1. Abraham en una época de terror
La historia es conocida. Abraham ha escuchado la llamada de Dios que le pide el sacrificio de su hijo Isaac, el hijo de la promesa. A pesar de ser lo que más ama en el mundo, porque fue lo más esperado y lo más deseado, Abraham se dirige obediente hacia el monte Moria dispuesto a sacrificar a su hijo. En el momento de levantar el cuchillo, justo cuando se dispone a matar a Isaac, Dios interrumpe la escena y le brinda un carnero que será la ofrenda en sacrificio que sustituya a Isaac. Abraham ha tenido fe y Dios le ha recompensado. Todo no fue más que una prueba, ¿una prueba?
Kierkegaard dedica uno de sus textos más bellos y complejos [1] a tratar de explicar por qué esta historia bíblica no escenifica simplemente una prueba. Temor y temblor [Frygt og Bæven, 1843] trata de desentrañar la verdad que encierra la terrible historia de Abraham, la fábula de un padre dispuesto a ofrecer su propio hijo en sacrificio, una verdad que implica la prioridad de lo religioso sobre lo ético. La «suspensión de la ética» [Suspension af det Ethiske] (SKS 4, 148/TT, 77) es la noción que permitirá revelar el verdadero conflicto ante el que se encuentra Abraham y su necesidad de ir más allá de lo normativo. Abraham pone la fe por encima de la convención moral, prioriza su fe en Dios ante la exigencia ética del «no matarás». Por ello Abraham recibe el nombre de «padre de la fe», o como dice Kierkegaard, Abraham encarna al «caballero», el «caballero de la fe» (TT, 109/SKS 4, 171) capaz de superar, a través de un gesto inaudito, la posición ética.
No sorprenderá entonces que esta obra de Kierkegaard haya sido objeto de las más severas críticas. Acusado de irracionalismo, de filosofar con el martillo, de poner en peligro la relación ética que debe siempre mediar entre hombre y hombre, Kierkegaard será objeto de un cierto rechazo generalizado, y de un tratamiento específico aunque no menos crítico por parte de autores de prestigio tales como Buber o Levinas. Ya en un texto de 1963 titulado «Éthique et Existence» Levinas ensayaba una lectura crítica de Temor y temblor donde advertía de los peligros de este privilegio de lo religioso sobre lo ético:
«La violencia nace en Kierkegaard en el preciso instante en que la existencia, al rebasar el estadio estético, no puede quedarse en lo que toma por estadio ético cuando entra en el estado religioso, dominio de la creencia. Ésta ya no se justifica hacia fuera, e, incluso dentro, es a la vez comunicación y soledad y, por ello, violencia y pasión. Así comienza el desprecio por el fundamento ético del ser» [2].
El argumento de Levinas en este artículo es el siguiente: si bien Kierkegaard tiene el mérito de haber opuesto a la falsedad totalitaria del sistema hegeliano la afirmación de la singularidad irreductible, en este caso encarnada por la figura de Abraham, Kierkegaard yerra ahí donde dicha singularidad se atrinchera y se encierra en sí misma separándose de toda relación ética con la comunidad. El hecho de que Kierkegaard insista en que «Abraham no puede hablar» (TT, 151/SKS 4, 201) muestra cómo la afirmación de la singularidad en su relación individual con lo absoluto cierra al sujeto toda posibilidad de restablecer una comunicación ética con sus semejantes: «La verdad que sufre no abre al hombre a los otros hombres, sino a Dios en la soledad» [3]. La fe religiosa que Kierkegaard defiende, al parecer de Levinas, aísla al sujeto en su silencio y lo separa de aquellos a quienes debería amar, aquellos que son, para Levinas, el Otro a quien se le debe prioridad sobre la libertad espontánea del yo.
Unos años antes Buber argüía una crítica semejante. La acción de Abraham, tal y como es presentada en Temor y temblor «suprime la inmoralidad de lo inmoral» [4]. Buber puede aceptar que Abraham, con su acción, suspenda el ámbito de lo ético, pero lo que no puede admitir es que, justamente por ello, Abraham se presente como un modelo a seguir. Abraham es una excepción y debe permanecer como tal. No puede presentarse a Abraham, tal y como hace Kierkegaard, como un ejemplo a imitar, sino que bien al contrario, lo que Dios, según Buber, pide al hombre normal, y no excepcional, es «lo ético básico» [5].
