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  • Jerarquía y carisma en el gobierno de la Iglesia I

Jerarquía y carisma en el gobierno de la Iglesia I

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Escrito por José Luis Santos Díez
Publicado: 28 Septiembre 2022

l.          Tensión y equilibrio en el gobierno de la Iglesia

1.       Centralismo y centralización

El gobierno de la Iglesia católica ha experimentado constantemente, y ahora más que en ninguna ocasión, duros ataques contra determinadas formas centralizadoras, que  en  los  últimos  decenios han planteado interesante polémica en el terreno de la ciencia teológica y canónica e incluso en la atención de juristas y políticos. La sensibilidad jurídica no ha dejado de atender como a fenómeno singular a la evolución de las formas de gobierno de la comunidad católica extendida por los más diversos países del mundo. La Iglesia misma  por su  parte,  en  reacción  de signo positivo,  se ha  sometido  a la profunda  auto-reflexión  del  Concilio  Vaticano  II  y  ha  tratado de auscultarse a sí misma y de auscultar el pulso de la sociedad humana. Esta  reflexión  ha  motivado,  entre  otros  muchos  problemas, el de enfrentarse ella misma con una situación compleja de sus  formas de gobierno, apareciendo en su propio seno una especie de tensión dialéctica entre un doble movimiento, centralizador y descentralizador, entre dos líneas de fuerza, cuya repercusión no es puramente especulativa, teológica y canónica, sino también práctica en la vida y organización de la comunidad católica.

El concepto " tensión " en este momento está lejos de poseer ningún sentido peyorativo de antagonismo entre los diversos sujetos del gobierno de la Iglesia. Tampoco podría ser  excluido  totalmente  en una panorámica completa del  desarrollo  histórico  eclesiástico.  Pero el sentido al que apunta este término lo entendemos  ahora  como forma dinámica de actuación en cuanto que se produce  entre  ese  doble movimiento un fecundo valor de fuerza. Podríamos hablar, incluso, y así lo hace Rahner [1], de una "necesaria tensión" en el gobierno de la Iglesia, como lo es en otras sociedades políticas. Tensión necesaria justificada, entre otras razones, por la necesidad de enriquecer los elementos de juicio del poder y del gobierno. Sirva esta breve aclaración para iluminar una posible primera impresión polémica, que, por lo demás, entendemos se verá desvanecida inmediatamente en el análisis del tema. Como se observa, cada vez  con mayor intensidad en las mismas iglesias locales de ámbito regional o nacional. el problema de mayor interés radica en armonizar las dos fuerzas principales de esa tensión: los principios de corresponsabilidad y de autoridad jerárquica.

La necesidad de una dirección unitaria no totalitaria  en  la Iglesia, como en cualquiera sociedad, es evidente y no está en oposición con la necesaria descentralización. Este aspecto, reconocido universalmente, forma parte aun en las formas de gobierno más democráticas, que se puedan imaginar. Esto supone un cierto centralismo que trata de obtener la unidad indispensable para  el bien  común social, muy diverso del concepto centralización como  inaceptable acumulación de todo poder y de toda iniciativa en una única instancia. Damos por supuestos y  razonables  los  motivos  actuales del centralismo, como,  por ejemplo, los que ha  expuesto  con  agudeza Stickler [2]    ante todo la  unidad y pureza de la  fe cristiana, elemento fundamental en la Iglesia; también la  consideración  del mundo  como gran familia humana  necesitada de grandes  centros  de  unidad en el terreno político, cultural,  científico,  económico;  etc.;  toda  esta múltiple circunstancia condiciona la universalidad  de  la  Iglesia, que  si  desde  sus  comienzos  dispone  de  una  fuerza  universal, necesita, sin embargo, dirección unitaria para que en todas partes se realice y sea reconocida esencialmente la misma. A su vez, en la esfera intra-eclesial, su propio  ministerio  pastoral  requiere  visión unitaria de conjunto en  todos  los niveles,  diocesano,  nacional,  internacional y mundial para proceder con eficacia en las diversas regiones. Un motivo más lo constituye la libertad de la Iglesia  y la  no intervención de los Estados [3], para no caer, como sucedió en determinadas circunstancias y países, en iglesias nacionales y regionales, para no tropezar nuevamente con la conocida fórmula que unía región y religión.

Pero esta unificación, esta  acumulación  de  responsabilidad  en  el jefe de una comunidad no justifica, como es bien sabido, la pasividad de sus miembros y desde luego tampoco justificaría la absorción de toda iniciativa por parte de la autoridad.

La masiva denuncia de centralización ha llegado a Roma por distintos conductos y motivos. Recordemos ante todo la campaña anti-latina y cisma oriental de 1053 y 1054, que no fue pura ideolología sino dolorosa escisión. Recordemos así mismo la ruptura protestante extendida contra Roma desde  Alemania  por  toda  la  franja de países nórdicos y hasta Inglaterra. Es decir Roma ha visto denunciado e incluso recortado su poder central en Oriente desde el siglo XI con el movimiento ortodoxo y en Occidente en los países anglosajones con los movimientos protestantes y anglicanos  y  todo ello a través de unos acontecimientos que le han costado significativas escisiones.

