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  • La identidad teológica del laico II

La identidad teológica del laico II

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Escrito por Pedro  Rodríguez
Publicado: 19 Diciembre 2022

7.       La estructura de la Iglesia: síntesis

Pero antes de dar  este  paso  ulterior -y en  orden,  sobre  todo, a la claridad terminológica, querría yo sintetizar en tres puntos  lo hasta ahora adquirido acerca de la estructura de la Iglesia:

1.       La «estructura originaria» -de origen cristológico- de la Iglesia tiene tres grandes elementos estructurales: la conditio fidelis, que nace del Bautismo y se robustece en la Confirmación; el sacrum ministerium, que nace del Orden sagrado; y el charisma, como permanente acción configuradora del Espíritu Santo,  que  es  el  Espíritu del Hijo, que el Padre por el Hijo envía a su Iglesia. El Concilio Vaticano II apunta al núcleo de esa estructura cuando  dice  que el Espíritu «Ecclesiam diversis donis hierarchicis et charismaticis dirigit ac instruit» (LG, 4).

2.       La Iglesia, gobernada por el Espíritu, ha discernido, en esa acción configuradora de los carismas a través de la historia, dos grandes direcciones permanentes que subyacen a la variedad cambiante y puntual de sus dones, y que son la condición laica! y el estado religioso. De esta manera emerge en la Iglesia la conciencia de la  permanente forma histórica de su estructura originaria, que llamamos  «estructura fundamental» de la Iglesia y que tiene, por tanto, dos  dimensiones:

a)       la dimensión sacramental, que se expresa en el doble elemento personal «fieles» y «ministros sagrados»; y

b)       la dimensión carismática, que modaliza las posiciones sacramentales y se manifiesta en los elementos personales que llamamos «laicos» y «religiosos».

Así, sobre la base de la común condición de christifideles, la estructura fundamental de la Iglesia manifiesta tres condiciones personales: mm1stros, laicos y religiosos, cada una con su proprium  a  la hora de realizar la existencia cristiana y la misión de la Iglesia.

1.       Sobre la Iglesia así estructurada, es decir, sobre laicos, ministros y religiosos, el Espíritu continúa repartiendo prout vult la multiplicidad de sus carismas, que concretan en cada momento histórico los servicios y ministrationes de cada uno para común utilidad. De ellos, muchos son manifestaciones de la «vida» en cuanto distinta de la «estructura»; otros, representan formas nuevas,  aunque provisionales, de estructuración de los servicios in Ecclesia. De este modo, la estructura fundamental de la Iglesia adquiere nuevas modalizaciones  y formas que dan lugar a lo que podríamos llamar la concreta «estructura histórica» que la Iglesia tiene en cada  momento o época, la cual,  junto a los elementos «fundamentales», presenta, por  tanto,  otros  elementos «derivados» o «secundarios».

8.       Hacia la comprensión teológica del laico

La profundización que la experiencia de la Iglesia ha  realizado  en la estructura del sacramento universal de salvación,  ha  hecho emerger la figura del laico como un elemento de su estructura fundamental,  no ya negativamente contrapuesto al ministro  sagrado,  sino  dotado de una originalidad eclesial, que el Concilio Vaticano II se ha  esforzado por delimitar en términos teológicos. La palabra clave que usa la Const. Lumen Gentium a estos efectos es «secularidad» [26]: «Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est». Estoy convencido de que el contenido de lo afirmado por el Concilio por medio de esa expresión constituye  efectivamente  el  proprium  de los laicos en la  Iglesia [27]. Ese proprium no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia.

Pero esta tesis, que es el punto central de mi ponencia, ha sido negada desde una doble vertiente. De una parte,  por algunos teólogos y, sobre todo, canonistas, que califican la secularidad y la relación al mundo como magnitudes extra-eclesiales y, por tanto, sin significación teológica para la comprensión de la estructura de la Iglesia [28]. De otra, por todos aquellos que afirman que la secularidad es una nota de la Iglesia en cuanto tal  y,  por  tanto, carece -ahora «por exceso»­ de específica significación para la comprensión teológica del laicado [29]. Tengo para mí que en la raíz de ambas posturas -tan opuestas entre sí-  está  una  defectuosa  captación de  las  relaciones  Iglesia­mundo  en  su  contenido  teológico. El asunto es, a la vez, importante y complejo y ha sido uno de los temas  mayores  de  la  reflexión  teo­ lógica posconciliar [30]. El I Sínodo Extraordinario (1970), con su documento sobre la justicia en el mundo; el IV Sínodo Ordinario sobre la evangelización, del que Pablo VI tomará ocasión para la Evangelii nuntiandi; y los documentos  recientes  sobre  la teología de la liberación reflejan, en el nivel propio del magisterio, distintos momentos de esa profundización. Sin embargo, a los efectos de nuestro discurso nos parecen fundamentales los textos  mismos  del  Concilio.  Trataremos, pues, de penetrar en  el  tema  contemplando  la  misión  de la  Iglesia  en su relación con el mundo al filo de los mismos textos conciliares.

9.       El mundo en su relación con la Iglesia

El pueblo mesiánico que es la Iglesia «tiene como fin -leemos en Lumen Gentium, 9- la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado  por  El mismo  al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra  vida (cf. Col 3, 4), y 'la misma criatura será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios' (Rm 8, 21)». Por eso dirá a continuación el Concilio que ese pueblo mesiánico, «es empleado por Cristo como instrumento de redención uni­ versal y enviado al mundo universo como luz del mundo y sal de la tierra».

Esta perspectiva abarcante de  la  Constitución  Lumen  Gentium, que expone el «fin» de la Iglesia en términos de Reino de Dios y de Redención, incluye dos aspectos de su «misión» que van a ser explicitados, primero en el Decreto sobre los laicos y después en la Constitución pastoral. Dice el n. 5 del Decreto: «La obra de la redención  de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo entregar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden  temporal  con el espíritu evangélico». A cada uno de estos dos  aspectos  de  la misión se dedican los dos números siguientes del Decreto. Número 6:

«La misión de la Iglesia  tiende a la santificación  de los hombres, que se consigue por la fe y la  gracia». Número 7: «Este es el plan de Dios sobre el mundo, que los  hombres  restauren de manera concorde y perfeccionen sin cesar el orden de las cosas temporales (...) La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dos por Cristo».