No se tratará aquí de refutar la crítica que Buber y Levinas dirigen a Kierkegaard, no vale la pena dedicarse a medir sus posibles errores de lectura en la interpretación de un texto tan complejo como el que aquí nos atañe [6]. Bastará por el momento señalar que este tipo de lectura es siempre posible, que un texto como Temor y temblor sigue permitiendo esta suerte de interpretaciones. El nombre de Kierkegaard, como el de Nietzsche, sobrevive al «querer-decir» del autor, y el «querer-decir» no es nunca, como señala Derrida [7], el criterio de verdad que permite interpretar correctamente un texto. Por tanto, tan vano resulta defender el texto de Kierkegaard a partir de un supuesto querer-decir extra-textual que contradiría estas interpretaciones, como reprocharles un error de lectura atendiendo a una supuesta objetividad del texto, a una lectura modélica y fidedigna que pondría en cuestión estos juicios demasiado apresurados. Lo que nos interesa aquí, por el contrario, es atender a esta problemática que Buber y Levinas han sabido ver. Prueba de que esta problemática sigue abierta, de que Kierkegaard sigue planteándonos un enigma a resolver, son las advertencias que nos dirigen algunos autores contemporáneos [8] sobre la peligrosidad de Temor y temblor, las cuales todavía importunan nuestra sosegada lectura de este texto. Incluso la brutalidad de lo fáctico parece mostrar a través de los últimos acontecimientos mediático-mundiales que esta historia bíblica que fascinó a Kierkegaard encierra un regalo envenenado en su seno que habría que saber tratar. Así por ejemplo cuando uno de los terroristas suicidas que atentaron contra las Torres Gemelas reivindica en una carta abierta la herencia abrahánica que le inspira [9]. Por ello ni siquiera se escapan de esta inclemente prudencia los académicos más postmodernos que han tratado de llevar a cabo una lectura conjunta de la filosofía kierkegaardiana y la postrera ética de Derrida, algo que también aquí quisiéramos intentar. Incluso en este contexto favorable a una interpretación menos inquisidora de la relectura kierkegaardiana de la historia de Abraham podemos leer: «este es claramente uno de los puntos débiles de la ética de Kierkegaard y Derrida, que son demasiado subjetivas, y no suficientemente inequívocas para resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)» [10]. Y el autor de estas líneas —en una obra, cabe insistir, dedicada al pensamiento de Kierkegaard y Derrida— se decanta seguidamente por la ética comunicativa de Habermas.
¿Qué quiere decir «demasiado subjetiva» cuando se trata de caracterizar una ética? ¿Por qué el autoritarismo, el fundamentalismo y el totalitarismo deberían ser combatidos desde posiciones «más objetivas», más «inequívocas»? No es el propósito de este trabajo el dar rienda suelta a las lecturas más o menos fáciles que se pueden hacer de una obra como Temor y temblor, pero tampoco se trata de rechazar en bloque este tipo de críticas por pereza o temor a pensar algo que no quisiera ser pensado. Se trata más bien de ver en el estatuto conflictivo de este texto algo que probablemente está también en la discusión entre Habermas y Derrida tras los acontecimientos del 11-S [11], a saber: la oposición entre una ética basada en las posibilidades conciliadoras del lenguaje y el diálogo, y la posibilidad de una «ética más allá de la ética», una ética que requiere el silencio vinculado a la «suspensión teleológica de la ética», y que Kierkegaard y Derrida han tratado de pensar.
Si se ha optado aquí por empezar recordando los peligros y malentendidos en los que pueden derivar ciertas lecturas de la historia de Abraham y de su reinterpretación por parte de Kierkegaard, no es ni para concederles legitimidad ni para iniciar una defensa aferrada de lo que Kierkegaard «realmente» quiso decir, sino para tener en cuenta la posibilidad de algo que, por ejemplo, Derrida reconoce en su lectura de un texto de W. Benjamin a propósito del cual afirma:
«Es en ese punto cuando este texto, a pesar de toda su movilidad polisémica y todos sus recursos de inversión, me parece finalmente que se asemeja demasiado, hasta la fascinación y el vértigo, a aquello mismo contra lo que hay que actuar y pensar, contra lo que hay que hacer y hablar» [12].
Aquí Derrida se está refiriendo a un texto de Benjamín sobre la violencia [Para una crítica de la violencia, 1921] en el que el joven Benjamín trata de distinguir entre una violencia divina fundadora y una violencia mítica de origen griego que sería meramente conservadora, entre una violencia judía legítima y una violencia griega ilegítima. Sin tratar de forzar demasiado la analogía, el texto de Kierkegaard que aquí nos atañe es también un texto sobre la violencia, el cual puede ser leído, ciertamente, como una justificación de la violencia religiosa, pero que al menos exige otro tipo de lectura. Podría decirse que Temor y temblor es, como el texto de Benjamín, un texto ambiguo, complejo, pero que trata de distinguir también entre una violencia judeo-cristiana, la violencia que Abraham encarna y que funda una nueva ética más allá de la ética, y la violencia inherente aunque inconfesada de la ética al uso, de una ética de origen griego que todavía resuena en las apelaciones al diálogo del discurso de Habermas. Lo que aquí se tratará de argumentar es pues la viabilidad de una interpretación de la historia abrahánica que abra la posibilidad de una ética más allá de la violencia que la ética encierra, una ética en cuyo centro el silencio juega un papel esencial. La lectura conjunta de Temor y temblor de Kierkegaard y de Fuerza de ley de Derrida ha de ayudarnos en esta tarea. Tal vez la historia de Abraham levantando el cuchillo ante la mirada aterrada de su hijo Isaac tenga todavía, aún en una época de terror, algo que enseñar. Pero cabe asumir también que quizás Temor y temblor, así como nuestra propia lectura de Kierkegaard y Derrida, se asemeje todavía demasiado, como el texto de Benjamín, a aquello mismo contra lo que habría que actuar y pensar. Trataremos de movernos en el filo de esta apertura.
