José Ignacio Peláez Albendea

5.       Una conversación sobre Dios: Lilí Álvarez y Elena Fortún

A partir de la carta n. 20 del epistolario, comienza a aparecer con frecuencia Dios:

He conocido estos días a una persona que ha influido en mi vida de manera muy extraña y muy buena. Me ha hecho pensar en Dios, ¿sabes? Yo siempre he sentido una fe muy ingenua que no solo no iba acompañada al razonamiento, sino que se separaba de él por completo… Y sigo teniéndola. Pero no me había preocupado nunca de esta parte espiritual de la vida y de la salvación y la alegría que hay en ella (LAFORET y FORTÚN: 2017, 75).

Este es un texto fundamental para entender la fe de Carmen Laforet antes de su encuentro con Elia María González-Álvarez y López-Chicheri, más conocida como Lilí Álvarez. La fe de Laforet era una fe sentimental, nada razonada, y me atrevería a decir, muy poco formada: un sentimiento, más que una convicción, que una vez asumida libremente, compromete a toda la persona: cabeza, voluntad y corazón. Y continúa:

… no es ningún espíritu seráfico ni mucho menos, sino alguien que ha vivido y ha sufrido y que vive plenamente aún, y que ha podido encontrar la alegría y la paz en el sentimiento de amor de Dios… Y lo que me parece más extraño, en su sujeción a las reglas de la Iglesia, de una manera absoluta. Tanto me ha impresionado, que me he dedicado estos días a leer libros religiosos. […] [entre otros ha leído]: La destinación del hombre, de Berdiaev. Hay dos capítulos, ‘La moral evangélica y la moral farisaica de la ley’ y ‘La actitud cristiana con respecto a los pecadores y malos’, que me impresionaron mucho (LAFORET y FORTÚN: 2017, 75).

Y concluye con esta reflexión sobre su vida anterior:

Yo no sé por qué he pensado tan poco hasta ahora en el cristianismo y en la alegría que puede dar y en el amor que cabe dentro de él, sublimando las pasiones que uno tiene por fuerza. Quizá te aburro con estos temas que ni siquiera desarrollo; a ti que estás en paz de Dios sobre tus pinos con sol y nieblas, con tu soledad tan llena de ternura para todas las cosas que alcanzan tus ojos… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 76).

Elena Fortún le contesta a esta carta y otra posterior de Carmen Laforet el 19.9.51, y después de informar a su amiga de lo mal que va su salud, le dice:

Me alegra mucho que hayas encontrado una persona que te haya hecho pensar en Dios y en la salvación. En realidad, tu fe sencilla y sin razonamiento es la verdadera. La razón no tiene casi nada que hacer en lo eterno. Yo leo ahora muchos libros de religión que me prestan las monjitas. Algunos son insoportables, melíferos, llenos de superlativos a que a mí me producen un efecto nauseabundo, pero hay otros verdaderamente interesantes. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 79).

Es interesante esta reflexión de Elena Fortún, con la que ya nos hemos encontrado en otras ocasiones, y que corresponde, si he interpretado bien sus sentimientos, un rechazo a determinadas palabras y actitudes poco seculares, melosas, ñoñas, cursis, que abundaban en esa época –y en otras– y que a no pocos santos les producía igual rechazo, sin que esto significara un desprecio a la fe; es, para entendernos, más bien una actitud que dicta el sentido común y la sensibilidad humana bien formada. Un ejemplo de esa reacción es este texto de San Josemaría Escrivá, referida al culto litúrgico:

… lo han hecho dulzón y suave. (…) Bambalinas y teloncillos de teatro provinciano. Floripondios de papel y trapo. Imágenes relamidas, de pastaflora. (…) Cacharros feísimos (…) Apenas se ve la cruz entre la baraúnda de nubes de algodón y docenas de velas de procedencia química. Cánticos de opereta. (…) No quiero hablar –no debo: faltaría a la caridad– del ambiente piadoso ordinario en esas funciones (no, cultos). Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos… (…). Arte serio, lleno de grave majestad (ESCRIVÁ DE BALAGUER, San Josemaría:1935, nn, 251-255,citado por RODRÍGUEZ 2002, 671).

La importancia de la formación teológica

Elena Fortún no rechaza la razón como modo de llegar a Dios, pues le ayudan libros que dan razón de la fe, sólidos y escritos con talento teológico y literario:

…pero hay otros verdaderamente interesantes. San Agustín, San Francisco de Sales, con su Introducción a la vida devota, Santa Teresa, a la que yo adoro porque sabía más psicoanálisis que Freud. He leído un libro que se titula San Pablo escrito por un profesor de Religión alemán, que me ha gustado mucho. Son los primeros años de la Iglesia, desde tres años después de la muerte de Cristo hasta treinta o cuarenta años después. Las primeras predicaciones, las luchas con el pueblo judío, los primeros mártires. He leído también la historia de Santa Mónica, la madre de San Agustín (años del 300 y pico al 400), y ahora acabo de leer uno completamente americano escrito por un jesuita que está en América y que se llama Una fuente de energía, que me ha interesado grandemente (LAFORET y FORTÚN: 2017, 79-80).

Y después de unas reflexiones sobre los libros, comenta lo que le decía Carmen en su carta, y resalta la importancia de unas convicciones firmes para la conciencia: “Sí, querida mía, aunque te parezca extraño es preciso pertenecer a una religión y sujetarse a sus dogmas. De otra manera, no hay nada estable en la conciencia” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80). Y concluye con un consejo sobre la formación religiosa de sus hijas:

Enseña a rezar a tus hijitas. Diles que hay un Dios que es su padre y se ocupa de ellas, y que un ángel se queda a la cabecera de su cama mientras duermen, y las cubre con sus alas. Ello es bonito como un cuento, y  es además el símbolo de una gran verdad. ¿Tienes mi libro El cuaderno de Celia? Es la primera comunión de Celia (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80).

La confianza en la oración de petición

Y concluye la carta ofreciendo su oración por lo que necesite su amiga; es hermoso constatar la confianza que tenía Elena Fortún en ese momento de su enfermedad en los frutos de la oración de petición. Para entender lo que dice, conviene saber que en las cartas de Laforet aparecían con frecuencia los apuros económicos:

Yo te ofrezco una ayuda auténtica. Es preciso que me digas lo que económicamente deseas y lo que esperas, y yo se lo pediré a Dios. Te aseguro que lo tendrás. Nunca me niega nada, y creo que a nadie, pero yo tengo muchas horas para rezar (LAFORET y FORTÚN: 2017, 80).

Carmen Laforet le escribe en seguida, subrayando la centralidad de Jesucristo y el Evangelio:

He leído muchos libros místicos estos días y no me convencen nada. Solo me convence el Evangelio y la palabra de Jesús. Ahí hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado (LAFORET y FORTÚN: 2017, 81).

Y en otra carta posterior, le responde a la oferta de ayuda en oraciones con una declaración significativa, que va precedida de una frase: “lo he pensado mucho”, para dar cuenta de su relevancia: le pide que rece para que tenga la alegría interior; la iba a gozar de un modo inesperado poco tiempo después, como veremos:

Lo que me dices de pedir por mí me conmueve mucho porque creo en ello de todo corazón. Pero no quiero que pidas cosas materiales. Mira, las angustias de dinero que he tenido algunas veces me han importado, en realidad, tan poco que ni vale la pena pensar en ellas. He reflexionado mucho, seriamente, de verdad en lo que más deseo, y te pido que le pidas a Dios para mí solo una cosa: que yo tenga por dentro esa euforia de vivir, esa alegría interior que yo conozco bien, y que a veces pierdo desastrosamente. Cuando estoy sin ella, me parece imposible vivir. Los medios de tenerla son muy diversos… Yo no me atrevo nunca a pedir a Dios que me conceda los que me parecen más seguros… Esos desembocan en lo contrario. Tú pídele solo, para mí, el resultado […]. Es necesario que te cures. Pídeselo tú también a Dios. Quiérelo tú… A mí me haces muchísima falta (LAFORET y FORTÚN: 2017, 83).

En cartas posteriores de Carmen Laforet hablan de amigas comunes: Fernanda Monasterio, de una niña que le ha pedido a Elena Fortún la dirección de Laforet –Esther Tusquets–, y de Lilí Álvarez:

He leído tu carta (en la que me hablabas de religión) a esta amiga mía a quien quiero y que ha encontrado en Dios la felicidad de su vida. Es Lilí Álvarez […] Ha escrito un libro sobre espiritualidad y deporte. […] Desde que yo te escribí diciéndote que rezaras por mi alegría, yo estoy alegre ¿Es influencia tuya? […] ¿Conoces los libros de Leon Bloy? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 88).

Elena Fortún le contesta el 13.10.51. Le cuenta a su amiga las pruebas médicas a las que le someten para buscar un remedio para su enfermedad y lo agotada que se encuentra; y a continuación, comenta su carta sobre la lectura del Evangelio:

En una de tus cartas me dices: ‘Solo en el Evangelio hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado’. Es exacto. Desviado. Es la palabra justa. Lo ha desviado la humanidad para ponerlo en su camino. Lo ha achicado para poderlo entender. [Y le relata una historia que cuenta Hesse sobre un abad que había impuesto a un amigo una penitencia: que oyera Misa al alba y rezara por la noche tres padrenuestros y un himno mariano; a su amigo le pareció pueril y el abad le contestó]: ‘En comparación con Aquel a quien dirigimos nuestras preces, todo lo que hacemos es pueril’. Yo sé que Aquel me oye, que tal vez existo en Él y que todo cuanto deseo me lo da. Me parece que las cosas materiales con más facilidad que las espirituales… no sé por qué. Pido por ti (LAFORET y FORTÚN: 2017, 90).

Carmen Laforet le contesta en seguida y, después de manifestarle el gran afecto que le tiene, abre de nuevo su corazón a su amiga y le manifiesta una preocupación –casi una declaración de lo que más le importa en la vida– y le pide que rece por esa intención:

Reza tú para que yo tenga mi equilibrio y mi trabajo. Nada más necesito. Reza también para que yo no haga daño a nadie. Tú sabes qué difícil es esto y cómo muchas veces no depende de nuestra voluntad en absoluto. Me gustaría dar siempre serenidad y alegría a mi alrededor… Esto lo estimo más que lo que pueda hacer en literatura más adelante, y que todo […] Reza también para curarte. Yo creo que lo debes hacer. Haces mucha falta aquí. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 94).

La búsqueda de la alegría interior en las dificultades de la vida y en el dolor

Otra carta de Carmen Laforet, de 19.10.1951. Se refiere a una actitud ante la vida:

Dices que encuentras que ella [Fernanda Regidor] coge valientemente la vida… ¿qué es el valor?

¡Cualquiera sabe! Yo dentro de mí tengo algo, una especie de aparato regulador que me hace ir a la alegría como al fuego. Sé que al fin el dejarse ir, el coger la vida, lleva a la destrucción. Sé también que la renuncia, muchas veces, lleva a otro estado de alma más sereno, más puro. Toda esta sabiduría no me sirve de nada, eso es cierto, en un momento decisivo; yo soy de las que se juegan la cabeza con los ojos abiertos. Pero sí me sirve para no irme a todo. Yo no me desparramo. Eso es lo que le dije a Fernanda que debía procurar hacer. No porque yo crea que esté mejor o peor, sino porque creo que un cierto podarse interiormente es algo muy bueno para uno (LAFORET y FORTÚN: 2017, 95).

