amigos de Dios, n. 297.

Jaime Fuentes

7          - Recomenzar con María: necesidad de un tiempo fuerte mariano

Esta “Iglesia en salida”, a la que urge contar con hijas e hijos que se reconozcan a sí mismos como “discípulos misioneros”, tiene necesidad de experimentar una vez más la fuerza y la eficacia del recurso sincero, filial y humilde, a la Santa Madre de Dios, Omnipotencia suplicante. El devenir de la historia y, dentro de ella, de la obra de la salvación, nos reconduce intensamente a María: es hora de potenciar aún más el camino mariano de la Iglesia y de su misión. ¿Cómo hacerlo? ¿Por dónde ir, en esta época de oscuridad?

En el Catecismo de la Iglesia Católica se encuentra una afirmación preñada de esperanza: los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro (n. 89). Nos preguntamos: ¿no habrá llegado la hora de proclamar solemne y definitivamente que la Maternidad espiritual de Santa María, creída y amada por todo el pueblo cristiano, es una preciosísima verdad que pertenece al depósito de la fe católica? ¿No será éste, quizás, el gran impulso de santidad y de sentido apostólico que anhelamos?

La Maternidad espiritual de María, a cuya intercesión y cobijo se acoge hoy Francisco, así como lo hicieron su antecesor y los Papas del siglo XX que le precedieron es, como ha escrito un reconocido mariólogo, el tema dominante de la doctrina mariana del Concilio y la expresión más familiar del Concilio para presentar del modo más eficaz, también pastoralmente, el lugar que María tiene en la historia de la salvación: la figura de la madre es, de hecho, la más familiar de todas [34].

¿Podría ser, pues, la definición dogmática de la Maternidad espiritual de María, el iter tutior que facilitara e iluminara la comprensión de la íntima esencia mariana del misterio de la Iglesia e hiciera más firme y seguro –más filialmente cristocéntrico y mariano– el camino de nuestra fe, de nuestra misión evangelizadora y de nuestra caridad fraterna con todos los hombres? Examinemos esta posibilidad, que ha sido objeto de distintas consideraciones.

Por una parte, como se sabe, ya a comienzos del siglo XX, el cardenal Mercier, arzobispo de Malinas, alentó un movimiento para pedir la definición de la Mediación Universal como un nuevo dogma [35]. Al comenzar el Concilio Vaticano II, unos 500 (obispos) pedían la definición dogmática de la Mediación universal de la Virgen María. Más de setenta votos piden que se defina su realeza y cuarenta y  siete que se defina la corredención mariana [36]. Más recientemente, el movimiento Vox Populi Mariae Mediatrici, que ha reunido varios millones de firmas, ha propuesto la definición de los títulos marianos Madre Espiritual de Todos los Pueblos, Corredentora, Mediadora de todas las gracias y Abogada [37]. Más cercana aún en el tiempo (febrero de 2008) ha sido la carta de cinco cardenales, enviada a todos los miembros del colegio cardenalicio, en el mismo sentido [38].

Son conocidos los motivos por los que no prosperaron las dos primeras peticiones [39]. La propuesta del movimiento Vox Populi Marie Mediatrici, indujo a la Santa Sede a solicitar al XII Congreso Internacional de la PAMI, reunido en Czestokowa en 1996, su parecer sobre “la posibilidad y la oportunidad de la definición de los títulos marianos”. La Comisión constituida a tal efecto emitió una breve Declaración que, en síntesis, afirma: 1) Los títulos, tal como son propuestos, resultan ambiguos, ya que pueden entenderse de maneras muy diversas. 2) Por lo que atañe al título de Mediadora, recuerda que la Santa Sede, a principios del siglo XX, dejó de lado la propuesta del Cardenal Mercier. 3) Los títulos y la doctrina contenida en ellos necesitan una mayor profundización en  una renovada perspectiva trinitaria, eclesiológica y antropológica. 4) Los teólogos, y de modo especial los no católicos, se manifestaron sensibles a las dificultades ecuménicas que implicaría una definición de dichos títulos [40].

Respondiendo con exactitud a la pregunta de la Santa Sede, la PAMI, como se ve, se expidió negativamente acerca de la definición dogmática de los títulos marianos. Es necesario detenerse aquí, pues es éste, a nuestro juicio, el punto dolens de la cuestión.

En efecto, las peticiones de definición dogmática de los títulos marianos mencionados, se inscriben quizás en un modo de concebir la Mariología diferente del que señaló el Concilio Vaticano II. En el siglo XIX y principios del XX, escribió J. Ratzinger, el pensamiento mariológico estaba orientado ante todo a explicar los privilegios de la Madre de Dios que se compendiaban en sus grandes títulos [41]. Debía llegar el Concilio y el magisterio pontificio de Pablo VI y de Juan Pablo II, para que la Mariología buscara sus bases no tanto en la especulación teológica como en la Palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura [42].

Este fue el camino seguido por san Juan Pablo II durante todo su pontificado, para que la Iglesia llegara a comprender en profundidad la doctrina es decir, la verdad de la intercesión y mediación materna de la Santísima Virgen, histórica y multisecularmente manifestada en el recurso filial del pueblo cristiano a Ella. Como explica el rector de la Facultad “Marianum”, la historia de  los dogmas y de la teología enseña que la Iglesia, después de largas y sufridas discusiones, define una doctrina que entiende plenamente contenida en la divina Revelación [43]. En esta perspectiva, se comprende que no hayan arribado a buen puerto los movimientos que promovieron y promueven la definición dogmática de los citados títulos marianos.

En este orden de cosas podemos plantearnos esta pregunta: ¿sería la definición dogmática de la doctrina de la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen, el camino seguro que, arraigando en la vida de la Iglesia, facilitara la comprensión del misterio de su intercesión y mediación maternales? Muchos pastores, teólogos y fieles lo consideran así.

Para ahondar en su conveniencia, es oportuno considerar, ante todo, que el Magisterio mariano de Juan Pablo II –ningún Papa dedicó tanto tiempo a la catequesis mariana [44]- ha constituido una preciosa verificación de que, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos [45].

En efecto, siguiendo las pautas señaladas por la Lumen gentium [46] para conocer la “mente” del Romano Pontífice, se puede ver que Juan Pablo II fue el primero que llevó a cabo, como Obispo de Roma, lo que él aconsejaba a todos los obispos de la Iglesia: se necesita nuestra fe, nuestra responsabilidad y firmeza para que el don de Cristo al mundo pueda manifestarse en toda su riqueza. Se refería a una fe que no sólo conserve intacto en la memoria el tesoro de los misterios de Dios, sino que también tenga la audacia de abrir y manifestar de modo siempre nuevo este tesoro a los hombres [47]. Estudiando el magisterio mariano del Pontífice se llega a la conclusión de que el Papa propuso muy frecuentemente, insistentemente y con profundidad cada vez mayor, sirviéndose de palabras  y gestos, la doctrina de la mediación materna de la Santísima Virgen que, como vimos, es expresión de su Maternidad espiritual. La enseñanza de san Juan Pablo II, en definitiva, ha supuesto para la Iglesia una riquísima explicitación de esa función mariana, contenida en la Revelación que Dios ha confiado a la Iglesia.

Por otra parte, es un gozoso hecho que, desde hace no pocos años, se verifica en todas partes, por parte de los fieles (sacerdotes y laicos), un recurso extraordinario a la intercesión de la Madre, en buena medida debido a las apariciones y revelaciones de la Virgen, de las que se tienen noticias en los cinco continentes [48], aunque también a veces por temor y en busca de su protección maternal ante la inminencia de la persecución y quizás de la muerte [49]. En consecuencia, teniendo en cuenta que el Pueblo de Dios cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para expresar su fe (…) y que Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei- que ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios [50], no se ve que haya dificultad alguna para que el Sumo Pontífice declare explícitamente o confirme que la Maternidad espiritual de María es una verdad que pertenece al depositum fidei, puesto que no se puede excluir que en un cierto momento del desarrollo dogmático, la inteligencia tanto de las realidades como de las palabras del depósito de la fe pueda progresar en la vida de la Iglesia, y el Magisterio llegue a proclamar algunas de estas doctrinas también como dogmas de fe divina y católica [51].

8-        El gran peso de las razones a favor

1)       Al clausurar la tercera sesión del Concilio, Pablo VI expuso un principio de comprensión de la misión de la Iglesia que, en la turbulencia que hoy la agita, es un refugio inalterable: el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia [52]. Precisión clave la del Pontífice, desde el momento en que por todas partes se difunden ideas erróneas sobre el Verbo Encarnado y sobre la Iglesia, que comparten el desconocimiento de su naturaleza sobrenatural. El acto pontificio definitorio acerca de la Maternidad espiritual de María, ¿no sería el disparador de un renovado descubrimiento del misterio sublime de la Santísima Virgen y, en consecuencia, del misterio de la filiación de los hombres en Cristo su Hijo (hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo) y, por tanto, del misterio de la Iglesia?

2)       En ese mismo sentido, y en continuidad con lo que acabamos de decir, parece oportuno señalar que, cumplidos cincuenta años del Concilio Vaticano II y moviéndonos en su horizonte doctrinal, es necesario redescubrir y fomentar, a la luz del misterio materno de María, el carácter materno de la Iglesia. El Papa Francisco, como hemos visto en apenas pocos ejemplos, no se cansa de predicar sobre este tema esencial. Como escribió J. Ratzinger, una eclesiología puramente estructural hará degenerar a la Iglesia en un programa de actuación (peligro al que estaría expuesta, también, “la nueva evangelización”). Sólo mediante lo mariano se concreta también plenamente el ámbito afectivo en la fe, y con ello se alcanza la correspondencia humana a la realidad del Logos encarnado [53]. La reafirmación dogmática de la convicción, ya presente en la fe del pueblo de Dios, acerca de María como Madre espiritual de todos los hombres, ¿no llevaría a toda la Iglesia a profundizar en el significado de la vocación bautismal cristiana y de la unidad del pueblo de Dios?

3)       La proclamación de la Maternidad espiritual de María y el ejercicio de su maternal intercesión significaría también, en el plano pastoral, por esas mismas razones, un reforzamiento del sentido de la esperanza cristiana de los fieles. Los obispos latinoamericanos manifestaban su preocupación porque numerosas personas pierden el sentido trascendente de sus vidas y abandonan las prácticas religiosas, y, por otro lado, que un número significativo de católicos está abandonando la Iglesia para pasarse a otros grupos religiosos [54]. A su vez, los obispos europeos diagnosticaban en 2003: los hombres viven hoy sin esperanza.  En la raíz del problema está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como «el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre, por lo que, no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía  silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera [55]. El acto pontificio que proponemos, ¿no supondría también un reforzamiento en los fieles de la comprensión de su identidad de cristianos y, por expresarlo así, una defensa oportuna de los valores que caracterizan el significado de la existencia humana vivida bajo la luz de Cristo, colmada de esperanza y capaz de transmitir esperanza?

4)       La Iglesia del siglo XXI tiene necesidad particular de madres de familia formadas a semejanza de su Madre: generosas hasta el heroísmo, abnegadas hasta el amor a la Cruz, audaces y perseverantes, amantes de la familia y expertas en humanidad. ¿Acaso la proclamación dogmática de la Maternidad espiritual de María no supondría un extraordinario incentivo en las madres cristianas y en todas las mujeres, para despertar la dimensión evangelizadora de su condición personal de hijas de Dios a imagen de Cristo y de María?

5)       Por todo el mundo se difunde la “cultura de la muerte”, en particular el abominable crimen del aborto [56]. Legalizada su práctica en no pocos países, a la conciencia, como advertía san Juan Pablo II, le cuesta cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana [57]. María es esencialmente Madre: del Verbo Encarnado, de todos los hombres y mujeres que habitan la tierra, incluidas aquellas que recurren al aborto. La proclamación dogmática de la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen, ¿no llevaría a una clarificación de las conciencias, de manera que quienes duden si abortar o no busquen a la “Madre del Buen Consejo” y encuentren en ella consuelo y arrepentimiento? Asimismo, las mujeres que han sufrido el drama de un aborto y cargan con su culpa durante toda la vida, ¿no sentirán el alivio de su pena y se acercarán nuevamente al Redentor, mediante la intercesión de la “Madre de Misericordia”, de quien jamás se oyó decir que haya abandonado a uno de sus hijos? [58].

6)       Conviene recordar las lecciones de la historia: ella enseña que, pese a ciertas apariencias en contrario, ha sido siempre una situación de amenaza para la Iglesia la que ha conducido a la formulación de los dogmas [59]. Actualmente la Iglesia sufre el embate de la “ideología de género” y de un laicismo confesional, agresivo e intolerante, que pretende borrar la idea misma de Dios y destruir la familia, Iglesia doméstica y célula primordial de la sociedad. Asimismo, el fundamentalismo musulmán es en distintos lugares de la tierra una gran amenaza para nuestros hermanos en la fe, de los cuales se cuentan por millares los que por ella han dado su vida o han debido exiliarse de sus patrias. La definición dogmática de la Maternidad espiritual de María, ¿no provocaría el redescubrimiento de la divina grandeza de la maternidad de la mujer, frente a las ideologías que pretenden anularla? A su vez, teniendo en cuenta que las personas que profesan serenamente la religión musulmana manifiestan un respeto y cariño especiales a la Madre de Jesús, ¿no contribuiría su exaltación a un entendimiento mayor con los cristianos?

7)       Las definiciones de los dogmas marianos, escribía Journet, se corresponden secretamente con los grandes acontecimientos de la Iglesia [60]. Y después de ilustrar su afirmación con ejemplos de la historia, se adelantaba a nuestro tiempo y en 1954, apenas cuatro años después de la definición dogmática de la Asunción, escribía: la doctrina de la mediación corredentora de la Virgen [61], que quizás será definida el día de mañana, recordará a los cristianos que, a imagen de María, unida al sacrificio redentor que su Hijo ofrecía en el Calvario por toda la humanidad, ellos son invitados, en un universo cada vez más solidario económicamente pero cada vez más dividido espiritualmente, a ser en Cristo y por Cristo con toda la Iglesia, no solamente miembros “salvados”, sino miembros “salvadores” de este mundo contemporáneo que les es hostil y de los millones de almas que encierra [62]. Siendo la nueva evangelización un proyecto apostólico de gran aliento y de dimensiones universales, que ha de ser llevado a la práctica por todos los cristianos, ¿no encontraría un fuerte punto de apoyo y una fuente de desarrollo, en la firme convicción de fe de contar para su realización con la eficaz intercesión de la Madre de la Iglesia y de cada uno de los fieles?

8)       “¡Abrid las puertas a Cristo!”, exclamaba Juan Pablo II al comenzar su pontificado. Nadie pudo prever entonces, ni cómo ni cuándo tendría lugar esa deseada apertura al Verbo Encarnado y a la Iglesia, de los países dominados por el comunismo, en los cuales hoy vive la Iglesia en libertad. El acto pontificio del que estamos tratando, al mismo tiempo que solemne expresión de gratitud de la Iglesia para con su Madre, ¿no aparece como prenda de la anhelada cooperación de la Iglesia con María, para acometer la nueva etapa de la evangelización?

9)       Vivimos en un tiempo de “pensamiento débil”, de un subjetivismo que todo lo relativiza y, simultáneamente, la nuestra es una época de credulidad, en la que encuentran su lugar, como verdades de fe, fantasías asombrosas. Muchas personas sedientas de certeza, ¿cabe dudar de que se acercarán a la Iglesia atraídas por la seguridad del Magisterio infalible, que garantice la realidad divina de la Maternidad espiritual de la Virgen, de su amable cercanía a todos los hombres?

10)     Comentando el sentido del dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo, Joseph Ratzinger entendía que la fuerza motriz decisiva en esta definición fue el culto a María; que el dogma, por así decir, tiene su origen, su fuerza motriz y también su objetivo no sólo en el contenido de una proposición, cuando más bien en un homenaje, en un acto de exaltación [63]. María, con su cariño materno, atrae a multitudes en todos los sitios. ¿No debería la Iglesia –“es de bien nacidos ser agradecidos”- corresponder a sus desvelos con el acto que proponemos?

11)     En la religión judía, María no tiene significación. No obstante, ¿acaso no supondría un estímulo importante para su conocimiento y estudio, si el Papa Francisco, que fomenta incansablemente el diálogo judeo-cristiano, propone con el mayor grado de solemnidad, la Maternidad espiritual de todos los hombres de la Hija de Sión?       

9-        Tiempo de superar por elevación los inconvenientes

1)       Dejemos la palabra al Papa emérito Benedicto XVI, que expone la primera aparente dificultad que ofrece un acto como el que estamos proponiendo. Subrayamos los aspectos que nos parecen relevantes para nuestro tema.

Cuando se estaba muy cerca de la definición dogmática de la asunción en cuerpo y alma de María al cielo, se pidieron las opiniones de todas las facultades de teología del mundo. La respuesta de nuestros profesores fue decididamente negativa. En este juicio se hacía notar la unilateralidad de un pensamiento que tenía presupuestos no sólo históricos, sino incluso historicistas. La tradición venía a ser identificada con lo que era documentable en los textos. El patrólogo Altaner, profesor de Würzburg –pero a su vez procedente de Breslau- había demostrado con criterios científicamente irrebatibles, que la doctrina de la asunción en cuerpo y alma de María al cielo era desconocida antes del siglo V: por tanto, no podía formar parte de la ‘tradición apostólica’, y este fue el dictamen compartido por todos los profesores de Munich. El argumento es indiscutible, si se entiende la tradición en sentido estricto como la transmisión de contenidos y textos documentados. Era la postura que sostenían nuestros profesores. Pero si se entiende la tradición como el proceso vital, con el que el Espíritu Santo nos introduce en toda la verdad y nos enseña a comprender aquello que al principio no alcanzamos a percibir (cf. Jn 16, 12s), entonces el ‘recordar’ posterior (cf. Jn 16, 4) puede describir algo que al principio no era visible y que, sin embargo, ya estaba en la palabra original [64].

2)       Salvatore Perrella, rector de la Facultad “Marianum”, estudiando la posibilidad de definir dogmáticamente la mediación de la Virgen, se hacía una pregunta que hay que considerar: ¿puede una doctrina que no está plenamente madura, ser objeto de definición dogmática, en un tiempo (…) de desencanto o de cansancio ecuménico? [65]. Dicho de otra manera, ¿cómo afectaría al ecumenismo la definición de la Maternidad espiritual de María?, aspecto que ya había sido considerado en el voto de Czestokowa de 1996 [66].

En lo que respecta al diálogo con los protestantes, hay que tener en cuenta que el abismo que separa ambas realidades se ha hecho demasiado profundo. (…) Realmente hay que constatar que el protestantismo ha dado pasos que más bien lo alejan de nosotros: con la ordenación de mujeres, la aceptación de uniones homosexuales y cosas semejantes. Hay también otras posturas éticas, otras conformidades con el espíritu de la actualidad que dificultan el diálogo. Naturalmente, al mismo tiempo hay en las comunidades protestantes personas que tienden vivamente hacia la auténtica sustancia de la fe y que no aprueban esta actitud de las grandes Iglesias [67].

Las cosas son distintas en la relación de la Iglesia Católica con la Ortodoxa [68] y, particularmente, por la fe y la piedad marianas que distinguen a estas Iglesias hermanas. Lo que es obligatorio como doctrina dogmática para todos los ortodoxos, dice el teólogo ortodoxo A. Stawrowsky, son las siguientes definiciones de la Iglesia sobre la Santísima Virgen María: 1.- Ella es Madre de Dios y no sólo Madre de Cristo: Theotokos, según la definición del III  Concilio ecuménico de Éfeso, del 431. 2.- Ella es siempre Virgen. (…) 3.- Ella es la intermediaria del género humano ante su Hijo, según la definición del IV Concilio ecuménico [69].

Esta coincidencia doctrinal anima a continuar con particular esperanza el diálogo ecuménico con la Iglesia Ortodoxa: según la lógica de su  corazón materno, presagiaba Juan Pablo II, Ella nos ayudará a hallar el camino del acuerdo mutuo entre el Occidente católico y el Oriente ortodoxo [70]. La profunda piedad hacia la Madre de Dios, nos ha llevado a un profundo acuerdo entre católicos y ortodoxos sobre el valor de la presencia de María en la vida cristiana [71]. El Concilio Pan-ortodoxo que se prepara actualmente [72] es, ciertamente, una gran esperanza: teniendo en cuenta que para esas Iglesias las decisiones del Concilio son infalibles [73], ¿no cabe esperar que la unidad buscada cristalice, al menos, en un acuerdo para honrar definitivamente a la Madre de Dios como Madre nuestra?

10-      Consultar al pueblo cristiano

Es conocida la disputa sostenida en su tiempo por John H. Newman, a raíz de un artículo que publicó en el Rambler. Con ejemplos tomados de la historia, el futuro Cardenal defendía la importancia de consultar a los laicos cuando se prepara una definición dogmática. ¿Por qué? La respuesta es inmediata: porque el cuerpo de los fieles es uno de los testigos del carácter tradicional de la doctrina revelada, y porque dicho consensus a través de la Cristiandad, es la voz de la Iglesia Infalible [74].

El Beato Newman, cuyo pensamiento influyó no poco en la eclesiología del Concilio Vaticano II, en particular por lo que se refiere a la doctrina del sensus fidelium consagrada en la Constitución Lumen gentium [75], explicaba que al prepararse una definición dogmática, el laicado tendrá un testimonio para dar; pero si hay una instancia en la que debería ser consultado, es respecto de doctrinas concernientes directamente a lo devocional. (…) El pueblo fiel tiene una especial función en lo que respecta a aquellas verdades doctrinales relacionadas con lo cultual. (…) Y la Santísima Virgen es preeminentemente objeto de devoción, razón por la cual, repetimos, aun cuando los Obispos ya se habían pronunciado favorablemente a favor de su absoluta impecabilidad (se refiere a la consulta que hizo Pío IX antes de definir la Inmaculada Concepción), el Papa, no contento con esto, quiso conocer el parecer de los fieles [76].

En la oportunidad de realizar un acto extraordinario de magisterio acerca de la doctrina de la Maternidad espiritual de María, el camino señalado por Newman se presenta como muy necesario: por el valor teológico del consensus fidelium y también por la fina sensibilidad de la responsabilidad que tienen los laicos en la Iglesia, cultivada durante este medio siglo post conciliar. Los medios de comunicación actuales permitirían hoy realizar una extraordinaria consulta mundial, para conocer el parecer de los fieles antes de realizar el acto al que nos referimos.

11-      La ley del progreso mariano, al servicio del progreso en el anuncio de la fe y en la misión evangelizadora

Es natural preguntarse –más todavía en este tiempo en el que vivimos bajo la dictadura del relativismo [77]- cuál será la reacción que provocará, ad extra y ab intra Ecclesiae, un acto de magisterio solemne pontificio, infalible por su naturaleza.

No es aventurado decir que, para los que pertenecen a otras confesiones distintas de la Iglesia Católica y viven en la lógica de la tolerancia racionalista, resultará un acto intolerable. En consecuencia, el Papa será atacado por todos los medios de comunicación “tolerantes”. Pero bien sabe Francisco, al igual que su antecesor y que todos los Obispos de Roma, que la Iglesia, el cristiano y sobre todo el papa, debe contar con que el testimonio que tiene que dar se convierta en escándalo, no sea aceptado, y que, entonces, sea puesto en la situación de testigo, en la situación de Cristo sufriente [78].

Se puede adelantar, por otra parte, que en el seno de la Iglesia ha de verificarse la “ley del progreso mariano”, de la que el Cardenal Journet escribió en su obra cumbre. La densidad de la cita justifica su extensión.

Por la identidad que existe entre María y la Iglesia, el gran teólogo suizo hacía ver que, por un destino a la vez trágico y grandioso, los progresos de la piedad mariana y eclesial, a medida que son más necesarios a la Iglesia,  obligada a tomar una conciencia sin cesar más neta de su diferencia específica por la cual ella es la sal de la tierra, corren el riesgo al mismo tiempo de separar más y más a los pueblos que ella tiene la misión de evangelizar.

Las definiciones dogmáticas sobre la Virgen y la Iglesia (…) tienen el efecto, por un lado, de reunir las fuerzas vivas de la Iglesia cara a los supremos combates y, por otro, de alejarla cada vez más de un mundo en el que su ley es vivir -“Padre, no te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn 17, 15)- para llevarle la sangre de la redención.

Aquí abajo, la ley de lo sobrenatural es no poder comenzar a reunir si no es venciendo muchas resistencias. Desde el principio, Cristo no puede anunciar el sacramento por excelencia de la unidad de su Iglesia, sin aumentar las divisiones: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos lo dejaron y no fueron más con Él” (Jn 6, 66).

La misma ley continúa rigiendo en la Iglesia. Hace falta comprender con suficiente magnanimidad que, cuando se preparan nuevas definiciones dogmáticas del magisterio solemne, muchos cristianos, que a pesar de todo permanecerán fieles a su fe católica hasta el final, se dejarán sin embargo invadir y se sentirán heridos por consideraciones “demasiado humanas”, de las que ninguno de nosotros puede creerse totalmente eximido. Cuando tratan de pensar individualmente, los vemos dividirse en dos grupos extremos.

Unos, en los cuales el celo no está incontaminado, se exaltan pensando poder lanzar al mundo nuevos desafíos, con el fin de agravar su situación y de precipitar su catástrofe. Otros, lamentan que se agrande el desgarrón por el que la Iglesia se separa no solamente del  mundo, sino también de las Iglesias disidentes; se afligen por lo que se atreven a llamar un endurecimiento progresivo de la revelación evangélica, y lloran con toda la sinceridad de sus corazones, debido a la inoportunidad de nuevas definiciones.

Solamente la contemplación de la ley trágica y grandiosa del progreso del reino de Dios en el tiempo, es capaz de levantar el corazón de los cristianos, por encima de estas dos formas contrarias de error. La Iglesia, que no está hecha de nuestros defectos y lleva al Espíritu Santo, sabe adónde va. Ninguno de sus hijos lo sabe plenamente; solamente Dios, que es Maestro de la historia y de la marcha de la Iglesia [79].

12-      De la Iglesia en Latinoamérica

En este tiempo de especial prueba que le ha tocado vivir a la Iglesia y al mundo, la “ley del progreso del reino de Dios en el tiempo”, según escribía Journet, no puede no considerar el papel que tendría la Iglesia que vive en Latinoamérica.

En efecto, el precioso tesoro –así lo calificó Benedicto XVI- que ella posee es la piedad popular, de la cual trató extensamente el Documento de Aparecida [80] y encuentra su más hermosa manifestación en la devoción a María Santísima: ella se ha hecho parte del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando profundamente en el tejido de su historia y acogiendo los rasgos más nobles y significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los santuarios esparcidos a lo largo y ancho del Continente testimonian la presencia cercana de María a la gente y, al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que los devotos sienten por ella. Ella les pertenece y ellos la sienten como madre y hermana [81].

Una expresión no menor de este sentimiento mariano colectivo, fue la petición que la totalidad de los obispos mexicanos elevó al Papa Pío XII el 14 de octubre de 1954, pidiendo la definición dogmática de la Maternidad espiritual de María. Volvieron a insistir ante Juan XXIII el 16 de octubre de 1959 [82], una vez anunciada la convocatoria del Concilio Vaticano II. Como es sabido, no entraba en las intenciones del Concilio definir dogmas.

Aun castigados muchos países de América Latina por distintas manifestaciones de violencia y hostigados por fuerzas disgregadoras de la familia, la piedad popular sigue siendo en sus gentes una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia. Por eso, la llamamos espiritualidad popular [83]. María Santísima, Reina de la familia y Reina de la paz, ¿no esperará de la sabiduría de sus hijos latinoamericanos que, en el próximo Sínodo sobre la Familia, propongan a Francisco, hijo de la piedad mariana bajo la cual nació, creció y que fomentó con ardor, proclamar solemnemente a María, Madre espiritual de los hombres, para la gloria de Dios y el bien de la Iglesia y de toda la humanidad?

* * * * * *

La hora de la Cruz y la de la Resurrección, siempre contiguas e inseparables en la historia de la Esposa de Cristo, han sido también, en todo momento, horas de recogimiento en torno a Nuestra Madre Santa María.

Quiera Dios que, al exaltar la Iglesia solemnemente en nuestros días la amorosa Maternidad espiritual de la Señora, y su incansable y todopoderosa Mediación por nosotros ante su Hijo, resuene eficazmente en la conciencia de los cristianos, y a través de ellos, en toda la Humanidad, el eco de su buen consejo: “Haced lo que Él os diga”.

Que Él bendiga asimismo nuestros deseos y nuestras acciones en honor de su Madre, que es también ¡Madre nuestra, Madre nuestra, Madre nuestra!

Jaime Fuentes, opusdei.org/

Notas:

34.    D. BERTETTO, Maria la Serva del Signore. Mariologia, Nápoles 1988, pp. 539-540, cit. en J.L. BASTERO DE ELEIZALDE, Virgen singular. La reflexión teológica mariana en el siglo XX, Madrid 2001, p. 223s. Como se sabe, Pablo VI, en la Ex. Ap. Signum magnum, (13-V-1967) salió al cruce de quienes pensaban que el culto a la Virgen podría ir en desmedro de la centralidad de la liturgia o del movimiento ecuménico. En este documento, refiriéndose a la maternal función de cooperadora en el nacimiento y en el desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos que desarrolla María, concluyó: Ésta es una muy consoladora verdad, que por libre beneplácito del sapientísimo Dios forma parte integrante del misterio de la humana salvación: por ello ha de mantenerse como de fe por todos los cristianos (13-V-1967, n. 8).

35.    J.L. BASTERO DE ELEIZALDE, Virgen singular, o.c., p. 236ss, en que explica con detalle este tema. Vid. tb. R. LAURENTIN, Pétitions internationales pour une définition dogmatique de la médiation et la corédemption, en Marianum 48 (1996) pp. 446ss. I. CALABUIG, O.S.M., Un dossier inedito: gli Studi di due Commisioni Pontificie sulla definibilità della mediazione universale di Maria, en Marianum 133 (1985) I-II, pp.10ss.

36.    M. GARRIDO BONAÑO, O.S.B, El culto a la Virgen María en las Actas del Concilio Vaticano II, en La Mariología desde el Vaticano II hasta hoy, en Estudios Marianos, vol. LVIII (1993), p. 13. Vid. tb., J.A. RIESTRA, María en la vida de la Iglesia y de los cristianos (Redemptoris Mater nn. 25-49), en Scripta Theologica (1987), XIX 3, p. 672.

37.    Vid. M.I. MIRAVALLE, El Dogma y el Triunfo, México 1998. Y la página web del movimiento: www.fifthmariandogma.com. Vid. tb., J. FERRER ARELLANO, La Mediación materna de la Inmaculada, esperanza ecuménica de la Iglesia. Hacia el quinto dogma mariano, Madrid 2006.

38.    Vid. J. FUENTES, Todo por medio de María, o.c., pp. 188s.

39.    Vid. J.L. BASTERO DE ELEIZALDE, Virgen singular, o.c., pp. 248ss.

40.    Cfr. L’Osservatore Romano, edición en español, 13-VI-1997, p. 12.

41.    J. RATZINGER-H.U. VON BALTHASAR, María, Iglesia naciente, Madrid 1999, p. 33.

42.    El cardenal Ratzinger hacía notar, refiriéndose a la Redemptoris Mater, el nuevo planteamiento de la mariología que ha escogido el Papa: no se trata de desplegar ante nuestra contemplación asombrada misterios que descansan sobre sí mismos, sino de entender el dinamismo histórico de la salvación, que nos engloba, nos asigna nuestro lugar en la Historia, dando y exigiendo. María no está, ni simplemente en el pasado, ni sólo en lo alto del cielo, asentada en el ámbito reservado de Dios; está aquí y sigue presente y activa en el actual momento histórico; es aquí y ahora una persona que actúa. Su vida no está sólo detrás de nosotros, ni simplemente sobre nosotros; como el Papa subraya continuamente, nos precede. Nos explica nuestro momento histórico, no mediante teorías sino actuando, mostrándonos el camino a seguir (Ibid., p. 33s).

43.    S.M. PERRELLA, Impronte di Dio nella storia. Apparizioni e Mariofanie, Padova 2011, p. 263.

44.    S.M. PERRELLA, Juan Pablo II, el Papa de la “mediación materna” de la Madre del Redentor, en la Presentación a J. FUENTES, Todo por medio de María, o.c., p. 15.

45.    CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 66.

46.    Vid. Const. dogm. Lumen gentium, n. 25.

47.    JUAN PABLO II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Buenos Aires 2004, p. 178s.

48.    Cfr. Actas del 22º Congreso Mariológico-Mariano Internacional, celebrado por la PAMI en Lourdes (2008) sobre las apariciones de la Virgen.- Ya en 1991 la revista TIME, nada sospechosa, por cierto, de partidismo católico, advertía el fenómeno del crecimiento de la devoción mariana en el mundo. En el último número de ese año, la revista tituló su cover-story, The search for Mary. Entre otras cosas escribía: Aunque la presencia de la Virgen ha empapado a Occidente durante centenares de años, todavía queda sitio para admirarla, ahora tal vez más que nunca (...) Un renacimiento popular de la fe en la Virgen se está dando a lo largo de todo el mundo. Millones de devotos llenan sus santuarios, muchos de ellos gente joven (p. 49). Y más adelante: Cualquiera que sea el aspecto de María que la gente prefiera destacar y abrazar, es seguro que todos los que la buscan encuentran en ella algo que sólo una madre santa puede dar (p. 52).

49.    “Durante la fiesta de la Asunción en la ciudad kurda de Erbil, principal objetivo del Estado Islámico, los cristianos la celebraron desvelando una enorme Virgen María situada sobre una columna a una altura de quince metros. Para que vea, para que proteja a los cristianos y para que sepan que allí están ellos. A escasos kilómetros del frente, la Virgen ha dado ánimo a una comunidad cansada y aterrada y sirve ahora como una fuente de esperanza. Una imagen que además gira sobre sí misma para poder mirar a todas las direcciones para hacer presente que ella está en todas partes y que no abandona a sus hijos. El proyecto llevaba planeado mucho tiempo y justamente se ha podido inaugurar cuando la situación es más extrema. Un cristiano local dice que “ahora todo el mundo sabe que este es un país cristiano”. (Religión en libertad, 27-8- 2014). (Descargado, 28-8-2014).

50.    FRANCISCO, Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 119.

51.    CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei, 29-VI-1998.

52.          PABLO VI, Discurso en la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, 21-XI-1964, en Concilio Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, Madrid 1966, p. 1037.

53.          J. RATZINGER, María, Iglesia naciente, o.c., p. 19. El autor continúa: En este punto veo yo la verdad de la expresión “María, vencedora de todas las herejías”: donde se da ese enraizamiento afectivo, existe la vinculación “ex toto corde” –desde el fondo del corazón- con el Dios personal y su Cristo y resulta imposible la refundición de la cristología en un “programa” de Jesús, que puede ser ateo y puramente material: la experiencia de estos últimos años corrobora hoy de manera asombrosa lo acertado de estas viejas palabras.

54.          CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Documento conclusivo de Aparecida, 2007, n. 98 f).

55.          JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in Europa, 28-VI-2003, n. 9.

56.          Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 6 y Enc. Evangelium vitae, 25-III- 1995.

57.          Enc. Evangelium vitae, n. 4.

58.          Cfr. oración Acordaos.

59.          M. SCHMAUS, La Verdad, encuentro con Dios, Madrid 1966, p. 135.

60.          Ch. JOURNET, o.c., p. 144.

61.          La utilización del término “corredención” para señalar el papel de la Virgen en la obra salvífica de su Hijo, es un tema sobre el que existen opiniones diversas: vid., por ej., J. GALOT, Maria. La donna nell’opera della salvezza, Roma 1991, pp. 239-292, en el que estudia y defiende esta prerrogativa mariana. También, en otro sentido, J. RATZINGER, La sal de la tierra, Madrid 1997, p. 195s. Journet, gran teólogo, seguramente hablaría hoy de la doctrina de la mediación materna de María, incluyendo en ella su corredención.

62.          Ch. JOURNET, o.c., p. 145. Destacado nuestro.

63.          J. RATZINGER, La Figlia di Sion. La devozione di Maria nella Chiesa, Milano 1979, p. 70, cit. en P. BLANCO, María en los escritos de Joseph Ratzinger, en Scripta de María 5 (2008) pp. 309-334.

64.          BENEDICTO XVI, Mi vida. Recuerdos 1927-1997, Madrid 1998, cit. en P. BLANCO, María en los escritos… o.c., p. 322.

65.          S. PERRELLA, Impronte di Dio..., cit., p. 263.

66.          Vid. supra.

67.          BENEDICTO XVI, Luz del mundo, o.c., p. 107.

68.          Vid. Ibidem, pp. 99-104.

69.          A. STAWROWSKY, La Sainte Vierge Marie. La doctrine de L’Immaculée Conception, Mar 1973, 37-38, cit. en J. GALOT, Maria, la donna… o.c. p. 381.

70.          JUAN PABLO II, Discurso a los Cardenales de todo el mundo, convocados para el Consistorio extraordinario, 13-VI-1994, en www.vatican.va (Descarga 16-VII-2012).

71.          J. GALOT, o.c., p. 380.

72.          Vid. el sitio web oficial de la Iglesia Ortodoxa rusa: www.mostpat.ru

73.          BENEDICTO XVI, La sal de la tierra, o.c., p. 195.

74.          J. H. NEWMAN, Los fieles y la tradición, Buenos Aires 2006, p. 63.

75.          Vid. Lumen gentium, n. 12.

76.          J. H. NEWMAN, o.c., p. 110s. Destacado nuestro.

77.          Vid. BENEDICTO XVI, Luz del mundo, o.c., pp. 104ss.

78.          Ibidem. p. 22

79.          Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarnée, II, París 1951, p. 430s.

80.          Cfr. Documento conclusivo, ns. 258-265.

81.          Ibidem, n. 269.

82.          Los textos respectivos, en latín, se encuentran en La Maternidad espiritual de María. Estudios Teológicos. Comisión Nacional pro definición dogmática de la Maternidad espiritual de María. Insigne y Nacional Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, 1961.

83.          Documento conclusivo, n. 263.

Jaime Fuentes

1-        Un tiempo de singular esperanza mariana

Cuando comenzaba el vigésimo quinto año de su pontificado, el 16 de octubre de 2002, san Juan Pablo II entregó a la Iglesia una preciosa Carta Apostólica [1] en la que suplicaba –es el verbo exacto- a todos sus miembros, a redescubrir y rezar el Rosario. Las intenciones que movían al Papa a clamar por esa oración tenían una urgencia que, transcurridos más de diez años de su llamamiento, no ha hecho sino aumentar: la causa de la paz en el mundo y la de la familia [2].

El santo pontífice albergaba en su alma una grave preocupación, que sólo la intercesión materna de María, mediante la oración del Rosario, podría trocar en esperanza: en efecto, escribía, las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en un futuro menos oscuro [3].

Por la extrema gravedad de lo que estaba en juego, después de pedir encarecidamente a los obispos, sacerdotes y diáconos; a los teólogos, a los consagrados y consagradas, a las familias, a los ancianos y a los enfermos, a los jóvenes…, a todos, que rezaran el Rosario, Juan Pablo II terminaba la Carta suplicando: ¡Que este llamamiento mío no sea en balde! [4]

¿Quién podría juzgar si el eco que obtuvo fue el que pretendía? Seguramente sí, en tantos cristianos. Pero es también innegable que día a día es mayor la cerrazón de nuestro presente: ¿alguien habría imaginado siquiera, las tragedias que hoy sufren millones de cristianos en todo el mundo, a causa de injustas contradicciones y duras persecuciones de matriz oscuramente religiosa, social o política?

Por lo que respecta a la familia, en aquella misma Carta sobre el Rosario, Juan Pablo II daba la voz de alerta frente a las fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. Insistía en la necesidad de fomentar el Rosario en las familias cristianas (…) para contrarrestar los efectos desoladores de esta crisis actual [5]. Dada la elocuencia del texto y la evidencia de los hechos, resulta quizás innecesario glosar, en las circunstancias actuales, estas palabras.

Desde otra perspectiva, la que mira al interior de la Iglesia, nuestro presente está también marcado por una negrura que pareciera no tener fin. Se advierte de muchos modos; por ejemplo, en el dolor y el desconcierto que provocan los casos de pedofilia protagonizados por miembros del clero. Con palabras de Benedicto XVI en 2010, hay que decir que es una gran crisis. (…) Realmente ha sido casi como el cráter de un volcán, del que de pronto salió una nube de inmundicia que todo lo oscureció y ensució, de modo que el sacerdocio, sobre todo, apareció de pronto como un lugar de vergüenza, y cada sacerdote se vio bajo la sospecha de ser también así[6]. Estos casos, que siguen apareciendo aquí y allá, son causa, entre sus muchos efectos dañinos, de una sensible pérdida de credibilidad en la Iglesia.

En medio de este triste cuadro, y de manera por completo inesperada –nadie había pensado en la renuncia de Benedicto XVI hasta que él la anunció- llega a la Iglesia un nuevo Papa, desde el fin del mundo, según sus propias palabras. Con una mínima maleta de viaje, el nuevo sucesor de Pedro trae en su corazón un profundo amor a la Virgen: para Ella, Salus Populi Romani, será la primera visita, al día siguiente de su elección como Obispo de Roma. Y, como quien tiene incorporada a su vida ordinaria la certeza de su intercesión materna,  a esa “casa” volverá para rogarle por alguna necesidad importante o para agradecerle su ayuda: en frecuentes ocasiones, durante dos años  de pontificado, el Papa Francisco ha acudido privadamente a rezar a Santa María la Mayor. Y ha transmitido así a los fieles un renovado aliento de esperanza en nuestra Madre.

En julio de 2013, pasados apenas cuatro meses de su elección, su primer viaje fuera de Italia es al Brasil, para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Por el número de jóvenes del mundo entero que se desplazaron a Río y por la acogida llena de cariño que dispensaron al Papa, fue un viaje ciertamente histórico, pero, a nuestro juicio, la JMJ también lo fue en el sentido que aquí nos interesa, porque en ella, mediante palabras y gestos, Francisco dio a conocer con nitidez su hondo espíritu mariano.

2-        Siguiendo siempre la estela de María

El día 27 de julio de 2013, reunido con los obispos brasileños, el Papa se explaya hablando de la Madre de Dios y de su misterio y, por la unión inseparable que existe entre la Virgen y la Iglesia, explicando el modo en que ésta debe vivir a la luz del misterio de María.

Su punto de arranque fue la historia de la Virgen de Aparecida, Patrona del Brasil, cuya imagen, partida en dos, fue rescatada en un río por unos pescadores… Dijo Francisco: Hay aquí una enseñanza que Dios nos quiere ofrecer.

Su belleza reflejada en la Madre, concebida sin pecado original, emerge de la oscuridad del río. (…) Los pescadores no desprecian el misterio encontrado en el río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran las partes del misterio. Esperan la plenitud. Y ésta no tarda en llegar. Hay algo sabio que hemos de aprender. Hay piezas de un misterio, como partes de un mosaico, que vamos encontrando. Nosotros queremos ver el todo con demasiada prisa, mientras que Dios se hace ver poco a poco. También la Iglesia debe aprender esta espera.

La enseñanza del Papa puede tener, a mi juicio, dos legítimas lecturas. La primera de ellas, de carácter pastoral, se podría expresar así: es necesario cultivar la paciencia en la labor apostólica, sin pretender recoger rápidamente los frutos de nuestro trabajo. La segunda, de orden más teológico, podría entenderse como aplicación de una consideración que hacía Benedicto XVI acerca del desarrollo de la fe mariana de la Iglesia: Existe la historia en la fe. (…) La fe se desarrolla. Y eso incluye también justamente la entrada cada vez más fuerte de la Santísima Virgen en el mundo como orientación para el camino, como luz de Dios, como la Madre por la que después podemos conocer también al Hijo y al Padre [7].

Continuaba Francisco explicando vivamente la relación que existe entre el misterio de Dios, dado a conocer por medio del reflejo de su Madre, y su acogida por parte de la fe de la gente sencilla, manifestada en la piedad popular: Los pescadores llevan a casa el misterio. La gente sencilla siempre tiene espacio para albergar el misterio. Tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por el corazón.

Los pescadores, una vez compuesta la imagen de la Madre encontrada en el río, “agasalham”, arropan el misterio de la Virgen que han pescado, como si tuviera frío y necesitara calor. Dios pide que se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón. Después, los mismos pescadores llaman a sus vecinos para que admiren el misterio de la Virgen, reflejo de la belleza de Dios. Sin la sencillez de su actitud, reflexionaba el Papa hablando a los obispos sobre el trabajo pastoral, nuestra misión está condenada al fracaso [8].

También san Juan Pablo II había expresado en distintas ocasiones, desde el comienzo de su pontificado, la misma idea: María nos lleva al misterio de su Hijo y del amor del Padre. Por ejemplo, en su segunda encíclica, Dios es rico en misericordia, explicando que el amor de Dios se revela por medio de María, que ha hecho con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina, hacía considerar que tal revelación es especialmente fructuosa porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre [9].

Palabras y gestos. De esta manera Dios se ha revelado a los hombres [10] y, análogamente, así está dando a conocer el Papa Francisco el lugar que ocupa la Santísima Virgen en la vida de los hombres y de la Iglesia.

El 24 de julio celebró la Misa en el Santuario de Aparecida. Durante la homilía explicó con profundidad y sencillez al mismo tiempo, que la Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús». De ella se aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión siguiendo siempre la estela de María [11].

Al finalizar la Misa llegó el gesto del Papa, expresivo por demás: tomó en sus brazos la pequeña imagen de Nuestra Señora de Aparecida y así, acunándola, salió al balcón exterior de la Basílica, para dirigir unas palabras a la muchedumbre que lo esperaba. Fue muy breve, hizo alguna broma y terminó dándoles la bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, acompañando sus palabras con el movimiento de la imagen. ¿No fue, quizás, un modo elocuente de expresar que por medio de María nos llegan todas las gracias?

3-        Junto a la Madre de la Esperanza, en la cercanía de la Cruz

15 de agosto de 2013, Solemnidad de la Asunción de la Virgen, día de especial alegría en la Iglesia. Durante la Misa que celebró en Castelgandolfo, aun sin perder el buen humor acostumbrado, Francisco tomó pie de la relación indisoluble que hay entre María y la Iglesia, para referirse con extrema claridad a un tema especialmente grave: al combate que la Iglesia debe sostener frente al demonio.

Vivir en la Iglesia significa conjugar en sus diversos tiempos y modos el verbo luchar. La Iglesia, representada en el Apocalipsis por la figura de la mujer, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. No debe sorprender que todos los discípulos de Jesús debamos sostener esta lucha. Pero María no deja solos a sus hijos: María nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. El Papa animó a experimentar la cercanía de la Madre rezando el Rosario, que tiene también, dijo, una dimensión “agonística”, es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

En la fiesta de la Asunción, Francisco alentó de modo particular a mantener viva la esperanza, a los que sufren hoy por su fe: la Virgen los comprenderá como sólo Ella puede hacerlo, pues ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. (…) Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. (…) Por eso me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza (…) porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza [12].

