“Hemos venido a Asís como peregrinos en busca de paz. Llevamos dentro de nosotros y ponemos ante Dios las esperanzas y las angustias de muchos pueblos y personas”
Cientos de representantes de diferentes religiones se reunieron este 20 de septiembre en la ciudad italiana de Asís para participar al Encuentro Interreligioso con el lema ‘Sed de Paz. Religiones y culturas en diálogo’ que recuerda un evento similar que contó con la participación de san Juan Pablo II hace treinta años.
Este Encuentro Internacional está organizado por la Comunidad de San Egidio, la diócesis de Asís y las familias franciscanas y concluye este martes 20 de septiembre con la participación del Papa Francisco.
En el momento dedicado a la oración ecuménica de los cristianos −en el marco de la Jornada Mundial de Oración por la Paz− el Papa reflexionó sobre las palabras de Jesús: «Tengo sed» (Jn 19,28) e invitó a contemplar el «misterio del Dios Altísimo, que por misericordia, se hizo pobre entre los pobres».
Ante Jesús crucificado resuenan también para nosotros sus palabras: «Tengo sed» (Jn 19,28). La sed, mucho más que el hambre, es la necesidad extrema del ser humano, pero también representa la extrema miseria. Contemplamos así el misterio del Dios Altísimo, convertido, por misericordia, en mísero entre los hombres.
¿De qué tiene sed el Señor? Ciertamente de agua, elemento esencial para la vida. Pero sobre todo tiene sed de amor, elemento no menos esencial para vivir. Tiene sed de darnos el agua viva de su amor, pero también de recibir nuestro amor. El profeta Jeremías expresó la complacencia de Dios por nuestro amor: «Recuerdo muy bien la fidelidad de tu juventud, el amor de tus desposorios» (Jer 2,2). Pero también dio voz al sufrimiento divino, cuando el hombre, ingrato, abandonó el amor, cuando −parece decir también hoy el Señor− «me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jer 2,13). Es el drama del “corazón marchito”, del amor no correspondido, un drama que se renueva en el Evangelio, cuando, a la sed de Jesús, el hombre responde con vinagre, que es vino estropeado. Como proféticamente lamentaba el salmista: «cuando tuve sed me dieron vinagre» (Sal 69,22).
“El Amor no es amado”: según algunos relatos, esa era la realidad que turbaba a San Francisco de Asís. Él, por amor al Señor que sufre, no se avergonzaba de llorar y quejarse en voz alta (cfr. Fuentes Franciscanas, n. 1413). Esa misma realidad nos debe invadir contemplando a Dios crucificado, sediento de amor. La Madre Teresa de Calcuta quiso que en las capillas de cada comunidad, cerca del Crucifijo, estuviese escrito “Tengo sed”. Extinguir la sed de amor de Jesús en la cruz mediante el servicio a los más pobres de entre los pobres, fue su respuesta. El Señor está sediento de nuestro amor compasivo, y es consolado cuando, en su nombre, nos inclinamos sobre las miserias ajenas. En el juicio llamará “bienaventurados” a los que dieron de beber a quien tenía sed, a los que sufrieron amor concreto por quien lo necesitaba: «Todo lo que hicisteis a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
Las palabras de Jesús nos interpelan, pidiendo acogida en el corazón y respuesta con la vida. En su “Tengo sed” podemos oír la voz de los que sufren, el grito escondido de los pequeños inocentes para quienes no hay luz en este mundo, la sentida súplica de los pobres y de los más necesitados de paz. Imploran paz las víctimas de las guerras, que contaminan los pueblos de odios y la Tierra de armas; imploran paz nuestros hermanos y hermanas que viven bajo la amenaza de los bombardeos o se ven obligados a dejar casa y migrar hacia lo desconocido, despojados de todo. Todos esos son hermanos y hermanas del Crucificado, pequeños de su Reino, miembros heridos y resecos de su carne. Tienen sed. Pero a ellos se les suele dar, como a Jesús, el vinagre amargo del rechazo. ¿Quién los escucha? ¿Quién se preocupa de responderles? Demasiadas veces encuentran el silencio ensordecedor de la indiferencia, el egoísmo de quien está molesto, la frialdad de quien apaga su grito de ayuda con la facilidad con la que se cambia un canal de televisión.