Y después de esta reflexión sobre “un cierto podarse interiormente”, una cierta prudencia en la conducta y en la vida, que da serenidad de ánimo y paz al alma, señala el papel del dolor en la mejora de la persona, del dolor con sentido. Carmen Laforet ha ido cambiando y madurando con su amistad con Elena Fortún; lo cuenta así Carmen:

Las relaciones humanas son un misterio. Los caminos de Dios, un misterio, poniéndonos a nuestro paso seres que de pronto despiertan lo peor o lo mejor de nosotros o simplemente nos tienden una mano en un momento que lo necesitamos. […] tú a mí, no sabes cuánto me has hecho pensar y cuánto me has beneficiado.

¿Cómo no voy a quererte?

(LAFORET y FORTÚN: 2017, 96).

También, como hemos visto, las conversaciones con Lilí Álvarez, las lecturas que ha frecuentado estos años, especialmente el Evangelio, y la gracia de Dios:

Además, yo, como Dostoievski, creo en el dolor como fuerza de vida interior y de creación. Te voy a decir mi teoría –seguramente herética–sobre el infierno y el cielo. Creo que si uno purifica su espíritu lo suficiente alcanza el cielo ya aquí en la tierra. Si uno llega a sentir ese éxtasis de subir por encima de los pequeños o grandes deseos inmediatos, lo alcanza, y eso ya puede proyectarse a la eternidad. Esto puede sucederle a uno de muchas maneras. Yo creo que casi siempre a fuerza de haber sufrido; pero sabiendo sufrir…, sabiendo encauzar el sufrimiento hacia algo. ¿No crees? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 96).

En carta del 30.X.51 vuelve Carmen sobre la alegría:

Lo importante es la alegría de dentro que tengo. Una alegría de maravilla… ¡Tú has rezado para que yo la tenga! Pide para que me siga, porque Dios te  hace caso siempre, también en las cosas espirituales (LAFORET y FORTÚN: 2017, 99).

Le contesta Elena Fortún el 30.10.51. Le cuenta las curas que le hacen y cómo sufre. Y refiriéndose a las conversaciones con Fernanda Regidor y Carmen Conde, dice:

Tú, Carmen mía, tienes un espíritu maduro que me asombra. […] Tienes razón, el dejarse ir, lo que llaman ‘vivir la vida’, las lleva a la destrucción. Ese saber renunciar, ese podar los pequeños y grandes deseos es ir hacia un estado de pureza que es el camino del reino de Dios. Eso que me dices de encontrar el cielo ya en esta vida no es herético, es lo que todos los santos hicieron… y ha sido mi obsesión muchos años. Nunca encontré a nadie que me siguiera en esta esperanza hasta llegar a ti. ¿No crees que los niños viven casi siempre en ese Reino? [y después de contar de un modo bellísimo su experiencia en la infancia, concluye]: Luego solo el sufrir nos puede tornar a ello, pero creo que el sufrir material sirve menos (LAFORET y FORTÚN: 2017, 102).

Elena Fortún cuenta sus sufrimientos físicos, que casi la ahogan y presiente su muerte cercana. No le habían contado el detalle de su diagnóstico: un cáncer de pulmón con metástasis, que avanzaba inexorablemente. Pero, en medio de este sufrimiento sabe comunicar con muchas amigas, y particularmente con Carmen Laforet, y hacer el bien. Y también sabe descubrir la belleza de lo que tiene al lado, como en este párrafo de la carta:

Algunas mañanas, cuando entra un rayo de sol muy tempranito y da en la pared, un sol pálido de otoño… o cuando oigo a los pajaritos que ya no pían porque tienen mucho frío (ya ha nevado una vez) y suenan como crótalos, con mucha suavidad, cuando vienen a comer las migas que les echa la camarera… Entonces siento como una reminiscencia de una paz y dulzura que antes de esta enfermedad empezaba a sentir (LAFORET y FORTÚN: 2017, 102).

El 1.11.51. le contesta Carmen Laforet muy apenado por los sufrimientos de su amiga y continúa con el argumento de la purificación y el crecimiento por el dolor:

En mi vida siempre encontré motivos para renunciar a algo. [Y después de contarle su experiencia, continúa contándole una teoría que ha oído y le convence]: Los seres, en algunos momentos de nuestra vida podemos encontrarnos copados, encerrados, angustiados…, entonces, si uno tiene vitalidad, necesita escapar. Solo hay dos escapes. Uno por abajo…  y otro, por arriba… Es más fácil en apariencia el primero, pero lleva siempre, después del éxtasis, a la muerte del alma, poco a poco… El otro es tan difícil que uno a veces cree que no puede seguirlo, pero una vez que lo consigue, o al menos cuando lo intenta, siente por dentro lo que tú llamas la Gracia, la alegría de vivir…, no la alegría de un momento, sino la de siempre. Yo creo que el valor es quizá el intentar esa superación y luchar por ella… ¿no te parece? Porque vale la pena. Eso intento hacer ahora. Pero en verdad tengo mucha suerte de encontrar quién me ayuda. Tú y otra persona (LAFORET y FORTÚN: 2017, 104).

“¡Qué difícil es aprender a vivir! Dios se ocupa de mí, como un Padre”

Elena Fortún le contesta el 20.11.51. Las cartas son cada vez más densas y profundas, más personales, a medida que la amistad entre las dos se hace más honda. Elena reflexiona sobre su vida, hace examen de conciencia y ve las luces y las sombras:

Tus cartas me hacen mucho bien. ¡Qué difícil es aprender a vivir! Algunas personas nacen sabiendo, otras no aprenden nunca, […] vamos aprendiendo a través de la vida. Tú, muy pronto, yo cuando se me iba acabando. ¡Qué bien eso de que hay que podarnos! Yo no lo he sabido y he dejado crecer ese árbol de deseos como ha querido. Algunas de sus ramas han dado frutos venenosos. ¡Bien lo he pagado! Ir descubriendo que el mundo espiritual tiene sus leyes como el material fue para mí obra muy lenta. Además, hay también leyes personales, porque Dios no nos trata a todos lo mismo. Un día vi que mi vida era como una pieza musical con tres o cuatro melodías que se repetían siempre. […] Dios se ocupa de mí, como un padre, en algunas cosas, en otras me deja sola días y días, como si fuera preciso que hiciera yo el esfuerzo… y lo hago, pero como soy una pobre criatura débil y ya agotada, cuando estoy a punto de fenecer viene en mi ayuda… Aquí he de callar porque esto es ya la entrada de lo misterioso (LAFORET y FORTÚN: 2017, 110).

Y continúa concretando esta emocionante reflexión sobre la paternidad de Dios en su vida: cómo le ha ayudado en lo económico, cuando le ha hecho falta; cómo ha estado junto a ella en el dolor y la enfermedad, levantándola; y en la amistad, enviándole a Carmen Laforet. Y concluye:

…me gustaría contarte toda mi vida, ¡tan larga, tan azarosa y tan inútil! […]porque hemos podido vivir mejor, hemos podido emplearla mejor para nosotros y para los demás, y sobre todo porque a veces hemos hecho llorar a los que queríamos, y eso se convierte en espinas que para siempre nos pincharán el corazón, y nos parecerá nuestra vida, peor que inútil, mala. El cura viejecito que viene a confesarme me asegura que Dios me ha perdonado y que estos remordimientos me los da el diablo que no quiere mi paz… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 111).

El 14.12.1951 le escribe Elena Fortún a Carmen Laforet una carta con un presentimiento: su amiga está sufriendo, ella reza y le escribe para consolarla:

Hace unos días que estoy inquieta por ti, no sé por qué pero lo estoy. Sospecho que lo estás pasando muy mal. […] Yo rezo, rezo mucho, pero tú sabes que hay un elemento con el que los humanos no contamos en las cosas del cielo y sin embargo allí es fundamental. Es el Tiempo o el Espacio, da igual. Para los que viven en la Eternidad. Nosotros pedimos esto para ahora, justamente para este momento, y allí debe caer como en algo acolchado que ahoga el ruido. Todo llegará, llegará un día cualquiera cuando más descuidada se esté y menos se espere. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 115).

“Me ha sucedido algo maravilloso. y no sé por qué a mí. ¡a mí!”

Efectivamente, Carmen Laforet le contesta en seguida, ya repuesta de unas serias dificultades, que no especifica en su carta. Y poco después, en otra carta no fechada, pero de esa segunda quincena de diciembre, le cuenta una experiencia sobrenatural:

Me ha sucedido algo milagroso, inexplicable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que sin embargo tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero… Y a todos, a todo el que quiera oírlo. Sé que no se puede comprender porque yo no lo comprendo. Y no sé por qué a mí, a mí me ha sucedido. ¡A mí! Ha sido debido a lo que habéis rezado por mí los que me queréis y al gran sufrimiento de alguien… Pero ha sido tan extraordinario, tan maravilloso que nunca sabré encontrar palabra para expresarlo (LAFORET y FORTÚN: 2017,119).

Después de esta introducción, llena de gozo, cuenta su interés desde hace meses por la religión y por el Evangelio, que leía con encanto, pero que no podía ahondar en él con la inteligencia hasta el 16 de diciembre, en el que fue a buscar a Lilí Álvarez a una iglesia en la que Lilí estaba rezando por Carmen, hablaron y se despidieron:

…pero aquella tarde entendí sus puntos de vista con gran facilidad. Me despedí, y al volver a mi casa, andando, sin saber cómo, Elena, sin que pueda explicártelo nunca, me di cuenta de que mi visión del mundo estaba cambiada totalmente. Elena, cuando no se tiene esto puede uno ver un milagro con los ojos del cuerpo y no creer en él; pero cuando uno siente dentro, dentro de uno, el milagro más maravilloso, la transformación radical del ser, el mundo del misterio es solo lo verdadero. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable… Es que no se puede no creer en ello. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).

Y continúa relatando las consecuencias de esta iluminación interior:

rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz. Elena, la Gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe. Jamás, jamás se puede sospechar una cosa así. […] No existe ni una tentación…, solo un temor desesperado de perder esta sensación de Dios que sabes que te ha venido así, que se te ha dado por un misterio, por una elección indescifrable a la que tu mérito es ajeno por completo. Mientras tengas esto estás salvada…, perderlo debe ser el mayor horror. Toda mi vida tiende a conservarlo. Todos los sufrimientos, todo lo que pueda sucederme no es nada si tengo esto, […]. No se puede comprender. No se puede imaginar nunca lo que esto es… La Virgen y los santos y los dogmas todos de la Iglesia se acercan a uno, están dentro de uno. No puedo desear otra cosa en la vida que el que los que yo quiero tengan esta sensación infinita… y todos, todos los hombres, Elena. ¡Si la pudieran tener! (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).

Continúa con una reflexión sobre la libre elección de Dios a algunas personas:

Pero no se sabe por qué este milagro inexpresable viene y nos penetra y por qué precisamente algunos son elegidos. […] hay personas piadosas y buenas y temerosas de Dios que jamás han sentido esto. Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si abrieran dentro de nosotros las puertas de la Eternidad. Nunca lo podré decir, pero lo tengo que decir. Es VERDAD, todo es verdad, todo es verdad. La verdad me ha traspasado, me ha cambiado en una hora, en unos minutos de mi vida. Es verdad, Elena… ¡Y esa verdad ha venido a mí!”. [Y en la parte final de la carta vuelve sobre esto]: “¿Por qué Él me ha cogido?...