Nos encaminamos hacia la conmemoración del Centenario de las apariciones de Fátima. Bien sabe la Iglesia que Fátima no es “una advocación más” de la Virgen. Lo que ocurrió en 1917 en ese rincón de Portugal, ha sido y continúa siendo como una ventana de esperanza que Dios abre cuando el hombre le cierra la puerta, según lo expresó Benedicto XVI el 13 de mayo de 2010. Bien lo sabía también san Juan Pablo II, que en tres ocasiones viajó a esa “casa” de María…

El 13 de octubre de 2013, aniversario de la última aparición de la Virgen, Francisco hizo en Roma un acto de consagración delante de su imagen, traída desde Fátima. Diez días más tarde, quiso dedicar la Audiencia de los miércoles a mirar a María como imagen y modelo de la Iglesia (…) “en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo”, como se lee en Lumen gentium (n. 63). Dijo el Papa que, así como la fe de María es el cumplimiento de la fe de Israel (…) en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene como centro a Cristo, encarnación del amor infinito de Dios. En el orden de la caridad, así como María llevó a Jesús, la Iglesia también lo hace: esto es el centro de la Iglesia, ¡llevar a Jesús! , exclamaba Francisco. María, modelo de unión con Cristo. Explicó el Papa que María cumplía todas sus acciones en unión perfecta con Jesús. Pero esta unión alcanza su culmen en el Calvario: aquí María se une al Hijo en el martirio del corazón y en el ofrecimiento de la vida al Padre para la salvación de la humanidad [13].

4-        La misión divina de María: ser Madre de Dios y de los hombres

El 1 de enero de 2014, Francisco celebró la Misa en honor de la Madre de Dios, en la Basílica de Santa María la Mayor. Madre de Dios, repitió varias veces en su homilía, saboreando el título principal y esencial de la Virgen María, explicó. Recordó cómo, durante el Concilio de Éfeso, los habitantes de la ciudad se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los obispos, gritando: “¡Madre de Dios!”. ¿Cuál era el significado de esta espontánea exclamación?

Dos respuestas ofreció el Obispo de Roma: Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. La petición estaba motivada por un sentimiento muy natural y sobrenatural: es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Al mismo tiempo, la petición de los fieles significaba algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, subrayó, en su unidad, nunca se equivoca [14]. El reconocimiento de la maternidad divina de María es, pues, un fruto de ese infalible “instinto sobrenatural” de los fieles que desde siempre han disfrutado la certeza de ser realmente hijos de María.

En la misma ocasión, meditando las palabras de Jesús a su Madre al pie de la cruz (cfr. Jn 19, 27), explicaba Francisco que ellas tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. (…) La “mujer” se convierte en nuestra Madre en el momento en que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. A partir de ese momento, la Madre de Jesús es también Madre de los hombres y comienza a cuidar de ellos: en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.

Conmovido y entusiasmado, Francisco terminó la homilía del 1 de enero de 2014 invitando a todos los que llenaban el primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios –la Theotokos- con el título de Salus Populi Romani. (…) a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén.

5-        Madre amorosa de una Iglesia esencialmente evangelizadora

María, Madre de Dios, es inseparablemente Madre de todos los hombres. Y en la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium –que es una cantera de ideas concretas y de sugerencias audaces para recomenzar una nueva etapa en la labor evangelizadora de la Iglesia- la Madre del Redentor de los hombres es, realmente, la Alma Mater de la propuesta ardiente de Francisco: Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora, escribe al finalizar el documento, y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización [15].

El capítulo octavo de Lumen gentium (n. 65) explica cuál es ese espíritu al que se refiere Francisco, cuando afirma que María es ejemplo de aquel amor maternal que es necesario cultivar para dar a luz a Jesucristo en las almas. El Papa dirá ahora que hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño [16].

La Iglesia que impulsa el Papa es una “Iglesia en salida”, de “discípulos misioneros” que no se achican ante las dificultades y, llenos de misericordia en sus actitudes y en sus palabras, saben ir a las “periferias existenciales” para atraer a la Iglesia a muchos que, habiendo conocido a Jesucristo, lo han abandonado.

La “revolución de la ternura”, que el Papa quiere promover en la Iglesia para el bien de todos los hombres, tiene en María su paradigma y su esperanza: Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. (…) Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno [17].

En La alegría del Evangelio, documento programático del pontificado de Francisco, la Virgen Madre de Dios y de los hombres es, naturalmente, la intercesora a la que Francisco confía que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. En Ella fija el Papa la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores. A la Madre que tenemos en el cielo le ruega que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo [18].

6-        Madre de los hombres, dulce y eficaz Mediadora

En otro lugar hemos tenido ocasión de estudiar el riquísimo magisterio mariano que san Juan Pablo II regaló a la Iglesia durante todo su extenso pontificado [19]. La suya fue una preciosa labor de orfebrería en honor de la Virgen: extrayendo del tesoro de la Revelación joyas preciosas –verdades antiguas y nuevas-, con el oro de su amor a Santa María forjó un monumento destinado a perdurar en la Iglesia para siempre. La síntesis de esa maravillosa obra, escribimos entonces, es la mediación maternal, que la Madre de Dios y de los hombres ejerce en favor de sus hijos y, como el propio Juan Pablo II enseñó, el reconocimiento de su función de mediadora está implícito en la expresión “Madre nuestra” [20].

En realidad, en el seno de la fe católica no deja de latir la certeza de que maternidad espiritual y mediación materna son, en María, realidades inseparables. Ambas hunden sus raíces en la específica misión de nuestra Madre en la historia de la salvación, al servicio de la misión redentora de su Hijo.

A lo largo de sus dos primeros años de pontificado, el actual Obispo de Roma ha manifestado también, como sus antecesores, en distintos tonos y de manera constante, su completa confianza en la intercesión materna de María: en concreto, como acabamos de ver, para que dé frutos esta nueva etapa evangelizadora, de tanta amplitud como urgencia, en este tiempo duro en el que se desenvuelve la vida de los hombres y, en concreto, la de tantos fieles cristianos.

Es verdad que en todas las épocas de la historia han crecido juntos  el trigo de la santidad y la cizaña del rechazo de Dios, pero hoy lo vemos de modo realmente tremendo, afirmaba Benedicto XVI durante su viaje a Fátima en el año 2010: la mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia [21]. El tiempo no ha hecho más que verificar, con más y peores ejemplos, estas palabras.

¿Cómo interpretar y paliar estas circunstancias que, como ya dijimos, atentan contra la credibilidad misma de la Iglesia? Pensamos que la respuesta se encuentra en la consideración que hacía el Papa emérito al cumplirse el 40° aniversario del Concilio Vaticano II: María está tan unida al misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo [22]. De la misteriosa identificación entre María y la Iglesia se desprende que ésta sólo podrá adentrarse en los misterios gloriosos, después de haber sufrido con Cristo y con María los misterios de dolor.

Uno de los mayores teólogos del siglo XX, el Cardenal Charles Journet, lo expresaba con profundidad: antes de llegar a tomar plena conciencia de los efectos de la Redención y de poder formularlos explícitamente, la Iglesia debe comenzar por probarlos en su propia carne [23].

La identificación entre María y la Iglesia –la Iglesia ha alcanzado en María la perfección, enseña el Concilio [24]- nos lleva a comprender, según el mismo autor, que para la Iglesia el tiempo es necesario, las pruebas le son necesarias y los “desafíos” que tiene que enfrentar, no sólo de parte de sus adversarios, sino también de la ignorancia, de la torpeza, de la mediocridad, de los pecados de sus hijos. Más aún, incluso, todo el devenir de la historia, sus progresos, sus catástrofes, le son necesarios a la Iglesia, para obligarla a tomar conciencia, en forma progresiva, cada vez más amplia y más explícita de su propio misterio [25].

No en vano el primer capítulo de la Lumen gentium se titula El misterio de la Iglesia. Quizás en estos 50 años hemos tenido poca conciencia de ésta, su naturaleza sobrenatural, y hemos tratado a la Iglesia según nuestras humanas posibilidades, dando culto a Dios según nuestra sensibilidad; hemos trabajado confiando en nuestras propias fuerzas… [26]. Sufrimos ahora un doloroso “caer en la cuenta” del misterio que es la Iglesia y de la íntima relación que la une con su Madre. Así, por medio del dolor, estamos conociendo de alguna manera por vía de conocimiento experimental y afectivo, lo que (la Iglesia) era cuando, frente a  Cristo, se encontraba enteramente recapitulada en María; y también para que ella pueda conocer todo lo que es ahora por María [27].

María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles, escribió Francisco [28]. Y en la homilía antes citada, Benedicto XVI afirmaba con segura esperanza: María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación [29]. A su vez, Juan Pablo II, ya en su primera encíclica, frente al difícil trabajo de llevar el misterio de la Redención a todos los hombres, concluía: ahora nos parece comprender mejor qué significa decir que la Iglesia es madre, y más aún, qué significa decir que la Iglesia tiene necesidad de una Madre [30].

En esta perspectiva, pues, de la identificación de la Iglesia con María y de la necesidad que ella tiene de su intercesión materna para llevar a cabo la nueva evangelización, nos preguntamos: ¿cómo podría nuestra Iglesia sufriente –por los pecados de sus hijos y por la virulencia de los ataques que la acosan- allegarse a la Stella Maris para rogarle monstra te esse Matrem? [31].

Al convocar el Año Mariano de 1987-1988, Juan Pablo II se planteaba, con otras palabras, esta inquietud. Casi al terminar la encíclica Redemptoris Mater, después  de  explicar  que  María  «precede»  constantemente  a  la  Iglesia   en   este camino suyo a través de la historia de la humanidad, hacía ver que, además de recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, en el Año Mariano la Iglesia debería preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación [32]. Dicho de otra manera, el Papa deseaba encontrar para la Iglesia de nuestro milenio el iter tutior [33] que facilite a María el ejercicio de su intercesión materna.

Jaime Fuentes, https://opusdei.org/

Notas:

1.   JUAN PABLO II, Carta Ap. Rosarium Virginis Mariae, 16-X-2002.

2.   Ibidem., n. 6

3.   Ibidem., n. 40. Destacado nuestro.

4.   Ibidem., n. 41.

5.   Ibidem., n. 6. Destacado nuestro.

6.   BENEDICTO XVI, Luz del mundo, Barcelona 2010, p. 30.

7.   Ibidem., p. 172. Destacado nuestro.

8.   FRANCISCO, Discurso al episcopado brasileño, en Río de Janeiro, 27-VII-2013, en w2.vatican.va Todas las citas del Papa Francisco son tomadas de esta fuente.

9.   JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 11. Destacado en el original.

10.    Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 2.

11.    FRANCISCO, Homilía en la Basílica del Santuario de Nuestra Señora de Aparecida, 24-VII-2013.

12.    FRANCISCO, Homilía en Castelgandolfo, 15-VIII-2013. Destacado nuestro.

13.    FRANCISCO, Audiencia, Plaza de San Pedro, 23-X-2013.

14.    FRANCISCO, Homilía 1-I-2014. Destacado nuestro.

15.    FRANCISCO, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 284.

16.    Ibidem., n. 288. Destacado nuestro.

17.    Ibidem. Destacado nuestro.

18.    Ibidem.

19.    J. FUENTES, Todo por medio de María. Juan Pablo II y la mediación maternal de la Santísima Virgen, 2ª. Rosario, Argentina, 2010.

20.    JUAN PABLO II, Audiencia 1-X-1997, en La Virgen María, Madrid 1998, p. 239.

21.    BENEDICTO XVI, Palabras a los periodistas durante su viaje a Portugal, 11-V-2010. En www.vatican.va (Descarga, 6-VII-2012).

22.    BENEDICTO XVI, Homilía en el 40º aniversario del Concilio Vaticano II. En www.vatican.va (Descarga, 6-VII-2012).

23.    CH. JOURNET, Esquisse du dévelopment du dogme marial, Paris 1954, p. 144.

24.    CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 65.

25.    CH. JOURNET, o.c., p. 145. Destacado nuestro.

26.    Vid. Evangelii gaudium, ns. 76-109. Francisco dedica no pocas páginas a este problema.

27.    CH. JOURNET, o.c., p. 145.

28.    FRANCISCO, Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 288.

29.    BENEDICTO XVI, Homilía 40º aniversario, cit.

30.    JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptor hominis, cit., n. 22. Destacado nuestro.

31.    Himno Ave Maris Stella.

32.    JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptoris Mater, cit., n. 49.

33.    Cfr. Himno Ave Maris Stella.

Ricardo Villalba

 

Desarrol            Para Duns Escoto, la contingencia se funda en la misma voluntad divina. La voluntad divina, en cuanto tal, posee la suma perfección. Por ello es capaz, según Escoto, de desear en un mismo acto volitivo objetos opuestos.  Además, en cuanto libre en el más alto grado, no se halla determinada  en  absoluto. Ahora bien, si la creación es resultado del acto de la voluntad libre de Dios, es claro que aquella será contingente. La contingencia de lo creado es un ingrediente inevitable tan pronto se reconozca la labor de una voluntad absolutamente libre [2].

'Contingente' y 'necesario' constituyen, en el pensamiento de Escoto, 'afecciones' o 'modos' del ser (passio entis). La contingencia no debe ser comparada con una mera privación del ser. Sino antes bien,  debe ser vista  como un positivo modo del ser. Además, la contingencia,  en  cuanto  efecto, debe ser considerada como proveniente de la primera causa y no de otra. Nada puede ser considerado como formalmente contingente a no ser por la primera causa.

Ahora bien, cuando se considera al ser necesario,  Escoto sostiene que   la existencia del mismo puede inferirse a partir de la existencia del ser contingente. Es decir, cuando se consideran los modos del ser, de lo menos noble cabe concluir la existencia de lo más noble "si hay  algún  ente  contingente, luego hay un ente necesario” [3].

Sin embargo, de la existencia del elemento más noble del par de  opuestos no cabe inferir la existencia del elemento menos noble. Así, no es  válido afirmar que como existe un ser necesario deba existir también un ser contingente. Por lo tanto, sostiene Escoto, la existencia de un ser  contingente,   al no poder ser derivada de la un ser necesario, ha de ser una verdad primera y no susceptible de demostración: "y por lo tanto parece  que la proposición ‘un ente es contingente’ es verdad primaria y no demostrable” [4]. Escoto utiliza lo  dicho por Avicena para ilustrar que la contingencia es un hecho básico: el filósofo musulmán sostiene que a quienes niegan la contingencia deben sometérseles a tortura, hasta que admitan que podrían no ser torturados [5].

Lo contingente, en el pensamiento del Sutil es fuente de certeza y es evidente por sí. Escoto sostiene que un enunciado contingente como "estamos despiertos" es evidente por sí, inmediato y primero. El enunciado es básico o primero debido a que no puede ser justificado a partir de algo más que no sea    el mismo. En efecto, cabe la posibilidad de que un enunciado sea probado por otro. Sin embargo, cuando se da que el enunciado es evidente por sí, la prueba del mismo es superflua. Así, para mostrar el carácter básico  de  algún  enunciado contingente, Escoto considera dos posibilidades. Si ninguna de ellas se cumple se puede dar el enunciado como básico. Dichas posibilidades son: que el mismo enunciado contingente sea probado por otros enunciados contingentes y a su vez, estos  por otros,  hasta el infinito o que  el enunciado  sea derivado de algo necesario. Ambas alternativas son imposibles, afirma el Sutil:

"[La proposición] ‘estamos despiertos’ es evidente en sí como principio de una demostración, y no es impedimento que sea contingente, porque, como se ha dicho en otro lugar, en lo  contingente se da lo primero y lo inmediato, [pues de lo contrario] o habría un proceso hasta el infinito entre [proposiciones] contingentes o una proposición contingente se seguiría de una causa necesaria, y ambas alternativas son imposibles”[6].

Lo contingente puede dar origen a proposiciones necesarias y ser objeto de ciencia. Así, lo contingente puede dar origen a proposiciones necesarias. Escoto sostiene que hechos contingentes pueden dar origen a verdades necesarias. En efecto, que una piedra caiga o que una persona determinada  ame a Dios, son hechos que podrían no ocurrir. Empero, son base para  verdades necesarias. Así, Escoto sostiene que, por ejemplo, puede ser demostrado que una determinada persona necesariamente debe amar a Dios.  De este modo, es posible que haya conocimiento científico de lo contingente:

“Por tanto digo que sobre lo contingente hay verdades necesarias, porque es contingente que la piedra caiga, y aún sobre el descenso has verdades necesarias, como la tendencia hacia el centro o el descender en línea recta. De igual modo, ‘yo amo a Dios’ es contingente, más aún de esto puede haber verdad necesaria, como que debe amarse a Dios sobre todas las cosas. Y esto se demuestra por lo siguiente: Dios es aquello por encima del cual no se puede pensar nada; por lo tanto es lo supremamente amable, y, consiguientemente, debe ser amado. Así, según esto, puede haber ciencia sobre lo contingente” [7].

En relación a lo contingente Vos considera que Escoto ha roto  la  conexión entre la noción en sentido fuerte de conocimiento con la noción de necesidad. Así también, que ello constituye una auténtica revolución en el  campo epistemológico: “la contingencia es básica y Duns abandona el ‘eterno’ vínculo entre el conocimiento y la necesidad. Este movimiento constituiría una ‘revolucion científica’ en el desarrollo de la epistemología” [8].  Además,  Vos  afirma que Escoto ha roto el marco epistemológico de Aristóteles y, para salvaguardar la posibilidad de la ciencia, como conocimiento excelso, reemplaza dicho marco en función a sus exigencias (y no, por  el  contrario, busca adaptarse a cualquier costo a aquel marco). Por ello el Sutil da entrada a  la contingencia y al pensamiento intuitivo dentro de la ciencia: "En vez  de  adherir a un concepto de ciencia que excluya el  dominio de la contingencia de   la teología, Duns abandona la condición de necesidad” [9].

Por su parte, Tomás de Aquino considera a lo contingente como base de la predicación necesaria y su inclusión como objeto de conocimiento científico.

Para Tomás de Aquino, lo contingente puede ser considerado en dos maneras: en el primer caso, en cuanto contingente, en el segundo, en cuanto vinculado a lo necesario. Pues, sostiene el Aquinate,  no  hay  ser  tan contingente que no contenga en sí algo de necesidad. Considerado en la  primera manera lo contingente es objeto directo de los  sentidos  e  indirectamente del intelecto en cuanto este siempre está conectado  a  la  imagen. Considerado en la segunda manera, lo contingente es tratado por el intelecto en cuanto el mismo considera lo que hay de universal y necesario en aquel. Dice el Aquinate:

"Lo contingente se puede considerar de dos maneras. De un modo en cuanto es contingente. De otro modo, según que en lo contigente intervenga alguna necesidad; en efecto, no hay ser tan contingente que no contenga en sí alguna necesidad. Como que Sócrates corra es contingente en sí mismo; más que la carrera se relacione al movimiento es necesario, por lo que, si Sócrates corre, se mueve” [10].

Toda ciencia, en cuanto tal, opera con lo necesario sin embargo, cuando se considera el objeto den12 la misma, puede ser posible que la ciencia, opere con  lo necesario sobre realidades contingentes:

“… si se atienden a las razones universales de lo que puede ser conocido, toda ciencia versan sobre lo necesario. Pero si se atiende a las mismas cosas [sobre las que versa la ciencia] así una ciencia trata sobre lo necesario y otra sobre lo contingente” [11].

Tomás de Aquino afirma que incluso en las cosas sometidas a la temporalidad hay nociones necesarias. En efecto, las mismas son objeto de conocimiento científico. Prueba de ello es la posibilidad de la Física.

El hecho de que lo contingente y lo necesario sean géneros diversos no obsta a que sean considerados bajo la misma consideración, a saber, en  relación al ser y a la verdad. En función a dicha relación es como son aprehendidos de manera distinta por el entendimiento. Así, sostiene Santo Tomás, lo contingente es adquirido imperfectamente en cuanto posee un ser y una verdad imperfectas [12].

En la Suma contra Gentes, Tomás de Aquino indica la dificultad para    que lo contingente sea tomado plenamente como objeto de conocimiento científico dejando claramente asentado que la certeza, en principio, no obsta a dicho cometido. Es decir, contingencia y certeza, en determinada forma, no se repelen mutuamente. Lo contingente, en cuanto actualizado, posee  la  certeza en el sentido más propio. Es en la consideración del tiempo, cuando lo contingente oscila en su certeza. En efecto, lo que es conocido en el ahora, por más de que sea contingente, es conocido con certeza. Sin embargo, cuando se considera lo que vendrá, esto es, el futuro, lo contingente puede no ser, y por lo mismo toda certeza del conocimiento al respecto se esfuma:

“Lo contingente, en efecto, no se opone a la certeza del conocimiento sino en cuanto futuro, más no en cuanto presente. Pues lo contingente, en el futuro, puede no ser; y así lo que el conocimiento de uno estima para el futuro puede fallar; falla en efecto si en el futuro no se cumple con lo que se estimaba. Sin embargo, desde que es presente para ese momento no puede no ser: empero, en el futuro puede no serlo, más esto no pertenece a lo contingente en cuanto es presente sino en cuanto es futuro” [13].

Idea similar se expresa en la Suma cuando se sostiene que lo  contingente, en sí mismo, en acto, no puede ser considerado sino como algo   que existe y, por lo mismo, su conocimiento es tan infalible como  el  conocimiento de un dato proveniente de los sentidos. Sin embargo, cuando se considera a lo contingente no en sí mismo, sino en su causa,  y,  por ende,  con  la posibilidad de ser o no ser, se obtendrá la conjetura más no la certeza al respecto:

“Lo contingente se puede considerar de dos modos. En el primero, en sí mismo, según el mismo está en acto. Y considerado así como presente y no como futuro ha de ser considerado como algo, no contingente, sino existente. Y por esto, puede situarse como objeto de conocimiento cierto, como por el proporcionado por el sentido de la vista cuando veo a Sócrates sentado. De otro modo puede considerar lo contingente como está en su causa. Y así, se considera como futuro y no como existente, porque la causa contingente está abierta a la producción de efectos opuestos. Así, lo contingente no está bajo la consideración de un conocimiento cierto. Por eso el que conoce un efecto contingente en cuanto este está en su causa, no tiene sino un conocimiento conjetural” [14].

Esta falta de certeza, por cierto, según Tomás de Aquino no se presenta en Dios en la medida en que el conocimiento de este no se presenta en el tiempo y, en efecto, las proposiciones contingentes, para nosotros, pierden su certeza en la consideración del tiempo, como se ha visto [15].

Ahora bien, para una aproximación al modo en que lo necesario se presenta en el ámbito de la filosofía práctica se considerará la noción de ley natural. El tratamiento de esta es relevante pues, como afirma Culleton: “... la teoría de la ley natural es el corazón de la ética de Escoto” [16]. La ley natural cumple la función de principio primero en el ámbito ético.

Escoto diferencia lo  que puede llamarse la  ley natural en sentido estricto y la ley natural en sentido general. La ley natural es sentido estricto debe a) ser autoevidente b) derivarse necesariamente de un principio autoevidente. Que el principio sea autoevidente significa que el mismo (el enunciado) es conocido (la verdad del mismo es captada) a partir de la comprensión de los términos que lo constituyen. Así, “Dios debe ser amado” es auto evidente desde el momento en que se debe amar lo mejor y Dios es lo único que cumple con el ideal de la perfección. Por otro lado, Escoto considera que los dos primeros preceptos del Decálogo son leyes naturales al estar referidas a Dios y por seguirse del  principio antes enunciado.

La proposición: "si Dios existe, entonces sólo Dios debe ser  amado" según Escoto, puede ser principio a partir del cual se deriva, con necesidad,   este otro: "no tendrás otros dioses". Así también, el precepto "no tomarás el nombre de tu Dios en vano" puede ser derivado con necesidad de aquel  principio. Por lo tanto, en estos tres preceptos  nombrados,  el primero es  una  ley natural por su autoevidencia y los otros preceptos son leyes naturales en cuanto se derivan necesariamente de aquel precepto evidente [17]. Hay, pues, en suma, tres preceptos necesarios: que se ha de amar a Dios, que se tendrá un solo Dios y que no se tomará en vano su nombre.

Como se ha dicho, Escoto diferencia lo que puede llamarse la ley natural en sentido estricto y la ley natural en sentido general. Considerando ahora la    ley natural en el segundo sentido, se ha de decir que si una proposición no se deriva de modo necesario de los primeros principios, pero, en gran medida, muestra conformidad con los mismos, entonces, afirma, Escoto, dicha proposición será llamada ley natural en sentido general.  Está claro,  empero,  que en este caso, no se habla de la ley natural en sentido estricto sino en uno derivado. Todos los preceptos de la segunda tabla del Decálogo, según el Sutil, son leyes en este segundo sentido: por hallarse en conformidad con  los  primeros principios prácticos [18].

Como se ve, la fórmula utilizada para caracterizar estas leyes naturales  en sentido general es la de estar en “consonancia” con las leyes naturales en sentido estricto, más no se habla de  la  necesidad  como  característica definitoria de las mismas. En efecto, había sostenido el Sutil: “todos los  preceptos de la segunda tabla no son principios prácticos necesarios ni conclusiones necesarias sin más (simpliciter)” [19].

Que los preceptos de la segunda tabla son contingentes es  un  hecho  que estaría sugerido desde que hay muchos casos en las Escrituras donde hay dispensas en relación a estos preceptos. Por ejemplo, el caso de Abraham a quien Dios ordena matar a su hijo. No podría, pues, simplemente afirmarse, en principio, que tales preceptos son necesarios. Pero Escoto no está dispuesto tampoco a considerar a los preceptos de la segunda tabla como meras leyes humanas o positivas. De ahí su distinción entre los dos sentidos de las leyes [20].

Debe destacarse, pues, que el reino de lo necesario se  encuentra  limitado a unos pocos principios. El resto de los preceptos o normas que constituyen el cuerpo de la filosofía práctica ya se encuentra bajo el dominio de  lo contingente.

Se tienen, pues, dos niveles. El constituido por las leyes naturales en sentido estricto: autoevidente o derivados de los principios autoevidentes. Son  las que tienen a Dios como objeto. El constituido por las leyes naturales en sentido amplio. Aquí se incluyen los preceptos restantes del Decálogo. Estas leyes sí son modificables por la voluntad divina mientras que las anteriores (las leyes naturales en sentido estricto) no lo son. Y en un tercer nivel estarían las leyes puramente humanas que van siendo formuladas. Así por ejemplo, en este orden estarían aquellas normas que rigen la convivencia social de los hombres. Estas normas han de intentar estar en concordancia con las leyes naturales [21].

Pasando al Aquinate, debe notarse que él alude a la noción de participación para conceptualizar a la ley natural. La ley natural es la  participación de la ley eterna en la criatura racional [22] mientras que en Escoto, como se ha expuesto, la noción de ley natural en sentido estricto no involucra una alusión a la ley divina. El Aquinate sostiene que los principios de la filosofía práctica corresponden a la ley natural. De la ley natural se derivan las leyes humanas. Así como en el ámbito especulativo la razón parte de determinados principios para arribar a determinadas conclusiones, así también eso se da en    el ámbito de lo práctico. Y los principios de la razón práctica, a partir de los  cuales se han de establecer las disposiciones más particulares posibilitan la aparición de las leyes humanas [23].

Por otro lado, Tomás de Aquino afirma que tanto los principios del orden especulativo como del orden práctico son evidentes. Además, que así como en  el orden especulativo el principio básico tiene que ver con la imposibilidad de afirmar y negar simultáneamente algo, y esto está basado en las nociones de ente y no ente, en el orden  práctico la noción básica –y equivalente a la del  ente- es la de bien.

Por lo tanto, afirma el Aquinate, el primer principio de la razón práctica sostendrá que el bien es aquello que todos desean y, consecuentemente, el primer precepto de la ley,  y sobre el cual los  demás se han de seguir  será  aquel que afirma que el mal debe evitarse y el bien seguirse [24].

Posteriormente, el Aquinate relaciona al bien con el fin (el  bien  tiene razón de fin) y vincula las tendencias naturales del hombre a  las  leyes  naturales. Existen tres tipos de tendencias humanas fundamentales: las relacionadas a mantenerse en la propia existencia, las  inclinaciones  relacionadas a la especie como la procreación, la formación de los hijos, y, por último, las relacionadas a la naturaleza racional del hombre,  que  involucra  cosas como la búsqueda de la verdad divina o de la convivencia con los demás hombres. A estas tendencias naturales corresponden las correlativas leyes naturales [25].Existen pues, según Tomás de Aquino, tres órdenes principales en  las leyes naturales.

Hay dos maneras, según el Aquinate, de obtener preceptos a partir de    las leyes naturales: por deducción o por especificación. Esto quiere decir que  una norma determinada podrá derivarse deductivamente de una ley natural  y,  en ese sentido, dicha norma será depositaria de una mayor necesidad y participación en la ley natural. Por otro lado, a veces una norma consiste no en una deducción de la ley natural sino en una especificación o aplicación más o menos concreta de la misma. En este caso, se tiene una norma estrictamente humana [26].

Lo anterior conduce a la diferencia principal entre el ámbito de las  ciencias prácticas respecto a las especulativas: la necesidad se presenta en estas últimas tanto en los principios y como en las  conclusiones  mientras  que en aquellas las conclusiones no son necesarias. Según el Aquinate mientras en el ámbito de lo especulativo los principios pueden ser conocidos por todos y las verdades son iguales para todos, en el ámbito de lo práctico los principios son conocidos por todos pero las conclusiones ni es conocida por todos ni tampoco se aplica a todos igualmente. Para este último caso,  por ejemplo, es  posible  que una norma que diga que una cantidad de dinero prestada  debe  ser  devuelta a su dueño,  en determinadas situaciones, pueda no ser adecuada:    así, por caso, cuando su dueño se pueda servir del  dinero para hacer  algún  mal. Así, afirma el Aquinate, cuando más se desciende al campo de  lo  particular, las conclusiones pierden su eficacia [27].

Es imposible que la ley natural cambie, según Tomás de Aquino, si por cambio se entiende el hecho de que un precepto que se consideraba como ley natural deje de ser considerado como un precepto de ley natural. Los preceptos derivados de las leyes naturales, por su parte, no pierden su validez en la mayoría de la casos pero en ciertas situaciones, por motivos especiales, es posible que los mismos no deban ser seguidos. También es factible que la ley cambie si se entiende  por ello que se le agregue algo.  Así,  dice el Aquinate,  hay muchas disposiciones útiles que se han agregado a la ley natural [28].

En Escoto no se precisa que el ámbito de las ciencias  prácticas  (donde se incluye también la teología) esté marcado por la necesidad para que dicho ámbito se considere como científico. La contingencia del ámbito de la filosofía práctica no es un obstáculo a la posibilidad, epistemológicamente hablando, de dicho conocimiento. Como se ha dicho, sobre lo contingente también hay  certeza. Escoto parece abandonar el requisito de la necesidad, para determinadas áreas, y sustituirlo por el de la consistencia o el de  la  “conformidad a” determinadas principios. Así, las proposiciones han de estar en conformidad o consonancia con determinados principios y ello constituye una prueba (evidentemente no absoluta) de su validez [29]. Más, en última instancia, que no se pueda hablar de una validez absoluta concierne a la posibilidad de  que la voluntad de Dios cambie un determinado orden, en la medida en que  dicho orden ha sido deseado contingentemente por Él. Más, por otra parte, un ordenamiento necesario respecto a los preceptos y signado por la necesidad, tampoco hubiese garantizado la actualización del acto bueno moralmente hablando en la medida en que la acción, en última instancia,  queda a cargo  de la voluntad, la cual es libre de elegir [30]. En efecto, hay una relación entre las nociones de ‘necesidad’ y ‘contingencia’, con las de  ‘naturalmente’  y ‘libremente’, así como con las de ‘determinado’ e ‘indeterminado’. El campo de   la filosofía práctica, es el ámbito de la libertad, de la indeterminación, es el ámbito donde las acciones pueden darse o no. Como afirma Santogrossi [31], lo libre es aquello que no está determinado a una sola cosa. Aunque se conozca    al agente y a al posible objeto al que dicho agente apunta, no puede predecirse cómo actuará el agente. Lo cual no sucede en la naturaleza donde es posible la predicción certera; por eso, puede conocerse que un determinado  árbol entregará el fruto que le es propio y no otro.

Ricardo Villalba [1], en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   Asunción, Paraguay. Lic. en Filosofía por la Universidad Nacional de Asunción (2006). Se desempeña como docente dentro del área de Filosofía en distintas Universidades (Uninorte, Universidad Católica Nuestra Sra. de la Asunción). Es Encargado de cátedra de la asignatura de Historia de la Filosofía II (tardo-antigua y medieval) de la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de Asunción. Está culminando el doctorado en Filosofía en la Universidad del Salvador con el trabajo “La recepción del sistema aristotélico de las ciencias filosóficas en Tomás de Aquino y Juan Duns Escoto. Análisis comparativo” bajo la dirección de la Dra. Celina Lértora.

2.   "La voluntad libre y omnipotente de Dios es la causa y la razón de que los seres existan y existan contingentemente" PÉREZ_ESTÉVEZ, Antonio. "Libertad divina, posibilidad y contingencia en Duns Scoto". Veritas. V. 50, n. 3, Porto Alegre. Sep. 2005, p. 91. "God's actions is irreducibly free, and so creation is radically contingent" MÖHLE, Hannes. "Scotus’s Theory of natural law". En Williams, Thomas (ed). The Cambridge Companion to Duns Scotus. Cambridge University Press. Cambridge. 2006. p. 320.

3.   DUNS SCOTUS. Ordinatio I. d. 38.2-39, qq. 1-5, 35.

4.   “... et ideo videtur ista "aliquod ens est contingens" esse vera primo et non demonstrabilis propter quid" DUNS SCOTUS. Ordinatio I. d. 38.2-39, qq. 1-5, 35.

5.   "[dice Avicena que] ... isti qui negant aliquod ens 'contingens', exponendi sunt tormentis, quosque concedant quod possibile est eos non torqueri" DUNS SCOTUS. Ordinatio I. d. 38.2- 39, qq. 1-5, 35.

6.   “‘Nos vigilare' est per se notum sicut principium demonstrationis; nec obstat quod est contingens, quia, sicut dictum est alias, ordo est in contingentibus, quod aliqua est prima et immediata -vel esset processus in infinitum in contingentibus, vel aliquod contingens sequeretur ex causa necessaria, quorum utrumque est impossibile" DUNS SCOTUS. Opera Omnia. Ordinatio. I, 3.238.

7.   "Ideo dico quod de contingentibus sunt veritates necessariae, quia contingens est lapidem  descendere, et tamen de descensu eius veritates necessariae, ut quod appetit centrum et quod descendit secundum lineam rectam. Similiter, me diligere Deum est contingens, et tamen de hoc potest esse veritas necessaria, ut quod debeam Deum diligere super omnia. Et hoc demonstrative potest concludi sic: Deus es quo maius cogitari non potest; igitur est summe diligibilis; igitur summe debeo eum diligere. Et sic secundum hoc possum habere scientiam de contingentibus” DUNS SCOTUS. Opera Omnia. Ordinatio, Prologus. Civitas Vaticana, Typis Polyglottis Vaticanis, 1950. Vol. I. 172.

8.   "Contingency is basic and Duns drops the "eternal" bond between knowledge and necessity. This fundamental move constitutes a "scientific revolution" in the development of epistemology" VOS, Antonie. The Philosophy of John Duns Scotus. Edinburgh, Edinburgh University Pres, 2006. p. 321.

9.   “Instead of adhering to a concept of science which excludes the contingency realm of theology, Duns drops the condition of necessity" VOS, Antonie. The Philosophy of John Duns Scotus, p. 348.

10. “...contingentia dupliciter possunt considerari. Uno modo, secundum quod contingentia sunt. Alio modo, secundum quod in eis aliquid necessitatis invenitur, nihil enim est adeo contingens, quin in se aliquid necessarium habeat. Sicut hoc ipsum quod est Socratem currere, in se quidem contingens est; sed habitudo cursus ad motum est necessaria, necessarium enim est Socratem moveri, si currit" TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I. Romae. Leoninum. 1891. q86a3co.

11. “Unde si attendantur rationes universales scibilium, omnes scientiae sunt de necessarii. Si autem attendantur ipsae res, sic quaedam scientia est de necessariis, quaedam vero de contingentibus" TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I q86a3co.

12. “Nec tamen est simpliciter dicendum quod sit alia potentia qua intellectus cognoscit necessaria, et alia qua cognoscit contingentia, quia utraque cognoscit secundum eandem rationem obiecti, scilicet secundum rationem entis et veri. Unde et necessaria, quae habent perfectum esse in veritate, perfecte cognoscit; utpote ad eorum quidditatem pertingens, per  quam propria accidentia de his demonstrat. Contingentia vero imperfecte cognoscit; sicut et habent imperfectum esse et veritatem. Perfectum autem et imperfectum in actu non diversificant potentiam; sed diversificant actus quantum ad modum agendi, et per consequens principia actuum et ipsos habitus. Et ideo philosophus posuit duas particulas animae, scientificum et ratiocinativum, non quia sunt duae potentiae; sed quia distinguuntur secundum diversam aptitudinem ad recipiendum diversos habitus, quorum diversitatem ibi inquirere intendit. Contingentia enim et necessaria, etsi differant secundum propria genera, conveniunt tamen in communi ratione entis, quam respicit intellectus, ad quam diversimode se habent secundum perfectum et imperfectum” TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I q79a9ad3.

13. “Contingens enim certitudini cognitionis non repugnat nisi secundum quod futurum est, non autem secundum quod praesens est. Contingens enim, cum futurum est, potest non esse: et sic cognitio aestimantis ipsum futurum esse falli potest; falletur enim si non erit quod futurum esse aestimavit. Ex quo autem praesens est, pro illo tempore non potest non esse: potest autem in futurum non esse, sed hoc non iam pertinet ad contingens prout praesens est, sed prout futurum est” TOMÁS DE AQUINO. Summa contra Gentiles. Turín - Roma, Ed. Taur. Leon. Enm. 1961, I, c67n2.

14. “… contingens aliquod dupliciter potest considerari. Uno modo, in seipso, secundum quod iam actu est. Et sic non consideratur ut futurum, sed ut praesens, neque ut ad utrumlibet contingens, sed ut determinatum ad unum. Et propter hoc, sic infallibiliter subdi potest certae cognitioni, utpote sensui visus, sicut cum video Socratem sedere. Alio modo potest considerari contingens, ut est in sua causa. Et sic consideratur ut futurum, et ut contingens nondum determinatum ad unum, quia causa contingens se habet ad opposita. Et sic contingens non subditur per certitudinem alicui cognitioni. Unde quicumque cognoscit effectum contingentem in causa sua tantum, non habet de eo nisi coniecturalem cognitionem” TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I, q14a13co.

15. “… ea quae temporaliter in actum reducuntur, a nobis successive cognoscuntur in tempore, sed a Deo in aeternitate, quae est supra tempus. Unde nobis, quia cognoscimus futura contingentia inquantum talia sunt, certa esse non possunt, sed soli Deo, cuius intelligere est in aeternitate supra tempus” TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I, q14a13ad3. Para la  crítica de Escoto sobre la visión tomista del conocimiento divino sobre los futuros contingentes, ver DUNS SCOTUS Ordinatio I d.38.2-39, q1-5, 8.

16. CULLETON, Alfredo. "A lei natural em Duns Scotus". En Joao Duns Scotus (1308-2008): homenagem de scotistas lusófonos. Luis Alberto de Boni (Org.). Porto Alegre. EST Ediçoes; Bragança Paulista; EDUSF, 2008. p. 291.

17. “… aliqua possunt dici esse de lege naturae dupliciter: Uno modo tamquam principia practica nota ex terminis, vel conclusiones necessario sequentes ex eis. Et haec dicuntur esse strictissime de lege naturae … Non habebis deos alíenos, et secundum Non accipies nomen Dei tui in vanum, hoc est ñon facies Deo irreverentiam', illa sunt de lege naturae, stricte sumendo legem naturae, quia necessario sequitur 'si est Deus, est amandus ut Deus solus', similiter sequitur quod nihil aliud est colendum ut Deus, nec Deo est irreverentia facienda'” Opera Omnia. Ordinatio, Liber primus, Dist. Tertia. Civitas Vaticana, Typis Polyglottis Vaticanis, 1954. Vol. III. d. 37 Q.u. p.279.

18. “Alio modo dicuntur aliqua esse de lege naturae, quia multum consona illi legi, licet non necessario consequantur ex primis principiis practicis, quae nota sunt ex terminis et omni  intellectui necessario nota. Et hoc modo certum est omnia praecepta etiam secundae tabulae esse de lege naturae, quia eorum rectitudo valde consonat primis principiis practicis necessario notis” DUNS SCOTUS, Ordinatio I, Vol III, d. 37 Q.u. p. 283.

19. “ómnibus praeceptis secundae tabulae non sunt principia practica simpliciter necessaria, nec conclusiones simpliciter necessariae” DUNS SCOTUS, Ordinatio I, Vol III, d. 37 Q.u. p. 280.

20. PENNER, Sydney. "On being able to know contingent moral truths". The Yale Philosophy Review. An Undergraduate Publication. Issue I 2005. p. 11.

21. Sobre el criterio definitivo para distinguir las leyes positivas y las leyes naturales en sentido no hay acuerdo. Si se atribuye a Escoto una postura extremadamente voluntarista, según la cual todos los preceptos de la segunda tabla serían establecidos en su contenido por la voluntad de Dios, esto, Dios podría ordenar cumplir estos mandamientos o podría ordenar no cumplirlos, entonces cabe la duda respecto al modo en que la razón humana podría conocer cuáles serían los preceptos que Dios de hecho ordena. No es válido asumir que los preceptos sean transmitidos por revelación pues ello ya supone que Dios no mienta en su revelación y, por lo mismo, que el mentir sea malo. Pero esto no puede asumirse en el caso de que cualquier precepto depende, en última instancia, de la voluntad divina. También, para una interpretación de corte voluntarista es problemática la distinción entre leyes positivas y leyes naturales en sentido amplio. Ver para una discusión más detallada al respecto Penner Penner, Sydney. On being able to know contingent moral truths, pp. 4-28.

22. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II. Roma, Ed. Leon. 1892. Vol. VII, q91a2co; “omnes leges, inquantum participant de ratione recta, intantum derivantur a lege aeterna” TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q93a3co.

23. “sicut in ratione speculativa ex principiis indemonstrabilibus naturaliter cognitis producuntur conclusiones diversarum scientiarum, quarum cognitio non est nobis naturaliter indita, sed per industriam rationis inventa; ita etiam ex praeceptis legis naturalis, quasi ex quibusdam principiis communibus et indemonstrabilibus, necesse est quod ratio humana procedat ad aliqua magis particulariter disponenda. Et istae particulares dispositiones adinventae secundum rationem humanam, dicuntur leges humanae” TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q91a3co.

24. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q94a2co.

25. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q94a2co.

26. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q95a2co.

27. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q94a4co.

28. TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae I-II, q94a5co.

29. Ya se ha mencionado que el criterio de conformidad es que el que se presenta en preceptos tales como “no matarás”, “no mentirás”, etc. En relación a esto, hablando concretamente de la teología afirma Perrier: “However in order for such a scientific ideal [el aristotélico] to be deployed, it is necessary, and henceforth sufficient, that theology ensure that things have a consistency: their contingency is not an obstacle to knowledge since, having been willed by God, they are in a certain way, and God has willed at the same time that we are able to know them with the same certainty”. PERRIER, Emmanuel. "Duns Scotus facing reality:  between absolute contingency and unquestionable consistency". Modern Theology, 21:4. October-2005. p. 627.

30. Así, sostiene Perrier: “Moreover, because … contingency is radical, in that the order present of the universe is absolutely indifferent from the point of view of the divine will, and because theology is by this fact unable to furnish us with reasons for this order by finding an exemplar in the divine ideas or a participation in the transcendent perfection of the divine essence, it falls to philosophy alone to redeem the laws and principles of things by which they have a consistency for us. All human knowledge is suspended from an infinite but silent will and omnipotence, from which it receives in return maximal freedom”. PERRIER, Emmanuel. "Duns Scotus facing  reality: between absolute contingency and unquestionable consistency" p. 627.

31. “ … the free is what is not determined to one: if we know the free agent and the posible object of his tending, we cannot predict how it will act, -whereas a nature we can- which is why we  know oaks will produce acorns, not apples” SANTOGROSSI, Ansgar. "Scotus’s methods in ethics: not to play God – a reply to Thomas Shannon". Theological Studies 55 (1994) p. 315, n. 3.


Alberto Echeverri

Introducción

Por más de quince siglos José ha quedado en la oscuridad y en el silencio del magisterio eclesial: en pocas palabras, ha sido muy amado por el pueblo cristiano pero poco estimado por sus teólogos. Con excepción de los tiempos recientes, de hecho parece que no ha sido considerado digno de una reflexión teológica profunda, por parte también de teólogos, papas, obispos que no han profundizado nunca su figura (Signori, 2014, pp. 51-52).

Las páginas siguientes miran la figura de san José que, tras una consideración significativa en los orígenes del cristianismo, penetra en un extraño silencio que se prolonga por cerca de mil años, hasta transformarse en símbolo de variadas políticas eclesiales de los últimos cinco siglos. El estudio encuesta la presencia del santo en la doctrina y en la devoción popular, una investigación más representativa que exhaustiva, reveladora de un cierto funcionalismo, que emerge paso a paso para la fe del creyente. Su importancia radica en que el padre putativo de Jesús hace parte constitutiva de la revelación atestiguada por el Nuevo testamento, la de los relatos de Lucas y Mateo sobre la infancia de Jesús, última etapa de redacción de los Sinópticos. En fin, buscamos contribuir a la coherencia de la reflexión teológica en torno a la silenciosa “sombra del Padre” por medio de la profundización de su papel en la nueva alianza desde la tradición de la primera.

El itinerario josefino en la Iglesia

En La sombra del Padre, el polaco Jan Dobraczynski (2002), escritor de la primera mitad del siglo XX, apellidaba así a José de Nazaret, ofreciendo a la espiritualidad cristiana de Occidente una mirada muy original sobre la personalidad de un santo que plantea más de un problema a la devoción y aún a la doctrina de la iglesia católica romana. Justamente porque el padre putativo de Jesús ha quedado en la sombra a través de los siglos; el cardenal Louis Edouard Pie, obispo de Poitiers, lo reconocía ya en 1871 con la proclamación de san José como patrono de la Iglesia católica por obra de Pío IX:

El velo que cubre el nombre y el poder del venerable José durante las primeras épocas cristianas aparece como la prolongación del silencio con el que estuvo rodeada su carrera mortal; es la continuación de esta vida oculta cuyos esplendores debían tanto más maravillar la inteligencia y el corazón de los fieles cuanto que su revelación estuvo durante más largo tiempo reservada (1870, p. 282; 1871, pp. 324-327).

