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En olor de santidad. La actitud del cristianismo hacia la cultura del baño

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Escrito por Juan Antonio Jiménez Sánchez
Publicado: 28 Diciembre 2022

Es bien conocida la importancia que el mundo de la higiene -lo que podríamos denominar la cultura del baño- tuvo en la Antigüedad romana. Ejemplo de ello son las abundantes termas, públicas y privadas, repartidas por todo el territorio del Imperio. Algunos de estos edificios, como las célebres termas de Caracalla, nos causan todavía hoy impresión al visitarlos. No se trataba únicamente de un lugar adonde ir a tomar un baño. Los mayores monumentos eran auténticos complejos en los que, aparte de las habituales salas de agua fría, templada y caliente, se podían hallar espacios dedicados al ocio, como gimnasios y palestras, pórticos y jardines para pasear, reposar y dialogar, bibliotecas  o  incluso  letrinas en  las que  hablar con el vecino mientras se cumplía con la naturaleza. En fin, lo que podría  llamarse todo un centro social.

En consecuencia, acudir a las termas era para  un  romano  algo  más que un mero acto de necesidad  higiénica;  era  una  prueba  de su  integración  en la sociedad, por lo que  el  mismo edificio pasó a ser, a su  vez, un símbolo  de la vida urbana. Es casi seguro que los primeros cristianos continuaron frecuentando las termas. Al fin y al cabo, se trataba de una  parte más de su herencia cultural y la gran mayoría de ellos no vería ningún tipo de contradicción –ni tan siquiera relación- entre una visita  a los baños y su fe en Cristo. H. Leclercq señala acertadamente que una  renuncia total de los cristianos a los baños públicos habría supuesto «se séquestrer de la société», por lo cual éstas siguieron siendo visitadas durante mucho tiempo [1]. Sin embargo, algunos de sus correligionarios -los más rigoristas, varios de ellos con una gran autoridad moral y/o eclesiástica- criticaron esta costumbre y prácticamente propugnaron que no se debía tener más contacto con el agua que con la puramente bautismal. Es a ellos, sobre todo, a quienes dedicaremos nuestra atención en las próximas páginas [2].

Eremitismo y suciedad

Los principales ataques contra los hábitos higiénicos de los romanos provinieron de los eremitas de Oriente [3]. Evidentemente, no se trataba de la postura oficial de la Iglesia, sino tan sólo de iniciativas de carácter personal carentes de todo tipo de autoridad legal, salvo la que le otorgaba el propio prestigio de quienes formulaban los postulados. Cuando se estudia el modo de vida de estos primeros anacoretas se tiene la impresión de que el ascetismo está reñido con la higiene. Y es que, en efecto, estos individuos la contemplaron como una herencia de la cultura clásica con la que intentaban romper [4]. Así pues, renunciaron a los baños y al agua.

Ya en los Evangelios se hallan muestras de este criticismo hacia la higiene puramente corporal, mientras que el espíritu permanecía "sucio". Así, en el Evangelio de Juan vemos que Jesús dice que el que ya se ha lavado posteriormente no necesita sino lavarse los pies, pues por lo demás ya está todo limpio [5] Tal vez es una forma de decir metafóricamente que quien ya se ha acercado a Dios -a través del bautismo, el lavacro sagrado- ya no tiene necesidad de bautizarse de nuevo para seguir cerca de Dios, sino realizar algunas penitencias para "lavar" sus pecados.

También podemos recordar otros pasajes de los Evangelios en los que se censura la obsesión de los fariseos por la limpieza del cuerpo frente al descuido del alma. De este modo, Jesús les critica que limpien lo de fuera del vaso y del plato, mientras que dentro están llenos de rapiña y de injusticia, por lo que les recomienda que purifiquen primero la copa por dentro para que ésta también quede limpia  por fuera [6]. Aquí Jesús ataca sin duda los estrictos  ritos de purificación  prescritos y practicados  por  los fariseos antes de las comidas -ritos registrados por Marcos- [7]  y que sus discípulos no seguían [8]. Con todo, la crítica que acabamos de ver podría haber sido interpretada más tarde como una alusión a la limpieza corporal en general.