Gaudium et spes, en su capítulo sobre la misión de la  Iglesia  en el  mundo contemporáneo,  vuelve  sobre  estos conceptos.  Se lee en  el n. 40: «La  Iglesia  tiene  un  fin  salvífico  y escatológico,  que sólo en el siglo futuro podría alcanzar plenamente (...) Pero al buscar su pro­ pio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además de alguna manera difunde sobre el  universo mundo el reflejo de su luz, sobre todo curando  y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundas». Lo que en este n. 40 se  nos enseña en términos de «fin», el n. 42 lo expresa en términos de «misión»: «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico y social, porque el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer  y consolidar la comunidad humana según la Ley divina».

10.     La «secularidad general» de la Iglesia y la «secularidad propia» de los laicos

El patrimonio doctrinal contenido en estos textos ilumina directamente nuestra reflexión. Ahora, lo decisivo es subrayar que, al servicio del fin único que la  Iglesia  tiene  -que es escatológico y de salvación, cuya íntima naturaleza es religiosa y trascendente-, se constituye la misión de la Iglesia, con una doble modalidad: primero, la salvación y santificación de los hombres, «que se consigue por la fe y por la gracia» (AA, 6). Esta es la misión primaria de la Iglesia, dirigida a la evangelización y conversión del mundo, de los hombres del mundo, que apunta -por su propia naturaleza- a que esos hombres, por la conversión personal, entren en la Iglesia. Pero, con ella, inseparable de ella y derivando de ella, la Iglesia tiene la misión de contribuir «a la restauración de todo el orden temporal» (AA, 5), «de tal manera que se realice continuamente según Cristo y se desarrolle y sea para la gloria del Creador y Redentor» (LG, 31).

Esto significa que el  mundo  humano  -el  «mundus  hominum», de que  habla  Gaudium  et  spes, 2 [31]- no es  sólo  el ámbito  en  el  que la Iglesia realiza su misión evangelizadora para la salvación de los hombres, permaneciendo externo a su misión; sino que ese  mundo, en sí mismo, en su dinámica propia (y legítimamente autónoma),  entra en orgánica relación con la Iglesia: «La Iglesia se esfuerza  en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales  y de ordenarlos hacia  Dios por Cristo» (AA, 7).

La conclusión de todo ello  es  que  la  Iglesia  en  cuanto  Iglesia dice interna relación teológica al mundo en cuanto  mundo. Es decir,  que el mundo, bajo la perspectiva de la restauración cristiana del orden temporal, entra en la misión de la Iglesia. Y ello, en última  instancia, por la unidad escatológica (Reino de Dios) que tienen en Cristo  la Iglesia y el mundo. «Ambos  órdenes  -dice  Apostolicam  Actuositatem, 5-, aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en  el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir (reassumere) al universo mundo  en  la  nueva  criatura,  incoativamente aquí en la tierra,  plenamente en el último día». De  todos  es sabido cómo esta reassumptio puede ser mal entendida, incluyendo graves deformaciones acerca del fin y de la misión de la Iglesia: aquellas «teologías de la liberación» censuradas por la Sede Apostólica y los Episcopados son la manifestación más reciente de ese riesgo [32] Pero estos errores no podrían en ningún  caso  invalidar  lo  afirmado más arriba, que es patrimonio firmemente  asentado  en  la conciencia de la Iglesia.

Es  evidente,   a   partir   de  lo  dicho,  que  es  lícito  hablar  de una «secularidad» de toda la Iglesia, para dar con ello razón de la segunda modalidad de la misión  que acabamos de describir.  La  Iglesia entera, a través  de la estructurada  operatividad  del  sacramentum  salutis, debe contribuir a la restauración cristiana del mundo. Con lo cual, no hacemos sino establecer -también en la segunda modalidad de la misión­ un estricto paralelo con la corresponsabilidad que todos los miembros del Pueblo de Dios tienen en la misión religiosa  y evangelizadora de  la Iglesia.

Pero la Iglesia no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes. La Ecclesia in terris, la Iglesia enviada por Cristo al mundo, es una comunidad organice exstructa -hemos dicho ya tantas veces- dotada de una determinada estructura, que expresa al sacramentum salutis. Es decir, una estructura dotada de diferentes elementos -sacramentales y carismáticos- que dan lugar a diferentes posiciones estructurales precisamente en orden a la misión: en la Iglesia hay unidad -que surge de la común condición cristiana de sus miembros-, pero también diversidad, que surge de las diferentes posiciones teológicas que se dan en la estructura. Dentro de este marco eclesiológico debemos afirmar que la posi­ción propia y peculiar del laico en la Iglesia tiene su fundamento y emerge de la consideración de la relación que la Iglesia dice al mundo en cuanto mundo; y toma su origen de un carisma  del Espíritu, por el cual el Señor otorga al fiel bautizado como tarea propia in Ecclesia la santificación ab intra de la situación y de la dinámica in mundo en la que se encuentra inserto. Este carisma es el que podríamos llamar «secularidad» en sentido estricto, a diferencia de la secularidad  general de la Iglesia  y a la que  hemos aludido  antes. Pero él, «la Iglesia se hace presente y operante en  aquellos  lugares  y  circunstancias en los que sólo a través de los laicos puede llegar a  ser  la  sal  de  la tierra» (LG, 33) [33] y es, sin  duda, el  más común de los carismas, puesto que recae, señalándoles su puesto estructural en el sacramentum salutis, sobre la inmensa mayoría de los fieles. De ahí que la intuición del pueblo cristiano designe a los laicos, en sentido teológico, con la expresión «fieles  corrientes»  «cristianos  corrientes»,  prescindiendo de la terminología «laicos», cuya ambivalencia canónica es, precisamente para los laicos, sumamente confusa. Dice la Const. Lumen Gentium, al comenzar el capítulo sobre los laicos, que «los sagrados Pastores saben bien que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia hacia el mundo, sino que  su  excelsa  función consiste en apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común» (LG, 30). Pues bien, el primero y  fundamental  carisma  que  los  Pastores  deben discernir es precisamente  el  que  hace  que  un  fiel cristiano  sea un laico, sin identificarlo  simpliciter con la condición  de  christifidelis y diferenciándolo teológica y pastoralmente  del  carisma  propio  de  los religiosos y del  carisma  ministerial  o  sagrado  ministerio  propio de los  clérigos.  Sólo  cuando  se  capta  a  fondo  el  sustrato  común  de la condición cristiana y el proprium de las condiciones  respectivas de clérigos, laicos y religiosos, se hace posible una «pastoral» que responda realmente a la  estructura  fundamental  de  la  Iglesia,  es decir, a lo que la Iglesia es mientras peregrina en el mundo.