Una hora antes ni lo sospechaba. Todo lo que creía entender… ¡qué absolutamente velado estaba para mí, hasta que Dios quiso, hasta el momento fijado desde toda la Eternidad en que Dios quiso! Ahora sé que en Sus Manos soy algo…, no sé qué. Él me dirá (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).

Y concluye con las consecuencias inmediatas de esta iluminación en su oración, en frecuentar los sacramentos, en su trabajo de escribir, en su amor a su marido, a sus hijos y a todas las personas:

Estoy en las manos de Dios. Nada le puedo pedir; nada más que no me abandone otra vez, y sí, que dé su Gracia a todos, que dé su Gracia…, otra cosa no sé decir ni pedir. Naturalmente he confesado y comulgado. Mi literatura ya no me importa. Sé que tengo que hacerla. Que tendré que trabajar más que nunca, pero mi nombre ya no me importa. Quiero a mi marido, a mis hijas con un amor nuevo y maravilloso, y a todos los hombres solo porque pueden ser salvados […] Mi vida ha cambiado mucho. […]Ahora sé lo que tengo que hacer. Sé también que muchas veces me parecerá duro, pero que en el fondo esa alegría de haber sentido esta llamada de Dios me sostiene… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 120).

Y para acabar confirma que está sicológicamente bien y no es una invención:

No estoy trastornada en absoluto, ni nerviosa, ni deprimida, solo maravillada, arrodillada delante de Dios, asombrada de que me haya dado esto. Temblando de no saber conservarlo […] Estoy embobada de esta maravilla que me pasa. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 121).

“Yo he pedido mucho su gracia y ¡te la ha dado!”

Elena Fortún le contesta en seguida el 29.12.1951, llena de gozo por la gracia que ha recibido su amiga, y cargada con grandes dolores por la enfermedad:

El milagro es divino. Yo he pedido mucho su Gracia y te la ha dado. No te importe si alguna vez parece que te falta. Cuando la ha dado una vez vuelve siempre.

Lee si puedes a Santa Teresa (las Vida, Fundaciones y el epistolario). […] [Le cuenta cómo la enfermedad está en la última fase] Nada de esto tiene importancia. Hay que morir de lo que sea…, de la enfermedad de la muerte que decía Santa Teresa. [Y concluye]: Que Dios no consienta que estés sola el último día (LAFORET y FORTÚN: 2017, 123).

“¡Que Dios no consienta que estés sola el último día!”

Impresiona leer las cartas de Elena Fortún en las que cuenta el transcurso de su enfermedad, que no he transcrito aquí para no alargar este trabajo y centrarme en los aspectos literarios, y sobre todo, en la conversación sobre Dios. En una nota, las editoras del epistolario comentan:

A Elena Fortún se le ocultó su enfermedad. Tenía cáncer de pulmón, y había sufrido algún brote tuberculoso en su juventud. El proceso tumoral se hallaba cerca del corazón y la sometieron a radioterapia en los últimos meses de su vida. Los cuidados paliativos en aquella época estaban en mantillas, por lo que la fase terminal de su enfermedad fue dura y prolongada. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 132).

Recibió este gran consuelo de la compañía de algunas amigas y de la correspondencia con Carmen Laforet que concluyó en esta luz sobrenatural que obtuvo para ella esta buena mujer, Elena Fortún, con su sufrimiento, que no podía evitarse, ofrecido a Dios con espíritu de redención, por la salvación de otros.

Una vida nueva: “escribiré la mujer nueva”.

El 1.I.1952 Carmen Laforet le escribe a su amiga refiriéndose de nuevo a la llamada de Dios, “que no puedo desoír”, asegurando que leerá a Santa Teresa, como le aconsejaba, y a San Juan de la Cruz:

Una vida nueva, extraordinaria, infinita me ha abierto sus puertas sin más mérito de mi parte que tener seres extraordinarios y santos a mi alrededor que han rezado por mí. Yo estoy aún conmovida. He visto claro estos días lo que tenía que hacer… He visto tan claro que, aunque ahora sé que muchas veces será difícil, no quiero dejar ese camino que me ha sido señalado, por nada del mundo (LAFORET y FORTÚN: 2017, 125).

Y le cuenta a su amiga su decisión de escribir una novela nueva, que acabó siendo La mujer nueva, y también de retomar su quehacer literario de otro modo, pues esa luz que ha recibido lo cambia todo:

Pienso hacer una novela nueva con más cosas de las que he dicho nunca. Quizá me salga bien… Ahora la literatura mía solo me parece un medio, un instrumento al servicio de Dios… si él quiere. Si fracaso en eso será que es otra cosa lo que espera de mí. Éxito y fracaso por tanto me son ya absolutamente indiferentes, ¿sabes? (LAFORET y FORTÚN: 2017, 126).

Insiste en que ya ha encontrado lo que tanto buscaba: la alegría, pero sabe, con sabiduría, que ese gozo será en las dificultades de la vida, que seguirán existiendo:

Tengo, al fin, aquella alegría que yo deseaba y te pedía…, por la que te pedía que rezases. Tengo la alegría de esa seguridad de saber que nada es inútil., que todo tiene un sentido en lo Eterno. Yo no sabía que era esto lo que estaba deseando. Pasados aquellos días maravillosos la vida sigue siendo bastante dura, pero ahora sé que no importa nada (LAFORET y FORTÚN: 2017, 126).

El 16.I. 52 Elena Fortún escribe su última carta incluida en este epistolario, ya desde Barcelona, a donde había sido trasladada. Poco después fue llevada a Madrid, donde falleció al cabo de unos meses. Le cuenta los progresos de su enfermedad. El epistolario incluye tres cartas más de Carmen Laforet. Le agradece las oraciones:

Sí, yo siento que rezas por mí. La alegría no me abandona… Más que alegría, esa euforia interior que aunque sucedan cosas malas me mantiene sonriente por dentro y por fuera. Estoy convencida de que la tengo por ti. Eso es algo estupendo, algo que vale más incluso que la felicidad, algo que no quisiera perder nunca; porque me hace hasta aceptar que caigan sobre mi cabeza cuantas desgracias me tenga el destino preparadas. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 133).

Y concluye con esta afirmación relevante: “Has rezado por mí. Dios te oye a ti siempre. Estoy segura de que hay en ti algo de santa” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 135).

En la última carta, fechada el 25 de enero de 1952 Carmen Laforet le desea a su amiga alivio en su enfermedad, ante el próximo traslado a Madrid y le cuenta que va a realizar unos ejercicios espirituales de una semana en silencio: “Estos días voy a rezar mucho por ti, que tanto lo has hecho por mí, y con tanto y tan asombroso resultado”. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 137).

6.       Conclusiones del epistolario

a.       Es un testimonio del bien que hace al ser humano la belleza de la amistad: Como hemos podido comprobar con la lectura del epistolario entre Carmen Laforet y Elena Fortún, estas cartas son en primer lugar un testimonio de la belleza de la amistad y el bien que hace al ser humano. Asistimos a un crescendo de intimidad espiritual en el que cada una cuenta a la otra sus problemas, sus penas y dolores, sus alegrías e ilusiones, sus afanes y sus búsquedas… crescendo que alcanza su cénit cuando comienzan a rezar una por la otra y empiezan una conversación sobre Dios. Las dos amigas por medio de sus cartas han crecido en su amistad: de una admiración literaria a una amistad espiritual. Esa amistad que les llevó a una profunda conversación sobre Dios, cambió para siempre a la joven madre que era Carmen Laforet, que perseveró en su fe cristiana, entre los humanos vericuetos de toda biografía; y consoló en sus últimos años de vida y en su dura enfermedad a Encarnación Aragoneses.

b.       Es un testimonio para la historia de la intimidad espiritual: es una historia de cómo el intercambio epistolar ayuda a reflejar el estado de los espíritus, los sentimientos y convicciones de las dos amigas, de modo que su evolución y crecimiento interior habrían quedado ocultos a la historia y a nosotros, si no hubieran mantenido esta relación epistolar durante cinco años.

c.       Desde el punto de vista formal, estas cartas alcanzan cumbres bellísimas en expresión literaria, particularmente algunas cartas de Elena Fortún que reflejan su soledad y dolor y, a la vez, la belleza de la naturaleza; y la carta de Carmen Laforet que narra la súbita luz espiritual que recibió y que más tarde trasladó de modo literario a su novela La mujer nueva.

d.       Sobre los contenidos: estas cartas reflejan una profunda reflexión sobre los grandes temas del hombre: el sentido de la vida, la alegría, el dolor, la enfermedad, la muerte, el encuentro con Dios… Y un modo de afrontar la fe católica con algunos acentos especiales:

-         En primer lugar, la centralidad de la figura de Jesucristo y del Evangelio, con los que se sienten identificadas las autoras.

-         Ven a Dios como un Padre que cuida de ellas y las acompaña y protege en los duros vericuetos de sus biografías.

-         Rezan y piden oraciones por distintas necesidades y confían en la eficacia de la oración de petición a Dios.

-         La lectura de los más sólidos autores clásicos de espiritualidad, les reconforta y les hace crecer, particularmente: San Agustín entre los padres de la Iglesia; Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz entre los clásicos castellanos; y Dostoievski y Berdiaev, entre autores más recientes.

-         Las autoras aprecian los dogmas de fe de la Iglesia, los respetan y asienten a ellos con fe, pues “de otra forma no hay nada estable en la conciencia”.

-         Reconocen la importancia de ser consecuentes con su fe cristiana y vivir según la moral de Jesucristo, que lleva a veces a renuncias y a “un cierto podarse” y a “no dejarse llevar de los impulsos”, pero ese camino de secundar la gracia de Dios da una gran alegría interior.

-         Las autoras reaccionan con rechazo ante unos modos de vivir la fe cristiana que en esos años estaban más o menos extendidos y que, en mi opinión, tenían como base una falta de profundización en esta conocida afirmación teológica “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”. En el epistolario salen dos ejemplos de esta actitud: uno, ante el dolor físico, que “si se puede evitar, se evita; y si no, se ofrece”: el dolor físico no es un bien, sino un mal que hay que evitar, si es posible, aunque como toda realidad humana, se le puede dar un sentido cuando no se puede eliminar. El segundo ejemplo es la belleza: la reacción de las autoras ante imágenes y escritos ñoños, cursis o relamidos, que les producen rechazo por esta razón, no por la realidad que representan.

José Ignacio Peláez Albendea en dialnet.unirioja.es/

José Ignacio Peláez Albendea

De la admiración literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios

Este trabajo tiene como objeto estudiar la correspondencia entre las escritoras Elena Fortún (Encarnación Aragoneses) y Carmen Laforet, que tuvo lugar entre 1947 y 1952 y mostrar cómo a través de las cartas que se dirigieron por admiración literaria, alcanzaron una profunda amistad espiritual, en la que se comunicaron sus preocupaciones y búsquedas, particularmente la búsqueda de Dios y del sentido de sus vidas. En las cartas también se narra con detalle el proceso de conversión interior de Carmen Laforet, que influyó en su obra, especialmente en su novela La mujer nueva.

Abordamos este estudio en seis apartados:

1. Una visión general del epistolario.

2. Breve reseña vital y literaria de Encarnación Aragoneses (Elena Fortún).

3. Breve apunte sobre la vida, obra y religiosidad de Carmen Laforet como contexto.

4. Un resumen de las primeras veinte cartas del epistolario.

5.Una conversación sobre Dios, que son las veintiséis cartas restantes del epistolario.