2. La suspensión de la ética
¿Qué es la «ética» en Temor y temblor? ¿Cuál es la ética que la acción de Abraham suspende? ¿Qué entiende Kierkegaard-Johannes de silentio por ética cuando hace que el ámbito de lo religioso la exceda y la sobrepase legítimamente? La parte dialéctica de la obra está estructurada en tres problemas [Problemata] fundamentales que tratan de dar respuesta a esta cuestión. El primer problema: «¿Se da una suspensión teleológica de la ética?» se plantea en los siguientes términos: «la ética es, en cuanto tal, lo general [det Almene]» (TT, 77/SKS, 148) y o bien se da «la paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general» (TT, 79/SKS, 149), o bien Abraham es un asesino. El segundo problema: «¿Se da un deber absoluto para con Dios?» plantea la cuestión bajo nuevos términos: o bien se da una situación en la que «la interioridad es superior a lo externo» (TT, 95/SKS, 161), y existe un deber absoluto en el que «el individuo en cuanto tal se relaciona absolutamente con lo absoluto» (TT, 96/SKS, 162) de modo tal que el deber absoluto es previo y prioritario respecto al deber para con lo general o bien «Abraham está perdido» (TT, 97/SKS, 162).
En ambos problemata (dejaremos el análisis del tercero para más adelante) la ética se vincula a «lo general», «lo externo», y al «deber relativo», esto es, al deber para con «lo general externo». En su primera acepción, la ética definida como lo general, puede entenderse en sentido kantiano. La ética es, kantianamente, lo que vale para todos, el imperativo que aún siendo formal no permite ni excepciones ni intereses particulares. No dejarse determinar por objeto empírico alguno, no sucumbir a la inclinación o el interés particular, actuar según la universalidad de la razón, es para Kant, el requisito indispensable de toda acción moral.
«Lo general» señala aquí, por tanto, la universalidad de la razón que debe guiar la acción. Desde este punto de vista la acción de Abraham es no sólo inmoral sino que lo es por ser irracional. Irracionalmente, de manera inmoral pues, Abraham parece privilegiar su punto de vista individual sobre la razón general [13]. La crítica hegeliana a esta comprensión de la moralidad no modifica el punto de vista que Kierkegaard quiere someter a prueba en este texto. Si para Hegel la moral kantiana no sólo es meramente formal, sino que además aísla la subjetividad haciéndola creerse separada de la realidad efectiva, para Kierkegaard dicha subjetividad, por el contrario, no está suficientemente aislada. Hegel critica el imperativo categórico kantiano por permitir que la subjetividad se mantenga libre de todo vínculo con la realidad, que le baste con la intención, para determinar su acción como «moral» al margen de todo resultado. De ahí que Hegel considere necesario pasar de la moralidad [Moralität] a la eticidad [Sittlichkeit], siendo la eticidad la realización efectiva de la libertad moral en las instituciones, en la realidad social. La familia, la sociedad, el estado, devienen en Hegel, como es sabido, el marco efectivo para la realización positiva de la moralidad. Desde el punto de vista hegeliano no sólo es necesario liberarse de los impulsos naturales y la inclinación, cosa que ya proporcionaba el formalismo de la moralidad kantiana, sino también de la «subjetividad abstracta» condenada a vivir en el abismo que separa al «ser» del «deber ser» [14]. Por tanto, la determinación de «lo general» que en Kant señalaba la universalidad de la razón, se amplía aquí al ámbito de las instituciones, de la sociedad, de la realidad efectiva como marco de realización de toda acción, como ámbito del ser en el que el deber debe concretarse. Pero sin duda también desde este punto de vista Abraham «suspende la ética» en la medida en que no se somete a las leyes e instituciones que según Hegel deben regir la vida de los individuos para poder ser libres y morales. De ahí que Kierkegaard cite explícitamente a Hegel en este texto: «Si todo lo anterior es verdadero, entonces Hegel (…) tiene razón al considerar esta determinación como una forma moral del mal» (TT, 78/SKS, 148-149). La determinación a la que aquí Kierkegaard se refiere es precisamente a aquella que pone al individuo por encima de lo general [15], esto es aquella que según Kierkegaard define la fe como paradoja. Tanto desde el punto de vista de la moralidad kantiana como desde el punto de vista de la ética hegeliana, Abraham es un asesino, puesto que no actúa según los dictados universales de la razón y rompe con al ámbito institucional que debería permitir la realización de su libertad. «Levantar el cuchillo contra Isaac» es algo que ninguna concepción ética parece permitir.