11.     La identidad teológica del laico: el  carisma  «estructural» de la secularidad

La Const. Lumen Gentium -como dije  en  su  momento-  no  utiliza en sentido teológico-estructural el concepto de carisma, y desde luego, no lo hace aplicado a los laicos. De ahí que su utilización del término «laicos» sea fluida y que, según los contextos, utilice la acepción canónica o la acepción teológica. No obstante, su fundamental n.º 31 contiene una descripción del ser y de la misión de los laicos en la Iglesia que apunta, sin decirlo  expresamente, al discernimiento de un carisma estructural. Debemos, por tanto, releer ahora en esa perspectiva el texto conciliar que nos ocupa [34].

El n.º 31 de la Constitución tiene dos párrafos perfectamente conexos. El párrafo inicial aborda la figura del laico en dos etapas. La primera tiene por objeto excluir de la consideración conciliar en este capítulo -el «De laicis»- tanto a los miembros del orden sagrado como a los religiosos. La segunda consiste sencillamente en atribuir formalmente a los laicos la dignidad propia de todos los miembros del Pueblo de Dios, la conditio  christifidelis, de la  que  tanto hemos hablado. Es importante subrayar que esa  atribución  se hace no en términos meramente ontológicos, sino en la perspectiva  dinámica que es propia de la misión de la Iglesia. De ahí que a los fieles laicos se les califique de incorporados a Cristo por el Bautismo, de miembros del Pueblo de Dios y de partícipes del triple munus de Cristo, en orden a poder  afirmar  lo  directamente  intentado: que  «ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano pro parte sua, en la parte que les es propia».

Subrayo este punto porque pone de relieve con toda claridad la intención que el Concilio tiene de situar la figura del laico en  el contexto de la misión, contexto que es  el determinante  de la  estructura del sacramentum salutis, es decir, de la forma  propia  de la Ecclesia in terris. Si la Iglesia tiene  una determinada  estructura  sacramental y carismática, en la que se dan peculiares posiciones  estructurales  de los christifideles, ello es, ante todo, para la realización de la misión [35]. Así concebida, esa estructura y sus elementos peculiares pertenecen a «la figura de este mundo que  pasa»  (LG,  48),  tiene su sentido  aquí, en la peregrinación terrena, que es donde la Iglesia aparece como sacramento universal de salvación; no pertenece a  la  Iglesia  consumada, donde el sacramentum habrá dejado paso a la res, a la plena realidad de la communio,  acabada  finalmente  la  misión  y  alcanzado el fin. El elemento radical y fundante de la Iglesia -«congregatio fidelium» adquirirá su plenitud, como dice Tomás de Aquino, en la Iglesia- «congregatio com prehendentium».

Esta doble acotación de la figura del laico, que nos  ofrece  el párrafo primero, no contiene todavía la  nota  teológica  específica  que lo caracteriza. Nos revela, no obstante, que esa nota debe ser encontrada, cuando dice que los laicos ejercen la misión -así se lee en el texto- pro parte  sua.  ¿Cuál es, en efecto,  «su»  parte en la misión de la Iglesia, la parte que les es propia? A tratar de exponerla se consagra el fundamental párrafo segundo de nuestro texto. La Constitución capta perfectamente que esa «parte» no es el resultado de un reparto estratégico y mecánico de la misión, sino que está radicada en un «algo» que «se da» en las  personas y las «configura». A ese algo le he llamado «carisma estructural». La Constitución no se pronuncia sobre el tema: se limita a describirlo, aportando rasgos que nos permitirán identificarlo teológicamente. Precisamente por no tener ante todo -la  «parte»  de  que  hablamos-  unos  contenidos  materiales, sino ser una modalización del ser cristiano del sujeto, el Concilio comienza con esta afirmación: «La índole secular es propia y característica de los laicos». «Secularidad» es el  término  ya  clásico, del que la expresión latina «índoles saecularis» es una traducción.

La cuestión es ésta: esa  nota que  «se da» como  propia  del laico,  la «secularidad», ¿es una realidad teológica o es  un dato sociológico? El Papa Juan Pablo II, hablando formalmente del tema, ha  afirmado que «el Concilio ha ofrecido una lectura teológica de la condición secular de los laicos, interpretándola en el contexto  de  una  verdadera y propia vocación cristiana (Lumen Gentium, 31/b)» [36]. Los  Lineamenta del Sínodo  recogen  este  pasaje e  insisten, con  toda  razón  en la idea [37]. Pero, ¿cuál es esa «lectura teológica»? Mi respuesta es: a) que el Concilio entiende la secularidad como una realidad humana que por la vocación divina -de que hablará después- adquiere carácter escatológico; b) que esa «vocación» debe ser entendida como la donación de un carisma del Espíritu, que configura en consecuencia una posición estructural en la Iglesia. Veámoslo más despacio.

Entiendo que el Concilio, con todo rigor, concibe la secularidad, en una primera aproximación, como una  realidad  antropológica, que los cristianos laicos tienen en común con los demás hombres que no pertenecen al Pueblo de Dios. Esa realidad humana  aparece  descrita con exactitud y belleza  en esta  breve síntesis: «Viven en el mundo,  es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de  la vida  familiar  y social, con las que su existencia está como entretejida».

Si el Concilio sólo nos dijera esto acerca de los laicos, no habría hecho, en efecto, sino una mera constatación sociológica: los laicos viven en las situaciones ordinarias de la vida del mundo, implicados en su dinamismo y, por tanto, en mayor o menor medida -con posiciones de mayor o menor  relieve  según los  casos-, en las tareas de gestión y transformación del mundo. Pero ni la sociología, ni siquiera la mera antropología pueden determinar sin más a la teología. Por eso, si la doctrina conciliar restara aquí, la «secularidad» sería sólo una nota extrínseca a la condición cristiana del sujeto; y el saeculum, a lo sumo «ámbito» pastoral y «ocasión» para el ejercicio de las virtudes y el testimonio cristiano. Pero el Concilio no se queda aquí, sino que supera el extrinsecismo y pasa de la sociología a la eclesiología sirviéndose -como dije- del concepto de «vocación». Con una doble formula trata el Concilio de expresar su doctrina. Nos detendremos sobre todo en la primera, que es de una importancia capital para nuestro asunto. Dice así: «Pertenece a los laicos, por vocación propia, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». En este texto encontramos en su núcleo lo propio de los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y, por tanto, en su misión. Lo propio es una vocación con la misión que lleva aparejada. Pero precisamente eso es un carisma [38].