6. Las conclusiones del trabajo.

1.       Una visión general del epistolario

La Fundación Banco de Santander en su colección Cuadernos de obra fundamental acaba de publicar el epistolario de estas dos grandes escritoras que fueron Carmen Laforet y Elena Fortún, seudónimo literario de Encarnación Aragoneses. Lo ha titulado Carmen Laforet & Elena Fortún. De corazón y alma (1947-1952). Va precedido de unos breves prólogos de dos de las hijas de Laforet, Cristina y Silvia Cerezales Laforet, y de Nuria Capdevilla-Argüelles; de la selección de la correspondencia se ha ocupado Cristina Cerezales Laforet.

Este epistolario ilumina de un modo muy elocuente algunos aspectos de los últimos cinco años de vida de Elena Fortún, la última parte ingresada en el sanatorio Puig de Olena, de Centellas (Barcelona) por el cáncer de pulmón y tuberculosis que padeció. Y también esos cruciales años de la vida de Carmen Laforet, en los que experimentó una conversión religiosa, que más tarde trasladaría a su novela La mujer nueva.

Son cuarenta y seis las cartas seleccionadas y el arco de tiempo que abarcan es desde el 1 de febrero de 1947 al 25 de enero de 1952, cinco años. Catorce de ellas proceden de la pluma de Elena Fortún y treinta y dos de Carmen Laforet. Algunas son muy breves, de apenas unos pocos párrafos, y otras son más largas.

Su contenido refleja la amistad que unió a estas dos escritoras, que se vieron muy pocas veces personalmente, pero que llegaron a una gran admiración y afecto humano y espiritual. En sus cartas, Carmen Laforet manifiesta cómo creció leyendo los inolvidables relatos de Celia y los demás personajes creados por Elena Fortún, y cómo le ayudaron a comprenderse a sí misma y al mundo que le rodeaba. Su amor por estos relatos lo trasmitió a sus hijos:

Solía mi madre leernos capítulos sueltos de Celia […]. Recuerdo lo mucho que ella disfrutaba –hasta llegar a atragantarse con la risa que le producían algunos episodios– leyéndonos las ocurrencias de aquellos niños, que ya considerábamos de ‘la familia’ […] Trasportaban a mi madre a ese lugar del interior de cada uno donde la infancia permanece para siempre. Y era entonces, y por ellos, cuando se producía el más profundo y verdadero encuentro con nosotros, sus hijos (CEREZALES LAFORET, Silvia: 2017, 15).

En la introducción de Cristina Cerezales Laforet cuenta el hallazgo, primero de las cartas que Elena Fortún dirigió a su madre y luego, de las vicisitudes –verdadera investigación que se sigue como un relato de búsqueda del tesoro– hasta que consiguieron las cartas de su madre:

Las leí con embeleso, y puedo asegurar que la segunda parte del tesoro superó mis expectativas y me enriqueció como persona y como hija. En ellas volvía a hallar, igual que en la correspondencia con Ramón J. Sender, una amistad elevadísima, nacida y alimentada por ambas partes de lo que destila la literatura del otro. En ambos casos el encuentro personal entre los autores había sido escaso. Sin embargo, habían podido captar a través de la lectura la esencia que el autor había dejado en ella, creando en este intercambio un amor puro y libre de confusiones (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2017, 14).

Esta correspondencia comienza cuando Encarnación Aragoneses tenía cincuenta y nueve años  y Carmen Laforet veintiséis y se prolonga hasta los sesenta y cuatro de la primera y treinta y uno de la segunda. Las dos escritoras pertenecían a dos épocas distintas, pero manifiestan una especial comunión de espíritus entre ellas. Salen en el epistolario:

Julia Manguillón, Josefina Carabias, Paquita Mesa, María Martos de Baeza, Lilí Álvarez, Carolina Regidor, Fernanda Monasterio, Carmen Conde, Matilde Ras… […]. Carmen Laforet vio en Elena Fortún una reconfortante figura maternal a la que querer y con la que vincularse, el origen de su voz, una madre literaria (CAPDEVILLA-ARGÜELLES: 2017, 23 y 24).

Vamos a tratar de modo resumido de su recorrido personal y luego volveremos al epistolario.

2.       Breve reseña vital y literaria sobre Encarnación Aragoneses

Encarnación Aragoneses de Urquijo, conocida por su seudónimo literario, Elena Fortún, nació  en Madrid el 17 de noviembre de 1886 y falleció el 8 de mayo de 1952 en Madrid. Hija de Manuela de Urquijo, de nobleza vasca, y de Leocadio Aragoneses, alabardero de la Guardia Real, de origen segoviano. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Se casó con Eusebio de Gorbea, su primo, militar y escritor, que llegó a ganar el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua por su obra Los que no perdonan; participó en la vida literaria y teatral y tuvo cierto trato con Valle-Inclán, Ricardo Baroja y Cipriano Rivas Cherif. Después de la guerra civil, se exilió a Argentina; con tendencias depresivas, se suicidó en Buenos Aires a finales de 1948, cuando su mujer, Encarnación, se encontraba en España ocupada en realizar gestiones para que pudiera regresar, pues había sido militar republicano. El matrimonio tuvo dos hijos, de los que murió el menor, Bolín, en 1920, hecho que produjo, lógicamente, un gran dolor a sus padres. Vivieron en Madrid, pero también en otras ciudades.

Encarnación Aragoneses participó en actividades literarias y culturales para mujeres en el Lyceum Club Femenino, fundado por María de Maeztu, y mantuvo trato y amistad con muchas de ellas: María Lejarra de Martínez Sierra, Pura Maortua Ucelay, Zenobia Camprubí, Matilde Ras y otras muchas que aparecen citadas directa o indirectamente en el epistolario.

Su amiga María Lejarra de Martínez Sierra, le habló de Encarnación Aragoneses a Torcuato Luca de Tena, director de ABC. Y a partir de 1928 comenzó a publicar en las páginas de Gente menuda, del ABC, los relatos de una niña, llamada Celia, y de sus hermanos –dirigidos al público infantil y juvenil–, que contribuyeron a la educación de varias generaciones. Junto a Celia, creó otros populares personajes: Cuchifritín, Matonkiki, Mila, Lita y Lito, La Madrina… Estos relatos llamaron la atención de Aguilar, que comenzó a editarlos en forma de libro. La mayor parte de las narraciones iban acompañadas de excelentes dibujos a cargo de Regidor. Luego se encargaron de ellos Molina Gallent y, más tarde, Serry. En su escritura se advierte una profunda comprensión del modo de pensar y sentir de las niñas y niños. Son personajes reales, que se encuentran en las calles, parques y casas de nuestras ciudades, que juegan y se divierten, a los que les suceden los avatares que suelen acontecer a los niños y que reaccionan como ellos. Suscitan una profunda corriente de simpatía y enseñan a crecer, sin dejar de ser niños y de hacer trastadas y chiquilladas, divertidas o no tanto para sus padres, como corresponde a la edad que tienen.

Mujer de convicciones republicanas, en la mayor parte de sus relatos no aparecen sus ideas políticas, y busca más hacer literatura, y con frecuencia, gran literatura, en la que está presente la vida con todas sus manifestaciones de humanidad, belleza, amistad, familia, trato entre padres e hijos, estudios, ideales… más que transmitir una ideología concreta. Su fondo es un sentido común natural, y también está presente una visión cristiana de la vida, no manifestada explícitamente, salvo en algunos relatos como El cuaderno de Celia, con las oraciones para la Primera Comunión, que es citado en el epistolario que analizaremos más tarde y en Celia y la revolución, en el que Celia, adolescente con quince años, ante tanto dolor y desastre de la guerra civil, se abre explícitamente a un horizonte esperanzado en las manos de Dios:

Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles, aún desnudos de hojas… ¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…

- ¡No, no estoy sola! –me repito para darme ánimos–.

¡Estoy en las manos de Dios! (FORTÚN: 2016, 344).

Sus principales obras son: la colección de Celia: Celia, lo que dice (1929), el primer libro de la serie, en el que nos la presenta como una niña de siete años, con los ojos claros, la boca grande y el cabello rubio. Celia tiene la edad de la razón: así lo dicen las personas mayores. La autora va introduciendo a su Celia en el mundo de las personas mayores, ‘mundo con unas reglas absurdas e ilógicas que los niños se resisten a cumplir’ y va evolucionando, entre asombro y asombro y la vemos adaptarse poco a poco a ese mundo extraño, y a veces hostil, hasta convertirse ella misma en una persona mayor (DORAO: 2016, 21-22).

Después vienen Celia en el colegio (1932), Celia novelista (1934), Celia en el mundo (1934), Celia y sus amigos (1935), Celia madrecita (1939), Celia institutriz en América (1944), El cuaderno de Celia (1947), Celia se casa (1950), Los cuentos que Celia cuenta a las niñas (1951), Los cuentos que Celia cuenta a los niños (1952).

“Celia y la revolución”

Su novela Celia y la revolución, inédita hasta hace unos pocos años (1987 y reeditado en 2016), es un relato de gran calidad literaria sobre la guerra civil en Madrid, Albacete, Valencia y Barcelona, vista con los ojos de una adolescente de quince años. Incorpora su experiencia personal en la dura y fratricida guerra civil, pero el sufrimiento, el miedo, los asesinatos y represalias, los bombardeos, el hambre, aparecen matizados por la mirada juvenil. Este libro, en opinión de Andrés Trapiello es una de las grandes novelas de la guerra civil española, junto a Sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor, España sufre, diarios de guerra de Morla Lynch. Todos ellos constituyen lo que hemos venido en llamar la tercera España, en los que habría que incluir también Democracias destronadas, de José Castillejo […]. La característica común de estos cinco libros es que fueron escritos durante la guerra civil o al poco de ella […]. A la novela de Elena Fortún le sucede lo mismo que a la de Chaves: puede considerarse una crónica autobiográfica […]. En ningún otro libro están mejor contadas las sacas, checas y paseos en el Madrid revolucionario sin el tremebundismo de unos […] y el escamoteo de otros, con la inocencia, podríamos decir, de una muchacha, Celia, que aquí se presta a encarnar a su autora. No quiere hacer propaganda ni tampoco victimarse. Le ha tocado vivir esa circunstancia, y ella es una escritora de circunstancias, y desde luego, realista. Deja, pues que la mirada de Celia se pasee por todas partes […] Todo será relatado con sobriedad y precisión de relojero (TRAPIELLO: 2016, 7-21).

En esta gran novela, Celia –y su autora, Encarnación Aragoneses–, que vivió los hechos dramáticos de la guerra civil, narra como pocos los terribles asesinatos de las checas de las noches de Madrid en manos anarquistas y comunistas, los bombardeos del otro bando y el efecto de terror que producían en la población civil y el hambre y las colas de racionamiento de la ciudad sitiada:

no juzga: trata de relatarlo todo de la manera más objetiva, sin omitir detalles y sin dejar de preguntarse quién tiene la razón. Ella se limita a contar lo que vivió, a poner en los labios de una niña de quince años un dolorido asombro ante aquella sangrienta y absurda lucha fratricida que fue nuestra guerra civil (DORAO: 2016, 27).

Otros libros de Elena fortún son los que pertenecen a la colección de Cuchifritín: Cuchifritín, el hermano de Celia (1935), Cuchifritín y sus primos (1935), Cuchifritín y Paquito (1936), Cuchifritín en casa de su abuelo (1936), abuelo materno que vive en Segovia,

que aporta el contraste, literariamente interesantísimo, del mundo provinciano frente al de la capital en los albores de la guerra civil. Encarnación Aragoneses conservó toda la vida una encendida nostalgia por la tierra de sus abuelos paternos –dedicados a la agricultura–, y habría querido ser enterrada en Ortigosa del Monte, pueblo cercano a Segovia donde veraneaba de niña (MARTÍN GAITE: 1995, 9).