Kierkegaard trata de mostrar la posibilidad, al mismo tiempo imposible, de comprender la acción de Abraham, toda vez que se ha asumido que el ámbito de inteligibilidad de dicha acción no lo proporciona la ética sino la fe. Ahora bien, ¿qué es la fe? Si desde el punto de vista religioso Abraham no es un asesino sino el «padre de la fe», no es sólo porque ponga al individuo por encima de lo general, porque privilegie irracionalmente el punto de vista subjetivo por encima del de la comunidad. La afirmación de la individualidad por encima de la generalidad viene acompañada, tal y como trata de expresarlo el segundo problemata, de un deber absoluto que suspende los deberes relativos para con la comunidad. Para mostrarlo Kierkegaard analiza otros casos en los que también la individualidad se afirmó por encima de la generalidad de modo tal que se suspendió el deber (el deber de no matar, y el de no matar al propio hijo especialmente). Son casos como el de Agamenón, capaz de sacrificar a su hija Ifigenia, con el fin de invocar al viento que ha de llevar sus naves a puerto. Ciertamente aquí Agamenón suspende el deber, el deber de amar a su hija, el deber de no matar. Pero no lo hace por fe, sino por otro deber superior al deber que sacrifica: su deber para con la ciudad, el estado, lo que Kierkegaard llama «la generalidad». La acción de Agamenón no sale así del ámbito de la ética. «La ética incluye dentro de su propio campo diversos grados» (TT, 81/SKS, 151). Se trata aquí de una ética trágica que se diferencia de la kantiana y de la hegeliana en la medida en que sí admite la subordinación de la subjetividad ética a un deber superior, la oposición del individuo a las normas generales. Sin embargo, como afirma Kierkegaard-Johannes de silentio, la acción trágica no tiene nada que ver con la acción de Abraham ya que:
«Quien reniega de sí mismo y se sacrifica al deber renuncia a lo finito para alcanzar lo infinito y no le falta seguridad. El héroe trágico renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto, y la mirada del que contempla sus hazañas reposa confiada y tranquila en las mismas. Pero, por contraste, ¿qué hace quien renuncia a lo general por una cosa superior que no es lo general?» (TT, 85/SKS, 153-154).
A diferencia de Agamenón, Abraham no levanta el cuchillo sobre Isaac para salvar a su pueblo, «exaltar la idea del Estado o colmar la cólera de los dioses irritados» (TT, 84/SKS, 153). No renuncia al deber por otro deber superior, sino por lo que Kierkegaard llama aquí el «deber absoluto», que no es otro que «el deber de creer», un deber superior a lo general. En la acción trágica hay una subordinación del acto transgresor a una suerte de saber. Como dice Johannes de silentio, el héroe trágico «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto». Agamenón, a diferencia de Abraham, sabe cuáles serán las consecuencias de su acción. Sabe que si sacrifica a Ifigenia los dioses, a cambio, le serán favorables. Sabe que a pesar de lo terrible de su acción, sus motivaciones serán comprendidas por sus conciudadanos e incluso se le agradecerá el sacrificio, su hazaña podrá ser «contemplada». Sabe que sacrificando su amor finito por Ifigenia ganará lo infinito, gloria y reconocimiento por parte de lo general. Por el contrario Abraham no sabe nada, y en eso consiste la fe. Abraham no sólo no sabe qué sucederá cuando sacrifique a Isaac, sino que tampoco sabe por qué debe sacrificarlo. No entiende el qué ni el porqué de su acción, puesto que Dios no informa de sus razones. En la historia de Abraham nadie sabe nada, ni Abraham cuando se dirige al monte Moria ni Isaac, a quien su padre no puede hablar. Y, sin embargo, Abraham cree, tiene fe. Pero, de nuevo, ¿qué es la fe?, ¿qué es lo que cree Abraham? Kierkegaard es clarísimo al respecto: Abraham cree lo imposible, que es el único modo de creer:
«Durante todo el tiempo del viaje tuvo fe; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, aunque estaba dispuesto a ofrecérselo en sacrificio si ese era el designio divino. Creyó en virtud del absurdo, porque todo aquello no tenía nada que ver con los cálculos humanos. Y el absurdo consistía en que Dios, que le reclamaba el sacrificio de Isaac, revocaría después esta exigencia. (…) Abraham creyó, creyó que Dios no le exigiría a Isaac. Sin duda que quedó sorprendido con el desenlace, pero en un santiamén había ya recobrado su estado primitivo mediante un doble movimiento y, por ese mismo motivo, recibió a Isaac con mayor alegría que la primera vez» (TT, 53/SKS, 131).
