Cfr Audiencias generales: 3-I-90 a 21-III-90
Sumario
1. El nombre «espíritu».- 2. La acción creadora del Espíritu divino.- 3. La acción directiva del Espíritu divino.- 4. La acción profética del Espíritu divino.- 5. La acción santificadora del Espíritu divino.- 6. La acción renovadora del Espíritu divino en la purificación del corazón.- 7. La acción sapiencial del Espíritu divino.- 8. El Espíritu divino y el Siervo.
1. El nombre «Espíritu» (3-I-1990)
1. En las catequesis dedicadas al Espíritu Santo Persona y misión hemos querido ante todo escuchar su anuncio y su promesa por parte de Jesús, especialmente en la Última Cena, releer la narración que los Hechos de los Apóstoles hacen de su venida, y volver a examinar los textos del Nuevo Testamento que documentan la predicación acerca de Él y la fe en Él en la Iglesia primitiva. Pero en nuestro análisis de los textos nos encontramos muchas veces con el Antiguo Testa-mento. Son los mismos Apóstoles quienes en la primera predicación después de Pentecostés presentan expre-samente la venida del Espíritu Santo como cumplimiento de las promesas y de los anuncios antiguos, viendo la Antigua Alianza y la historia de Israel como tiempo de preparación para recibir la plenitud de verdad y de gracia que debía traer el Mesías.
Ciertamente, Pentecostés era acontecimiento proyectado hacia el futuro, porque daba inicio al tiempo del Espíritu Santo, que Jesús mismo había señalado como protagonista, junto con el Padre y con el Hijo, de la obra de la salvación, destinada a extenderse desde la Cruz a todo el mundo. Sin embargo, para un más completo conocimiento de la revelación del Espíritu Santo, es preciso remontarse al pasado, es decir, al Antiguo Testamento, para descubrir allí las señales de la larga preparación al misterio de la Pascua y de Pentecostés.
2. Por lo tanto, deberemos volver a reflexionar acerca de los datos bíblicos referidos al Espíritu Santo y acerca del proceso de revelación, que se dibuja progresivamente desde la penumbra del Antiguo Testa-mento hasta las claras afirmaciones del Nuevo, y se expresa primero dentro de la Creación y luego en la obra de la Redención, primero en la historia y en la profecía de Israel, y luego en la vida y en la misión de Jesús Mesías, desde el momento de la Encarnación hasta el de la Resurrección. Entre los datos que conviene examinar se encuentra ante todo el nombre con que el Espíritu Santo es insinuado en el Antiguo Testamento, y los diversos significados expresados con este nombre.
Sabemos que en la mentalidad judía el nombre tiene un gran valor para representar a la persona. Se puede recordar, a este propósito, la importancia que en el Éxodo y en toda la tradición de Israel se atribuye al modo de nombrar a Dios. Moisés había preguntado al Señor Dios cuál era su nombre. La revelación del nombre se consideraba como manifestación de la persona misma; el nombre sagrado ponía al pueblo en relación con el ser, Trascendente pero presente, de Dios mismo (cfr Ex 3,13-14).
El nombre con el que es insinuado, en el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo nos ayudará a comprender sus propiedades, aunque su realidad de Persona divina, de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo, se nos da a conocer sólo en la revelación del Nuevo Testamento. Podemos pensar que el término fue esco-gido con esmero por los autores sagrados; es más, que el mismo Espíritu Santo, quien los inspiró, guió el proceso conceptual y literario que ya en el Antiguo Testamento hizo elaborar una expresión adecuada para significar a su Persona.
3. En la Biblia, el término hebreo que designa al Espíritu Santo es ruah. El primer sentido de este término, así como de su traducción latina «spiritus», es «soplo», aliento, respiración. En español se puede aún observar el parentesco entre «espíritu y «respiración». El aliento es la realidad más inmaterial que percibimos; no se ve, es sutilísimo; no es posible aferrarlo con las manos; parece que no es nada, pero tiene una impor-tancia vital: quien no respira no puede vivir. Entre un hombre vivo y un hombre muerto sólo existe esa diferencia: que el primero respira y el otro ya no. La vida viene de Dios; el aliento, por tanto, viene de Dios, que lo puede también retirar (cfr Ps 103/104,29-30). De estas observaciones sobre el aliento se llegó a com-prender que la vida depende de un principio espiritual, que fue llamado con la misma palabra hebrea ruah. El aliento del hombre está en relación con un soplo eterno mucho más potente, el soplo del viento.
El hebreo ruah, como el latino «spiritus», designa también el soplo del viento. Nadie ve el viento, pero sus efectos son impresionantes. El viento empuja las nubes, agita los árboles. Cuando es violento, entu-mece las olas y puede echar a pique las naves (Ps 107/106,25-27). A los antiguos el viento les parecía un poder misterioso que Dios tenía a su disposición (Ps 104/103,3-4). Se le podía llamar el «soplo de Dios».
En el Libro del Éxodo, una narración en prosa dice: «El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto...», (Ex 14,21-22). En el capítulo siguiente, los mismos acontecimientos son descritos en forma poética y entonces el soplo del viento del Este es llamado «el soplo de la ira de Dios». Dirigiéndose a Dios, el poeta dice: «Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas... Man-daste tu soplo, cubriólos el mar» (Ex 15,8.10). Así se expresa de modo muy sugestivo la convicción de que el viento fue, en estas circunstancias, el instrumento de Dios.
De las observaciones que acabamos de hacer sobre el viento invisible y potente, se llegó a concebir la existencia del «espíritu de Dios» . En los textos del Anti-guo Testamento, se pasa fácilmente de un significado al otro, e incluso en el Nuevo Testamento vemos que los dos significados se hallan presentes. Para hacer que Nicodemo entendiera el modo de actuar del Espíritu Santo, Jesús hace uso de la comparación del viento y se sirve del mismo término para designar tanto el uno como el otro: «El viento sopla donde quiere... así es todo el que nace del Espíritu», es decir, del Espíritu Santo (Ioh 3,8).
4. La idea fundamental que expresa el nombre bíblico del Espíritu no es, por tanto, la de un poder intelectual, sino la de un impulso dinámico, comparable al impulso del viento. En la Biblia, la primera función del Espíritu no es hacer entender, sino la de poner en movimiento; no la de iluminar, sino la de comunicar un dinamismo.
Sin embargo, este aspecto no es exclusivo. También se expresan otros aspectos que preparan la revelación sucesiva. Ante todo, el aspecto de interio-ridad. El aliento, en efecto, entra al interior del hombre. En lenguaje bíblico, esta constatación se puede expresar diciendo que Dios infunde el espíritu en los corazones (cfr Ez 36,26; Rom 5,5). Al ser tan sutil, el aire penetra no sólo en nuestro organismo, sino también en todos los espacios e intersticios; esto ayuda a entender que «el Espíritu del Señor llena la tierra» (Sap 1,7) y que «penetra», en especial, «todos los espíritus» (7, 23), como dice el Libro de la Sabiduría.
Con el aspecto de la interioridad está ligado el aspecto del conocimiento. «¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?» (1 Cor 2,11). Sólo nuestro espíritu conoce nues-tras reacciones íntimas, nuestros pensamientos aún no comunicados a los demás. De modo análogo, y con mayor razón, el Espíritu del Señor, que está presente en el interior de todos los seres del universo, conoce todo desde dentro (cfr Sap 1,7). Más aún, «el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,10-11).
5. Cuando se trata de conocimiento y de comunicación entre las personas, el soplo tiene una conexión natural con la palabra. En efecto, para hablar hacemos uso de nuestro soplo. Las cuerdas vocales hacen vibrar nuestro soplo, el cual transmite así los sonidos de las palabras. Inspirándose en este hecho, la Biblia establecía un paralelismo entre la palabra y el soplo (cfr Is 11,4), o entre la palabra y el espíritu. Gracias al soplo, la palabra se propaga; del soplo la palabra toma fuerza y dinamismo. El Salmo 32/33 aplica este paralelismo al acontecimiento primordial de la Creación y dice:«Por la Palabra de Yahvéh fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada...» (v. 6).
En textos semejantes, podemos vislumbrar una lejana preparación de la revelación cristiana del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; Él la ha realizado mediante su Palabra, es decir, mediante su Verbo e Hijo, y mediante su Soplo, el Espíritu Santo.
6. La multiplicidad de los significados del término hebreo ruah, usado en la Biblia para designar al Espíritu, parece engendrar una cierta confusión: efecti-vamente, en un determinado texto, con frecuencia no es posible definir el sentido preciso de la palabra: se puede dudar entre viento y respiración, entre aliento y espíritu, entre espíritu creado y Espíritu divino.
Esta multiplicidad, sin embargo, es ante todo una riqueza, porque pone muchas realidades en comu-nicación fecunda. Aquí conviene renunciar en parte, a las pretensiones de una racionalidad preocupada por la precisión, para abrirse a perspectivas más anchas. Nos ha de resultar útil, cuando pensamos en el Espíritu Santo, tener presente que su nombre bíblico significa «soplo» y tiene relación con el soplo potente del viento y con el soplo íntimo de nuestra respiración. En vez de atenernos a un concepto demasiado intelectual y árido, encontra-remos provecho al acoger esta riqueza de imágenes y de hechos. Las traducciones, por desgracia, no pueden transmitírnosla en su totalidad, porque se encuentran con frecuencia forzadas a elegir otros términos. Para traducir la palabra hebrea ruah, la versión griega de los Setenta usa 24 términos diversos y por consiguiente no permite captar todas las conexiones que se hallan entre los textos de la Biblia hebrea.