La denuncia centralizadora ha llegado además, dentro de un marco más interno en la Iglesia, con otra serie de acontecimientos occidentales como lo es desde luego la idea conciliarista. El movimiento conciliarista de 1325 ha sido uno de los desenfoques doctrinales más serios por los que ha atravesado la Iglesia, cuando se  perdió la visión del primado romano y  se  abogaba  por la  superioridad del concilio sobre el Papa.  La  línea  de  este  conciliarismo, como se ha demostrado, suponía una  eclesiología  democrática  muy  distante de una auténtica colegialidad episcopal.  De suerte  que,  propiamente, no hay relación entre conciliarismo y colegialidad episcopal, como demuestran el "Defensor pacis" de  Marsilio  de Padua,  el "Dialogus de potestate papae et imperatoris" de Guillermo de Ockam, y la doctrina de los decretistas y glosistas, con una literatura  donde  es clara la configuración democrática de los concilios y del poder episcopal [4]. En un sentido hasta cierto punto similar  las ideas  galicanistas de fines del siglo XVI y, más  tarde,  las  ideas  febronianas  del siglo XVIII [5] suponían una restricción  del poder  pontificio  utilizando formas más sutiles y eficaces que, sin llegar a escindir el mundo católico de la obediencia a Roma, trataban, sin embargo, de desvanecer su poder central.

Observemos también otro dato significativo en las Iglesias orientales católicas, que han demostrado durante siglos y de manera más relevante, si cabe, en el concilio Vaticano II su  adhesión  a  Roma. Esta postura tiene especial relieve cuando se piensa  que estas Iglesias se encuentran en  una  situación casi perpleja: por ser orientales y estar unidas a Roma son acusadas por los ortodoxos de occidentalismo, pero a su vez por ser católicas y enclavadas al pie de la Ortodoxia son en cierto modo sospechosas de orientalismo [6]. De todos modos han levantado con  humildad  y valentía su voz en  el Vaticano II a través de sus obispos y teólogos y han clamado contra determinados excesos latinizantes de la Iglesia, sin duda, por encontrarse en un punto  de  vista  desde  donde  se  puede  observar  mejor el latinismo occidental.

Si esta perspectiva anterior es significativa, no menos interesantes resultan otros datos de signo diverso insertados en la misma esencia constitucional de la Iglesia, algunos de los cuales queremos examinar brevemente por su vigencia constante, por  su  actualización en el Concilio, y porque expresan factores auténticos de la polémica y también elementos imprescindibles en una síntesis de equilibrio. Me refiero a una doble tensión, en el sentido indicado, la tensión jerárquica entre primado y episcopado y la tensión entre jerarquía y pueblo cristiano, o, con  otras palabras,  tensión  en la  instancia jerárquica y en la instancia denominada carismática.

2.       ¿Es cierta la centralización en la Iglesia?

Pero antes de seguir se impone una pregunta previa sobre la autenticidad de esta denuncia. ¿Es cierta la centralización de  la Iglesia? ¿Hasta qué punto el gobierno de la Iglesia se ha mostrado centralizador? No hablamos de sus ventajas e inconvenientes, tema frecuente en la opinión pública de las comunidades políticas, donde existen, como es conocido, otra clase de tensiones bastante más agudas entre poder central y deseos descentralizadores.

La respuesta desde luego no puede ser sino afirmativa, a no ser que el proceso centralizador se considere como mero proceso centralista, lo cual es muy problemático.

Luego, sin embargo, estudiamos la otra  cara  de  la  disyuntiva que forma parte sustancial de la Iglesia El proceso centralizador a través de la vida de la Iglesia muestra una sugestiva evolución im­ posible de seguir ahora pero de la que sí interesan algunos momentos importantes, estudiados ya en la investigación canónica [7].

Un género de centralización suprema, podría ser el de la cristiandad medieval, el de intentar dirigir  la  humanidad  occidental desde una instancia religiosa, precisamente cristiana, el de querer situar la autoridad de lo sagrado y de lo profano con intervención absorbente en toda clase de asuntos en el supremo pontificado, como antes lo había intentado el imperio. Pero este apogeo del poder eclesiástico, que culminó en Inocencia III y que había comenzado  con León I y con la constitución del poder temporal de los papas, largo período desde el siglo V al XIII de gran influencia política de la Iglesia, se fue fraguando y manifestando en un despliegue gradual de síntomas que desbordan los límites de este período. Pero no es este género de centralización "ad extra" en los asuntos temporales y políticos el que aquí interesa, sino la centralización "ad intra", es decir dentro del terreno de la propia competencia de la Iglesia.  Digamos ante todo que la polarización del poder profano y religioso y el peligro de esta clase de hegemonía se ha hecho cada vez más lejano. "Si las apariencias no engañan, en el futuro intervendrá la Iglesia mucho menos que hasta ahora en la configuración concreta de los órdenes terrestres" [8]; pero "esto no es una fuga hacia lo utópico, hacia lo más cómodo e inofensivo, o un retirarse hacia la sacristía, sino que debe enfocarse como una manera más intensa de recapacitar y de concentrarse en su ser más propio. No es en efecto la organización mundial, el "rearme moral" para un mundo mejor de tejas abajo, sino la comunión de los cristianos en la vida eterna en Dios, a lo que debe elevarse la historia. Solo en la medida en que la Iglesia no sea o no quiera ser "un reino de este mundo" puede contar duraderamente con la promesa de aportar al tiempo los beneficios de la eternidad" [9].

El análisis de este proceso muestra como primeros elementos de centralización algunas instituciones canónicas y concretamente las apelaciones judiciales a Roma, el uso de las legaciones pontificias en las distintas iglesias y la difusión de las colecciones canónicas [10]. Los papas del siglo V y de manera especial San León afirman de forma inequívoca el derecho de apelación judicial a Roma, estableciendo con ello un punto de injerencias en las iglesias particulares y sustituyendo la espontaneidad anterior en la consulta a Roma por una  especie de intervención de oficio en los asuntos disciplinares. El uso de las legaciones pontificias con carácter eventual o permanente va acostumbrando, a su vez, a la cristiandad al ejercicio del derecho papal de vigilancia. Y la difusión de las colecciones canónicas impone en sectores cada vez más amplios y de manera más uniforme la legislación central.