Otras obras de Elena Fortún son los de la colección de Matonkikí, prima de Celia: Las travesuras de Matonkikí (1936), Matonkikí y sus hermanas (1936).

Por último, también hay que citar la colección de libros sobre Mila, hermana de Celia: La hermana de Celia (Mila y Piolín) (1949), Mila, Piolín y el burro (1949), Patita y Mila, estudiantes (1951).

Escribió, además, otras obras infantiles: Canciones, libro de manualidades, teatro para niños, cuentos, ensayos sobre cómo contar cuentos a los niños, y una novela que dejó sin publicar, Oculto sendero, y un libro de textos conjuntos de Elena Fortún y Matilde Ras, El camino es nuestro; ambos han sido editados recientemente por la Fundación Banco de Santander y Renacimiento.

3.       Breve apunte sobre la vida y religiosidad de Carmen Laforet Díaz, como contexto

Nace el 6 de septiembre de 1921 en Barcelona, y fallece el 28 de febrero de 2004 en Majadahonda (Madrid). Hija de un arquitecto de Barcelona y una profesora de Toledo. Vive en Gran Canaria desde los dos años hasta los dieciocho; tuvo otros dos hermanos. Pronto falleció su madre, y su padre se volvió a casar.

Viaja con dieciocho años a Barcelona para estudiar la carrera de Filosofía, y más tarde a Madrid para estudiar Derecho. En 1944 gana el prestigioso Premio Nadal de Novela, que se otorgaba por primera vez, con la novela Nada.

Se casó con el periodista y escritor Manuel Cerezales en 1946, con el que tuvo cinco hijos. Posteriormente publica en 1950 la novela La isla y los demonios, ambientada en Canarias. En el epistolario que vamos a analizar sale con frecuencia el proceso de escritura de esta novela. En 1954 es editado un libro de relatos titulado La llamada.

La publicación de “La mujer nueva”

En 1955 publica La mujer nueva, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. En ella refleja la conversión de la protagonista, Paulina y aparecen manifestaciones autobiográficas de su propia experiencia religiosa. La recepción de esta novela en la crítica, en general, ha tenido diversas fases.

Gerarld Brenan le escribe a Carmen Laforet en una carta fechada el 6.2.1956:

Yo me acordaré siempre de esa noche de lluvia que llena la primera parte de su libro y del viaje de Antonio en su coche y de Paulina en el tren. Usted me dice que escribió esta parte con facilidad. Le aseguro que, como literatura, es magnífica. Luego viene la conversión, la sensación del descubrimiento de Dios, en el tren. Ésta es la cosa mejor del libro. Dudo que haya en castellano unas páginas más maravillosamente poéticas que estas del primer capítulo de la segunda parte (BRENAN. Citado por CEREZALES, Agustín: 1982, 147-148).

En 1962, Santos escribe: “Carmen Laforet volvía a la novela con mejor pulso para la delimitación de sus personajes, de sus protagonistas femeninos, con […] la consagración definitiva, por la altura de su empeño, con La mujer nueva” (SANTOS, Dámaso: 1962, 171).

En opinión de Eugenio de Nora, esta novela es “la más ambiciosa y la menos lograda de sus obras”, pues Carmen Laforet, que en sus novelas acierta a contarnos, con un arte excepcional (perfecto dentro de sus límites) lo que les pasa a sus personajes; consigue incluso que veamos cómo les pasa (exceptuando una parte de La mujer nueva); y que tengamos un vislumbre más o menos intuitivo y fugaz, pero auténtico de quiénes son; pero no parece nunca plantearse el porqué de sus vidas truncadas (DE NORA:1973,106,108)

Precisamente, en La mujer nueva intenta plantearse el porqué de la vida de la protagonista y en mi opinión, lo consigue, logrando escribir una gran novela. Veremos en el epistolario cómo Carmen Laforet decide después de su conversión escribir una novela de estas características y se lo cuenta a Elena Fortún en una carta. Si he entendido bien la crítica de Eugenio de Nora, le parece que no es creíble la evolución de la protagonista, Paulina, hasta abrazar la fe cristiana. Sin embargo, en mi opinión, precisamente es tan creíble la evolución de la protagonista, y está tan magistralmente y bellísimamente expresada su conversión, porque está basada en un suceso experimental de la autora, que vivió en primera persona y con gran hondura y consecuencias en su vida posterior, y sabe convertir esa experiencia vital en literatura: las decisiones posteriores de Paulina son consecuencia natural de su conversión. En resumen: coincido con la primera parte de la opinión de Eugenio de Nora: La mujer nueva es la más ambiciosa de las obras de nuestra escritora, y no coincido con la segunda: al contrario que él me parece una novela muy lograda.

Jordi Gracia y Domingo Ródenas resumen: Laforet volvía a bombear en su literatura sus propios jugos vitales, pero el resultado, no siendo ni estilísticamente ni técnicamente deficiente, fue una novela de contenido retardatario, de una espiritualidad enfermiza y subyugada, del todo acorde con la educación moral represiva que el nacionalcatolicismo reservaba a la mujer. (GRACIA y RÓDENAS: 2011, 165).

Jordi Gracia y Domingo Ródenas resumen:

Laforet volvía a bombear en su literatura sus propios jugos vitales, pero el resultado, no siendo ni estilísticamente ni técnicamente deficiente, fue una novela de contenido retardatario, de una espiritualidad enfermiza y subyugada, del todo acorde con la educación moral represiva que el nacionalcatolicismo reservaba a la mujer. (GRACIA y RÓDENAS: 2011, 165).

Una opinión cercana tienen Pedraza y Rodríguez Cáceres:

se trata aquí de la lucha de una mujer cultivada e independiente por romper con un pasado en el que dominan las pulsiones eróticas, para avanzar por la senda de la purificación y el cumplimiento del deber. La autora se basa en una experiencia propia. La obra cosechó reacciones muy dispares. Están fuera de lugar los elogios y los ataques desmedidos. Coincidimos  con JL Alborg y Martínez Cachero en que la primera parte de la novela, la dedicada a las pasiones humanas de Paulina, es un acierto; pero decae considerablemente en el momento en que recibe la llamada de la gracia divina. El proceso es demasiado rápido y resulta poco convincente (PEDRAZA JIMÉNEZ y RODRÍGUEZ CÁCERES: 2012,339).

De acuerdo con Valbuena Prat:

es humanísima en su relativa sencillez, supremamente adivinadora en la conversión en el tren, rica en los casos y personajes que se entrecruzan en el problema de la protagonista. Su sentido católico no es ingenuo ni rutinario, plantea con hondura la situación de Paulina y sus luchas íntimas, desde la llamada de la gracia hasta la única lógica y humana solución. Ni contemporiza ni juega a la extrañeza de un Mauriac. La obra y  el caso son profundamente españoles y arrastra vendavales, sangre y muerte de la guerra y la posguerra, Cada personaje está estudiado con verdadero cuidado […]. El pueblo inventado en el paisaje de León, es un acierto, como la voz de la tierra y de la serenidad popular, frente a la prisa desorbitada de la mujer de ciudad, Paulina […] Y allí, al adivinarse, su vida nueva, alcanzará la paz y ceñirá su pequeño hogar (VALBUENA PRAT:1968, 845-846).

Recientemente, Rolón Baradaha señalado que el acierto de esta novela no es tanto la conversión de Paulina, la protagonista, y el aspecto religioso, sino que es

una muestra bien lograda, no sólo en su estructura novelística, sino también en el trasfondo sicológico de sus personajes, en los temas y en la variedad de historias y relatos que le presenta al lector, de un tema de actualidad: el eterno problema de la falta de comunicación, de la búsqueda de equilibrio en las relaciones entre el hombre y la mujer (ROLÓN BARADA: 2003,16).

Obras posteriores: tres pasos fuera del tiempo, artículos y ensayos, colecciones de relatos

En 1963 sale a la luz La insolación, que forma parte de una trilogía en el propósito de la autora, Tres pasos fuera del tiempo, del que se ha llegado a publicar un segundo volumen póstumamente, Al volver la esquina, que ha salido a la luz en 2004. La tercera novela, sobre la que trabajó la escritora y de la que habla en su correspondencia, Jaque Mate, no se ha publicado y al parecer, tampoco se ha encontrado el manuscrito.

En 1970 publica otra colección de relatos titulado La niña y otros relatos. En 1981 aparece Mi primer viaje a USA, ensayo sobre un viaje a Estados Unidos que realizó en 1965. De las amistades que hizo en ese viaje, mantuvo una correspondencia con el escritor Ramón J. Sender, que ha sido publicada en 2003, bajo la guía de su hija Cristina Cerezales Laforet, con el título Puedo contar contigo, que incluye setenta y seis cartas. En esta correspondencia, además de muchos otros temas, aparece la religión como interés de los dos escritores, pues ambos tenían fe en Dios.

Ha publicado también numerosos artículos, recopilados en Artículos literarios (1977), un libro de viajes, Paralelo 35 (1967) y numerosos cuentos y relatos. Sufrió los últimos años de su vida Alzheimer, que le fue inhabilitando para la escritura y para la vida social. Falleció en 2004.

En 2007, ha sido publicada a cargo de Agustín Cerezales Laforet, bajo el título Carta a don Juan. Cuentos completos, la totalidad de sus relatos cortos, incluidos algunos inéditos. Los cuentos de Laforet,

a menudo protagonizados por personas de su misma condición social, las sufridas clases medias, nos transmiten de manera vivida el ambiente de precariedad que éstas también padecieron en los años cuarenta y cincuenta. La autora siente predilección por los personajes desvalidos y de entre éstos, por los femeninos, quizá porque le resulten más fáciles de crear. Le basta con mirarse a sí misma. Tal vez por eso aparecen con frecuencia las mujeres casadas, madres de familia, preocupadas por el bienestar de los suyos, pendientes de la economía doméstica (RIERA: 2007, 13).

Y en 2010 se ha publicado el volumen Siete novelas cortas, también a cargo de Agustín Cerezales.

Estas siete novelas cortas son relatos de la vida dañada. Tanto el tono neorrealista, como lo relatado en ellos, muestran […] lo borroso, confuso y fragmentario. La posguerra es el lugar de estas siete novelas cortas […]. Es interesante ver cómo Laforet trata en estos relatos de hacer salir el bien, la acción luminosa y recta, del núcleo de lo más cotidiano, trivial y ramplón. Es, entre otros, el tema de la bondad verdadera de algunas beatas. La bondad que resplandece débilmente, gradualmente en estas siete novelas, con distinta modulación en cada una de ellas (POMBO: 2010,8-9).

Las escribió entre 1952-1954, en pleno efecto de su conversión religiosa, pues

Carmen Laforet, ingresó por esos años, ‘en la fila de las beatas de aquel tiempo’, en una Iglesia Católica que hasta entonces le había parecido ‘un enorme caparazón vacío, un tinglado cultural y moral sin sentido’. Y en 1970 seguía creyendo que ‘era muy lógico que a un espíritu libre en aquella época la Iglesia que se podía ver desde fuera de la fe le resultara algo anacrónico e inútil’, y al releer sus obras de aquellos días, ve sobre todo, en aquellos esbozos, ‘la admiración por los seres que bien o mal, trataban de ser mejores en momentos de nuestro país muy difíciles. Tiempos de posguerra y de hambre, tiempos de egoísmo y de preocupación de cada  cual  por  la  subsistencia  de  cada día’ […]. Con estos relatos, Carmen Laforet hizo gala una vez más de su valentía y falta de egoísmo, al ‘ingresar en esa fila de beatas’ (CEREZALES, Agustín: 2010, 16-17).