Si Abraham es capaz de andar el camino hacia el monte Moria, poner a Isaac sobre la pila y levantar el cuchillo no es por obediencia irracional al mandato divino ni por obtener un beneficio que compensaría lo sacrificado, sino por creer en todo momento y hasta el final que Isaac le será devuelto, que Dios finalmente no le exigirá a Isaac en sacrificio. Abraham hace el «doble movimiento»: renunciar a lo que más ama en el mundo —sacrifica a Isaac— y creer «en virtud del absurdo» que, a pesar de todo, lo sacrificado le será devuelto. Es precisamente este deber absurdo y absoluto, el deber de creer contra toda expectativa razonable, contra todo cálculo humano, lo que hace a Abraham heterogéneo a la ética. ¿Por qué Abraham hace lo que hace si no sabe ni entiende el porqué? Porque cree, sólo porque cree. Porque cree contra el saber, que es la única manera en que es posible creer. La historia de Abraham escenifica «la experiencia de la fe, del creer o de un crédito irreductible al saber» [16], dirá Derrida. Es esta creencia en virtud del absurdo, este deber absoluto que es el deber de creer contra toda expectativa razonable, la que implica la suspensión de la racionalidad y el saber, la suspensión, por tanto, de lo que tanto los griegos, como Kant y Hegel entendieron bajo el nombre de «ética».
Desde esta perspectiva pueden contestarse algunas de las objeciones que se dirigen contra la enseñanza abrahámica tal y como Kierkegaard la presenta. En primer lugar, la crítica que Buber esgrimía contra esta manera de leer el texto bíblico era que la suspensión de lo ético que Abraham encarna podía alentar a los peores fanatismos e idolatrías. Es en realidad la misma crítica que todavía hoy, desde posiciones diversas [17], se sigue dirigiendo a esta lectura kierkegaar, diana de la acción de Abraham. Sin embargo, Buber se interna en los vericuetos más espinosos de esta historia para complicar su interpretación: ¿Y si no es la voz de Dios la que se dirige a Abraham? ¿Y si no fuera Dios quien le pidiera a Abraham a su hijo Isaac en sacrificio sino solamente uno de sus imitadores, un Moloch que «imita la voz de Dios»? ¿Cómo puede estar seguro Abraham de que es divino y no satánico el mandato al cual obedece?:
«Pero Kierkegaard presupone aquí algo que no se puede presuponer en el mundo de Abrahán y mucho menos en nuestro mundo, pues no se da cuenta de que la problemática de la decisión de fe presupone la problemática del oír mismo: ¿De quién es esa voz que se oye? Para Kierkegaard, debido a la tradición cristiana en la que ha crecido, es evidente que quien exige el sacrificio no es sino Dios. Pero para la Biblia, al menos para el Antiguo Testamento, esto no es evidente sin más. En realidad, una cierta «instigación» para cometer una acción prohibida se atribuye a Dios en un pasaje (2S 24, 1) y a Satán en otro (1Cro 21, 1). (…) Por consiguiente, cuando se trata de la «suspensión» de lo ético se plantea, pues, la cuestión de las cuestiones, que es la antesala de cualquier otra, a saber: si se es realmente interpelado por el Absoluto o por alguno de sus imitadores» [18].
Cuando Buber sitúa la problemática de la acción de Abraham en el momento de la escucha, en el mandato divino, está centrando todo el problema en la cuestión de la obediencia [19]. Desde este punto de vista, la problemática de los dobles, del simulacro, de lo demoniaco, debe aparecer, puesto que nunca se estará seguro de haber entendido bien, de haber sido interpelado legítimamente, de haber oído realmente las palabras de Dios y no las de un imitador —hoy se diría las de la propia mente enferma, Dios como alucinación—. Sin embargo la lectura kierkegaardiana nos aparta de este falso problema, puesto que no plantea en ningún caso que Abraham actúe por obediencia sino por fe. Hay una diferencia radical entre la obediencia y la fe. Abraham no obedece a una autoridad por ser autoridad, sino porque cree en virtud del absurdo que aquello que se le manda hacer será de algún modo revocado, cree que la autoridad se desautorizará, que Dios se retractará. Este es el objeto de la creencia que supera con creces la obediencia. De hecho, a pesar de que Buber reprocha a Kierkegaard que su lectura cristiana no le haya permitido ver la problemática de la autenticidad de la voz divina, en realidad Kierkegaard sí contempló esta posibilidad. En los Papirer Kierkegaard anota una variación de la historia de Abraham que no incluyó en el capítulo introductorio de Temor y temblor, donde ensaya distintas versiones de esta historia. La variación a la que nos referimos plantea precisamente la posibilidad de que Dios haya gritado a Abraham que se detenga, justo en el momento de levantar el cuchillo. Abraham, sin embargo, no lo oye, cree que se trata de la voz de la tentación, y mata a Isaac. Dios, sin embargo, le perdona y le devuelve a Isaac, pero «Abraham no le mira ya con alegría: este no es Isaac» [20]. Esta versión, que cabe insistir, no es la que Kierkegaard defiende en Temor y temblor, centra ciertamente la cuestión en la obediencia: en esta variación Abraham «no oye» bien, en el último