El nuevo ideal de pureza espiritual de los ermitaños es conocido como alousia y fue practicado en primer lugar por los anacoretas orientales, quienes intentaban alcanzar el mayor grado de santidad mediante la renuncia total al baño y a todo cuidado  de la  apariencia  física [9]. Las termas eran vistas como un símbolo del lujo y la depravación reinantes en las ciudades, males de los que estos individuos intentaban escapar. Así, el ermitaño se caracteriza por vivir completamente -o casi- desnudo, con la piel endurecida como cuero curtido y por llevar el cuerpo cubierto de vello, de un modo que nos recuerda a la iconografía del horno sylvestris medieval. Así pues, los anacoretas, con su vida retirada en el desierto al modo de los "salvajes", se presentaban como la mejor alternativa cristiana a la polis y a la supuesta decadencia del mundo antiguo [10].

La historia de Onofre, muy difundida  durante  la Edad  Media, es una de las versiones más populares de esta especie de santo salvaje. Onofre fue un monje asceta del siglo IV que ya desde su nacimiento se vio rodeado de circunstancias milagrosas. En efecto, su padre era un jefe abisinio pagano que se hallaba ausente en el nacimiento de Onofre, por lo que sospechó que éste era un bastardo. Para probar su legitimidad, echó al recién nacido al fuego: si sobrevivía es que era legítimo. El pequeño se salvó del fuego y entonces un ángel ordenó a su padre que lo bautizara. Años más tarde, fue educado en un monasterio egipcio, de donde partió para retirarse como un solitario a una cueva cercana a Tebas. Vivió como un asceta durante sesenta años, alimentándose sólo de pan y dátiles que obtenía de forma milagrosa. Su cuerpo desnudo se cubrió de una espesa pelambre que sustituía así a la ropa. Tornaba la comunión cada domingo de las manos de un ángel. Como en otras historias de eremitas,  ya próximo  a morir  recibió la visita de otro santo varón, Pafnucio,  quien  asistió a la muerte de Onofre [11]. Una versión femenina del santo velludo es María Egipcíaca, una pecadora que expió sus pecados en el desierto durante cuarenta y siete años, desnuda y con el cuerpo cubierto de vello [12]

Paladio señala en su Historia Lausiaca cómo algunos de estos anacoretas jamás se bañaron durante todo el tiempo que duró su retiro. Así, de Isidoro, presbítero de la iglesia de Alejandría, dice que hasta el momento de su muerte no usó ropa de lino, ni se bañó ni tomó carne [13]. El mismo autor pone en boca de su maestro Evagrio unas palabras en las que reconoce que mientras vivió en el desierto y en la montaña de Nistria (Egipto) -durante diecisiete años-, no había probado legumbres tiernas, fruta ni carne, y que además jamás había tomado un baño [14]. Según Atanasio, el célebre Antonio siempre llevaba el mismo ropaje de piel, y nunca lavaba su cuerpo para limpiarlo, ni siquiera los pies, que sólo mojaba en caso de necesidad [15]. Jerónimo nos dice que Hilarión únicamente se cortaba los cabellos una vez al año, el día de Pascua, que jamás lavó el vestido de saco que llevaba -pues afirmaba que no se debía buscar limpieza en un cilicio-, y que no se cambiaba de ropa hasta que la anterior estaba completamente rota [16]. Jerónimo fue, por su  parte, el  principal  defensor de este rigorismo  extremo en  Occidente [17]. En una de sus cartas,  llega  a afirmar  que quien se había bañado una vez en Cristo [18]  no tenía necesidad de un segundo baño [19].

Esta epístola fue escrita en el 376 / 377 y estaba destinada  a Heliodoro [20] un amigo y condiscípulo suyo. En ella, Jerónimo intentaba convencer a su compañero para que le siguiese en su retiro al desierto mediante la presentación de las grandezas de la vida eremítica, aunque infructuosamente, puesto que Helíodoro no abrazó este género de vida. El texto tuvo un considerable éxito entre otros ascetas. Un buen ejemplo es Fabiola [21]  quien la conocía  de memoria [22]. Aproximadamente unos veinte  años después (en el 394), la actitud de Jerónimo es bastante diferente. En una carta escrita a Nepociano [23] (un sobrino de Heliodoro) para aconsejarle acerca de la vida ascética, el Estridonense juzgaba la misiva anterior tan sólo como una obra de juventud  y como  un  trabajo  retórico [24]   por lo que podemos  pensar en una cierta relajación en los severos principios de este autor. Con todo, los ataques a la costumbre del baño son muy abundantes en su obra epistolar [25]. Paulino de Nola también se distinguió como defensor de un monaquismo riguroso. Paulino alaba a los monjes que habían desdeñado la apariencia física recibida al nacer con el fin de cultivar su interior. Para ello, éstos se esforzaban en degradarse, de tal modo que su rostro, su ropa y su olor provocaban las náuseas en aquéllos acostumbrados a la vida cómoda [26].