Otros factores se van sumando  sucesivamente  en  el  período de la reforma gregoriana, como la celebración de concilios generales, además de los ecuménicos, con la asistencia en Roma de los obispos italianos residentes o de paso y legados. Así mismo se produce, en parte, la debilitación del poder de los metropolitanos, entre otras razones, como consecuencia  de la presencia de los legados  pontificios y de otras restricciones legislativas. Teóricamente los obispos conservaban íntegro su poder, puesto que los legados de suyo intentaban principalmente reprimir los abusos, pero prácticamente se va introduciendo la práctica y la teoría de la dispensa que llega a ser frecuentísima y con ella se extiende el derecho de la Santa Sede a dispensar incluso las leyes diocesanas en virtud  de su  plenitud de poder y se restringe el derecho  de los  obispos.  Posteriormente esta  teoría  se hace indiscutible y se considera que el Derecho canónico en su integridad nace exclusivamente de la voluntad del Romano  Pontífice. El pontificado de Gregorio VII marca en este proceso una de las etapas más importantes, produciéndose un control estrecho y sistemático sobre las iglesias locales.

Pero junto a estos síntomas, la centralización beneficia! del siglo XIV marca un impulso intenso basado en motivos doctrinales y políticos. Motivos doctrinales, en cuanto que el Papa ostenta la plenitud del poder y en consecuencia puede disponer de todos los cargos, oficios y beneficios eclesiásticos. Y motivos políticos en cuanto que Roma se veía estimulada a disponer de funcionarios fieles en los diversos países en orden a una mayor influencia, cuyo resorte más eficaz y socorrido era el nombramiento romano de los titulares de las sedes vacantes y de otros puestos eclesiásticos. Se veía también estimulada Roma a pensar en motivos temporales e incluso en sus finanzas al ver la actuación de los Estados jóvenes, que ganaban prestigio, al tiempo que aumentaban sus ingresos. El sistema beneficial en el período feudal aumentaba por una parte la división y descentralización, pero por otra parte, según la política romana, ofrecía amplio campo rara la intervención pontificia.

Si la idea conciliarista de los siglos XIV y XV no era muy favorable a la centralización, en cambio Roma ante este retoño democrático encontró apoyo en los poderes civiles a través de los concordatos, que en definitiva suponían un sistema  más  inmediato  para  negociar directamente con la Santa Sede. Otro doble impulso del poder central se ha referido en los cuatro últimos siglos al aspecto disciplinar y al doctrinal. En el aspecto disciplinar destaca de forma emi­nente la creación de las Congregaciones Romanas, circunstancia que no por ser enunciada de manera tan global y sencilla deja de tener suma importancia, y que  ha  dado lugar  a las conocidas  polémicas, de modo especial en los últimos decenios e incluso en las mismas sesiones conciliares del Vaticano II. El siglo XVI, en este sentido, ha sido denominado el siglo de la centralización administrativa, porque Pablo III creó en 1542 el Santo Oficio, Pío IV en 1564 la Congregación del Concilio, y Sixto V en 1587 con su Bula "Inmensa" quince Congregaciones de cardenales. En el aspecto doctrinal, a su vez, la definición dogmática del Primado y de la infalibilidad  pontificia por  el Vaticano I significa una importante precisión del supremo poder pontificio.

Esta respuesta de sentido  afirmativo,  sin  embargo,  no significa ni puede significar un dominio absolutista del gobierno central; supondría en tal caso un desenfoque serio, sustancial, en la propia naturaleza de la Iglesia. Hay otros datos positivos, algunos de los cuales son objeto de este examen, que están muy lejos de ese absolutismo: los hay en el propio terreno constitucional de la Iglesia, como insinuábamos, y los hay en su misma experiencia histórica [11].

3.       Formas monárquicas y primado

Ahora bien, no es posible disimular el antagonismo que las formas absolutistas de gobierno representan ante la sensibilidad y la conciencia del mundo contemporáneo. Esta tendencia a toril.ar por la mano la dirección y a reservarse las iniciativas, esta voluntad de influencia total y de control absoluto, que sería la centralización en su máximo exponente, es inconciliable no sólo con la moderna sicología de los pueblos, sino con la misma naturaleza personal del individuo. ¿Lo es también con el carácter constitucional de la Iglesia? Nos acercamos a un momento de interés. Nos acercamos a un tema, donde se están oyendo los constantes resentimientos contra Roma, contra la Iglesia oficial de los obispos, contra la Iglesia del clero, y donde está latente una cierta desconfianza de las normas que proceden "de arriba". Esta postura de un gran sector de la opinión dentro de la Iglesia no puede ser menospreciada e invita a la reflexión sobre determina das conductas susceptibles de perfeccionamiento, pero al mismo tiempo entendemos que no puede  subsistir  ante un análisis  serio  de la esencia y constitución de la Iglesia.

La Iglesia, ha reunido, según Stickler [12] en afirmación que nos parece discutible, todas las formas legítimas de las comunidades políticas históricas: la monárquica representada  en el primado  romano. la  oligárquica  representada  por  el  episcopado,  y  la  democrática en cuanto que la jerarquía no  está  ligada  a condiciones  de  nacimiento o naturaleza, sino que es accesible a cualquier miembro varón de la Iglesia. Sin embargo es tesis muy favorecida por los ius-publicistas eclesiásticos la de la Iglesia monárquica, cuya base se encuentra  desde luego en su misma institución del primado por Cristo,  un  poder —como dice la doctrina (Vaticano I, Vaticano II,  Código  Canónico c. 218) [13]— , supremo y pleno, un poder jurisdiccional, según la terminología canónica verdaderamente episcopal ordinario e inmediato sobre todos y cada uno de los pastores y fieles.  La Iglesia, en  este sentido, no es una agrupación organizada "desde abajo" de naturaleza democrática, sino una sociedad  instituida  "desde  arriba"  con sus derechos, deberes y poderes fundamentales [14].