7. Como conclusión de este análisis terminológico de los textos del Antiguo Testamento sobre el ruah, podemos decir que de ellos el soplo de Dios aparece como la fuerza que hace vivir a las criaturas. Aparece como una realidad íntima a Dios, que obra en la intimidad del hombre. Aparece como una manifestación del dinamismo de Dios que se comunica a las criaturas.
Aun sin ser concebido como Persona distinta, en el ámbito del ser divino, el «soplo» o «Espíritu», de Dios se distingue en cierto modo de Dios que lo manda para obrar en las criaturas. Así, incluso bajo el aspecto literario, la mente humana queda preparada para recibir la revelación de la Persona del Espíritu Santo, que aparecerá como expresión de la vida íntima de Dios y de su omnipotencia.
2. La acción creadora del Espíritu divino (10-I-1990)
l. La importancia que se da en el lenguaje bíblico al ruah como «soplo de Dios» parece demostrar que la analogía entre la acción divina invisible, espi-ritual, penetrante, omnipotente, y el viento, tiene su raíz en la psicología y en la tradición donde se alimentaban y que al mismo tiempo enriquecían los autores sagrados. Aun dentro de la variedad de significados derivados, el término servía siempre para expresar una «fuerza vital» que actúa desde fuera o desde dentro del hombre y del mundo. Incluso cuando no se designaba directamente a la persona divina el término referido a Dios «espíritu (o soplo) de Dios» imprimía y hacía crecer en el alma de Israel la idea de un Dios espiritual que interviene en la historia y en la vida del hombre, y preparaba el terreno para la futura revelación del Espíritu Santo.
Así, podemos decir que ya en la narración de la creación, en el Libro del Génesis, la presencia del «espíritu (o viento) de Dios», que aleteaba sobre las aguas mientras la tierra estaba desierta y vacía, y las tinieblas cubrían el abismo (cfr Gen 1,2), es una referencia de notable eficacia a «aquella fuerza vital». Con ella se quiere sugerir que el «soplo» o «espíritu» de Dios desempeñó un papel en la creación: casi un poder de animación, junto con la «palabra» que da el ser y el orden a las cosas.
2. La conexión entre el Espíritu de Dios y las aguas, que observamos al principio de la narración de la creación, vuelve a aparecer de otra forma en diversos pasajes de la Biblia y se hace más estrecha porque el Espíritu mismo es presentado como un agua fecundante, manantial de nueva vida. En el libro de la consolación, el segundo Isaías expresa esta promesa de Dios: «Derramaré agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto de ti nazca. Crecerán como en medio de hierbas, como álamos junto a corrientes de aguas» (Is 44,3-4). El agua que Dios promete verter es su espíritu, que «derramará» sobre los hijos de su pueblo. De forma semejante el profeta Ezequiel anuncia que Dios «derramará» su espíritu sobre la casa de Israel (Ez 39,29) y el profeta Joel usa la misma expresión que compara el espíritu a un agua derramada: «Derramaré mi espíritu en toda carne...» (Ioel 3,1).
El simbolismo del agua, con referencia al Espíritu, será recogido por los autores del Nuevo Testamento y enriquecido con nuevos detalles. Tendre-mos ocasión de volver sobre él.
3. En la narración de la creación, tras la mención inicial del espíritu o soplo de Dios que aleteaba sobre las aguas (Gen 1,2) no encontramos más la palabra ruah, nombre hebreo del espíritu. Sin embargo, el modo en que es descrita la creación del hombre sugiere una relación con el espíritu o soplo de Dios. En efecto, se lee que, después de haber formado al hombre con el polvo del suelo, el Señor Dios «insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Gen 2,7). La palabra «aliento» (en hebreo neshama) es un sinó-nimo de «soplo» o «espíritu» (ruah), como se deduce del paralelismo con otros textos: en vez de «aliento de vida» leemos «soplo de vida» en Gen 6,17. Por otra parte, la acción de «insuflar», atribuida a Dios en la narración de la creación, es aplicada al Espíritu en la visión profética de la resurrección (Ez 37,9).
Por tanto, la Sagrada Escritura nos quiere dar a entender que Dios ha intervenido por medio de su soplo o espíritu para hacer del hombre un ser animado. En el hombre hay un «aliento de vida», que procede del «soplar» de Dios mismo. En el hombre hay un soplo o espíritu que se asemeja al soplo o espíritu de Dios. Cuando el Libro del Génesis, en el capítulo segundo, habla de la creación de los animales (v. 19), no alude a una relación tan estrecha con el soplo de Dios. Desde el capitulo anterior sabemos que el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gen 1,26-27).
4. Otros textos, sin embargo, admiten que también los animales tienen un aliento o soplo vital, y que lo recibieron de Dios. Bajo este aspecto el hombre, salido de las manos de Dios, aparece solidario con todos los seres vivientes. Así el Salmo 103/104 no establece distinción entre los hombres y los animales cuando dice, dirigiéndose a Dios Creador: «Todos ellos de ti están esperando que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman» (vv. 27-28). Luego, el salmista añade: «Les retiras su soplo, y expi-ran, y a su polvo retornan. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (vv. 29-30). Por consi-guiente, la existencia de las creaturas depende de la acción del soplo-espíritu de Dios, que no sólo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra.
5. La primera creación, desgraciadamente, fue devastada por el pecado. Sin embargo, Dios no la abandonó a la destrucción, sino que preparó su salvación, que debía constituir una «nueva creación» (cfr Is 63,17; Gal 6,15; Apc 21,5). La acción del Espíritu de Dios para esta nueva creación es sugerida por la famosa profecía de Ezequiel sobre la resurrección. En una visión impresionante, el profeta tiene ante los ojos una vasta llanura «llena de huesos», y recibe la orden de profetizar sobre estos huesos y anunciar: «Huesos secos, escuchad la palabra de Yahvéh. Así dice el Señor Yahvéh a estos huesos: he aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros y viviréis...» (Ez 37,1-5). El profeta cumple la orden divina y ve «un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros» (Ez 37,7). Luego aparecen los nervios, la carne crece, la piel se extiende por encima, y finalmente, obedeciendo a la voz del profeta, el espíritu entra en aquellos cuerpos, que vuelven entonces a la vida y se incorporan sobre sus pies (Ez 37,8-10).
El primer sentido de esta visión era el de anunciar la restauración del pueblo de Israel tras la devastación, el exilio: «Estos huesos son toda la casa de Israel», dice el Señor. Los israelitas se consideraban perdidos, sin esperanza. Dios les promete: «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 37,14). Sin embargo, a la luz del misterio pascual de Jesús, las palabras del profeta adquieren un sentido más fuerte, el de anunciar una verdadera resurrección de nuestros cuerpos mortales gracias a la acción del Espíritu de Dios.
El Apóstol Pablo expresa esta certeza de fe, diciendo: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
En efecto, la nueva creación tuvo su inicio gracias a la acción del Espíritu Santo en la muerte y resurrección de Cristo. En su Pasión, Jesús acogió plenamente la acción del Espíritu Santo en su ser humano (cfr Heb 9,14), quien lo condujo, a través de la muerte, a una nueva vida (cfr Rom 6,10) que Él tiene poder de comunicar a todos los creyentes, transmitién-doles este mismo Espíritu, primero de modo inicial en el bautismo, y luego plenamente en la resurrección final.
La tarde de Pascua, Jesús resucitado, aparecién-dose a los discípulos en el Cenáculo, renueva sobre ellos la misma acción que Dios Creador había realizado sobre Adán. Dios había «soplado» sobre el cuerpo del hombre para darle vida. Jesús «sopla» sobre los discípulos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Ioh 20,22).
El soplo humano de Jesús sirve así a la reali-zación de una obra divina más maravillosa aún que la inicial. No se trata sólo de crear un hombre vivo, como en la primera creación, sino de introducir a los hombres en la vida divina.
6. Con razón, pues, San Pablo establece un paralelismo y una antítesis entre Adán y Cristo, entre la primera y la segunda creación, cuando escribe: «pues si hay un cuerpo natural (en griego psychikon, de psycké que significa alma), hay también un cuerpo espiritual (pneumatikon, es decir, completamente penetrado y transformado por el Espíritu de Dios). En efecto, si es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, un alma viviente (Gen 2,7); el último Adán, espíritu que da vida, (1 Cor 15,45). Cristo resucitado, nuevo Adán, está tan penetrado, en su humanidad, por el Espíritu Santo, que puede llamarse Él mismo «espíritu». En efecto, su humanidad no tiene sólo la plenitud del Espíritu Santo por sí misma, sino también la capacidad de comunicar la vida del Espíritu a todos los hombres. «Por tanto, el que está en Cristo, escribe San Pablo es una nueva creación» (2 Cor 5,17).
