Pentecostés

«Todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4)

Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dice que, después de su marcha de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cfr Jn 15, 26). Esa promesa se realiza con poderío en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, aunque extraordinaria, ni es la única ni se limita a aquel momento, sino que es un acontecimiento que se ha renovado y aún se renueva. Cristo, glorificado a la derecha del Padre, continúa realizando su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña, nos recuerda y nos hace hablar.

El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el camino justo, a través de las situaciones de la vida. Nos enseña la senda, el camino. En los primeros tiempos de la Iglesia, el cristianismo era llamado "el Camino" (cfr Hch 9, 2), y Jesús mismo es el Camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar tras sus pasos. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.

El Espíritu Santo nos recuerda: nos recuerda todo lo que Jesús dijo. Es la memoria viva de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace entender las palabras del Señor. Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a una regla mnemotécnica, sino un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que Cristo dijo, y nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos tenemos esa experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y luego otra se vincula a un texto de la Escritura... Es el Espíritu quien nos hace recorrer ese camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nosotros una respuesta: cuanto más generosa sea nuestra respuesta, más las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se vuelven actitudes, decisiones, gestos, testimonio. En definitiva, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo. Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe atesorar su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. ¡Que el Espíritu Santo reviva en nosotros la memoria cristiana! Y aquel día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el principio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.

El Espíritu Santo nos enseña: nos recuerda, y –otro paso– nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos del alma; no, no hay sitio para eso. Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que reza en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cfr Rm 8,15; Gal 4,4); y esto no es solo un modo de decir, sino que es la realidad, somos realmente hijos de Dios. «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu Santo de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). Nos hace hablar en el acto de fe. Nadie puede decir: "Jesús es el Señor" –lo hemos escuchado hoy– sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y esperanzas, las tristezas y alegrías de los demás. Pero hay más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en la profecía, es decir, haciéndonos "canales" humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se hace con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención constructiva. Penetrados por el Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, que sirve, que da la vida.

Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace rezar y llamar Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.

El día de Pentecostés, cuando los discípulos «quedaron llenos del Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nació "en salida" para anunciar a todos la Buena Nueva. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, nuestra Madre que partió aprisa, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido claro con los Apóstoles: no debían alejarse de Jerusalén antes de haber recibido de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cfr Hch 1,4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por eso, con toda la Iglesia, nuestra Madre Iglesia católica, invoquemos: ¡Ven, Espíritu Santo!