Pero el singular camino de la figuración de san José en la vida concreta de la iglesia católica romana había comenzado tiempo atrás. Mientras los primeros teólogos latinos y griegos le dedicaron una escueta pero significativa atención que se mantendrá en la tradición ortodoxa del Oriente cristiano, no sucede lo mismo en los documentos pontificios de los primeros quince siglos: las noticias sobre él parecen iniciarse con una bula de León X quien, al tiempo que continúa la diatriba con Lutero sobre el asunto de las indulgencias, las concede a los peregrinos que asiduos al lugar (Cotignac, Francia) donde san José se ha aparecido junto a la virgen María (10 de agosto de 1519), llevando en brazos a Jesús. Allí mismo, volverá a hacerse presente curiosamente solo en pleno período barroco (1660). En 1783 tras el rechazo de la infructuosa mediación que se había buscado con el emperador austríaco José II a causa de su política ilustrada anticatólica, Pío VI hará coronar una pintura polaca que lo representa, calificada de milagrosa por los visitantes que la frecuentan desde 1670. Sin embargo, la noticia más antigua sobre su culto en el Occidente cristiano se remonta al año 1129, cuando en la Bolonia italiana se dedica a él una iglesia. La fiesta del santo, celebrada por los cristianos coptos el 20 de julio desde el siglo IV y por los griegos el día siguiente a la Navidad, solo será fijada en el santoral romano por Sixto IV a fines del siglo XV; otros papas intervendrán en ella: Clemente X a fines del siglo XVII, Clemente XI a comienzos del XVIII, Pío VII y Pío IX durante el XIX, y Pío XII en el XX.

Será el siglo XIX el que verá afirmarse considerablemente el rostro de san José. El discutido pero enérgico Pío IX reformulará la liturgia de la fiesta de su patronato, nacida de las cofradías de artistas y ebanistas en 1680, refrendada luego por Inocencio XI. “Consternado por el reciente y luctuoso estado de cosas” y a ruego de varios obispos participantes en el apenas interrumpido y clausurado Vaticano I, el papa Mastai Ferretti lo declarará patrono de la Iglesia universal: “ya que en estos tiempos malvados la misma Iglesia, plagada de enemigos por todas partes, está totalmente oprimida por los más graves

males, que hombres impíos pensaron hacer prevalecer finalmente las puertas del infierno contra ella” (1870, p. 282). La ocasión era muy propicia, pues habían transcurrido escasos cinco meses desde la solemne aprobación conciliar de la infalibilidad pontificia, la sucesiva invasión garibaldina de los Estados pontificios y algo más de un mes del lanzamiento de la nueva excomunión contra los rebeldes de Porta Pía que daba acceso a la capital. Ya en 1854, al proclamar el dogma de la concepción inmaculada de María había manifestado que san José era, después de María, “la más segura esperanza de la Iglesia” y su decreto del 27 de abril de 1865 extendería al mes de marzo, consagrado a honrarlo, las indulgencias temporales y plenaria concedidas al mes de mayo dedicado a Nuestra Señora.

La figuración de san José llega al culmen en el conjunto de la doctrina cristiana con la encíclica Quamquam pluries (QP), hasta entonces la única de dos documentos pontificios de igual categoría dedicados a él, que León XIII publicará en 1889, al cumplir el undécimo de los veinticinco años y medio del tercer pontificado más largo de la historia de la iglesia (1878-1903). Y el contexto era favorable. La vieja cuestión romana, que el papa parecía dejar de lado desde el comienzo de su gobierno, resurgía en la conciencia del pueblo católico; la imagen suya había sido colgada en un patíbulo, mientras en el romano Campo dei Fiori un escultor erigía su estatua y los obispos de Cremona y Piacenza, Jeremías Bonomelli y Juan Bautista Scalabrini se arrepentían de sus desvaríos republicanos al proponer la reconciliación de la Iglesia con el naciente Estado italiano (Castiglioni, 1936, pp. 623-637). Por eso el texto se iniciaba con una denuncia: “La Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad” (León XIII, 1889, n. 1).

Fue por ese tiempo, el de la “Roma desorientada entre la devoción y la indiferencia” (Laboa, 2007, pp. 341-370), cuando irrumpió una avalancha de ejercicios piadosos en la devoción de la iglesia católica que respaldaban las decisiones pontificias en favor de nuestro santo. En primer lugar, las “letanías a san José”. Benedicto XIII lo había hecho entrar oficialmente (1726) en las de los santos; un poco antes (1715) lo añadía Pío VII en la oración A cunctis [1]. Corresponderá a san Pío X aprobar el decreto que publicaba las letanías, subrayando su título de “augusto Patriarca” y apellidándolo “poderoso patrono de la Iglesia católica ante Dios” (S. Congregatio Rituum, 1909, pp. 290-292). Benedicto XV hará incluir su nombre en las invocaciones destinadas a la reparación de las blasfemias al final de las exposiciones solemnes de la reserva eucarística (S. Congregatio Rituum, 1921, p. 158). Y Juan XXIII hará otro tanto en el canon romano de la misa, enseguida del de María, llamándolo “su esposo” (Sagrada Congregación de los Ritos, 1962, p. 873).

A las letanías se agregarán los “gozos de san José” y aun los “dolores de san José”, reflejo popular de las antiquísimas letanías lauretanas en alabanza de Nuestra Señora [2]. Es entonces cuando comienza a evidenciarse la peregrina mezcla que hará la tradición en torno a José de Nazaret entre las fuentes bíblicas y las leyendas apócrifas de los orígenes cristianos. En las letanías es invocado como “esperanza de los enfermos”, “abogado de los enfermos” y “terror de los demonios”. Los dolores no dudan en verlo sufriente ante la pérdida de Jesús niño en el templo, y los gozos lo refieren reconfortado porque su muerte acontece en brazos de María y Jesús.

Resulta evidente que se ha ignorado la noticia evangélica en beneficio de una devoción cuyo fundamento no va más allá de una pía consideración. Benedicto XIV, papa entre 1740 y 1758, apoyado en la doctrina agustiniana, afirmará que María y José comienzan la serie de los santos del Nuevo Testamento, mientras san Juan Bautista concluye la lista de los del Antiguo Testamento. El pontífice olvidaba que los santos cristianos pertenecen a la segunda alianza –uno de ellos el Bautista- y que la iglesia católica romana no ha incluido en su santoral a los personajes de la primera [3], aunque a varios de sus actores los considera participantes de la santidad propia de los creyentes en el amor misericordioso del Dios de Jesús.

Si puede ser laudable que su patronazgo se haya extendido a países, conventos, santuarios, parroquias, seminarios, instituciones educativas, congregaciones religiosas masculinas y femeninas, asociaciones laicales no lo es tanto que se haya insistido en presentarlo como patrono para los enfermos y los ancianos: su tardía muerte a más de 100 años cumplidos, que permite deducir una lenta enfermedad y su matrimonio a los 90 que le ayudan a proteger la virginidad de su esposa hacen parte de una leyenda, considerada piadosa por algunos pero que en realidad ha contribuido a deformar o, al menos, demeritar el significado de su santidad ante los creyentes. Que José hubiera “abrazado con paternal ternura”, “colmado de besos” y “alimentado con un celoso cuidado y una solicitud sin par” a Jesús, como en su momento había escrito Pío IX (1870), bien podía ser tenido por obvio en un hombre que se adhirió en todo al designio sobre el Hijo de Dios según el texto bíblico. Lo que contrasta con las suposiciones devotas que no tenían raigambre histórica [4].

A mi juicio, hace parte de este tipo de textos, uno de los parágrafos del que Benedicto XV publicó el 25 de julio de 1920, con ocasión del cincuentenario de la proclamación del patronazgo del santo sobre toda la Iglesia. En el que subraya que este “mereció ser tenido como el más eficaz protector de los moribundos, habiendo expirado con la asistencia de Jesús y María”, y por tanto los pastores de la Iglesia deberán “favorecer las congregaciones instituidas para suplicar a José en favor de los moribundos”, como las “de la buena muerte”, del “tránsito de san José” y “por los agonizantes”. Era consciente el papa de “la situación difícil en la que se debate hoy el género humano” y por eso acudía a san José como conductor a la devoción hacia la Sagrada Familia de Nazaret y, a través de ella, a la virgen María. Recursos en los que veía más que un freno, una cooperación para superar los excesos provocados por los horrores de la Gran Guerra (Benedicto XV, 1920, p. 313).

Poco a poco el patronazgo de José en la Iglesia llegará a ser entendido como el de su protector y defensor. Según Pío IX (1870), patrono de la Iglesia (“católica”, especifica el documento), “plagada de enemigos por todas partes”.

Promovido a “especial patrono de toda la Iglesia” por León XIII (1889, p. 4), un siglo después, al conmemorar el centenario de la del papa Pecci en la encíclica Redemptoris custos (RC), repetirá el mismo Juan Pablo II (1989, n. 31c) las palabras finales de éste: “Como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad” [5]. Tras haber puntualizado que “destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia” (Juan Pablo II, 1989, n. 28a.b). En la antevíspera de la segunda conflagración mundial, la encíclica Divini redemptoris (DR) de Pío XI (1937) recurrirá a él para enfrentar a los adversarios de la Iglesia: “para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo, por todos tan deseada, ponemos la grande acción de la Iglesia católica contra el comunismo ateo mundial bajo la égida del poderoso protector de la Iglesia, san José” (Pío XI, 1937); y enfatizará que por haber sido “el jefe o señor de la casa, su intercesión no puede sino ser todopoderosa” [6]. Otra línea asumirá Pablo VI al reconocerlo patrono de la Iglesia por su “ennoblecedora colaboración” humana a la acción divina y por “hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas” (Juan Pablo II, 1989, n. 30c). Y la misma RC lo invocará como “aliento para la evangelización y la reevangelización” (1989, n. 29).

A mediados del siglo XX san José inicia su patronazgo de los trabajadores. Pío XII (1955) instituirá la festividad litúrgica de “san José artesano” el 1 de mayo, destinada no solo a remplazar de inmediato la ya antigua del patronato, sino también a oponerse a la que el movimiento socialista mundial había logrado legislar en la mayoría de los países como fiesta o día del trabajo:

Es claro que ningún trabajador estuvo jamás tan perfecta y profundamente penetrado de él como el padre putativo de Jesús, que vivió con él en la más estrecha intimidad y comunidad de familia y de trabajo. De igual modo, si queréis estar junto a Jesús, os repetimos: id a José (Pío XII, 1955).

Poco antes del papa Pacelli, su predecesor anotaba que el santo había “pertenecido a la clase obrera” (Pio XI, 1937, n. 87) [7]. Resulta extraño que con un retardo de veinte siglos la Iglesia descubriera a san José como trabajador, a pesar de que el relato bíblico lo hubiese puesto en evidencia. No dispongo de noticias sobre las confraternidades, tan significativas entre los clérigos y laicos de la Europa medieval, que reclamaran el patronazgo de san José [8], a pesar de que su estructuración corporativa les permitía vehicular la mutua ayuda económica y profesional en vida de sus miembros, a la par que la espiritual aun en los funerales. Solo a mediados del siglo XX la investigación reinterpretará el término griego que los Sinópticos utilizaban para identificar la actividad laboral de José: el téktonos podría muy bien dar a entender la de un carpintero o un albañil. Según algunos exégetas de una especie de obrero sabelotodo; que se hubiese preferido la versión del casero y pacífico carpintero llevará a su caracterización como “artesano” (León XIII, 1889, n. 4) [9]. Sin embargo, la predicación y la pastoral popular continuaron y continuarán favoreciendo hasta hoy tan solo la imagen del carpintero José, y aun de Jesús como aprendiz y ayudante en su taller. RC cooperará al mismo estado de cosas, en el brevísimo discurso dedicado al tema, que inicia así: “Expresión cotidiana del este amor en la familia de Nazaret es el trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo… el de carpintero” (Juan Pablo II, 1989, n. 22) [10].

Lugar aparte merece la exhortación apostólica de Juan Pablo II. El papa declara que los Santos Padres reconocieron en él tres papeles: cuidador de María, educador de Jesús y custodio y protector de la Iglesia (Juan Pablo II, 1989, n. 1e). El texto presenta cuatro capítulos: los de mayor extensión son el segundo (“El depositario del misterio de Dios”) y el tercero (“El varón justo – el esposo”); los otros dos retoman los temas de “el trabajo como expresión del amor” y “la vida interior”; y el último, algo más largo que los dos precedentes, vuelve sobre el “patrono de la iglesia de nuestro tiempo”, con un párrafo conclusivo [11].

Desde el siglo XIX, el magisterio pontificio en torno a la figura de José se había planteado el problema de su paternidad sobre Jesús. Y RC (1989) prolonga la misma problemática en términos aun legales. Sostiene que “el matrimonio con María es el fundamento jurídico de la paternidad de José”. Anota enseguida que “si para la Iglesia es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José”. Afirma luego que el ángel se dirige a José por ser el esposo de María, con lo cual evidencia la “especial confirmación del vínculo esponsal existente ya antes entre ellos”. Bien puede cuestionarse la necesidad teológica de enfatizar y aun defender un vínculo jurídico entre personajes decisivos en la consideración del significado salvífico de la persona de Cristo para la fe del creyente: se sale por los fueros de un dato de la narrativa evangélica pero que, cuando se trata de la misión evangelizadora de la Iglesia, se pone en igualdad de importancia con otro esencial para la fe cristiana [12].

No menos acucioso pareciera el reconocimiento a José de su autoridad paterna, porque es él quien pone el nombre al niño y cumple el rescate del primogénito: la suya no es una “paternidad derivada de la generación ni sustitutiva ni aparente” sino que “posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana”. Sin embargo, el anhelo interpretativo del relato evangélico que apunta a las raíces históricas de la persona de Jesús debe tener en cuenta el riesgo de caer en un historicismo que extravía el significado simbólico del texto bíblico:

“en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja; la de José y María, constituye el vértice por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra”; en cambio, la cristología y la eclesiología contemporáneas han subrayado que la pareja bíblica de la primera alianza tiene su contrafigura en las bodas de Cristo Señor con la humanidad y, por tanto, es ese y no otro el origen de la santidad cristiana que ha sido insuflada por el Espíritu de Dios en Pentecostés.

La exhortación pontificia llega a sostener que “el misterio de la Iglesia, virgen y esposa, encuentra en el matrimonio de María y José su propio símbolo”; mientras la hermenéutica bíblica suele reconocer en la relación de Cristo Señor con la Iglesia lo que la constituye en virgen y esposa. Que “José tuvo hacia Jesús… toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer”, que “contento con sus pocas posesiones” hubiese “pasado con magnanimidad las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa” son consideraciones que merecen ser puestas de relieve como obvia deducción de su comportamiento de base ante la esposa y el hijo y del talante propio de éste cuando ante José realza su directa dependencia del Padre. Aun aceptadas por el cristiano devoto, no resulta coherente historizarlas, sin solución de continuidad, incluyéndolas entre los datos evangélicos sobre la infancia del Señor (Juan Pablo II, 1989, n. 7; 7c; 18c; 13b; 21; 7e; 20a; 8c; León XIII, 1889, n. 4).

El esfuerzo por “demostrar” de alguna manera la verdad histórica de la virginidad de María a través de la persona de José, “testigo de su virginidad y tutor de su honestidad” (León XIII, 1889, n. 3), se muestra al menos aventurado cuando RC (1989) recurre a la doctrina agustiniana respecto a la unión de María y José: “ambos merecieron ser llamados padres de Cristo… no solo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo modo que era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne”. Que el texto pontificio subraye la expresión permite pensar que es a esto a lo que apuntan sea el obispo de Hipona, sea Juan Pablo II; y tanto la filosofía como la teología contemporáneas, encontrarán mérito para discutir sobre la distinción entre una paternidad y una maternidad, merecida por demás la primera y física la segunda, mediadas por la mente y no por la carne. Salta a la vista la mirada propia de san Agustín en la enseñanza del papa: “en los padres de Cristo se han cumplido todos los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento” (Juan Pablo II, 1989, n. 7d) [13]; es una lástima que no sean tenidos en cuenta aspectos claves del matrimonio como el compartir la vida cotidiana, los cuerpos, los sentimientos, las expectativas y los deseos, los valores mutuos, uno de estos el trabajo, del que ha sido símbolo José.

En otro momento, el prestigioso “Centro Josefino” de los Carmelitas descalzos de Valladolid (España) atribuirá el “comprensible silencio” sobre san José a que “era preciso salvaguardar la virginidad de María frente a los ataques de herejías agresivas”  [14]. En definitiva, que la fe de la Iglesia confiese la concepción virginal de Jesús por parte de María no significa por fuerza que ella y José, su esposo –como insiste en llamarlo, con los Sinópticos, la misma doctrina pontificia-, nunca tuvieron la comunión sexual típica de los cónyuges judíos, así ella nunca hubiera concebido otro hijo antes o después del nacimiento de Jesús: su virginidad antes del parto, en el parto y después del parto es considerada por la mariología reciente un dato para la fe más que para la ciencia médica. El san José creyente se convierte así en punto de referencia para la fe silenciosa de quien la declara en Cristo Señor.

Elementos para una teología josefina

No siempre han sido coherentes los esfuerzos de los papas y, en general, de los teólogos católicos romanos por delinear la figura evangélica de san José, a pesar de que unos y otros logran proporcionar elementos de importancia para la construcción de una auténtica teología josefina. A continuación, se presentan algunas sugerencias al respecto, considerando ampliamente los escasos datos bíblicos sobre él.

Habrá que empezar por excavar en el predecesor de los tiempos antiguos, “tipo de san José”, que como lo recuerda León XIII, fue llamado “salvador del mundo” por un extraño a Israel, el faraón egipcio, sorprendido ante su gestión de los recursos imperiales y su generosidad con los hermanos que había vuelto a encontrar (1889, n. 4). Se trata de otro patriarca, José, hijo de Jacob, de quien nacen las doce tribus que a su vez darán origen al pueblo de Israel. Un salvador que anticipa la intervención futura de Yahvé en el hijo de José de Nazaret, el Jesús también nazareno, Yeoshua, “Dios salva” (Juan Pablo II, 1989, n. 3b.4); a quien RC atribuye el mismo título, al contrastar su pertenencia al género humano como “ciudadano de este mundo… pero también salvador del mundo” (1989, n. 4.9).

En la imaginería dedicada a san José, el bastón, símbolo del peregrino y el primero que lo caracteriza en los íconos y la pintura románica y medieval, será reemplazado por un “arbusto de hojas lanceoladas coriáceas y flores grandes en racimos, de diversos colores” (Moliner, 1979, I, p. 53b), la adelfa, llamada laurel rosa o rosa francesa en algunos lugares. Ya había empezado a ser preferido san Cristóbal como patrono de los peregrinos, sobre todo de los que debían afrontar algún peligro; hay que notar que, tanto en la tradición latina como en la griega, por su confusión con san Menas, de origen copto, desaparecerá del santoral romano. Cuando el Renacimiento descubrió que la adelfa era venenosa lo cambió por la azucena, pronto convertida en distintivo del estimadísimo san Antonio de Padua, quien de hecho sustituirá en la devoción popular al padre de Jesús: José de Nazaret dejará de ser un joven, lucirá como un hombre entrado en años, hasta transformarse en el anciano que, acompañado de la azucena, sostiene en brazos a un recién nacido, a veces un niño de poca edad. El papel juvenil lo asumirá el santo franciscano que llevará, en la práctica, los mismos símbolos del predecesor encanecido. De ahí que san José haya transmutado en protector de los ancianos, por demás cercanos a la muerte, gracias a su “quinto dolor”:

La separación de Jesús y de María al llegarle la hora de morir. Pero a este sufrimiento le siguió la alegría, la paz y el consuelo de morir acompañado de los dos seres más santos de la tierra. Por eso invocamos a san José como Patrono de la Buena Muerte, porque tuvo la muerte más dichosa que un ser humano pueda desear: acompañado y consolado por Jesús y María [15].

Lo decía Juan Pablo II: al “participar de la fe de María en la fe de la anunciación (…) ha sido puesto en primer lugar en la vía de la peregrinación de la fe” (1981, n. 5b). El “santo patriarca José”, como la tradición católica romana ha gustado en llamarlo durante siglos se revela ante todo un creyente que cumple un itinerario nada fácil. En abundancia lo han testimoniado frescos, mosaicos y pinturas de los primeros siglos cristianos, que muestran a un joven, relativamente maduro, sumido en actitud meditativa al margen de la escena principal casi siempre [16]. Es justamente el primer dato relevante que emerge de su presentación evangélica y por eso el hermoso símbolo del peregrino, de tanta estima en las iglesias orientales católica y ortodoxa, como lo fue en la occidental del medioevo, el que más convendría al José de la segunda alianza. Sin embargo, aun la exhortación del papa Francisco, Amoris laetitia (AL) que con tanto afecto trata la figura del inmigrante, alude a “la fuga a Egipto” de la familia, en la que Jesús “huye a tierra extranjera” y así “participa del dolor de su pueblo exiliado, perseguido y humillado” (Francisco, 2016a, n. 46.21), sin referencia directa a José, guía de la primera inmigración de la nueva alianza. Más todavía, la de los primeros prófugos de la historia cristiana.

Ninguna dificultad ha tenido el cristianismo para identificar a Abraham, el padre en la fe del pueblo de Israel y de los creyentes de todo el mundo, con un peregrino y aún la antropología ha visto en él un símbolo de los desplazamientos nómadas; de manera contrastante lo confirma la visita de los tres peregrinos junto al encinar de Mamré (Gn 18, 1-15) [17]. Al lado de Abraham, José, que nace de las generaciones sucesivas. El acostumbrado desconocimiento de la Biblia hebrea que aqueja a los católicos romanos nos ha hecho ignorar, casi totalmente, las semejanzas entre el José nazareno y el hijo de Jacob. Este nace del matrimonio de Yezrael -nombre que le dará más tarde el mismo Yahvé, derrotado en la lucha entre ambos (Gn 32, 29-30)- con el amor de su juventud, la hermosa pero estéril Raquel que, amada por Jacob más que su hermana, había luchado contra la fecunda Lía (Gn 29, 30), quien a su vez había dado a Jacob seis hijos y facilitado otros dos por medio de Zilpá, su esclava; dos más concedería Raquel a Jacob al autorizar la relación de éste con Bilhá, esclava suya. Solo cuando Dios “se acordó” de ella haciéndola fecunda, engendraría a José, el úndécimo de los hijos de Israel: “Ha quitado Dios mi afrenta, y le llamó José, como diciendo: Añádeme Yahvé otro hijo” (Gn 30, 22-24). Fue la preferencia del afecto del padre por él –“lo quería más que a todos ellos (…) por ser el hijo de su vejez” (Gn 37, 3-4)- lo que determinará el comienzo del odio de sus hermanos que lo venden a mercaderes de paso con quienes inicia su larga aventura en Egipto: un secuestrado que ha sido comercializado en el mercado negro, desde entonces peregrino a pesar suyo. Tan astuto como el progenitor, al final José logrará proteger a sus hermanos e iniciar el período de tranquilidad del naciente pueblo de Israel en tierra extranjera. Su capacidad de perdón, a pesar de la propia fragilidad interior, resultante de una condición de orfandad pues el padre y la madre son ya ancianos, lo hará grande ante la historia del pueblo; su opción creyente transformará las circunstancias que le son hostiles en comunión de vida (Emmanuelle-Marie, 2007, pp. 63-68). Hay que admitir que no resultan ejemplos de moralidad los episodios atinentes a los “santos patriarcas” de Israel pero es de esas familias y etnias, obligadas a desplegar su vida cotidiana en un mundo adverso, de las que procede José de Nazaret.

Llegamos así a la sugerente pero espinosa cuestión de la “sagrada familia de Nazaret”. De muy larga tradición en la Iglesia occidental, como lo hacen manifiesto las continuas referencias de la enseñanza doctrinal y homilética, de la pintura y la escultura, sin que falte la arquitectura: los santuarios, las iglesias catedrales y, en particular, la monumental “basílica de la Sagrada Familia” iniciada por Antoni Gaudí en Barcelona. A través de los siglos han corrido peregrinas ideas acerca de ella, fruto de la imaginación piadosa ante las necesidades sociales y psicológicas de diversas épocas, originadas a su vez en los relatos de los evangelios apócrifos entremezclados con leyendas populares.

Pero el grupo conformado por Jesús, José y María en un poblado de Israel nada parece tener de comunidad familiar, al menos para su inmediato contexto judío, si atendemos la narración evangélica: la madre es virgen mientras no lo son la mayoría de sus contemporáneas que aspiraban siempre a una maternidad fecunda, muestra un solo hijo y el padre no puede dar fe ante los vecinos de la bendición divina en una prole numerosa. Los Sinópticos confieren la autoridad en Nazaret a quien debería figurar como segundo en orden jerárquico por ser varón. Última en las costumbres judías, la mujer resulta teniendo mayor importancia que el marido, relegado a un tercer lugar. El padre nunca habla, la madre lleva la voz cantante en los dos capítulos de Lucas y Mateo, el hijo no exhibe un obsequioso respeto por sus progenitores al pronunciar la única y perentoria frase con la que termina el relato de la infancia de Jesús, antes de que uno solo de los evangelistas enuncie en dos renglones los rasgos propios de su obediencia filial. Aún más, las palabras de Jesús no pueden resonar con mayor dureza en los oídos de José, en apariencia desclasado de su papel de padre y casi que rechazado por su desconocimiento de lo más importante: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían ustedes que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”(Mc 3, 31-35). Y no parecieran honrar a José y María las únicas palabras con que Marcos se refiere a la infancia de Jesús: “¿De dónde ha sacado este esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María…?” (Mc 6, 2-3) [18]; por añadidura, tras comenzar su predicación, los preocupados familiares –quiénes sean no lo dice el texto, solo de “hermanos y hermanas” tenemos noticia en la historia evangélica– pretenden regresarlo a casa, “pues decían que se había vuelto loco” (Mc 3, 21) [19].

Al fin de cuentas el Jesús adulto que escandaliza de continuo a sus oyentes y discípulos al invertir los roles sociales a los ojos de Dios está reportado como niño en una “familia” también contradictoria, de cuyo buen ejemplo ante las familias contemporáneas suyas nada sabemos [20]. No es a la familia a la que mira la predicación del Nazareno sino al “reino de Dios”, a una comunidad nueva de mujeres y hombres vinculados por el amor misericordioso de Dios y no por lazos de sangre, ni de carne y ni siquiera de historia; la tradición ulterior la llamará iglesia, anunciadora de ese reino. A ella tendría que apuntar la manera como los creyentes en el Padre de Jesús hablamos hoy de san José: “el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia” (León XIII, 1889, p. 3). Porque es “para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo” (Juan Pablo II, 1989, n. 32). Pero arriesga a caer en una confusión RC (Juan Pablo II, 1989, n. 17) cuando, a propósito del grupo que forma con María y Jesús, en cita del magisterio montiniano alude al de León XIII y de Benedicto XV, afirmando que hay en los tres papas una “análoga exaltación de la familia de Nazaret como modeloabsoluto de la comunidad familiar” [21]. En términos cristianos habría que aclarar que la oferta de la “sagrada familia” a la familia actual va en contravía de la sacralización de una laudable estructura de la vida social, optando por la de una comunión de amor que excede cualquier atadura cultural, étnica, racial y aún generacional; porque es “el vínculo de caridad el que constituye su vida”, no otro (Juan Pablo II, 1989, n. 21) [22].

De hecho, las referencias de los cuatro evangelios a la familia son escasas [23]. Un solo relato habla de ella con cierto detenimiento: la parábola del padre compasivo, más conocida como la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) [24]. Se trata de un padre cuya figura aparece contradictoria, quien ofendido se transforma en vehículo de misericordia para el hijo que con su comportamiento no solo ha traicionado la generosidad de un progenitor que ha cedido sus bienes (“su vida”, dice el texto griego) antes de la propia muerte, sino que por el mismo hecho ha puesto en entredicho su prestigio ante los vecinos. De ahí que estos sean también invitados a la fiesta de recepción del pródigo; el significado de los lazos familiares resulta ampliamente superado por un padre cuya actitud no necesita de la presencia de la madre, en realidad ausente de la historia que se cuenta: “Jesús habla de un banquete espléndido para todos (…) de música y de danzas, de hombres perdidos que desatan la ternura de un padre, de hermanos llamados a perdonarse” (Pagola, 2013, p. 142). Una situación semejante a la de los hermanos del José de la primera alianza, cuando los hermanos son reconvocados por el perdón mutuo. El pasaje que Marcos (Mc 10, 35-45) se dedica a contar de los hijos del Zebedeo que acuden ante Jesús para adquirir un puesto de relieve en el reino anunciado por él, encuentra su rechazo frontal [25]: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” – responderá perentorio a quienes le anuncian que lo están buscando. Dirime con tono desafiante y sin un prolijo debate, al punto que sus opositores “no se atrevieron a hacerle más preguntas”, las discusiones sobre el divorcio (Mt 19, 1-11; Mc 10, 1-12; Lc 16, 18) y la resurrección de las varias esposas del mismo marido (Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40). Cuando “sus hermanos” le aconsejan predicar en Judea, a donde se negaba a ir, no les da oídos, pues “ni siquiera ellos creían en él” y “no había llegado su hora” (Jn 7, 1-7) [26]. Y para colmo: “No llamen a nadie padre suyo en la tierra, porque uno solo es su padre: el del cielo” (Mt 23, 9) [27].

Es interesante constatar que la exhortación del papa Francisco propone a la contemplación de la familia contemporánea el “icono de la familia de Nazaret (…), que puede ayudarnos a interpretar los acontecimientos para reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios” (2016a, n. 30). Si bien prescinde de una directa referencia a san José, resulta obvia su presencia allí. Como el antecesor de la primera alianza, descubre en los sueños el designio del amor de Dios sobre su hijo y su esposa y lo sigue sin dudarlo. Pareciera que con su claridad ante las sombras del mundo onírico reivindicara la oscuridad en la que ha permanecido por tanto tiempo su figura. Ha estado rodeado de las palabras escasas de María y, al final de su camino evangélico, de las únicas puestas en boca del Jesús niño. La narración evangélica no explicita la presencia de José durante los diálogos de María con el ángel y con Isabel ni un eventual recuento de su esposa a él.

Como la primera, la nueva creación se inicia en medio de la total ausencia de sonidos. Las únicas voces que se escuchan al comenzar la segunda alianza son las de un ángel y una mujer que dialogan en medio de una experiencia más interior que exterior. El Jesús de Marcos que pronuncia sus primeras frases después del Bautista y el de Juan que hace otro tanto luego de las de su madre María, es precedido por el silencio absoluto de José, el padre. Silencio contemplativo “que posee una especial elocuencia”, con pleno acierto subrayado por la tradición cristiana. Un “silencio que descubre (…) el perfil de su figura”; testimonio de su fe porque en ese ambiente aparece José como “testigo ocular del nacimiento”, “testigo de la adoración de los pastores” y “de los magos”, en fin, “testigo de la virginidad de María”. Quizá la búsqueda del hijo que sus padres daban por perdido, definida por la madre “angustiosa” para ambos, revela el significado más hondo de su silencio, trasparentado por sus acciones –solo de ellas habla el evangelio, nota la exhortación-, “un clima de profunda contemplación” (Juan Pablo II, 1989: 17a.10b.20c.25). Lo expresaba el salmista: “El corazón me dice: Busca la presencia del Señor. / Tu rostro buscaré, Señor. / ¡No te escondas de mí!” (Sal 27 (26), 8-9). Y, entre otros, la mística española del siglo XVI: “¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre /aunque es de noche! / (…) / Aquesta eterna fonte está escondida /en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche” (San Juan de la Cruz, 1957, pp. 10-11) [28].

No han faltado las instituciones católicas que se identifican con la función educadora de José frente a Jesús, subrayada por la primigenia teología cristiana que, sin embargo, recibió una mínima acogida en los siglos ulteriores: solo dos párrafos de la RC lo relevan como educador (Juan Pablo II, 1989, n. 1.16). De nuevo, la historia que da base a la idea no va más allá de la muy escueta referencia evangélica a la llamada “vida oculta” del Señor en Nazaret, que una tradición no verificada ha precisado hasta sus treinta años de edad. Una mayor atención a su presencia en los antiquísimos íconos que ha conservado la iglesia cristiana ortodoxa podría lograr una explicitación de esa tarea por parte del santo justamente con su silencio; el silencio en que parece relegado por el mismo Jesús que nunca habla de él como padre pero le atribuye un lugar de privilegio en el reino, el de los que están atentos a la palabra de Dios y la ponen por obra (Mc 3, 33-35; Lc 8,21; Mt 12, 48-50) [29].

Para concluir: ¿luz tras la sombra?

Dos memorias se nos pide cuidar en nuestro pueblo. La memoria de Jesucristo y la memoria de nuestros antepasados (…). Fue al interno de una vida familiar que (sic) la fe fue llegando a nuestra vida y haciéndose carne (…). Perder la memoria es desarraigarnos de dónde venimos y por lo tanto, no sabremos tampoco a dónde vamos (Francisco, 2016b) [30].

Asiste la razón a las iglesias orientales cristianas al preferir siempre la inclusión de san José en la familia de Nazaret más que apreciarlo por separado de ella: “José podría ser la forma abreviada de un nombre hebreo que significa Que el Señor añada o que el Señor dé más” (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 64, nota f a Gn 30, 18-24). Al fin de cuentas, el José de la segunda alianza participa de la condición de “añadido”, que dio origen al nombre de su homónimo de la primera alianza. Una mirada distinta que hace parte de las calladas contribuciones legadas por el padre putativo de Jesús a la autoconciencia de la Iglesia misma como “redil, labranza, edificación, esposa (…) de Dios” (Concilio Vaticano II, 1967, n. 6) [31]. Y por igual motivo a la causa ecuménica: bien podría ser un hermoso símbolo del que quita la afrenta –otra versión para su nombre hebreo- de las seculares enemistades entre las iglesias cristianas que han hecho estéril la fe de muchos.

AL (Francisco, 2016a, n. 46) se ocupará del problema planteado hoy a las familias por la inmigración, pero apenas sí da importancia marginal a la figura del prófugo –con escasas excepciones rechazado por varios continentes en los dos últimos años, asustados por la marea humana llegada ante sus puertas-, que es explotado por gentes a las que nada interesan ni su procedencia social ni su futuro. Tanto las historias del José casi que egipcio como la del nazareno son claros ejemplos de inmigraciones forzadas que los transforman en prófugos: y los de la familia judía de Nazaret los primeros al inicio de la era cristiana; ¿podría leerse en esa condición social otro rasgo propio del nuevo ecumenismo?

Enfatizaba RC que el esposo de María “participó en este misterio –el `divino de la encarnación´- como ninguna otra persona, a excepción de la Madre del Verbo encarnado” (Juan Pablo II, 1989, n. 1f). Una relevante afirmación que hace tanto más inexplicable la sombra mantenida sobre José, con notables excepciones: los santos Vicente Ferrer, Brígida, Bernardino de Siena, Francisco de Sales y, en especial, Teresa de Jesús y teólogos como Jean Charlier de Gerson (1363–1429), supuesto autor de la Imitación de Cristo que compuso un “Oficio de los esponsales de san José” en el París del siglo XV. Por añadidura, de acuerdo con G. Boccadamo (2011, p. 201), el siglo XI se había caracterizado por el peregrinaje a Jerusalén, el XII por el que se hacía a Santiago de Compostela, el XIII por la reanudación del peregrinaje a Roma y aún el XIV por el inicio del jubilar a la misma Roma propiciado por Bonifacio VIII. Varias de las confraternidades nacerán con el fin de asistir a los peregrinos, pero ninguna de ellas escogerá a san José como patrono. A pesar de ello, la devoción popular a san José ha logrado arraigarse en varios países europeos (España, Italia, algunos cantones de Suiza) al celebrar el “día del padre” en su fiesta litúrgica del 19 de marzo, que ya no es día festivo para el calendario civil italiano pero sí en algunas regiones de España y Suiza; el solo nombre José dado todavía a muchas personas en las naciones occidentales alude de alguna manera a esa memoria.

Que José fuese “de sangre real” (León XIII, 1889, p. 4) lo atestiguan la genealogía de Jesús en Mateo (Mt 1, 1ss) y, cuando aparece en escena, la somera referencia de Lucas (Lc 1, 27) que tienen por objeto mostrar su raigambre judía, pero también su procedencia profética. No es comprensible por tanto la razón de que la teología occidental sobre san José haya preferido por lo general la línea regia a la profética; los reyes de Israel, incluido el “santo rey David”, tendrán comportamientos nada enaltecedores para sus descendientes. De las tres figuras de la primera alianza que permiten comprender quién sea Jesús de Nazaret: sacerdote, profeta, rey, los Sinópticos enfatizarán la segunda. Por eso, a mi parecer, cae en una especie de providencialismo el párrafo de RC (8f) que sostiene: “Con la encarnación, las promesas y… figuras del Antiguo Testamento se hacen realidad: lugares, personas y ritos se entremezclan según precisas órdenes divinas” [32]. Sirva como ejemplo la afirmación, que no tiene un testimonio bíblico fehaciente, de que la peregrinación de José “se concluirá antes de que María se detenga ante la cruz en el Gólgota” y “se encuentre en Pentecostés” (Juan Pablo II, 1981, n. 6). No está por demás señalar que las páginas precedentes no han buscado poner en discusión el “derecho” de los ancianos y los enfermos a invocarlo y, menos aún, a tener un santo patrono. Pero sí es significativo que, a pesar de la importancia dada en el texto de AL a esa edad de la vida (Francisco, 2016a, n. 48.191-193), no hay en exhortación la mínima referencia a las eventuales ancianidad y enfermedad de san José; a pesar de que el documento fue emitido el mismo día de su fiesta litúrgica.

Sin embargo, dos funciones parecen reconocerse al padre de Jesús: la primera, en analogía con su predecesor de la primera alianza, la de protector de María y Jesús, característica relevada por QP al asemejar la fe de los dos personajes; pero ni RC que vuelve sobre el mismo tema citando la encíclica precedente, ni AL que ignora el parecido, superan ese límite. La segunda, la de educador, función no solo de José sino del grupo de Nazaret, retomando a Pablo VI la subrayará el papa Francisco (2016a, n. 30.65-66).

Además ¿No sería posible que la misma teología reinterpretara la relación de María y José a la luz de AL?:

Hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva (…) no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y su atractivo, sino todo lo contrario (2016a, n. 36).

Porque la misma AL nos recuerda que: “Jesús exalta la necesidad de otros vínculos más profundos también dentro de las relaciones familiares” (Francisco, 2016a, n. 18). Valdría la pena profundizar en el significado de la virginidad del mismo José, que se desprende de la de María, a la luz de la sugerente afirmación de Raimundo Lulio: “El Espíritu Santo es santo porque es inocente hacia el Padre y el Hijo en cuanto no desea producir una cuarta persona” (Panikkar, 2005, p. 7). El teólogo indio a su vez describe la “nueva inocencia” o “inocencia consciente” como aceptación de nuestra desnudez, vale decir, la vulnerabilidad, los límites, la condición humana.

La insistencia de las ciencias sociales contemporáneas en la necesidad de que cualquier discurso acerca de la realidad humana precise el desde dónde se plantean sus presupuestos, temas y afirmaciones fue conduciendo a la teología de los dos últimos siglos a privilegiar la fuente bíblica. Por eso procura abstenerse de canonizar un específico modelo de estructura social, por ejemplo, el de la familia y opta por cuestionarlo desde el anuncio evangélico. A mi parecer, se inscribe allí aun la oración que finaliza el texto muy amplio de la AL: “Santa familia de Nazaret, haz también de nuestras familias lugar de comunión y cenáculo de oración, auténticas escuelas del evangelio y pequeñas iglesias domésticas” (Francisco, 2016a).

Por tanto, al igual que durante un eclipse “la sombra de la tierra nos revela la verdadera naturaleza de la luna”, la sombra que por tanto tiempo se ha cernido sobre la figura de san José permite vislumbrar el rostro del Padre. La teología ha tenido que vérselas generalmente con la penumbra, aquella región a donde llega la luz desde fuentes ideales. Explica Tomás de Aquino la intuición de Agustín de Hipona sobre uno de dos tipos de conocimiento, el vespertino: el conocimiento del ser de la criatura (1265-1274, I, q. 58, a. 6). Por eso la teología comienza a la hora del poniente, cuando va concluyendo el día e irrumpiendo la noche; entonces la sombra ha terminado su recorrido. José hace parte de la invitación renovada a ocuparse en serio de “las sombras que, en vez de ocultar, revelan” (Casati, 2001, p. 8.239-240). O si se prefiere, glosando a Raimon Panikkar (2005, p. 9), cuando la sombra da acceso a los relámpagos que, a veces blancos y a veces rojos, son azules, los aislamientos artificiales ya no sirven; entonces el problema del otro empieza a convertirse en el propio interrogante, pues se ha adquirido la nueva inocencia, la inocencia consciente; a mi juicio, la que simboliza el peregrino José de Nazaret.

Alberto Echeverri, dialnet.unirioja.es

Notas:

1.   La oración A cunctis, que hace parte del Breviario romano, es compendio de las conmemoraciones comunes o sufragios de los santos.

2.   Ya en 1521 Isidoro Isolani había escrito la “Suma de los dones de San José” Recuperado de: http://www. treccani.it/enciclopedia/isidoro-isolani_(Dizionario-Biografico); consultado 23 de julio de 2016.

3.   No es claro si el pontífice tenía en cuenta la tradición de las comunidades cristianas ortodoxas que incluyen en su santoral muchos de los personajes de la primera alianza; no había por esa época la consideración ecuménica de las diversas iglesias hoy corriente entre nosotros.

4.   Esta mentalidad ha dado lugar a referencias como la que ofrece el sitio actual de Wikipedia: “no se menciona a José de Nazaret en los evangelios sinópticos durante el ministerio público de Jesús, por lo que se presume que murió antes de que éste tuviera lugar” (José de Nazaret. Recuperado de: https://es.wikipedia.org/wiki/ José de Nazaret; consultado 12 de mayo de 2016). Una afirmación imprecisa la de esa mención, cierta en el caso de Marcos, falsa en Mateo y Lucas.

5.   Sin embargo, el texto alarga la mirada: se le invoca como protector ante “los peligros que amenazan a la familia humana” (Juan Pablo II, 1989, n. 31b). Es el segundo de los documentos pontificios dedicados por entero a san José y el último hasta hoy.

6.   La bastardilla es del original.

7.   El papa llega a extender su significación hasta un tema que en los decenios sucesivos será central en la doctrina social de la Iglesia: “después de merecer el calificativo de justo (2Pe 3,13; cf. Is 65,17; Ap 2, 1), ha quedado como ejemplo viviente de la justicia cristiana, que debe regular la vida social de los hombres”.

8.   Una especialista en el tema enumera el patronazgo de tres advocaciones de la virgen María, del Espíritu Santo, de la Trinidad, de la Santa Cruz, del Salvador, de siete santos y cuatro santas; ¿olvidó incluir a san José o quizás este nunca fue patrono de alguna confraternidad? (Sánchez de Madariaga, 2011, p. 179). Por demás, aun los arquitectos lograron tener su propio patrono en santo Tomás, el discípulo de Jesús, con base en la leyenda que lo conectaba con un rey de la India, quien lo adquirió como esclavo para encargarle la construcción de su palacio; pero bien podría serlo san José si el tekton evangélico designa, más que a un carpintero, a un constructor (“un artesano que trabaja con diversos materiales como la piedra, la madera e incluso el hierro” (Pagola, 2013, p. 66).

9.   “José, de sangre real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del artesano el necesario sostén para su familia” (QP, p. 4). Y, de acuerdo con la Historia copta de José el carpintero (s.f.). XXIX, “practicó su oficio (…) hasta el día en que lo atacó la enfermedad de que debía morir”. Quizás el “san José artesano”, en lugar de carpintero, contribuiría a la revalorización de todo tipo de trabajo manual tan demeritado en el mundo contemporáneo: “ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganarse el pan con el trabajo de sus manos”, había declarado Pío XI (1937, n. 87) en la encíclica ya citada.

10. La bastardilla es mía. Si bien la referencia pierde su impacto al citar el n. 9 de su precedente encíclica Laborem exercens (14 de septiembre de 1981): El “trabajo que (…) hace al hombre, en cierto sentido, más hombre”; cabría preguntarse si la atenuación hace parte de la discusión con el socialismo sobre el trabajo como un valor al tiempo que un derecho.

11. Sucesivamente: capítulo II, 4-16 y capítulo III, 17-21; n. 22-24; 25-27; 28-31; 32.

12. Sin que se ignore que el término griego Andra Marías, usado por los Sinópticos para caracterizar la relación de José con María (Mt 1, 16-19) significa estrictamente “su hombre”, manera corriente en el evangelio de nombrar al esposo de una mujer.

13. La bastardilla es del original. Nótese que es la teología posterior, no la del evangelio, la que distingue como “padres de Cristo” a José y María. Y la historia del arte renacentista ha identificado en Rafael Sanzio de Urbino (1483-1520), quien comienza su actividad pictórica a inicios del siglo XVI, al primero que representa a María como jovencita, una casi adolescente, que tiene en brazos a Jesús recién nacido o niño de pocos años.

14. Nacido 75 años atrás en Valladolid (España), hoy “Centro de Investigación Josefino Español”, da origen en 1947 a Estudios josefinos, la más reconocida revista en lengua española especializada en estudios históricos y teológicos sobre la figura de san José.

15. Centro Josefino de Centro América. Dolores y gozos de san José. Recuperado de http://www.centroiph.org/index.php?option=com_content&task=view&id=14&Itemid=34 consultado 25 de abril de 2016; las mayúsculas internas son del original.

16. Habrá que esperar a la estatuaria y la pintura de muy entrado el siglo XVII y a los siguientes para encontrar a un José de barba blanca, que sostiene en un brazo a un niño, asemejado más al nieto que al hijo, mientras en la otra muestra el lirio símbolo de la virginidad; pareciera que la composición artística tuviese mayor interés en subrayar la castidad del santo que su fe. No conozco estudios sobre la figura de san José en la historia del arte cristiano y, menos aún, su posible comparación con la de Antonio de Padua, un parangón indispensable de ser cierto que el santo franciscano ha remplazado a san José en la devoción popular.

17. También Abraham es un desplazado que emigra a Egipto por la carestía que aqueja a la región del Negueb, y un prófugo que de alguna manera se ve forzado a escapar de los egipcios para que no le rapten a su esposa Sara (Gn 12, 10-20). Las citas bíblicas son tomadas de la traducción ahora indicada, a menos que se cite otra por motivo de contraste.