Sin embargo, esa vocación no se identifica, sin más, con la vocación cristiana. En los primeros esquemas de la Constitución  se ponía, en efecto, esa tarea en el mundo en relación con la «vocación cristiana» de los laicos, expresión que en su contexto admitía una lectura sustancialmente semejante a la que estamos haciendo del texto definitivo, pero que podía malentenderse y de hecho fue eliminada. La «vocación cristiana», como conditio christifidelis, es, bien lo sabemos, común a los ministros sagrados, a los religiosos y a los laicos. Si la tarea asignada a los laicos fuera una consecuencia inmanente  a la vocación cristiana,  esto  podría  significar: o bien que  no  sería propia de los laicos, en contra de la letra y del espíritu del texto; o bien que a clérigos y religiosos -al no tener esa vocación como propia- les faltaría algún rasgo característico de la vocación cristiana, lo cual es inadmisible. Por eso, el texto dice «vocación propia», que es cristiana -evidentemente-, pero no «la» vocación cristiana. El Concilio  está, pues, hablando aquí de un christifidelis, cuya vocación cristiana se hace laical por una modalización de la vocación cristiana, la que es propia de los laicos.

¿En qué consiste esa manera propia de la vocación-misión? La respuesta conciliar es inequívoca: en «buscar  el reino de Dios  a través  de la gestión de las cosas temporales, ordenándolas según Dios». El Concilio explicita más la idea en las últimas palabras del párrafo:

«A los laicos, pues, peculiari modo, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales, a los que están estrechamente vinculados, de tal  manera  que se  realicen  de continuo según  Cristo, y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

La posición de los laicos en la dinámica inmanente al  mundo  en cuanto mundo constituye,  pues, el humus de la vocación laical.  Pero es necesario insistir: esa  posición  en  el  mundo  no determina,  sin  más, la condición de laico en  la  Iglesia.  Pretenderlo  -dije  antes-  sería  una ilegítima invasión de la sociología en la eclesiología  teológica.  Sólo la determina porque -por la vocación propia- guarda relación salvífica-escatológica con el Reino de Dios y, por tanto, con la misión trascendente de la Iglesia.

Una advertencia. Sería ridículo -se ha dicho con toda razón [39]- interpretar lo que venimos diciendo como si hubiese dos esferas separadas: la «espiritual» para sacerdotes y religiosos, la «temporal» para los laicos; o si se prefiere, el clero en la sacristía y los laicos en el mundo. Estas dicotomías contradicen la esencia de la Iglesia y de lo cristiano. Porque es la Iglesia como tal -desde los diversos elementos de su estructura, también por tanto, los pastores y los religiosos-, la que debe contribuir, como ya vimos, a la restauración del orden temporal, en cuanto que esa restauración entra  en su fin salvífica, que es «la dilatación del Reino de Dios». Lo que sucede es que  cada posición estructural contribuye a ese aspecto de la misión pro parte sua.

«Los que recibieron el orden sagrado -dice el párrafo de Lumen Gentium que comentamos- (...) están destinados de manera principal y directa al sagrado ministerio por razón de su vocación particular». Y «aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular», ésta no es su «vocación particular»  -dice  el  Concilio-, no es éste  -agregamos nosotros- su «carisma estructural» en la Iglesia. Lo propio de los ministros sagrados -en cuanto ministros- es eso, el sagrado ministerio  para  dirigir la Iglesia en representación de Cristo Cabeza. La  tarea  ministerial  de los ministros -propia por tanto- en relación con  el orden temporal está perfectamente expresada en el  Decreto  Apostolicam actuositatem, 7: «A los pastores compete manifestar claramente  los  principios  sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para restaurar en Cristo el orden de las cosas temporales».

Por su parte -seguimos leyendo en Lumen Gentium, 31-, «los religiosos, en razón de su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede  ser transfigurado  ni ofrecido a Dios sin  el espíritu de las bienaventuranzas». Su «carisma estructural» contribuye de esta manera a la restauración del mundo en Cristo. La vocación cristiana que surge de su condición bautismal (christifidelis) se concreta por su carisma-vocación en la posición estructural propia de fo vida religiosa en la Iglesia, que anticipa, a manera de status institucionalizado en el Pueblo de Dios, la escatología del Reino. Así contribuyen los religiosos a que el mundo se realice «para gloria del Creador y Redentor». Lo cual implica la renuncia, precisamente por el carisma-vocación recibido, a la posición que, antes de recibir el carisma, tenían como laicos en la dinámica inmanente al mundo [40].

Vengamos de nuevo a los laicos.  Lo característico de su  posición en la estructura de la Iglesia, en contraste con las dos señaladas, puede ser expresado en dos proposiciones:

1.       La posición sociológica y antropológica del laico en el mundo, no viene superada ni abandonada, sino que constituye el supuesto humano de su concreta y propia posición eclesial (de la condición de laico en cuanto laico).

2.       Pero no determina por sí misma esa posición in Ecclesia. Esta, por el contrario, es  el  resultado de una determinación fundamental de la vocación divina, por la que el Espíritu «asigna» a ese cristiano, con finalidad escatológica -para «buscar el Reino de Dios», dice Lumen Gentium-, el «lugar» que ya tenía en el orden de la Creación.

De esta manera, se nos hace evidente  que la  posición  propia  de  los laicos «en la Iglesia» viene cualificada teológicamente por el lugar que ocupan «en el mundo», en la «gestión» del mundo en la perspectiva de la Redención.

Esto es lo que afirma con fuerza el párrafo de Lumen Gentium que comentamos en su segunda alusión a la vocación propia de los laicos: «Ibi -es decir, en las condiciones ordinarias de la vida en el mundo- a Deo vocantur: allí son llamados por Dios para que,  ejerciendo su  propio munus a la luz del espíritu  evangélico,  a la manera   de la levadura contribuyan  desde  dentro  -ab  intra- a  la  santificación del mundo». Lo propio, pues, de los laicos consiste en que su contribución a la santificación del mundo, a diferencia de la contribución propia de los clérigos y los religiosos, opera desde dentro, es decir, desde su inserción nativa y mantenida en la dinámica del mundo; y desde ella surge -como ha  subrayado  siempre  Mons.  Escrivá de Balaguer- su peculiar posición en la Iglesia [41].