No es preciso insistir en la fundamentación teológica del primado pontificio por ser elemento dogmático con el que se puede contar desde el primer momento. Las bases escriturística e histórica presentan la institución del primado de manera directa por Cristo, de quien Pedro y sus sucesores recibió y reciben todo el poder para el gobierno de la Iglesia universal. El Concilio Vaticano I de manera definitiva y el Vaticano II en la constitución "Lumen gentium" no dejan lugar a dudas [15]...

Por otra parte, la descripción del c. 218, sumamente expresiva, recoge una serie de extremos que compendian, por así decir, la extensión y profundidad de la autoridad suprema: "El Romano Pontífice, sucesor de San Pedro en el primado, ostenta no sólo un primado de honor, sino la suprema y plena potestad  de  jurisdicción  en la Iglesia universal, tanto en lo tocante a los asuntos de fe y costumbres como en lo relativo al régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe. Esta potestad es verdaderamente episcopal,  ordinaria  e inmediata en cuanto a todas y cada una de las Iglesias y en cuanto a todos y cada uno de los pastores y fieles, así como es independiente de toda autoridad humana". Esta descripción de carácter más bien doctrinal que legislativo, como tantas veces se ha dicho, interesa como punto de referencia del que emergen varios caracteres fundamentales y en especial los siguientes: a) la sucesión del Romano Pontífice en el primado de San Pedro, y por tanto la institución inmediata por Cristo; b)  la  supremacía y plenitud jurisdiccional del mismo en toda la Iglesia universal; c) la extensión de ese poder por razón del objeto a todo lo relativo a la fe, costumbres, disciplina y régimen; y d) su extensión por  razón del sujeto a  todas y cada una de las iglesias, a todos y cada uno de los fieles. Por último puede añadirse esa triple característica enunciada, el ser potestad episcopal, ordinaria e inmediata.

El Papa, como Vicario de Cristo, tiende a promover y mantener la unidad del pueblo de Dios en las múltiples iglesias particulares. Es por tanto principio de unidad visible no sólo en relación con los innumerables fieles diseminados por todo el orbe, sino también, como es lógico, en relación con los pastores, los obispos de esas iglesias. Es oficio propio de la autoridad en cualquier clase de comunidad social la ordenación unitaria de los miembros en orden a la obtención de los  fines  de  la  sociedad.  Importa  hacer  resaltar esta cualidad por ser uno de los aspectos del que surgen las dificultades. Es sin duda esta consideración del primado como principio de unión de los fieles y de los obispos y esta plenitud de poder en un sujeto de autoridad la que ha inducido a la  doctrina  a  pensar en una forma monárquica cuando se habla del Papa y de la sociedad eclesiástica [16]. Pero hablar de Iglesia como monarquía sólo es posible en una forma interrogativa y limitada Rahner [17] insiste en una múltiple argumentación, de la que aducimos dos razones generales, si bien no pueden considerarse de la misma consistencia. La monarquía, dice, suele ser hereditaria; el Papa en cambio, de hecho, es elegido. Lo hereditario transmitido por sistema de vía biológica, lejos de la libre voluntad del pueblo, supone una forma hasta cierto punto más cerrada. Lo susceptible de elección, en cambio, se presta a una mayor diversidad y puede revelar en  un contexto social nuevos valores de interés. La monarquía, sigue diciendo, de suyo es absoluta, si no está limitada por un elemento extraño a ella como es la constitución. Este absolutismo no significa tiranía ni sistema totalitario. La monarquía absoluta supone  que toda decisión permisible y realizable en una circunstancia histórica depende de la voluntad de uno sólo. ¿Se  puede decir esto del Papa?. La reflexión teológica ha tomado conciencia del primado de jurisdicción del Papa y  está  definido  solemnemente, tiene  la  plenitud del poder, no está sometido a control  de  ninguna  autoridad  humana. Prácticamente no existe en la Iglesia sino el peligro de una exagerada centralización. Sin embargo ese poder no es absoluto.

La descentralización en la Iglesia está exigida hasta cierto punto —dentro de las limitadas  posibilidades  democráticas  existentes en la Iglesia [18]— por razones constitucionales, como vamos a examinar, y por otros motivos recordados por Stickler, como son la capacidad autónoma y vital diocesana como parte viva y orgánica de un cuerpo, la diferente condición histórica, política, étnica del pueblo cristiano perteneciente a países de diferentes costumbres, condición religiosa, geográfica, etc., la existencia de cargos creados por autoridad pontificia, diócesis personales, comunidades religiosas, etc., el mismo sentimiento democrático universal del que los fieles no están ni pueden estar ajenos, que puede limitar, dentro de lo posible, los derechos del ministerio dejando autonomía al órgano cooperador, dando mayor facilidad de expresar la opinión, usando más ampliamente el sistema de la delegación, etc.

4.       Doble circunstancia constitucional

Pero interesa fijar la atención sobre todo en esa doble circunstancia constitucional, elementos cuya vigencia arranca de la misma naturaleza de la sociedad cristiana, que  gravitan en la  Iglesia desde su primer momento y que penetran  progresivamente en la  conciencia de sus miembros; el episcopado como  cuerpo orgánico,  o —como  le llama el Vaticano II— episcopado colegial, y la presencia de los fieles, de todos los fieles, como miembros vivos. Uno y otro valor se suman, desde distinto punto de vista y, como es lógico, con diverso influjo, a la misión del poder de gobierno y vienen a  nutrir la visión del mismo.  Constituyen  esa  tensión, en el mejor  sentido  de la palabra, de que hablábamos, y pueden suministrar en cierto modo valiosa orientación y representar como fuerzas de  equilibrio  frente  a una posible tendencia central excesiva.