La evolución religiosa de Carmen Laforet desde la mujer nueva

Carmen Laforet era una joven escritora y madre con algo más de treinta años cuando escribió La mujer nueva y falleció casi cincuenta años después: en 2004.

Su hija Cristina Cerezales Laforet ha escrito un bellísimo libro titulado Música Blanca (2009, Barcelona, Destino) en el que recoge recuerdos de su madre y testimonios escritos y orales. Nos limitamos a entresacar algunas referencias a su vida y a la cuestión religiosa, tema de este trabajo.

En 1971 se separa de su marido, pero continúa tratándole a él y por supuesto, a sus hijos. Explica así lo que le sucedía: una angustia insuperable por ellos:

Esperé a que se hicieran grandes (mis hijos) y me fui de casa, pero siempre estuve a su lado con la mano tendida. Yo no era responsable de que un círculo de angustia me rodeara; un círculo de angustia que tiraba de mí, que me arrastraba. Vuelvo a sentirlo. Quiero salir de él y no puedo… […] Rezo por mis hijos, ¿es rezar esto? Si sirviera mi vida por la suya recuperada y plena, ¿la daría? Creo que absolutamente sí. Lo que no quiero es dejarme vencer por este dolor horrible que no es salvador para nadie. Hago entrega de mi vida  por su salvación, por la salvación de todos los que quiero y quiero a todos los que me hicieron feliz en algún momento, aunque después tuviera que sufrir por ello. Qué dolor lacerante el de aquel tiempo. […] Estaba a su lado y quería intervenir en sus vidas, evitarles todos los escollos. Pero no era posible, no era posible (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 262-263).

El 11.9.1971 se trasladó para vivir a una casa cercana a la familiar de la Calle O’Donnell; en esa casa-estudio desea que cada uno de sus cinco hijos tuviera un estudio y llaves para ir y verles con frecuencia:

Yo quería proporcionar a mis hijos un rincón de encuentro y libertad, brindarles casa y protección, refugio y amor. [Años después escribe]: Tengo que seguir avanzando con la ayuda del Espíritu Santo hasta que mi cuerpo consiga mantenerse de forma continua en ese estado que vislumbro en los mejores momentos, en una entrega total, un espacio de no-deseo, de sometimiento absoluto a la voluntad suprema. Sigo rogando al Espíritu Santo con una oración constante para que me ayude a soltar todos los lazos hasta alcanzar Su libertad. Y ahora que todos los que se cruzan conmigo me miran con lástima y conmiseración, ahora, en que los que no saben, me juzgan acabada y muda, anclada en una silla de ruedas […] ahora ya siento al fin, libre de los temores que entonces me cercaban, libre de aquel dolor lacerante que me aguijoneaba sin cesar, libre del terror de lo que podía acontecer con las vidas de mis hijos, ahora siento con plenitud de parte de todos ellos el mar de su cariño (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 96).

En carta a Ramón J. Sender le describe los efectos en su vida de aquella iluminación interior en la que se encontró con Dios y describe así su vida:

Para mí la cosa de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino desde fuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de venero religioso y en lo que tiene de absurdo y enmohecido y todo. Luego una enfermedad física de todas estas contradicciones entre lo que hacía y mi manera de ser. Y luego otros siete años en los que estoy de casi huida, de volver a mi ser, de encauzar mi razón. Pero siempre encuentro a Dios en todas partes. A veces es como una locura tranquila. Si me voy a París, Dios está en París. Si voy a USA, Dios está en USA. Si creo que lo he olvidado, me doy de narices contra Él (LAFORET y SENDER: 2003, 57).

Carmen Laforet, mujer apasionada, muy madre de sus hijos, fue marcada para bien por ese encuentro que dio un giro a su vida y que describe tan bien en el epistolario con Elena Fortún que hemos transcrito, y que trasladó a la literatura con tanta belleza en la conversión de Paulina, la protagonista de La mujer nueva. Pero el encuentro con Dios, no cambia la personalidad y no ahorra dolores y enfermedades: ayuda a encontrarles sentido en el plan de salvación de Dios para cada uno de sus hijos. Mujer de temperamento artístico, emprende frecuentes y largos viajes, a Estados Unidos, a Polonia, a París, Alicante,  Gijón, pasa varios años en Roma… Publica frecuentes colaboraciones en revistas y periódicos, pero no encuentra el modo de avanzar en su proyectada trilogía de novelas, de las que sólo publica la primera, y escribe la segunda. Con una insatisfacción permanente sobre su obra literaria, que considera de una calidad inferior a la que realmente tiene, parece “una mujer en fuga”, en expresión de una de sus biógrafas, aunque en realidad, me parece más bien “una mujer en búsqueda” de una paz y alegría interior, que señalaba como su gran anhelo en las cartas a Elena Fortún, y que alcanza al fin de sus días. Esta insatisfacción permanente, con contados remansos de paz, que le hace cambiar a menudo de domicilio y de planes, se vio “agravada por los síntomas depresivos derivados de una enfermedad neurovegetativa que había hecho su aparición tiempo atrás (a principios de los sesenta)” (CABALLÉ y ROLÓN: 2010, 341).

Esto es lo que traslucen algunos de estos textos más recientes. Como este de 1984, cuando visita a su sobrino y ahijado Eduardo, enfermo de leucemia:

Contacto con el muchacho: inteligente, alegre, lleno de vida. He rezado por él y por mí al mismo tiempo, por todos. He seguido rezando para que si tiene que morir, muera dulcemente y sin horror ni dolor. Pero que si vive, lo haga también con esa fe, pureza y alegría contagiosa que posee. Me vuelve la cercanía de este sobrino al saber sus circunstancias y darme cuenta de su ‘fe, esperanza y juventud’, y se produce con él una unión –quizá producida por mi ansiedad dolorosa– pero experimento esa unión (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 274).

Cristina Cerezales Laforet narra también las últimas semanas de su madre. Cómo se reconcilia con su marido:

Aprovechas su mejoría para llevarla a tu casa y reunir en torno a ella a unas cuantas personas queridas, entre ellas, a tu padre. Tienes la impresión de haber sido conducida por ella en esta convocatoria. Le queda algo importante que no quiere demorar […]. Ella hace una parada y recorre con una mirada uno a uno a todos los asistentes para detenerla, finalmente, en tu padre. Le contempla larga y profundamente y se dirige a él. Los demás presenciáis la escena en silencio y veis cómo ella le coge la mano y se la lleva a los labios arropándole en una mirada de amor, de amor completo que recoge lo bueno y lo malo. Le perdona y se perdona en su relación con él. Por fin ha podido cumplir lo que ella tanto deseaba. Después, con paso lento, se dirige hacia el sillón que la está esperando y desconecta de todos vosotros, sus seres queridos, porque ya está muy ligera y ha aumentado su facilidad para elevarse (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009,260).

Le administra la Unción de los Enfermos y el Sacramento de la Confesión un monje carmelita de Duruelo, pues un nieto de Carmen Laforet recuerda a Cristina que su abuela desearía con seguridad recibir esos sacramentos, como así fue:

Ha llegado el padre Alfonso. Ella inclina la cabeza cuando él hace la señal de la cruz. […] Alfonso le cuenta que él ha vivido una experiencia espiritual similar a la que vivió ella. Le dice que le parece muy bien que ella haya hecho el esfuerzo de contarla en un libro. Él, que había vivido esa experiencia, la reconoció al leerla, y quien no la haya vivido puede acercarse un poco a ella con la imaginación y anhelarla. Él sabe muy bien que es algo inenarrable, pero le parece bueno el intento de describirlo. Le pregunta si quiere confesarse y ella asiente. Sales de la habitación para respetar esa confesión que no puedes imaginar desde su silencio. El sacerdote pasa un rato encerrado con ella, un tiempo que se te antoja muy largo. Él nada explica cuando se reúne contigo y tú nada preguntas (CEREZALES LAFORET, Cristina: 2009, 275).

Fallece rodeada del cariño de los suyos, hijos y nietos, en 2004.

4.       Las primeras veinte cartas del epistolario

La primera carta del epistolario seleccionado es de Elena Fortún y está fechada en Buenos Aires el 1.2.1947, en la que Encarnación Aragoneses agradece a Carmen que le diga que aprendió a escribir en los libros de Celia. Y le anima ante su próxima maternidad:

¡Cómo que va a estar usted arrepentida de lo hecho! No. Será usted feliz muchos años y acepte con alegría la responsabilidad de vivir una vida que no estaba destinada a usted. Además, un hijo… Es como si las entrañas manaran miel durante el tiempo que son un rollito de carne…, y luego cuando ya andan, y los primeros sonidos que aún no son palabras…, y la risa que resuena dentro de nosotras haciendo eco… Querida Carmen, tiene usted unos maravillosos años de felicidad por delante. Luego, Dios dirá. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 30).

Le recomienda algunos libros, le  cuenta cómo llegaron a Buenos Aires su marido y ella y le describe el proceso de escritura de El cuaderno que olvidó Celia, que me parece relevante para el tema de este artículo, reflejado en el subtítulo: De la amistad literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios:

Ahora estoy escribiendo un librito, El cuaderno que olvidó Celia, que son treinta días en el convento, cuando tenía nueve años, para hacer la primera comunión. Parece que una de las cosas que indignan a las monjitas de España es la falta de religiosidad que parecen revelar mis libros. Bueno, ahora verán. Quiero hacer algo místico, pero no ñoño, y hasta con un poquito de gracia conventual, sin asomo de burla. Necesitaré las licencias eclesiásticas. No sé si estos señores encontrarán algo que no esté completamente en el dogma.  Es posible… A veces me pongo a escribir, a escribir, y se me va el pensamiento en un arrobo que tal vez está fuera de la Iglesia… ¡Qué difícil! (LAFORET y FORTÚN: 2017, 31).

Dos años más tarde, el 5.6.1949 Elena Fortún le escribe contándole la tragedia del suicidio de su marido y las duras vicisitudes que pasó por la casa y los papeles de la testamentaría. En las cartas aparecen las pequeñas historias y también tratan de literatura, en qué está trabajando cada una en ese momento. Valga como ejemplo esta carta de Carmen Laforet  en la que se muestra muy exigente consigo misma y cómo la escritura le sirve de terapia para liberarse de “mis malos fondos revueltos”:

Dentro de unos días volveré a coger la novela, ya para darle los arreglos finales. ¿Por qué escribirá uno? Todas las disculpas que se inventa uno para escribir son falsas. Falta de dinero, afán de hacer algo que esté bien… Todo eso es falso, o por lo menos incompleto. Yo escribo artículos –que no me gusta hacer– para ganar dinero, es exacto. Escribo una novela procurando que dentro de su modesta categoría quede todo lo bien que pueda hacerla…, pero absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella, a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla, me meto en ella con cansancio, con rabia, con todo, y este trabajo, mientras lo hago, para mi es importante porque me libera de otras muchas cosas. Me sirve de huida de mis malos fondos revueltos…, y ya está; por eso escribo, aunque me angustie escribir también (LAFORET y FORTÚN: 2017, 39).