La identidad teológica del laico en cuanto laico  proviene,  pues, según  el  Concilio,  de  una  vocación propia en orden a  la misión. En el nivel de una reflexión sobre la estructura de la Iglesia, esa vocación-misión tiene su soporte en un «carisma  estructural»,  que es el que brinda la identidad  eclesiológica  del cristiano  laico en la estructura fundamental de la Iglesia [42]. Ese carisma del Espíritu recae sobre la inmensa mayoría de los fieles, otorgándoles su posición propia en la misión de la Iglesia.

Este carisma, que podemos llamar «secularidad» en sentido estricto, consiste en la donación salvífico-escatológica -es decir, con vistas al Reino de Dios- que  el  Espíritu  hace  al  sujeto  cristiano  de las mismas tareas del mundo en cuanto mundo en las que la ya se encuentra inserto, donación que crea en el sujeto su peculiar vocación-misión en la Iglesia.

12.     Tres implicaciones teológico-pastorales

Aquí concluye, de alguna manera, nuestra investigación sobre la identidad teológica y eclesial de los fieles laicos: esa identidad viene determinada por ese carisma. No podría yo, sin embargo, acabar mi ponencia, dedicada a perfilar  sistemáticamente la  figura  del laico, sin al menos glosar tres implicaciones de la definición  que  he propuesto  de la «secularidad» como carisma estructural.

a)       Autonomía de las realidades terrenas

Esa donación cristiana del mundo que hace  el  Espíritu  a  los  laicos no significa de ninguna manera una «eclesiastización» del mundo. Pertenece, por el contrario, a la esencia de esa donación  carismática que lo donado escatológicamente -con vistas  al  Reino  de Dios- no cambie de naturaleza. La «gestión y ordenación de las cosas temporales» no pertenece  a la Iglesia, ni a los cristianos en cuanto cristianos, sino a los hombres en cuanto hombres, al mundo en cuanto mundo. Esa tarea tiene su naturaleza propia -que los fieles deben conocer y respetar (LG, 36/6)-, la cual incluye una ordenación inmanente a Dios, e históricamente incluye también un elenco de desorden como fruto del pecado del hombre. Por el carisma  de los laicos  esas «cosas temporales» no cambian de naturaleza, no pasan, por tanto, a la «jurisdicción eclesiástica», sino que conservan  la  suya  propia. Esto es lo que Gaudium et spes, 36,  ha  llamado  la  «justa autonomía de las realidades terrenas». En efecto, la donación escatológica de las mismas a los laicos significa que la conciencia de estos fieles cristianos -su libertad y su responsabilidad personales, iluminadas por la doctrina de la Iglesia, pero no la Iglesia en cuanto institución oficial-; esa conciencia, digo, se erige en mediadora insustituible para que aquellas «luces y energías» que provienen del fin salvífica de la Iglesia transformen desde dentro -desde la naturaleza  íntima  de las  cosas­ las «cosas de la tierra», imprimiéndoles un dinamismo salvador en dirección al Reino. Si los términos se comprenden en el contexto que estoy exponiendo, podríamos decir que la acción santificadora de las tareas del mundo que los laicos realizan, es una actividad «eclesial» pero no «eclesiástica».

Las consecuencias pastorales de lo que acabo  de  decir  son  inmensas, sobre todo a la  hora  de comprender  la función  propia  de los  laicos y la propia de los ministros  sagrados  en  la  realización  de la  misión  de la  Iglesia  en  el  mundo.  De  manera  sintética  están  contempladas en el n.º 43 de Gaudium et spes: «A la  conciencia  bien  formada  del  seglar toca lograr que la Ley divina quede grabada en la ciudad  terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están  siempre  en  condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es  esta  su  misión. Cumplan más bien los laicos su propia función, con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la  doctrina  del  Magisterio  (...) Los obispos, que han recibido la misión  de  gobernar  a  la  Iglesia  de Dios, prediquen juntamente  con  sus  sacerdotes  el  mensaje  de  Cristo, de  tal  manera  que  toda  la  actividad  temporal  de  los  fieles  quede como inundada por la luz del Evangelio».

Por lo dicho se ve que la estructura fundamental del sacramentum salutis no coincide, sin más, con la estructura de las «asambleas eclesiásticas», sino que las posiciones estructurales determinadas por el sacramento y el carisma «organizan» la misión de todo el Pueblo de Dios en la profundidad de las personas, misión que llega en su realización práctica hasta el mismo corazón del mundo.

Esta es, sin duda, la razón por la que el moderno  Código  de Derecho Canónico -que ha hecho una recepción formal de Lumen Gentium, 31 en su can. 225- dedica tan escaso .espacio a «legislar» sobre los laicos (en el sentido teológico del término): sencillamente porque a la ley eclesiástica no le compete regular el contenido de la  vida del laico en cuanto laico. Ese contenido surge de la dinámica del mundo  y  lo regula -en     la medida en  que  le  compete,  se  entiende­ el derecho civil de las naciones, no el derecho canónico. La inmensa mayoría de las normas canónicas que afectan a los laicos les afectan en cuanto que ellos son, ante todo, fieles cristianos. Pero esta última observación nos invita a pasar a la segunda  implicación  antes anunciada.

b)       Existencia cristiana laical

En efecto, el «fiel laico» en la Iglesia, cuya identidad teológica hemos tratado tan laboriosamente de establecer, aparece en nuestros análisis de la estructura, ante todo,  como  «fiel  cristiano»  por razón de la fe y el Bautismo; en un segundo momento, como «laico», por razón del carisma de la secularidad.

Pero el común denominador y el  numerador  propio  entran  -a pesar  de  lo  obvio  debo  recordarlo-  en la identidad teológica, total y existencial, de los fieles laicos [43]. Todo  nuestro discurso en busca de la identidad peculiar partía del logro previo de su identidad cristiana radicada en el Bautismo. Una vez establecida aquélla debemos afirmar la perfecta  integración de ambas. Por su condición de fiel adviene al laico la llamada a la santidad y al  apostolado, participación en el ser y en la misión que es común a todos los miembros de la  Iglesia; el carisma peculiar, por su parte, determina su puesto característico en la estructura de la Iglesia y el modo propio de responder a aquella llamada en la misión del Pueblo de Dios.