Se manifiesta así plenamente, en el misterio de Cristo muerto y resucitado, la acción creadora y renovadora del Espíritu de Dios, que la Iglesia invoca diciendo: «Veni, Creator Spiritus», «Ven Espíritu Crea-dor».
3. La acción directiva del Espíritu Santo (17-I-1990)
1. El Antiguo Testamento nos ofrece preciosos testimonios sobre el papel reconocido del «Espíritu» de Dios como «soplo», «aliento», «fuerza vital», simbo-lizado por el viento no sólo en los libros que recogen la producción religiosa y literaria de los autores sagrados, espejo de la psicología y del lenguaje de Israel, sino también en la vida de los personajes que hacen de guías del pueblo en su camino histórico hacia el futuro mesiánico.
Es el Espíritu de Dios quien, según los autores sagrados, actúa sobre los jefes haciendo que ellos no sólo obren en nombre de Dios, sino también que con su acción sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos, y por lo tanto miren no tanto a la construcción y al engrandecimiento de su propio poder personal o dinástico según las perspectivas de una concepción monárquica o aristocrática sino más bien a la prestación de un servicio útil a los demás y en especial al pueblo. Se puede decir que, a través de esta mediación de los jefes, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel.
2. Ya en la historia de los patriarcas se observa que hay una mano superior, realizadora de un plan que mira a su «descendencia», que los guía y conduce en su camino, en sus desplazamientos, en sus vicisitudes. Entre ellos tenemos a José, en quien reside el Espíritu de Dios como espíritu de sabiduría, descubierto por el faraón, que pregunta a sus ministros: «¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?» (Gen 41,38). El espíritu de Dios hace a José capaz de administrar el país y de realizar su extraordinaria función no sólo en favor de su familia y las ramificaciones genealógicas de ésta, sino con vistas a toda la futura historia de Israel.
También sobre Moisés, mediador entre Yahvéh y el pueblo, actúa el espíritu de Dios, que lo sostiene y lo guía en el éxodo que llevará a Israel a tener una patria y a convertirse en un pueblo independiente, capaz de realizar su tarea mesiánica. En un momento de tensión en el ámbito de las familias acampadas en el desierto, cuando Moisés se lamenta ante Dios porque se siente incapaz de llevar «el peso de todo este pueblo» (Num 11,14), Dios le manda escoger setenta hombres, con los que podrá establecer una primera organización del poder directivo para aquellas tribus en el camino, y le anuncia: «Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven consigo la carga del pueblo, y no la tengas que llevar tú solo» (Num 11,17). Y efectiva-mente, reunidos setenta ancianos en torno a la tienda del encuentro, «Yahvéh... tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos» (Num 11,25).
Cuando, al fin de su vida, Moisés debe preocu-parse de dejar un jefe en la comunidad, para que «no quede como rebaño sin pastor», el Señor le señala a Josué, «hombre en quien está el espíritu» (Num 27,17-18), y Moisés le impone «su mano» a fin de que también él esté «lleno del espíritu de sabiduría» (Dt 34,9).
Son casos típicos de la presencia y de la acción del Espíritu en los «pastores» del pueblo.
3. A veces el don del espíritu es conferido también a quien, a pesar de no ser jefe, está llamado por Dios a prestar un servicio de alguna importancia en especiales momentos y circunstancias. Por ejemplo, cuando se trata de construir la «tienda del encuentro» y el «arca de la alianza», Dios dice a Moisés: «Mira que he designado a Besalel... y le he llenado del espíritu de Dios concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos» (Ex 21,2-3; cfr 35,31). Es más, incluso respecto a los compañeros de trabajo de este artesano, Dios añade: «En el corazón de todos los hombres hábiles he infundido habilidad para que hagan todo lo que te he mandado: la tienda del encuentro, el arca del testimonio» (Ex 31,6-7).
En el Libro de los Jueces se exaltan hombres que al principio son «héroes liberadores», pero que luego se convierten también en gobernadores de ciudades y distritos, en el período de reorganización entre el régimen tribal v el monárquico. Según el uso del verbo shafat, «juzgar», en las lenguas semíticas emparentadas con el hebreo, son considerados no sólo como adminis-tradores de la justicia sino también como jefe de sus poblaciones. Son suscitados por Dios, que les comunica su espíritu (soplo-ruah) como respuesta a súplicas dirigidas a Él en situaciones críticas. Muchas veces en el Libro de los Jueces se atribuye su aparición y su acción victoriosa a un don del espíritu.
Así en el caso de Otniel, el primero de los grandes jueces cuya historia se resume, se dice que «los israelitas clamaron a Yahvéh y Yahvéh suscitó a los israelitas un libertador que los salvó: Otniel... El espíritu de Yahvéh vino sobre él y fue juez de Israel» (Iud 3,9-10).
En el caso de Gedeón el acento se pone en la potencia de la acción divina: «El espíritu de Yahvéh revistió a Gedeón» (Iud 6,34). También de Jefté se dice que «el espíritu de Yahvéh vino sobre Jefté» (Iud 11,29). Y de Sansón: «El espíritu de Yahvéh comenzó a exci-tarle» (Iud 13,25). El espíritu de Dios en estos casos es quien otorga fuerza extraordinaria, valor para tomar decisiones, a veces habilidad estratégica, por las que el hombre se vuelve capaz de realizar la misión que se le ha encomendado para la liberación y la guía del pueblo.
4. Cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, según la petición de los israelitas que querían tener «un rey para que nos juzgue, como todas las naciones» (1 Sam 8,5), el anciano juez y liberador Samuel hace que Israel no pierda el sentimiento de la pertenencia a Dios como pueblo elegido y que quede asegurado el elemento esencial de la teocracia, a saber el reconocimiento de los derechos de Dios sobre el pue-blo. La unción de los reyes como rito de institución es el signo de la investidura divina que pone un poder político al servicio de una finalidad religiosa y mesiánica. En este sentido, Samuel, después de haber ungido a Saúl y haberle anunciado el encuentro en Guibeá con un grupo de profetas que vendrían salmodiando, le dice: «Te invadirá entonces el espíritu de Yahvéh, entrarás en trance con ellos y quedarás cambiado en otro hombre» (1 Sam 10,6). Y efectivamente, apenas (Saúl) volvió las espaldas para dejar a Samuel, le cambió Dios el corazón... le invadió el espíritu de Dios, y se puso en trance en medio de ellos» (1 Sam 10,9-10). También cuando llegó la hora de las primeras iniciativas de batalla, «invadió a Saúl el espíritu de Dios» (1 Sam 11,6). Se cumplía así en él la promesa de la protección y de la alianza divina que había sido hecha a Samuel: «Dios está contigo» (1 Sam 10,7). Cuando el espíritu de Dios abandona a Saúl, que es perturbado por un espíritu malo (cfr 1 Sam 16,14), ya está en el escenario David, consagrado por el anciano Samuel con la unción por la que «a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahvéh» (I S 16,13).
5. Con David, mucho más que con Saúl, toma consistencia el ideal del rey ungido por el Señor, figura del futuro Rey-Mesías, que será el verdadero liberador y salvador de su pueblo. Aunque los sucesores de David no alcanzarán su estatura en la realización de la realeza mesiánica, más aún, aunque no pocos prevaricarán contra la alianza de Yahvéh con Israel, el ideal del Rey-Mesías no desaparecerá y se proyectará hacia el futuro cada vez más en términos de espera, caldeada por los anuncios proféticos.
Especialmente Isaías pone de relieve la relación entre el espíritu de Dios y el Mesías: «Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 11,2). Será también espíritu de fortaleza; pero ante todo espíritu de sabiduría: «Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvéh», el que impulsará al Mesías a actuar con justicia en favor de los miserables, de los pobres y de los oprimidos (Is 11,2-4).
Por tanto, el santo espíritu del Señor (Is 42,1; cfr 61,1 ss.; 63,10-13; Ps 50/51,13; Sap 1,5; 9,17), su «soplo» (ruah), que recorre toda la historia bíblica, será dado en plenitud al Mesías. Ese mismo espíritu que alienta sobre el caos antes de la creación (cfr Gen 1,2), que da vida a todos los seres (cfr Ps 103/104,29-30; 33,6; Gen 2,7; Ex 36,5-6.9.10), que suscita a los Jueces (cfr Iud 3,10; 6,34; 11,29), a los Reyes (cfr 1 Sam 11,6), que capacita a los artesanos para el trabajo del santuario (cfr Ex 31,3; 35,31), que da la sabiduría a José (cfr Gen 41,38), la inspiración a Moisés, a los profetas (cfr Num 11,17.25-26; 24,2; 1 Sam 10,6-10; 19,20), como a Da-vid (cfr 1 Sam 16,13; 2 Sam 23,2), descenderá sobre el Mesías con la abundancia de sus dones (cfr Is 11,2) y lo hará capaz de realizar su misión de justicia y de paz. Aquel sobre quien Dios «haya puesto su espíritu», «dictará ley a las naciones» (Is 42,1); «no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho» (42,4).