En las siguientes cartas Carmen Laforet continúa hablando a su amiga Elena de cómo va la novela La Isla y los demonios y de pequeñas historias con sus hijas. Elena Fortún le contesta en la Nochebuena de 1950, hablándole de su alegría por la Navidad:

… es Nochebuena y estoy contenta… porque hay miles de niños y de almas ingenuas en el mundo que, vivan en el medio en que vivan, hoy tienen el alma dilatada de felicidad, y yo siento sus vibraciones. Me imagino que es por eso por lo que estoy contenta siempre en estos días (LAFORET y FORTÚN: 2017, 41).

Cita a varias amigas: Carmen Conde, Julia Minguillón, Josefina Carabias… y, como en esa temporada escribía un nuevo libro de Celia, le pregunta cómo cría y educa a sus hijos. Y es la primera carta en la que se despide de un modo elocuente para el objeto de este artículo: “Rezo por ti y por los tuyos todos los días” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 47).

En esta conversación epistolar se ve cómo, poco a poco, comienza a arraigar una amistad entre las dos amigas, cada vez más afectuosa y profunda. Carmen escribe a Elena:

… Querida Elena, ¡qué pena me da que no estés en Madrid para hablar contigo algunos ratos! Me gustaría muchísimo que un día cogieras el avión y te pasaras aquí unas vacaciones, aunque fueran cortas… Pero tú odias Madrid tal como es ahora… Quizá nos podríamos encontrar en otra parte… (LAFORET y FORTÚN: 2017, 49).

En carta del 10.2.1951. Elena Fortún, después de hablar de que se ha matriculado en un curso de Filosofía en la Balmesiana, porque “andaba yo un poco descentrada y creí que necesitaba un baño de transcendentalismo”, pero no le había gustado, le cuenta también los libros que está escribiendo y concluye: “¿Sabes? Rezo por ti todos los días. Ya me he acostumbrado a hacerlo y tengo la seguridad del resultado” (LAFORET y FORTÚN: 2017, 53).

En cartas posteriores, Carmen Laforet le cuenta a su amiga Elena los avances en la novela La Isla y los demonios, ambientada en las Islas Canarias:

Ahora siento cierto placer al ver que la novela va saliendo. En ella van muchas cosas que yo miré en mi adolescencia. Piedras y luces y mares… Los seres humanos que intento dibujar son inventados, y las circunstancias, todas. (LAFORET y FORTÚN: 2017, 57).

Manifiesta su preocupación porque Elena Fortún ha sido hospitalizada. Y expresa cómo su amistad ha ido ahondándose y cómo ve a su amiga, como una madre:

En cierta manera, yo, querida, me siento hija tuya. He pasado muchos años de mi vida hablándote. Quisiera hacer algo por ti […] No pienses nunca que estás sola. Piensa alguna vez en mí, como yo hacía de chiquilla, cuando te hablaba sin haberte visto nunca y te contaba mis pequeñas cosas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 58).

En una carta posterior, sin fecha, pero por el contenido, de estos días, insiste:

Me gustaría que de cuando en cuando pensaras: ‘Conozco a una mujer, más joven que yo, que hace una vida casi monástica, trabaja, lee, se ocupa de sus hijos, no frecuenta la sociedad en absoluto y quiere con mucha ternura a su marido…, pero a esta mujer le hace mucha falta hablar conmigo de cuando en cuando. Le hace una falta enorme; hay muchas cosas que me quiere preguntar, otras que quiere explicarme, y solo a mi’. Esta persona, ya lo sabes, soy yo. […] Hazme el favor de curarte (LAFORET y FORTÚN: 2017, 59).

En carta de 24.6.1952 Carmen Laforet le habla a Elena Fortún, como en todas, de sus hijos (también porque su amiga se lo había pedido: le ayudaba a rezar por su familia y a escribir), y del sufrimiento al escribir su novela, como a todo artista:

Yo estoy sumergida en cuartillas, desesperada porque todo va despacio, y más desesperada todavía porque todo esto me parece inútil. ¿A quién la van a importar las aventuras de Marta Camino? Yo creo que a nadie. Y a mí, al fin, me está aburriendo. Sin embargo, no puedo dejar de hacer el libro lo mejor que yo sepa, y por eso, lo cuido contra toda mi impaciencia, y contra todo mi desaliento. […]. [Y después de hablar de sus hijas, concluye]: Yo no quisiera de ninguna manera que salieran artistas; que no tengan esa terrible carga de crear, aunque sepan que no vale nada lo que hacen… Esta manía espantosa que a mí me amarga la vida (LAFORET y FORTÚN: 2017, 61).

La siguiente carta de Elena Fortún a Carmen Laforet es ya desde el Sanatorio Puig de Olena, en Centellas (Barcelona), y está fechada el 4.7.1951. Cuenta que estuvo a punto de morir y cómo la sacó adelante Carolina Regidor, una amiga, enfermera, que fue novia de su hijo, y a la que había confiado sus últimas voluntades y qué hacer con sus pertenencias y papeles. Relata una mala experiencia con el buen sacerdote que le fue a administrar los últimos sacramentos; desde luego, si fue así, el consejo que le da refleja poca empatía y misericordia, a la que llama la Iglesia Católica, y ahora el Papa Francisco a todos los sacerdotes, en especial en el trato con los enfermos y con los que se acercan al sacramento de la confesión: que expresen lo que significa: un encuentro lleno de ternura con Jesucristo, un abrazo misericordioso de Dios Padre. Y respecto al consejo médico que le da, es completamente inoportuno: a un enfermo se le ha de aliviar el dolor con todos los remedios médicos adecuados: viene a cuento aquí el cristiano consejo de san Josemaría Escrivá de Balaguer: “El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita; ¡bastantes sufrimientos hay en la vida; y cuando no se puede quitar, se ofrece” (Cita en HERRANZ,1976: 153). Se ha criticado la visión cristiana del dolor y el sufrimiento, como si fuera querido y buscado en sí mismo, cuando no es cierto: la visión cristiana defiende la lucha del hombre de todas las épocas por avanzar en las terapias para curar, y si no se puede, aliviar el dolor en todas sus formas. La Iglesia Católica goza de una larga experiencia en la creación de hospitales, de santos que fundaron instituciones dedicadas a la salud, esfuerzo sostenido hasta la actualidad. A la vez, con realismo y sabiduría, sabe que el hombre nunca podrá erradicar del todo el dolor y el sufrimiento y busca darle un sentido al que no puede evitarse (Una síntesis muy elocuente y significativa sobre esta materia en San JUAN PABLO II. Carta Salvifici doloris: 1984).La carta dice:

El día 11 del pasado creí morirme. Las señoras de la casa donde vivía en Barcelona se asustaron mucho y llamaron a un sacerdote de la parroquia. […] El primero que llegó fue el sacerdote. Le pregunté si creía que me iba a morir enseguida y me dijo que sí. Luego le pedí que rezara para que Dios me diera una muerte fácil porque estaba sufriendo mucho, y a eso me dijo que no lo haría porque los sufrimientos de la muerte me evitarían algunos en el Purgatorio. Si es verdad, me parece horrible, y si no es verdad me parece horrible también. Luego me dio la comunión, a la que asistieron todos los de la casa y las señoras con velas encendidas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 63).

Le contesta en seguida Carmen Laforet manifestando su pena y afirmando:

No, querida, no te vas a morir, por fortuna, cuando uno sufre tanto y se da cuenta de ello como tú, eso no es la muerte. Yo creo que Dios es más piadoso que los hombres y que la mayoría de los curas (LAFORET y FORTÚN: 2017, 65).

En esta y en cartas anteriores, Carmen Laforet habla de los avances y retrocesos en la escritura de la novela y en sus estados de ánimo sobre ella:

Ahora escribo muy deprisa. Dentro de unos días todo habrá terminado (este maldito trabajo). No creas que tengo miedo a la crítica, sino a la mía propia. Me salía todo horrible, no sé por qué… Ahora ya parece que va mejor, pero el libro apenas será pasable. Yo lo he hecho todo lo bien que he podido, y nada más… Tampoco creo que mi literatura tenga nada de particular para las gentes. Solo que para mí misma es un trabajo que me arrastra, me desespera, y me causa alegrías. Es como un enamoramiento, ¿sabes?...Esto no es malo (LAFORET y FORTÚN: 2017, 71-72).

En la contestación a esta carta, Elena Fortún manifiesta el 1.11.1951 lo mal que está de salud y la gran escritora que es. Véase el párrafo con el que se despide:

Hoy está nublado. Aquí las nubes no vienen de arriba, sino que brotan del bosque y van separándose de los pinos con esfuerzo, como si se arrancaran. De pronto, todo el bosque se exalta, como si brotara de él su alma, y una masa blanca se adelanta hacia mi ventana, dejándome dentro de una nube. Ocurre casi todos los días y a veces, varias veces. Al fin, sale el sol, y todo se hace oro (LAFORET y FORTÚN: 2017, 74).

José Ignacio Peláez Albendea en dialnet.unirioja.es/

Arturo Cattaneo

l.        La relevancia de un nuevo estudio sobre el Opus Dei [1]

El Opus Dei ha constituido desde su fundación -el 2 de octubre de 1928- un fenómeno ascético y pastoral que ha ampliado horizontes y ha abierto nuevos caminos en la misión salvífica de la Iglesia. Siempre en plena comunión con la Jerarquía, el nuevo organismo, formado por laicos -célibes y casados, hombres y mujeres- y por clérigos seculares, creció y se desarrolló con gran solidez, llegando a ser en pocos decenios una pujante realidad que manifiesta -en palabras de Pablo VI- «la perenne juventud de la Iglesia». Una juventud, un carisma y una vida que reclamaban una renovación de los cauces jurídico-canónicos.

En sus primeras etapas, el Opus Dei no tuvo otra posibilidad que escoger, entre las figuras canónicas entonces existentes, la menos inadecuada [2]. Fue en el marco de la profunda renovación eclesiológica y pastoral promovida por el Vaticano II, donde se ideó una nueva figura, o estructura pastoral, que ofrecía un cauce adecuado al fenómeno ascético y apostólico del Opus Dei.  Me estoy refiriendo   a la Prelatura personal, propuesta por el Concilio para llevar a cabo peculiares obras pastorales [3], y luego regulada jurídicamente por el Código de 1983 [4]. Entre canonistas y eclesiólogos ha despertado un lógico interés tanto esta nueva estructura, como su concreta aplicación a la realidad pastoral del Opus Dei.

Hasta la fecha, el enfoque de las investigaciones acerca de esta novedad conciliar y codicial, al igual que su aplicación para el Opus Dei, ha sido prioritariamente jurídico-canónico [5]. La obra que comentamos constituye cierta novedad, precisamente porque, aun refiriéndose a lo jurídico, ilumina el tema desde una perspectiva eclesiológica y de teología espiritual. Una obra que, por su novedad y por su relevancia, también para el ámbito canónico, nos ha parecido que merece la atención de una nota bibliográfica. Sus autores, tres prestigiosos teólogos, evitando entrar en polémicas generalmente poco fructuosas, ofrecen una profundización en la realidad eclesiológica del Opus Dei.

En el primer capítulo, P.  Rodríguez estudia la inserción del Opus Dei en la misión y estructura de la Iglesia. El discurso es continuado en el segundo capítulo por F. Ocáriz, que se detiene en el aspecto antropológico-vocacional.  En el último   capítulo, J.L. Illanes aporta unas consideraciones sobre la espiritualidad del Opus Dei, fijando su atención en la secularidad como una de las características esenciales del espíritu que anima a sus miembros.