18. Nótese que Marcos es considerado por los exégetas como autor del evangelio más antiguo y fuente para los de Mateo y Lucas, en esta ocasión y en la precedente (Mc 3, 31-35) en las que podría hacer referencia a José, nunca nos da su nombre, pero sí reporta en la segunda los de la madre y cuatro hermanos; por añadidura, señala unas hermanas anónimas en su elenco de parientes; pero en ninguno de los dos casos incluye un padre. Y que el tradicional relato de “la pérdida (y hallazgo) del Niño Jesús en el templo”, al origen del quinto misterio gozoso del rosario mariano-, no tiene fundamento evangélico: Jesús “se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta” (Lc 2, 43); la bastardilla es mía.

19. La insistencia de la Iglesia católica romana en la maternidad única de María ha llevado a preferir una determinada acepción de la expresión evangélica “los hermanos y las hermanas” de Jesús (Marcos 3, 31-33; 6, 3; Mateo 13, 55-56; Juan 2, 12; 7, 3.5) a la otra: “en las lenguas bíblicas la palabra puede referirse en algunas ocasiones a personas unidas por otros grados de parentesco” (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 1484, nt. b a Marcos 12, 46); la bastardilla es mía. Mateo utiliza la misma fuente de Marcos, lo que sugiere un acontecimiento histórico.

20. A menos que quiera apurarse como argumento propicio el genérico “gozaba del favor de Dios y de los hombres” (Lc 2, 40.51), expresión tomada del antiquísimo libro de los Proverbios (Pro 3, 4) y repetida en la descripción de otros personajes bíblicos, como Sansón (Jueces 13, 24b), Samuel (1S 2, 26) y Juan el Bautista (Lc 1, 80). “Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o separada”: de ahí que el papa Francisco desee mostrar enseguida que el grupo formado por José, Jesús y María en Nazaret “no era visto como una familia rara, como una casa extraña y distante del pueblo mismo”; por eso sus contemporáneos “tenían dificultad para reconocer la sabiduría de Jesús” (Mc 6, 2-3; Mt 13, 55). Y añade: “Lo que confirma que era una familia simple, cercana a todos, insertada de manera normal en el pueblo” (2016, n. 182); la bastardilla es del original. Esfuerzo hermenéutico notable que va más allá de la narración evangélica, pues las singularidades que los vecinos de la casa de Nazaret podían advertir en ellos –lo especificábamos atrás- no permiten deducir que se tratara de una familia como tantas otras. Además, un varón judío que, como Jesús, parece haber superado los veinticinco años sin haberse casado, no debía ser bien visto por quienes lo rodeaban y por eso mismo tampoco sus padres.

21. La bastardilla es mía. Podría estar de acuerdo con el evangelio dicha afirmación si se acepta que “Jesús no vivió en el seno de una pequeña célula familiar junto a sus padres, sino integrado en una familia más extensa” (Pagola, 2013, p. 53).

22. “Estudia las Escrituras y verás que de Galilea jamás procede un profeta”: es la tajante respuesta que dan los fariseos a Nicodemo quien reclama el derecho de Jesús a ser oído antes de recibir una condena (Juan 7, 50-52).

23. Según el “Índice temático” de la Biblia (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 1921) no hay ninguna en los Sinópticos; solo Juan tiene dos muy someras “Y el oficial del rey y toda su familia creyeron en Jesús”, que ha curado al hijo  (Jn 4, 53); “Un esclavo no pertenece para siempre a la familia pero un hijo sí, y para siempre” (Jn 8, 35), ofrecen cierta relevancia en los Sapienciales, en los Hechos, en algunas de las cartas paulinas y en una de las de Pedro.

24.  Para otros, parábola del hermano mayor envidioso. Lucas la ubica en una respuesta que da Jesús a los escribas y fariseos, sus críticos porque come con pecadores; la cristología contemporánea sugiere que pertenece a un contexto más amplio (Pagola, 2013, p. 138, nota 31).

25. Se adivina cierta ironía en el texto paralelo de Mateo (20, 20-28) cuando señala como peticionaria a la madre de los dos discípulos; sorprende que Jesús no parezca mostrar algún aprecio por el vínculo familiar, pues no dirige su atención a la mujer, en contraste con muchos otros momentos en que la presencia femenina es definitiva para él, sino al grupo de los discípulos a quienes implica en su respuesta: acababa de preanunciarles su muerte por tercera vez (Mc 10, 32-34; Mt 20, 17-19). La presencia del texto, casi idéntico en los tres Sinópticos (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21), permite atribuirlo al mismo Jesús.

26. Pagola (2013, p. 64, nota 41) opta por reportar los nombres de los hermanos, solo varones: Simón (Simeón), José, Judas (Judá) y Santiago (Jacob), ya proporcionados por Marcos ( Mc 6, 2-3).

27. Elaboración de la comunidad mateana (Mt 23, 9) pero “eco del pensamiento auténtico de Jesús” (Pagola, 2013, p. 54, nota 13).

28. El texto se remonta a 1578. A mediados de agosto el carmelita descalzo escapa de la cárcel de Toledo, donde ha sido retenido por los Calzados desde inicios de diciembre del año precedente.

29. Será la misma exhortación la que, en parte citando a Pablo VI, vuelva (AL, n. 30.65-66) sobre el rol educador ya no del solo José sino de la familia de Nazaret.

30. La bastardilla es del original. Escribía así el papa Francisco al presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, cardenal Marc Ouellet, en una “reflexión sobre la actividad pública de los laicos en nuestro contexto latinoamericano”; el texto tiene la misma fecha de la exhortación AL. Se cumplen ambas memorias en la familia de Nazaret (w2.vatican.va/content/francesco/es/letters/2016/documents/papa-francesco_20160319_ pont-comm-america-latina.html; consultado 15 de mayo de 2016).

31. La bastardilla es del original. Y añade el texto: “cuya única y obligada puerta es Cristo”, “el celestial Agricultor la plantó como viña escogida”, “habitación de Dios”; es la obligante referencia a la contraparte la que confiere el propio ser a cada uno de los miembros del par (Concilio Vaticano II, 1967, n. 6).

32. La bastardilla señala el original entrecomillado.

Florencio Domínguez Iribarren

Dos años y dos meses después de cometer su último atentado en territorio español, ETA anunció el “cese definitivo” del terrorismo. Lo hizo mediante una escueta declaración difundida el 20 de octubre de 2011. Cuando se publicó ese anuncio, ETA estaba a punto de cumplir 53 años de existencia, en los cuales se ha cobrado la vida de 858 personas.

La elección de la fecha pudo estar relacionada con la convocatoria anticipada de elecciones efectuada por el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, para el 20 de noviembre. Los servicios de información habían detectado la existencia de un debate en el seno de la banda cuyo plazo de finalización, en principio, estaba previsto para la primavera de 2012. Sin embargo, el resultado se anticipó coincidiendo con el adelanto de las elecciones generales a las que la izquierda abertzale, por vez primera en una década, concurría dentro de la coalición nacionalista Amaiur.

En la declaración del 20 de octubre ETA anunciaba el cese definitivo del terrorismo, pero no decía nada acerca de su desaparición como grupo o del destino de su armamento. El anuncio desató sentimientos encontrados en la sociedad. A la satisfacción porque ETA planteaba que iba a dejar de matar, se unía la emoción por el recuerdo de todos los crímenes cometidos hasta ahora, el dolor por la sangre vertida a lo largo de medio siglo de historia y la prevención ante el temor de que los terroristas, y no solo ellos, pretendan exigir la impunidad por dar ese paso.

El paso del 20 de octubre era importante, incluso con las reservas que suscitaba la continuidad de ETA y el temor a que en algún momento pudiera haber una marcha atrás y una vuelta a las armas. No es un secreto que, por ejemplo, entre los presos de la banda hay un sector no desdeñable que cree que la declaración de octubre representa una derrota y una traición a su historia y que no son partidarios del fin de la violencia. Si entre el grupo de etarras en activo y en libertad hubiera un sector con las mismas ideas que esos presos, existiría un riesgo potencial de ruptura.

El Estado, que tiene que organizar su estrategia teniendo en cuenta los escenarios más desfavorables, debe contemplar la hipótesis de que ETA en su conjunto o una fracción pudiera tener la tentación de volver a emplear las armas. La banda ha frustrado demasiadas veces las esperanzas de que el terrorismo desapareciera de manera definitiva como para no tener memoria de ese pasado. Y las experiencias internacionales, como por ejemplo la de Irlanda del Norte, aconsejan no descartar la posibilidad de que en algún momento un sector de ETA decidiera proseguir con la violencia.

No hay que mirar solo hacia afuera para tener esta clase de ejemplos. En 1982, sin ir más lejos, cuando una parte de ETA político-militar decidió, tras la VIII Asamblea, abandonar las armas y reinsertarse en la vida democrática, otros sectores de la misma organización decidieron seguir con el terrorismo. Una fracción del grupo se decantó por ingresar en ETA-m, mientras otra era partidaria de continuar como grupo autónomo. La ruptura fue inevitable entre los dos sectores. Los partidarios de ingresar en ETA-m, conocidos como “milikis”, constituyeron a principios de 1983 ETA (político-militar) VIII Asamblea pro-KAS. Entre estos últimos se encontraban personajes que, con el tiempo, se harían muy conocidos del gran público; es el caso de Arnaldo Otegi Mondragón y Francisco Javier López Peña, conocido entonces por el alias de “Zulos” y más recientemente por el de “Thierry”.

Los “continuistas” denunciaron a sus ex-compañeros del grupo de Otegi y López Peña por haber decidido integrarse en ETA-m con el argumento de que “la estrategia político-militar ha fracasado y es ETA-m quien ha ganado la partida” [1]. La escisión pro-KAS estaba formada por una veintena de militantes, un grupo reducido, menos de la mitad de la actual ETA, pero que fueron suficientes para mantenerse en activo durante un año, en el que cometieron siete atentados. Esa actividad formaba parte de las condiciones impuestas por ETA-m antes de admitirlos en su seno. Tenían que demostrar que “realmente poseían una infraestructura mínima, humana y material, que permitía su mantenimiento”.

Arnaldo Otegi, al recordar aquella etapa como militante de la facción “miliki” (ETA-pm VIII Asamblea pro-KAS), señala: “A partir de la VIII Asamblea algunos de nosotros asumimos conscientemente que la pérdida de referencia en ETA no tenía posibilidad de sustitución (...). Pensábamos que la única posibilidad era confluir en ETA-m y que era HB la referencia obligada para llevar adelante esta convergencia de la izquierda vasca” [2].

Como punto final de las condiciones de entrada en ETA-m, el sector pro-KAS hubo de hacer pública una declaración reconociendo que toda su trayectoria había sido equivocada y que la razón estaba de parte de los “milikis” y de KAS: “Con el sabor amargo de siete años de historia, los militantes consecuentes de la Organización político-militar nos vemos en la obligación de aceptar nuestra responsabilidad histórica y la total autocrítica como parte integrante que hemos sido de este proceso” [3].

Las prevenciones que la historia y la desconfianza suscitan ante la eventualidad de que la renuncia a la violencia pueda ser reversible, no pueden impedir, sin embargo, que se haga una valoración positiva de la declaración, porque ha sido el Estado el que ha obligado a la banda terrorista a dar un paso de esas características que contradice todas las posturas que ETA había mantenido en el pasado. En contra de lo que afirman algunos, la renuncia a la violencia no es consecuencia del proceso de diálogo de los años 2005 y 2006, sino de la rectificación posterior de aquella política y la vuelta a la firmeza del Estado de Derecho.

La violencia ha sido algo consustancial a la naturaleza de ETA y si renuncia a ella pierde no solo su seña de identidad, sino el factor que ha hecho que esta organización haya sido lo que ha sido. ETA es un grupo clandestino y armado que ha pretendido imponer sus posiciones políticas por la fuerza. Ahora, sin embargo, se ha visto obligado a anunciar que renuncia al terrorismo. Nadie se hubiera imaginado un paso así hace pocos años y menos que nadie la propia ETA.

En 2009, un documento de la banda terrorista afirmaba que “ETA no se desmilitariza porque no está militarizada. Es más adecuada la desactivación militar, fin de la campaña o contienda militar, cierre del frente... Expresiones como ‘desmantelamiento de las estructuras militares’ se apartan por no ser correctas. ETA no dará nunca las armas al enemigo, ni las romperá, las guardará. ETA no desaparecería, continuaría como Organización política dentro de la izquierda abertzale, hasta que otro tipo de situación y debates digan lo contrario” [4].

La banda terrorista ha dado ese paso forzada por la debilidad provocada por la actuación de los sucesivos gobiernos. La última etapa de ETA es un ciclo que se desarrolla entre 2001 y 2011. Hace apenas cuatro años, el entonces jefe del “aparato militar” de la banda Garikoitz Aspiazu, “Txeroki”, hizo un análisis autocrítico de los avatares sufridos por ETA en la última década. De forma esquemática explicaba cómo a partir de 2001 empezaron a utilizar muchos militantes sin experiencia que tenían “más dificultad operativa y menos capacidad militar”; los nuevos comandos tenían “poca experiencia para golpear” y su estructura central era “cada vez más débil”. “Siendo todos estos factores una realidad objetiva, el declive que vino a partir de 2001 era lógico”, concluía [5].

El análisis del dirigente etarra, que mencionaba otros factores de la debilidad de ETA, era bastante certero a la hora de identificar las causas del inicio de la decadencia de la banda terrorista y el momento a partir del cual se inició la cuenta atrás. La fortaleza que ETA había mostrado tras romper la tregua en el 2000 duró un año y medio. Al cabo de ese tiempo, la acción policial le puso freno y disminuyó de manera vertiginosa la capacidad de cometer atentados. De los 23 asesinatos provocados en el año 2000, se pasaron a 5 en el 2002 y a 3 al año siguiente.

Los etarras se dieron cuenta enseguida de que habían perdido la iniciativa, que estaban a la defensiva y que su capacidad para atentar era mucho más limitada que sus deseos de hacerlo. “A partir del 2002 se debilitó progresivamente la estructura en la clandestinidad”, explicaba “Txeroki”.

La falta de actividad etarra, al menos de actividad al nivel que deseaban los propios terroristas, se tradujo en frustración de no pocos cuadros de la organización. Y con la frustración aparecieron los conflictos internos. En 2002 fueron expedientados cinco miembros de la estructura que se dedicaba a la compra de armas y explosivos en el mercado negro por pedir la celebración de una asamblea. A pesar de ello, la dirección de ETA aceptó desarrollar un debate interno en el que se reconoció que había “un gran desequilibrio entre los ataques que sufre ETA en la actualidad y su capacidad de llevar a cabo acciones” [6]. Es decir, que eran más los golpes recibidos que los atentados que era capaz de cometer la banda.

Esa situación adversa fue la que provocó en 2003 una importante crisis interna por la rebelión de un grupo de dirigentes del aparato militar, encabezados por “Txeroki” y Mikel Carrera, “Ata”, que estaban insatisfechos por la falta de atentados y culpaban a sus jefes de esa falta de acción de ETA. En 2004 se suscitó una nueva crisis a raíz de la carta firmada por un grupo de presos, encabezados por “Pakito”, en la que se pedía el final definitivo del terrorismo al considerar que ETA ya no tenía capacidad para obligar al Estado a una negociación y al poner en cuestión la eficacia de la violencia por los límites operativos de la banda.

La dirección de ETA se vio obligada a aplicar medidas disciplinarias en todos esos casos para atajar los problemas internos y mantener el orden. Las tensiones registraron un momento de calma en el año 2005 por la perspectiva de un proceso de negociación con el Gobierno que se materializó en el 2006. Fue un paréntesis político, pero en él la banda no recuperó capacidad operativa. ETA hizo fracasar el diálogo y reanudó la actividad terrorista, pero sin tener ni de lejos la capacidad que había tenido, por ejemplo, en el año 2000.

De nuevo la impotencia etarra forzó la apertura de otro debate interno entre 2007 y 2008, en el que la banda reconocía su debilidad estructural y su incapacidad para desarrollar el nivel de violencia que deseaban. Además, luchas de poder entre dos facciones iniciadas en 2007 y prolongadas en los primeros meses de 2008 debilitaron más a ETA, que tuvo que gastar muchas energías en la crisis interna.

Documentos de la dirección de ETA del 2009 realizaban un análisis de la situación de la banda que resultaba demoledor para sus propios intereses; admitía que la eficacia policial era muy superior a la capacidad de la banda (“se ha creado un desequilibrio entre los ataques represivos del ene- migo [...] y la respuesta armada”) y que la persecución legal le había puesto en peor situación de la que estaba (“desde la finalización del proceso de negociación [...] se ha agravado la situación de excepción que ya tenía im- puesta el enemigo”) [7]. Los dirigentes etarras reconocían que la izquierda abertzale estaba en crisis y que no habían podido desarrollar ni las campañas políticas ni las terroristas que habían planeado a causa de la represión policial.

Los conflictos abiertos a partir de mediados de 2009 con Batasuna, después de que el Tribunal de Estrasburgo confirmara la ilegalización, hicieron el resto. ETA no solo perdió la capacidad de realizar atentados, sino que como consecuencia de esa debilidad perdió la capacidad para controlar a su entorno político.

La declaración del 20 de octubre de 2011 era el último paso de una serie de decisiones que la banda terrorista se había visto obligada a tomar a lo largo de dos años haciendo renuncias en sus posiciones previas. Fueron todos movimientos forzosos que la banda no hubiera tomado si no hubiera sido debilitada por la eficacia policial, y su entorno político no hubiera sido acorralado por la política de ilegalizaciones avalada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El proceso de movimientos de ETA, de manera esquemática, ha sido el siguiente:

ü    Febrero de 2010: ETA toma la decisión de no realizar atentados y de- dicar todos sus esfuerzos a la reestructuración interna para reforzar sus medidas de seguridad y “blindarse” frente a la acción policial. El acuerdo tiene carácter secreto y es bautizado en el seno de la banda como “parón técnico”. No tiene ninguna dimensión política, sino que obedece a la necesidad de hacer frente con más eficacia a la persecución policial. Poco antes, en enero, la banda terrorista había fracasado en el intento de reventar el de- bate de Batasuna mediante un espectacular atentado que pretendía come- ter contra las Torres KIO en Madrid. Una actuación de la Guardia Civil había impedido que se consumara ese atentado. Ese fracaso se unía a otros muchos que se estaban produciendo en los meses anteriores.

ü    Septiembre de 2010: ETA hace pública la interrupción de lo que llama entonces “acciones ofensivas”, que no es sino el “parón técnico” de febrero. El anuncio, a través de la BBC para darle solemnidad, pretende aliviar la presión a la que la banda está sometida por su propio entorno político, que le reclama una tregua para que Batasuna pueda iniciar el proceso de legalización. La Declaración de Bruselas, promovida por Brian Currin y suscrita por personajes del ámbito internacional, es el principal instrumento de presión utilizado por la izquierda abertzale. El anuncio de septiembre, sin embargo, resulta insuficiente por su ambigüedad para los planes de Batasuna de poner en marcha el proceso de legalización.

ü    Enero de 2011: ETA anuncia una tregua definida como “permanente, de carácter general” y verificable “por la comunidad internacional”. Durante todo el año anterior la banda había rechazado declarar una tregua si no había una negociación previa con el Gobierno español y este no asumía compromisos, como había ocurrido con el alto el fuego de 2006. Al final, tuvo que resignarse a declarar la tregua de forma unilateral.

Este anuncio sí que satisface a Batasuna, que lo aprovecha para presentar su nuevo partido, Sortu, en el registro del Ministerio del Interior. La de- cisión de la tregua se adopta por una treintena de miembros de ETA durante un debate mantenido a finales de 2010. Los objetivos del anuncio son facilitar los trámites de legalización de un nuevo partido, recomponer las relaciones con Batasuna y facilitar la entrada en juego de “personalidades internacionales” para que a partir de entonces dirigieran su presión hacia el Gobierno español en lugar de dirigirla hacia ETA. Se pretendía que esas “personalidades internacionales” forzaran al Gobierno a aceptar a posteriori el compromiso de una negociación que no había aceptado antes de la tregua.

La declaración de tregua sirve para pacificar las relaciones entre la banda terrorista y Batasuna, y para poner fin a las tensiones que se habían registrado el año anterior. El partido promovido por Batasuna, Sortu, fue rechazado por el Tribunal Supremo y su suerte, en el momento de redactar estas líneas, está en manos del Constitucional. Sin embargo, la coalición Bildu, formada por la antigua Batasuna, Eusko Alkartasuna y Alternatiba, recibió el visto bueno del Tribunal Constitucional para presentarse a las elecciones locales de 2011, en las que obtuvo un notable éxito. De esta forma, Batasuna encontró una gatera para regresar a las instituciones, dejando tocada la política de ilegalizaciones que tan eficaz había sido a la hora de provocar un conflicto de intereses entre ETA y su brazo político.

ü    Verano de 2011: ETA renuncia a la “dirección política” de la izquierda abertzale. Algunos meses después del inicio de la tregua, ETA envía una comunicación a sus militantes en la que reconoce que el ejercicio de la “dirección política” queda en manos de Batasuna, ante la imposibilidad de que la desarrolle la propia ETA por culpa de la represión policial. La banda reconoce de manera oficial lo que ya era una realidad: que no tenía capacidad para marcar la línea que debía seguir su entorno político. El pulso iniciado en el verano de 2009 por ver quién tomaba las decisiones en el mundo de la izquierda abertzale se cerraba formalmente dos años más tarde con el reconocimiento de la incapacidad etarra de controlar a su entorno político.

El reconocimiento de ETA tiene una gran importancia simbólica, pues siempre había sido “la vanguardia” del movimiento revolucionario vasco y ese papel había sido reconocido por su entorno que, de esa forma, admitía su supeditación a los designios de la banda.

“La Organización (ETA) es el principal responsable del desarrollo de la estrategia político-militar dentro del movimiento de liberación. Por tanto, históricamente le corresponde la dirección política y desarrollar la función de vanguardia”, había escrito “Txeroki” en 2008. Tres años más tarde esa idea era ya parte de un pasado que no iba a volver. ETA ya no tenía posibilidades de ser la “vanguardia” que había sido.

ü    Octubre de 2011: ETA anuncia el fin de la “actividad armada”. La decisión se toma tras un debate de dos meses mantenido entre los activistas que están en libertad.

La derrota operativa de ETA, que se podía constatar desde finales de 2001, hubiera obtenido un carácter de reconocimiento oficial por el pro- pio grupo terrorista con la declaración del 20 de octubre. Pero el contexto en el que se produjo el anuncio ha permitido a ETA y a su entorno desdibujar la idea de fracaso histórico e, incluso, capitalizar políticamente una decisión que contradecía toda su trayectoria. El éxito del Estado al provocar la derrota operativa de la banda terrorista se ve contrarrestado por el problema político que le plantean los éxitos electorales de las siglas apoyadas por la ilegalizada Batasuna.

Tres días antes del anuncio etarra, el 17 de octubre, promovida en la sombra por la izquierda abertzale y con el visto bueno del Gobierno, se había celebrado una conferencia internacional en San Sebastián, con presencia del ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, entre otras personalidades del ámbito exterior. La conferencia se saldó con un llamamiento a ETA para que anunciara públicamente el “cese definitivo de su actividad armada”. Pero no se conformaron con eso. Trazaron también una hoja de ruta que iba mucho más allá del fin del terrorismo y que sintonizaba con las demandas tradicionales de ETA y su entorno.

La declaración de la conferencia de San Sebastián, leída por el ex primer ministro irlandés Bertie Ahern, además de solicitar el “cese definitivo” del terrorismo etarra, reclamaba un diálogo de la banda con los Gobiernos de España y de Francia para tratar “las consecuencias del conflicto”.

Lo que se entiende por “consecuencias del conflicto” está explicado en no pocos documentos de Batasuna y de la propia ETA. Un texto de Batasuna del año 2009, titulado “Aclaración estratégica”, precisaba lo que eran esas consecuencias: la excarcelación de presos, la vuelta de los huidos, el “desarme y desmilitarización de Euskal Herria” y la “reparación de víctimas y cohesión social para un escenario de soluciones”. Cuando hablan de desarme no se refieren solo a que ETA abandone las armas, sino a que también se produzca un proceso de retirada de efectivos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE). Lo dice ETA en otro documento de 2009 en el que señala que la desmilitarización incluye “la expulsión de las fuerzas ocupantes”.

El documento de San Sebastián reservaba lo que se ha venido llamando “negociación técnica” a ETA y a los Gobiernos, pero no se limitaron a eso. El texto de la conferencia internacional incluía otro punto, reclamando, con eufemismos y circunloquios, negociaciones políticas. Además sugiere que los representantes políticos “discutan cuestiones políticas”, mencionando la consulta a la ciudadanía.

La celebración de la conferencia de San Sebastián creó el ambiente en el que se dio a conocer, tres días más tarde, la declaración de ETA; declaración que, antes o después, hubiera terminado produciéndose sin necesidad de una puesta en escena encaminada a dignificar el paso de la banda terrorista. La legalización de unas siglas en las que participaba Batasuna antes del fin definitivo de ETA y la conferencia internacional han contribuido a que la renuncia forzada a la violencia pueda ser capitalizada políticamente por aquellos que durante décadas la han perpetrado o alentado, y a que se difumine la percepción de derrota de los terroristas.

La declaración del 20 de octubre hay que interpretarla a la luz de las declaraciones efectuadas por portavoces de ETA y publicadas unos días más tarde en el diario Gara [8]. Ambos son textos complementarios que hay que analizar juntos para tener una idea cabal del alcance de la posición de ETA y de los planes de este grupo, una vez que ha dicho que ha renunciado a la violencia.

Pues bien, ETA contempla un modelo de negociación que se ajusta al di- seño establecido en 2004 con la “declaración de Anoeta” y que sigue el guión de la declaración de la conferencia internacional. ETA prevé una doble mesa de negociación: la política, de la que no formaría parte, y la que se ocuparía de las “consecuencias del conflicto”, en la que sí estaría la banda.

El esquema, en teoría, iba a ser empleado para el proceso de 2006, pero la propia banda no lo respetó y condicionó las conversaciones políticas de Loyola que mantenían PSE, PNV y Batasuna hasta provocar su fracaso. Tal vez por eso, para dar garantías, los representantes de la banda dicen ahora que “ETA no estará sentada en la mesa de la negociación política”. “La que represente en esa mesa a la izquierda abertzale en su conjunto será la unidad popular, principal referencia de la izquierda abertzale” [9].

El segundo ámbito de negociación en el esquema de la banda es el que tendría que darse entre ETA y el Gobierno con el objetivo de conseguir la puesta en libertad de los presos, la vuelta de los huidos y lo que el grupo terrorista llama “desmilitarización de Euskal Herria”.

ETA indica que ella se encargará de negociar la situación de presos y huidos, aunque curiosamente asegura que no lo haría si no contara con la autorización de los dos colectivos. “Además, de cara a la negociación, ETA ha adoptado un compromiso concreto: no tomará ninguna decisión que afecte a los presos y a los exiliados vascos sin contar con su aprobación”, señala.

Si pretender la excarcelación de los etarras condenados ya es difícil, ETA añade una exigencia adicional: lo que llama “desmilitarización de Euskal Herria”, que significa la retirada de las FCSE del País Vasco. “El final de la confrontación armada no podría entenderse si Euskal Herria permanece llena de fuerzas armadas”, dice la banda en las declaraciones citadas.

La coincidencia de ETA y Batasuna sobre este esquema es total. El partido ilegalizado, en su más reciente documento, es el que marca la línea política para 2012. Dentro del epígrafe referido a las “consecuencias del conflicto” incluye la excarcelación, que no acercamiento, de los presos etarras, el “reconocimiento” de las víctimas y la expulsión de las FCSE pre- sentada como contrapartida al desmantelamiento de ETA [10].

La contrapartida a esas tres demandas –presos, huidos y FCSE– sería la entrega de las armas. ETA dice en Gara que “la cuestión” de las armas está incluida en la agenda de negociación con el Gobierno, que está dispuesta a hablar del asunto y a “adoptar compromisos”.

Las tensiones que durante los meses finales de 2009 y en 2010 se registraron entre ETA y Batasuna han desaparecido, y ahora las dos partes comparten la misma línea de acción. La declaración presentada por Batasuna en el Palacio del Kursaal el 27 de febrero, en la que el partido ilegalizado elude reconocer cualquier responsabilidad activa en los años del terrorismo, representa el límite máximo hasta donde están dispuestos a llegar de forma unilateral. Reclaman que se muevan los Gobiernos de España y Francia, que cambien radicalmente la política penitenciaria llegando a la excarcelación de los terroristas presos, que accedan a corto plazo a la negociación que demanda ETA y, un poco más tarde, a la negociación política para cambiar el marco jurídico vigente. Mientras tanto, ni ETA ni Batasuna están dispuestos a realizar una autocrítica de su historia que les lleve a reconocer su responsabilidad en el terrorismo y la ilegitimidad de sus crímenes. Su único plan es abrir una nueva transición en el País Vasco –que para ellos sería la de verdad– en la que se impusiera su modelo político, se garantizara la impunidad por los desmanes que han cometido y se repartieran las culpas entre todos. De esa forma, ETA y Batasuna no serían más culpables que los Gobiernos o los medios de comunicación por lo ocurrido.

Ante ese escenario, el Gobierno español está sometido a múltiples presiones a la hora de determinar la política a seguir. Pesa, y es natural que así sea, la conciencia de la responsabilidad que tiene para conseguir que de la renuncia a la violencia se pase a la desaparición definitiva de ETA sin que haya episodios ocasionales de vuelta atrás. Pero tiene también que hacer frente a las demandas de los partidos vascos para llevar a cabo iniciativas políticas con las que afrontar la situación, cambios que, de momento, afectan a la política penitenciaria.

Hay en la política vasca una obsesión por la necesidad de dar respuesta a los movimientos de ETA, respuesta que siempre se interpreta en el sentido de dar alguna satisfacción o de relajar la firmeza de las políticas aplicadas hasta ahora. Para los nacionalistas, ahora que ha parado ETA, es el momento de aprovechar la ocasión para ir más allá del Estatuto. Antes, con el Plan Ibarretxe, por ejemplo, también se intentó, a pesar de que ETA estaba en activo, pero no salió adelante. Para el PSE habría que resignarse a cambiar el Estatuto, tal vez como única forma de salvar los muebles. Nadie se detiene a pensar que la pacificación consistía en que los terroristas dejaran de pegar tiros y acataran las reglas comunes de los demócratas.

Además, hay prisa, mucha prisa. Apenas han pasado unos pocos meses desde el anuncio de la renuncia al terrorismo y ya se está reclamando el acercamiento de presos, por ejemplo. Ni siquiera parecen dispuestos a tomarse un tiempo razonable para verificar la voluntad de ETA. Incluso en la tregua de 2006, el Gobierno se tomó varios meses para verificar que el alto el fuego era real. Ahora no se ha tenido en cuenta ese plazo de gracia. Ni se quieren escuchar los datos que muestran las investigaciones policiales en el sentido de que ETA conserva su estructura, que realiza actividades para su mantenimiento o que, incluso, ha reclutado nuevos activistas, según constata la policía francesa.

Cuando ETA anunció la tregua de enero de 2011, en el terreno organizativo puso en marcha al comenzar el año lo que llamó “plan estratégico de estructuración”, con el objetivo de fortalecer a ETA y ajustar su estructura a la nueva situación. ETA se planteaba estar preparada para “todos los escenarios”, según especificaba en documentos internos. Los servicios antiterroristas señalan que la actividad interna de la banda no se interrumpió en ningún momento y que continuó realizando las actuaciones necesarias para volver a atentar si se tomaba esa decisión. En el verano del pasado año, incluso, un destacado miembro de la banda fue sorprendido tras realizar en Italia compras de material para la fabricación de artefactos.

Frente a los que tienen prisa, el Estado en el momento actual tiene razones de peso para tomarse las cosas con calma. No es a las instituciones democráticas a las que les apura el tiempo, ni las que tienen urgencia en cambiar la situación de los reclusos. Es a ETA y a Batasuna a quien le pueden urgir esos cambios, pero no al Estado. Son ellos los que tienen prisa por capitalizar el posible final de la violencia. Incluso lo reconocen abiertamente en sus documentos. El texto sobre su línea política para 2012 es claro al respecto:

“A los Estados les interesa que el proceso se desarrolle lentamente e intentarán alargar lo más posible todos los plazos. Con ello, el proceso se desvirtúa, reduciéndose a una salida meramente técnica. Por otra parte, no podemos dejar que el resto de agentes políticos se resitúen en el nuevo escenario. Si les damos tiempo para afianzar sus posiciones


políticas, la izquierda abertzale corre el riesgo de perder la iniciativa política”. (...) “Tenemos que intentar acelerar el proceso, sin dejar que el resto de agentes tomen posiciones” [11].

La izquierda abertzale, al mostrar sus temores, está diciéndonos cuáles son sus debilidades y, al mismo tiempo, cuál es la fortaleza del Estado

Florencio Domínguez Iribarren, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.      El Diario Vasco de 13 de febrero de 1983.

2.      Declaraciones de A. Otegi recogidas en el libro ETApm. El otro camino, de Giovanni Giacopuzzi. Txalaparta, 1997, pp. 254-255.

3.      Declaración de ETA-pm VIII Asamblea Pro-KAS publicada en Zuzen nº 40, de febrero de 1984.

4.      Documento titulado “Euskal Herria hacia su independencia. Proceso democrático. Reflexión sobre la alternativa para la solución democrática del conflicto político y para el reconocimiento de Euskal Herria”. Conocido como Prodem. Agosto de 2009.

5.      Documento sin título presentado en el debate interno de ETA desarrollado entre 2007 y 2008.

6.      Boletín Zutabe, número 100, de abril de 2003.

7.      Documento titulado “Evolución del proceso de liberación y situación política. Lectura dinámica de la evolución histórica del proceso de liberación” (2009).

8.      Gara, 11 de noviembre de 2011.

9.      Ídem.

10.    El documento de Batasuna afirma textualmente sobre este punto lo siguiente: “Junto con el final de la confrontación armada, se tienen que iniciar las negociaciones para el desmantela- miento de las estructuras militares de ETA y la retirada de las fuerzas policiales y militares que los Estados tienen en Euskal Herria. Mientras tanto, mediante la presión popular hay que crear precedentes que puedan ser pedagógicos. En los pueblos donde se den las condiciones adecuadas, podemos organizar iniciativas populares amplias que impliquen a otros sectores en la lucha ideológica”.

11.    Documento de Batasuna titulado “Línea política” (2012



Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Capítulo III: Una contribución de la psicología en el camino vocacional

Después del trabajo realizado hasta aquí acerca de la teología y la espiritualidad de la vocación, cabe ahora analizar más objetivamente las ciencias humanas que pueden complementar nuestra reflexión sobre este tema. Es sabido, desde el primer capítulo, que el dialogo vocacional entre el ser humano y Dios se da desde la fe, pero sin nunca renunciar los aspectos antropológicos. En la antropología teológica, que posee una larga tradición en la reflexión sobre el ser humano, hay un esfuerzo de diálogo con una psicología que considera la dimensión trascendental de la persona.

Junto con la antropología y las orientaciones del Magisterio, la psicología ha tenido un papel fundamental en la comprensión de los procesos vocacionales. Cabe resaltar que la relación entre psicología y espiritualidad alcanza una gran amplitud, pero que simplemente se explorarán en este capítulo algunas aportaciones más básicas. De ese modo, será posible comprender mejor la experiencia del discernimiento vocacional desde una perspectiva psicológica.

Al reflexionar sobre la antropología de la formación en el capítulo anterior, quedó clara la importancia de la dimensión humana y la dinámica del proceso vocacional que aportan las cuestiones a ser asimiladas por la persona llamada. La Iglesia los identifica como la recta intención, la libertad y las cualidades y actitudes vocacionales. Ellas «se identifican con la madurez humana suficiente a varios niveles fundamentales: el aspecto físico y la salud, el equilibrio psíquico, el carácter y la personalidad, la afectividad y la inteligencia» [1]. Es decir, asume la persona integralmente en una clara convergencia entre lo teológico espiritual, antropológico y psicológico. Así, este capítulo buscará una reflexión sobre la vocación dentro de un marco interdisciplinar.

Asimismo, el camino aquí propuesto intentará recoger elementos importantes de la vocación desde la psicología. Estos serán requisitos complementarios, que ayudarán en una comprensión más completa del candidato y su proceso de discernimiento vocacional. A la luz de la antropología vocacional elaborada por Luigi M. Rulla [2], este camino vocacional tomará una forma y un sistema más claros, que abordarán muchos elementos ya trabajados ampliamente en anteriores capítulos. Para que este itinerario alcance su objetivo, será importante en primer lugar retomar de modo más sistemático los criterios eclesiales de la vocación que ayudan en un estudio más objetivo del proceso.

No obstante, en un sistema humano bastante complejo, que no puede obviarse, es necesario comprobar la idoneidad de los candidatos en la admisión al seminario y a las órdenes, como bien expresa el Código de Derecho Canónico (CDC): «solo deben ser ordenados aquellos que, según el juicio prudente del Obispo propio o del superior mayor competente, sopesadas todas las circunstancias, tienen una fe integra, están movidos por recta intención (…)» [3]; y dejan claros los elementos objetivos con los cuales la autoridad responsable debe discernir la vocación. Como ya se ha señalado diversas veces en el capítulo anterior, la madurez humana es fundamental para toda decisión vocacional y aquí es asumida como uno de los principales objetivos de la vocación sacerdotal [4], pues ella posibilita la integración del crecimiento humano y espiritual.

Con eso, la doctrina de la Iglesia y su legislación han ofrecido criterios como la recta intención, la plena libertad y la idoneidad, que ayudan en la importante tarea de comprender la llamada. Tales criterios son objetivos evaluables, y permiten así a la Iglesia y al candidato reconocer cuidadosamente las señales que indican o no la vocación. De este modo, se abrirá un camino que une vocación y psicología y aborde entre otros aspectos el discernimiento y la teoría de la autotrascendencia de Rulla.

1.    Los criterios eclesiales como señales vocacionales

La Iglesia, como mediadora de la llamada divina, tiene la misión de discernirla y exigir en los candidatos unas determinadas cualidades que la sostienen en su camino. Ella debe conocer, comprobar y juzgar la idoneidad, puesto que se trata de un ministerio público y social que ejerce en nombre de ella. Solo así podrá garantizar la dignidad y eficacia del servicio que quiere prestar al Reino de Dios. Por ello, ofrece criterios vocacionales que deben ser aclarados y asumidos como partes fundamentales del proceso de discernimiento vocacional.

Consciente de la dimensión eclesial de la vocación y de todo trabajo dispensado por la Iglesia en objetivar los criterios vocacionales, este primer apartado buscará favorecer por medio de ellos el discernimiento vocacional que es no solamente personal, sino también eclesial. De este modo, se analizan de forma más completa las vocaciones de especial consagración. En síntesis, esta primera parte del capítulo se ha basado en criterios de la vocación en los que se expresa una profunda antropología y psicología.

1.1.  La recta intención

La recta intención como uno de los primeros principios que conducen al candidato a la vocación sacerdotal es fundamental en el proceso de discernimiento vocacional. En ella se evidencia la firme voluntad del candidato ante la gracia vocacional, que le pide una entrega libre y absoluta al Señor, orientada hacia el Ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural. Estos aspectos fundamentales ofrecen los elementos que autentican el discernimiento vocacional.

En este sentido, es importante distinguir si la intención vocacional del candidato es recta, es decir, si está basada esencialmente en el amor a Dios y en el servicio al Reino y al prójimo, o si hay otros elementos a ser conocidos y purificados. En esta vocación no pueden existir otros fines no trascendentes, por más bien intencionados que sean. Para entender mejor la importancia de esta señal vocacional indispensable, Luis María García Domínguez considera la recta intención o recta voluntad [5] como una «voluntad firme y pronta para aceptar consagrarse para siempre al Señor; el interés y la inclinación auténticos y orientados hacia el ministerio pastoral y una verdadera motivación sobrenatural son los dos elementos esenciales de la rectitud de intención» [6].

Con eso, la recta intención se vincula con la necesidad de conocer lo máximo posible sobre el significado y sentido de la vocación presbiteral y sus implicaciones para que, por medio de este conocimiento, el candidato pueda elegir libremente lo que se pretende. Además de esto, esta recta intención debe estar en una profunda conexión con la vida práctica y ser asumida por el candidato de modo existencial. De forma consciente acerca del largo proceso para alcanzar la recta intención en el candidato, se abre desde el principio un horizonte de purificación de las intenciones durante la formación inicial.

Ante la complejidad de las operaciones humanas que pueden ser conscientes o inconscientes, no siempre es posible que el candidato conozca y, por lo tanto, exprese totalmente sus intenciones. Por eso, se debe resaltar la extrema importancia de conocer y complementar el discernimiento con algunos elementos psicológicos, para no condicionar la decisión vocacional, sino ofrecer herramientas para una elección más auténtica e integral. En este sentido, José San José Prisco indica:

«Como criterio subjetivo, la recta intención hace referencia a la voluntad de querer abrazar al sacerdocio y a la capacidad de autodeterminación personal de cara a la opción donde el sujeto expresa con autenticidad las motivaciones que le impulsan a elegir el camino del sacerdocio. El problema para los formadores se plantea cuando se hace necesario escrutar los factores inconscientes o subconscientes que pueden ser condicionantes o incluso determinantes de la opción vocacional» [7].

Asimismo, prosigue con algunos indicadores de la recta intención que revelan una suficiente consistencia vocacional en el candidato y se refiriere al:

«Recto conocimiento de lo que significa el ministerio ordenado; capacidad para integrar las propias necesidades dentro de los valores y actitudes vocacionales; coherencia entre pensamiento, voluntad y acción; defensa de los principios con flexibilidad y sin agresividad; inclinación al amor altruista y al servicio desinteresado; confianza fundamental en los otros y en sí mismo; interiorización real de los valores vocacionales específicos del ministerio ordenado» [8].

1.2.  La plena libertad

Otra señal vocacional como criterio eclesial es la libertad plena tan necesario para los quien entran en el proceso de discernimiento vacacional, pues:

«Muy unida a la recta intención, la libertad ha sido considerada tradicionalmente como pre-requisito para una verdadera decisión humana. Además de la ausencia de violencia externa o miedo grave invalidante, la libertad se identifica con la capacidad de autoposesión y de autonomía manifestada en una actuación que se responsabiliza de las propias opciones. Desde la fe, además, se comprende la realización personal como autodonación al estilo de Jesús que vivió su libertad, paradójicamente, como Siervo» [9].

El ejercicio de la auténtica libertad sitúa al candidato ante la responsabilidad de elegir entre su vocación y su modo de ser en el mundo, respondiendo así existencialmente a la llamada; es decir, una respuesta responsable y libre que no niega la individualidad del sujeto, sino que lo convierte en una persona dotada de plena libertad ante Dios, ante a sí misma, el mundo y los demás.

Para acercarse del grado interno del candidato, el discernimiento tiene su referencia principal en la libertad de Jesús, que es una libertad entregada (Jn 10, 17-18) y totalmente fundamentada en la obediencia filial (Flp 2, 6-11). Esta libertad cristocéntrica es dinámica y posee un sentido, pues es también un “para” en vista a la propia libertad de los candidatos y de los demás. La exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis así explicita la importancia y el largo camino a ser recorrido hacia la verdadera libertad:

«La madurez humana y, en particular, la afectiva exigen una formación clara y sólida para una libertad que se presenta como obediencia convencida y cordial a la “verdad” del propio ser, al significado de la propia existencia, es decir, al “don sincero de sí mismo”, como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal. Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo» (PDV 44).

Solamente dotado de esta libertad responsable, autónoma y obedientemente entregada, es como el candidato está capacitado para discernir, elegir y decidir. Todos los signos que son contrarios a esta libertad como la dependencia, servilismo, desconfianza, pasividad e inseguridad, miedo de la decisión y de las responsabilidades, paternalismo, violencia, extrema rebeldía, etc., necesitan ser purificados en la libertad jesuánica que compromete toda la estructura humana, espiritual y psicológica de la persona. Indicadores de la libertad interna serían, por tanto:

«Capacidad para elegir y decidir; personalidad definida, propia y original; autonomía de criterios frente al ambiente; consciencia de los propios actos y responsabilidad; capacidad de entrega desinteresada y voluntaria; obediencia cordial y respuesta a las normas y a los formadores» [10].

1.3.  La idoneidad

Esta última señal vocacional es un criterio objetivo que debe ser reconocido en el candidato por la autoridad eclesial y se relaciona con la madurez humana, la salud física, las dotes intelectuales, la madurez afectiva y sexual y las dotes humanas-morales. Estas son, en general, el conjunto de cualidades especificadas como aptitudes idóneas para la vocación. En el proceso vocacional es muy importante que el candidato refleje en su vida la recta intención y libertad; y esto se consigue desde las cualidades encarnadas y asumidas por la persona, necesarias para la vocación y misión, que requieren una madurez necesaria:

«Capacidad de participar y de interesarse por las cosas que están fuera de uno mismo; capacidad para dedicarse a intereses y actividades diversos, para proyectarse en el futuro; relación profunda, cálida y personal con los demás y consigo mismo; aceptación de sí mismo o seguridad emotiva en todas las manifestaciones de su vida, dificultades, contratiempos, inseguridades; objetivación de sí mismo, introspección y autoconocimiento, capacidad de autocriticarse y capacidad de humor; filosofía de la vida capaz de dar a la existencia un significado y empeñarle en la acción» [11].

Los documentos de la Iglesia, principalmente a partir del Concilio Vaticano II, presentan diversas nociones sobre la madurez humana. Habla de la madurez en el celibato (OT 10), en su relación con la dimensión intelectual (OT 11). Pastores Dabo Vobis habla de la madurez humana [12], cristiana y sacerdotal [13]; afectiva y sexual [14], pero por su complejidad no ofrece una clara definición. Entre tanto, en síntesis, asume esta cualidad como fundamento de la idoneidad y la entiende [15] como «tensión dinámica y creativa, estado suficiente de diferenciación e integración somática, psíquica y mental, que dispone a la persona para desempeñar las tareas que ha de afrontar en un momento determinado y para hacer frente a las demandas de la vida» [16].

Esta comprensión de madurez humana integra la salud física y mental que se relaciona con la salud del cuerpo y de la mente de los candidatos; requisitos importantes para el ejercicio del Ministerio en su dimensión sacramental, pastoral y de gobierno. El mínimo exigido desde la legislación es que haya una normalidad conforme a la edad del candidato, es decir, «adecuado desarrollo anatómico-fisiológico, salud en el momento actual suficientemente buena y la ausencia de enfermedades crónicas o predisposiciones congénitas familiares» [17], como se presenta más detalladamente en los indicadores a seguir:

«En el nivel físico: desarrollo anatómico-fisiológico normal; salud actual suficientemente buena sin aparición de enfermedades crónicas; ausencia de predisposiciones congénitas familiares: alcoholismo, sida, drogodependencia. En el nivel psíquico: uso de razón suficiente para percatarse de lo que significa ordenarse; capacidad de juicio crítico, de razonamiento lógico, de comprender, de discriminar, de conocer; ausencia de trastornos aparentemente leves, pero rebeldes a los cuidados médicos: dolores de cabeza persistentes, insomnio, enuresis, manifestaciones hipocondriacas» [18].