6. ¿De qué manera «implantará el derecho» y liberará a los oprimidos? ¿Será, tal vez, con la fuerza de las armas, como habían hecho los Jueces, bajo el impulso del Espíritu, y como hicieron, muchos siglos después, los macabeos? El Antiguo Testamento no permitía dar una respuesta clara a esta pregunta. Algunos pasajes anunciaban intervenciones violentas, como por ejemplo el texto de Isaías que dice: «Pisoteé a pueblos en mi ira, los pisé con furia e hice correr por tierra su sangre» (Is 63,6). Otros, en cambio, insistían en la abolición de toda lucha: «No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2,4).
La respuesta debía ser revelada por el modo en que el Espíritu Santo guiaría a Jesús en su misión; por el Evangelio sabemos que el Espíritu impulsó a Jesús a rechazar el uso de las armas y toda ambición humana y a conseguir una victoria divina por medio de una generosidad ilimitada, derramando su propia sangre para liberarnos de nuestros pecados. Así se manifestó de manera decisiva la acción directiva del Espíritu Santo.
4. La acción profética del Espíritu divino (14-II-1990)
1. Recogiendo el hilo de la catequesis prece-dente, podemos escoger entre los datos bíblicos ya referidos el aspecto profético de la acción ejercida por el espíritu de Dios sobre los jefes del pueblo, sobre los reyes y sobre el Mesías. Ese aspecto requiere una reflexión ulterior porque el profetismo es el filón a lo largo del cual discurre la historia de Israel, dominada por la figura destacada de Moisés, el «profeta» más ex-celso, «a quien Yahvéh trataba cara a cara» (Dt 34,10). A lo largo de los siglos los israelitas adquieren cada vez más familiaridad con el binomio «la Ley y los Profetas», como síntesis expresiva del patrimonio espiritual con-fiado por Dios a su pueblo. Y mediante su espíritu es como Dios habla y actúa en los padres, y de generación en generación prepara los tiempos nuevos.
2. Sin duda que el fenómeno profético, tal como se observa históricamente, está ligado a la palabra. El profeta es un hombre que habla en nombre de Dios, y transmite a quienes lo escuchan o lo leen todo lo que Dios quiere dar a conocer sobre el presente y sobre el futuro. El espíritu de Dios anima la palabra y la vuelve vital. Comunica al profeta y a su palabra un cierto «pathos» divino, por el que se hace vibrante, a veces apasionada y dolorosa, y siempre dinámica.
Con cierta frecuencia la Biblia describe episodios significativos, en los que se observa que el espíritu de Dios recae sobre alguien, el cual pronuncia un oráculo profético. Así sucede en el caso de Balaam: «Le invadió el espíritu de Dios» (Num 24,2). Entonces «entonó su trova y dijo: ...Oráculo del que oye los dichos de Dios, del que ve la visión de Sadday, del que obtiene respuesta, y se le abren los ojos...» (Num 24,3-4). Es la famosa «profecía» que, aunque se refiera directamente a Saúl (cfr 1 Sam 15,8) y a David (cfr 1 Sam 30,1ss.) en la lucha contra los amalecitas, evoca al mismo tiempo al futuro Mesías: «Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel...» (Num 24,17).
3. Otro aspecto del espíritu profético al servicio de la palabra es que ese espíritu se puede comunicar y casi «repartir» según las necesidades del pueblo, como en el caso de Moisés, preocupado por el número de los israelitas que debía guiar y gobernar y que eran ya «seiscientos mil de a pie» (Num 11,21). El Señor le mandó que escogiera y reuniera «setenta ancianos de Israel, de los que sabes que son ancianos y escribas del pueblo» (Num 11,16). Una vez hecho eso, el Señor «tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar...» (Num 11,25).
Eliseo, cuando estaba para suceder a Elías, quería recibir incluso «dos tercios del espíritu» del gran profeta, una especie de doble parte de la herencia que tocaba al hijo mayor (cfr Dt 21,17) para ser así reco-nocido como su principal heredero espiritual entre la muchedumbre de los profetas y de los «hijos de los profetas», agrupados en comunidades (2 Reg 2,3). Pero el espíritu no se transmite de profeta a profeta como una herencia terrena; es Dios quien lo concede. De hecho así sucede, y los «hijos de los profetas» lo constatan: «El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo» (2 Reg 2,15; cfr 6,17).
4. En los contactos de Israel con los pueblos vecinos no faltaron manifestaciones de falso profetismo, que llevaron a la formación de grupos de exaltados, los cuales sustituían con música y gesticulaciones el espíritu procedente de Dios y se adherían incluso al culto de Baal. Elías entabló una decisiva batalla contra esos profetas (cfr 1 Reg 18,25-29), permaneciendo solitario en su grandeza. Eliseo, por su parte, mantuvo más relaciones con algunos grupos, que parecían haberse enmendado (cfr 2 Reg 2,3).
En la genuina tradición bíblica se defiende y se reivindica la verdadera idea del profeta como hombre de la palabra de Dios, instituido por Dios, como Moisés y a continuación de él (cfr Dt 18,15). En efecto, Dios promete a Moisés: «Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18). Esta promesa va acompañada por una advertencia contra los abusos del profetismo: «Si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no he mandado decir y habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá. Acaso vas a decir en tu corazón: "¿cómo sabremos que esta palabra no la ha dicho Yahvéh?". Si ese profeta habla en nombre de Yahvéh, y lo que dice queda sin efecto y no se cumple, es que Yahvéh no ha dicho tal palabra» (Dt 18,20-22).
Otro aspecto de ese criterio de juicio es la fidelidad a la doctrina entregada por Dios a Israel, en la resistencia a las seducciones de la idolatría (cfr Dt 1,2ss.). Así se explica la hostilidad contra los falsos profetas (cfr 1 Reg 22,6ss.: 2 Reg 3,13; Ier 2,26; 5,13; 23, 9-40; Mich 3,11; Zach 13,2). Tarea del profeta, como hombre de la palabra de Dios, es combatir el «espíritu de mentira» que se encuentra en la boca de los falsos profetas (cfr 1 Reg 22,23), para proteger al pueblo de su influencia. Es una misión recibida de Dios, como proclama Ezequiel: «La palabra de Yahvéh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, profetiza contra los profetas de Israel; profetiza y di a los que profetizan por su propia cuenta: ... ¡Ay de los profetas insensatos que siguen su propia inspiración, sin haber visto nada!» (Ez 13,2-3).
5. El profeta, hombre de la palabra, debe ser también «hombre del espíritu», como ya lo llama Oseas (9,7); debe tener el espíritu de Dios, y no sólo el propio espíritu, si ha de hablar en nombre de Dios.
El concepto lo desarrolla sobre todo Eze-quiel, que deja entrever la toma de conciencia ya hecha acerca de la profunda realidad del profetismo. Hablar en nombre de Dios requiere, en el profeta, la presencia del espíritu de Dios. Esta presencia se manifiesta en un con-tacto que Ezequiel llama «visión». En quien se beneficia de ese contacto, la acción del espíritu de Dios garantiza la verdad de la palabra pronunciada. Encontramos aquí un nuevo indicio del lazo existente entre palabra y espíritu, que prepara lingüística y conceptualmente el lazo que se establece en el Nuevo Testamento, en un nivel más elevado, entre el Verbo y el Espíritu Santo.
Ezequiel tiene conciencia de estar personal-mente animado por el espíritu: «El espíritu entró en mí escribe como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba» (Ez 2,2). El espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo hace tenerse en pie: por tanto, hace de él un testigo de la palabra divi-na. Lo levanta y lo pone en movimiento: «el espíritu me levantó y me arrebató» (Ez 3,14). Así se manifiesta el dinamismo del espíritu (cfr Ez 8,3; 11,1.5.24; 43,5). Ezequiel, por lo demás, precisa que está hablando del «espíritu de Yahvéh» (11,5).
6. El aspecto dinámico de la acción profé-tica del espíritu divino destaca fuertemente en las profe-cías de Ageo y de Zacarías, los cuales, tras el retorno del exilio, impulsaron vigorosamente a los israelitas a em-prender la obra de la reconstrucción del Templo de Jerusalén. El resultado de la primera profecía de Ageo fue que «movió Yahvéh el espíritu de Zorobabel..., gobernador de Judá, y el espíritu de Josué..., sumo sacerdote, y el espíritu de todo el Resto del pueblo. Y vinieron y emprendieron la obra en la Casa de Yahvéh Sebaot» (Ag 1,14). En un segundo oráculo, el profeta Ageo intervino de nuevo y prometió la ayuda poderosa del Espíritu del Señor: «Ten ánimo, Zorobabel...; ánimo Josué...; ánimo, pueblo todo de la tierra, oráculo de Yahvéh. ¡A la obra! ...En medio de vosotros se mantiene mi Espíritu: ¡no temáis!» (Ag 2,4-5). Y de la misma manera el profeta Zacarías, proclamaba: «Ésta es la palabra de Yahvéh a Zorobabel: No por el valor ni por la fuerza, sino sólo por mi Espíritu, dice Yahvéh Sebaot» (Ps 4,6).