Pablo VI, al proclamar la colegialidad del episcopado con el voto unánime de los padres conciliares, ha puesto de relieve la dificultad, la complejidad que supone el gobierno de muchos  frente al de uno solo, pero en orden a superarla no con formas evasivas sino con formas integradoras, en razón de una visión más  amplia,  que  ilumine en todos los extremos posibles la decisión de gobierno.

II.       Lo carismático

5.       La actividad carismática

La doctrina de San Pablo y el magisterio eclesiástico, así como la teología en general, han  ido puntualizando sucesivamente, como es sabido, la presencia y amplitud  del carisma  en la  Iglesia, que no se circunscribe a un determinado  grupo de fieles, clérigos,  religiosos o laicos, puesto que puede manifestar su actividad en  cualquiera  de los tres estados. Por otra parte la eficacia del Espíritu puede actuar,  en principio, en el cuerpo de la Iglesia de  formas  no determinadas sino susceptibles de gran diversidad. Cuando esta  fuerza  se muestra en la línea de la jerarquía, como se mostró de forma ordinaria y extraordinaria, por ejemplo, en el colegio de los apóstoles, cabe distinguir como aspectos diversos el ministerio y el carisma. Esta  distinción no puede caer desde luego en el peligroso equívoco, tantas veces denunciado, de una Iglesia de la caridad incompatible  con una  Iglesia del ministerio o de los servicios, o en la antítesis  equivalente  en­ tre Derecho y carisma, como ha recordado Pablo VI ante la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico (AAS, 1965, p. 986) [19].

Si ahora  centramos  la  atención  en  un  grupo  determinado de fieles, los laicos, esto no puede significar una exclusión de los demás estados ni mucho menos, sino una observación particular donde resulta nítida la presencia activa de los fieles, no como elemento perturbador de la jerarquía y del gobierno sino por el contrario como elemento responsabilizado, en cierto modo y bajo el control jerárquico, en los fines de la Iglesia y en su actividad.

Antes de hablar del episcopado digamos una palabra sobre esa presencia activa de los fieles, considerada por no pocos autores como insertada en el dinamismo carismático de  la  Iglesia  y  recordada  en la doctrina del Vaticano II.

Pero antes aún conviene  no perder  de vista,  y es advertencia  de la mayor importancia, la cauta observación de Pablo VI de no  someter la libertad de conciencia y la inspiración del Espíritu Santo al juicio arbitrario, a la crítica ligera o a cualquier presunción carismática (Alocución en audiencia general, "L'Osservatore romano", 9 agosto 1967). Asimismo, en ocasión más solemne (inauguración del Sínodo Episcopal, 29 septiembre 1967), reiteraba la necesaria disciplina en un orden más elevado, el de la fe, pero necesariamente conexo e indispensable en toda la vida de la Iglesia: "La fe, como sabemos, no es fruto de una interpretación arbitraria, o puramente naturalista, de la palabra de Dios, como tampoco es la expresión religiosa que nace de la opinión colectiva, falta de una guía autorizada, de quien se dice creyente, ni mucho menos es la aquiescencia a las corrientes filosóficas o sociológicas del momento histórico que fluye". He ahí por tanto una advertencia de  interés  cuando  en  una  tesis de descentralización se insinúa el tema del laicado.

6.       Restauración del laicado

Los fieles, y más concretamente los laicos, en el sentido en que habla de ellos el Vaticano II [20], están llegando a una toma de conciencia de su propia responsabilidad en la acción de la Iglesia. "El hombre de hoy no se contenta con ser un órgano ejecutivo; esto produce en él una sensación de falta de libertad, de algo forzado, le recuerda el punto de vista ya superado  de la  discriminación social,  de las  diferencias sociales" [21]. Los fieles de la  Iglesia, añadiremos, no están impermeabilizados, no pueden estarlo ni conviene que lo estén, frente a este grado de sensibilidad.

El papel de los laicos, inicialmente vigoroso en la plena significación del bautismo como pertenencia a la Iglesia y como participación activa en la vida litúrgica, se relegó con el tiempo a segundo término; se procuraba su obediencia más que  su  iniciativa;  condición que se prolonga hasta los tiempos modernos. Algunos en este sentido han llevado demasiado lejos la  interpretación de la  encíclica de San Pío X "Vehementer", 1906, en que habla de la Iglesia como sociedad desigual, que comprende dos categorías de personas, la jerarquía que gobierna y el pueblo fiel que es gobernado.

El Vaticano II, desde luego, no ha pretendido una "emancipación" de los laicos, ni siquiera una mera "promoción" de los mismos, como se ha dicho [22], sino una auténtica "restauración" de las verdaderas y plenas dimensiones del laicado. A esta pretensión  responde la constitución "Lumen gentium" capítulos II y IV, así como el decreto "Apostolicam actuositatem" sobre el apostolado de los seglares. Era necesario evitar  un  doble  peligro,  el de una  disociación del laicado respecto de la jerarquía, si esa restauración significaba excesiva autonomía, y el de reincidir en un nuevo clericalismo con el monopolio de la iniciativa jerárquica si se acentuaba demasiado su sumisión a la jerarquía; por esto no era nada fácil la labor del concilio. Había una especie de temor en conceder beligerancia  al  laicado,  y esto  suscitó  no  pocas  aclaraciones  en los debates:  Parecemos  tener miedo a los laicos decía un padre conciliar [23]. Tratémoslos  como adultos. Se dice con razón que "nada sin el obispo". Pero cuántos posibles abusos caben en la interpretación de estas palabras. Ciertamente no significan: nada sin la iniciativa del obispo, nada sin su mandato o aprobación explícita; sino solamente significan: nada contra o fuera del obispo. El pueblo de Dios no es un Estado totalitario donde todo se regularía "desde arriba".