La ausencia de cualidades psíquicas en el candidato que afectan a su consciencia y libertad son seguramente impedimentos para la vocación presbiteral. Esta compleja estructura requiere una adecuada investigación del candidato: «Sobre el ambiente familiar y sobre la historia completa de la persona, incluida la historia de posibles influencias y manifestaciones psicopatológicas; de ahí la conveniencia de acudir a expertos en el campo de la psicología para ayudar al juicio de la autoridad eclesial sobre la aptitud para el Ministerio» [19].

La aptitud intelectual está en función de la vocación y del Ministerio que va a ser asumido; es decir, es necesario que el candidato sea capaz de conocer integralmente la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias, que tenga una preparación doctrinal sólida y exigente, y que dé respuesta a los retos que se presentan constantemente en la tarea evangelizadora y una inteligencia práctica que le posibilite salir airoso de problemas concretos [20]; además de otros indicadores como:

«(…) disponibilidad para el estudio, la interiorización y elaboración de los propios conocimientos; posesión de ideas propias y capacidad de comunicarlas a otros; disponibilidad para asimilar las ideas de los otros; conocimiento integral de la naturaleza del sacerdocio y sus exigencias; inteligencia práctica para la vida y sentido común; preparación académica necesaria (canon 1032)» [21]

Como ya se ha señalado en Optatam Totius, la dimensión intelectual debe ser ordenada para que los candidatos adquieran la debida madurez humana (Cf. OT 6). A su vez, «la madurez intelectual solo se logra plenamente cuando se integra en el conjunto de una persona madura» [22].

La madurez afectiva y sexual [23] es fundamental en la estructura de la personalidad, pues se relaciona con el libre autocontrol, identidad e integración del yo, adaptación a la realidad, relaciones maduras, apertura y presencia de los valores, con la «capacidad de establecer relaciones recíprocas de amor con otros; autocontrol y autodisciplina, sometiendo el instinto a la razón; actitud serena ante la mujer y equilibrio en el trato; ausencia de contraindicaciones absolutas (hechos graves relacionados con la castidad: abuso de menor, violación, relaciones homosexuales)» [24]. Así pues, con la capacidad de amar:

«La integración de la sexualidad aceptada plenamente en el amor posibilita la opción por el celibato como entrega total de la persona al Señor y al servicio del Reino, entendido no como una carga para los demás, a la vez que produce un amor afectivo y maduro que, procediendo de Dios y aceptado por el hombre, envuelve la vida entera y el Ministerio pastoral» [25].

Por último, se analizarán las dotes humano-morales como parte de las señales vocacionales que aporta el criterio de la idoneidad. Para que el candidato sea una persona virtuosa, estas dotes pasan por las «virtudes cardinales y morales inspiradas en la verdad, la bondad, la lealtad, la fidelidad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la cortesía y la jovialidad». Para que una persona sea madura moralmente necesita cultivar actos y hábitos virtuosos:

«Moderación del propio temperamento, de la locuacidad, el nerviosismo o la irritabilidad; reciedumbre o fortaleza; renuncia a la comodidad y a la satisfacción inmediata; sinceridad y autenticidad, huyendo de cualquier forma de simulación o hipocresía; preocupación por la justicia, derechos y dignidad de las personas; fidelidad en las promesas y cumplimiento de la palabra dada; recto modo de juzgar las personas y los acontecimientos; prudencia y discreción; facultad para tomar decisiones ponderadas; educación y buenas costumbres; capacidad para vivir en comunidad, comunicarse y entregarse a los demás; actitud correcta frente a los bienes materiales» [26].

En la respuesta del ser humano a Dios en el proceso vocacional, es de fundamental importancia considerar la madurez humana-espiritual del candidato que acontece en un itinerario donde se entrelazan la gracia de la vocación y la tarea del ser humano en discernirla y avanzar hacia una respuesta más plena. Sin embargo, no se puede olvidar que esta respuesta siempre es aceptada positiva y negativamente por estructura humana y psíquica de la persona, e influye así en su desarrollo integral.

En resumen, la aptitud canónica y ausencias de impedimentos eclesiales, la madurez física y médica con ausencia de enfermedades físicas y psíquicas, la madurez intelectual, la madurez afectiva y social, la madurez ética, la madurez cristiana y vocacional, etc., deben ser consideradas cuidadosamente como criterios esenciales de madurez vocacional. Existen diversas aportaciones sobre la madurez humana y los criterios para identificarlas, como la de Martin Seligman que ofrece categorías de la persona positiva y resistentes en clave de fortalezas: cognitivas, emotivas, interpersonal, social, pulsional y apertura a la trascendencia [27], que mucho interesa a la madurez cristiana vocacional.

Otro autor reflexiona sobre la madurez espiritual destacando «la experiencia viva, fundante, el discernimiento, la totalización de la persona en Cristo y la caridad ágape» [28]. Por último, se presentan las claves o vectores de la madurez del profesor A. Vásquez en relación con la formación del candidato a presbítero, que une la perspectiva humana con la del Magisterio. Son los vectores afectivos, mentales y dialógicos, sociales, éticos y religiosos:

«El vector afectivo deberá ir creciendo desde la tendencia narcisista infantil hacia el amor de entrega. El mental y dialógico se desarrolla pasando del egocentrismo a la empatía. El social acontece del paso del mundo del juego al mundo del trabajo. El ético implica la transformación de la amoralidad en una consciencia moral desarrollada y el religioso recorrerá el camino de la arreligiosidad al teocentrismo» [29].

El camino recorrido hasta aquí por los criterios eclesiales son etapas necesarias para el discernimiento vocacional. La vocación esencialmente se sostiene por dos pilares que son: la llamada de Dios y la respuesta del ser humano. No obstante, sería bastante reduccionista cerrar el ciclo vocacional con este binomio, pues entre el don de la llamada y la tarea de responderla surge una cadena de elementos, algunos ya comentados y otros que todavía necesitan ser analizados en profundidad, como por ejemplo la dimensión psicológica de la vocación, que será estudiada en sus diversos elementos.

2.    El proceso antropológico del discernimiento hacia una psicología

Desde los elementos objetivos y subjetivos que constituyen la vocación (Dios, la persona llamada y la comunidad eclesial), fue posible a la luz de la Revelación (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los documentos de la Iglesia avanzar en un discernimiento vocacional cada vez más integral, que considere la actuación de Dios y las operaciones naturales de la persona. En este sentido, es importante partir «siempre de la visión antropológica cristiana, que concibe a la persona humana como un ser en diálogo con su Creador, un diálogo que se establece desde su creación por amor y que se prolonga por parte de Dios a lo largo de toda la vida» [30]. Un coloquio vocacional que implica cambio de vida, decisión libre del sujeto y de la Iglesia.

Con eso, se torna necesaria la tarea de ir entendiendo y objetivando cada vez más el discernimiento vocacional, su esquema antropológico y su relación con la psicología. Tras la definición de discernimiento, García Domínguez en su libro Discernir la llamada escribe que solo se llega al necesario juicio «mediante el empleo de operaciones mentales complejas que se requieren para captar la realidad, detectar las propias reacciones emotivas y racionales a dicha realidad y ponderar las cosas a partir de criterios adecuados» [31]. Así, el discernimiento vocacional y espiritual, también en la definición ignaciana [32], moviliza operaciones internas y externas del ser humano, reflejando así la dimensión antropológica del discernimiento.

Para llegar a la decisión vocacional personal, el candidato pasa por procesos de deseos emocionales y racionales, sintetizado en el esquema: «percepción, emoción, pensamiento, juicio, decisión y acción» [33]:

«El proceso de la decisión se inicia siempre con un “deseo emotivo” al cual puede seguir sucesivamente el “deseo racional”. El primer impacto con la realidad es siempre emotivo. Aquello que nos toca y nos envuelve antes es sentido y después eventualmente razonado. Hay, por tanto, interacción entre afectividad y racionalidad» [34].

Con este mismo esquema es posible dinamizar el proceso de elección vocacional del candidato al presbiterato y a la vida consagrada que se sostiene en la capacidad humana de autotrascendencia. Esta es importante para discernir la llamada y ayuda a tener más claridad acerca del proceso vocacional y sus etapas, que son: «el surgimiento de la vocación, el discernimiento vocacional, el examen de la vocación, la elección y la aceptación y respuesta a la vocación» [35].

La vocación surge de la llamada divina. Esta primera etapa es «una fase de la clarificación y objetivación, en la que tendría que darse una cierta connaturalidad en el candidato (la vocación encaja en cierto modo con su persona) y una primera coherencia (la vocación va integrándose con la respuesta en la vida concreta)» [36]. El discernimiento vocacional pasa en este momento por un análisis y sistematización de los datos vocacionales. En esta etapa, «el candidato siente mociones, agitaciones, confirmaciones, reflexiona con las razones que encuentra y la referencia a los valores en que cree sobre el conjunto de los datos (objetivos y subjetivos); y emite un primer juicio, que considera tanto las mociones como las razones» [37].

Después viene la tercera etapa, que es el examen de la vocación donde el candidato es examinado y «el protagonismo lo asume la mediación eclesial» [38], seguida de la etapa de la decisión del candidato, siempre «en función de las razones y de las mociones espirituales de todo el proceso anterior, incluido el examen. Es el sí personal a la llamada de Dios reconocida y confirmada en las mociones exteriores e interiores, objetivas y subjetivas. Es la decisión libre y razonada, tomada ante sí» [39]; y finalmente, la aceptación de la vocación por parte de la autoridad eclesial y la respuesta del candidato, que se traducirán en la vida concreta en la formación.

2.1.  La decisión y sus motivaciones

En este apartado sobre los importantes elementos de la decisión y sus motivaciones presentes en el proceso vocacional, cabe resaltar el siguiente texto de la Antropología de vocación cristiana (AVC) de Rulla como punto de partida para captar mejor la importancia y profundidad en esta reflexión:

«Dios llama a lo profundo de nuestro ser, a nuestro “corazón”, a la libertad para la autotrascendencia del amor. Esta “llamada” afecta a la parte más íntima de nuestro ser, no sólo porque esta sea el resultado del amor de Dios, de su Espíritu versado en nuestro corazón, sino también porque esta corresponde a las aspiraciones más profundas del ser humano; de hecho […] la libertad y la autotrascendencia, como presupuestos y fundamentos del amor, son los deseos más fundamentales que motivan nuestro ser. Por eso existe una convergencia providencial las aspiraciones del hombre y la llamada de Dios, entre los componentes, las disposiciones antropológicas y los componentes, las apelaciones teológicas de la vocación cristiana, entre los anhelos humanos y las invitaciones divinas» [40].

Estos son presupuestos indispensables para que se realice la dinámica vocacional del discernimiento en la vida del candidato. La decisión humana es una etapa fundamental del proceso de discernimiento vocacional, que debe estar relacionada con una respuesta libre y madura dada por el candidato a la llamada divina. La dinámica de esta decisión debe sostenerse en la verdadera motivación que lleva a la persona a decidir, y esta decisión proviene de sus necesidades o de sus valores:

«Estas dos tendencias innatas correspondientes a las categorías de importancia motivacional se pueden dominar valores y necesidades. Los valores son las tendencias innatas a responder a los objetos en cuanto son importantes en sí mismos; las necesidades, por el contrario, son las tendencias innatas que se refieren a los objetos en cuanto son importantes para la persona (…). Los valores preceden y están en relación con la valoración reflexiva, con el deseo racional que nos lleva a la autotrascendencia; mientras que las necesidades preceden y están en relación con la valoración intuitiva que nos puede llevar hacia lo que no es agradable y nos satisface» [41].

En este sentido, la decisión humana es el resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales. Las necesidades, por ejemplo, se relacionan con diversas dimensiones de la estructura psíquica, como la fisiológica, social y racional. Estas poseen características propias y no se refieren solamente a las carencias, también aluden al crecimiento de la persona. H. A. Murray ha podido agruparlas y señalarlas de acuerdo con su significado para las personas. Las presenta como:

«[…] adquisición, afiliación, agresividad, aprobación social (consideración), autonomía, ayuda a los demás, cambio (novedad), conocimiento, dependencia afectiva, dominación, estima de sí, evitar el peligro, evitar la inferioridad y defenderse, exhibicionismo, excitación (sensibilidad), éxito (triunfo), gratificación erótica, humillación (desconfianza de sí), juego, orden (necesidad de significado), sumisión (respeto), triunfo (éxito) y reacción» [42].

Por otra parte, en relación con los valores, los investigadores Cencini y Manenti abordan esta motivación desde dos valores (finales e instrumentales), que también se pueden relacionar con el proceso vocacional: «finales (terminales), que se refieren al fin último que se quiere alcanzar en la vida; instrumentales, que se refieren a los modos de actuar necesarios si se quiere lograr ese fin último» [43]. Para que la decisión vocacional acontezca con la deseada madurez, debe ser asumida desde una auténtica experiencia de discernimiento que analiza si la motivación del candidato está realmente basada en valores autotrascendentes, que conducen al fin último por medio de la vocación de especial consagración.

Sin los valores autotrascendentes y evangélicos, la vocación cristiana no puede sostenerse, pues la decisión vocacional está relacionada fundamentalmente con estos valores que deben ser proclamados, conectados con los deseos y experimentados en la vida cotidiana. Estos conducen a los candidatos hacia una respuesta a Dios, que se unen a un proceso de configuración de la persona a Cristo. Jesús es la referencia central de estos valores, que primero fueron proclamados y vividos por Él. Una vez trazado este camino de la decisión vocacional, se puede afirmar que no es fácil llegar a una decisión plenamente libre, principalmente cuando se es consciente de que las motivaciones pueden proceder de la naturaleza física, de los impulsos interiores, del ambiente, de las opiniones de los demás y de la propia cultura.

En una decisión, el necesario discernimiento va acompañado de la conversión y sus efectos sitúan al candidato en la dinámica de los valores autotrascendentes. Según Lonergan, en una decisión humana y vocacional caben tres tipos de conversión: la intelectual, la moral y finalmente la religiosa, que deben ser bien entendidas y siempre puestas en relación:

«La conversión intelectual es una clarificación radical y, en consecuencia, la eliminación de un mito extremadamente tenaz y engañoso que se refiere a la realidad, a la objetividad y al conocimiento humano (…). La conversión moral lleva a uno a cambiar el criterio de sus decisiones y elecciones, sustituyendo las satisfacciones por los valores (…). La conversión religiosa consiste en ser dominados por el interés último. Es enamorarse de lo ultramundano. Es una entrega total y permanente de sí mismo, sin condiciones, ni cualificaciones, ni reservas (…)» [44].

Rulla, a su vez, ofrece una importante contribución en relación con los valores autotrascendentes de amor y de la fe, que son fundamentales motivaciones humanas válidas para el proceso vocacional. A la luz de la concepción de autotrascendencia de Lonergan, se presenta este valor en tres etapas distintas: don de Dios, aceptación de los valores e integración de estos. La primera es entendida como gracia divina derramada en el corazón humano para cambiarlo. Esta es la fuente de los valores autotrascendentes que atrae al hombre hacia la unión con Dios y que requiere una gran responsabilidad y libertad. En el segundo momento se emiten juicios sobre los valores autotrascendentes:

«Finalmente, en el tercer momento se deben integrar todos estos nuevos valores con el resto de nuestra persona, de nuestra vida. Es el momento de la decisión y de acción; es el momento de la “opción fundamental” (u opción vital) del sujeto existencial, cuando es llamado por Dios. Si la persona no rehúsa, que se comparte el don del amor recibido por Dios, surgen los frutos del Espíritu (Ga 5, 22) que se manifiestan en actos particulares de paciencia, benevolencia, bondad, mansedumbre, dominio de sí (…). Es la fe que actúa a través del amor» [45].

Estas importantes aportaciones sobre la decisión y la motivación presentes en el proceso vocacional suponen un preámbulo general en la teoría de la autotrascendencia que será presentada a continuación. La decisión y motivación vocacional deben estar necesariamente relacionadas con la autotrascendencia, que conduce a la persona a la gracia de Dios, para asumir un camino de madurez y responder mejor a la llamada.

3.    La teoría de la autotrascendencia en la consistencia en el camino vocacional

3.1.  Bosquejo histórico de Luigi M. Rulla

El autor que elaboró la teoría que se presentará a continuación es Luigi M. Rulla (1922-2002). Nació en Turín (Italia) y obtuvo el Doctorado en Medicina por la Universidad de Turín. A los 32 años, siendo ya cirujano, entró en la Compañía de Jesús, cursó estudios de Filosofía y Teología como parte de su formación religiosa, se especializó en Psiquiatría en Canadá y obtuvo el Doctorado en Psicología en la Universidad de Chicago.

Rulla fue profesor y el principal fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, creada en 1971. El nacimiento de este instituto fue el resultado en parte de la experiencia de las investigaciones en el área de Psicología, principalmente al investigar empíricamente sobre el fenómeno de las crisis vocacionales tras el Concilio Vaticano II.

La situación de los sacerdotes y religiosos en la década de los años sesenta del siglo XX y los documentos del Vaticano II sobre la formación sacerdotal y religiosa fueron marcos importantes en la investigación de Rulla. Él investigó detenidamente este momento de crisis, en que las estructuras externas perdieron su seguridad, siendo necesario pasar a una vivencia de los valores internos. Solamente así, los sacerdotes y religiosos estarían más preparadas psicológicamente y espiritualmente, con el fin de abrirse al diálogo con el mundo, sin que sus estructuras internas se debiliten. Estos datos son fundamentales para una mejor comprensión de Rulla y su investigación.

Para su investigación, Rulla toma como fuentes a los religiosos y seminaristas en su formación inicial, así como a estudiantes laicos de Estados Unidos. Con ellos utiliza una infinidad de recursos como entrevistas, exámenes y cuestionarios para estudiar el proceso psicosocial de base en la decisión de la vocación sacerdotal o religiosa, la perseverancia y el abandono de esta. De esta manera, comprobó que la decisión de entrada, perseverancia y salida estaban significativamente influenciadas por motivos inconscientes.

Para una mejor sistematización de sus trabajos, formuló en primer lugar la teoría de la autotrascedencia en la consistencia, pasando enseguida a la antropología de la vocación cristiana. El enfoque psicológico de los primeros escritos fue complementado por una visión teológica y filosófica de la vocación cristiana. El resultado fue un estudio interdisciplinar, que culminó con una teoría integral de la personalidad humana.

Además de su formación, los autores citados en sus obras reflejan su pensamiento en las conexiones interdisciplinares, como filosofía y teología, psicología social, psicología dinámica, etc. Para este trabajo en particular interesa conocer desde el punto de vista teológico las citas del Concilio, de los diversos papas y de los autores que investigan sobre la teología [46] y la filosofía [47].

3.2.  La autotrascendencia en la consistencia

En este apartado presentaremos algunos aspectos de la teoría de la autotrascendencia en la consistencia de Luiggi M. Rulla, que en síntesis consiste en la búsqueda continua de la superación del yo-actual como camino de la realización del yo- ideal, a través de la interiorización de los valores trascendentes. Esta será un referente para ayudar a sistematizar los diversos elementos del proceso del discernimiento vocacional en diálogo con la psicología. Rulla, apoyado en la antropológica cristiana, propone que el ser humano está radicalmente abierto a la autotrascendencia. En este sentido, hay una búsqueda natural por un sentido, por una respuesta a la llamada que trasciende del propio sujeto, confluyendo así a la gracia de la vocación con las disposiciones y aspiraciones profundas del hombre [48].

A la luz de la reflexión de B. Lonergan, Rulla apunta algunas razones de ese itinerario para la autotrascendencia que, como ya se apuntaba anteriormente, transcurre por la conversión en el nivel intelectual, moral y religioso. Esta teoría parte fundamentalmente de la idea de que el espíritu del hombre, su mente y su corazón se constituyen en una fuerza activa para la autotrascendencia. El hombre posee esa fuerza intrínseca que puede ser verificada a través del método trascendental de Lonergan, constituido por los cuatro niveles de operaciones denominados de nivel empírico, intelectual, racional y responsable, [49] que influyen en el proceso vocacional.

Estos cuatro niveles de operaciones humanas conducen a la trascendencia, pues existe en el hombre un proceso ontológico de desarrollo, cuyo objetivo es la autotrascendencia del amor, así definida por Rulla:

«Finalmente en la autotrascedencia del amor, el aislamiento del individuo se rompe y él funciona no sólo para sí mismo sino también para los otros. La capacidad se hace actualidad; el amor inviste nuestro discernimiento de valores, nuestras decisiones, y nuestras acciones. Hay diferentes tipos de amor. Está el amor hacia objetos finitos, o hacia personas humanas, como aquel por el marido o la mujer o los hijos; está el amor por la humanidad que se dedica a obtener el bienestar humano local, nacional o globalmente; finalmente existe el amor, don del amor de Dios, que no es de este mundo porque no admite condiciones o cualificaciones o restricciones o reservas» [50].

La autotrascendencia se da en la persona en su totalidad. Por eso, la persona responde a la llamada dotada de libertad. En la definición de autotrascendencia, se encuentran implícitamente las estructuras y contenidos del yo. Desde el punto de vista de la estructura del yo, estos pueden ser yo-ideal y el yo-actual. El yo-ideal «está constituido por los ideales institucionales y personales, y el yo-actual está constituido por el yo- manifiesto, por el yo-latente y por el yo-social» [51].

Los principales contenidos del yo son los valores [52] las necesidades y las actitudes específicas. Los valores atraen la persona para actuar:

«Son ideales durables y abstractos que se refieren a la conducta actual o al objetivo final de la existencia. En cuanto ideales durables, se diferencian de los simples intereses […] En cuanto ideales abstractos, se diferencian de las normas en que no dicen inmediatamente “qué” hacer sino “cómo” ser: no llevan a un comportamiento, sino a un estilo de vida» [53].

Hay una autotrascendencia del amor propia de la vocación cristiana que solo puede ser comprendida desde los valores autotrascendentes finales, como la unión con Dios, el seguimiento a Cristo y los instrumentos que ayudan a alcanzar ese fin. Para la teoría de la autotrascendencia en la consistencia, los valores centrales de la vocación cristiana corresponden con la estructura de esta vocación como diálogo con Dios en Cristo, que pueden ser resumidos en la búsqueda de la unión con Dios en el seguimiento de Cristo y en todos los valores revelados por Cristo, en línea con las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). La autotrascendencia cristiana comprende todos los valores religiosos y morales que forman parte de esta vocación [54]. Tales valores de autotrascendencia teocéntrica son importantes por sí mismos. Estos tienen una función teleológica de la vida como vocación.

Así, el sujeto es influido por los valores naturales, trascendentes y ambos en conjunto. Los naturales están más relacionados con la sensibilidad y se relacionan de modo más especial con la niñez. En la etapa más madura de la persona, la referencia pasa a ser naturalmente los valores morales, éticos y religiosos, que implican el ejercicio de su libertad cuando se relacionan con la autotrascendencia. Los valores cuestionan al sujeto humano y le plantean preguntas en relación con el sentido último de la vida, como, por ejemplo, en relación con la vocación.

Las necesidades son «tendencias innatas a la acción que derivan de un déficit del organismo o de potencialidades inherentes al hombre, que buscan ejercicio o actualización» [55.] En el yo-actual, además del comportamiento habitual, se comprenden las necesidades conscientes e inconscientes. Estas son predisposiciones para la acción que dependen de la propia naturaleza orgánica, emotiva y espiritual de la persona humana. Para entender mejor este contenido del yo, Cencini aclara que la necesidad:

«Puesto que no tiene una dirección de recorrido, se puede expresar en formas infinitamente diferentes, se deja plasmar por las situaciones y por el aprendizaje, como también por los procesos de elaboración cognitiva (deseo racional). En otras palabras, el hombre no está necesaria y automáticamente predeterminado en su actuar por sus necesidades: entre estas y la acción hay un intervalo ocupado por decisión de actuar» [56].

El último elemento del contenido del yo son las actitudes específicas. Luis María García Domínguez recoge de Allport su definición: «es un estado mental y neurológico de prontitud a responder, organizado por medio de la experiencia, y que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la actividad mental y física» [57]. La actitud se relaciona con las necesidades y los valores, pues son dos fuerzas motivacionales o fuentes de energía para la persona y constituyen las tendencias a la acción donde pueden concretizarse y expresarse. Las actitudes tienen una naturaleza ambivalente cuando es capaz de inspirar o satisfacer tanto en una como en otra [58]. Asimismo, las actitudes pueden ejercer posibles funciones: «función utilitaria del yo, función defensiva del yo, función expresiva de los valores, función de conocimiento» [59]. Las actitudes, así como los valores, son tendencias para la acción, pero más específicas y más numerosas que los valores y desarrollan una función expresiva. Por lo tanto, el yo-ideal está constituido por un conjunto de valores y de actitudes propias de cada persona.

Estos contenidos del yo, en relación con los valores autotrascendentes, suponen una tensión dialéctica, que en la teoría se denomina «dialéctica de base» [60] entre el yo- ideal y el yo-actual. Como ya se ha analizado anteriormente, el yo-ideal comprende los ideales que la persona elige por sí misma; es decir, aquello que desearía ser o hacer; el yo-actual corresponde con la realidad de la persona como es ahora. Mismo con todo empeño del sujeto en vivir tales valores, ni siempre es posible vivirlos con una profundidad y consistencia.

3.3.  Consistencias e inconsistencias

Las consistencias e inconsistencias se encuentran entre las principales dialécticas del yo. Consistencia es «una situación interna y profunda de armonía entre las estructuras del yo y los componentes correspondientes» [61]. En este sentido, una persona es consistente «cuando está motivada en su actuación, a nivel consciente o inconsciente, por necesidades que están de acuerdo con los valores; en cambio, es inconsistente cuando está motivada por necesidades (inconsistentes) que no están de acuerdo con los valores» [62].

Como se puede observar con esta definición, las consistencias e inconsistencias están en relación con los valores, necesidades y actitudes de la estructura humana y revelan que el mismo sujeto, que tiene esa capacidad de autotrascender, está también limitado en la consecución de su autotrascendencia. Hay en él una dialéctica de base, una oposición entre su tendencia hacia la autotrascendencia ilimitada y la propia limitación, muchas veces constituidas por un desacuerdo entre el yo-ideal y el yo-actual.

Desde el entrelazamiento de los valores, actitudes y necesidades, Rulla elabora en su teoría cuatro tipos de consistencias o inconsistencias psíquicas: consistencia social, consistencia psicológica, inconsistencia psicológica, inconsistencia social: «Los dos tipos más claros (la consistencia social y la inconsistencia social) constituyen los dos extremos de un continuum en el que otros dos tipos enmascaran su apariencia y pueden engañar al observador superficial» [63].

La persona madura, según esta teoría, está empeñada en seguir la vocación cristiana y en vivir los valores que corresponden con esta vocación. Sin un empeño personal como respuesta a la vocación que viene de Dios, no existe vocación en sentido efectivo y existencial, pues por medio de estos valores expresa la autotrascendencia, que la persona hace su donación a Dios y al prójimo en el seguimiento de Cristo. En este sentido, las tres dimensiones de la teoría pueden ayudar al candidato en su proceso vocacional.

3.4.  Las tres dimensiones

La primera dimensión tiene como polo positivo la virtud y como polo negativo el pecado; la segunda dimensión tiene el polo positivo, el bien real, mientras que el polo negativo es el bien aparente o del error no culpable; la tercera dimensión, el polo positivo, es la normalidad (en sentido psiquiátrico) y el polo negativo es el de la psicopatología. Las dos primeras dimensiones están abiertas a los valores autotrascendentes; ya la segunda se añaden los valores naturales. Asimismo, son de gran importancia para la vocación a la santidad y eficacia apostólica: «Las tres dimensiones finalmente pueden tener un influjo sobre la libertad del hombre para la autotrascendencia teocéntrica y para la vocación, sea de forma consciente (la primera), de modo subconsciente (la segunda) o de forma patológica (la tercera)» [64].

El ser humano se incluye en cada una de estas tres dimensiones. Una persona plenamente madura refleja los tres polos positivos. Sin embargo, el ser humano suele ser maduro en uno de los polos e inmaduro en los demás. De esto dependerá el modo de ser y existir del sujeto en sus diversas relaciones. El grado de madurez influye directamente en el comportamiento humano, incluso en el modo de responder a la llamada vocacional cristiana y de especial consagración.

En este sentido, la libertad es de fundamental importancia para las tres dimensiones en relación con el proceso vocacional. Tal importancia va al encuentro de la libertad como prerrequisito para una verdadera decisión, como capacidad humana de autonomía y responsabilidad y del valor autotrascendente que tiene referencia en la libertad misma de Jesús ante el mundo y los demás, además, como ya se ha afirmado, del influjo que ella ejerce en las tres dimensiones. Así, en el proceso vocacional es importante favorecer a la libertad en todas las dimensiones, para una vida comprendida a la luz de los valores evangélicos. Cuando eso no sucede, surgen obstáculos a la libertad y consecuentemente para discernir. En este sentido, gran parte de este proceso dependerá de las dimensiones y polos que predominan en la estructura del sujeto condicionando sus interpretaciones y comportamientos.

La interiorización de los valores autotrascendentes y la motivación que brota de ellos es un paso importante en la madurez del sujeto en esta dimensión, donde se armonizan los procesos simbólicos [65] y los ideales buscados por la persona. Así pues, se puede hablar de que hay en la persona una consistencia vocacional, una libertad efectiva, una búsqueda intencionalmente consciente de los valores autotrascendentes y una actuación a la luz de las virtudes; y realiza así de modo más armonioso el encuentro entre el yo-ideal y el yo-actual, entre las necesidades conscientes e inconscientes y los ideales, entre la llamada divina y la respuesta de la persona.

La segunda dimensión está relacionada con el bien real y el bien aparente. La tendencia del ser humano al polo negativo de esta dimensión no puede confundirse con una patología, pues es el hecho de algo malo que se presenta como bien aparente y que conduce al ser humano al engaño. De forma muy distinta funciona la patología que ya se presenta como algo malo. En la segunda dimensión, la libertad y la responsabilidad están limitadas por órganos inconscientes; por eso, lo principal no es la discusión sobre virtud del pecado, el mal moral, sino la armonización en la persona de estas dos fuerzas:

«La segunda dimensión es la que deriva de la acción concomitante de las estructuras conscientes e inconscientes. Más precisamente: esta tiene en cuenta tanto el acuerdo más o menos grande entre el yo-ideal y el yo-actual prevalentemente consciente como la oposición más o menos grande entre el yo- ideal y el yo-actual inconsciente; por tanto, esta dimensión considera cuál es el efecto sobre la libertad para la autotrascendencia resultante del equilibrio entre las fuerzas conscientes e inconscientes» [66].

En esta dimensión, la estructura humana del sujeto es afectada por las necesidades inconscientes motivadas por una búsqueda de sus intereses, que muchas veces conducen al engaño por caminos camuflados. Esta experiencia es muy presente en la vida de la Iglesia, de los místicos, de los que disciernen la vocación y de todas las personas. Para el discernimiento del engaño espiritual, San Ignacio de Loyola llama atención sobre el peligro del engaño espiritual bajo la apariencia de bien, principalmente en el que avanza en la vida espiritual y ofrece las reglas de discernimiento de la segunda semana de los Ejercicios espirituales para el discernimiento del engaño espiritual para combatir el bien aparente.

Como ya se ha señalado, la falta de madurez aquí por definición se debe a la motivación inconsciente, por lo que no es evaluada en términos de virtud o vicio. No obstante, aun no siendo patológico, condiciona la libertad efectiva. La persona inmadura en esta dimensión se inclina por lo que es primariamente de importancia subjetiva; es decir, al bien aparente y de menor importancia. Por eso es necesario detectar estas inconsistencias vocacionales y consistencias defensivas que generan expectativas falsas e irrealistas de llegar a la satisfacción de las propias necesidades. Este es pues un problema muy frecuente en las personas que buscan su vocación, defendiéndose en vez de trascender: solamente una persona madura en esta dimensión puede estar dispuesta a actuar motivada por el bien real y el bien mayor.

En la tercera y última dimensión, «los maduros son los llamados psíquicamente normales, mientras que los inmaduros son los que psíquicamente presentan rasgos de naturaleza patológica y podemos considerar estadísticamente desviados o psicológicamente frágiles» [67]. Normalmente una persona poco madura en esta dimensión siente confusión interna y no está bien integrada socialmente, lo que influye en sus relaciones personales y sociales. La incapacidad de ejercer su libertad limita totalmente al sujeto. Por lo contrario, la madurez aquí la hace dotada de libertad, autonomía y responsabilidad. Esto significa que la persona goza de salud psíquica y no manifiesta comportamientos patológicos.

Conclusión

El camino vocacional realizado hasta aquí junto a la psicología arroja una luz importante para la comprensión de la estructura humana psicológica que afecta profundamente a la dinámica del proceso vocacional. Por eso, a pesar de todo el desafío que esto implica, esta reflexión asumió la interdisciplinariedad que alcanza en alguna medida este tema. Salvo la dimensión teológica, que es punto de partida y acompaña toda la dinámica vocacional de ese estudio, las ciencias humanas, de modo especial la psicología, son auxiliares y complementarias para una comprensión más integral del proceso vocacional.

En la parte primera de este capítulo se confirmó que la recta intención, la plena libertad y la idoneidad son criterios eclesiales vocacionales que poseen en sí mismos profundos rasgos antropológicos y psicológicos capaces de orientar con claridad el discernimiento de la vocación. Considerar la subjetividad del candidato presente en la recta intención, así como su libertad como presupuesto fundamental de una decisión humana y vocacional, y finalmente la objetividad de su idoneidad a ser reconocida por la autoridad eclesial, hace conectar con diversas categorías de la psicología que dialogan con la vocación cristiana.

Avanzando un poco más, esta reflexión fue asentando las bases psicológicas del proceso antropológico del discernimiento, ofreciendo así la posibilidad de comprender la vocación desde un horizonte más amplio e integral. Por eso, en la segunda parte de este itinerario, fue destacada la decisión vocacional como un resultado de muchas motivaciones que forman parte de un sistema de fuerzas psíquicas, afectivas y racionales siempre en vista de una respuesta más libre y madura por parte del candidato. Quedó claro, asimismo, que esta decisión es impulsada en primer lugar por la gracia de Dios y encuentra motivaciones en los valores y necesidades que estructuran la personalidad humana.

Estos elementos traen serios desafíos que implican un discernimiento sobre el fin y el sentido último de la vida en clave vocacional y existencial. El candidato cada vez más inmerso en una realidad de muchos estímulos exteriores e interiores, contravalores y necesidades inconsistentes, está llamado a conectarse con la fuente esencial de los valores autotrascendentes, discernirlos y asumirlos en su vida. Para ello, cuenta con una radical apertura al trascendente, propio del ser humano, que con la gracia divina y colaboración humana conduce su vida hacia Dios. Esta dinámica de las motivaciones es fundamental, pues determina en última instancia la autenticidad del proceso último; la teoría de la autotrascendencia en la consistencia sintetiza con categorías de la psicología el camino vocacional. El candidato llamado a la vocación de especial consagración está invitado a hacer un itinerario que va de la autorrealización a la autotrascendencia, conquistando poco a poco los valores trascendentes que constituyen el yo-ideal. Esto sucede en una búsqueda continua de la superación del yo-actual a través de la interiorización de valores trascendentes.

En la práctica, el camino vocacional presentado en este capítulo, a la luz de la teoría elaborada por Rulla, significó un proceso de discernimiento pautado en la interiorización de valores autotrascendentes. Todo esfuerzo de esta reflexión fue orientado principalmente para ayudar a las personas en su proceso vocacional y a todos los implicados en esta tarea de discernir la llamada. En este itinerario vocacional, las fuerzas dinámicas, conscientes e inconscientes de la personalidad del candidato deben ser consideradas en vista de un discernimiento cada vez más auténtico y fructífero para la persona y para la Iglesia.

Conclusión General

El itinerario presentado en este trabajo consistió en un recorrido por la teología, espiritualidad y psicología de la vocación, así como nos ofreció elementos concretos para entender mejor los diversos aspectos estructurales y de contenido del proceso vocacional en vista del discernimiento. Al final de este recorrido, hemos percibido que la gracia de la vocación, la tarea de discernir la llamada, la toma de decisión y el proceso de integración que la persona está llamada a hacer son elementos fundamentales de este camino. Estos se entrelazan y dialogan entre sí en las diversas etapas del camino vocacional que, como estudiamos, es procesual, integral y progresivo.

En este recorrido, afirmamos categóricamente que la vocación es don de Dios, pues, tiene su origen fundante en la gracia divina. Ella es revelada esencialmente en la autocomunicación de Dios que dirige su palabra al ser humano, iniciando un coloquio vocacional, que tiene como base el encuentro de dos libertades: de la llamada divina y de la respuesta humana.

Esta llamada creadora y relacional es una iniciativa amorosa y gratuita de Dios y es decisiva en el proceso vocacional. Como se ha demostrado, se caracteriza por ser insustituible, por respetar la libertad humana y no ser parte de un proyecto personal. Por eso, el candidato, así como los presbíteros, deben tener siempre delante de sí esta palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné (…)» (Jn 15, 16). Asumir la vocación como don que actúa y transforma la vida de la persona siempre será un reto de gran importancia para el discernimiento y para la vida concreta del sujeto, llamado a pasar de los egocentrismos del yo actual para la autotranscedencia del yo ideal.

Este éxodo vocacional del yo solo es posible debido a la gracia divina que hace el ser humano capaz de Dios y sostiene en él una tendencia innata a la autotranscedencia. Si está completamente abierta al don de la vocación y a los valores autotrascendetales, la persona puede asumir la importante tarea de discernir la llamada. El primer paso de esta respuesta es una salida libre y confiada hacia Dios, para estar con Jesús, aprender de Él y ser enviado a participar de su misión.

Aquí se abre toda una pedagogía vocacional que fuimos profundizando con las llamadas vocacionales bíblicas y que continúa siendo referencia para la llamada al seguimiento dirigida a los jóvenes de hoy. Esta salida, que también es respuesta, es impulsada por la propia gracia y por el deseo de la persona a responder libremente a los designios de Dios para su vida. Dicho eso, cabe resaltar que nuestra investigación no trató de negar los obstáculos y debilidades que acompañan a la persona en su respuesta existencial. Estos son parte del proceso y por eso fueron integrados a la luz del don de llamada y de la capacidad humana de responderla. Asumimos así una mirada transcendente, integral y más próxima de la verdad de cada persona, frente a los diversos acercamientos posibles que se hacen de la realidad humana.

Responder a la vocación es una decisión que requiere libertad y gran responsabilidad del candidato, que debe ir creando disposiciones auténticas para trillar un itinerario progresivo de interiorización de los valores trascendentales donde se va confirmando, o no, la vocación. Definitivamente, esta decisión vocacional se relaciona con los valores teocéntricos que van más allá de la simple proclamación para llegar a concretarse en la vida. Esto es, tales valores deben ser asumidos y vividos decididamente en la vida cotidiana del candidato y eso implica un largo proceso de conversión, integración e interiorización de los valores de Cristo.

Esta interiorización es favorecida por un discernimiento vocacional que encuentra en la historia personal del candidato el lugar privilegiado donde se encarna la gracia de la vocación. Así, esta investigación ha propuesto un discernimiento integral que tiene en consideración a todas las dimensiones de la persona a fin de que sean ordenadas, esencialmente, para la transformación del corazón a la imagen del corazón de Jesús.

Además del conocimiento personal, este discernimiento también implica atención a la realidad social, eclesial y de los aspectos formativos y de la identidad vocacional que implican la llamada y la decisión. Estos aspectos son importantes para un proceso vocacional que propone considerar la totalidad del candidato. Pues, es la misma persona en totalidad y en sus relaciones, o sea, con todo que es y posee quien se pone a conocer, examinar y trillar caminos de discernimiento.

Basándonos en dicha información, que implica a Dios, que llama, y al ser humano que responde, se pudo tomar la vía de la interdisciplinariedad asumida en esta investigación y tan necesaria para la profundización de nuestro tema. Ante el misterio que es la persona y su compleja dinámica psicosocial, humana y espiritual, se torna imposible avanzar en esta reflexión sin dialogar con las demás ciencias humanas, que tendieron puentes en este estudio. Por eso, además de toda reflexión de la Iglesia sobre la valiosa aportación de la psicología para el proceso vocacional, este estudio considera urgente consolidarla y asumirla en sus prácticas de discernimiento para conocer y acompañar mejor a los candidatos en su proceso de desarrollo humano.

En este camino de interiorización, que contó con el apoyo de las ciencias humanas, es importante tener claro el lugar de la psicología en este proceso, a fin de evitar el psicologismo. Tanto en esta investigación, como en Rulla y en las orientaciones de la Iglesia, la gracia siempre tiene primacía. Vimos que esta impulsa y acompaña al proceso de maduración humana e interiorización de los valores autotrascendentes. Así, ella es la principal ayuda para superar los condicionamientos de las necesidades inconscientes que buscan la gratificación en sí misma; las inconsistencias; el bien aparente y los autoengaños; el uso utilitario e intimista de los valores, entre otros obstáculos que condicionan la libertad interior del candidato en el discernimiento vocacional.

En síntesis este trabajo al volver a las fuentes de la teología de la vocación que tiene su referencial principalmente en la cristología y eclesiología nos ha animado a caminar por bases más seguras, sin perder de vista la dinámica y el frescor de la gracia que actualiza la llamada divina en nuestros días, nos capacita para discernir y nos ofrece en Jesús una identidad vocacional que nos transforma radicalmente. Junto a eso, fue posible percibir la antropología y la gracia de la vocación presente en la psicología de Rulla que dialoga con la tradición bíblica, eclesial y puede auxiliar nuestra acción pastoral.

Después de resaltar los puntos centrales de nuestra investigación, me gustaría exponer algunos de los límites de este trabajo. Dada la potencialidad, diversidad y cuantía de temas y elementos que abarcan cada uno de los capítulos, la profundización y conexiones se tornó en un gran desafío. Para la teología de la vocación, por ejemplo, hace falta un mejor dominio y explicación de algunas categorías bíblicas y teológicas. Lo mismo para la dimensión psicológica, que exige un conocimiento más amplio de esta ciencia en vista de una síntesis más integral y objetiva de modo particular del pensamiento de Rulla. Por eso, nos hemos topado con el límite y desafío de la interdisciplinariedad.

Además de estos límites, arrojo algo de luz para algunos temas que no pudieran ser desarrollados en esta investigación, pero que nos inspira a abrir nuevos horizontes a futuros trabajos como son: la aplicación pastoral de este estudio, sea como algo comparativo o innovador, a los equipos y planos de discernimiento vocacional de las diócesis y de la vida consagrada; ampliar esta investigación a la vocación a la vida consagrada y profundizar el tema del proceso vocacional a partir del carisma particular de una congregación; y, por último, relacionar el discernimiento vocacional con las enfermedades psicopatológicas, con la homosexualidad, abusos sexuales y de poder en la Iglesia y ver su implicación concreta en la diminución de las vocaciones.

A modo de conclusión deseo terminar este trabajo animándonos a sernos más conscientes de la gracia de Dios, de modo particular, de la gracia de la vocación que es origen y fundamento de nuestro caminar vocacional. Ella genera especialmente las actitudes de gratitud y servicio. La primera viene acompañada de la consciencia de sentirnos amados, perdonados y elegidos por Dios. La segunda es movida por una respuesta de amor concreta. La gratitud de sentirse inmerecidamente llamado apunta para una vida existencial que no pone resistencia a la acción del Espíritu para discernir y mejor servir a Dios y a los demás.

Por eso, la tarea de discernir la llamada no se cierra en sí misma, sino, va unida a la participación en la misión de Dios que se realiza en el corazón del mundo. Tal misión puede ser expresada, por ejemplo, en las preferencias apostólicas de la Compañía de Jesús: “mostrar el camino hacia Dios mediante los Ejercicios Espirituales y el discernimiento; caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia; acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador; colaborar en el cuidado de la Casa Común” [1]. Lo más importante es que en el proceso de discernimiento se perciba que hay una convergencia de mi proyecto de vida vocacional y de la institución religiosa a cual soy, o deseo, ser parte; con la voluntad de divina.

Esta investigación también puede traer una aportación en clave de Ejercicios Espirituales. En el Principio y Fundamento (Ej 23) el ser humano descubre el origen y fin de su vocación, además de su lugar delante de Dios y de la creación. Consciente de su verdad, la persona es confrontada por su realidad pecadora y sorprendentemente alcanzada por la misericordia de Dios que lo salva, llama y envía (Ej 45-72]). Tal experiencia responsabiliza todo el sujeto que buscará responder a la llamada del Rey haciendo la “oblación” de su vida (Ej 98), contemplando los misterios de la vida de Cristo para conocerlo internamente, creando disposiciones para ser elegido bajo su bandera y hacer la elección (Ej 91-189). Una llamada y respuesta que implica estar con Jesús en su pasión, muerte y resurrección (Ej 190–225). Y por fin en la Contemplación para Alcanzar Amor (Ej 230–237) donde la vocación se desborda en la comunicación de amor, o sea, en una respuesta concreta, cotidiana y siempre nueva a la llamada.

Por fin, es la dinámica trinitaria que mueve la gracia de la vocación y la tarea de de discernir la llamada. El origen de toda vocación está en la Santísima Trinidad, pues el ser humano fue creado a su imagen y semejanza, recibiendo así su origen y su destino último. Dios en su comunión trinitaria quiso libremente comunicar su infinito amor dando al ser humano la vocación y la libertad para responder la llamada. Por lo tanto, la vocación del ser humano es esencialmente trinitaria y se realiza en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

En la llamada del padre que se autocomunica se encuentra la voluntad divina donde se realiza la vocación del ser humano; es fundamentalmente la llamada como don. En la llamada del Hijo, la llamada vocacional se hace carne y nos ofrece un modo de proceder. En Él está la imagen vocacional que ha de ser integrada en un proceso de configuración de la vida a la vida de Cristo; es fundamentalmente la llamada como seguimiento. Y la llamada del Espíritu se nos abre a la gracia que nos posibilita responder y vivir auténticamente la vocación. Por Él, la vocación continua siendo suscitada, animada y sustentada en la vida de la Iglesia. Nos convertimos en personas de discernimiento capaces de interpretar, decidir y configurar la vida a la luz del Espíritu; es, fundamentalmente, la llamada como tarea de discernir.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Capítulo III

1.   J. San José Prisco, “Elementos humanos del discernimiento vocacional y actuaciones formativas en el seminario”, en Madurez Humana y Camino Vocacional, ed. Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades (Madrid: Editorial Edice, 2002), 29-49.

2.   Fundador del Instituto de Psicología de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Los principales aspectos de su vida serán abordados en la tercera parte de este capítulo.

3.   CDC 1029.

4.   Ver por ejemplo: OT 8, 11; PO 3, 8, 9.

5.   OT 6, 9; CDC 1029.

6.   Luis María García Domínguez, Discernir la llamada. La valoración vocacional (Madrid: San Pablo Universidad Pontificia Comillas, 2008), 37.

