“El Señor sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel es dura; nos lleva al cansancio y a la fatiga… Rezo por los que trabajan en medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y muchos en lugares muy abandonados y peligrosos”
Es la exhortación del Papa Francisco en su homilía en la celebración de la Misa Crismal al inicio del Triduo pascual, una de las celebraciones principales de la Semana Santa. En ella se bendicen los santos óleos que se emplearán después para la celebración de los sacramentos.
Mi mano está siempre con él, y mi brazo lo hace poderoso (Sal 89,22). Así piensa el Señor cuando dice: encontré a David, mi siervo, y lo ungí con óleo sagrado (v. 21). Así piensa nuestro Padre cada vez que encuentra un sacerdote. Y añade: mi fidelidad y mi amor lo acompañarán… Él me dirá: Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora (vv. 25.27). Es muy bonito entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios. Está hablando de nosotros −sus sacerdotes, sus curas−; pero, en realidad, no es un soliloquio, no está hablando solo: es el Padre el que le dice a Jesús: tus amigos, los que te quieren, me podrán decir de modo especial: ¡Tú eres mi Padre! (cfr. Jn 14,21). Y si el Señor piensa y se preocupa tanto por cómo ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel no es fácil, es dura; nos lleva al cansancio y a la fatiga. Lo experimentamos de muchas formas: desde el cansancio habitual del trabajo apostólico diario hasta el de la enfermedad o la muerte, incluido el consumirse en el martirio.
¡El cansancio de los sacerdotes! ¿Sabéis cuántas veces pienso en eso: en el cansancio de todos vosotros? Lo pienso mucho y rezo siempre, especialmente cuando el que se cansa soy yo. Rezo por vosotros, que trabajáis en medio del pueblo fiel de Dios que se os ha confiado, y muchos en lugares bastante abandonados y peligrosos. Nuestro cansancio, queridos sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al Cielo (cfr. Sal 141,2; Ap. 8,3-4). Nuestro cansancio va derecho al corazón del Padre.
Estad seguros de que la Virgen se da cuenta de ese cansancio y se lo dice enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe cuándo sus hijos están cansados, y no piensa en otra cosa. ¡Bienvenido! Descansa, hijo mío. Después hablaremos… ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?, nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cfr. Evangelii gaudium, 286). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: No tienen vino (Jn 2,3).
También nos pasa que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede entrar la tentación de descansar de cualquier modo, como si el descanso no fuese cosa de Dios. No caigamos en esa tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos levanta: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (cfr. Mt 11,28). Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, y decir: Basta por hoy, Señor, y rendirse ante el Padre, uno sabe también que no se hunde, sino que se renueva, porque a quien ha ungido con óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el Señor también lo unge: cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en óleo perfumado de alegría, su abatimiento en cantos (cfr. Is 61,3).
Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en cómo descansamos y cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro recuerdo de que también nosotros somos ovejas. Necesitamos al pastor que nos ayude. A este propósito, nos pueden servir algunas preguntas.
¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratuidad y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? ¿O, después del trabajo pastoral, busco descansos más refinados, no los de los pobres, sino los que ofrecen la sociedad de consumo? ¿El Espíritu Santo es de verdad para mí descanso en la fatiga, o solo el que me hace trabajar? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote prudente? ¿Sé descansar de verdad, con exigencia, o por complacencia y por gusto? ¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y san José, con mis Santos amigos protectores, para descansar en sus exigencias −que son suaves y ligeras−, en sus complacencias −les gusta estar en mi compañía−, en sus intereses −les interesa solo la mayor gloria de Dios−? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor? ¿Voy argumentando y tramando por dentro, rumiando muchas veces mi defensa, o me fio del Espíritu que me enseña lo que debo decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me afano excesivamente o, como Pablo, hallo descanso diciendo: Sé en quién he puesto mi fe (2Tm 1,12)?
Repasemos un momento, brevemente, las tareas de los sacerdotes, que hoy nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los prisioneros y la curación a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. Isaías dice también cuidar a los que tienen el corazón roto y consolar a los afligidos.
No son tareas fáciles, ni trabajos externos, como por ejemplo las actividades manuales −construir un nuevo salón parroquial o pintar las líneas del campo de fútbol para los chavales−; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son compromisos en los que nuestro corazón es movido y conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, sonreímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y la familia; nos dolemos con quien recibe la unción en la cama del hospital; lloramos con los que entierran a un ser querido… ¡Tantas emociones! Si tenemos el corazón abierto a esas emociones −a tanto cariño−, se cansa el corazón del Pastor. Para los sacerdotes, las historias de nuestra gente no son noticias: conocemos a nuestra gente, podemos adivinar lo que está pasando en su corazón; y el nuestro, al padecer con ellos, se va deshaciendo −se parte en mil pedazos− y se emociona y hasta parece comido por la gente: tomad y comed. Esa es la palabra que susurra constantemente el sacerdote de Jesucristo cuando cuida a su pueblo fiel: tomad y comed, tomad y bebed… Así, nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al Pueblo fiel de Dios, que siempre, siempre cansa.