El Vaticano II en repetidas  ocasiones  insiste  una  y otra  vez en la misión activa de los laicos: "Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad  humana" [24]. Desea una colaboración más estrecha con la jerarquía: "Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos  a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al  apóstol Pablo en la evangelización, trabajando  mucho en el Señor (cfr. Flp 4, 3; Rm 1, 3 ss.). Por lo demás, poseen aptitud para ser asumidos por la Jerarquía  para ciertos cargos  eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una  finalidad  espiritual" [25]. Por esto no duda  en aconsejar que se les dé oportunidad de actuar, que se les anime  a  emprender obras, y que se atiendan sus iniciativas, ruegos y deseos, así como también proclama la facultad y el deber que tienen los laicos de exponer sus puntos de vista: "Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia  de los sagrados Pastores  los  auxilios  de los bienes  espirituales  de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia... Los laicos, como los demás fieles... acepten con  prontitud la obediencia cristiana a aquello que los Pastores sagrados, en cuanto  representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes... Por su parte los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran  gustosamente  a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y dénles libertad y oportunidad para actuar; más aún anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente [26]. El Concilio espera una provechosa  labor en la colaboración de los laicos con la Jerarquía no sólo en el plano diocesano sino también en el de la Iglesia universal: "Los Padres del Concilio juzgan muy útil que dichos dicasterios (de la Curia romana) oigan en mayor medida a laicos eminentes por su virtud, ciencia y experiencia, de  suerte  que  también  éstos  desempeñen  en la Iglesia las funciones que les sean congruentes" [27].

7.       La base teológica

En la base teológica de toda esta restauración del laicado, está, además de la incorporación bautismal,  la  participación  de los laicos en el sacerdocio  de Cristo  y en los dones del Espíritu  divino, según la misma doctrina conciliar: "Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio  por  medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena  y perfecta. Pues a  quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más  ubérrimos  frutos  del  Espíritu [28]. Junto a los dones jerárquicos la Constitución "Lumen gentium" no duda en reconocer los dones carismáticos de todos los fieles; por medio de unos y otros gobierna el Espíritu toda la Iglesia: "El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cfr. 1Co 3, 16; 1Co 6, 19), y en  ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cfr. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16.26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cfr. Jb 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22) [29].

8.       Dificultad de la instancia carismática

Pero esta doctrina no fue aceptada por el Concilio sin algunas dificultades: constituía, como dice Laurentin [30], la llave  del  problema más delicado suscitado por el tema del laicado, la sinergia armoniosa entre la iniciativa de los laicos, sus responsabilidades, la relativa autonomía que lleva consigo su ejercicio de una parte, y el ejercicio de la autoridad en la Iglesia de otra parte. En expresión del cardenal Veuillot [31]: "Si verdaderamente el  Espíritu  Santo  ha  puesto a los obispos para regir la Iglesia, es también El mismo el que suscita el apostolado de los laicos... El obispo debe escuchar al Espíritu y no extinguirlo". En el mismo sentido hablaron otros padres conciliares [32].

9.       Juicio sobre la autenticidad

El concilio, desde luego, está lejos de caer en la afirmación de una Iglesia puramente carismática; en vez de la tesis protestante de R. Sohm, E. Brunner y otros, el sentido de la doctrina conciliar reconoce ciertamente la existencia del carisma y de los hombres carismáticos, testigos libres del Espíritu, como se expresa O. Karrer, pero subordinados a la jerarquía ordinaria [33]. La encíclica "Mystici, Corporis" [34], había subrayado la presencia de los carismas o dones del Espíritu Santo como pertenecientes  de  manera esencial  a  la  Iglesia (Pío XII, encíclica "Mystici, corporis"); y el Concilio determina el sentido de los mismos en el pueblo cristiano e insiste en la necesidad de que el juicio sobre su  autenticidad  y razonable ejercicio  corresponde a la autoridad. La serenidad y equilibrio de la expresión conciliar en este sentido no pueden  dejar  lugar  a  dudas:  "Estos  carismas  —dice la Constitución "Lumen gentium" [35]—, tanto los extraordinarios como los más comunes  y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy  adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante  todo no  sofocar  el Espíritu,  sino probarlo  todo y retener lo que es bueno (cf. 1Ts 5, 12 y 1Ts 19-21) [36].

La teología preconciliar, que  había  examinado  no  pocas  veces la naturaleza e influencia de lo carismático en la Iglesia como posible iniciativa producida por el Espíritu divino, también había  señalado las diversas formas de esa iniciativa participadas por los miembros de la comunidad eclesiástica y producidas a veces sin una necesaria previa intervención jerárquica. "El ministerio jerárquico, no es un monopolio absoluto del poder. El ministerio de la Iglesia no pretende en absoluto acaparar todo influjo real ni siquiera en principio y en cuanto a la intención... En la Iglesia puede proceder algo "también del pueblo" no ya sencillamente del pueblo de esta tierra, sino del pueblo de Dios en la Iglesia. Del pueblo de Dios que es también conducido inmediatamente por Dios". "En la historia de la Iglesia ha habido siempre épocas —baste recordar la época del iluminismo— en que ciertos dones del Espíritu de Dios fueron mejor conservados por el pueblo sencillo que oraba, que por tal o cual príncipe de la Iglesia" [37].

La conclusión de no pocos escritores es terminante [38]: la potestad de dar órdenes en la Iglesia no debe cesar de cultivar la convicción de que no es como en un sistema totalitario, ni  puede  tampoco  ser la que hace autárquicamente los planes de toda actividad en la Iglesia; debe acoger las iniciativas "de abajo" como un deber, no como graciosa condescendencia [39]. Lo difícil será saber, pero no es problema de este momento, hasta qué punto se debe insistir con súplicas ante la autoridad competente sin pecar con tales procedimientos contra el Espíritu mismo de la Iglesia.