Un  tratado  atribuido  erróneamente  a Atanasio  de Alejandría,  el De uirginitatis, también  aborda  este sujeto. El  autor  recomienda  a las mujeres que no vayan a los baños en el caso de estar sanas, ni siquiera en un caso de extrema necesidad. Aconseja que no se sumerja todo el cuerpo en el agua, porque ésta es santa para el Señor. Igualmente arremete contra los cosméticos, considerados por él como cosas mundanas que contaminan la carne. Aclara que tan sólo se pueden lavar la cara, las manos y los pies. Además, recuerda a las mujeres que, cuando se laven la cara, no podrán utilizar las dos manos, ni frotarse las mejillas ni aplicarse hierbas ni nada similar, puesto que eso es lo que hacen las mujeres vanas, sino que únicamente deberán utilizar agua limpia [27].

Con  todo, algunas vírgenes  cristianas  iban  todavía  más  allá  de estos severos preceptos. Un buen ejemplo lo supone Silvania, quien, según Paladio, decía de sí misma que jamás se había lavado más que las extremidades de las manos, y que el agua jamás había tocado ni sus pies, ni su cara, ni ninguna  otra  parte de su cuerpo, y ni siquiera  enferma  y obligada por los médicos había querido acceder a ello [28]. Seguramente, si Silvania accedía a lavarse únicamente los dedos era para recibir la sagrada forma durante la eucaristía.

Este rechazo del baño se debe, en buena parte, al deseo de evitar la exhibición -o incluso  la contemplación- del propio cuerpo desnudo, a fin de evitar las tentaciones de la carne, a pesar de que en ocasiones algunos anacoretas sean descritos desnudos y cubiertos únicamente por su cabello. Así, Atanasio dice de Antonio que jamás nadie le vio desnudo, salvo tras  su muerte, cuando prepararon su cadáver para el entierro [29].

La ideología del cristiano "de a pie"

Por su parte, la Iglesia nunca pronunció explícitamente ninguna prohibición relativa al uso de los baños o contra la higiene en general. En teoría, las termas podían seguir utilizándose, y de hecho, muchas de ellas se mantuvieron en uso. Los cristianos continuaron visitándolas frecuentemente.

En principio, el destino que los cristianos daban a las termas era diferente del que le daban los paganos. El único baño permitido era el que se llevaba a cabo con una intención meramente medicinal. Fuera de este baño terapéutico, el resto estaba originado por el placer y la lujuria, y en consecuencia era pecado [30]. Así, la regla de Pacomio prohibía a los monjes lavarse salvo en caso de enfermedad, al igual que lavarse o ungirse entre ellos si no habían recibido la autorización [31] De igual modo, la Syntagma doctrinae o Syntagma ad monachos -escrito atribuido erróneamente a Atanasio- recomienda al monje que no se muestre desnudo ante nadie salvo si le fuera necesario bañarse en el caso de necesidad o de una extrema debilidad, pero advierte asimismo que si el monje está sano no tiene necesidad de bañarse [32]. Por su parte, Agustín, en una carta del año 423, destinada a las vírgenes consagradas, recuerda a las religiosas que un baño al mes era suficiente, a menos que una enfermedad obligara a tomarlos más a menudo [33].

Es lógico, por tanto, que tales posturas provocaran las dudas en algunos cristianos, quienes llegado el momento no sabrían si bañarse en lugares que tenían una clara conexión con el paganismo. En efecto, algunos eclesiásticos comenzaron pronto a ver las termas como nuevos centros de idolatría, lo que provocó en ellos la necesidad de destruirlas y exorcizarlas. La razón de esta nueva desconfianza hacia los espacios termales es muy sencilla. Como es bien sabido, en las termas se exhibían esculturas de divinidades paganas. Además, a finales del siglo IV, tras la prohibición del paganismo y el cierre de los templos, muchas de las esculturas de los dioses que se hallaban en  los templos -consideradas ya como simples objetos de arte- se reubicaron en nuevos emplazamientos a fin de salvarlas de las iras de los más fanáticos si llegaban a caer en sus manos. En  muchas ocasiones,  las termas fueron  el lugar escogido para alojar las figuras de las antiguas divinidades del paganismo,  espacios  que Claude  Lepelley calificó de "museo de las estatuas divinas" [34]. Esto explica que muchos eclesiásticos las consideraran como templos en la sombra y anhelaran su cierre o destrucción.