7.   San José Prisco, 40.

8.   Ibíd., 43.

9.   Ibíd., 40.

10. San José Prisco, 44.

11. San José Prisco 44.

12. PDV 44, 62, 66, 72.

13. Ibíd., 40, 65, 66.

14. Ibíd., 43, 44, 50.

15. Ver: CDC 244, 1031; OT 2, 6.

16. San José Prisco, 41.

17. Cf. CDC 244, 1031; OT 6.

18. San José Prisco, 44-45.

19. García Domínguez, 39.

20. Cf. San José Prisco, 42.

21. Ibíd., 45.

22. García Domínguez, 40.

23. CDC 247, 277, 1037; OT 11.

24. Cf. San José Prisco, 42.

25. Ibíd., 42.

26. Ibíd., 45.

27. Ver en: M. E. P. Selegman, La auténtica felicidad (Barcelona: Byblos, 2005) y L. M ª García Domínguez en: Discernir la llamada. La valoración vocacional. 73-76.

28. Cf. J. Garrido, Adulto y cristianismo (Santander: Sal Terrae, 1988), 15-17.

29. Ver: A. Vásquez, “Madurez”, en Diccionario Teológico de la vida consagrada, dir. A. Aparicio – J. Canals (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1989) 989-990. J. San José Prisco, La dimensión humana de la formación sacerdotal (Salamanca: Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 2002), 149-150.

30. García Domínguez, 23.

31. García Domínguez, 26.

32. «Sentir y conocer las distintas mociones que en anima se causan, las buenas para recibir y las malas para lanzar». En Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Introducción, textos, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases (Santander: Sal Terrae, 1990), n. 313.

33. García Domínguez, 28.

34. A. Cencini – A. Manenti, Psicología y formación. Estructuras y dinamismos (México: Paulinas, 1994), 46.

35. L. Mª García Domínguez, “Acompañamiento y discernimiento vocacional”, Todo uno 111, (1992): 05-26.

36. Ibíd., 9.

37. Ibíd.

38. Ibíd., 10.

39. García Domínguez, Acompañamiento y discernimiento, 10.

40. L. M. Rulla, Antropología de la vocación cristiana 1, Bases interdisciplinares (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1990), 254.

41. AVC 1, 121-122.

42. A. Cencini – A. Manenti, 71-75.

43. Ibíd., 96.

44. B. Lonergan, Método en teología (Salamanca: Sígueme, 1988), 231-234.

45. AVC 1, 241-242.

46. Maurizio Flick y Zoltan Alszerghy, Juan Alfaro y Karl Rahner, Jhon Courtney Murray, Gerhard Ebeling, Avery Dulles, Reionhold Niebuhr, Ignace de la Potterie, Stanislas Lyonnet, T. J. Deidun, Federico Pastor y José M. González Ruiz.

47. Max Scheler, Dietrich von Hildebrand, Joseph de Finance, Bernard Lonergan, Paul Ricoer.

48. AVC 1, 139-140.

49. Una  breve  descripción de  cómo  funcionan es dada  por Lonergan   en:  Método  en  teología (Salamanca: Sígueme, 1988).

50. AVC 1, 133.

51. García Domínguez, 82.

52. AVC 1, 121-124; 144-150; 288-291

53. A. Cencini – A. Manenti, 96.

54. AVC 1, 251.

55. A. Cencini – A. Manenti, 64.

56. A. Cencini – A. Manenti, 65.

57. García Domínguez, 83.

58. A. Cencini – A. Manenti, 103.

59. Ibíd., 82-88.

60. AVC 1, 139-140

61. A. Cencini – A. Manenti, 147.

62. Ibíd., 149.

63. García Domínguez, 85.

64. Ibíd., 87.

65. Sobre el proceso de simbolización ver: AVC 1, 189-214; 295-297.

66. AVC 1, 166.

67. García Domínguez, 88.

Conclusión General

1.   A. Sosa, “Preferencias Apostólicas Universales de la Compañía de Jesús, 2019-2029”. 19 de febrero de 2019. Consultado en 31 de mayo de 2019. https://www.ausjal.org/wpcontent/uploads/preferenciassj.pdf

Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Capítulo II: La espiritualidad de la vocación presbiteral: contexto cultural, identidad y antropología de la formación

El capítulo II tiene como hilo conductor el tema de la vocación de especial consagración, abordado en los diversos documentos eclesiales desde el Concilio Vaticano II. De acuerdo con la amplitud del tema y de sus escritos, este capítulo tratará de centrarse en los aspectos más significativos del contexto cultural, de la identidad y del camino formativo de la vocación presbiteral, que el candidato está llamado a seguir. Tales elementos pueden contribuir a un mejor conocimiento de la llamada, para, igualmente, acercarse a la acción del Espíritu en el camino vocacional.

El Magisterio de la Iglesia, impulsado por el espíritu de aggionarmento del Concilio Vaticano II, ofrece importantes aportaciones relacionadas con el tema de la vocación, en cuanto al discernimiento vocacional que presupone principalmente la identidad y la formación de la vocación a la cual se aspira. Por eso, es imprescindible hacer un recorrido por los documentos fundamentales que aportan nuevas concepciones teológicas sobre la identidad presbiteral y su formación que, junto con el contexto cultural, influyen en todo el proceso vocacional de la persona llamada. Así, podemos establecer tres momentos principales: conocer e interpretar los contextos culturales que afectan la vocación presbiteral; aclarar a la luz del Magisterio de la Iglesia la identidad de la vocación sacerdotal presente en el Concilio Vaticano II y los principales textos posconciliares; y, por último, reconocer el esfuerzo de la Iglesia en ofrecer reflexiones y orientaciones sobre la formación sacerdotal, focalizadas en la dimensión humana.

Estos dos puntos principales están articulados en el proemio del decreto conciliar Optatam Totius [1], donde se afirma que «la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes» (OT 1), y que, por eso, «animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» (OT 1). De esta forma, se resalta la esencial relación entre identidad y formación sacerdotal, y sus contextos. Una vez se haya explicado la realidad histórica actual, la identidad de la vocación a la cual se aspira y los principios fundamentales de la formación humana que deben configurar la vida de los candidatos al sacerdocio, se abre un camino fundamental para el discernimiento vocacional en vista de una respuesta más auténtica a la llamada. En este mismo sentido, afirma San Juan Pablo II:

«El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado. El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir (…)» [2] (PDV 11).

Para alcanzar los principales objetivos del presente capítulo, será necesario analizar principalmente los textos conciliares y posconciliares que tratan del ser presbiteral y son esenciales para comprender la vocación sacerdotal. Tal acercamiento se realizará desde la relación con sus contextos culturales, con su identidad existencial y, finalmente, con una antropología de la formación inicial, que ofrecen elementos para discernir más auténticamente la vocación. Así pues, el punto de partida será el contexto social y cultural, en el que el sujeto vive y es profundamente influido.

1.    La vocación presbiteral desde los contextos culturales

En el itinerario vocacional, es fundamental conocer algunos aspectos del contexto actual que son decisivos a la hora de discernir y vivir la vocación presbiteral. Lanzar una mirada atenta para comprender la realidad social, cultural e histórica, donde Dios continúa llamando a muchos a su seguimiento, es una parte importante para la identidad y formación de las personas llamadas y enviadas para servir a la Iglesia y a la humanidad. En este sentido, afirma la exhortación apostólica: «Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo» (PDV 5).

Aunque el tema de la identidad del presbítero sea abordado más adelante, es importante afirmar desde aquí que, en medio a un mundo profundamente cambiante, la identidad del sacerdote no cambia, pues siempre se relacionará con el único y permanente sacerdocio de Cristo [3]. No obstante, al igual que lo esencial es inmutable, la vocación presbiteral despierta y madura en un mundo que se transforma muy rápidamente [4]. Tales cambios, o «mutación histórica» [5], son decisivos, pues influyen positivamente y negativamente al discernimiento, al ejercicio del ministerio y al modo de vivir la vocación en el mundo.

En medio de la crisis que afecta profundamente a la Iglesia, es posible reafirmar con Uriarte que «somos una Iglesia debilitada en una sociedad poderosa que configura en buena medida la mente y la sensibilidad de los creyentes, condiciona su percepción de valores y la gestión de sus opciones y modifica las condiciones mismas de nuestro encuentro con el Dios de Jesucristo» [6]. Así, partiendo de la debilidad eclesial y de la fuerte influencia de los contextos culturales en la Iglesia y en el mundo, es importante contextualizar adecuadamente la época en que vivimos y nuestro vínculo con ella, sin negar los elementos fundamentales para la identidad de quien se siente llamado [7].

Como ya se ha contemplado en el primer capítulo, Dios se comunica con personas concretas. Esta comunicación se trata de una llamada encarnada, donde el Espíritu actúa acompañando y transformando la realidad con su gracia. La gracia de la vocación, que fecunda el corazón del hombre y del mundo, impulsa a una espiritualidad de la vocación encarnada. El Papa Francisco recuerda este importante elemento del itinerario espiritual y vocacional, afirmando que «el ser humano está siempre culturalmente situado: naturaleza y cultura se hallan unidas estrechamente, la gracia supone la cultura y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe» [8].

Tras el estudio de la presencia de la gracia en la persona y del contexto, se trata ahora de establecer una aproximación a la cultura actual, resaltando algunos de los rasgos principales que influyen en la vocación presbiteral. Así pues, tener «un conocimiento maduro, no simplista, del mundo en que vivimos, de la sociedad en que desarrollamos nuestro ministerio, y de la cultura que nos envuelve sin apenas darnos cuenta» [9] es fundamental para el discernimiento y para una existencia vocacional en la cultura posmoderna. En este sentido, se presentan aquí algunas de las características de la sociedad actual y su relación con la vocación presbiteral, ambas son ambivalentes y pueden abrir nuevos horizontes [10] desde un serio discernimiento.

Una de las primeras constataciones es que «vivimos en la cultura del éxito, de la eficacia, de la posibilidad de realizarlo todo» [11], lo que revela, por un lado, una falsa omnipotencia del ser humano; por otro, la idea de la cultura del desechable, «donde el débil y el que no triunfa no tiene un lugar en la escala social, es despreciado, no cuenta» [12]. Esta dinámica social resalta el círculo vicioso y frenético del producir-consumir tan cultivado en todos los ámbitos de la vida.

En esta «sociedad de la eterna insatisfacción no hay lugar para quien no sea triunfador» [13], pues su base está en el sistema económico vigente que necesita trabajadores denodados y consumidores acendrados [14]. Esta realidad lleva a un segundo rasgo social desde la concepción de la autorrealización del ser humano, que se centra en la autosatisfacción. Aquí gana espacio una sociedad y humanidad marcada por un hedonismo y narcisismo que resisten a todo tipo de vulnerabilidad y que así describe Pastores Dabo Vobis:

«Este hombre “enteramente lleno de sí; este hombre que no solo se pone como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad”, se encuentra cada vez más empobrecido de aquel “suplemento de alma” que le es tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de él» (PDV 7).

Hay una individualidad que afirma el individuo y su autonomía. Y esta nueva realidad es vista como la gran conquista de la modernidad [15]. Según Uriarte, el problema está en una autonomía, en que la persona resalta «su capacidad de pensar, adherirse y decidir por su cuenta» [16], pero sin considerar la posibilidad de ser orientada por otros. «En suma: el riesgo real de nuestra cultura consiste en que el aprecio de la individualidad degenere en el individualismo» [17] que autocentraliza la persona. Además, el mismo autor llama la atención sobre el modo negativo en que muchas veces se comprende la tarea de guía, vista a la luz del autoritarismo y de la figura patriarcal [18].

Por tanto, basta resaltar otras importantes características señaladas en Pastores Dabo Vobis como «el racionalismo, la subjetividad exacerbada de la persona que conduce al individualismo, hedonismo, huida de las responsabilidades, consumismo, ateísmo práctico y existencial, la disgregación de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad, las injusticias sociales» [19] diversos rasgos del contexto actual donde los candidatos y presbíteros están llamados a discernir y vivir su vocación.

La vivencia existencial de la vocación frente a estos fenómenos del contexto cultural va acompañada de crisis y tensiones, que deben ser asumidas en vista de un proceso de discernimiento que ayude al candidato o al mismo presbítero a pasar del “yo” narcisista y centrado en sí mismo a un “yo” que busque la autoestima y relaciones más libres, menos dependientes y posesivas, que esté dispuesto a abrirse al amor a los demás y, de modo especial, a la causa de Jesús y de su Reino. Aquí se trata principalmente de pasar a asumir un proyecto de vida vocacional que no esté centrado en su autorrealización, sino abierto a la voluntad de Dios y a los medios para llegar a ella.

Este camino quiere también conducir a la superación del individualismo, que hace que la persona llamada confíe solamente en sus propias fuerzas y, consecuentemente, se torna autosuficiente y más solitaria. En este sentido, es necesaria la apertura a la solidaridad, a las relaciones de confianza, transparencia y de libertades, a la tomada de decisiones discernidas, a la misión compartida y de vida común [20] que exprese en su vida la disponibilidad de responder y asumir la vocación.

Frente a las necesidades innecesarias de una producción extremamente funcional y de un consumismo por la satisfacción inmediata de los deseos, hay que abrirse a un proceso de elaboración y madurez que llene verdaderamente el vacío de sentido de la vida humana, pues «estamos llamados a un modo alternativo de vivir que produce libertad y alegría y que, por sí mismo, denuncia mansa e intrépidamente un consumismo que produce insensibilidad, esclavitud e idolatría» [21].

El narcisismo, individualismo, la búsqueda en la satisfacción inmediata de los deseos y otros rasgos de la sociedad, conduce al ser humano a una frustración que es fruto de la «incertidumbre de la posmodernidad» [22]. Eso genera inseguridad y falta de confianza frente a sí mismo, a los demás y a lo divino, desfragmentando existencialmente a la persona. Según Cencini, la fragmentación del ser que está relacionada con lay fragmentación del mundo «conlleva un estado de disgregación interior y psíquica, ligado a la pérdida del centro del propio yo, una ofuscación de la identidad» [23].

Así caracterizado, el contexto cultural implica radicalmente importantes aspectos antropológicos de la persona llamada y en cómo va asumiendo su identidad vocacional desde la concienciación del llamado, del discernimiento, de la formación inicial y permanente y de toda su existencia. En este sentido, conocer, interpretar y discernir la realidad cultural en relación con la vocación apunta para la constante tensión frente a la identidad espiritual-existencial de la vocación presbiteral a ser profundizada a seguir.

La tarea ahora será en esta situación: confiar en quien que la persona llamada ha confiado [cf. 2Tm 1, 12], pues ha escuchado su voz y sabe que Dios está allí. En la secularización y fragmentación del mundo y del ser humano hay una identidad de la vocación presbiteral revelada fundamentalmente en Jesucristo y que necesita ser buscada, comprendida, discernida y asumida, a fin de que la vida sea por ella configurada y la vocación encuentre su fin.

2.    La identidad presbiteral a la luz del Concilio Vaticano II

2.1.  Teologal – Existencial

La primera consideración sobre la identidad presbiteral se despliega de la vocación teologal, es decir, de la primacía del designo amoroso de Dios en relación con la persona llamada. Como escribe San Juan Pablo II, «la identidad sacerdotal (…) tiene su fuente en la santísima Trinidad» [24]. Su origen, como afirma el Papa Francisco, es «un don de gracia divina» [25] (Ratio fundamentalis 34), que exige una respuesta existencial que se da cuando «los presbíteros se dedican a la oración, o predican la Palabra u ofrecen el sacrificio eucarístico, o cuando administran los otros sacramentos, o cuando realizan otros servicios a favor de los hombres, contribuyen a la gloria de Dios que consiste en la participación de la vida divina» [26]. De este modo, todo está orientado hacia Dios.

En este sentido, defiende Madrigal que la identidad del presbítero tiene un característico “teocentrismo” que ha de impregnar toda la actividad del sacerdote y su presencia en el mundo [27]. El presbítero y, consecuentemente, los candidatos a esta vocación están llamados a «orientar sus pasos hacia Cristo, hacia al Padre y hacia los demás (…), esforzandose siempre por colaborar con el Espíritu Santo» (Ratio Fundamentalis 29), en una dinámica teologal y existencial de la vocación sacerdotal que está radicada en el misterio trinitario y encarnada en la vida y misión del presbítero.

2.2.  Eclesial: Llamados a una eclesiología de comunión en la misión de Cristo

En el primer capítulo sobre la teología de la vocación, fue posible entender los rasgos fundamentales constitutivos de todas las vocaciones eclesiales. Ellas son suscitadas en el pueblo de Dios por gracia del Espíritu para el servicio de la Iglesia y del mundo. El Concilio Vaticano II en su constitución dogmática sobre la Iglesia, afirma que la naturaleza y la misión de los presbíteros solo se comprenden dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo [28].

La doctrina presente en Lumen Gentiun afirma que «los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10). Se resalta así que «la unidad y la dignidad de la vocación bautismal preceden cualquier diferencia ministerial» [29]. La precedencia de ese sacerdocio común es fundamental para la comprensión de la vocación del ministerio sacerdotal, en relación con la vocación cristiana bautismal. Queda así evidente, según Santiago del Cura, «una eclesiología de comunión donde se asume la precedencia del pueblo de Dios sobre la jerarquía, el sacerdocio común de todos los bautizados, igualdad de gracia, dignidad, vocación y misión» [30].

Para entender mejor este aspecto eclesiológico del presbítero, es importante tener en cuenta la fundamental relación entre sacerdocio ministerial y el sacerdocio común [31], que refleja una eclesiología de comunión [32] presente en Lumen Gentium 10; sin olvidar marcar la diferencia que existe entre ellos: «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). Se afirman así dos realidades sacramentalmente distintas [33].

Esta valiosa aportación que sigue en los números de LG 11-12 ofrece los elementos nucleares de los ministerios eclesiales, en cuanto a las tres funciones cristológicas: sacerdotal, profética y regia de todo pueblo de Dios. Aunque todos en un solo cuerpo participan en Cristo del sacerdocio santo y real [34], «no todos los miembros tienen la misma función» (cf. Rm 12, 4). «De entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal» [35], como también reflexiona la exhortación Pastores Dabo Vobis a la luz de Lumen Gentium. En este sentido:

«El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo cabeza, pastor y esposo de la Iglesia, se sitúa no solo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente a servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (PDV 16).

En la concepción de Iglesia como comunidad sacerdotal ungida por el Espíritu en orden a prolongar la misión de Cristo es posible encontrar las claves para comprender que la identidad del presbítero posee una profunda relación con la misión de la Iglesia. Dentro de este marco sacerdotal y misionero, la eclesiología del Concilio Vaticano II y, consecuentemente, su comprensión sobre el ministerio ordenado, resalta la participación del presbítero en el sacerdocio y en la misión de Cristo; dimensiones fundamentales de vocación sacerdotal.

Cristo es el enviado del Padre (cf. Jn 10, 36) y como el Padre envió al Hijo, también este envió a sus apóstoles (cf. Jn 20, 2; Mt 28, 18-20). Asimismo, todo el pueblo de Dios ha sido enviado «a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» [36] (cf. Mt 5, 13-16). Así pues, la esencia de una “Iglesia en salida” tiene su base en el envío mismo del Hijo [37]. En esta dinámica del envío, en vista de la misión eclesial, Madrigal considera la misión como el punto común y la razón de ser del ministerio sacerdotal, que «reside en la continuación de la misión de Cristo: esa misión divina de anunciar el evangelio de la salvación confiada por Cristo a los apóstoles que tiene que durar hasta el fin del mundo» [38].

Dentro de la perspectiva eclesial del presbiterato, que implica el envío y la misión, es posible captar aún la colaboración con los obispos [39] como elemento constitutivo del presbítero. Este rasgo fundamental está acompañado de otros núcleos teológicos de la dimensión sacerdotal presentes en Lumen Gentium 28, así sintetizados por Santiago del Cura: «los presbíteros son verdaderos sacerdotes del NT (LG 28) participan del Sacerdocio de Cristo (no del sacerdocio del obispo), la dependencia respecto al obispo lo es en ejercicio pastoral de las potestades ministeriales (ibíd.), en cuanto próvidos colaboradores que actúan bajo su autoridad (ibíd.)» [40].

Con estos aspectos eclesiológicos de la comunión y de la misión se observa claramente que el Concilio Vaticano II cambia su punto de vista en relación con Trento. Pasa de la afirmación de la dimensión sacrificial de la Eucaristía a fortalecer la dimensión más teologal, existencial, relacional y misionera de la Iglesia. Tal giro eclesial no es una negación de la teología tridentina, sino una integración de nuevos elementos que ayudan a una comprensión más profunda e integral de la identidad presbiteral. En síntesis, el Vaticano II se apoya esencialmente en la cristología y en la eclesiología, y «la teología del presbiterado es así fiel a su punto de partida: la misión de Cristo» [41]. Desde allí se despliegan todos los demás elementos que constituyen el ser sacerdotal.

2.3.  Cristológica: Los tres munera de Cristo en el ministerio ordenado

En el apartado anterior sobre la dimensión eclesiológica se explicó, por un lado, la importancia de asumir el ministerio sacerdotal como parte de la misión de toda la Iglesia; y, por otro, la participación del presbítero en la misión de Cristo. La dimensión cristológica es el hilo conductor de los fundamentos y dimensiones constitutivos de la identidad presbiteral. Por eso, hasta aquí se han encontrado referencias a Cristo en la dimensión teologal-existencial, eclesiológica y ahora, de modo más directo, en las funciones presbiterales que se expresan en el ministerio profético, sacerdotal y pastoral, como se presenta en Lumen Gentiun 25, 26 y 27 [42] y Presbyterorum Ordinis 4, 5 y 6.

El entrelazamiento de las funciones sacerdotales en estos dos documentos revela claramente la fundamental participación del presbítero en la unidad de vida, consagración y misión de Cristo. Como profeta, sacerdote y rey, el presbítero en Cristo proclama la Palabra, preside la liturgia y guía como pastor al pueblo de Dios. Este triple oficio de Cristo profeta, sacerdote y rey, concatenado con la triple función sacerdotal de la palabra, del sacramento y como guía, ofrece la imagen teológica y existencial del presbítero, iluminando así el horizonte vocacional de la persona llamada.

a)        Ministros de la Palabra

Anunciar la Palabra de la salvación a todas las criaturas es la primera función del presbítero. La afirmación de que «los presbíteros como colaboradores de los obispos, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios» (PO 4) está basada principalmente en el mismo mandato de Jesús Resucitado a sus apóstoles, que son enviados a proclamar la buena noticia a toda la humanidad (cf. Mc 16, 15). En este sentido, los presbíteros están llamados a escuchar, obedecer y poner en práctica la Palabra de Dios.

Según Jean Frisque, hay tres realidades de la Palabra manifestada en Presbyterorum Ordinis: «la Palabra de salvación, el despertar y el crecimiento de la fe, la unificación del pueblo de Dios» [43]. Es decir, hay una Palabra de salvación dirigida al ser humano como llamada vocacional y revelada plenamente en Jesús como referencia absoluta de la vocación. El ser humano es despertado y animado a crecer en una respuesta de fe a este llamado, pues «nadie puede salvarse si antes no cree» [44] (PO 4). Así, esta misma Palabra de salvación revelada como llamada vocacional y que suscita la fe en el corazón de los creyentes [45] es también la que congrega a los llamados en la unidad.

Todo esto subraya la importancia de la primacía del ministerio de la Palabra que se puede expresar concretamente de muchas formas. La primera es, sin duda, el fundamental testimonio del sacerdote ante las personas y el mundo. Su vida debe estar siempre en conformidad con el Evangelio comunicado y así «lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar» (PO 4). Tras comprender el lugar de la Palabra en su ministerio y de la importancia de asumirla en su vida, el presbítero encuentra otras diversas maneras de ejercitar esta función mediante una predicación abierta a los incrédulos, mediante la enseñanza catequética o la explicitación de la doctrina de la Iglesia [46].

El decreto Presbyterorum Ordinis reflexiona sobre las dificultades de la predicación sacerdotal en la realidad del mundo actual y para la urgente necesidad de que esta Palabra llegue de verdad al espíritu de los oyentes. Para esto, es necesario «aplicar la verdad permanente del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida» (Po 4). El itinerario de la Palabra en el ministerio presbiteral se concluye con la conjunción palabra- sacramento, que se verifica de forma eminente en la celebración de la eucaristía [47]. Así, el ministerio de la Palabra presbiteral se fundamenta en el mismo Jesús, Palabra de Salvación, a ser vivida y proclamada, capaz de despertar y hacer crecer la fe y la unidad del pueblo de Dios.

b)        Ministros de los sacramentos

Congregados por Dios, los presbíteros intervienen en la obra de la santificación de los hombres como ministros de Cristo, «participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas» (PO 5). De modo especial, presidir la Eucaristía que según el mismo decreto es «fuente y cima de toda la evangelización y centro de la congregación de los fieles, donde se ordenan y se unen los demás sacramentos, los ministerios eclesiásticos y el apostolado» (PO 5). Puesto que:

«En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él» [48].

c)         Ministros guías de la comunidad

El ejercicio ministerial del presbítero también está marcado por la imagen de Cristo como guía, sintetizado por el Magisterio de la Iglesia en Presbyterorum Ordinis y Pastores Dabo Vobis: «Los presbíteros ejercen la función de Cristo, Cabeza y Pastor y participan de su autoridad (PO 6) ». «El sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando a la comunidad eclesial» (PDV 26). En síntesis, el presbítero preside la comunidad en nombre de Cristo. En estas citaciones existen dos íntimas relaciones. La primera, entre el ministro  ordenado y Cristo, Cabeza y Pastor. Y la segunda, en la vinculación de cabeza-pastor que van unidas en el ministerio del presbítero a la función cristológica de reunir y conducir a la comunidad. De este modo, los «ministros de Cristo-Cabeza, los sacerdotes son, pues por identidad ministros de Cristo-Pastor» [49], y se reafirma así la unidad intrínseca que existe entre la identidad y las funciones pastorales que especifican el ministerio presbiteral.

Este ministerio debe ser ejercido con la «potestad espiritual» (PO 6), otorgada por Dios para la construcción de la comunidad cristiana. El presbítero, según el mismo decreto, debe estar al servicio de los jóvenes, esposos, padres, religiosos, pero de modo especial debe atender «a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica» (PO 6). Así, como guía y pastor, el presbítero tiene la misión de servir no solo a la comunidad local, sino de abrirse a la universalidad de la Iglesia.

Así pues, aquí aparece uno de los rasgos fundamentales del presbítero como pastor y guía: su forma de asumir el ministerio dando testimonio de siervo. Él está esencialmente llamado a servir a la humanidad, como Cristo que «se vació de sí y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 7) [50]. El ministerio de guía de la comunidad queda así marcado por un fuerte servicio pastoral, sostenido en la caridad que no excluye a nadie, sino que se abre a la universalidad.

En relación con esta autoridad espiritual ejercida en clave de servicio que se da para la edificación de la comunidad cristiana, «hay que tener muy en cuenta esta observación conciliar: “no se construye ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y centro en la celebración de la Eucaristía” (PO 6e)» [51]. Tras asumir esta verdad sobre el lugar de la Eucaristía como raíz y centro, Jean Frisque añade: «pero no será hogar de aprendizaje de espíritu comunitario, sino desembocando ella misma en el ejercicio de la caridad y de la Misión» [52].

El decreto Presbyterorum Ordinis en este número sobre la función de Cristo, Cabeza  y  Pastor,  ejercida  por  los  presbíteros,  reafirma  que  los  presbíteros  son «mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia» (PO 6). Expresa así la intrínseca relación que existe entre lo pastoral, el ministerio de la Palabra y, evidentemente, la Eucaristía. Otra afirmación más contundente del decreto que sintetiza el entrelazamiento y la importancia de las funciones cristológicas del presbítero es: «los presbíteros conseguirán propiamente la santidad [53] ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función» (PO 13). Concluye Madrigal sobre la integración de la palabra, de la eucaristía y de la caridad pastoral: «No cabe alternativa entre el sacerdote como ministro de la palabra o del culto. Porque la predicación se orienta por su naturaleza a la eucaristía y a la comunidad; en la eucaristía culmina la predicación y la caridad pastoral es la actualización práctica y visible de la predicación y de la eucaristía al servicio de la comunidad cristiana» [54].

2.4.  Una identidad existencial en relación con Cristo

La búsqueda de la identidad presbiteral distingue una sacramentalidad existencial del ministro ordenado que, consecuentemente, apunta hacia el horizonte del discernimiento del candidato a la vocación de especial consagración. Ambos están llamados a reflejar «aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás» (PDV 43). En este sentido, la antropología cristiana afirma que Jesucristo «ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad» [55]. En él se encuentran los rasgos fundamentales de la naturaleza e identidad para discernir la vocación.

El Papa emérito Benedicto XVI sitúa la centralidad de Cristo en relación con la vocación sacerdotal indicando que «es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien nos consta, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor» [56]. En esta afirmación profundamente cristológica se refleja también la motivación y el fin fundamental del candidato, que se sostiene en la relación con Cristo Palabra, Eucaristía y Servicio de Amor; tres rasgos que entrelazados ocupan un lugar fundamental en la existencia vocacional. En síntesis, sobre la identidad existencial del presbítero así expresa la Presbyterorum Ordinis [57]:

«En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» (PO 14).

Desde la identidad de la vocación presbiteral, se puede extraer algunos datos para el discernimiento y la formación del candidato. En primer lugar, entiendo que la vocación tiene un origen y un destino y un futuro. Por eso, el ser humano hay que mirar el horizonte de sentido de su vocación y preguntar a qué futuro está llamado. En este sentido, tener clara la identidad del presbítero en el proceso del discernimiento vocacional es ofrecer al candidato un horizonte y un fin a ser discernido y asumido en su formación.

Ese fin de la vocación presbiteral, dado por la identidad en Cristo, es esencial en el itinerario vocacional y solo se puede poner en marcha si la persona entra en un proceso de concienciación del fin de la vocación la cual se siente llamada. En un proceso que es existencial y relacional. Ese modo de comprender el origen, sentido y destino de la vocación presbiteral tiene una clara perspectiva de fondo: «la perspectiva de fondo desde donde se contempla la identidad del presbítero en la línea de la asimilación de los sentimientos del Buen Pastor» [58].

Además de esto, participa de este itinerario vocacional la antropología de la formación inicial, que ofrece elementos constitutivos a ser considerados en la persona llamada. Cristo no anula la realidad antropológica de la persona, sus dramas y tensiones, sino que revela su verdadera humanidad y abre caminos para que el ser humano viva con más plenitud su vocación. Asimismo, la formación en su dimensión humana se pone al servicio de esta tarea fundamental de ayudar al candidato a crecer humana, psíquica y espiritualmente para discernir mejor y responder a su vocación.

3.    La antropología de la vocación en la formación

3.1.  A la luz de la antropología bíblica

Antes de profundizar sobre los elementos constitutivos de la dimensión humana, en vista de la formación presbiteral, cabe retornar algunas claves de la antropología bíblica [59]. La primera idea es que bíblicamente la persona es concebida integralmente como soma, psiquê y pneuma, sin dividirla en cuerpo, alma y espíritu. San Pablo al final de la carta a los Tesalonicenses expresa con mucha clareza esta unidad: «El Dios de la paz os santifique completamente; os conserve íntegros en espíritu, alma y cuerpo, e irreprochables para cuando venga el Señor nuestro Jesucristo» (1Ts 5, 23).

Esta concepción ayuda a superar el dualismo filosófico y teológico que separa lo humano de lo divino, y que marcó la visión de la Iglesia sobre el ser humano en determinado momento de la historia. Hoy, principalmente pos Concilio como será estudiando más detenidamente a seguir, es posible notar en los documentos del Magisterio la superación de este pensamiento que tendía a menospreciar a todo lo creado:

“La traducción de ello a la práctica llevó a los maniqueístas a valorar excesivamente la gnosis, el alma, y a despreciar todo aquello que está revestido de humanidad. De hecho, para la visión maniqueísta, la corporalidad, la dimensión humana de la persona, es expresión o resultado de la caída del hombre primordial. Es necesario separar las cosas, pues el rescate solo vendrá por medio de la separación que permitirá el triunfo del Bien” [60].

Además de la visión conjunta y positiva que la Biblia ofrece sobre el ser humano, otro modo de comprender al hombre bíblico sería desde la tensa relación que existe entre pecado y gracia. El ser humano apoyado en su libertad puede negar la gracia de la vocación y no responde auténticamente a la llamada divina. En este drama, la persona puede decidir «vivir para sí (pecado) o vivir para Dios (gracia), vivir centrado y encerrado en sí mismo o vivir abierto hacia Dios y sus hermanos» [61]; es decir, acoger o no su vocación. Tales concepciones bíblicas muestran fundamentalmente al ser humano integral y libre que encuentra su plenitud en Jesús.

Como ya se ha abordado en el capítulo anterior, la vocación es un misterio divino, gracia de Dios para la persona llamada. Asumirla y vivirla en su contexto cultural desde la identidad configurada a Cristo es un don y una gran tarea, que pasa por diversas etapas de revelación vocacional. La primera seguramente es la iniciativa divina que se comunica con el sujeto que se abre a un diálogo relacional. La segunda etapa es precisamente la propia persona llamada como sujeto de formación, que se caracteriza como «un misterio para sí mismo» (Ratio fundamentalis 28), llamado en su totalidad a un coloquio con Dios, consigo mismo y con sus acompañantes.

La humanidad misma de la persona es un gran misterio constituido de cualidades y limitaciones. El candidato que está llamado a responder a la vocación posee una tarea desafiadora de ser consciente de sus realidades humanas positivas y negativas; al mismo tiempo que, ayudado por Dios y por diversas mediaciones, puede asumir un camino de integración humana y de discernimiento vocacional. Aludiendo a este fundamental trabajo formativo, la Ratio afirma que esta tarea:

«Consiste en ayudar a la persona a integrar ambos aspectos, con el auxilio del Espíritu Santo, en un camino de progresiva y armónica maduración de todos los componentes, evitando la fragmentación, las polarizaciones, los excesos, la superficialidad o la parcialidad. El tiempo de formación hacia el sacerdocio ministerial es un tiempo de prueba, de maduración y de discernimiento por parte del seminarista y de la institución formativa» (Ratio fundamentalis 28).

Acompañar al candidato en un camino vocacional, que lo haga más consciente de sus fortalezas y fragilidades humanas supone una base fundamental para un discernimiento, que parte de una realidad humana concreta, donde la gracia de Dios se manifiesta e impulsa al sujeto llamado hacia un proceso de configuración de su humanidad a Cristo; reconduciendo a Cristo a todos los aspectos de su personalidad (cf. Ratio fundamentalis 29). Es preciso resaltar en el apartado sobre la identidad presbiteral que Cristo es la imagen del presbítero; por eso «solo en Cristo crucificado y resucitado tiene sentido este proceso de integración y llega a su plenitud» (Ratio fundamentalis 29).

En este sentido, la dimensión humana es esencial para la vocación y para la formación inicial y permanente de la persona llamada. Para un adecuado discernimiento vocacional, es necesario conocer y considerar al candidato en su realidad humana integral, es decir, con sus cualidades y limitaciones. Solamente desde una antropología que revele los fundamentos humanos de la persona, se torna posible discernir y responder más auténticamente a la llamada. Conocer y comprender la complejidad del candidato es uno de los fundamentos de la vocación y parte esencial del itinerario hacia esta. «Por eso el discernimiento espiritual requiere absolutamente del conocimiento propio, que posibilitaría así una especie de “discernimiento antropológico» [62].

Delante de los desafíos culturales y sociales, como ya se ha presentado en este capítulo, que implican directamente los aspectos teológicos espirituales y a la vida concreta del sujeto que se siente llamado, se hace necesario un discernimiento vocacional que, además de considerar los contextos históricos, analice en profundidad los valores y las virtudes humanas que deben ser cultivadas en el candidato, en vista de la realización de su vocación. Ser consciente de la realidad del mundo y del candidato llamado a servir a Dios y a los demás es un criterio importante para el discernimiento vocacional, así como que supone un desafío en la actualidad.

La Iglesia, consciente de su tarea, muestra en sus documentos una gran preocupación con la admisión de los candidatos. Desde una antropología bíblica que considera al sujeto integral y dotado de plena libertad, se valoran todas las dimensiones humanas a fin de que se realice un discernimiento vocacional que, a partir de la personalidad de la persona llamada, impulse la configuración de la vocación presbiteral que tiene su identidad en la vida de Cristo.

3.2.  A la luz de la antropología en los documentos de la Iglesia

Es interesante observar cómo los documentos del Magisterio de la Iglesia expresan con claridad la antropología de la formación, de modo general para todos los cristianos y más especificadamente para los llamados a la vocación de especial consagración. En el Código del Derecho Canónico, por ejemplo, indica que los «llamados por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica tienen derecho a una educación cristiana por la que se les instruya convenientemente en orden a conseguir la madurez de la persona humana y al mismo tiempo conocer y vivir el misterio de la salvación» (CDC 217).

En este mismo sentido humano formativo, en cuanto a la admisión de candidatos, resalta que «el Obispo diocesano solo debe admitir en el seminario mayor a aquellos que, según sus dotes humanas y morales, espirituales e intelectuales, su salud física y su equilibrio psíquico, y su recta intención, sean considerados capaces de dedicarse a los sagrados ministerios de manera perpetua» (CDC 241§1). Este canon y otros [63], en relación con el sacerdocio y la vida religiosa, resaltan las cualidades humanas necesarias y la suficiente madurez que exige la vocación de especial consagración.

El Magisterio de la Iglesia, por medio de su legislación y documentos conciliares y posconciliares, manifiesta la importancia de conocer y considerar los elementos constitutivos de la formación humana. Estos son necesarios para el discernimiento y para el proceso de configuración de la vida del candidato desde el principio de su itinerario vocacional. Por detrás de los cánones presentados, es posible captar una estructura antropológica que revela, de entre otros elementos, la recta intención y la idoneidad de los candidatos.

a)        Antes del Concilio Vaticano II

Antes del Concilio Vaticano II, algunos importantes documentos dan pistas sobre la importancia de la dimensión humana para la vocación. En el pontificado de Pío XII a mediados del siglo XX, acontece una gran evolución en la reflexión de los aspectos humanos de la formación sacerdotal. En este sentido, se avanza en la concepción de que la dimensión humana es la base de la formación de especial consagración y, consecuentemente, debe ser considerada en los candidatos a ella. A este respecto vale citar parte del discurso de Pío XII en el Primer Congreso Internacional de Carmelitas Descalzas:

«El edificio de la perfección evangélica ha de fundarse en las mismas virtudes naturales. Antes de que un joven se convierta en religioso ejemplar, ha de procurar hacerse un hombre perfecto en las cosas ordinarias y cotidianas: no puede subir las cimas de los montes si no es capaz de andar con soltura en el llano. Aprenda, pues, y muestre en su conducta la dignidad conveniente a la naturaleza humana: disponga decorosamente su persona y su presencia, sea fiel y veraz, guarde las promesas, gobierne sus actos y sus palabras; respete a todos, no turbe los derechos ajenos, sea paciente, amable y, lo que es más importante, obedezca a las Leyes de Dios. Como bien sabéis, la posesión de las virtudes llamadas sobrenaturales dispone a una dignidad sobrenatural de la vida, sobre todo cuando alguien las practica y cultiva para ser buen cristiano (…)» [64].

También la exhortación Menti Nostrae [65] supone un gran marco del Magisterio sobre la formación humana que da elementos vocacionales fundamentales para el discernimiento que lleva en consideración el desarrollo humano de los candidatos. Además de temas importantes como la imitación de Cristo, el apostolado y cuestiones de su tiempo sobre el clero, el presente documento, al hablar sobre la formación, ofrece las cualidades humanas que se esperan encontrar en la vida del candidato.

La idoneidad física y psíquica es presentada como criterios vocacionales, y las virtudes humanas como configuradoras de la formación del carácter: la austeridad y abnegación, amor a la verdad, responsabilidad y madurez de juicio, capacidades para tomar decisiones libres y conscientes, espíritu de obediencia, valoración de la castidad y de la pobreza. La exhortación sigue mostrando su preocupación con la formación intelectual a fin de que la persona sea capaz de reflexionar y elaborar respuestas frente a los desafíos. Además, valora una formación marcada por la vida común, normal y abierta a las distintas realidades de la sociedad.

Como ya se ha resaltado en el primer capítulo sobre la teología de la vocación, la gracia de esta actúa en la persona concreta, es decir, Dios se comunica y mantiene un diálogo con el ser humano integral que es el destinatario de la llamada divina. En este sentido, la presente exhortación sitúa a la Iglesia en el nuevo marco de la formación, seguido por el Papa Juan XXIII hasta las esenciales aportaciones del Concilio Vaticano II.

Aunque no es posible abarcar todos los documentos del Magisterio que tratan sobre la formación humana, la reflexión hasta aquí ha intentado sentar las bases sobre el tema, que será tratado en profundidad en los documentos conciliares y posconciliares. Asimismo, ha servido para obtener la atención de la Iglesia sobre esta dimensión en el recorrer de la historia, y dar comienzo aal desafío de garantizar y discernir la vocación. Acoger la gracia de la vocación en un proceso de discernimiento que considera la dimensión humana es fundamental para el desarrollo humano y vocacional del candidato.

b)        Optatam Totius

El decreto conciliar Optatam Totius surge de la necesidad de incluir la formación sacerdotal dentro del proceso de profunda renovación vivido por la Iglesia y propuesto por el Concilio Vaticano II. Por medio de este decreto, es posible verificar el esfuerzo de la Iglesia en asumir una formación humana y más integral del sacerdote. Así pues, se abría un nuevo horizonte pastoral, espiritual, intelectual y de formación humana en diálogo con los desafíos del mundo y con las ciencias, que pasan a colaborar con la necesaria formación integral y permanente del sacerdote. El principal desafío estaba en entender la formación desde una nueva comprensión del ministerio ordenado según el conjunto de los documentos conciliares.

Además de esta primera gran tarea, la Optatam Totius en su reflexión clarifica el concepto de vocación y ofrece importantes orientaciones para su discernimiento. La concepción de la vocación ofrecida por el decreto contiene elementos importantes constitutivos de la llamada vocacional. El primero es la vocación como “llamada de Dios al hombre a quien elige y dota de cualidades necesarias”; y el segundo, como “llamada de la Iglesia, a través de sus legítimos ministros, que tienen el deber de comprobar la existencia de esas cualidades que manifiestan la vocación”. Así, la vocación es «obra de la Divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los elegidos por Dios para participar en el sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, una vez reconocida su idoneidad, llamen a los candidatos que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y, una vez bien conocidos, los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia»(OT 2).

Aquí se hace notar, por un lado, la gracia de la vocación como iniciativa divina y la necesidad de una respuesta discernida a la llamada y, por otro, la finalidad de esta vocación, que es servir a Dios y a la Iglesia. El texto sigue presentando otros importantes elementos de la concepción humana que posibilitan, o no, a la persona para la vocación sacerdotal, como la idoneidad, la recta intención y la plena libertad.

Sobre el contenido más específico del decreto, cabe resaltar su preocupación con el fomento de las vocaciones como responsabilidad de toda la comunidad cristiana, con la finalidad de promover las vocaciones de especial consagración (cf. OT 2). Así pues, la Iglesia comparte con todo el pueblo de Dios la fundamental tarea de cultivar y colaborar en la formación de los candidatos al sacerdocio. Se configura así una misión eclesial de iniciación al misterio de la vocación [66].

La tarea de discernir la vocación va más allá de la promoción eclesial para las vocaciones. Implicaría una seria colaboración de formadores que necesitan «prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular» (OT 5). Además de personas formadoras, esta labor requiere también lugares de formación especializados que cultiven, comprueben y garanticen la vocación y una formación capaz de formar buenos pastores.

El decreto resalta la importancia de recoger en la historia de la persona llamada los signos de la vocación requeridos para el ministro ordenado como «la rectitud de intención y libertad de los candidatos, la idoneidad espiritual, moral e intelectual, la conveniente salud física y psíquica, teniendo también en cuenta las condiciones hereditarias» (OT 6). Todo eso, siempre en vista de la capacidad de los candidatos en suportar la futura misión sacerdotal y la pastoral que les compete.

Por tanto, el conocimiento profundo del candidato, también por parte de los formadores [67] en todas sus dimensiones, es de extrema importancia en cuanto al proceso de discernimiento vocacional para el bien de la persona y de toda la Iglesia. En los momentos de escasez y desafíos vocacionales que vive la Iglesia en la actualidad, continúa válida la orientación del decreto:

«En todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los alumnos, procédase siempre con firmeza de ánimo, aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque Dios no permitirá que su Iglesia de ministros, si son promovidos los dignos, y los no idóneos orientados a tiempo y paternalmente a otras ocupaciones; ayúdese a estos para que, conocedores de su vocación cristiana, se dediquen generosamente al apostolado seglar» (OT 6).

A continuación, el decreto destaca la importante dimensión espiritual en la formación (cf. OT 8-10) con un acento especial en la orientación cristocéntrica que busca la esencial configuración del candidato a Cristo, llamado a vivir en su existencia el misterio pascual del Señor, «puesto que han de configurarse por la sagrada ordenación a Cristo Sacerdote, acostúmbrense a unirse a Él, como amigos, en íntimo consorcio de vida» (OT 8). Así, la vocación presbiteral debe ser un camino claro y objetivo de configuración de toda la persona con Cristo.

La dimensión espiritual debe estar encarnada en la vida y en la historia concreta de los candidatos, a fin de que haya una formación espiritual que considere a la persona integralmente y se evite una espiritualidad angelical, es decir, alejada de la realidad. Por eso mismo, el decreto tratará de abordar la madurez humana y sus virtudes, en conformidad con la antropología cristiana y bíblica que asume la unidad del ser humano.

Sin duda, la dimensión humana-espiritual apoyada en una antropología cristiana y en los diálogos con las ciencias psicológicas puede ofrecer mejores resultados en el proceso de discernimiento y configuración del candidato a la vocación sacerdotal. Hay una íntima relación entre la condición humana de la persona llamada y la necesidad de asumir un proceso de maturación humana, en vista de vivir más plenamente la vocación. Así pues, es importante conocer la personalidad del sujeto donde se dará el proceso de formación.

Es posible sintetizar el tema de la formación humana en el decreto conciliar Optatam Totius, y resaltar en primer lugar la importancia de la educación cristiana que puede ser perfeccionada con las ciencias psicológicas y pedagógicas, junto con la visión aperturista de especialistas que colaboren con los formadores en situaciones más especiales. En segundo lugar, el decreto pone en evidencia algunos criterios necesarios para la madurez humana, como «cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres» (OT 11). Y, por último, las virtudes del ser humano, que deben estar en conformidad con aquellos que serán ministros de Cristo: «como son la sinceridad de alma, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad en las promesas, la urbanidad en el obrar, la modestia unida a la caridad en el hablar» (OT 11).