momento confunde la voz de Dios con la «voz de la tentación», que es la voz de la ética según Kierkegaard. Piensa que la orden de detenerse corresponde a la ética y no a Dios, y por tanto la desoye, no la escucha, porque ante todo quiere obedecer. Esta versión plantea pues la posibilidad de que Abraham pierda la fe precisamente por querer ser demasiado obediente. Pero que fe y obediencia no son lo mismo, que de hecho parecen contradecirse la una a la otra, se deja apreciar especialmente en una de las variaciones que sí aparecen en la introducción de Temor y temblor. Se trata de la segunda variación en la que Abraham hace lo que debe, no le dice nada a Isaac durante el viaje, Dios le ofrece el carnero en sacrificio y salva de este modo a Isaac. Es decir, todo ocurre como ocurre en realidad en la historia bíblica, y sin embargo Abraham pierde la fe:
«Sin despegar para nada los labios, preparó el altar del holocausto, ató a Isaac, lo puso encima de la leña y, callado como siempre, cogió el cuchillo. Entonces vio el carnero que Dios había proveído, lo sacrificó y regresó a su casa. Desde ese mismo día en adelante Abraham fue sólo un viejo y nunca pudo olvidar lo que Dios había exigido de él» (TT, 29/SKS, 109).
En esta variación del tema todo ocurre como es debido y, sin embargo, Abraham pierde la fe, no puede perdonar a Dios lo que le ha exigido, no puede perdonarse a sí mismo haber tratado de sacrificar a Isaac. ¿Por qué? Porque en esta versión Abraham actúa por deber, sólo por deber, por obediencia. Hace lo que Dios le pide, pero no tiene fe, no cree en virtud del absurdo que Isaac le será devuelto. Por eso cuando Dios le devuelve a Isaac no puede alegrarse, como tampoco lo hacía en la versión en que Dios le perdonaba no haberle escuchado en el momento en que le mandó detenerse. Es la obediencia la que debe plantearse a quién obedecer, la que debe asegurarse la legitimidad de la autoridad a la que se decide obedecer. Pero a la fe no debe preocuparle «quién» habla, porque cree en virtud del absurdo que es Dios quien habla, y también cree en virtud del absurdo en la revocación de lo que se le manda hacer. Así pues, la peligrosidad que Buber atribuye a la historia de Abraham en la medida en que podría inducir a fanatismo, se debe a que vincula la acción de Abraham a la problemática de la obediencia, y el fanatismo ciertamente tiene que ver con la cuestión de un obedecer «más allá de la ética». Pero no es ésta la suspensión de lo ético que se plantea en Temor y temblor. La creencia que Kierkegaard aquí defiende contra la ética es la creencia en esta vida, la creencia en lo imposible más allá de todo obedecer.
La segunda de las objeciones, relacionada también con la cuestión que Buber plantea tan claramente, es la que vincula la acción de Abraham con las acciones terroristas del 11-S, o con las acciones de los mártires musulmanes en general. ¿Puede considerarse la lectura kierkegaardiana de la historia de Abraham como una legitimación de las acciones terroristas que se comprenden a sí mismas como actos de fe más allá de las constricciones de la ética? La triple herencia abrahámica que comparten las religiones del libro puede inducir a pensar en una justificación kierkegaardiana de las acciones sacrificiales en su vertiente político-religiosa. Sin embargo, si algo enseña la narración de la historia de Abraham que nos ofrece Temor y temblor es precisamente a distinguir la acción fiduciaria de la acción ética. Las acciones terroristas, se revistan o no de un discurso religioso que las legitime, se inscriben en el seno de la ética trágica que Kierkegaard ejemplifica con el caso de Agamenón. Indudablemente, el mártir pone por encima del «deber general», del deber de no matar, un deber superior, más alto. Puede incluso dar la propia vida y dar la muerte a los otros en virtud de un alto deber, pero no se trata en caso alguno del deber absoluto, del deber de creer. El mártir, da y se da la muerte a sí mismo, para «exaltar a su pueblo», para «exaltar el estado» que probablemente no tiene todavía, o para asegurarse el cielo. El mártir «renuncia a lo cierto por lo que es aún más cierto», diría Kierkegaard, sabe por qué actúa, sabe las consecuencias de su acción, y sobre todo sabe que será comprendido por los suyos. Pero no es eso lo que enseña Abraham, bien al contrario. Dar la propia vida, aunque sea matando, no es en absoluto un acto de fe, sino precisamente la tentación ética en la que Abraham no cae. De hecho esta posibilidad es contemplada por Kierkegaard en Temor y temblor:
«Si Abraham hubiese dudado, habría obrado de manera diferente y realizado, a los ojos del mundo, algo grande y glorioso (…) Se habría dirigido al monte Moria, partido leña, encendido la pira y sacado el cuchillo. Y en ese mismo instante le habría gritado a Dios: ¡No desprecies este sacrificio, Señor! (…) Se habría clavado el cuchillo en su pecho. En este caso Abraham sería la admiración del mundo entero y su nombre tampoco sería olvidado. Mas una cosa es ser admirado y otra muy distinta ser la estrella que guía y salva al angustiado» (TT, 38/SKS, 117).