En los tiempos inmediatamente anteriores al nacimiento de Jesús no existían ya profetas en Israel y no se sabía hasta cuándo duraría esa situación (cfr Ps 74/73,9; 1 Mach 9,27). Sin embargo, uno de los últimos profetas, Joel, había anunciado una efusión universal del Espíritu de Dios que debía realizarse «antes de la venida del Día de Yahvéh, grande y terrible» (Ioel 3,4) y debía manifestarse con una extraordinaria difusión del don de profecía. El Señor había proclamado por medio de él: «Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones» (3,1). Así se debía cumplir finalmente el deseo expresado, muchos siglos antes, por Moisés: «¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahvéh profetizara porque Yahvéh les daba su espíritu!» (Num 11,29). La inspiración profética alcanza-ría incluso «a los siervos y a las siervas» (Ioel 3,4), superando toda distinción de niveles culturales o condiciones sociales. Entonces la salvación se ofrecería a todos: «Todo el que invoque el nombre de Yahvéh será salvo» (Ioel 3,5).
Como hemos visto en una catequesis precedente, esta profecía de Joel encontró su cum-plimiento el día de Pentecostés, de forma que el Apóstol Pedro, dirigiéndose a la muchedumbre asombrada, pudo declarar: «Es lo que dijo el profeta Joel», y recitó el oráculo del profeta (Act 2,16-21), explicando que Jesús «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado» en abun-dancia (cfr Act 2,33). Desde aquel día en adelante, la acción profética del Espíritu Santo se ha manifestado continuamente en la Iglesia para darle luz y aliento.
5. La acción santificadora del Espíritu divino (21-II-1990)
1. El espíritu divino, según la Biblia, no es sólo luz que termina dando el conocimiento y suscitando la profecía, sino también fuerza que santifica. En efecto, el espíritu de Dios comunica la santidad, porque Él mismo es «espíritu de santidad», «espíritu santo». Se atribuye este apelativo al espíritu divino en el capitulo 63 del Libro de Isaías cuando, en el largo poema dedicado a exaltar los beneficios de Yahvéh y a deplorar los descarríos del pueblo a lo largo de la historia de Israel, el autor sagrado dice que «ellos se rebelaron y contristaron a su espíritu santo» (Is 63,10). Pero añade que después del castigo divino, «se acordó de los días antiguos, de Moisés su siervo» para preguntarse: «¿Dónde está el que puso en él su espíritu santo... ?» (Is 63,11).
Este apelativo resuena también en el Salmo 50/51, donde, al pedir perdón y misericordia al Señor (Miserere mei Deus, secundum misericordiam tuam), el autor le implora: «No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu» (Ps 50/51,13). Se trata del principio íntimo del bien, que actúa en el interior para llevar a la santidad (= «espíritu de santidad»).
2. El Libro de la Sabiduría afirma la incom-patibilidad entre el espíritu santo y cualquier falta de sinceridad o de justicia: «Pues el espíritu santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios y se ve rechazado al sobrevenir la iniquidad» (Sap 1,5). Se expresa también una relación muy estrecha entre la sabiduría y el espíritu. En la sabiduría dice el autor inspirado «hay un espíritu inteligente, santo» (7,22), el cual es también «inmaculado» y «amante del bien». Dicho espíritu es el mismo espíritu de Dios, porque «todo lo puede, todo lo observa» (7,23). Sin este «espíritu santo de Dios» (cfr 9,17) que Dios «envía de lo alto», el hombre no puede discernir la santa voluntad de Dios (9, 13-17) y mucho menos, evidentemente, cumplirla fielmente.
3. En el Antiguo Testamento la exigencia de santidad está fuertemente vinculada a la dimensión cultual y sacerdotal de la vida de Israel. El culto se debe tributar en un lugar «santo» lugar de la Morada de Dios tres veces santo (cfr Is 6,1-4). La nube es el signo de la presencia del Señor (cfr Ex 40,34-35; 1 Reg 8,10-11); todo, en la tienda, en el templo, en el altar, en los sacerdotes, desde el primer consagrado Aarón (cfr Ex 29,1ss.), debe responder a las exigencias del «sacro», que es como una aureola de respeto y de veneración creada en torno a personas, ritos y lugares privilegiados por una relación especial con Dios.
Algunos textos de la Biblia afirman la presencia de Dios en la tienda del desierto y en el templo de Jerusalén (Ex 25,8; 40,34-35; 1 Reg 8,10-13; Ez 43,4-5). Sin embargo en la narración misma de la dedicación del templo de Salomón se refiere una oración en la que el rey pone en duda esta pretensión diciendo: «Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!» (1 Reg 8,27). En los Hechos de los Após-toles, San Esteban expresa la misma convicción a pro-pósito del templo: «El Altísimo no habita en casa hecha por mano de hombre» (Act 7,48). La razón de ello la explica Jesús mismo en el coloquio con la Samaritana: «Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Ioh 4,24). Una casa material no puede recibir plenamente la acción santificadora del Espíritu Santo, y por tanto no puede ser verdaderamente «morada de Dios». La verdadera casa de Dios debe ser una «casa espiritual», como dirá San Pedro, formada por «piedras vivas», es decir por hombres y mujeres santificados interiormente por el Espíritu de Dios (cfr 1 Pet 2,4-10; Eph 2,21-22).
4. Por ello, Dios prometió el don del Espíritu a los corazones, en la célebre profecía de Ezequiel, en la que dice: «Yo santificaré mi gran nombre profanado entre las naciones, profanado allí por vosotros... Os rociaré con agua pura y quedaréis puri-ficados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, in-fundiré en vosotros un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en vosotros...» (Ez 36,23-27). El resultado de este don estupendo es la santidad efectiva, vivida con la adhesión sincera a la santa voluntad de Dios. Gracias a la presencia íntima del Espíritu Santo, finalmente los corazones serán dóciles a Dios y la vida de los fieles será conforme a la ley del Señor.
Dios dice: «Infundiré mi espíritu en voso-tros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36,27). El Espíritu santifica de esta forma toda la existencia del hombre.
5. Contra el espíritu de Dios combate el «espíritu de la mentira» (cfr 1 Reg 22,21-23), el «espíritu inmundo» que subyuga a hombres y pueblos some-tiéndolos a la idolatría. En el oráculo sobre la liberación de Jerusalén, en perspectiva mesiánica, que se lee en el Libro de Zacarías, el Señor promete realizar él mismo la conversión del pueblo, haciendo desaparecer el espíritu inmundo: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza. Aquel día... extirparé yo de esta tierra los nombres de los ídolos... igualmente a los profetas y el espíritu de impureza los quitaré de esta tierra...» (Zach 13,1-2; cfr Ier 23,9 s.; Ez 13,2 ss.).
El «espíritu de impureza» será combatido por Jesús (cfr Lc 9,42; 11,24), que hablará, a este propó-sito, de la intervención del Espíritu de Dios y dirá: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28). Jesús promete a sus discípulos la asistencia del «Conso-lador», que «convencerá al mundo en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado» (Ioh 16,8-11). A su vez, Pablo hablará del Espíritu que justifica mediante la fe y la caridad (cfr Gal 5,19 ss.), enseñando la nueva vida «según el Espíritu»: el Espíritu nuevo de que hablaban los profetas.
6. Los hombres o pueblos que siguen el espíritu que está en conflicto con Dios, «contristan» al espíritu divino. Es una expresión de Isaías que hemos referido ya y que es oportuno citar de nuevo en su contexto. Se halla en la meditación del llamado Trito-Isaías sobre la historia de Israel: «No fue un mensajero ni un ángel: Él mismo en persona (Dios) los liberó. Por su amor y su compasión los liberó. Por su amor y su compasión Él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre. Mas ellos se rebelaron y con-tristaron a su Espíritu santo» (Is 63,9-10). El profeta contrapone la generosidad del amor salvífico de Dios para con su pueblo, y la ingratitud de éste. En su descripción antropomórfica, se conforma con la psico-logía humana la atribución al espíritu de Dios de la tristeza producida por el abandono del pueblo. Pero según el lenguaje del profeta, se puede decir que el pecado del pueblo contrista el espíritu de Dios espe-cialmente porque este espíritu es santo: el pecado ofende la santidad divina. La ofensa es más grave porque el espíritu santo de Dios no sólo ha sido colocado por Dios en su siervo Moisés (cfr Is 63,11), sino que lo ha dado como guía a su pueblo durante el éxodo de Egipto (cfr Is 63,14), como signo y prenda de la salvación futura: «Mas ellos se rebelaron...» (Is 63,10).
También Pablo, heredero de esta concep-ción y de este lenguaje, recomendará a los cristianos de Éfeso: «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Eph 4,30; cfr 1,13-14).
7. La expresión «contristar al Espíritu Santo» demuestra bien que el pueblo del Antiguo Testamento ha pasado progresivamente de un concepto de santidad sacral, más bien externa, al deseo de una santidad interiorizada bajo la influencia del Espíritu de Dios.
El uso más frecuente del apelativo «Espíritu Santo» es un indicio de esta evolución. Este apelativo, inexistente en los libros más antiguos de la Biblia, se impone poco a poco precisamente porque sugería la función del Espíritu Santo para la santificación de los fieles. Los himnos de Qumran en varias ocasiones dan gracias a Dios por la purificación interior que Él ha realizado por medio de su Espíritu santo (por ejemplo, Himnos de la gruta de Qumran, 16,12; 17,26).