El gran misterio de la vocación involucra a la realidad humana y su desarrollo, en vista de crear las condiciones necesarias para una mejor configuración del ser humano a Cristo. Este itinerario vocacional, que conjuga la dimensión humana y espiritual, es fundamental para la maduración de quien desea responder a la vocación de especial consagración. No obstante, según el decreto, este proceso formativo cuenta con la disciplina como actitud interior, con la piedad, el silencio y ayuda mutua que prepara para la vida sacerdotal.

c)         Pastores Dabo Vobis

Es interesante acercarse de la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis sobre la formación de los sacerdotes como una actualización, continuidad y avance del Concilio décadas después de su realización. Entre el decreto conciliar Optatam Totius y la Pastores Dabo Vobis existen otras aportaciones [68] del Magisterio sobre el sacerdocio y su formación, que no serán desarrolladas en este trabajo. Sin embargo, las contribuciones más importantes son asumidas en la presente exhortación.

La presente exhortación comienza con una promesa de Dios a su pueblo que pasa por el don de la vocación sacerdotal: «os daré pastores según mi corazón» (Jr 3, 15). Esa promesa cumplida plenamente en Jesús, el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11), sigue presente en la vida de personas llamadas por Dios para asumir la misión de pastores en la Iglesia; personas que se dejan transformar por la gracia de la vocación que promueve, convierte y desarrolla su humanidad y camino vocacional. En definitiva, este documento pone en relevancia los elementos constitutivos de la dimensión humana, en cuanto a un discernimiento más auténtico de la llamada y un cuidado especial de la formación integral de los candidatos al presbiterado (cf. PDV 2).

Pastores Dabo Vobis está constituida por seis capítulos, con sus respectivos títulos: «Tomado de entre los hombres» (PDV 1-10), que destaca por la presentación de los desafíos de la promoción vocacional y de la vocación sacerdotal frente a la realidad social y eclesial; «Me ha ungido y me ha enviado» (PDV 11-18), que trata fundamentalmente de la naturaleza y misión del sacerdocio; «El Espíritu del Señor está sobre mí» (PDV 10-33), que pone de manifiesto la vida espiritual del sacerdote en relación con la santidad, la configuración a Cristo y la caridad pastoral, el ejercicio del ministerio, el radicalismo evangélico, la pertenencia a la Iglesia y la confianza en el Espíritu; «Venid y lo veréis» (PDV 34-41), que se centra en la pastoral vocacional eclesial; «Instituyó doce para que estuvieran con Él» (PDV 42-68), que se dedica especialmente a las dimensiones fundamentales de la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral, además de presentar los ambientes y protagonistas de la formación; y, por último, «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (PDV 78-81), que reflexiona sobre la formación permanente.

Al profundizar sobre las dimensiones de la formación sacerdotal, el documento resalta la dimensión humana como fundamento de toda la formación con las siguientes palabras:

“Sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario”. Esta afirmación de los padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su ministerio» (PDV 43).

Esta afirmación indica la necesaria atención con la dimensión humana, no solamente de los ministros ordenados, sino en todo el proceso de discernimiento vocacional que el candidato está llamado a vivir. Este cuidado especial debe comenzar en los primeros contactos para que desde la humanidad de la persona se abran espacios para cultivar las demás dimensiones de la formación: la espiritual en comunión con Dios y búsqueda de Cristo; la intelectual como inteligencia de la fe; y la pastoral como la dimensión que comunica a todos la caridad de Jesucristo, el Buen Pastor.

Estas cuatro dimensiones deben ser trabajadas integralmente para contribuir en la formación del sacerdote y en la capacitación para vivir su vocación ante los desafíos actuales. Sin negar la importancia de cada una de ellas, es necesario reconocer que la dimensión humana ocupa un lugar estratégico en la formación, pues en la experiencia concreta de la persona llamada se realiza el proceso de configuración a Cristo, que da identidad a vocación del presbítero y a su Ministerio.

Así pues, será importante resaltar los elementos constitutivos que configuran la formación humana según Pastores Dabos Vobis. El primero es el llamado que recibe el presbítero, «a ser imagen viva de Jesucristo cabeza y pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas» (PDV 43). Es decir, presenta a Cristo como modelo pleno del ser humano y de la vocación sacerdotal. En este sentido, el candidato precisa estar consciente de que es llamado a repetir en su existencia las obras y palabras de Jesús. Asumiendo así en su proceso vocacional el modo de proceder de Cristo, consagrando toda su vida a Él.

El segundo elemento configurador de la formación humana del sacerdote está íntimamente relacionado con el primero, pues para ser imagen viva de Cristo es necesario estar al servicio de los demás, comunicando la palabra, celebrando los sacramentos y guiando a la comunidad cristiana en la caridad. Este servicio pastoral en nombre de Cristo requiere cualidades humanas del sacerdote y consecuentemente del candidato que desea asumir tal vocación, a fin de que sean puentes y no obstáculos para el encuentro de Jesús con los destinatarios de su misión. Para eso, «el sacerdote será capaz de conocer en profundad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos» (PDV 43). No hay duda de que aquí se abre un largo camino de aprendizaje.

Otro elemento constitutivo de la dimensión humana abordado en la presente exhortación es el aspecto comunitario que exige a las personas con capacidad de relación y maduras para compartir la vida y la misión con los demás. «Elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y “hombre de comunión”» (PDV 43).

El proceso de consagración a Cristo y al servicio a los demás revela dos grandes desafíos de la formación que van unidos entre sí. Por un lado, la justa y necesaria madurez de la persona para la realización de sí misma; y por otro, la exigencia de esta misma madurez en vista del Ministerio presbiteral. Para eso, el decreto recoge los criterios que califican la madurez, que son «amar la verdad, la lealtad, el respecto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad de la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y comportamiento» [69] (PDV 43).

La exhortación hace clara mención a los candidatos al sacerdocio cuando destaca la importancia de una “preparación previa” humana, cristiana, intelectual y espiritual antes de ingresar al seminario[70]; y añade las cualidades necesarias del candidato, de entre las cuales están «la recta intención y un grado suficiente de madurez humana» (PDV 62). Tales cualidades exigidas al candidato en el inicio de su proceso vocacional son criterios imprescindibles. Este acompañamiento colabora con el desarrollo humano del candidato en su proceso vocacional, donde la Iglesia por muchos medios cuida los «brotes de vocación sembrados en los corazones» (PDV 63).

Al considerar cuidadosamente la formación humana, la Iglesia señala la gran responsabilidad que es asumir una vocación de especial consagración. Al entender la finalidad de la llamada vocacional de servir a Dios y a los demás como Jesús, es posible trazar un itinerario que pase necesariamente por la realidad humana a ser configurada. Así pues, acoger la gracia de la vocación se relaciona íntimamente con la tarea discernir conociendo a sí mismo y crescendo humanamente.

A este itinerario vocacional le acompaña el discernimiento que hace el candidato más consciente de la llamada y de su realidad humana para mejor responder a Dios. En relación con San Pablo, el mismo documento presenta un programa que considera elementos fundamentalmente importantes de la dimensión humana: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 9). Es decir, hay que mirar la realidad teniendo presente los elementos humanos propios de la vocación de especial consagración.

d)        Ratio Fundamentalis Intitutionis sacerdotalis

La primera Ratio Fundamentalis [71] surge dentro del horizonte de la renovación de la Iglesia propuesta por el Concilio para la formación de los presbíteros. Este es uno de los aspectos importantes a ser considerados en este documento. Así pues, además de ser una orientación universal de la Iglesia para la formación sacerdotal, la Ratio, atenta a los contextos y signos de los tiempos, es consciente de la necesidad de una formación única, integral, permanente y misionera que prepara al sujeto integral para su vocación.

La nueva Ratio [72] ha resaltado que «cada una de las dimensiones formativa se ordena a la transformación del corazón, a imagen del corazón de Cristo» (Ratio fundamentalis 89) y pone en evidencia la propia finalidad de la formación, que es preparar a la persona llamada a responder y vivir su vocación. ]Estos aspectos fundamentales de la formación son tomados, por ejemplo, de Pastores Dabo Vobis [73] y Optatam Totius [74]. La misma exhortación de San Juan Pablo II es bastante clara cuando se refiere a la integración de los aspectos de la formación integral:

«El camino hacia la madurez no requiere solo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación, sino que exige también y, sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, esta no solo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concreta como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús buen Pastor» [75].

Por lo tanto, la formación sacerdotal es también asumida en la Ratio en su dimensión humana, intelectual, espiritual y pastoral. Este punto de partida es importante pues llama la atención para la importancia de la “formación integral” dirigida a «persona en su totalidad, con todo lo que es y con todo lo que posee» (Ratio fundamentalis 92).

Una vez resaltado este equilibrio e integración sobre las dimensiones, ahora se dará una atención especial a la dimensión humana, que es lo que pretende este apartado, pero siempre atento a la natural e importante conexión que se puede establecer entre las demás dimensiones.

En el conjunto del documento que se comenta se recogen diversos elementos tratados por el Magisterio de la Iglesia [76] a ser considerados en la dimensión humana como la rectitud de intención y la libertad, las dotes morales, facultades intelectuales, salud física y psíquica, y posibles cargas hereditarias del candidato. Como ya se ha analizado anteriormente, la formación humana de los presbíteros y la preocupación con su madurez y virtudes siempre fueron temas de gran interés [77]. En este sentido, cabe resaltar que la Iglesia entiende la formación humana como fundamento de la formación sacerdotal y que, sin una adecuada formación humana, la vocación carecería de una base [78].

Por eso, la Ratio asume la formación humana como un trabajo permanente en la vocación presbiteral, que es «un proceso unitario e integral, que se inicia en el Seminario y continúa a lo largo de la vida sacerdotal, como formación permanente. Exige atención y cuidado en cada paso» (Ratio fundamentalis 53), pero sin desconsiderar las demás etapas, pone énfasis en la etapa discipular como momento especial para el desarrollo de una sana antropología.

Considerar la antropología de la formación en la etapa inicial principalmente en la que se conoce como propedéutico [79] es muy importante para «asentar las bases sólidas para la vida espiritual y favorecer un mejor conocimiento de sí que permita el desarrollo personal» [Ratio fundamentalis 59], que junto con el discernimiento vocacional, ya en la génesis del proceso coincide con el objetivo principal de este espacio formativo. Este lugar tan recomendado por la Ratio debe ser provisto de formadores propios, buscar una buena formación humana y cristiana y realizar una seria selección de los candidatos [80].

Desde el conocimiento de su propia historia y aceptación de su realidad humana, el candidato encuentra en sus potencialidades y fragilidades un gran camino de discernimiento y de formación. Su vida personal es el primer ámbito para discernir la vocación e integrarse humana [81]. Cuanto más consciente de su autobiografía, es decir, de «su propia historia, el modo como ha vivido la propia infancia y adolescencia, la influencia que ejercen sobre él la familia y las figuras parentales, la mayor o menor capacidad de establecer relaciones interpersonales maduras y equilibradas, así como el manejo sano de los momentos de soledad» (Ratio fundamentalis 94), tanto más auténtico y fructuoso será el discernimiento y consecuentemente su formación desde el propedéutico.

Después del propedéutico viene propiamente la “etapa discipular” que, según la Ratio, es un permanecer con Cristo que «implica un camino pedagógico-espiritual, que transforma la existencia, para ser testimonio de su amor en el mundo». En síntesis, es un seguimiento continuo de Cristo que transforma existencialmente la vida del discípulo llamado. Tal transformación y respuesta a la llamada vocacional empieza por la Palabra escuchada atentamente, guardada en el corazón y puesta en práctica [82], pues el candidato llamado a ser pastor discierne siempre la vocación a la luz de Palabra de Dios.

Este trabajo espiritual es también profundamente humano, pues en este camino vocacional, el candidato debe experimentar las fortalezas y debilidades de su humanidad con «la serenidad de fondo, humana y espiritual, que le permita, superada toda forma de protagonismo o dependencia afectiva, ser hombre de comunión, de misión y de diálogo, capaz de entregarse con generosidad y sacrificio a favor del Pueblo de Dios, contemplando al Señor, que ofrece su vida por los demás» (Ratio fundamentalis 41).

3.3.  Hacia la configuración a Cristo

Jesucristo es, como ya se ha afirmado en este trabajo, la clave absoluta para la comprensión del ser humano y de la vocación presbiteral. Solo en Él es posible discernir los rasgos humanos fundamentales a ser identificados y asumidos en el candidato y en la propia formación presbiteral. Por medio de la contemplación de la humanidad de Jesús, se va formando y madurando la personalidad del futuro pastor. Al contemplarlo, la persona elegida entra en un proceso de conformar sus deseos, motivaciones y toda su estructura antropológica a la luz del Evangelio.

Este proceso de configuración con Cristo es imprescindible para el candidato llamado a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5) y a transformar el corazón –en cuanto núcleo de la personalidad– para aprender a amar como Cristo [83]. En este sentido, es decir, unido a Cristo, él puede hacer de su vida un don para los demás en un camino formativo que renueve e integre todo sujeto. Esta es la esencial mirada de fe que el candidato al sacerdocio está llamado a tener delante de su historia personal, que lo hace acoger e interpretar la vida con plena responsabilidad y creciente confianza en Dios [84]. En este sentido, «conocerse a la luz del evangelio y desde la mirada de Dios (y no solamente por pura introspección psíquica o mediante un esfuerzo de superación ética) no es sobre todo una exigencia de la vocación sino una gracia derivada de ella misma» [85]. Por fin, según la Ratio, queda suficientemente claro que «la carencia de una personalidad bien estructurada y equilibrada se constituye en un serio y objetivo impedimento para continuidad de la formación para el sacerdocio» (Ratio fundamentalis 63). En este itinerario vocacional de la antropología de la formación pueden ser identificadas algunas de estas carencias, o “mundanidad espiritual” presentes en el candidato, como: «La obsesión por la apariencia, una presuntuosa seguridad doctrinal o disciplinar, el narcisismo y el autoritarismo, la pretensión de imponerse, el cultivo meramente exterior y ostentoso de la acción litúrgica, la vanagloria, el individualismo, la incapacidad de escucha de los demás y de todo tipo de carrerismo» (Ratio fundamentalis 42).

Son rasgos antropológicos y espirituales que contrastan con lo que se espera de la vocación presbiteral. Aquí se abre propiamente un largo camino de discernimiento que llevará a la superación de autoengaños en vista de una decisión vocacional menos condicionada y más libre de los afectos desordenados que acompañan a la persona llamada.

En este sentido, esta constante tarea solo es posible desde la gracia de Dios, que acompaña y colabora en los procesos de la madurez humana. Los grandes teólogos, atentos a los aspectos de la dimensión humana y de los procesos de madurez a la cual la persona llamada a vivir, alertan que «una recta y armónica espiritualidad exige una humanidad  bien  estructurada;  como  recuerda  Santo  Tomás  de  Aquino,  “la  gracia presupone la naturaleza”, y no la sustituye, sino que la perfecciona» [Ratio fundamentalis 93]. Esta gracia, que es la misma vocación, orienta la tarea de discernir la llamada que contiene herramientas psicológicas concretas para un auténtico aprendizaje, como se presentará en el último capítulo de este trabajo.

Conclusión

Este capítulo ha reflexionado fundamentalmente sobre temas de gran importancia para la vocación y el proceso de discernimiento vocacional que son los contextos culturales, la identidad de una vocación de especial consagración y la dimensión humana que ayudan al candidato responder más auténticamente a la llamada. Para eso, fue necesario hacer un itinerario teológico a la luz del Concilio Vaticano II y de algunos documentos posconciliares que revelasen una imagen presbiteral y, consecuentemente, un camino formativo humano para alcanzar este objetivo. Estos elementos, contexto-identidad-formación, son presupuestos orientadores para el discernimiento vocacional del futuro pastor.

Reflexionar sobre la gracia de la vocación y la tarea de discernir la llamada exigió de este trabajo una atención especial a la situación de la sociedad y del mundo de hoy. Los candidatos a la vocación presbiteral son hijos de su tiempo y la llamada vocacional acontece en el cotidiano de su realidad histórica social, eclesial, familiar que pueden favorecer o no en el surgimiento de sólidas vocaciones y mismo en la tarea de la formación humana. O sea, el contexto cultural puede configurar positivamente y negativamente la persona llamada y por eso, necesita ser conocido, interpretado y discernido.

En este sentido no se puede negar las grandes transformaciones culturales, sociales, políticas, religiosas que afectan profundamente los aspectos antropológicos de la persona llamada e influyen en su modo de ser y actuar. Desde la comprensión e interpretación de los contextos es posible encontrar pistas para entender mejor el ser humano y tratar de evitar que nuevas heridas frutos del secularismo, individualismo, materialismo, hedonismo e etc., sean abiertas en la iglesia y en sociedad.

 En medios de estos contextos culturales hace falta la clara consciencia de una identidad de la vocación presbiteral que da sentido a la llamada. No raras veces el candidato es confrontado con realidades que dificultan la acogida de la vocación, y solamente presentando a Jesús como referencial real y absoluto que motiva, forma y anima su vocación, el candidato puede encontrar verdadero sentido en este camino. En él se concentra todo contenido del discernimiento vocacional.

Para asumir la importante tarea de discernir la llamada, es fundamental tener la consciencia de los elementos teológicos espirituales que constituyen y dan identidad a la vocación presbiteral. Son ellos que ponen el candidato en una dinámica cuidadosa de la vocación y en un camino permanente de discernimiento, identificando «las mociones, los dones, las necesidades y las fragilidades, para ‘quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina’» (Ratio fundamentalis 43). Esta voluntad divina para su vocación solo puede ser encontrada y confirmada en la relación existencial con Jesús.

Los candidatos que piden un acompañamiento de su vocación obtienen una imagen del presbítero y de la vida religiosa desde su propia experiencia personal. No siempre estas referencias están debidamente purificadas y pueden contener elementos negativos y muy frecuentemente idealizados. Por eso, en el discernimiento vocacional es imprescindible acercarse a la verdadera imagen que da sentido a la vocación de especial consagración, para que así puedan configurar su vida a Jesucristo; exactamente como presentó el Magisterio de la Iglesia en sus documentos conciliares y posconciliares a la luz de las Sagradas Escrituras.

Este itinerario también demostró que la gracia de la vocación se encarna en la vida de personas concretas llamadas a asumir un largo proceso formativo de configuración de sus estructuras humanas desde los criterios y virtudes necesarios para una vocación presbiteral. En este sentido la dimensión humana fue ganando relevancia en la nueva concepción presbiteral y asumiendo un papel fundamental en la formación y en el discernimiento vocacional de los candidatos.

La formación humana de los candidatos encuentra un lugar de gran importancia en el proceso vocacional en vista de una formación personal que una e integre interiormente la persona, que la capacite para asumir la responsabilidad vocacional en el mundo que le ha tocado vivir y servir, y fundamentalmente que ayude en la configuración a Jesucristo. El contenido del itinerario vocacional que entrelazan los contextos culturales, la identidad de la vocación presbiteral y la formación humana está esencialmente en el encuentro con Jesús. En este sentido el reto es seguramente dejarse ser sorprendido por la novedad de este encuentro que atrae, transforma la vida e interpela constantemente la vocación presbiteral.

Así pues, este capítulo se centró en un itinerario vocacional donde a la luz de la gracia de la vocación fueran ofrecidos presupuestos teológicos, espirituales que orientan hacia un discernimiento desde los contextos, identidad y formación de la vocación presbiteral. La finalidad de este proceso es encontrar caminos concretos para que la persona llamada pueda acoger y responder con madurez al don de la vocación.

Aquí fueron presentados especialmente algunos elementos de la vocación presbiteral que movilizan mecanismos antropológicos y psicológicos de la vocación. Una vez que tales elementos vocacionales puedan dialogar con estas ciencias, el capítulo siguiente buscará aclarar algunos conceptos y criterios asumidos por la Iglesia a la luz de la antropología y de la psicología que dan una gran contribución e impulso para el discernimiento vocacional que requiere el sujeto integral y herramientas más integradoras.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Capítulo II

1.      Concilio Vaticano II, Optatam Totius (28 de octubre 1965).

2.      Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabos Vobis (Madrid: Ediciones Paulinas 1992).

3.      Cf. PDV 5.

4.      Transformaciones que pueden relacionarse con una liquidez de la cultura y de las relaciones humanas, como          denomina Z. Bauman. Ver: Z. Bauman, Modernidad líquida (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003).

5.      Juan Mª Uriarte – Ángel Cordovilla – José Mª Fernández-Martos. Ser sacerdote en la cultura actual.    (Santander: Sal Terrae, 2010), 17.

6.      Ibid.

7.      Amadeo Cencini. Sacerdote y mundo de hoy. Del post-cristianismo al pre-cristianismo. (Madrid: San Pablo, 2012), 8.

8.      Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre 2013), n.115.

9.      E. Royón, “«Sus heridas nos curaron». El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo”, Cuadernos de Espiritualidad 195 (2014), 39.

10.    Cf. PDV 10.

11.    Royón, 42.

12.    Ibid.

13.    J. Mª Rodríguez Olaizola, “Elegir hoy”, Manresa 73 (2001):134.

14.    Cf. Uriarte, 41.

15.    1bid., 23. Y cf. C. Domínguez Morano, “El sujeto que ha de elegir hoy, visto desde la psicología”, Manresa 73 (2001): 154.

16.    J. Mª Uriarte, “Servidores de la comunidad”, Sal Terrae 98/10 (2010): 899-908.

17.    Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser sacerdote en la cultura actual. (Santander: Sal Terrae, 2010), 24.

18.    Uriarte, “Servidores de la comunidad”, 900.

19.    Cf. PDV 7-8.

20.    Cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorom Ordinis (7 de diciembre de 1965), n. 8.

21.    Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser Sacerdote en la cultura actual, (Santander: Sal Terrae, 2010), 42.

22.    Lluís Casado Esquius. El análisis transaccional ante los nuevos retos sociales: adaptación a un mundo en cambio. (Madrid: CCS, 2016), 20.

23.    A. Cencini, “El sacerdote identidad personal y función pastoral. Perspectiva psicológica”, en El presbítero en la Iglesia, Sociedad de Educación, ed. A. Cencini – C. Molari – A. Favale – S. Dianich. (Madrid: Atenas, 1994), 72.

24.    PDV 12.

25.    Papa Francisco, tal documento en: Congregación para el clero. Ratio fundamentalis Institucionis (8 de diciembre 2016).

26.    Santiago Madrigal, “Ser sacerdote según el Concilio Vaticano II y su recepción postconciliar”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uríbarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 135.

27.    PO 3.

28.    LG 10.

29.    Ratio fundamentalis 31.

30.    3Santiago del Cura Elena, “El ministerio ordenado. Renovación y profundización de su teología en la estela del Vaticano II, en El Concilio Vaticano II. Una perspectiva teológica. Eds. V. Vide – J. R. Villar. (Madrid: San Pablo, 2012), 270, 239-300.

31.    Ver: Santiago del Cura Elena, “Sacerdocio común y sacerdocio ministerial: El sentido del ministerio ordenado en la Iglesia”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uribarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 159-196.

32.    PO 2, 3, 9, 11, 12, 18, 22, 34, 41.

33.    PDV 17, CIC 1547.

34.    PO 2.

35.    PO 2; LG 10-12.

36.    LG 9.

37.    LG 1; 2-4; AG 2-4.

38.    Madrigal, 126.

39.    LG 28.

40.    Santiago del Cura, 279.

41.    Madrigal, 135.

42.    Cf. Madrigal, 137: “el capítulo III de LG establece una secuencia precisa desde la preocupación misionera del CV II: primero el anuncio de la Palabra (LG 25), seguido de la función sacramental (LG 26) y de gobierno (LG 27)”.

43.    J. Frisque, “Decretos «PRESBYTEROROM ORDINIS» Historia y comentario, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, ed. J. Frisque, Y. Congar (Madrid: Taurus 1969), 157.

44.    Cf. Mc 16, 16.

45.    Cf. PO 4; Rom 10, 7.

46.    Cf. PO 4.

47.    Madrigal, 139.

48.    PO 5.

49.    Frisque, 163.

50.    Algunos textos del Nuevo Testamento sobre la autoridad como servicio: Mt 20, 25-28; Lc 22, 26-27; Jn 13, 13-15; 2 Cor 4, 5.

51.    Madrigal, 139.

52.    Frisque, 165.

53.    Todos los bautizados reciben un único llamado a la santidad. Pero, la forma de ejercer la santidad es diversa (cf. LG 41).

54.    Madrigal, 140.

55.    PDV 72.

56.    Benedicto XVI, A los presbíteros y diáconos de la diócesis de Roma, 13 de mayo de 2005.

57.    En general la figura del sacerdote queda descrita en el decreto Presbyterorum Ordinis: participa del ser de Cristo (PO 1-3) obra y anuncia la palabra en su nombre (PO 4), hace presente su sacrificio y su acción salvadora (PO 5), prolongando su acción pastoral (PO 6). Realiza su ministerio en la comunión y misión eclesial (PO 7-11) y en la vivencia de la santidad (PO 12-14) según el modo de proceder del Buen Pastor.

58.    A. Cencini, ¿Creemos de verdad en la formación permanente? (Santander: Sal Terrae, 2013), 29.

59.    Trabajada fundamentalmente en los puntos 1 y 2 del primer capítulo: “La Palabra de dirigida al ser humana como llamada” y “El ser humano que escucha la llamada divina”.

60.    Cf. J. Oliveira, “Antropología da formação inicial do presbítero”, Vida Pastoral 309 (2016), 25-30.

61.    Ángel Cordovilla, “El sacerdote hoy en su realización existencial. La escisión antropológica como momento de gracia, en Ser sacerdote en la cultura de hoy, (Santander: Sal Terrae, 2010), 64.

62.    L. Mª García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, CONFER 54/208 (2015): 455-474, 466.

63.    CDC 244; 642; 721§3; 1025; 1029; 1031.

64.    Pio XII, tal documento citado por Álvaro del Portillo en: Escritos sobre el sacerdocio (Madrid: Palabra, 1990), 30.

65.    Pio XII, Exhortación apostólica Menti Nostrae (23 de septiembre de 1950).

66.    Cf. E. Marcus, “Iniciación en el ministerio: condiciones del ejercicio de esta función eclesial”, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, dir. J. Frisque - Y. Congar (Madrid: Taurus, 1969), 433-436.

67.    La capacidad de discernir la vocación desde los elementos humanos requiere una selección y formación de los formadores como resalta OT 5: «han de elegirse de entre los mejores, y han de prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular».

68.    Como la primera Asamblea General de 1967 sobre la renovación de los seminarios, la segunda Asamblea General de 1971, acerca de los principios doctrinales y cuestiones prácticas sobre el sacerdocio ministerial, y la octava Asamblea General de 1990 sobre la formación sacerdotal en las circunstancias actuales.

69.    OT 11; PO 3, Ratio fundamentalis 51.

70.    Cf. PDV 62.

71.    De 6 de enero de 1970: La Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotales ofrece las instrucciones sobre los más diversos aspectos de la formación. Refierese a la normativa de Roma para las Iglesias particulares de todo el mundo; se caracterizan como las normas básicas que servirán para la elaboración de los planes formativos propios para cada diócesis.

72.    De 8 de diciembre de 2016.

73.    PDV 43-59.

74.    OT 4.

75.    PDV 72.

76.    Principalmente: OT 4; 8-11; PO 3-6; 8.

77.    Como OT 11: “(…) y complétense convenientemente con los últimos hallazgos de la sana psicología y de la pedagogía, por medio de una educación sabiamente ordenada hay que cultivar también en los alumnos la necesaria madurez humana, la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres”.

78.    PDV 43.

79.    Cf. Ratio fundamentalis 59-60; PDV 62.

80.    80Cf. Ratio fundamentalis 60.

81.    Ibid., 43.

82.    Cf. Ratio fundamentalis, 62.

83.    Cf.  A.  Cencini,  Los  sentimientos  del  Hijo:  itinerario  formativo  en  la  vida  consagrada (Salamanca: Sígueme, 2000), 135-136.

84.    Cf. Ratio fundamentalis, 43.

85.    García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, 458.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza

Introducción General

El título de nuestro trabajo posee en sí mismo un profundo significado que apunta el sentido y la dirección esencial por donde deseamos orientar esta investigación. La íntima relación entre la gracia de la vocación y la tarea de discernir la llamada lleva necesariamente a un encuentro primordial entre Dios, que dona la vocación, y el ser humano que en está abierto radicalmente a la gracia divina. De este fundamental punto de partida, se despliegan tres vectores que indican la pretensión de esta investigación: profundizar en la teología de la vocación, conocer los elementos de la espiritualidad de la vocación presbiteral y manejar categorías psicológicas que nos ayudarán a comprender en profundidad el dinamismo vocacional.

Tales vectores existen en función del discernimiento vocacional y cada uno de ellos forma las bases esenciales donde queremos sostener este proceso. En este sentido, nuestra tesis defenderá la revelación divina como llamada; la importancia de hacer llegar al candidato un previo entendimiento, espiritual y existencial, de la vocación a la cual se aspira y, por último, el necesario diálogo en clave vocacional entre la teología espiritual y las ciencias humanas que auxilia en el proceso del conocimiento y madurez de las personas en vista de un discernimiento más integral.

La certeza de que Dios continúa y continuará dirigiendo una llamada vocacional a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y las dificultades que se presentan desde el punto de vista personal y social para discernir, asumir y llevar adelante la vocación son las dos primeras motivaciones para esta investigación. Salvo la iniciativa divina, una vocación bien discernida, esto es, que tiene en consideración los vectores señalados y que serán desarrollados en los capítulos de este trabajo, abre mejores posibilidades para que la persona encuentre y responda auténticamente a su vocación. Si una persona manifiesta su vocación, es importante ayudarla a descubrirla y a trillar caminos de discernimiento y los contextos en todas sus dimensiones.

Los ruidos generados por las crisis vocacional y moral que ha vivido la Iglesia son asumidos en este trabajo como una tercera motivación y excelente oportunidad de acercarse de los fundamentos teológicos, espirituales y psicológicos que orientan la vocación en su dimensión más profunda. «Esto es valioso, porque sitúa toda nuestra vida de cara al Dios que nos ama, y nos permite entender que nada es fruto de un caos sin sentido, sino que todo puede integrarse en un camino de respuesta al Señor, que tiene un precioso plan para nosotros» (Christus Vivit 248) [1]. Conscientes de lo más esencial y de la elaboración de una sólida reflexión sobre la vocación en sus más diversas dimensiones, será posible dar un paso posterior hacia un trabajo pastoral más eficaz que ayude en la superación de los obstáculos del camino vocacional.

Para alcanzar los objetivos propuestos e intentar responder a las motivaciones expresadas en este trabajo, lo dividimos en tres capítulos con sus títulos y subtítulos que, concatenados entre sí, nos ofrecerán algunas claves para el discernimiento vocacional. Ante la amplitud del tema, hemos decidido metodológicamente, partir de la teología de la vocación general, pero con centrándonos en la vocación presbiteral. También cabe resaltar que, sin dejar de considerar las demás dimensiones de la formación, que es integral, optamos por profundizar en la dimensión humana para que, en un diálogo con la psicología, encontremos categorías equivalentes en vista de una mejor sistematización del tema.

El otro criterio metodológico a considerar se relaciona con las fuentes utilizadas para nuestra investigación. Hemos recorrido las Sagradas escrituras y utilizado el recurso de la interpretación bíblica en vista de una mejor comprensión de las llamadas vocacionales del Antiguo y Nuevo testamentos. Del mismo modo, analizamos e interpretamos algunos documentos conciliares y posconciliares del Magisterio como Lumen Gentium, Presbyterorum Ordinis, Optatam Totius, Pastores Dabos Vobis, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis. Para el diálogo con la psicología, recorremos a la Antropología de la vocación cristiana de Luigi Rulla como referencia, siempre apoyados por autores de la misma escuela psicológica que sientan las bases científicas a la argumentación.

Dicho esto, apuntar que el capítulo I se centrará en la reflexión sobre el don de la vocación en sus aspectos teológicos que implican una antropología, cristología y eclesiología. Estos elementos de la teología de la vocación son la base donde se origina, fundamenta y gana sentido todo el proceso vocacional. En este sentido, el capítulo mantendrá un orden: desde el momento en que Dios que se autocomunica creando, llamando y manteniendo una relación dialogal con el ser humano, hasta en el que el ser humano acoge la llamada en un constante proceso de conversión y configuración a Cristo.

El capítulo II presentará un itinerario teológico espiritual de la vocación presbiteral a la luz del Concilio Vaticano II y de algunos documentos posconciliares. Este camino tendrá tres etapas fundamentales que pretende revelar los contextos sociales y culturales que afectan a la vocación; una imagen presbiteral y un camino formativo como presupuestos orientadores para el discernimiento de los candidatos. En síntesis, la tríada contexto-identidad-formación apuntará hacia un horizonte concreto de la vocación presbiteral a ser conocido, discernido y asumido por el sujeto que aspira tal vocación.

Por fin, el capítulo III retomará los criterios eclesiales de la vocación presbiteral como la recta intención, la plena libertad y la idoneidad aclarando sus definiciones y ofreciendo indicadores objetivos para el discernimiento vocacional. Conscientes de los rasgos antropológicos y psicológicos que marcan este itinerario, el capítulo concluirá su reflexión exponiendo algunos aspectos de la Teoría de la autotrascendencia en la consistencia de Luigi Rulla. Así, apoyándonos en una antropología de la vocación cristiana, será posible apropiarnos de algunas categorías comunes que surgen del diálogo entre la teología de la vocación y la psicología, y avanzar hacia una sistematización integral del camino vocacional recorrido en este trabajo.      

Dicho lo cual, es importante resaltar la amplitud del tema y sus muchas y diversas conexiones, imposibles de abarcar en su totalidad. Más aún fui haciéndome consciente de los límites que existen para concretar algunos puntos de esta investigación teniendo en cuenta los grandes desafíos que la Iglesia, los formadores y candidatos enfrentan en la actualidad para discernir la vocación. Por eso, no se trata de dar respuestas cerradas a las cuestiones vocacionales acerca del discernimiento, sino de contribuir con el debate y posibilitar desde la teología espiritual y de otras ciencias humanas respuestas y prácticas más coherentes a la llamada divina en nuestros días.

Capítulo I: Teología de la vocación

Ante los desafíos que enfrentan la vida consagrada y presbiteral en la Iglesia universal, se entiende la urgente necesidad de una mejor comprensión teológica, antropológica, cristológica, eclesiológica en clave vocacional [1] para ayudar a superarlos. Con esto, en este capítulo se presenta una teología de la vocación, considerando algunos elementos fundamentales que constituyen la experiencia vocacional cristiana tan importante para la espiritualidad.

Dichos elementos de la vocación de especial consagración tocan en el núcleo de las reflexiones sobre la gracia de la vocación. Se asientan así las bases para un diálogo interdisciplinar entre la teología, la antropología y la psicología, y se posibilita un mejor conocimiento de la imagen de Dios –que llama– y del ser humano –que responde–, así como de las prácticas de discernimiento vocacional tan importantes para una elección más acertada y una existencia más coherente con la llamada recibida.

Ante la estrecha conexión entre la teología y la antropología, las imágenes de Dios y la concepción bíblica del ser humano serán entendidas aquí como dos realidades inseparables, pues en la antropología cristiana una no puede ser entendida sin la otra. En cuanto a la comunicación como vocación, Dios dirige su llamada al ser humano, este a su vez, apoyado en una antropología vocacional, es capaz de responder a su Creador y Señor.

El carácter dialógico relacional entre Dios y el ser humano es una clave que acompañará a toda la reflexión sobre la vocación en este capítulo. En un primer momento se conocerá la imagen de este Dios que habla a la persona y la invita a una vocación. En segundo lugar, se presentará una antropología basada en la comprensión bíblica que presenta al ser humano con un claro destino existencial. Esta experiencia teológica espiritual y vocacional se analizará también dentro de los contextos culturales, con el objetivo de lograr una mejor comprensión del tema.

Por lo tanto, el Dios que dirige una palabra a la humanidad, el ser humano que es capaz de escucharla y los contextos contemporáneos donde Dios continúa llamando serán la base de la teología vocacional, que se desarrollará a continuación. De estos temas generales se desarrollarán otros elementos que reflejen perfectamente el sentido de la gracia de la vocación y la tarea de la persona llamada a discernir.

1.   La Palabra de Dios dirigida al ser humano como llamada

1.1.  La comunicación es vocación

En la historia de la salvación, Dios se revela por la Palabra. Por medio de ella,

«Dios no solo comunica algo de sí, algo que está implícito en toda palabra, sino que pide algo a alguien, al que llama, manda, promete, juzga» [2]. En este sentido, es posible afirmar que la comunicación divina posee un gran rasgo vocacional que será desarrollado en este primer apartado como llamada creadora, dialogal y encarnada.

Dios se dirige al ser humano llamándolo a la existencia. Por la fuerza de su Palabra crea al ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27), le invita a un diálogo de amistad y le concede la gracia de la participación divina. Así pues, queda marcado desde el origen humano un itinerario que progresivamente conduce a la realización de la vocación del ser humano en su Creador y Señor.

El concepto bíblico del término latino vocare [3] ayuda a comprender la fuerza de esta Palabra en la propia historia de la salvación. Vocare es entendido con el significado de llamar, invitar y, finalmente, adjudicar un nombre a una persona. En este sentido, Dios dirige su llamada al ser humano, invita a una relación interpersonal e impone un nombre que genera una nueva identidad y configura la existencia de la persona, otorgándole la gracia de la vocación fundamental de ser hija de Dios [4] (cf. Jn 1, 12; 1Jn 3, 1).

La vocación es siempre una gracia donde Dios tiene la iniciativa libre y amorosa de salir al encuentro del ser humano y a él dirigir una llamada vocacional, que es fundamentalmente la participación en la vida divina. El Concilio Vaticano II expresa esta radical actitud de Dios con las siguientes palabras: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» [5] (DV 2).

Ante la primacía de la bondad y sabiduría de Dios, que se revela y dirige una llamada a la vocación, el ser humano no puede sino acoger, discernir y responder, asumiendo su tarea de colaborar con la gracia de la vocación recibida. Se profundizará sobre esta cuestión más adelante, en un segundo apartado sobre la antropología vocacional. Pero antes, vale resaltar que la persona también es libre para rechazar la llamada. En este sentido cuando por alguno motivo el ser humano resiste a la voluntad divina, su vida y vocación queda vacía, superficial y sin sentido.

En la historia de la salvación siempre ha tenido ejemplos de rechazo a la llamada divina. Además de la desobediencia del hombre a Dios después del relato de la creación (Gn 3, 6), o del miedo y desobediencia del profeta Jonás en no asumir la misión dada por Dios (Jon 1, 2-3], hay un clásico relato sobre “el joven rico” que muchas veces es utilizado como ejemplo de negativa a la llamada vocacional:

«Cuando se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? Jesús le respondió: - ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno fuera de Dios. Conoces los mandamientos: (…). Él le contestó: - Maestro, todo eso lo he cumplido desde la adolescencia. Jesús lo miró con cariño y le dijo: - Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después vente conmigo. A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó triste; pues era muy rico (…)» (Mc 10, 17-22) [6].

John R. Donahue y Daniel J. Harrington comentando sobre esta parábola afirman que en este caso a riqueza é retratada como un obstáculo para el joven rico seguir a Jesús. El rechazo a la invitación de Jesús surge de su reluctancia de asumir el estilo simple e itinerante del Maestro. En una última palabra, sus bienes eran obstáculos a la participación en misión de Cristo, o sea, en para responder libremente a la llamada divina [7].

«Y más importante aún es el hecho de que tanto las parábolas de las que se servía Jesús, como los lances de su ministerio ponen de relieve la seriedad y el alcance del desafío que planteaba y de la respuesta a la que urgía» [8]. La llamada de Jesús a su seguimiento es radical como se ve en la parábola del joven rico y la respuesta hay que ser libre, confiada y alegre para servir. Bien distinta de la respuesta del joven rico que a pesar de sus buenos valores y deseos, no le fue posible afrontar el estilo de vida propuesto por Jesús.

Independiente de la respuesta del ser humano, en la revelación, Dios se comunica con la humanidad. Él dirige una Palabra al ser humano donde refleja la voluntad divina. La acogida de la gracia de la vocación tiene lugar en la colaboración entre Dios ‒que viene al encuentro del ser humano‒ y la persona ‒que asume la libre tarea de discernir y responder a este llamamiento‒. Esta dinámica se da en una búsqueda constante busca de la voluntad de Dios para la realizarse vocacionalmente.

Este itinerario vocacional pasa necesariamente por la primacía de la Palabra de Dios dirigida a la persona. Junto a esta relación fundamental donde Dios se comunica en clave vocacional, será posible captar la imagen de un Dios cercano, pues «solo se puede comprender a Dios que llama a alguien, cuando en su llamada comunica algo de sí y propone un mensaje de salvación» [9]. Así, la revelación de Dios se caracteriza por una llamada creadora que salva, como se explicará a continuación.

1.2.  Un Dios que llama creando

La persona que se siente llamada en algún momento experimenta en su vida un Dios «personal y trinitario, revelado en las tres personas divinas, que se comunica ‘desde arriba’ (Ej 31) en el don de la creación, en la kénosis de la encarnación y en la inhabitación del Espíritu Santo, haciendo ser, vivir y obrar en el ámbito de lo divino» [10]. Esta experiencia que se da entre el Creador que se comunica con su criatura es fundamental para revelar la imagen de Dios que llama creando, por la fuerza de Su Palabra.

El papa Benedicto XVI afirma que «la creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura. Por tanto, la salvación del hombre es el motivo de todo» [11] (VD 9) y esta salvación ya empieza por una llamada creadora. En este sentido, es posible relacionar la creación y la salvación como vocación fundamental del ser humano. La fe en Dios creador toma forma concreta en el primer artículo del Credo, sostenido en el relato bíblico de Génesis sobre la creación, donde Dios crea por Su Palabra. También, como destaca Ruiz de la Peña:

«En varios lugares se habla de la creación por la palabra. Como Dios llamó a Israel para hacer de él su pueblo (Is 45, 3-40; Is 48, 12; Is 54, 60), así llama las cosas al ser (Is 48, 13: Yahvé llama a los cielos y estos comparecen ante él) (…) La creación, pues, es ya inicio del diálogo histórico-salvífico; el mundo, como la historia, no se construye según una secuencia anónima de causas y efectos, ni está al arbitrio de una fuerza ciega, sino de un ser personal, dialogal, que piensa, quiere y llama a las criaturas» [12].

El diálogo histórico-salvífico del Dios que llama el ser humano desde la creación se realiza en una experiencia personal, donde Dios se dirige a la persona por el nombre. Este hecho confiere, además del conocimiento íntimo en el trato de Dios con su criatura, una existencia e identidad al ser llamado. Ruiz de la Peña ayuda a comprender que «en las culturas semíticas, el acto de nombrar conlleva una potestad cuasi omnímoda, que lo que no tiene nombre no existe, y que el nombre de una cosa, al notificar su identidad, le otorga su capacidad funcional, es el ser mismo de la cosa» [13].

Así pues, es posible entender que la creación abarca también una llamada vocacional en que la persona renace existencialmente. Este acto libre y amoroso de Dios de llamar al ser humano por el nombre transforma radicalmente su vida:

«Aquí se percibe también la fuerza de la llamada, de la vocación, que a veces va acompañada de un nombre nuevo (Simón será Cefas, latinizado como Pedro; Saulo de Tarso será Pablo), con toda la implicación que supone de una nueva existencia, de una nueva realidad que se recibe en la llamada y que se constituye en ella y a través de ella» [14].

En los padres de la Iglesia es posible encontrar la base que fundamenta una teología del nombre, en cuanto a la vocación cristiana y bautismal. Cuando se bautiza a la persona nacida de nuevo en el Espíritu, esta asume una nueva identidad y recibe el nombre que la identifica como nueva criatura de Cristo [Gal 6, 15; 2 Cor 5,17]. Así habla Gregorio de Nisa sobre los que recibieran por el bautismo la gracia de ser llamados cristianos:

«Ya que esta gracia nos ha sido dada de lo alto, es justo que antes que nada consideremos la magnitud del don, para que demos dignamente gracias a Dios, que tanto nos ha dado; después, que nos mostremos en nuestra vida conforme exige la grandeza de este gran nombre» [15].

Cuando Dios llama a la persona obsequiándola con la vocación cristiana por el bautismo, la hace nacer en su ser divino como hija en el Hijo. En este sentido, relacionando la vida del cristiano con Cristo, Gregorio de Niza señala en su obra Sobre la vocación cristiana que asumir esta nueva vida es al mismo tiempo un don y supone una gran exigencia. El don de ser creado, llamado por el nombre a participar de la vida de Cristo, y la exigencia de discernir esa llamada fundamental para reflejar a Cristo en toda su vida.

Así, la creación puede ser considerada como la primera llamada de Dios al ser humano creado a Su imagen y semejanza [Gn 1, 27]. En este acto vocacional, la criatura, al mismo tiempo que recibe su condición creatural, recibe también su origen y su destino divino, que se realiza únicamente en la relación con su Creador. Dios «llamó a la existencia lo que no existía» [Rm 4, 17], dándole vida, nombre y una vocación cristiana. Esta creación como llamamiento, además de criar al ser humano, lo invita a una nueva existencia que solo puede ser sostenida en una profunda y constante relación dialogal entre el Creador y su criatura, que es capaz de garantizar un coloquio vocacional que revela a Dios que llama, crea y acompaña con Su gracia.

1.3.  La vocación como relación dialogal

El Dios que se revela en la experiencia vocacional es radicalmente el Otro y, por lo tanto, distinto del ser humano. Esta diferencia está marcada principalmente por la realidad pecadora de la criatura llamada desde su creación. El padre de la Iglesia Gregorio de Nisa reflexiona sobre la vocación cristiana e indica que, basándose en las Escrituras, «la primera plasmación del hombre fue a imagen de la semejanza de Dios» [16] y que, frente a la negación humana al proyecto divino donde genera el pecado, «la buena nueva del cristianismo es la restauración del hombre a su primitiva dignidad» [17] que se da para siempre en Jesucristo.

Según Benedicto XVI, la relación entre el Dios que llama con Su Palabra y el hombre que responde con su existencia apunta para Cristo, pues «estamos verdaderamente llamados por gracia a conformarnos a Cristo, el Hijo del Padre, y a ser transformados por Él» (VD 22). Esta referencia cristológica es la única garantía de que haya un coloquio vocacional sostenido en la misericordia de Dios que interpela y conduce al ser humano a responder la llamada con gratitud y generosidad.

La comunicación de Dios con el ser humano que, desde Su bondad infinita, que dirige Su Palabra acercándose a la fragilidad humana, revela la capacidad de la persona en acoger la llamada de Dios, por haber sido ella misma creada para un destino de salvación. Todo eso tiene su raíz en Dios que mira a la persona con amor, es decir, que pone su mirada y su gracia en el ser humano e inicia un diálogo de salvación. Esto es, Dios sitúa sus ojos de misericordia en la persona y le ofrece su favor.