Lo que ahora quiero subrayar es que en la Iglesia lo que es propio de cada posición  estructural -ministros, laicos, religiosos- modaliza la totalidad del ser cristiano y de la misión cristiana de los fieles que, según la respectiva vocación, se encuentran en esas respectivas posiciones. Eso quiere decir que la totalidad de la existencia cristiana del laico es laical. No sólo su concreta «gestión» de los asuntos  temporales -que lógicamente consume la mayor parte de su tarea divina y humana-, sino su manera propia de evangelización y apostolado, el estilo de su piedad y su devoción, su concreta participación en la liturgia, su posible desempeño de oficios eclesiásticos, etc.: todo ello pertenece a la condición común del christifidelis, pero ha de  tener  en los laicos la impronta del carisma de la secularidad. Sólo así podrán lograr la integración existencial del doble aspecto configurador de su vida, que es una -«unidad de vida»- tanto en la  sociedad  eclesiástica como en las tareas del mundo.

La trascendencia pastoral de lo dicho a nadie se le oculta. Para los pastores es de la máxima importancia discernir en toda su plenitud el carisma de la secularidad de los laicos. Ese discernimiento se constituye para los ministros sagrados en exigencia ministerial, desde la que reconsiderar todos los planes pastorales, pues éstos sólo tienen su razón de ser en el servicio a la comunidad cristiana -formada en su inmensa mayoría por laicos- y al mundo, en el que los laicos tienen la misión insustituible determinada por el carisma discernido. En este sentido, la predicación y la celebración de los sacramentos debe fomentar la plena identidad laical de los fieles laicos, sin la cual éstos no pueden responder a lo que la Iglesia espera de ellos.

Ya se ve por lo dicho que una «promoción de los laicos», interpretada como simple participación en las actividades de la sociedad eclesiástica, sería en realidad una simple «clericalización del laicado», es decir, la negación de la verdadera «promoción de los laicos».  Esta no consiste sino en fomentar en ellos la toma de conciencia de su carisma peculiar, como «lugar» existencial en la Iglesia y en el mundo de su responsabilidad cristiana.

Ni que decir tiene que esto es perfectamente compatible  con  que los cristianos laicos que lo deseen desempeñen los oficios y ministerios en la sociedad eclesiástica que están previstos  por  el Derecho. Pero ello ha de ser con plena conciencia -en los laicos y en  los pastores- de estas dos cosas: primera, que  de ordinario  esos  oficios son «laicales» no en el sentido teológico que hemos establecido,  sino en el sentido de laico como no-clérigo; por tanto no propiamente laicales [44]. Segunda, que si esos servicios eclesiásticos impidieran la normal actividad laical en el  mundo,  significarían  una  deformación de la identidad teológica de sus titulares.

c)       Laicos y asociaciones

Finalmente, una tercera implicación del  carisma  de  la  secularidad tal como lo hemos discernido. Es el más  común  de los  caris­ mas, hemos dicho; el Espíritu Santo lo concede a los fieles con el Bautismo (aunque no es efecto del Bautismo). Esto significa que responde a una falsa eclesiología la tendencia a reservar de hecho -o a monopolizar- el nombre de laicos para referirse a ciertos grupos de «laicos comprometidos» (comprometidos paradójicamente, las más de las veces, en actividades eclesiásticas oficiales) [45]. Esa tendencia es un elemento más de confusión dentro de la equivocidad canónica y semántica que el término tiene en la tradición doctrinal. Esta  deformación suele ir unida, por  otra  parte, a un concepto «institucional» de laico, que lo concibe como «encuadrado» en organizaciones cuyos staffs «representan» a los laicos ante la jerarquía eclesiástica y ante la comunidad misma.

Detrás de esta postura hay una perfecta incomprensión de toda la teología del laicado que hemos tratado de exponer. En realidad, recae en una caracterización «eclesiástica» -de socialidad eclesiástica, quiero decir- de la figura del laico. Responde al «ardo  laicorum»  -en el sentido de no-clérigos- de los viejos formularios litúrgicos, pero ahora con un sentido elitista, de laicos «especializados». Su analogatum sería la manera estructural de darse el ministerio sagrado y el estado religioso. Por la ordenación ministerial, en efecto, el fiel cristiano ingresa en una institución eclesiástica: el «ardo clericorum», que se concreta en los presbiterios diocesanos, etc.; el carisma de los religiosos, discernido por la Iglesia como elemento de su estructura fundamental, es reconocido y regulado  dentro de los  Institutos, a los que  el fiel que ha recibido este carisma se vincula con los sacra ligamina.

Pues bien, por su propia  naturaleza,  el carisma  de la secularidad  no es un carisma «institucionalizado»: no «sitúa» al cristiano en una «organización» eclesiástica de laicos; se recibe -dije- con el Bautismo y es, sencillamente, la tarea  en  el mundo  en  cuanto  donada por el Espíritu para buscar el reino de Dios. Y ello, sin la menor consecuencia «institucional» o societaria: el «laicado» no es una «organización», y los laicos, por razón de su carisma estructural, no tienen otra «congregación» que la congregatio fidelium.

Se comprende, por otra  parte,  que  sea  así, si  se  tiene  en cuenta q e al laicado pertenece la inmensa muchedumbre de los fieles cristianos, cuya «organización» propia es, como acabo de decir, la Iglesia misma. Esa multitudo laicorum -con los problemas reales de su vida cristiana y la imperiosa necesidad de ser atendidos- es la  que  debe tener ante la vista el Sínodo de los Obispos al tomar sus resoluciones pastorales. Ellos representan de manera capilar la realidad de la Iglesia en la entraña de la sociedad. Si esto se olvidara, caeríamos, también bajo este ángulo, en una concepción clerical y «eclesiástica» -no «eclesial»- de la misión de los laicos en la Iglesia.