Regresando a las dudas de los cristianos acerca de visitar estos edificios supuestamente  paganos, sin duda el mejor ejemplo es Agustín y la correspondencia que mantuvo con  Publícola [35]. Éste planteaba al obispo de Hipona la cuestión relativa a si un cristiano  podía  bañarse  en  las  termas en  las que se habían realizado sacrificios o compartir los baños con los paganos que en un día de fiesta hubieran acudido a una fiesta en honor  de  los númenes (y, por tanto, estuvieran contaminados con el pecado de la idolatría). De la primera pregunta se deduce que en  algunas  termas  no  sólo había esculturas de divinidades, sino que incluso existían altares o aediculae en los que se realizaban pequeños sacrificios, tal vez a las ninfas, númenes relacionados con el elemento acuático. Agustín, como de costumbre, es pragmático, y no ve ningún conflicto en el uso de las  termas,  pese  a  que éstas puedan tener algún tipo de relación con el paganismo.

Una historia narrada por Quodvultdeo, y que  veremos  a  continuación, nos informa de que incluso las vírgenes consagradas a Dios iban  en ocasiones a las termas.

La postura de los clérigos de ciudad: obispos perpetuadores y exorcistas

La actitud pragmática de Agustín no era, sin embargo, la misma de otros muchos obispos, quienes, como ya hemos dicho, anhelaban la destrucción de lo que consideraban templos en la sombra.

Un buen ejemplo nos lo proporciona Quodvultdeo, quien nos narra una historia muy significativa al respecto. Los hechos tuvieron  lugar en Cartago, en el año 434, y, según Quodvultdeo, se trataba de una historia conocida por todos. Según nos cuenta, una joven que llevaba los hábitos de las vírgenes consagradas a Dios estaba bañándose en las termas cuando contempló una estatua de Venus e  imitó su  actitud. En seguida fue poseída  por  el diablo. A partir de ese momento, la joven fue incapaz de comer y de beber -una especie de ayuno diabólico, según  el autor-. Transcurrieron así setenta días sin que la joven diera muestras de debilitamiento. Los padres  recurrieron  a  un  sacerdote  -identificado  por  los  investigadores que han  estudiado  este  episodio  con  el obispo  de  Cartago,  Capreolo  [36] Delante suyo, la joven confesó que un pájaro la alimentaba durante la noche. El obispo la encerró en un monasterio femenino, donde fue incapaz de entrar esta ave diabólica. Después  de dos semanas  en el  monasterio -en las que se prolongó el ayuno- se llevó a cabo un ritual de exorcismo. Una mañana de domingo,  la  joven fue llevada  ante el altar, donde se la obligó a comer un pedazo de hostia consagrada empapada en vino. Como era incapaz de tragar, se le aplicó un cáliz sobre la garganta, lo que produjo el efecto deseado: el diablo abandonó el cuerpo de la joven mientras ella tragaba la forma sagrada. Al mismo tiempo, un diácono, llevado por la inspiración divina, retiró la estatua de Venus de su emplazamiento y la redujo a polvo [37].

Por otro lado, es normal que cuando algunas termas fueran abandonadas se intentara  re-aprovechar  sus estructuras para la construcción de iglesias, tras la debida ceremonia  purificatoria [38]. En efecto, como ya hemos dicho, las termas llegaron a ser vistas como templos paganos en la sombra, por lo que el objetivo final de todo este proceso era exorcizar un espacio considerado morada de demonios. La iniciativa de cambiar el uso de los antiguos baños públicos partía seguramente del obispo, quien en época tardía asumió el poder fáctico en las ciudades, de tal  modo que se convirtió  en el nuevo evergeta municipal. Así, dado que era él quien decidía en gran medida qué edificios debían ser restaurados y cuáles no, la existencia de las termas dependía de la voluntad del obispo, quien podía condenarlas al olvido si así lo deseaba. De igual modo, si sobrevivían, era a él a quien debían su perduración. Esto es especialmente significativo en algunos baños asociados a complejos religiosos construidos por los obispos mismos, como se observa en Rávena, donde los Balnea Panta se hallaban bajo la custodia del obispo de la ciudad, o Pavía. Dichos baños estaban reservados para el uso exclusivo de los eclesiásticos, y aunque dicho uso tuviera una excusa terapéutica, delata en realidad la continuidad de la costumbre romana del baño entre algunos eclesiásticos [39]. Así pues, el ideal de abandono del físico preconizado por determinados cristianos rigoristas tan sólo fue seguido por un  número  bastante  reducido  de los seguidores  de esta  religión, quienes llevaron al grado máximo el principio de mortificación corporal [40] pero que no representaron en ningún momento a la gran masa de sus correligionarios, los cuales continuaron con los modos de vida comunes a sus conciudadanos paganos.