Ante Cristo crucificado, «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24), los cristianos estamos llamados a contemplar el misterio del Amor no amado y a derramar misericordia en el mundo. En la cruz, árbol de vida, el mal fue trasformado en bien; también nosotros, discípulos del Crucificado, estamos llamados a ser “árboles de vida”, que absorben la contaminación de la indiferencia y devuelven al mundo el oxígeno del amor. Del costado de Cristo en la cruz salió agua, símbolo del Espíritu que da la vida (cfr. Jn 19,34); que así de nosotros, sus fieles, salga compasión para todos los sedientos de hoy.
Como María junto a la cruz, nos conceda el Señor estar unidos a Él y aproximarnos a quien sufre. Acercándonos a cuantos hoy viven crucificados y alcanzando la fuerza de amar del Crucificado Resucitado, crecerán una vez más la armonía y la comunión entre nosotros. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14), Él que vino a anunciar la paz a los de cerca y a los de lejos (cfr. Ef 2,17). Que nos proteja a todos en el amor y nos recoja en la unidad, de la que estamos en camino, para que seamos lo que Él desea: «que todos sean uno» (Jn 17,21).
Santidad, ilustres Representantes de las Iglesias, de las Comunidades cristianas y de las Religiones, queridos hermanos y hermanas.
Os saludo con gran respeto y afecto y os agradezco vuestra presencia. Hemos venido a Asís como peregrinos en busca de paz. Llevamos en nosotros y ponemos delante de Dios las esperanzas y las angustias de tantos pueblos y personas. Tenemos sed de paz, tenemos el deseo de dar testimonio de la paz, tenemos sobre todo necesidad de rezar por la paz, porque la paz es don de Dios y a nosotros nos corresponde invocarla, acogerla y construirla cada día con su ayuda.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Muchos de vosotros habéis recorrido un largo camino para llegar a este lugar bendito. Salir, ponerse en camino, estar juntos, trabajar por la paz: no son solo movimientos físicos, sino sobre todo del alma, son respuestas espirituales concretas para superar las cerrazones abriéndose a Dios y a los hermanos. Dios nos lo pide, exhortándonos a afrontar la gran enfermedad de nuestro tiempo: la indiferencia. Es un virus que paraliza, deja inertes e insensibles, un padecimiento que afecta el mismo centro de la religiosidad, generando un nuevo tristísimo paganismo: el paganismo de la indiferencia.
No podemos quedarnos indiferentes. Hoy el mundo tiene una ardiente sed de paz. En muchos países se sufre por guerras, a menudo olvidadas, pero siempre causa de sufrimiento y pobreza. En Lesbos, con el querido Hermano y Patriarca ecuménico Bartolomé, vimos en los ojos de los refugiados el dolor de la guerra, la angustia de pueblos sedientos de paz. Pienso en familias, cuya vida ha sido destrozada; en niños, que no han conocido en su vida otra cosa que violencia; en ancianos, obligados a dejar sus tierras: todos ellos tienen una gran sed de paz. No queremos que esas tragedias caigan en el olvido. Deseamos dar voz juntos a cuantos sufren, a cuantos están sin voz y sin escucha. Ellos saben bien, generalmente mejor que los poderosos, que no hay ningún mañana en la guerra y que la violencia de las armas destruye la alegría de la vida.
Nosotros no tenemos armas. Pero creemos en la fuerza mansa y humilde de la oración. En esta jornada, la sed de paz se ha hecho invocación a Dios, para que cesen guerras, terrorismo y violencias. La paz que desde Asís invocamos no es una simple protesta contra la guerra, ni tampoco «es el resultado de negociaciones, de compromisos políticos o de mercantilismos económicos. Sino el resultado de la oración» (S. Juan Pablo II, Discurso en la Basílica de Santa María de los Ángeles, 27-X-1986). Buscamos en Dios, fuente de la comunión, el agua limpia de la paz, de la que la humanidad está sedienta: no puede salir de los desiertos del orgullo ni de intereses particulares, de las tierras áridas de la ganancia a toda costa ni del comercio de las armas.