Afirmar lo anterior en todo su rigor teológico, no significa  desconocer la importancia pastoral, más aún, la necesidad práctica de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia, que auspicia y regula el Código de Derecho Canónico [46]. Pertenecen al ejercicio de la libertas in Ecclesia que tienen los fieles en general y los laicos en concreto. Debe manifestarse en ellas el carisma de la secularidad,  que  las  precede  en las personas de sus miembros. Pero de ninguna manera constituyen u «otorgan» el carácter de «laicos» a los que en ellas se inscriben.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

26.   ¿Secularidad?  ¿Laicidad? La cuestión  terminológica, como ya se ha apuntado,  es  dificultosa  en  todo  nuestro  tema. La secularidad  -se nos dice- no podría ser propia de los laicos, pues también lo es del «clero  secular»...  En  toda  esta materia es preciso tener muy en cuenta que lis non est de verbis. Lo esencial es clarificar  la  teología y encontrar después un lenguaje adecuado que la exprese lo mejor posible. En  principio, me atengo a   la fórmula  que emplea  Lumen Gentium: «secularidad» para designar a los laicos en sentido teológico. De ahí que la palabra  vulgar castellana, seglares, sea adecuada para designarlos en su posición eclesiológica. De la identidad propia del clero secular -en cuanto que se distingue del regular o religioso- no me puedo ocupar ahora. Apunto sólo que la  nota propia del clero secular sería la «ministerialidad» simpliciter.

27.   Así lo reconoce la  doctrina  más  común  y  solvente.  Vid.,  por  ejemplo,  los Jalons  de Y. CONGAR,  Fieles  y  laicos  de A. del  Portillo  y el comentario de G. Philips a la Const. Lumen Gentium (La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1969). B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laicale, Genova 1984, sostiene que la «secularidad», al ser  una  relación,  no  puede  brindar  el soporte para la identidad  del  laico;  el  autor  sostiene  que  esa  identidad  viene  deter­ minada  por  la  manera  peculiar  que   el  laico   tiene  de  participar   en  el   triple  munus. Los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer contienen, passim, textos de excepcional penetración en toda esta  materia.  Vid.,  entre  otros  muchos  lugares,  Conversaciones. Madrid  198514,  nn.  9,  21,  58  y  59.  He  estudiado  estos  pasajes  en  o.e.  en   nota   25   cap. V: «La economía de la salvación y la secularidad cristiana», pp. 124-218.

28.   Es ésta la concepción dominante en la canonística alemana. Lo atestiguan afirmaciones  como  las  de  W.  AYMANS  (Lex  Eeclesiae  Fundamentalis, en  «Archiv  für Kath. Kirchenrecht»  140 [1971] 437),  H. ScHMITZ (Die   Ge'setzessytematik desere, München 1963, p. 38) y M. KAISER (Die Laien, en «Handbuch des katholischen Kirchenrechts», Regensburg 1983, p. 186). Este último  autor  llega  a  decir  que  «cada intento de dar al laico un  contenido  positivo  que  vaya  más  allá  de  lo  que  es  un miembro de la Iglesia o incluso lo restrinja ( ¡carácter secular!)  está  necesariamente condenado  al  naufragio»  (ist  notwendig  zum  Seheitern  verurteilt).   Estos   canonistas tienen como punto de referencia inmediato a K. MÜRSDORF, el cual  subrayó  en  numerosos artículos que la noción  teológica de  laico se puede enuclear únicamente en  contraposición  a  la  de clérigo (Die  Stellung der Laien in der Kirehe, en «Revue de  Droit  Canonique»  11  [1961]  217).  El  empleo  del término «laico» en el sentido que defendemos en esta ponencia, se justifica, según el canonista alemán, por  su valor práctico en cuanto a la técnica  jurídica  (ibídem,  p.  217).  La  caracterización  de  los laicos propuesta por la Lumen Gentium con la «índoles saecularis» no  tiene, según Méirsdorf, ningún valor teológico (Das eine   Volk   Gottes..., o.e. supra, nota 21, p 106). A mí entender, la  incomprensión  del  valor  teológico-estructural  de  la  secularidad tiene en este autor una relación de origen con el rechazo del exclusivismo carismático de Rudolf Sohm. Vid. supra nota 21.

29.   En algunos autores esta postura es radical, pues implica la superación misma de  la  categoría  «laicado»:  «Al  superamento della categoría 'laicato'  in ecclesiologia deve  coniungersi  la  positiva  assunzione  della  'laicita'  come dimensione di tutta la Chiesa (...) laicita equivale in tal senso a 'secolarita'» (B. PORTE, Laicato e laieita, o.e. en nota 2,  p. 55). Esta  visión  de  las  cosas  se  extiende  de  manera  acrítica  fuera dt los ámbitos científicos: vid., p.  ejemplo,  el  artículo  Laicidade  de  toda  a  Igreja (sin firma) en la revista Laikos 9 (1986) 227-229.

30.  Vid.  J. L. ILLANES,  Cristianismo,  historia,  mundo,  Pamplona  1973,  especialmente la parte tercera, pp. 151-238, y la bibliografía allí indicada.

31.   Vid. sobre el tema P. RODRÍGUEZ, o.e., en  nota  25, cap.  IV, titulado  «El mundo  como  tarea  moral»,  pp.  37-58; y  P. EYT, La «théologie du  monde»  a-t-elle faít oublier la création?, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 472-478.

32.   Ese riesgo  consiste  en  «una  politización  de  la  existencia que,  desconociendo a un tiempo la especificidad  del  Reino de  Dios  y  la  trascendencia  de  la  persona, conduce a sacralizar la política y a captar la religiosidad del pueblo en  beneficio de empresas revolucionarias» (S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis nuntius, XI, 17; AAS 76 (1984) 906).

33.   La  preocupación  de  hacer  compatible   y   concorde  la  secularidad   general  de la Iglesia y la específica de los laicos se  manifiesta  en  P.  ESCARTÍN,  Cómo  definir  al laico o la necesidad de superar los territorios, en «Ecclesia» 3-1-1987, pp. 6-7.

34.  La documentación conciliar sobre  el  tema ha sido estudiada detenidamente pot N. WEis, Das prophetische Amt der Laien in der Kirche. Eine rechtstheologische Untersucbung anhand treier Dokumente des Zweiten Vatikanische  Konzils,  Roma  1981. El autor señala expresamente (p. 378)  la  intencionalidad  teológica  de  Lumen  Gentium, 31,  a  pesar  del  contexto  «tipológico»  en  que   se   presenta.  Vid.,  sobre  este   número de  Lumen  Gentium,  E.  SCHILLEBEECKX,  Definición  del  laico  cristiano, en  G. BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, t. II, Barcelona 1966,  pp. 977-997. Este  autor,  cuya  teología ha evolucionado hacia posiciones incompatibles con la Tradición católica (vid. Notification de la Congregation pour la Doctrine de la Poi, 15-IX-1986, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 1034-1035), había hecho en este escrito una interpretación fundamentalmente acertada del cap. IV de Lumen Gentium.