El intenso deseo de los fieles no era ya sólo de ser liberados de los opresores, como en el tiempo de los Jueces, sino ante todo de poder servir al Señor «en santidad y justicia, delante de Él todos nuestros días» (Lc 1,75). Por esto, era necesario la acción santificadora del Espíritu Santo. A esta espera corresponde el mensaje evangélico. Es significativo que en los cuatro evangelios la palabra «santo» aparezca por primera vez en relación con el espíritu, tanto para hablar del nacimiento de Juan Bautista y del de Jesús (Mt 1,18-20; Lc 1,15-35), como para anunciar el bautismo en el Espíritu Santo (Mc 1,8; Ioh 1,33). En la narración de la Anunciación, la Virgen María escucha las palabras del ángel Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti...; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Así comenzó la decisiva acción santificadora del Espíritu de Dios, destinada a propagarse a todos los hombres.
6. La acción renovadora del Espíritu divino en la purificación del corazón (28-II-1990)
l. En la catequesis anterior mencionaba un versículo del Salmo 50/51, donde el salmista, arrepen-tido por el grave pecado cometido, implora la miseri-cordia divina y, a la vez, pide al Señor: «No retires de mí tu santo espíritu» (v. 13). Se trata del Miserere, salmo muy conocido, que se repite con frecuencia no sólo en la liturgia, sino también en la piedad y en la práctica peni-tencial del pueblo cristiano, por ser manifestación de los sentimientos de arrepentimiento, de confianza y de hu-mildad que fácilmente se encuentran en un «corazón contrito y humillado» (Ps 50/51,19) tras el pecado. Vale la pena seguir estudiando y meditando este salmo, si-guiendo las huellas de los Padres y de los escritores de espiritualidad cristiana, pues nos ofrece nuevos aspectos de la concepción del «espíritu divino» del Antiguo Tes-tamento y nos ayuda a traducir la doctrina a la práctica espiritual y ascética.
2. A quien haya seguido las referencias a los profetas que he hecho en la catequesis anterior, le resultará fácil descubrir el parentesco profundo del Mise-rere con esos textos, especialmente con los de Isaías y Ezequiel. El sentido de la presencia delante de Dios en la propia condición de pecado, que se encuentra en el pasaje penitencial de Isaías (59,12; cfr Ez 6,9), y el sentido de la responsabilidad personal inculcado por Ezequiel (18,4-32) se hallan ya presentes en este salmo que, en un contexto de experiencia de pecado y de necesidad profundamente sentida de conversión, pide a Dios la purificación del corazón, juntamente con un espíritu renovado. La acción del espíritu divino adquiere así aspectos de mayor concreción, de más preciso empeño con vistas a la condición existencial de la persona.
3. «Tenme piedad, oh Dios». El salmista implora la divina misericordia para obtener la purifica-ción del pecado: «borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame» (Ps 50/51, 3-4). «Ro-cíame con el hisopo, y seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve» (v. 9). Pero él sabe que el perdón de Dios no puede reducirse a una no-imputación del exterior, sin que se dé una renovación interior; y el hombre, por sí mismo, no es capaz de realizar esta renovación. Por eso pide: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; un espíritu firme dentro de mí renueva; no me rechaces lejos de tu rostro; no retires de mí tu santo espíritu. Vuélveme la alegría de tu salvación, y en espíritu generoso afiánzame» (vv.12-14).
4. El lenguaje del salmista es muy expre-sivo: pide una creación, es decir, el ejercicio de la omnipotencia divina para dar origen a un ser nuevo. Sólo Dios puede crear (bará), esto es, poner en la existencia algo nuevo (cfr Gen 1,1; Ex 34,10; Is 48,7; 65,17; Ier 31,21-22). Sólo Dios puede dar un corazón puro, un corazón que tenga la plena transparencia de un querer totalmente de acuerdo con el querer divino. Sólo Dios puede renovar el ser íntimo, cambiarlo desde dentro, rectificar el movimiento fundamental de su vida cons-ciente, religiosa y moral. Sólo Dios puede justificar al pecador, según el lenguaje de la teología y del mismo dogma (cfr DS 1521-1522; 1560), que traduce de ese modo el «dar un corazón nuevo» del profeta (Ez 36,26), el «crear un corazón puro» del salmista (Sal 50/51,12).
5. Se pide, luego, «un espíritu firme» (Sal 50/51,12), o sea, la inserción de la fuerza de Dios en el espíritu del hombre, librado de la debilidad moral expe-rimentada y manifestada en el pecado. Esta fuerza, esta firmeza, puede venir sólo de la presencia operante del espíritu de Dios, y por eso el salmista implora: «no retires de mí tu santo espíritu». Es la única vez que en los salmos se encuentra esta expresión: «el espíritu santo de Dios». En la Biblia hebrea se usa sólo en el texto de Isaías en que, meditando en la historia de Israel, lamenta la rebelión contra Dios por la que ellos «contristaron a su espíritu santo» (Is 63,10), y recuerda a Moisés, en el que Dios «puso su espíritu santo» (Is 63,11). El salmista ya tiene conciencia de la presencia íntima del espíritu de Dios como fuente permanente de santidad, y por eso suplica: «No retires de mí». Al poner esa petición juntamente con la otra: «no me rechaces lejos de tu rostro», el salmista quiere dar a entender su convicción de que la posesión del espíritu santo de Dios está vinculada a la presencia divina en lo íntimo de su ser. La verdadera desgracia sería quedar privado de esta presencia. Si el espíritu santo permanece en él, el hombre está en una relación con Dios ya no sólo de «cara a cara», como ante un rostro que se contempla, sino que posee en sí una fuerza divina que anima su comportamiento.
6. Después de haber pedido a Dios que no retire de él su santo espíritu, el salmista pide que le devuelva la alegría. Ya antes había hecho la misma oración, cuando imploraba a Dios su purificación, esperando quedar «más blanco que la nieve»: «Devuél-veme el son del gozo y la alegría; exulten los huesos que machacaste tú» (Ps 50/51,10). Pero en el proceso psicológico reflexivo de donde nace la oración, el salmista siente que, para gozar plenamente de esta alegría, no basta la eliminación de todas las culpas; es necesaria la creación de un corazón nuevo, con un espíritu firme, vinculado a la presencia del espíritu santo de Dios. Sólo entonces puede pedir: «Vuélveme la ale-gría de tu salvación».
La alegría forma parte de la renovación incluida en la «creación de un corazón puro». Es el resultado del nacimiento a una nueva vida, como Jesús explicará en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre que perdona es el primero en alegrarse y quiere comunicar a todos la alegría de su corazón (cfr Lc 15,20-32).
7. Con la alegría, el salmista pide un «espíritu generoso», esto es, un espíritu de compromiso valiente. Lo pide a Aquel que, según el libro de Isaías, había prometido la salvación a los débiles: «En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados» (Is 57,15).
Conviene notar que, una vez hecha esta petición, el salmista añade en seguida la declaración de su compromiso con Dios en favor de los pecadores, para su conversión: «Enseñaré a los rebeldes tus caminos, y los pecadores volverán a ti» (Sal 50/51,15). Se trata de otro elemento característico del proceso interior de un corazón sincero que ha obtenido el perdón de los propios pecados; desea obtener el mismo don para los demás, suscitando su conversión, y a este objetivo promete encaminar su actuación. Este «espíritu de compromiso» que se da en él deriva de la presencia del «santo espíritu de Dios», y es su signo. En el entusiasmo de la conversión y en el fervor del compromiso, el salmista expresa a Dios la convicción de la eficacia de la propia acción; a él le parece cierto que «los pecadores volverán a ti». Pero también aquí entra la conciencia de la presencia operante de una potencia interior la del «espíritu santo».
Después, tiene un valor universal la deducción que el salmista enuncia así: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Ps 50/51,19). Proféticamente se ve que llegará el día en que, en una Jerusalén reconstituida, los sacrificios celebrados en el altar del templo según las prescripciones de la ley serán gratos (cfr vv. 20-21). La reconstrucción de las murallas de Jerusalén será la señal del perdón divino, como dirán también los profetas: Isaías (60,1 ss.; 62,1 ss.), Jeremías (30,15-18) y Ezequiel (36,33). Pero queda establecido que lo que más vale es aquel «sacrificio del espíritu» del hombre que pide humildemente perdón, movido por el espíritu divino que, gracias al arrepentimiento y a la oración, no le ha sido retirado (cfr Ps 50/51,13).
8. Como se puede ver por esta sucinta presentación de sus temas esenciales, el salmo Miserere es para nosotros no sólo un buen texto de oración y una indicación para la ascesis del arrepentimiento, sino también un testimonio acerca del grado de desarrollo alcanzado por el Antiguo Testamento en la concepción del «espíritu divino», que conlleva a un acercamiento progresivo a lo que será la revelación del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.
El salmo constituye, por tanto, una gran página en la historia de la espiritualidad del Antiguo Testamento, en camino, aunque sea entre sombras, hacia la nueva Jerusalén que será la sede del Espíritu Santo.
7. La acción sapiencial del Espíritu divino (14-III-1990)
l. La experiencia de los profetas del Antiguo Testamento pone de manifiesto de manera especial el vinculo existente entre la palabra y el espíritu. El pro-feta habla en nombre de Dios y gracias al Espíritu. La misma Escritura es palabra que viene del Espíritu, su registración de duración perenne. La Escritura es santa («Sagrada») por razón del Espíritu que, mediante la palabra oral o escrita, ejerce su eficacia.