Diversas son nuestras tradiciones religiosas. Pero la diferencia no es para nosotros motivo de conflicto, de polémica o de frío distanciamiento. Hoy no hemos rezado unos contra otros, como quizá desgraciadamente pasó en la historia. Sin sincretismos y sin relativismos, en cambio hemos rezado unos junto a otros, los unos por los otros. San Juan Pablo II en este mismo lugar dijo: «Quizá nunca como ahora en la historia de la humanidad se ha vuelto tan evidente a todos el vínculo intrínseco entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz» (Id., Discurso en la Plaza inferior de la Basílica de San Francisco, 27-X-1986). Continuando el camino iniciado hace treinta años en Asís, donde está viva la memoria de aquel hombre de Dios y de paz que fue San Francisco, «una vez más, juntos aquí reunidos, afirmamos que quien utiliza la religión para fomentar la violencia contradice la inspiración más auténtica y profunda» (Id., Discurso a los Representantes de las Religiones, Asís, 24-I-2002), que toda forma de violencia no representa «la verdadera naturaleza de la religión. Es en cambio su tergiversación y contribuye a su destrucción» (Benedicto XVI, Intervención en la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27-X-2011. No nos cansamos de repetir que jamás el nombre de Dios puede justificar la violencia. ¡Solo la paz es santa y no la guerra!
Hoy hemos implorado el santo don de la paz. Hemos rezado para que las conciencias se movilicen para defender la sacralidad de la vida humana, para promover la paz entre los pueblos y para proteger la creación, nuestra casa común. La oración y la colaboración concreta ayudan a no permanecer aprisionados en las lógicas del conflicto y a rechazar las actitudes rebeldes de quien solo sabe protestar y enfadarse. La oración y la voluntad de colaborar comprometen a una paz verdadera, no ilusoria: no la quietud de quien esquiva las dificultades y mira para otro lado, si sus intereses no se ven afectados; no el cinismo de quien se lava las manos de los problemas que no son suyos; no al enfoque virtual de quien lo juzga todo y a todos en el teclado de un ordenador, sin abrir los ojos a las necesidades de los hermanos y ensuciarse las manos por quien lo necesita. Nuestro camino es el de meternos en las situaciones y dar el primer puesto a quien sufre; asumir los conflictos y sanarlos desde dentro; recorrer con coherencia vías de bien, rechazando los atajos del mal; emprender pacientemente, con la ayuda de Dios y con buena voluntad, procesos de paz.
Paz, un hilo de esperanza que une la tierra al cielo, una palabra tan sencilla y difícil al mismo tiempo. Paz quiere decir Perdón que, fruto de la conversión y de la oración, nace desde dentro y, en nombre de Dios, hace posible sanar las heridas del pasado. Paz significa Acogida, disponibilidad al diálogo, superación de las cerrazones, que no son estrategias de seguridad, sino puentes en el vacío. Paz quiere decir Colaboración, intercambio vivo y concreto con el otro, que constituye un don y no un problema, un hermano con quien intentar construir un mundo mejor. Paz significa Educación: una llamada a aprender cada día el difícil arte de la comunión, a adquirir la cultura del encuentro, purificando la conciencia de toda tentación de violencia y de rigidez, contrarias al nombre de Dios y a la dignidad del hombre.