Resumen

Los primeros siglos de la historia del cristianismo contemplaron la aparición del ascetismo, un movimiento que propugnaba el abandono de los modos de vida típicamente urbanos que caracterizaron el mundo grecolatino con el que los ascetas deseaban romper. Los hábitos higiénicos simbolizaban en buena medida este mundo del que deseaban alejarse. Así, los relatos de vidas de eremitas están llenos de  referencias a esta  ruptura con la cultura del baño. Jerónimo, gran defensor del anacoretismo, critica la higiene, en más de una ocasión, con palabras que recuerdan a ciertos pasajes de los Evangelios. La prohibición del baño también se encuentra en las primeras reglas monásticas. Estas posturas extremistas no representaban la opinión oficial de la Iglesia ni la de la gran masa del vulgo que profesaba la religión cristiana, quien continuaba frecuentando las termas. Los obispos de algunas ciudades, incluso, fueron los responsables de que determinadas termas públicas continuaran en uso.

Juan Antonio Jiménez Sánchez, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   H. Leclercq, «Thermes», DACL, XV, 2, 1953, 2271-2272, 2271.

2   Sobre la relación entre la religión cristiana y el baño, ver H. Dumaine, «Bains», DACL, 11, 1, Paris, 1925, 72-117.

3   H. Dumaine, «Bains», 87-89.

4   Así, podemos recordar que Cicerón afirmaba que se debía practicar la higiene, de tal  manera que se eliminara todo aspecto  tosco e  incivil, y  que lo  mismo debía  hacerse  respecto a los vestidos (Cícero, De off., I, 36, 130, ed. Testard, I, 172-173).

5   Jn 13, 10.

6   Mt, 23, 25-26.

7   Mc, 7, 3-4.

8   Mt, 15, 1-20; Mc, 1, 1-23.

9   F. Yegül, Baths and Bathing in Classical Antiquity, Cambridge (Mass.)-London, 1992, 318.

10    R. Bartra, El salvaje en el espejo, Barcelona, 1996, 83-95.

11    Id., El salvaje..., 90.

12    J.-M. Sauget, «Maria Egiziaca», BSS, VIII, Roma, 1966, 981-991.

13    Palladius, Hist. Laus., 1, 2, ed. Bartelink, 18.

14    Id., Hist. Laus., 38, 12, ed. Bartelink, 200-202.

15    Athanasius, Vit. Ant., 47, 2, SC, CD, 262.

16    Hieronymus, Vit. Hilar., 10, PL, XXIII, 32.

17    Acerca de la higiene y el mon¡lquismo occidental, ver H. Dumaine, «Bains», 90-93.

18    Al realizar esta clara alusión al bautismo como un baño tras el cual ya no había necesidad de un segundo baño, es posible que Jerónimo  tuviera en  mente el pasaje mencionado del evangelio de Juan (Jn, 13, 10), en el que Cristo  advierte  a sus discípulos que todo aquel  que ya se ha lavado lo único que necesita es lavarse los pies.

19    Hieronymus, Ep., 14, 10, CSEL, LIV, l, 60: scabra sine balneis adtrahitur cutis? Sed qui in Christo semel lotus est, non illi necesse est iternm lauare. Ver: R. Braun, Quodvultdeus. Livre des promesses et des prédictions de Dieu, 11, SC, CII, Paris, 1964, 604, n. 3; A. H. M. Jones, The Later Roman Empire, II, Oxford, 1973, 976-977; J. N. D. Kelly, Jerome. His Life, Writings, and Controversies, London, 1975, 44, 47-48, 52, 93 y 180; F. Yegül, Baths..., 314 y 318; Id., «Bathing», Late Antü¡uity. A guide to the postclassical world, Cambridge (Mass.)-London, 1999, 338. Acerca de las ideas de Jerónimo respecto al monaquismo, ver P. Antin, «Le monachisme selon S. Jéróme», Recueil sur Saint Jérome (Latomus. REL, 95), Bruxelles, 1968, 101-133.

