Lo importante es la fidelidad al designio de Dios para cada persona
No existe una contraposición entre matrimonio y virginidad; ambos modos de vivir reclaman la generosidad, la estima de los valores espirituales, el afán de seguir el plan divino para el hombre
En un ambiente cultural materialista pareciera que la aspiración a los bienes espirituales estuviera fuera de lugar. Y más todavía si su prosecución implica el sacrificio, que contradice el hedonismo. Según éste sería bueno todo aquello que me agrada, y, por el contrario sería malo aquello que me desagrada. Es la conocida ley del gusto, que prescinde de la ley de Dios, según la cual es bueno lo que a Dios le agrada, y malo lo que le disgusta. Pareciera que los gustos y disgustos del hombre fuera la suprema ley moral, si es que todavía podemos hablar de moral.
Dentro de este contexto es explicable la pérdida de popularidad de la virginidad y el celibato por amor del Reino de los Cielos, de la que habla el Evangelio. Se hace necesario proclamar con fuerte voz la excelencia de la virginidad y el celibato, siguiendo con ello la Tradición bimilenaria de la Iglesia de Dios.
En efecto: “La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo” (San Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 16).
No existe una contraposición entre ambos modos de vivir. Los dos reclaman la generosidad, la estima de los valores espirituales, el afán de seguir el plan divino para el hombre. “Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los cielos” (idem).
Expresando claramente la Tradición cristiana afirma San Juan Crisóstomo: "Quien condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado superlativo" (San Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48, 540.
Estas consideraciones de fe sólo son comprensibles para quien tiene presente la vida eterna y no se limita al horizonte de la temporalidad terrena. “En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo nuevo de la resurrección futura” [Cfr. Mt 22, 30] (Familiaris consortio, n. 16).
El celibato apostólico es un don de Dios, que libera el corazón del hombre “hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los hombres" (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Sobre la adecuada renovación de la vida religiosa. Perfectae caritatis, 12).
Ciertamente el matrimonio es el camino querido por Dios para la santificación de la mayoría de las personas, y está bendecido por Dios con la gracia de un Sacramento. Sin embargo la virginidad tiene la peculiaridad de expresar de un modo más intenso la dedicación a Dios de toda la vida personal, del alma y del cuerpo. “Por esto, la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios (Familiaris consortio, n. 16).
El don del celibato capacita a la persona para dedicarse no ya solo a una familia pequeña, sino a la gran familia de los hijos de Dios. “Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios” (idem).
Lo importante es la fidelidad al designio de Dios para cada persona: “Los esposos cristianos tiene pues el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquéllos” (idem).
Casarse no es obligación imperativa de toda persona, aunque sea el camino de la mayoría. “Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a aquellos que por motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y han aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio” (idem).