Incluso en algunos que no son profetas, la intervención del espíritu suscita la palabra. Así en el Primer libro de las Crónicas, donde se recuerda la adhesión a David de los «valientes» que reconocieron su realeza, se lee que «el espíritu revistió a Amasay, jefe de los Treinta (valientes)» y le hizo dirigir a David las palabras: «¡Contigo!... ¡Paz, paz a ti! ¡Y paz a los que te ayuden, pues tu Dios te ayuda a ti!». Y «David los recibió y los puso entre los jefes de sus tropas» (1 Chr 12,19). Más dramático es otro caso recogido en el Segundo libro de las Crónicas, y que será recordado por Jesús (cfr Mt 23,25; Lc 11,51). Dicho episodio tiene lugar en un periodo de decadencia del culto en el templo y de caída en las tentaciones de la idolatría en Israel. Al no haber escuchado los israelitas a los profetas enviados por Dios para que volviesen a Él, «entonces el espíritu de Dios revistió a Zacarías, hijo del sacerdote Yehoyadá, el cual, presentándose delante del pueblo, les dijo: "así dice Dios: ¿Por qué traspasáis los mandamientos de Yahvéh? No tendréis éxito; pues por haber abandonado a Yahvéh, Él os abandonará a vosotros". Mas ellos conspiraron contra él, y por mandato del rey le apedrearon en el atrio de la Casa de Yahvéh» (2 Chr 24,20-21).
Son manifestaciones significativas de la conexión entre espíritu y palabra, presente en la men-talidad y en el lenguaje de Israel.
2. Otro vínculo análogo es el que existe entre espíritu y sabiduría, como aparece en el Libro de Daniel, en boca del rey Nabucodonosor que, al narrar el sueño tenido y la explicación que le dio Daniel del mismo, reconoce al profeta como un hombre «en quien reside el espíritu de los dioses santos» (Dan 4,5; cfr 4,6.15; 5,11.14), o sea, la inspiración divina, que también en su tiempo reconoció en José por la sabiduría de sus consejos (cfr Gen 41,38-39). En su lenguaje pagano, el rey de Babilonia habla repetidamente de «espíritu de los dioses santos», mientras que al final de su narración hablará de «Rey del Cielo» (Dan 4,34), en singular. De cualquier forma, reconoce que un espíritu divino se manifiesta en Daniel, como dirá también el rey Baltasar: «He oído decir que en ti reside el espíritu de los dioses, y que hay en ti luz, inteligencia y sabiduría extraordinarias» (Dan 5, 14). Y el autor del libro subraya que «este mismo Daniel se distinguía entre los ministros y los sátrapas, porque había en él un espíritu extra-ordinario, y el rey se proponía ponerle al frente del reino entero» (Dan 6,4).
Como se ve, la «sabiduría extraordinaria» y el «espíritu extraordinario» se le atribuyen a Daniel con justicia, atestiguando así la conexión de estas cualidades entre sí en el judaísmo del siglo I antes de Cristo, cuando el libro fue escrito para sostener la fe y la esperanza de los judíos perseguidos por Antíoco Epifanes.
3. En el Libro de la Sabiduría, texto redactado casi en los umbrales del Nuevo Testamento, es decir, según algunos autores recientes, en la segunda mitad del siglo primero antes de Cristo, en ambiente helenístico, el vínculo entre la sabiduría y el espíritu se encuentra tan subrayado que casi se da una identifi-cación. Desde el principio se lee que «la Sabiduría es un espíritu que ama al hombre» (Sap 1,6); se manifiesta y se comunica en virtud de un amor fundamental hacia la humanidad. Pero ese espíritu amigo no es ciego y no tolera el mal, aunque sea secreto en los hombres. «En alma fraudulenta no entra la Sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado; pues el espíritu santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios... No deja sin castigo los labios del blasfemo; que Dios es testigo de sus sentimientos, observador veraz de su corazón, y oye cuanto dice su lengua» (Sap 1,4.6).
El Espíritu del Señor es, por tanto, un espí-ritu santo, que quiere comunicar su santidad, v realiza una función educadora: «el espíritu santo que nos educa» (Sap 1,5). Se opone a la injusticia. No es un límite a su amor sino una exigencia de este amor. En la lucha contra el mal se opone a todas las iniquidades, sin dejarse engañar nunca, porque no se le escapa nada, ni «la palabra más secreta» (Sap 1,11). En efecto, el espíritu «llena la tierra», es omnipresente. «Y él, que todo lo mantiene unido, tiene conocimiento de toda palabra» (Sap 1,7). El efecto de su omnipresencia es el cono-cimiento de todas las cosas, aunque sean secretas.
Siendo un «espíritu que ama al hombre», no pretende solamente vigilar a los hombres, sino también llenarlos de su vida y de su santidad. «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera...» (Sap 1,13-14). La afirmación de esta positividad de la crea-ción, en que se refleja el concepto bíblico de Dios como «Aquel que es» (Ex 13,14) y como Creador de todo el universo (cfr Gen 1,1 ss.), da un fundamento religioso a la concepción filosófica y a la ética de las relaciones con las cosas. Sobre todo, da inicio a un discurso sobre la suerte final del hombre, que ninguna filosofía podría sostener sin el apoyo de la revelación divina. San Pablo dirá luego que, si la muerte fue introducida por el pecado del hombre, Cristo vino como nuevo Adán para redimir al hombre del pecado y librarlo de la muerte (cfr Rom 5, 12-21). El Apóstol añadirá que Cristo ha traído una nueva vida en el Espíritu Santo (cfr Rom 8,1 ss.), dando el nombre y, más aún, revelando la misión de la Persona divina envuelta en el misterio en las páginas del libro de la Sabiduría.
4. El rey Salomón, que con un recurso literario suele ser presentado como autor de este libro, en cierto momento se dirige a sus colegas: «Oíd, pues reyes...» (Sap 6,1) para invitarlos a acoger la sabiduría, secreto y norma de la realeza, y para explicar «qué es la sabiduría...» (Sap 6,22). Él hace su elogio con una larga enumeración de las características del espíritu divino, que atribuye a la sabiduría, casi personificándola: «Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple...» (Sap 7,22-23). Son veintiuno los adjetivos calificativos (3x7), que consisten en vocablos tomados, en parte, de la filosofía griega y, en parte, de la Biblia. Veamos los más significativos.
Es un espíritu «inteligente», es decir, no un impulso ciego, sino un dinamismo guiado por el cono-cimiento de la verdad; es un espíritu «santo», porque no sólo quiere iluminar a los hombres, sino también santificarlos; es «único y múltiple», de forma que puede insinuarse dondequiera; es «sutil» y penetra todos los espíritus; su acción es, por tanto, esencialmente interior, como su presencia; es un espíritu «que todo lo puede, todo lo observa», pero no constituye un poder tiránico o destructor, ya que es «bienhechor, amigo del hombre», quiere su bien y tiende a «formar amigos de Dios». El amor sostiene y dirige el ejercicio de su poder.
La sabiduría tiene, por consiguiente, las cualidades y ejerce las funciones tradicionalmente atribuidas al espíritu divino: «espíritu de sabiduría y de inteligencia..., etc.» (Is 11,2 ss.), porque con él se iden-tifica en el fondo misterioso de la realidad divina.
5. Entre las funciones del Espíritu-Sabiduría está la de dar a conocer la voluntad divina: «¿Quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?» (Sap 9,17). E hombre, por sí mismo, no es capaz de conocer la voluntad divina: «¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios?» (Sap 9,13). Por medio de su santo espíritu, Dios da a conocer su propia voluntad, su plan sobre la vida humana, mucho más profunda y seguramente que con la sola promulgación de una ley en fórmulas de lenguaje humano. Actuando desde dentro con el don del espíritu santo, Dios permite «enderezar los caminos de los moradores de la tierra. Así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada, y gracias a la Sabiduría se salvaron» (Sap 9,18). Y en este punto el autor describe en diez capítulos la obra del Espíritu-Sabiduría en la historia, desde Adán hasta Moisés, la Alianza con Israel, la liberación, y la solicitud continua por el pueblo de Dios. Y concluye: «En verdad, Señor, que en todo engrandeciste a tu pueblo y le glorificaste, y no te descuidaste en asistirle en todo tiempo y en todo lugar» (Sap 19,22).
6. En esta evocación histórico-sapiencial surge un paso donde el autor recuerda, hablando al Señor su espíritu omnipresente que ama y protege la vida del hombre. Esto vale también para los enemigos del pueblo de Dios y, en general, para los impíos, los pecadores. También en ellos está el espíritu divino de amor y de vida: «Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incor-ruptible está en todas ellas» (Sb 11,26; 12,1).
«Eres indulgente...». Los enemigos de Israel hubieran podido ser castigados de modo mucho más terrible que como sucedió. Hubieran podido ser «aven-tados por el soplo de tu poder. Pero Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sap 11,20). El Libro de la Sabiduría exalta la «moderación» de Dios y ofrece la razón: el espíritu de Dios no actúa sólo como soplo poderoso, capaz de destruir a los culpables, sino como espíritu de sabiduría que quiere la vida, y así revela su amor. «Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. ¿Y cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hu-bieses llamado?» (Sap 11,23-25).