20    PCBE, 11, 1, 965-967, Heliodorns 2.

21    Ibid., II, l, 734-735, Fabiola 1; PLRE, l, 323, Fabiola.

22    Hieronymus, Ep., 77, 9, CSEL, LV, 2, 46.

23    PCBE, II, 2, 1535-1536, Nepotianus.

24    Hieronymus, Ep., 52, 1, CSEL, LIV, 1, 413-414.

25    A título de ejemplo, podemos recordar la siguiente afirmación contenida en una carta destinada a Asela (año 385): Hieronymus, Ep., 45, 5, CSEL, LIV, 1, 326: tibi placet lauare cotidie, alius has munditias sordes putat. Ver H. Dumaine, «Bains», 90-91.

26    Paulinus Nol., Ep., 22, 2, CSEL, XXIX, 155.

27    Ps.-Athanasius, De uirg., 11, PG, XXVIII, 264. Ver: G. Clark, Women in Late Antiquity, Oxford, 1993, 93; M. MAAS, Readings in Late Antiquity. A sourcebook, London-New York, 2000, 39.

28    Palladius, Hist. Laus., 55, 2, ed. Bartelink, 250.

29    Athanasius, Vit. Ant., 47, 3, SC, CD, 264.

30    F. Yegül, Baths..., 314-317; Id., «Bathing», 338; A Fuentes, «Las termas en la Antigüedad Tardía: reconversión, amortización, desaparición. El caso hispano», Termas romanas en el Occidente del Imperio. Coloquio internacional, Gijón, 2000, 135-145, 136-137.

31    Pachomius, Reg., 92-93, PL, XXIII, 74-75. Se trata de la traducción latina realizada por Jerónimo en el 404 a partir de la versión griega. Ver H. Dumaine, «Bains», 87.

32   Synt. doctr., 2 y 6, PG, XXVIII, 837 y 841.  Ver  H. Dumaine,  «Bains», 87.

33    Augustinus, Ep., 211, 13, CSEL, LVII, 4, 367: lauacrnm etiam corpornm ususque balnearum non sit assiduus, sed eo, quo sole temporis internallo tribuatur, hoc est semel in mense. Cuius autem infirmitatis necessitas cogit lauandum corpus, non longius differatur; fiat sine murmure de consüio medicinae, ita ut, etiam si noli iubente praeposita faciat, quod faciendum est pro salute. Ver H. Dumaine, «Bains», 91.

34    a. Lepelley, «Le musée des statues divines. La volonté de sauvegarder le patrimoine artistique pai'en a l'époque théodosienne», Cahiers archeologiques, 42, 1994, 5-15.

35    Augustinus, Ep., 46, 15, CSEL, XXXIV, 2, 127 (Publícola a Agustín [a. 3981): si Christianus debet in balneis lauare uel in thennis, in quibus sacrificatur simulacris? Si Christianus debet in balneis, quibus in die festo suo pagani loti sunt, lauare siue cum ipsis siue sine ipsis?; Id., Ep., 47, 3, ibid., 132 (a Publícola): item si de area uel torculari tollatur aliquid ad sacrificia daemoniontm sciente Christiano, ideo peccat, si fieri pennittit, ubi prohibendi potestas est. Quod si factum comperit aut prohibendi potestatem non habuit, utitur mundis reliquis frnctibus, unde illa sublata sunt, sicut fontibus utimur, de quibus hauriri aquam ad usum sacrificiontm certissime scimus. Eadem est etiam ratio lauacrontm.

36    R. Braun, Quodvultdeus..., 606, n. l.

37    Quodultdeus, Lib. prom., Dim. temp., 6, 9-10, CCL, LX, 196-197.

38    J. A. Jiménez - J. Sales, «Termas e iglesias durante la Antigüedad Tardía: ¿re-utilización arquitectónica o conflicto religioso? Algunos ejemplos hispanos», Sacralidad y Arqueología. Homenaje al Profesor Thilo Ulbert al cumplir 65 años ( = Antigüedad y Cristianismo, 21), Murcia, 2004, 185-201.

39    H. Dumaine, «Bains», 101-105; A. Fuentes, «Las termas...», 138-139.

40    H. Dumaine, «Bains», 78

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