La gracia fundamental de la vocación es garantizada por antecedencia, pues Dios viene al encuentro con el ser humano, al que acompaña y con el que mantiene siempre abierto un diálogo de amor y misericordia y, a pesar de sus debilidades, el Señor en su infinita bondad y fidelidad le confía una vocación y espera una respuesta de amor y servicio.

En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en la contemplación para alcanzar el amor (Ej 231-237) [18], es posible captar claramente la imagen de un Dios que desea y realiza una relación de diálogo amoroso con la persona: «el amor consiste en comunicación de las dos partes» (Ej 231): de Dios que se comunica regalando dones de la creación, salvación y mantiene siempre abierto el dialogo; y del ser humano que «enteramente reconocido, pueda en todo amar y servir a su divina majestad» (Ej 233), entregando su ser a Dios. La respuesta del ser humano al Señor que lo sostiene con la gracia de la vocación como comunicación está sintetizada en la propia oración de San Ignacio vivida desde el punto de vista de una respuesta a la llamada vocacional:

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta» (Ej 234).

En la «Contemplación para alcanzar el amor», en el «Principio y fundamento» y en toda la dinámica de los Ejercicios Espirituales, puede ser vista la importancia de relación dialogal de Dios con su criatura. San Ignacio en la anotación 15 señala que «deje inmediatamente obrar al Creador con la criatura y la criatura con su Creador y Señor» [Ej 15]. Es decir, un obrar de comunicación amorosa permanente de la parte de Dios que alimenta y mueve la vocación del ser humano a una respuesta cotidiana y existencial.

Solo desde esta experiencia, es posible adentrarse en el misterio de la vocación como relación dialogal que transforma la vida. Una relación en la cual Dios cuenta con el ser humano para tejer un “coloquio vocacional”, donde Él es el dador de la gracia de la vocación y el ser humano el que acoge, con la tarea de discernir y asumir existencialmente esta llamada. En este coloquio, Dios espera la participación libre y consciente de la persona que escucha y acoge la Palabra y obra en la vida extendiendo este diálogo al mundo.

2.   El ser humano que escucha la llamada divina

2.1.  La capacidad de acoger la llamada

El Catecismo de la Iglesia Católica trata sobre la capacidad humana de acoger la Palabra: «porque ha sido creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene capacidad de conocer y acoger la revelación de Dios» [19]. En esta relación fundamental del Creador con su criatura se entiende que «toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina» (VD 24). Es decir, hay una existencia vocacional sostenida en la Palabra de Dios que debe ser escuchada por la persona en vista de la comunión. «Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado a un diálogo divino» [20] (GS 19) y necesariamente a una vocación. Pero, como cuestiona el salmista, « ¿qué es el hombre para que Te acuerdes de él (…)?» (Si 8, 4).

El carácter dialógico explicado hasta aquí de la relación del Creador con su criatura conduce necesariamente a una antropología teológica vocacional; es decir, a un acercamiento a la persona desde las Escrituras. En su conjunto, del Antiguo al Nuevo Testamento, «la Escritura entiende lo que la persona humana es, en su núcleo más radical, desde el destino de lo que está llamada a ser: reproducir la imagen del Hijo» [21]. Con este horizonte esencial de la vocación cristiana, se desarrollará este apartado.

El relato bíblico de Génesis, ya en el capítulo uno, ofrece una comprensión del ser humano fuertemente relacionada con su proctología y escatología, su vocación original y final: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 1, 26]). Desde aquí se abre al ser humano un itinerario vocacional, que empieza por la gracia de Dios de llamar creando y consecuentemente donando la vocación, y continúa en un largo proceso de discernimiento y configuración a Cristo, principio y fundamento de su vida y vocación.

En las experiencias vocacionales de la Biblia que implica esta fundamental relación Creador-criatura en el horizonte de una antropología cristiana y vocacional, «Dios le descubre al hombre su carácter de ser libre, ratifica su índole personal y responsable» [22]. Aquí el ser humano se pone delante de su “Señor y Creador”, consciente de su realidad, pero también capaz de responder a la llamada con el drama de la libertad, que es propio de la realidad humana. Solo en esta relación totalmente abierta y libre para Dios, dirigida a realizarse en Cristo y sostenida por la gracia del Espíritu, puede entenderse a la persona en su dinámica existencialmente vocacional.

Aquí se observa claramente uno de los rasgos fundamentales de la antropología vocacional y de la teología espiritual, que es afirmar que el ser humano es capaz de la gracia de la vocación que llega por la Palabra. Esto es, esencialmente creado y elegido a obedecer a la voluntad del Padre como Jesús. El papa Benedicto XVI señala que «cada hombre se presenta como destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en diálogo de amor mediante su respuesta libre» (VD 22). En este sentido es interesante recordar la siguiente afirmación sobre lo que piensa Von Balthasar:

«El hombre tiene ante todo una estructura responsorial. Todo lo que el ser humano puede hacer ante Dios es de carácter responsivo. El hombre es siempre respuesta (Antwort) a la palabra eficaz o la acción elocuente (Tatwort Gottes) siempre primera de Dios. El ser humano ha sido creado con esta disposición radical de capacidad de acoger, escuchar y responder a esta Palabra performativa de Dios» [23].

La capacidad que tiene el ser humano de responder libre y responsablemente a Dios es un elemento clave en una antropología vocacional bíblica y relacional. Esto no significa que sea una relación entre iguales, sino de respuesta obediente del humano a su Señor y Creador. En esta relación, la persona dotada de libertad puede incluso negar la orientación del proyecto de Dios para su vida, frustrando así su vocación mediante la desobediencia. En síntesis, el buen uso de la libertad humana consiste en la obediencia filial a Dios que expresa la capacidad de acoger positivamente la llamada y asumirla en la existencia, como en diversos ejemplos en las Sagradas Escrituras.

2.2.  Las llamadas vocacionales en la Biblia [24]

Dios dirige su llamada a personas concretas en la historia. Como indicó el estudio del exegeta y cardenal Martini sobre la vocación en la Biblia, será posible captar elementos los esenciales que constituyen la llamada vocacional en algunos relatos bíblicos importantes como de Abraham, Moisés, Samuel, Jeremías y en los Evangelios sinópticos. Con eso, se hará notar la dinámica vocacional y sus dimensiones fundamentales presente en estos textos de las Escrituras.

a)        La vocación en Abraham

En la vida de Abraham como llamada, o como juramento (Lc 1, 72-73) y promesa (Hch 7, 17; Ga 3, 16), queda clara la iniciativa divina de Dios que hace una alianza y se manifiesta (Hch 7, 2) al ser humano. La respuesta humana a la llamada divina es posibilitada por la fe, que marca fuertemente la vida de Abraham, corroborada en la carta de San Pablo a los Gálatas: «Ahí está el ejemplo de Abraham: Creyó a Dios y ello le fue tenido en cuenta para alcanzar la salvación» (Ga 3, 6). Una fe que resiste a las pruebas y tentaciones (Hb 11, 17-19) presentes en la vida humana.

El texto de Hb 11, 8: «Por la fe, Abraham obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión y salió sin saber a dónde iba». Es una importante relectura de la llamada de Abraham, que resalta la obediencia total por la fe. Aunque ese relato sea considerado una llamada, Martini ayuda a comprender que:

«El verbo llamar no aparece nunca en todo el ciclo de Abraham para expresar una acción de Dios con él. El uso del verbo “llamar”, referido a la vocación, comienza con los Cánticos del Siervo de Yahvé. “Yo, el Señor, te llamé según mi plan salvador, te tomé de la mano” (Is 42,6). Es aquí precisamente, en este versículo concreto, donde se plantea por primera vez en la Biblia el tema vocacional» [25].

Así que considerar la experiencia de Abraham como llamada confirma la tesis de que, por su Palabra, Dios dirige una llamada al ser humano. En este sentido, esta Palabra divina comunicada a la persona es una categoría fundamental de la vocación. En esta perspectiva, Dios llama a Abraham desde su realidad histórica: tierra, parientes, casa de su padre (Gn 12, 1). Él «es un hombre que se siente puro y simplemente alcanzado por Dios en su identidad para iniciar una historia» [26]. Es decir, llamado por Dios, en su realidad concreta y con un objetivo, que específicamente está relacionado con una tierra y un pueblo.

Con lo visto hasta aquí, es posible destacar cuatro importantes características de la vocación de Abraham. En primer lugar, es el llamamiento de una persona concreta para muchos: «Ya desde el principio este acontecimiento vocacional manifiesta la relación entre singularidad y universalidad que hay siempre en toda vocación» [27]. En segundo lugar, está la fe absoluta de Abraham en un Dios que no termina por aclarar su tarea. Después, vale resaltar que este llamamiento fundamentalmente es una invitación, no una imposición de Dios, que cuenta con la libertad de Abraham. Por último, la ruptura con el pasado y su historia anterior en vista de un futuro completamente nuevo.

b)        La vocación en Moisés

La vocación en la vida de Moisés transcurre de modo progresivo como un largo camino que lo conduce a lo que Dios quiere de su vida. Martini, desde el texto de Hch 7, 20-40, observa tres etapas de este itinerario a las que llama respectivamente «educación de Moisés» (Hch 7, 20-22), “generosidad y desilusión de Moisés” (Hch 7, 23-29) y, por último, “descubrimiento de su vocación” (Hch 7, 30-40).

Moisés vive un largo proceso de preparación, en vista de descubrir su verdadera vocación. Desde la educación, él recibe una buena formación egipcia; es generoso cuando intenta defender y vengar el sufrimiento de su pueblo con sus propias fuerzas, y experimenta la desilusión huyendo para el desierto. Todo esto conduce a Moisés a una conversión que va de la autoconfianza centrada en sí mismo a una mayor conciencia de la realidad y absoluta confianza en Dios. Dios le llama desde la zarza por el nombre y le envía para liberar su pueblo de la esclavitud.

La iniciativa divina, que va al encuentro de Moisés en el desierto y lo llama para una misión liberadora, marca fuertemente su itinerario vocacional como progresión. Aquí se hacen notar importantes rasgos de su vocación: la primacía de Dios y el llamamiento hacia fuera, de servicio, que garantiza el sentido bíblico de la vocación; y la comprensión progresiva de la vocación vivida por muchos hombres y mujeres de la Iglesia, como vivió con San Ignacio de Loyola [28], por ejemplo, que desde su conversión experimentó procesos de búsqueda de la voluntad de Dios y consecuentemente de conciencia progresiva del llamamiento.

c)         La vocación en Samuel

Es fácil referirse a Samuel como un ejemplo vocacional, debido principalmente al relato bíblico de 1S 3, donde Dios dirige a él su Palabra: «Vino el Señor, se acercó y le llamó como las otras veces: ‘¡Samuel, Samuel!’. Samuel respondió: ’Habla, que tu siervo escucha’» (1S 3, 10). Esta narrativa y su continuación configuran un esquema típico de la llamada: Dios llama por el nombre y le confía una misión. Llama la atención el carácter directo de la llamada divina a Samuel, que es elegido por Dios para una misión profética.

Es interesante resaltar también el ambiente familiar como un aspecto importante para la vocación de Samuel. Su propia madre hace esta bonita oración de entrega de su hijo a Dios: «Señor mío, te ruego que me escuches, yo soy la mujer que estuvo aquí, junto a ti, rezando al Señor. Este niño es lo que yo pedía, y el Señor me ha concedido lo que lo pedí. Ahora, yo se lo cedo al Señor; por todos los días de su vida queda cedido para el Señor» (1S 1, 25-28).

Llamado por el propio Dios que toma la iniciativa, Samuel acoge la palabra divina, pero tiene la tarea de discernir e interpretar la voluntad de Dios para su vida y para el pueblo de Israel. Hay una llamada total en la vida de Samuel que extrapola la referencia vocacional de 1S 3, como se ha resaltado al principio. Esta globalidad de su vocación consiste principalmente en congregar y unir al pueblo: «Samuel es un instrumento de unidad para su pueblo. Esto nos parece fundamental para entender cualquier vocación al sacerdocio. La vocación es siempre un medio de unión, de estímulo, de fomento del deseo de unidad y de fraternidad del pueblo de Dios» [29].

d)        La vocación en Jeremías

En Jeremías, el crecimiento de la fe está relacionado con la experiencia vocacional. Fe y vocación son dos elementos referenciales en la dinámica espiritual vivida por Jeremías, que pasa por la fe receptiva, oblativa y la madurez de la fe. En cuanto receptiva, el profeta está llamado a acoger con total confianza el don vocacional, que tiene su origen y fin en la primacía absoluta del amor de Dios. Esa primera etapa del itinerario es fundamental y debe estar presente de alguna manera en toda la experiencia.

Sin embargo, la fe receptiva, para que no sea pasiva, ingenua e infantil, debe ser purificada: «tener un Padre bueno y pendiente de nuestras necesidades no significa que la vida va a ser fácil y que no habrá problemas» [30]. Con esta conciencia, Jeremías prueba los fracasos y se prepara para lo que Dios le pedirá y para una nueva dimensión de la fe que implica una tarea oblativa.

Una vez que Jeremías se experimenta totalmente en las manos de Dios, él da un paso más, que refleja su compromiso con la Palabra divina. El compromiso responsable y la reforma de conducta moral que exigen un proceso vocacional son de fundamental importancia en el desarrollo de la experiencia de la fe. No obstante, esta necesita ser siempre discernida para no caer en dinámicas de gratificación, moralismo y ciegas observaciones cultuales que olvidan la globalidad de la llamada sostenida en la ley del amor: «Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33).

Según Martini, Jeremías llega al núcleo de su experiencia vocacional y de la madurez de la fe «cuando logra que el pueblo pase de la experiencia de la observación mecánica de ley a la promesa de un nuevo encuentro, de una nueva relación personal con Dios» [31] para que observen y vivan la Ley desde una perspectiva completamente nueva que se fundará plenamente en la amistad con Dios por Cristo. Esta relación entre Dios y el ser humano, cuando madura, está abierta a la comunidad, a la Iglesia y a la humanidad.

Hay un entrelazamiento indisociable entre fe y vocación en la experiencia de Jeremías que se extiende a todo ser humano. Sin embargo, es esencialmente en Jesús que vivió la respuesta libre y obediente a la voluntad del Padre, donde esta estrecha relación se hace transparente.

e)        La vocación en los Evangelios sinópticos

Para entender más profundamente el tema vocacional en los Sinópticos, Martini divide los temas que considera importantes en cinco grupos: «referidos a los Doce (Mc 3, 13; Mt 10, 1); sobre llamadas concretas (Mc 1, 20); llamadas dirigidas a los pecadores (Mc 2, 17; Lc 5, 29-32; Mt 9, 10-13); invitación al banquete de las bodas (Mt 22, 3-4; Lc 14, 16-17); y un texto no sinóptico paralelo al Evangelio de Lucas (Hch 13, 2)» [32].

El primer llamado narrado en Mc 1, 16-20 es un paradigma para todas las demás llamadas que se seguirán en el Evangelio de Marcos (Mc 2, 13-15; Mc 3, 13-19; Mc 6, 6b-13). Esta llamada consiste en algunos elementos esenciales presentados por John R. Donahue y Daniel J. Harrington: “la iniciativa es siempre de Jesús; las personas llamadas están involucradas en el trabajo cotidiano; el llamado es una forma de una invitación clara para el seguimiento; la respuesta al llamado es inmediata; la llamada no es privado, sino es un estar con Jesús y los demás” [33]. En este sentido último, la misión es un elemento fundamental de la llamada cristiana como se notará más claramente en llamada a los Doce.

Si se tiene como referencia el primer grupo, que habla específicamente sobre la institución de los Doce (Mc 3, 13), será importante contextualizar este relato bíblico para captar mejor los elementos vocacionales que él ofrece. En el contexto de Marcos 3, «Jesús se retiró con sus discípulos hacia el lago y lo siguió una gran multitud (…)» (Mc 3, 7). Aquí se destaca la gran muchedumbre con su carácter universal (personas de Galilea, Judea, Jerusalén, Idumea, Tiro y Sidón) y con diversas necesidades humanas y espirituales (enfermos y endemoniados). Es justamente en medio de estas realidades donde ocurre el llamamiento de los Doce.

El texto central narra que Jesús «subió después al monte, llamó a los que quiso y se quedaron con él» (Mc 3, 13). La Palabra divina se dirigió a cada uno por el nombre:

«Simón, a quien dijo el sobrenombre de Pedro; a Santiago, hijo de Zebedeo y a su hermano Juan, a quienes dio el nombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el hijo de Alfeo; Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el que lo entregó» (Mc 3, 16-19).

Los Doce, uno a uno, escuchan sus nombres, acogen la llamada y se unen a Jesús. Ellos entienden que la llamada es una elección para estar junto a Jesús. No se trata de escuchar la llamada vocacional para inmediatamente hacer cosas. Según el texto, es necesario antes subir la montaña, por Jesús, pues es un «lugar de contacto sagrado con Dios, lugar de oración, de la adoración, de la Revelación de la Palabra» [34]. Este llamamiento de los Doce a estar con Jesús es muy original y de fuerte rasgo personal. Estar con Él para aprender a ser como Él. Aquí de desborda una teología vocacional del discipulado que parte de una llamada de Jesús y une dos aspectos que son fundamentales e inseparables: permanecer en Jesús y ser enviado. Así, «estar con Jesús y ser enviado, no son dos actividades distintas» [35].

Estos textos revelan una experiencia vocacional de personas llamadas a seguir Jesús. Además de los elementos ya presentados, ellas son normalmente caracterizadas por una fuerte experiencia del Dios de Jesús que lleva a la persona a uno estilo de vida radicalmente nuevo, orientado únicamente por el modo de proceder de Jesús que se aprende estando con él y asumiendo un largo y profundo proceso de conversión y configuración de la vida a la vida de Él.

Los relatos de la Escritura sobre la vocación parten siempre de la iniciativa de Dios que dialoga llamando al hombre. Por tanto, en las narraciones más que una búsqueda del hombre hacia Dios, se encuentra la absoluta búsqueda de Dios al ser humano. La tarea de una respuesta por parte de la persona será siempre secundaria, frente a primacía divina y marcada por una gran necesidad de conversión y discernimiento.

2.3.  La Conversión: llamados a discernir

La gracia de la vocación presentada en los relatos bíblicos ayuda a entender cómo la Palabra de Dios va tomando, para algunos, forma de llamada divina. Esta llamada asumida en la historia personal y comunitaria del pueblo de Dios fortalece la necesidad de conversión, donde la persona llamada está invitada a una respuesta discernida que transforma toda la vida por el modo de proceder de Jesús.

El llamamiento divino que llega al corazón del ser humano lo debe transformar radicalmente, pues la verdadera conversión es un paso esencial en el itinerario hacia una vocación específica en la Iglesia. Esta transformación interior que exige la vocación es acompañada y sostenida por Dios, que al mismo tiempo es transcendente, totalmente Otro e inmanente, que actúa en lo más íntimo de la persona revelándose en las mociones del espíritu.

Antes incluso de la conversión de la persona llamada, Dios en primer lugar lo llama, crea y se revela en su corazón. «Que Dios se revele en las mociones del espíritu personal significa que Dios es capaz de adecuarse al espíritu humano sin violentar esa libertad o consciencia personal» [36]. En este sentido, Dios siempre espera de la persona una respuesta de conversión coherente con su vocación.

Conversión «en el sentido general indica cambio de vida; dejar el comportamiento habitual de antes para emprender otro nuevo; prescindir de la búsqueda egoísta de uno mismo para ponerse a servicio del Señor. Conversión es toda decisión o innovación que de alguna manera nos acerca o nos conforma con la vida divina» [37]. Con esta definición de conversión es posible comprender una clara relación con la vocación cristiana que pide transformación, salida de sí mismo y decisión de la vida a Cristo.

Además de esto, la conversión como una respuesta a la llamada de Dios es marcada por la capacidad de discernir los espíritus a la luz de la voluntad divina, como fue en la vida de San Ignacio [38]. La experiencia de conversión en el itinerario vocacional incita al sujeto a la concienciación de importantes aspectos de este camino, asumiendo su realidad y responsabilidad en este proceso por medio del discernimiento.

Aquí se hace importante dar espacio a luz del Espíritu, que capacita al ser humano con la gracia de discernir para responder la llamada y convertir la vida. El Espíritu ilumina para el discernimiento e impulsa a una decisión que le cambia la vida. Esta apertura al Espíritu conduce al conocimiento de los movimientos que agitan el corazón de la persona llamada. Con el ejercicio del discernimiento de los espíritus y más consciente de las mociones interiores, ella no se adelantará al Espíritu de Dios, pero buscará continuar con la voluntad del Padre consagrándose al Hijo, concretando así el deseo de Dios para su vida y misión.

Gregorio de Nisa, antes de San Ignacio, hace un elogio a la capacidad de conversión discernida que está al alcance del ser humano en su búsqueda de responder a su vocación cristiana. Este proceso es vivido por la persona siempre en la perspectiva de cambio para mejor:

«El hombre en su capacidad de cambio no solo tiene propensión al mal. En efecto, le sería imposible vivir en el bien, si su naturaleza solo le inclinase hacia su contrario (…). La más hermosa consecuencia de esta capacidad de cambio estriba en la capacidad de crecer en el bien, en el progreso hacia lo mejor, cambiando siempre lo que ya está bien cambiando en algo aún más divino» [39].

El diálogo abierto con Dios provoca una constante conversión del ser humano en la medida en que él es capaz de responder y discernir la llamada. Esta llamada vocacional es siempre una invitación a la conversión, a un cambio existencial de vida que conduce a elección fundamental de consagrar la vida a Jesucristo. En este sentido, el discernimiento es un importante rasgo de la antropología vocacional, donde el cristiano encuentra la condición de posibilidad para una respuesta obediente a la invitación divina y consecuentemente a realización de su vocación.

2.4.  Jesucristo, la Llamada hecha carne

Jesús es el llamado por excelencia. Es la Palabra absoluta y encarnada que Dios ofrece y dirige a la humanidad, en vista de la salvación de todos. En los relatos bíblicos del Bautismo (Mc 1, 11) y de la Transfiguración (Lc 9, 35), se escucha la voz del Padre que confirma a Jesús como el Hijo amado y elegido. Además, el Padre invita a escuchar a su hijo: Palabra hecha carne. En principio fue presentada la palabra que llama a la existencia y a la relación dialogal, ahora esta Palabra llama al seguimiento de una persona concreta.

En Jesucristo está el camino concreto para la realización plena de la vocación del ser humano. «La vocación en el Antiguo Testamento era una relación directa entre Dios y el hombre; ahora esa relación se verifica solamente a través de Jesús, por medio de Jesús» [40]. En este sentido, en la vocación de Jesús está la fuente y la inspiración para toda vocación cristiana. Por los misterios de la vida de Cristo, Dios se comunica plenamente a la humanidad y dirige el destino vocacional del hombre.

El prólogo del Evangelio de Juan, al revelar que la Palabra de Dios es Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne, desvela el significado más profundo de la Palabra entendida como llamada. Es decir, la Palabra ahora dirigida al ser humano es plenamente manifestada en la totalidad de la vida misma de Jesús. Sus palabras, su mirada y sus acciones interpelan y llaman a los Doce (Mc 3, 13-16); a los cuatro primeros discípulos (Mc 16, 1 -20); a Andrés, Pedro, Felipe y Natanael (Jn 1, 35-51), a Leví (Mt 9, 9), al joven rico (Mt 19, 16-22), así como a vocación de Pablo (Hch 9, 1-30; Hch 22, 3-21; Hch 26, 9-23; Ga 1, 11-24; 1Co 15, 8-11). En todos estos relatos, Jesús se convierte en clave para entender la vocación.

La vocación del ser humano encuentra su verdadero sentido en la imagen de Jesucristo. La persona desde su origen está llamada a ser hija en el Hijo, partícipe de la misma filiación de Jesús (Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef 1, 5). El texto de la carta de San Pablo a los romanos expresa con claridad este destino cristológico del hombre:

«Sabemos que todo ocurre para el bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio. A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera él el primogénito de muchos hermanos. A los que había destinado los llamó, a los que llamó los hizo justos, a los que hizo justos los glorificó» (Rm 8, 29-30).

La antropología cristiana expresada en estos versículos presenta al ser humano como llamado a realizar su vocación en Cristo. Solamente en Él la persona entiende su destino y puede asumir un itinerario de cristianización. La vocación humana se revela y se realiza en la relación filial, obediente y libre de Jesucristo al Padre. En la constitución pastoral Gaudium et Spes se encuentra una dinámica cristológica que sintetiza bien esta realidad:

«El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).

3.   La Iglesia comunidad de los llamados

3.1.  La dinámica eclesial de provocación

En un sentido común, la Iglesia puede ser entendida como un grupo de personas llamadas. El Nuevo Testamento asume esta misma línea y se encuentra fuertemente marcada en los escritos paulinos, donde en numerosas ocasiones Pablo se refiere a los cristianos como “los llamados” (Rm 1, 6; Rm 8, 28; 1Co 1, 2; 1Co 1, 9; 1Co 1, 24; Hb 9, 15]. Para profundizar aún más en el significado de este término Iglesia:

« (…) procede del latín ecclesia, que a su vez deriva del griego ek-klesia. Detrás de ekklesia está el verbo kaleo, que significa precisamente llamar, convocar. Klesis significa llamada en griego (…). Así, ekklesia designaría al grupo de los llamados; hoy diríamos de los llamados por Dios con la fuerza del Espíritu al seguimiento del Señor Jesús» [41].

Es interesante percibir como la vocación define el propio ser da Iglesia que en su nombre carga el significado de llamada y vocacionada. De hecho como ya señalado, la Iglesia es formada por aquellos que son llamados y forman el grupo de los convocados. Por eso, así dice el Concílio en Lumen Gentium (LG) que «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia» (LG 9) [42]. Aquí Deus hace claramente una con-vocación.

La fuerza de la llamada divina está dirigida a la Iglesia. En los relatos bíblicos vocacionales, presentados anteriormente, es posible encontrar una dinámica que relaciona a la persona llamada con los contextos de la comunidad como pueblo de Dios, en el Antiguo Testamento, y como Iglesia, en el Nuevo Testamento. Así, como el ser humano es llamado por Dios y creado a la imagen y semejanza de la Trinidad, la Iglesia recibe esa misma llamada, que es convocada en la Trinidad y creada en ella como comunidad de fe.

Una vez llamada, la Iglesia como comunidad debe asumir y mantener viva la Palabra en la oración personal y comunitaria, en la lectura de las Escrituras, en la liturgia celebrada y en la praxis de la fe. En este sentido, escuchar la llamada significa abrir el corazón (Hch 16, 14), poner la Palabra en práctica (Mt 7, 24) y perseverar en la obediencia a la voluntad de Dios (Rm 1, 5; Rm 10, 14ss; Rm 16, 26). En resumen, la Iglesia asume su vocación en una dinámica de acogida de la Palabra y transmisión a los demás como provocación a la santidad.

Como ya reflexionado, cada vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección del Padre: «Por él, antes de la creación del mundo, nos eligió para que por el amor fuéramos santos» (Ef 1, 4). La vocación a la santidad es don de Dios ofrecida a todos, pero, nunca fuera de la Iglesia (cf. LG 9). En este sentido se comprende desde ya que la eclesiología es una dimensión esencial e inseparable de la vocación cristiana, pues, encuentra en ella su mediación, su reconocimiento y realización, y un camino de misión y servicio a Dios, a la propia Iglesia y al mundo.

La dinámica de provocación eclesial es también un desafío para que la Iglesia continúe siendo señal que reflete a luz de Cristo mediante todas vocaciones que existe en la Iglesia. Además de luz que sea también instrumento que hace resonar la llamada divina en el mundo y en el corazón del ser humano. Y finalmente que en su triple ministerio de anunciar la Palabra, celebrar los sacramentos y servir en caridad pueda ser provocadora de muchas vocaciones.

3.2.  Lumen Gentium en clave vocacional

La Lumen Gentium es un documento fundamental del Concilio Vaticano II, pues devuelve al seno de la Iglesia una nueva imagen como pueblo Santo de Dios, formada por todos los bautizados que participan del Sacerdocio único de Cristo (cf. Hb 5,1-10), y en Él son transformados y santificados por el Espíritu Santo. La idea general de Iglesia asumida en este Concilio se hace notar en la estructura y división de los capítulos de la Lumen Gentium. Madrigal [43] recoge de G. Philips la siguiente clave de lectura:

«Los capítulos se presentan dos en dos; los dos primeros hablan del misterio de la Iglesia, primeramente en su dimensión transcendente, luego en su forma histórica como pueblo de Dios; los capítulos tercero y cuarto describen la estructura orgánica de la comunidad eclesial, los pastores y los seglares, jerarquía y laicado; seguidamente, el documento plantea la misión santificadora de la Iglesia, común a todos los miembros del pueblo de Dios, dando una relevancia específica a la vida religiosa. El último díptico o pareja de capítulos asocia el desarrollo escatológico de la Iglesia con la figura de la Virgen María y su participación en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia, modelo del ideal cristiano y de la Iglesia ya consumada» [44].

Esta síntesis sobre la eclesiología del Concilio Vaticano II pone en relieve la íntima relación entre la llamada divina y la Iglesia. Como hemos visto anteriormente, Dios comunica su misterio en la historia, a las personas y estructuras concretas como la Iglesia que, según la constitución, es «un pueblo reunido con la unidad del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo» (LG 4). Todo pueblo de Dios es convocado en la Trinidad a participar del proyecto del Padre, en la misión del Hijo y animados por la obra santificadora del Espíritu. Es decir, la vocación de la Iglesia tiene su origen en el misterio más profundo de Dios.

La fuente de la santificación de la Iglesia brota de la Trinidad, como don que sale de sí misma y que se entrega en Cristo Jesús a la humanidad por el Espíritu. Es tarea de la comunidad de fe acoger este don y vivir en comunión y amistad con Dios, adhiriendo a Cristo y alimentándose de la Palabra que la transforma. La Iglesia «recibe de este modo la filiación adoptiva, se convierte en pertenencia de Dios y participa del misterio de Amor trinitario» [45], viviendo así su vocación más plenamente.

Dado este paso inicial de recuperar la dimensión mistérica y vocacional de la propia Iglesia, es importante asumir como base de la teología de la vocación de la Lumen Gentium la concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y la llamada universal a la santidad. La Iglesia entendida como "Pueblo de Dios" está sostenida en el sacerdocio común de los fieles donde cada cual, según los dones recibidos, participa del sacerdocio único de Cristo. Es importante resaltar que este concepto está relacionado, por ejemplo, con vocaciones del Antiguo Testamento como la de Abraham y Moisés. Estos relatos prefiguran y preparan la Nueva Alianza sellada en Jesús para la salvación de toda la humanidad (LG 9), el nuevo pueblo santo de Dios formado según el Espíritu y no en la ley.

La respuesta de los bautizados que forman la Iglesia no se sostiene en la ley por la ley, sino en una respuesta existencial, libre y amorosa al Dios de la Alianza que se revela llamando y, por eso, elige un pueblo y convoca a la Iglesia a reunirse en nombre de la Trinidad. «Esta es la única razón y la condición de posibilidad de entrar en comunión con el designio eterno de Dios» [46], que llama su pueblo a ser santificado y a mantener viva la Alianza de salvación.

Después de la noción de pueblo de Dios, el segundo aspecto a ser considerado en esta reflexión es la vocación universal a la santidad. Por la vocación bautismal, todos los cristianos y toda la Iglesia está llamada a la santidad: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Para eso, recibieron la gracia de la vocación, la cual debían conservar y perfeccionar.

Esto es posible, pues Cristo amó a la Iglesia como esposa, se entregó por ella, para santificarla (cf. Ef 5, 25-26), y la unió a sí misma como su cuerpo, fortaleciéndola con el don del Espíritu Santo. Esta santidad se manifiesta en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles y que se expresan en muchas formas de vida. Así pues, los caminos para responder a esta llamada universal a la santidad son diversos e influyen en la existencia y en el modo de relación con Dios. Al igual que todos son llamados a una vocación fundamental, como diversas veces enseña el Concilio; en la historia de la salvación y de la Iglesia es posible encontrar distinciones y especificidad en las vocaciones.

3.3.  Hacia las vocaciones específicas

Después del acercamiento a la vocación desde el punto de vista más bíblico del cual fue posible sacar algunas conclusiones de la experiencia vocacional, y antes de seguir hacia las vocaciones específicas, es necesario tener una definición más objetiva del termo vocación. Del latin vocatio, vocación es fundamentalmente el encuentro entre dos libertades: la de Dios y del Ser humano. En el uso más habitual y cotidiano su termo es aplicado a la inclinación de una persona a desempeñar una función. La definición del diccionario de la Real Academia Española sintetiza en pocas líneas la vocación como «la inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de la religión. Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera» [47].

Una definición que abre el concepto de vocación tanto para la teología como para las ciencias humanas es encontrada en el Diccionario Teológico de la Vida Consagrada y la define como:

«Una inspiración o moción interior por la que Dios llama a una persona determinada a un determinado estado de vida. Sin negar las mediaciones humanas, se afirma que en toda vocación auténtica la iniciativa es de Dios. A la vez las ciencias humanas se ocupan de las disposiciones naturales y de las influencias socioculturales que determinan o condicionan la mayor o menor aptitud de una persona para determinada profesión o actividad humana» [48].

Esta interdisciplinariedad que caracteriza la vocación y está apuntada en esta definición es muy importante en el proceso vocacional. El capítulo tercero de este trabajo se utilizará del diálogo entre teología y ciencias humanas desde la perspectiva vocacional. Pero ahora es suficiente una definición más teológica que sintetiza y refleja lo que ha sido estudiado hasta aquí. Que la vocación, «Vista desde la perspectiva de Dios se presenta como la iniciativa de Dios que se da y, al darse, llama. Por parte del hombre la vocación es una invitación, una interpelación a la que hay que dar una respuesta. Por consiguiente la vocación es un don que se realiza en un diálogo: presupone la iniciativa de Dios y solicita la respuesta del hombre» [49].

Las vocaciones específicas nacen fundamentalmente del bautismo que integra a todos como parte del pueblo de Dios y llamados a la santidad. La respuesta al llamamiento divino se expresa de muchas maneras en cada uno de aquellos que, en su estado de vida, buscan la perfección de la caridad y la edificación del prójimo; dos de los rasgos esenciales de toda vocación. Los diferentes tipos de vocación eclesial son fundamentalmente la vocación laical, matrimonial y de especial consagración como la vida consagrada y el ministerio ordenado. La vocación presbiteral será el objeto de estudio en el capítulo siguiente.

Respecto a la participación de todos en el único sacerdocio de Cristo, la Lumen Gentium, por ejemplo, hace una clara distinción entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, mostrando cómo cada persona llamada puede responder a la vocación de un modo específico:

«El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda Eucarística y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10).

Los caminos y los medios para responder el llamamiento a la vocación específica pasan, en primer lugar, por la caridad que Dios ha difundido en los corazones, por el Espíritu Santo. Para que esta caridad fructifique, es necesaria la escucha atenta de la Palabra de Dios y, con su ayuda, cumplir en las obras su voluntad, participar activa y frecuentemente de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, y en las demás celebraciones litúrgicas, aplicándose constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio fraterno actuante y en el ejercicio de todas las virtudes (cf. LG 42).

La vocación de especial consagración de los religiosos aparece de modo arraigada en la práctica de los consejos evangélicos que desvela al mundo un admirable testimonio y ejemplo de esta santidad (cf. LG 39). Por medio de la pobreza, castidad y obediencia, ellos se entregan totalmente al servicio del Reino y buscan la configuración a Jesucristo. De este modo, son señales del Reino de Dios en la gracia de la vocación recibida y asumida como forma de vida.

En el itinerario de toda vocación, sea laical o de especial consagración, hay un continuo proceso de santificación que parte de la Trinidad, por iniciativa del Dios esencialmente santo, alcanza la vida y la historia por Cristo y persevera en los designios de salvación por la fuerza y obra del Espíritu Santo. Esto requiere, según Arzubialde, una relación continua de la criatura con su Creador, caracterizado por su santidad de:

 « (…) trascendencia infinita y autocomunicación; por su amor y fidelidad, por obrar conforme a su naturaleza que es el Amor; por estar en sí y fuera de sí siendo siempre alteridad, relación, participación y comunión; y por hacer que su ser trinitario y divino, su santidad, se convierta a su vez en el fundamento de toda creación y en el sentido último de la vida humana en su perenne evolución» [50].

Tal evolución, infinitamente progresiva, nace de la gracia de la vocación recibida en el bautismo. De este sacramento se despliegan todas las demás vocaciones y las ponen en un horizonte existencial, donde la búsqueda de la voluntad divina se encuentra en la realización vocacional que implica una dinámica de acogida de la llamada y constante actitud de discernimiento. Este trabajo seguirá profundizando en cómo este proceso se da en las vocaciones de especial consagración.

Conclusión

Delante de las crisis vocacionales, numéricas y existenciales que influyen fuertemente a la realidad eclesial, surge el riesgo de buscar soluciones rápidas y superficiales para enfrentar el problema. Sin embargo, ante la necesidad de comprender y hacer una teología de la vocación, esta reflexión quiso acercarse al fenómeno vocacional a partir de las categorías teológicas-espirituales que constituyen fundamentalmente la vocación cristiana.

La teología de la vocación es una parte importante de la reflexión teológica espiritual. Su principal tarea en este apartado fue comprender desde la revelación de Dios como llamada, de la antropología cristiana y de la concepción eclesial del Concilio Vaticano II, hasta las claves vocacionales que permiten establecer las bases para una experiencia vocacional que considere, en cierta medida, la globalidad teologal de este tema.

En esta reflexión teológica sobre la vocación, los rasgos bíblicos y doctrinales ayudarán a aclarar la dinámica vocacional que ponen los presupuestos para el discernimiento, para la elección y, finalmente, para una existencia más plena de la llamada. Para eso, todo el capítulo fue ordenado desde el Dios que habla al ser humano, de la persona que acoge la llamada y de la Iglesia como lugar de provocación.

Este trabajo busca reflexionar, por tanto, sobre la esencial llamada de Dios al ser humano que aconteció y continúa ocurriendo en la historia de la salvación. Tal perspectiva permitió hacer un itinerario vocacional, donde Dios se comunica llamando; una llamada que es creadora e impulsa a una relación dialogal que se sostiene en un coloquio vocacional del Creador con su criatura. De esta comunicación amorosa se desarrolla la vocación siempre como respuesta a iniciativa divina.

Así pues, se entiende que la gracia de la vocación parte de la iniciativa libre y amorosa de Dios. Él es el autor de la vocación, queda claro que la llamada es misterio divino revelado y ofrecido al ser humano concreto. Es decir, una llamada a la vida, a la realización plena de la persona, que solamente es posible desde la relación con Dios. La comprensión de la vocación como don, donde la primacía divina ocupa un lugar esencial en el itinerario vocacional, es seguramente uno de los rasgos divinos más importantes.

Escuchar, acoger, discernir esta llamada es una tarea importante del ser humano que implica una antropología vocacional. Los relatos bíblicos vocacionales de Abraham, Moisés, Samuel, Jeremías, así como la institución de los Doce, abrieron horizontes de posibilidades para que cada ser humano responda a su vocación nunca cerrada en sí misma. Se constató que ella siempre parte de la iniciativa divina que se comunica, de la capacidad humana de abrirse para acoger con libertad la llamada. Una llamada que afecta a la existencia, que confiere nueva identidad y se dirige siempre a la conversión discernida que consagra la vida a Jesucristo: la llamada hecha carne y el vocacionado por excelencia.

También la Iglesia, como comunidad de fe, es convocada por la Trinidad y llamada a ser imagen del Hijo. Por el bautismo, todos están llamados a la santidad. Sin embargo, existen al mismo tiempo semejanzas y diferencias en las distintas vocaciones, como presenta la Lumen Gentium. Con eso, este capítulo deja abierta una profundización de las vocaciones específicas de especial consagración, como la vocación sacerdotal y la vocación a la vida religiosa, que será abordada a continuación. Asimismo, conocer los rasgos fundamentales de estas vocaciones específicas en el segundo capítulo ayudará a dar un paso más en el diálogo entre la teología de la vocación, la psicología y la antropología, en vista del discernimiento vocacional.

En la teología de la vocación, la llamada divina fue presentada en un proceso de revelación donde Dios se autocomunica con la persona. De esta experiencia primordial se despliegan elementos teológicos fundamentales, pero también, apunta a una vocación específica en relación a sus contextos culturales, su identidad vocacional y su formación. Estos aspectos claves a ser trabajos en el segundo capítulo ayudan para el acercamiento al candidato desde su cultura e historia, a conocer bien la identidad vocacional a ser asumida y el camino formativo humano para mejor responder a la llamada. En este sentido, la espiritualidad de la vocación presbiteral a la luz de la tríada, contexto- identidad-formación quiere ofrecer horizontes seguros para un auténtico discernimiento vocacional.

Con el fin de alcanzar un resultado más objetivo y que sirva de orientación para las demás vocaciones de especial consagración, el siguiente capítulo se concentrará en la vocación presbiteral que abarca en muchos aspectos elementos de la vida consagrada. Pues, los contextos culturales, la identidad esencial de la vocación cristiana y la importancia de la antropología de la formación están presentes y son fundamentales para toda vocación.

Estos elementos se articulan en la medida que la identidad esencial de la vocación (presbiteral) es necesariamente el horizonte que se trata de alcanzar por medio de la formación del candidato que es un sujeto integral y cultural. Esta dinámica requiere un esfuerzo personal y eclesial que apunta para la fundamental tarea de discernir y asumir la llamada vocacional.

Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/

Notas:

Introducción

1      Francisco. Exhortación Apostólica Postsinodal Christus Vivit (Madrid: San Pablo, 2019).

Capítulo I

1      Cf. G. Uríbarri, “La vida cristiana como vocación”, Miscelánea Comillas 59 (2001): 525-545.

2      Carlo María Martini, La vocación en la Biblia. De la vocación bautismal a la vocación presbiteral (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1997), 20.

3      Lothar Coenen, “Llamada”, en Diccionario teológico del Nuevo Testamento 3, dir. Mario Sala y Araceli Herrera (Salamanca: Sígueme, 1993), 9-15.

4      Algunos ejemplos de este itinerario vocacional es encontrado en Moisés (Ex 3, 4-6), Samuel (1Sm 3,5), Isaías (Is 6, 1-7), Jeremías (Jr 1, 4-10) y en otros modelos que serán presentados en este mismo trabajo.

5      Concilio Vaticano II. Dei Verbum (18 de noviembre de 1965), n. 2. Para los documentos del

6      Concilio usaremos la edición de: Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Documentos pontifícios complementários (Madrid: BAC, XCMLXV).

7      Las citas bíblicas y abreviaturas están tomadas de la Biblia del Peregrino (6ª ed.).

8      Cf. Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, The Gospel of Mark (Collegeville: The Liturgical press, 2002), 307.

9      James D. G. Dunn, La llamada de Jesús al seguimiento (Santander: Sal Terrae, 2001), 44.

10    Martini, 21.

11    Ángel Cordovilla, “Al hablar al Padre, mi amor se extendía a toda Trinidad”, en Dogmática Ignaciana: Buscar y hallar la voluntad divina [Ej 1], ed. G. Uribarri (Bilbao: Mensajero – Sal Terrae, 2018), 75.

12    Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), n. 9.

13    Ibid., 42.

14    Uríbarri, “La vida cristiana”, 529.

15    Gregorio de Nisa, Sobre la vocación Cristiana, Introducción, traducción del griego y notas de Lucas F. Mateo Seco (Madrid: Ciudad Nueva, 1992), 44.

16    Gregorio de Nisa, n. 20, 35-36.

17    Ibid.

18    Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Introducción, textos, notas y vocabulario por Cándido de Dalmases, S.J, 5ª ed. (Santander: Sal Terrae, 1985), 134 - 135.

19    Catecismo de la Iglesia Católica. Catecismo de la Iglesia Católica: Compendio (Madrid: Asociación de Editores del Catecismo, 2005) n. 36.

20    Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes (7 de noviembre de 1965), n.19.

21    Uríbarri, “La vocación cristiana”, 532.

22      Juan L. Ruiz de la Peña. Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander: Sal Terrae, 1996), 34.

23    A. Cordovilla, “La mística en la teología del siglo XX”, Estudios Eclesiásticos, 93, n. 364 (2018): 20-21.

24    Para este tema ver: Carlos María Martini – Albert Vanhoye, La llamada de la Biblia. 2ª ed. (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1983); Jesús Luzárraga, Espiritualidad bíblica de la vocación (Madrid: Paulinas, 1984); Xabier Pikasa, Llamados por su nombre. La vocación, estudio bíblico (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1998).

25    Martini, 44.

26    Ibid., 46.

27    Ibid., 48

28    Además de San Ignacio, Martini cita otros santos que vivieran la vocación como progreso: San Camilo de Lelis y San Benito (Cf. Martini, 64).

29    Martini, 91.

30    Ibid., 99.

31    Martini, 103.

32    Cf. Martini, 110: en el Evangelio de Juan, la clave para entender la vocación es el envío: “Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20, 21).

33    Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, 76-77.

34    Martini, 114.

35    Jhon R. Donahue – Daniel J. Harrington, 127.

36    Ángel Cordovilla, “Al hablar al Padre, mi amor se extendía a toda Trinidad” en Dogmática Ignaciana: Buscar y hallar la voluntad divina [Ej 1], 75.

37    Tullo Goffi, “Conversión”, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, dir. Stefano de Fiores, Tullo Goffi, Augusto Gerra, (Madrid: Paulinas, 1991), 356.

38    El discernimiento está en el origen del cristianismo. Pero, ha sido Ignacio el que ha sistematizado la práctica de discernir en los tiempos modernos para la búsqueda de la voluntad de Dios. (Cf. Cordovillas, 80). Con todo eso, hay otras sistematizaciones y contribuciones igualmente válidas.

39    Gregorio de Nisa, 84.

40    Martini, 117.

41    Uríbarri, “La vida cristiana”, 538.

42    Concilio Vaticano II. Lumen Gentium (21 de noviembre de 1964), n. 2.

43    Santiago Madrigal, El giro eclesiológico en la recepción del Vaticano II. (Santander: Sal Terrae, 2017), 77-94

44    Madrigal, 86.

45    Santiago Arzubialde, Justificación y santificación (Santander: Sal Terrae, 2016), 264.

46    Ibid., 272.

47    4Diccionario de la Lengua Española, s.v. “conversión”.

48    L. González Quevedo, “La vocación en la Biblia”, en Diccionario Teológica de la Vida Consagrada, dir. A. Aparicio – J. Canals (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1989), 1824-1849.

49    B. Tadeusz, “Vocación”, en Diccionario Teológico Enciclopédico, dir. L. Pacomio – V. Mancuso (Estella: Verbo Divino, 1995), 1034 -1036.

50    Arzubialde, 271.