7. Nos encontramos en el vértice de la filosofía religiosa no sólo de Israel, sino de todos los pueblos antiguos. La tradición bíblica, ya expresada en el Génesis, ofrece aquí una respuesta a las grandes cuestiones no resueltas ni siquiera por la cultura griega. Aquí la misericordia de Dios se funde con la verdad de su creación de todas las cosas; la universalidad de la creación comporta la universalidad de la misericordia. Y todo en virtud del amor eterno con que Dios ama a todas sus creaturas; amor en el que nosotros ahora recono-cemos la persona del Espíritu Santo.
El Libro de la Sabiduría ya nos hace entre-ver este Espíritu-Amor que, como la Sabiduría, toma los rasgos de una persona, con las siguientes características: espíritu que conoce todo y que da a conocer a los hombres los planes divinos; espíritu que no puede aceptar el mal; espíritu que, a través de la sabiduría, quiere conducir a todos a la salvación; espíritu de amor que quiere la vida; espíritu que llena el universo con su benéfica presencia.
8. El Espíritu divino y el Siervo (21-III-1990)
l. No sería completo el análisis de las alusiones al Espíritu Santo que se pueden encontrar en los diversos libros del Antiguo Testamento, aunque en términos no muy precisos aún por lo que se refiere a su persona divina, si no dedicásemos alguna consideración a un texto de Isaías (Deutero-Isaías), en el que se afirma la relación existente entre el espíritu divino y el «Siervo de Yahvéh». En la figura de este Siervo se resumen las distintas formas de acción profética, mesiánica y santificadora que hemos expuesto en las catequesis precedentes.
La relación está afirmada en el versículo con que comienza el primero de los cuatro así llamados «cantos del Siervo del Señor», cargados de lirismo y vibrantes de profecía. Dice así: «He puesto mi espíritu sobre él» (Is 42,1). Desde el principio, por tanto, se afirma que la misión del Señor es obra del espíritu de Dios que ha sido puesto sobre él. Como sucedió con los jueces, jefes carismáticos del pueblo en los tiempos antiguos (cfr Iud 3,10), y con los primeros reyes, Saúl y David (cfr 1 Sam 9,17; 10,9-10; 16,12-13; Is 11,1-2), la elección del Siervo va acompañada por una efusión del Espíritu, de forma que se puede observar una relación entre lo que se afirma del Siervo del Señor y lo que había dicho Isaías del «retoño» que debía «brotar del tronco de Jesé», es decir, de la estirpe de David: «Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh; espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvéh» (Is 11,2). En el campo citado existe una novedad, que consiste en atribuir al personaje anunciado la cualidad de Siervo. Esta cualidad no elimina la de rey tradicionalmente reconocida al Mesías, pero sin duda revela una nueva orientación de la esperanza mesiánica, que es fruto del influjo del Espíritu.
2. Inmediatamente después de haber dicho del Siervo: «He puesto mi espíritu sobre él», Dios declara: «Dictará ley (juicio) a las naciones» (Is 42,1). Es un texto de gran importancia. Evidentemente el Siervo es presentado como un profeta, elegido y predestinado por Dios (cfr v. 6; Ier 1,5), animado por su espíritu, reves-tido de una misión, que consiste en «proclamar el derecho con firmeza» (Is 42,3), sin desalentarse a pesar de la oposición (v. 4).
Sin embargo, esta firmeza no será dureza. Más aún, bajo el impulso y la guía del espíritu, el Siervo-profeta tendrá un comportamiento de mansedumbre («No vociferará ni alzará el tono», v. 2) y de indulgencia misericordiosa: «Caña quebrada no partirá y mecha mortecina no apagará» (v. 3). El profeta Jeremías había recibido la misión de «extirpar y destruir, perder y derrocar» (Ier 1,10). Nada semejante sucede en la misión del Siervo del Señor manso y humilde de corazón.
A la mansedumbre se encuentra unida una actitud de apertura universal. El Siervo del Señor anun-ciará la justicia a todas las naciones y difundirá su doctrina hasta las «islas», es decir, hasta los países más lejanos (Is 42,14). En efecto, en el segundo canto, el Siervo interpela a todas las gentes, diciendo: «¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos!» (49,1 ) y Dios reafirma la dimensión universal de la misión que le confía: «Poco es que seas mi siervo, para levantar las tribus de Jacob y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (49,6). Esa universalidad va más allá de la del mensaje de los demás profetas.
Además, en la figura del Siervo hay algo de trascendente, que permite identificarlo con su misión. Él es proclamado «alianza del pueblo» y «luz de las gentes» en su misma persona. Dios le dice: «Yo, Yahvéh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (42,6). Ningún simple profeta hubiera podido presumir tanto.
3. La figura del Siervo trazada en el poema de Isaías no es sólo profética, sino también mesiánica. Si su misión es la de «implantar en la tierra el derecho» (Is 42, 4), esta tarea pertenece a un rey. El profeta anuncia la justicia; el rey debe implantar esta justicia. Según el salmo 71/72, en el que la tradición judía y cristiana ha visto retratado al rey mesiánico preanunciado por los profetas (cfr Is 9,5; 11,1-5; Zach 9,9), ésta es la función esencial del rey que es implorada de Dios: «Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo de rey tu justicia; que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes» (Ps 71/72,1-2). Y el mismo Isaías, en su oráculo acerca del rey davídico sobre el que «reposará el espíritu del Señor», afirmaba de él: «Juzgará con justicia a los débiles», «sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Is 11,4).
El Siervo sobre el que «Dios ha puesto su espíritu», según el canto, tiene la misión que compete al rey mesiánico: librar al pueblo. Él mismo ha sido establecido «como alianza del pueblo y luz de las gentes», para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas (cfr Is 42,6-7; 49,8-9; Lc 1,79). Esta misión, que es propia de un príncipe y rey, en el caso del Mesías es realizada con la fuerza del Señor, como el Siervo proclama en su segundo canto: «Mi Dios era mi fuerza» (49,5) y en el tercero: «Pues que Yahvéh habría de ayudarme para que no fuese insultado» (50,7). Esta fuerza de acción en la misión real del Siervo es el espíritu divino, que Isaías, en un estado mesiánico, pone en relación estrecha con la «justicia» que es necesario hacer a los débiles y a los oprimidos: «Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh... Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Is 11,2-4).
4. En los dos primeros cantos del Siervo, Dios habla de la «salvación» y de la «justicia». En el tercero y en el cuarto, el concepto de «salvación» es completado con aspectos nuevos, especialmente signifi-cativos con vistas a la futura pasión de Cristo (cfr Is 50,4-11; 52,13-53,12). Ante todo se nota que la manse-dumbre, que caracteriza la misión del Siervo, se manifiesta con su docilidad a Dios y su paciencia frente a los perseguidores: «El Señor Yahvéh me ha abierto el oído, y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban» (Is 50,5-6). «Fue oprimido, y él se humilló, y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado» (Is 53,7). Bastan estos dos textos para iluminarnos acerca de la perfecta disponibilidad en la oblación de sí, a la que el Espíritu divino debía llevar al Siervo-Mesías por el camino de la mansedumbre (cfr Is 12,2). Cuando Juan Bautista seña-laba a Jesús a la muchedumbre como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Ioh 1,29), tal vez se hacía eco del cuarto canto del Siervo de Yahvéh.
5. Pero en este canto hay mucho más. La misión del Siervo se presenta a una nueva luz: «llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes» (Is 53,12). La perspectiva ya trazada por Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Is 11,4), se halla aquí transformada en una obra de «justificación» o santificación mediante el sacrificio: «Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él soportará» (Is 53,11). Hasta eso será llevado el Siervo de Yahvéh por el espíritu presente en él, que, como hemos visto ya, es espíritu de santidad.
Más aún: el triunfo definitivo del Siervo es anunciado al inicio del cuarto canto: «He aquí que pros-perará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera» (Is 52,13); y, luego, hacia el final: «Le daré su parte entre los grandes» (Is 53,12). Pero este triunfo, que en la profecía, como en la historia, garantiza el cumplimiento de la esperanza mesiánica, se realizará por un camino sorprendente para quien soñaba un acontecimiento triunfal del rey mesiánico: el camino del dolor y, como sabemos, de la cruz.
6. De todo el cuarto canto vemos emerger la figura de un Siervo que es «varón de dolores» (Is 53,3), inmerso en un mar de sufrimiento físico y moral, por causa de un misterioso plan de Dios, que tiende a la glorificación del mismo Siervo (52,13). El Siervo del Señor «ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (53,5). Éste es el camino que había sido llamado a recorrer el elegido, sobre el que se había posado el Espíritu del Señor (42,1).
Estamos en la paradoja de la cruz, que aparece así en contraste con las expectativas de un mesianismo triunfalista, así como con las pretensiones de una inteligencia ávida de demostraciones racionales. San Pablo no duda en definirla: «escándalo para los judíos, necedad para los paganos». Pero, por ser obra de Dios, es necesario el Espíritu de Dios para captar su valor. Por eso el Apóstol proclama: «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2,11-12).
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