José Luis Santos Díez, dadun.unav.edu

Notas:

1.  K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 1963, pp

2.     A. M. STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, en Haibock­Sartori «El misterio de la Iglesia», II, Barcelona 1966 pp. 209 ss.

3.     STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, cit., p. 210.

4.     Cfr., E. OLIVARES, Conciliarismo y colegialidad episcopal, en «El Colegio Episcopal», obra en colaboración, 2 vis., C. S. I. C. Madrid 1964, pp. 349-358.

5.     Cfr., A. GARCÍA SUÁREZ, Los obispos y la Iglesia universal, en «El Colegio Episcopal», cit., pp. 523-566.

6.     MÁXIMOS IV, La voz de la Iglesia en Oriente, Taurus, Madrid 1965.

7.     V. MARTÍN, Pape, «Dictionnaire de Theologie Catholique» XI, 1877-1944. TORQUEBIAU, Curie Romaine, «Dictionnaire de Droit Canonique., IV, 981-982.

8.     ALFONS AUER, cit., K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., p. 121.

9.     K. RAHNER, Katholische Kirche, «Staatlexikon», 6.ª ed. IV, 873; cfr., L. STEFANINI, La Chies11 cattolica, Milano 1944, pp. 131 ss.

10.       Cfr., nota 7.

11.       H.  MAROT,   Descentralización  estructural   y   Primado  en  la  Iglesia  antigua, «Concilium»,  7,  pp. 16-30.

12.       STICKLER,  El  misterio  de la  Iglesia  en el  Derecho  Canónico, cit.,  pp. 203-204.

13.       Conc. Vaticano I, constitución dogmática, Pastor aeternus, Denz. 1821 (3050 s.). Conc. Vat. II, constit. dogmática Lumen gentium, n. 18 ss. Código canónico c. 218.

14.       K. RAHNER, Quelques reflexions sur les principes constitutionnels de l'Église, en «L'Épiscopat et l'Église  Universelle., col. «Unam  Sanctam. vol. 39, París 1964, pp. 541-562.

15.       Cfr., nota 13.

16.       K. RAHNER, Quelques reflexions sur les principes constitutionnels de l'Eglise, cit., p. 540.

17.       STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho canónico, cit., p. 204.

18.       G.  DEJAIFVE,  Primuuté et  collégialité  au  premier  concile du Vatican, en «L'Épiscopat et l'Église Universelle» cit., pp. 646-647.

19.       Const. "Lumen gentium", n.  4: "El  Espíritu... guía la Iglesia a toda la verdad (cfr. Jb 16, 33), la unifica en comunión y ministerio, la  provee  y  gobierna  con  diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr. Ef. 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22)». O. KARRER, Sucesión  apostólica  y  Primado, en «Panorama de la teología actual», Edit. Guadarrama, Madrid  1961, pp. 232 ss. Replantea  la  tensión  entre Derecho y Carisma la obra del P. KEMMEREN, Ecclesia et lus Analysis critica  operum Josephi Klein, Roma 1963. J. SALAVERRI, El Derecho en el misterio de la Iglesia, «Investigación y elaboración del Derecho Canónico», edit. Flors, Barcelona 1956, pp. 154, visión histórica y teológica del  problema «Ecclesia iuris» «Ecclesia caritatis». A propósito de la obra de KEMMEREN, V. REINA, Eclesiología y Derecho Canónico. Notas metodológicas, «Revista española de Derecho Canónico»,  1964,  629-662; J. M. SETIÉN, Ecclesia et Ius, «Rev. esp. Derecho Canónico», 1965, 405-508. A. DE LA  HERA,  Introducción a la ciencia del Derecho Canónico, edit. Tecnos, Madrid 1967, pp. 51 ss., 147 s.

20.       Const. dogmática «Lumen gentium», n. 30: «El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos...; n. 31 «Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los  miembros  del  orden  sagrado y los del  estado  religioso  aprobado por la  Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y  hechos partícipes,  a  su  modo,  de  la  función  sacerdotal profética y  real  de  Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde». B. MONSEGÚ, Los laicos, en Concilio Vaticano II Comentarios a la Constitución sobre  lri Iglesia, obra  en colaboración,  B.  A. C., Madrid  1966,  pp,   619-653,  con selecta  bibliografía;  J. M. G. GÓMEZ-HERAS, Los  laicos, en la  misma  obra,  pp. 707-720; M. D. CHENU,  Los  laicos y la «Consecratio  mundi»  en  «La  Iglesia   del   Vaticano  Ih, obra en colaboración, t. II, pp, 999-1.015,  Edit. J. Flors,  Barcelona  1966,  M.  Gozzini, Relación entre seglares y Jerarquía, ib. pp. 1.037-1.057; C.  KASER,  Cooperación  de  los laicos con la Jerarquía en el apostolado, ib. p. 1.017-1.035; F. SCHILLEBEECK, Definición del laico cristiano, ib. pp. 977-997; F. J. RODRÍGUEZ MOLERO, Dinamismo en la espiritualidad laical, Granada 1964, p. 77; K. RAHNER,  Sobre  el  apostolado  seglar, en  Escritos de Teología, II, Taurus, Madrid 1963, pp. 337-374; P. LOMBARDÍA,  Los  laicos  en el  Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum», 6, 1966, 339-374.

21.       STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, cit., p. 204.

22.       R. LAURENTIN, L'enjeu du Concile. Bilan de la troisiéme séssion, París 1965, p. 116.

23.       D'SOUZA, intervención conciliar sobre apostolado de los laicos, en 3ª sesión del Concilio. P. HAUBTMANN,  Le  point  sur  le Concile, n.  3. Cfr.  R.  LAURENTIN,  Bilan de la troisieme séssion, cit., p. 120.