Ahora quisiera compartir con vosotros algunos cansancios en los que he meditado. Está el que podemos llamar el cansancio de la gente, el cansancio de la muchedumbre: para el Señor, como para nosotros, era agotador −lo dice el Evangelio−, pero es un cansancio bueno, un cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que les llevaban a sus hijos para que los bendijese, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí…, no le dejaban ni tiempo para comer. Pero al Señor no le molestaba estar con la gente. Al contrario: paraceía como si se recargase (cfr. Evangelii gaudium, 11). Ese cansancio en medio de nuestra actividad es habitualmente una gracia que está al alcance de la mano de todos los sacerdotes (cfr. ibid., 279).
¡Qué bonito es esto: la gente ama, desea y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin compromiso directo, salvo que uno se esconda en una oficina o vaya por la calle con los cristales ahumados. Y ese cansancio es bueno, es un cansancio sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja…, pero con la sonrisa del padre que contempla a sus hijos o a sus nietos. Nada que ver con los que saben de perfumes caros y te miran desde lejos y desde arriba (cfr. ibid., 97). Somos los amigos del Esposo, esa es nuestra alegría. Si Jesús está apacentando la grey en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara seria, quejicas, ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres… Sí, muy cansados, pero con la alegría de quien escucha a su Señor que dice: Venid, benditos de mi Padre (Mt 25,34).
También está el que podemos llamar el cansancio de los enemigos. El demonio y sus secuaces no duermen y, dado que sus oídos no soportan la Palabra de Dios, trabajan incansablemente por callarla o confundirla. Aquí, el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No se trata solo de hacer el bien, con toda la fatiga que comporta, sino que hay que defender a la grey y defenderse uno mismo del mal (cfr. Evangelii gaudium, 83). El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de demoler en un momento lo que hemos construido con paciencia durante largo tiempo. Aquí hace falta pedir la gracia de aprender a neutralizar: es un hábito importante, aprender a neutralizar. Neutralizar el mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que solo el Señor debe defender. Todo esto ayuda a no tirar la toalla ante la tremenda iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de cansancio es: ¡Confiad, yo he vencido al mundo! (Jn 16,33). Esa palabra nos da la fuerza.
Y por último −¡para que esta homilía no os canse!− está también el cansancio de uno mismo (cfr. Evangelii gaudium, 277). Es tal vez el más peligroso. Porque los otros dos provienen de estar expuestos, de salir de nosotros mismos para ungir y afanarse (somos los que cuidamos a los demás). En cambio, este cansancio es más auto-referencial: es la desilusión de uno mismo, pero no mirada a la cara, con la serena alegría de quien se descubre pecador y necesitado de perdón, de ayuda: éste pide ayuda y sale adelante. Se trata del cansancio que da el querer y no querer, el haberse jugado todo y luego echar de menos el ajo y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este cansancio me gusta llamarlo coquetear con la mundanidad espiritual. Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de cuántos sectores de su vida ha dejado impregnar por esa mundanidad, y se tiene incluso la impresión de que ningún baño la puede limpiar. Aquí puede estar un cansancio malo. Las palabras del Apocalipsis nos indican la causa de este cansancio: has sufrido, has tenido paciencia, has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor (2,3-4). Solo el amor da descanso. Lo que no se ama, cansa mal y, a la larga, cansa peor.
La imagen más profunda y misteriosa de cómo el Señor trata nuestro cansancio pastoral es que habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el fin (Jn 13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica nuestro seguimiento, se involucra con nosotros (Evangelii gaudium, 24), se hace cargo en primera persona de quitar toda mancha, esa contaminación mundana y pegajosa que se nos ha ido adhiriendo en el camino que hemos hecho en su Nombre.
Sabemos que en los pies se puede ver cómo está todo nuestro cuerpo. En el modo de seguir al Señor se manifiesta cómo está nuestro corazón. Las llagas de los pies, los esguinces y el cansancio, son señal de cómo lo hemos seguido, de qué caminos hemos tomado para buscar sus ovejas perdidas, procurando conducir la grey a verdes pastos y aguas tranquilas (cfr. ibid., 270). El Señor nos lava y nos purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Esto es sagrado. No permitáis que quede manchado. Como Él mismo besa las heridas de guerra, así Él mismo lava la porquería del trabajo.
El seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos sintamos con derecho de estar alegres, llenos, sin miedo ni culpa, y así tendremos el valor de salir e ir hasta los confines del mundo, a todas las periferias, a llevar esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que Él estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y, por favor, pidamos la gracia de aprender a estar cansados, pero ¡con cansancio del bueno!
(Traducción de Luis Montoya)
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