Aquí, juntos y en paz, creemos y esperamos en un mundo fraterno. Deseamos que hombres y mujeres de religiones diferentes, donde sea, se reúnan y creen concordia, especialmente donde hay conflictos. Nuestro futuro es vivir juntos. Por eso estamos llamados a liberarnos de los pesados fardos de la desconfianza, de los fundamentalismos y del odio. ¡Que los creyentes sean artesanos de paz en la invocación a Dios y en la acción por el hombre! Y nosotros, como Jefes religiosos, estamos obligados a ser sólidos puentes de diálogo, mediadores creativos de paz. Nos dirigimos también a quien tiene la responsabilidad más alta en el servicio de los Pueblos, a los líderes de las Naciones, para que no se cansen de buscar y promover vías de paz, mirando más allá de los intereses particulares y del momento: no permanezcamos sordos a la llamada de Dios a las conciencias, al grito de paz de los pobres y a las buenas expectativas de las jóvenes generaciones. Aquí, hace treinta años, San Juan Pablo II dijo: «La paz es un trabajo abierto a todos, no solo a los especialistas, a los sabios y a los estrategas. La paz es una responsabilidad universal» (Discurso en la Plaza inferior de la Basílica de San Francisco, 27-X-1986). Asumamos esta responsabilidad, reafirmemos hoy nuestro sí a ser, juntos, constructores de la paz que Dios quiere y de los que la humanidad está sedienta.
Hombres y mujeres de distintas religiones hemos venido, como peregrinos, a la ciudad de san Francisco. En 1986, hace 30 años, e invitados por el Papa Juan Pablo II, Representantes religiosos de todo el mundo se reunieron aquí −por primera vez de una manera tan solemne y tan numerosos−, para afirmar el vínculo indisoluble entre el gran bien de la paz y una actitud auténticamente religiosa. Aquel evento histórico dio lugar a un largo peregrinaje que, pasando por muchas ciudades del mundo, ha involucrado a muchos creyentes en el diálogo y en la oración por la paz; ha unido sin confundir, dando vida a sólidas amistades interreligiosas y contribuyendo a la solución de no pocos conflictos. Este es el espíritu que nos anima: realizar el encuentro a través del diálogo, oponerse a cualquier forma de violencia y de abuso de la religión para justificar la guerra y el terrorismo. Y aun así, en estos años trascurridos, hay muchos pueblos que han sido gravemente heridos por la guerra. No siempre se ha comprendido que la guerra empeora el mundo, dejando una herencia de dolor y de odio. Con la guerra, todos pierden, incluso los vencedores.
Hemos dirigido nuestra oración a Dios, para que conceda la paz al mundo. Reconocemos la necesidad de orar constantemente por la paz, porque la oración protege el mundo y lo ilumina. La paz es el nombre de Dios. Quien invoca el nombre de Dios para justificar el terrorismo, la violencia y la guerra, no sigue el camino de Dios: la guerra en nombre de la religión es una guerra contra la religión misma. Con total convicción, reafirmamos por tanto que la violencia y el terrorismo se oponen al verdadero espíritu religioso.
Hemos querido escuchar la voz de los pobres, de los niños, de las jóvenes generaciones, de las mujeres y de muchos hermanos y hermanas que sufren a causa de la guerra; con ellos, decimos con fuerza: No a la guerra. Que no quede sin respuesta el grito de dolor de tantos inocentes. Imploramos a los Responsables de las naciones para que se acabe con los motivos que inducen a la guerra: el ansia de poder y de dinero, la codicia de quienes comercian con las armas, los intereses partidistas, las venganzas por el pasado. Que crezca el compromiso concreto para remover las causas que subyacen en los conflictos: las situaciones de pobreza, injusticia y desigualdad, la explotación y el desprecio de la vida humana.
Que se abra en definitiva una nueva época, en la que el mundo globalizado llegue a ser una familia de pueblos. Que se actúe con responsabilidad para construir una paz verdadera, que se preocupe de las necesidades auténticas de las personas y los pueblos, que impida los conflictos con la colaboración, que venza los odios y supere las barreras con el encuentro y el diálogo. Nada se pierde, si se practica eficazmente el diálogo. Nada es imposible si nos dirigimos a Dios con nuestra oración. Todos podemos ser artesanos de la paz; desde Asís, con la ayuda de Dios, renovamos con convicción nuestro compromiso de serlo, junto a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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