24.       Const. pastoral, «Gaudium et spes», n. 43.

25.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 33.

26.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 37.

27.       Decreto «Christus Dominus» n. 10.

28.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 34.

29.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 4.

30.       R. LAURENTIN, Bilán de la troisieme séssion, cit., pp. 130-131.

31.       Card. Veuillot, arz. de París, en la 3.ª sesión conciliar, 9 oct. 1964.

32.       Card. Duval, arz. de Argel, en la 3.ª sesión conciliar,  7  oct.  1964;  Mons. Betazzi en la 3.ª sesión conciliar,  8 oct. 1964. Otros  testimonios  del mismo sentido cfr., en R. LAURENTIN, Bilan de la troisieme séssion, cit., pp. 120 ss. En sentido menos favorable a la autonomía de los laicos, Card. Ruffini, arz. de Palermo.

33.       R. S0HM, El Derecho de la Iglesia, 1892; E. BRUNNER, Tergiversación de la Iglesia, 1951; cfr., O. KARRER,  Sucesión  apostólica  y  Primado,  en  «Panorama  de  la  teología actual», Edit. Guadarrama, Madrid 1961, pp. 232 ss.

34.       Pío XII, encicl. "Mystici Corporis", 29 junio 1943. AAS 35 (1943).

35.       Const. dogmática "Lumen gentium", n. 12.

36.       A. SUSTAR, El laico en la Iglesia, en «Panorama de la teología actual cit., p. 650: ... El laico cristiano  comparte con la jerarquía la gracia única que Cristo mereció y constantemente comunica a la Humanidad. El laico cristiano  es  en  la  Iglesia  co­sujeto de la visibilidad, de la perceptibilidad  histórica  de  esta  gracia,  y  a  ello  está  llamado y capacitado por los sacramentos. El laico puede  ser,  y  de  hecho lo  ha sido a menudo, sujeto de los carismas, por los que se manifiesta el Espíritu Santo, que  vive siempre en la Iglesia. Y cuando el Espíritu Santo se manifiesta en un laico cristiano, la jerarquía tiene  derecho  a  examinar  este  espíritu,  pero  tiene  también  ,el  deber  de  atender a esta manifestación del espíritu». Cfr., TH. SARTORY, La Iglesia y las Iglesias, ibídem p.  459;   E   HAENSLI,  La   predicación hoy según la visión de la teología viva, ibídem, p. 584. Cfr., HAMEL, Aequalitas fundamentalis omnium christifidelium in Ecclesia secundum concilium Vaticunum 11, «Periodica de re morali... » 56, 1967, 247-266; E. SAURAS, El pueblo de Dios, en  Concilio Vaticano II, Comentarios a la  Constitución sobre la Iglesia, cit... pp. 252-256.

37.       RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., pp. 78 ss.

38.       C. 1323, 3; «No se ha de tener por declarada o definida dogmáticamente ninguna verdad, mientras no constare manifiestamente».

39.       RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., pp. 76 ss. «Si existe  tal  estructura doble de la Iglesia (jerarquía y carisma), cuyas garantía y armonía dependen en último término solamente del Señor único, entonces la jerarquía  y las instituciones de  la Iglesia deben recordar constantemente que no les es lícito dominar exclusivamente en la Iglesia. Aunque Dios vela porque no suceda, la tentación es relativamente fácil. Tanto a los representantes de la jerarquía como a los súbditos importa mucho tenerlo presente. Tanto los unos como los otros deben saber que en la Iglesia, a la cual pertenece lo carismático, el papel de los súbditos no se limita a ejecutar las órdenes recibidas «de arriba» Otras órdenes les compete también ejecutar, las del Señor mismo, que dirige inmediatamente su Iglesia y no siempre ni en primer lugar comunica sus órdenes y sus impulsos a los cristianos corrientes por medio de los superiores eclesiásticos, sino que se ha reservado plenamente el derecho de hacerlo también inmediatamente  de las maneras más diversas, que no tienen gran cosa que ver con  una  «observancia  de  los  trámites». En la Iglesia hay otras mociones que para ser legítimas no necesitan  ser  provocadas  por la jerarquía... ». Por esa dualidad se puede hablar de Iglesia monárquica y autoritaria desde  arriba, pero sin excluir un cierto modo de democracia que representa por tanto todo lo contrario de un sistema totalitario (ib. p. 78). «Si nos preguntamos en qué consiste en el fondo la esencia de la democracia veremos que no  depende  de  que  cada  ciudadano tenga en su mano la papeleta de voto, -que este cúmulo de papeletas puede ser muy tiránico- sino de que en una sociedad determinada no haya una instancia única que acapare en sí todo  el  poder que haya una pluralidad de  poderes distintos entre sí, de modo que el particular se sienta en cierto modo protegido por el uno contra la prepotencia de los otros. El ministerio 'jerárquico no es un monopolio absoluto de poder... » (ib. p. 79)... «Los plenos poderes de la instancia suprema de la Iglesia, no sujetos jurídicamente al control ulterior de otra instancia humana, no son  la  única  fuente  y  la única norma del proceder de esta instancia... » (ib.). Naturalmente esto dificulta en cierto modo la acción del poder «por esto mismo -continúa Rahner- el carisma va siempre ligado con cierto sufrimiento, constantemente se ve limitado y humillado el propio don por el don del otro. Hay momentos y situaciones dolorosas en la persistencia carismática... » Cita algunos ejemplos: San Juan de la Cruz encarcelado por sus propios hermanos de religión, Newman largos años «puesto en cuarentena», María Ward bajo custodia de la Inquisición varios años a pesar de su misión plenamente justificada, Teresa de Jesús perseguida en sus fundaciones por

 

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