Lo que nos enseña la historia de Abraham es que la fe no consiste nunca en un auto-sacrificio, en darse muerte o «morir matando». Si Abraham hubiera escogido esta opción, darse a sí mismo en sacrificio, se hubiera convertido en un héroe trágico, hubiera sido comprendido por sus conciudadanos y hubiese alcanzado lo infinito, pero de este modo sólo habría demostrado que no tenía fe, fe en lo finito, fe en Isaac, en esta vida. La fe consiste, como dirá Derrida, en «dar la muerte», dar la muerte a lo que más se ama —y no a uno mismo—, pero sólo porque se cree en virtud del absurdo que lo amado no será nunca sacrificado. Esta es la distancia insalvable que separa la enseñanza de Abraham, tal y como Kierkegaard la presenta, de cualquier acción terrorista, por definición ético-política, por más que se revista con los ropajes de la religiosidad. En este sentido la postura de Kierkegaard se muestra suficientemente inequívoca como para «resistir la presión de las religiones e ideologías autoritarias (sean fundamentalistas o totalitarias)», tal y como parece exigir el pensamiento actual [21].
La tercera objeción a la suspensión de lo ético que la decisión de Abraham entraña, la que Levinas dirige a Kierkegaard cuando le reprocha confundir lo ético con el ámbito de la generalidad, requiere una mirada más atenta a la cuestión del silencio de Abraham. Levinas replica lo siguiente: «Pero no es cierto en modo alguno que lo ético esté donde él lo ve. Lo ético como conciencia de una responsabilidad para con el otro […] lejos de extraviarnos en la generalidad, nos singulariza, nos planta como individuo único, como Yo» [22]. De hecho, el lugar donde Levinas sitúa el ámbito de lo ético —en la relación singular en la que el yo es apertura al otro, respuesta a la demanda del otro que Levinas simbolizará con el «heme aquí», con el que el yo responde a la llamada— es en realidad el mismo lugar donde Kierkegaard está situando lo religioso en Temor y temblor. Abraham, como el yo al que Levinas aspira, responde a la llamada del otro —sea Dios o un imitador— con el «heme aquí» de la fe. Es decir, Abraham responde a través de una acción fiduciaria que Levinas entendería como relación ética [23]. Así mismo lo ha captado Derrida cuando explicita dicha relación asimétrica entre Kierkegaard y Levinas del siguiente modo:
«Ni uno ni otro pueden asegurarse un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, sobre todo y por consiguiente, del límite entre ambos órdenes. Kierkegaard debería admitir, como recuerda Levinas, que lo ético es también el orden y el respeto de la singularidad absoluta, y no solamente el orden de la generalidad o de la repetición de lo mismo. No puede por tanto distinguir tan fácilmente entre lo ético y lo religioso. Pero, por su parte, tomando en cuenta la singularidad absoluta, es decir, la alteridad absoluta en su relación con el otro hombre, Lévinas ya no puede distinguir entre la alteridad infinita de Dios y la de cada hombre: su ética es ya religión» [24].
Si como afirma Derrida, la ética de Levinas es ya religión y el ámbito de lo religioso es ético, cabe entonces preguntarse acerca de la especificidad de lo ético que caracterizaría esta experiencia de la fe que Abraham encarna. De hecho, la apuesta de Derrida en Dar la muerte será precisamente la de leer la excepcionalidad religiosa de Abraham como la estructura cotidiana de la acción ética, pero de una ética que, a pesar de todo, «suspende la ética». Es decir, que Derrida al leer a Kierkegaard para contestar a Levinas, invoca una «ética más allá de la ética», una ética que suspendería tanto el ámbito de la moral kantiana, como el de la eticidad hegeliana, o la ética trágica. Pero precisamente, para poder distinguir la ética de Kierkegaard-Derrida, esta ética abrahámica, de la de Levinas, es necesario atender a la cuestión del silencio, es necesario tratar de comprender por qué Abraham no puede hablar.
