Cuando nosotros celebramos la Eucaristía, no solo son transustanciadas las Sagradas especies del pan y del vino. Nosotros mismos como sacerdotes debemos parecernos en todo a Cristo mismo.
En esta ocasión he escogido para mi artículo en Palabra un tema de una importancia capital: “El sacerdote y la Eucaristía”.
¿Por qué esta elección? Porque todos nosotros comprendemos el lugar central que el sacerdote debería conceder a la Eucaristía, tanto en su vida personal como en su encargo pastoral. Los sacramentos del Orden y de la Eucaristía se interpenetran y coexisten casi inseparablemente y de manera vital en la existencia cotidiana del sacerdote. Sin la Eucaristía no podemos vivir. El Cura de Ars decía: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. ¡Dios mío! ¡Qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!” (B. Nodet, Le Curé d’Ars, sa pensée, son coeur, edit. Mappus, Le Puy 1958, pp. 104-105).
Primero quisiera centrarme en la Eucaristía como lugar donde el sacerdote se ofrece a Dios y se configura a Cristo Sumo Sacerdote.
“Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1). Comentando este texto de la Carta a los Romanos, san Pedro Crisólogo escribe: “Inaudito ministerio del sacerdocio cristiano: el hombre es a la vez víctima y sacerdote; el hombre no ha de buscar fuera de sí qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de sacrificar a Dios; la víctima y el sacerdote permanecen inalterados; la víctima es inmolada y continúa viva, y el sacer dote oficiante no puede matarla. Admirable sacrificio, en el que se ofrece el cuerpo sin que sea destruido, y la sangre sin que sea derramada”.
Luego continúa su homilía: “Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios; no pierdas lo que te ha sido dado por el poder de Dios; revístete de la vestidura de santidad, cíñete el cíngulo de la castidad; sea Cristo el casco de protección para tu cabeza; que la cruz se mantenga en tu frente como una defensa; pon sobre tu pecho el misterio del conocimiento de Dios; haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración; empuña la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, puesta en Dios tu confianza, lleva tu cuerpo al sacrificio” (san Pedro Crisólogo, Homilía sobre el sacrificio espiritual, 108 PL 52, 499-500, Liturgia de las Horas).
Siguiendo a Cristo, a quien Dios Padre ha enviado como víctima de propiciación por nuestros pecados y que ha aceptado el anonadamiento total de su Divinidad, el sacerdote, a su vez, deberá inmolarse y abandonarse a la voluntad del Padre, en la obediencia y el sometimiento a la muerte. El sacerdote, como Cristo, debe convertirse “al mismo tiempo” en “sacerdote, víctima y altar” (Prefacio Pascual V).
Cristo, en efecto, ha salido de las glorias de su Padre para hacerse hombre, y el último de todos los hombres. Ha salido de las riquezas del cielo para someterse a las indigencias de la tierra. Ha salido del reposo y de la gloria de su Padre para entrar en el trabajo, los sufrimientos, la violencia de los hombres y la angustia terrible de la muerte. Es el Cordero cotidianamente inmolado en el Santo Sacrificio de la Misa, una inmolación ciertamente no cruenta, pero sacramental y misteriosa, en la que el sacerdote es como asimilado e inmolado con Cristo. Ya no existe para sí mismo: todo su ser y toda su vida son para Dios y para las almas, todas sus intenciones y sus disposiciones naturales son ofrenda y sacrificio a Dios y para la salvación de los hombres. El sacerdote acepta realmente perderlo todo y considera todo como basura con tal de ganar a Cristo y de estar en comunión con sus sufrimientos; acepta conformarse a Él en su muerte (cfr. Fil 3,8-10).
La gracia del sacerdocio es real y verdaderamente una participación específica en el sacerdocio de Cristo y en su sacrificio sobre la Cruz. Como sacerdotes, nosotros, que hemos tenido el privilegio de ser investidos de la gracia sacerdotal, hemos de hacernos Cristo. Pues si nos hemos convertido en un solo y mismo ser con Cristo por una muerte semejante a la suya, Cristo debe transparentarse visiblemente en nosotros y hacerse visible en nuestro ser sacerdotal. Y cuando nosotros celebramos la Eucaristía, no solamente son transustanciadas las Sagradas especies del pan y del vino. Nosotros mismos, como sacerdotes, “debemos hacernos una hostia blanca, dejarnos ‘transustanciar’ y parecernos en todo a Cristo mismo” (cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat, Dieu ou rien – Entretien sur la Foi, editorial Fayard 2015, p. 182). “Jesús debe ser nuestra sustancia, debemos perdernos felizmente en Él, de manera que no tengamos otra sustancia que Él” (Charles de Condren, Considération sur les Mystères de Jésus Christ, 1982, p. 196).
Para ello, debemos entrar plenamente en su sacrificio, desapropiándonos, despojándonos de toda potencia, de toda gloria, de toda autoridad, de todo prestigio, dándonos totalmente a Dios y a los hombres y centrándonos únicamente en Dios y en Jesucristo. Sólo Dios es nuestro fin. Sólo Cristo debe ocupar todo el territorio de nuestra vida. Hemos de poner de nuevo a Dios en el centro de nuestros pensamientos, en el centro de nuestro actuar y en el centro de nuestra vida, el único lugar que debe ocupar. A fin de que nuestro caminar de cristianos y de sacerdotes pueda gravitar en torno a esta Roca y a esta firme garantía de nuestra fe.
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
Fuente: Revista Palabra(junio 2015).
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