35.   La comprensión que proponemos de las posiciones estructurales en la Iglesia dimana  de  una  reflexión  sobre   la relación entre estructura y misión de la  Ecclesia in terris, que nos parece ser la teológicamente determinante en nuestro  asunto;  comprensión  que  no  concibe  esas  posiciones  como «estados»  desde el punto  de  vista de la «perfección (evangélica)». Desde  esta  perspectiva  -que  es  la  que  sigue  H.  U. VON BALTHASAR, Christlicher Stand, Einsiedeln 21977- no se llega a comprender adecuadamente, en mi opinión, lo que es teológicamente el laico.

36.   JUAN PABLO 11, A los miembros de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 19-V-1984, en AAS 76 (1984) 784.

37.   Lineamenta, 9. En el  n. 22 se  lee: «El  mismo Concilio presenta la inserción de los laicos en las realidades  temporales y terrenas, o sea, su  'secularidad', no sólo como un dato sociológico sino también y específicamente como un  dato  teológico  y eclesial, como la modalidad característica según la cual viven la vocación cristiana. La doctrina más solvente ya lo había establecido. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, p. 199,  después  de  una  larga  reflexión  sobre  el  tema,  concluía:  «la  secularidad  no  es  simplemente  una  nota  ambiental  o  circunscriptiva,  sino  una  nota  positiva y propiamente teológica». E. CORECCO, que en 1981 consideraba todavía  abierta  la cuestión (cfr. su Riflessione giuridico-istituzionale su sacerdozio commune e sacerdozio ministeriale, en Parola di Dio e Sacerdozio. Atti del IX Congresso Nazionale  dell'ATI. Cascia 14-18 septiembre  1981, Padova  1983,  80-129;  vid.  p.  92),  en  1984  consideraba ya la postura del Concilio como estrictamente teológica: «L'indole secolare propria e peculiare dei laici non puo  essere  interpretata,  come  tende  a  fare  una  parte  della dottrina, solo come una qualifica sociologica. E vero che il concilio non ha mai voluto definire,  ma  l'insistenza  insolita  del  Concilio  sulla  natura  secolare  del  laicato,  nella LG, nell'AA e nella AdG, non puo lasciar dubbi sul carattere teologico e ecclesiologico dell'indole  secolare»  (E.  CORECCO,  I  laici  nel  nouovo  Codice  di  Diritto  Canonico, en «La Scuola Cattolica» 113 (1984) 206).

38.   Cfr. P.  RODRÍGUEZ,  Carisma  e  institución  en  la  Iglesia,  en  «Studium»  6 (1966) 490.

39.   Vid. Y. CONGAR, Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, .en AA. VV., Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, Taizé 1964; p. 137.

40.   Cuando aludo a los religiosos en esta ponencia trato de referirme siempre al «núcleo» de su posición estructural, siendo muy consciente de que el  desarrollo histórico  del  estado  religioso ha  hecho surgir una  gran riqueza de modalidades en la forma de darse el  núcleo  teológico  y  una  variedad en la terminología, de  las que no puedo ocuparme ahora. Una excelente reflexión sobre el tema, en el contexto de balance de los últimos veinte años, es la que ofrece A. BANDERA, Santidad de la Iglesia y vida religiosa, en «Confer» 25 (1986) 559-605.

41.   A raíz del  Concilio  Vaticano  II,  en  una  entrevista  que  se  publicaría  después en «Palabra»,  hice  a  Mons.  Escrivá  de  Balaguer  esta  pregunta: «La  misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de  ambos  términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?». Su respuesta es iluminante: «De ninguna  manera  pienso  que deban considerarse  como dos  tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación de laico en la misión de la Iglesia consiste  precisamente en santificar ab  intra  -de  manera inmediata y directa-  las  realidades seculares, el orden temporal, el mundo. Lo que pasa es que, además de  esta  tarea,  que  le  es propia y específica, el laico tiene también -como  los clérigos y  los religiosos- una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a  la condición  jurídica de fiel, y que tienen su  lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente  en  el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en una tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.»  (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

42.   Cuando, sobre un fiel cristiano corriente, sobre un laico, recae la llamada de Dios al ministerio sagrado o a la vida  religiosa,  el  Espíritu,  que  dirige  a  la  Iglesia con sus dones jerárquicos y carismáticos, «sopla» ahora de otro modo sobre  esas personas, que adquieren así una nueva  posición  estructural  en  la  Iglesia  -determinada por el carácter del Orden o  el  carisma  religioso-,  dejando  de  ser  cristianos laicos para ser cristianos dotados de otros carismas estructurales. Su relación con la «restauración del orden temporal» cambia de signo y de contenido.

43.   En la entrevista antes citada, me decía Mons. Escrivá de Balaguer: «Fijarse sólo en la misión específica del  laico, olvidando  su simultánea  condición  de  fiel,  sería tan  absurdo  como  imaginarse  una  rama,  verde  y  florecida,  que  no  pertenezca a  ningún  árbol.  Olvidarse  de  lo  que  es  específico,  propio  y  peculiar  del  laico,  o no comprender suficientemente las  características  de  estas  tareas  apostólicas  seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol  de la  Iglesia  a la monstruosa condición de puro tronco». (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

44.   Una descripción sintética de esos  oficios  según  el  Código  de  Derecho  canónico puede verse en J. MEDINA, Notas sobre los ministerios de la Iglesia confiados a fieles laicos,  en  «Teología  y  Vida»  27  (1986)  167-172.  Digo que de ordinario no son laicales, porque hay oficios eclesiásticos que pueden ser asumidos por laicos precisamente en función de su secularidad teológica. Por ejemplo, ser miembro  del Consilium de laicis, o del Consejo pastoral de una diócesis.

45.   Este punto fue vigorosamente señalado por P. LOMBARDÍA, Los laicos, en  «II Dirimo Ecclesiastico» 83 (1982) 297.

46.   Vid. cann. 225 § 1, 327 y 329.


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