Laura Llevadot en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 El propio Kierkegaard anotaba en su diario que ésta sola obra bastaría para hacerle inmortal. Ver Søren Kierkegaards Papirer, X 2 A 15, a cargo de A. Heiberg y V. Kuhr, Gyldendalske Boghandel Nordisk Forlag, MDCCCCXII (en adelante, Pap.). En lo que se refiere a la obra de Kierkegaard señalamos en el cuerpo del texto: en primer lugar la traducción española de Temor y Temblor de Demetrio Gutiérrez, Ed. Labor, Barcelona, 1992; seguidamente, damos la referencia de la nueva edición danesa de las obras de Kierkegaard, Søren Kierkegaard Skrifter, editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff et al., vol. 4, en el que se encuentra el texto original Frygt og Bæven, Gads Forlag, 1997, pp. 99-210 (en delante, SKS).
2 LEVINAS, E., «Existence et Éthique», en Noms Propres, Montpellier, Fata Morgana, 1976, p. 106 (pp. 99-109). Cito aquí la traducción de Jesús María Ayuso en Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Ediciones Encuentro, Madrid, 2005, p. 75 (pp. 69-80).
3 LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p. 104.
4 BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético» (1951), en Eclipse de Dios, Ed. Sígueme, Salamanca, 2003, p. 139.
5 BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», p. 143.
6 Para una crítica de este tipo remitimos a DOOLEY, M., «The Politics of Statehood vs. A Politics of Exodus: A Critique of Levina’s Reading of Kierkegaard», en Søren Kierkegaard Newsletter, 40, August 2000, pp. 11-17, así mismo ver también, VV.AA., Despite Oneself. Subjectivity and its Secret in Kierkegaard and Levinas, Claudia Weltz & Karl Verstrynge eds., London, Trurnshare Ltd., 2008.
7 DERRIDA, J., Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Galilée, Paris, 1984, pp. 49 y ss.
8 Así, por ejemplo, ZIZEC, S., The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political Ontology, London, Verso, 2000, pp. 223, 321, 377-378; así como ROCCA, E., «If Abraham is not a Human Being», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, ed. Niels Jørgen Cappelørn et al., pp. 247-258.
9 Dicha carta fue publicada en Der Spiegel el 1 de octubre de 2001. Una traducción al inglés de esta «Carta a la posteridad» de Mohamed Atta puede hallarse en http://www.pbs.org/wgbh/pages/forntline/shows/network/personal/attawill.html, allí se puede leer: «Así quiero hacer lo que Abraham (el profeta) le dijo a su hijo que hiciera, morir como un buen musulmán».
10 MJAALAND, M. T., Autopsia. Self, Death and God after Kierkegaard and Derrida, Kierkegaard Studies. Monograph Series, 17, Ed. by Niels Jørgen Cappelørn, Berlin-New York, Walter de Gryter, 2008, p. 117.
11 BORRADORI, G., Philosophy in a Time of Terror. Dialogues with Jürgen Habermas and Jacques Derrida, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2003.
12 DERRIDA, J., «Force of Law», en Cardozo Law Review, New York, v. 11, 1989-1990, p.1045 (pp. 920-1045) Seguimos aquí la traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., «Post-scriptum a Nombre de pila de Benjamín», en Fuerza de ley, trad. Patricio Peñalver, Madrid, Tecnos, 2008, p. 150.
13 Sobre la relación entre la ética kantiana y la ética que es suspendida en Temor y temblor, ver KNAPPE, U., «Kant’s and Kierkegaard’s Conception of Ethics», en Kierkegaard Studies Yearbook 2002, Berlin-New York, pp. 188-202.
14 HEGEL, F.G., Filosofía del derecho, &149, trad. A. Mendoza, México D.F., Juan Pablos Editor, 1998, pp. 151-152.
15 HEGEL, F. G., Filosofía del derecho, &140, pp. 145 y ss.
16 DERRIDA, J. «Fe y saber», en El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, Ed. La Flor, Buenos Aires, 2006, p. 61.
17 Ver nota 7.
18 BUBER, M., «Sobre la suspensión de lo ético», pp. 141-143.
19 Para una aproximación histórica y más detallada de las críticas que Buber dirige a Kierkegaard a lo largo de su obra remitimos a: AMOROSO, L., «Buber, Kierkegaard e la prova di Abramo», en Kierkegaard contemporáneo, Umberto Regina y Ettore Rocca (eds.), Morcellania, Brescia, 2007, pp. 247-263.
20 KIERKEGAARD, S., Pap. X4 A 338 (1851).
21 Este es el reproche que le dirigía M. Mjaaland. Ver nota 9.
22 LEVINAS, E., «Existence et Éthique», p.78.
23 Algunos intérpretes, de hecho, no ven diferencia alguna entre lo religioso tal y como es presentado en Temor y temblor y la ética de Levinas; así, por ejemplo, M. Mjaaland cuando afirma: «When Kierkegaard’s text is read in this other way, it actually expresses the same responsibility that Levinas proposes and I believe that this is not an unreasonable or inadequate reading Fear and Trembling, since it locates the religious responsibility within the ethical horizon», en Autopsia, p. 111.
24 DERRIDA, J., Dar la muerte, traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Paidós, Barcelona, 2000, p. 38.
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