El libro está prologado por Mons. A. del Portillo que, como Prelado del Opus Dei y primer sucesor del Fundador, está particularmente cualificado para ofrecernos las claves de lectura y señalar las líneas maestras de una fiel interpretación del carisma fundacional. Con gran viveza se refiere al Beato Josemaría Escrivá, testificando su amor a la Iglesia: su celo por la Esposa de Cristo «se manifestaba constantemente en sus palabras y obras» (p. 12). Así, todo su heroico empeño para llevar adelante la Obra -es decir, lo que vio claramente como voluntad expresa de Dios- se enmarcaba en una actitud de fondo: servir a su Madre, la Iglesia de Cristo. En este sentido, el a. relata un suceso del año 1933. El Fundador se encontraba por unos momentos enfrentado a la duda de que toda aquella Obra no fuese de Dios, sino suya. Su reacción inmediata, llena de fe y de humildad, fue entonces la de dirigirse a Dios diciéndole: «Señor, si la Obra no es para servir a la Iglesia, destrúyela» (p. 12).

Un segundo aspecto fundamental para la comprensión del carisma fundacional es puesto de relieve por A. del Portillo al hilo de la homilía pronunciada por el Beato Josemaría en el campus de la Universidad de Navarra en 1967, y que posteriormente tituló Amar al mundo apasionadamente. El núcleo de su pensamiento puede verse en la continuidad entre el amor a Cristo -y a la Iglesia- y el amor por las realidades temporales. Dicha continuidad se funda en el reconocimiento de que éstas no son ajenas al plan salvífico de Dios, sino que desembocan, en palabras San Agustín, en aquel «mundo reconciliado» que es la Iglesia. En este reconducirlo todo hacia el Creador veía el Fundador un gran campo apostólico, una gran mies a la espera de trabajadores que, con una preparación adecuada, supieran «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas», como le gustaba repetir. La profunda continuidad entre la Iglesia y el mundo, así entendido, permite a Mons. del Portillo glosar certeramente el título de aquella homilía diciendo que «toda su vida fue 'amar a la Iglesia apasionadamente'» (p. 13).

Los autores de los tres capítulos que componen la obra explican en la Presentación su génesis y enfoque, subrayando cómo su común calidad de teólogos y miembros del Opus Dei les ha estimulado en el diálogo y en la reflexión sobre el espíritu y la praxis apostólica del Opus Dei (cfr. pp. 15,16). Y todo ello ha coadyuvado a la elaboración de una obra que, aun reflejando en cada capítulo las peculiaridades propias de su respectivo a., fuera al mismo tiempo unitaria.

A la hora de señalar las fuentes del trabajo, los autores roen, donan, en primer lugar, la experiencia de su vida en el Opus Dei y, junto a esto, evidentemente, los escritos del Fundador. Una atención particular han recibido también los Estatutos de la Prelatura, aprobados por la Santa Sede mediante la Bula Ut sit, con la que el Opus Dei fue erigido en Prelatura personal. Es interesante notar, al respecto, que dichos Estatutos -recogidos, junto con la Bula Ut sit, en el apéndice del libro- fueron redactados por el Fundador, aun, que fue su sucesor quien los presentó a la Santa Sede para la debida aprobación.

Entre las numerosas y valiosísimas consideraciones contenidas en los tres capítulos del libro, destacaremos las que tienen mayor interés para el ámbito jurídico-canónico, y que constituyen un progreso respecto a lo que ya ha sido observado en anteriores publicaciones a propósito de esta Prelatura personal.

II.      Misión y estructura interna del Opus Dei: claves para establecer su naturaleza eclesiológica y su anal0gía con la Iglesia particular

El primer capítulo (pp. 21,133) trata del Opus Dei como realidad eclesiológica. Sus rasgos esenciales son perfilados en el marco de una amplia y profunda consideración de la misión y de la estructura de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares. Sobre esta cuestión, Rodríguez había ya tenido ocasión de pronunciarse con notable rigor, apoyando sólidamente sus reflexiones en la eclesiología conciliar [6].

El Prof. Rodríguez amplía ahora aquellas consideraciones, deteniéndose en la cuestión desde la perspectiva concreta y vital del Opus Dei. El horizonte sugerido como punto de arranque es el de la misión. Recuerda, así como la Iglesia «se origina en la misión (trinitaria) -en la doble misión del Hijo y del Espíritu- y es para la misión (redentora). Por eso, como en Cristo, la Iglesia tiene todo su ser determinado por la misión... Una relación semejante entre misión y estructura es la que se da en el fenómeno pastoral del Opus Dei. Por eso, debemos comenzar conociendo el mandato imperativo y la misión que en el seno de la Iglesia han dado origen y fundamento al Opus Dei» (p. 26).

En el fenómeno pastoral del Opus Dei, el a. distingue dos elementos o dimensiones en mutua interrelación: un elemento profético (el mensaje) y un elemento institucional. Antes de dar razón de las características institucionales, es conveniente analizar los aspectos que constituyen la dimensión «profética» del acontecimiento, de aquello que Dios hizo ver al Fundador el dos de octubre de 1928.

En el carisma fundacional, el a. distingue así, primeramente, un fundamental dato de fe: la llamada universal a la santidad que cada cristiano recibe por el bautismo (cfr. pp. 27-28). En segundo lugar, se debe tener en cuenta que el Fundador recibió aquella luz portadora de un contenido preciso y determinado: por el bautismo los cristianos están llamados personalmente a santificarse en medio de la vida ordinaria, «en y a través de esas realidades ordinarias de la vida humana en las que viven, de entre las que emerge, de manera configurante, el trabajo humano, la polivalente realidad de las actividades profesionales y sociales» (p. 29). Un tercer aspecto del mensaje, e inseparablemente unido a los otros dos, consiste en la vocación universal al apostolado, que se configura, en este contexto, como «llamada a descubrir y realizar el sentido apostólico inmanente a aquellas diversas situaciones del hombre cristiano en el mundo, especialmente el trabajo humano» (p. 30).

En este triple aspecto del «mensaje» -señala también Rodríguez- la mayor novedad es la extensión a los cristianos corrientes de la llamada a la santidad, de un seguimiento radical de Jesucristo que históricamente -desde siglos- se venía entendiendo como vinculado «a las formas canónicas e institucionales de la vida religiosa» (p. 30). Un mensaje, por lo tanto, que aun siendo peculiar y, en cierto sentido, específico, se sitúa a un nivel nuclear y profundo del mismo fin de la Iglesia.

Pero, como ya quedó apuntado, Josemaría Escrivá no fue sólo profeta, hombre que difunde incansablemente un mensaje:  para que su predicación prendiera en el tejido social de la Iglesia, Dios le hizo ver también que era necesario dar vida a una «convocación de hombres y de mujeres», a una institución «completamente dedicada al servicio del anuncio y la realización de ese mensaje» (p. 32). Desde el comienzo, el Fundador vio claramente que aquella institución debía responder, sobre todo, a dos exigencias: la secularidad de sus miembros, y la unidad del conjunto -formado por sacerdotes y laicos, hombres y mujeres- gobernado por un único Pastor. Dos aspectos realmente centrales del carisma fundacional que pedían verse acogidos y garantizados por un cauce jurídico correspondiente. No es difícil comprobar cómo sólo la Prelatura personal responde plenamente a estas exigencias [7]. Esa es precisamente la «forma eclesial» que responde a la «misión» que el Opus Dei tiene por su carisma fundacional.  Sobre el tema el a.  reflexiona en el apartado titulado: «La razón teológica de la forma institucional del Opus Dei» (pp. 82-86).

Una vez aclarado por qué la Prelatura personal ofrece un cauce plenamente apto para el fenómeno ascético-pastoral del Opus Dei, cabe preguntarse qué otra institución tiene más elementos comunes con la Prelatura personal y pueda servir como punto de referencia (analogado principal) para una mejor comprensión de la nueva estructura.

El a. llega a la conclusión que el analogado connatural de la Prelatura personal es la Iglesia particular. Para evitar malentendidos recuerda que esta afirmación supone, de un lado, que la Prelatura no es una Iglesia particular, pero también que ambas tienen en común «un determinado nivel de sustancia teológica» (p. 90).

La diferencia con la Iglesia particular es fácilmente apreciable desde la misión.

Las Iglesias particulares son ad imaginem de la Iglesia universal, en ellas adest, inest, operatur la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Ellas son, por tanto, porciones del Pueblo de Dios en las cuales se da la plenitud sacramental y la apertura a todos los  carismas  para la realización de la misión salvífica de la Iglesia de Cristo, al menos potencialmente, en todos sus aspectos e integridad.

Las Prelaturas personales son, en cambio, ad peculiaria opera pastoralia. Así, en el caso del Opus Dei, aunque su misión sea tan radical y «no sectorial», como antes se ha señalado, no deja por eso de constituir una dimensión peculiar dentro de la misión universal de la Iglesia. En efecto, cada Prelatura personal está determinada y caracterizada por una pastoral especializada que le ha sido encomendada por el Romano Pontífice en el ejercicio de su sollicitudo ommum Ecclesiarum. Las Prelaturas personales representan, por tanto, un subsidio pastoral que es ofrecido a las Iglesias particulares. En este sentido, se pueden considerar como estructuras de la Iglesia universal.

Esta diferencia entre Iglesias particulares y Prelaturas personales no debe ocultarnos, por otro lado, el hecho de que ambas tienen la misma estructura interna. Tocamos aquí uno de los puntos neurálgicos de la obra que comentamos, y donde se aprecia de manera especial la agudeza de las reflexiones eclesiológicas de Rodríguez.  Iglesias particulares y Prelaturas personales, observa, son comunidades de fieles con la misma forma de socialidad. En efecto, ambas instituciones tienen la misma estructura interna:  una «estructura que responde a la originaria articulación eclesial existente entre el sacerdocio común de los fieles..., y el sacerdocio jerárquico» (p.  77). Ambas están constituidas por la communio fidelium y por la communio hierarchica (cfr. p. 87). Son cuerpos eclesiales estructurados por un triple elemento: «el Prelado con su presbiterio [8] y el pueblo fiel que apacienta» (p. 89). Aunque esta coposesión de elementos comunes se dé en las dos instituciones de modo diferenciado [9] -según la misión correspondiente-, nos ofrece una sólida base para afirmar la analogía entre ellas.

En la última parte de su estudio (pp. 94,133), el a. detiene su atención en algunas cuestiones particulares relativas a la estructura del Opus Dei, que le ofrecen la oportunidad de esclarecer todavía más las afirmaciones precedentes.  Así, a propósito de la incorporación de los fieles a la Prelatura (pp. 94,97), del Prelado y de su tarea pastoral [10] (pp. 97,103), de la estructura del Opus Dei como familia (pp. 104,113) y de la participación de sacerdotes y laicos en el gobierno del Opus Dei (pp. 113,122).

A propósito de esta última cuestión, nos parece particularmente esclarecedora la manera en que glosa la afirmación del Fundador sobre la función de los sacerdotes en la Obra: «No son los sacerdotes de ordinario para mandar». En estas palabras, Rodríguez ve reflejada aquella visión del sacerdote que lo concibe como «servidor de sus hermanos, al que no manda a la manera mundana; quiere evitar 'entre nosotros' -escribe a los miembros del Opus Dei- cualquier manifestación de clericalismo, con todo lo que tiene de mentalidad de grupo privilegiado, exclusivista y dominador» (p. 115). Esto no es, evidentemente, óbice para que quienes tienen la condición de Ordinario de la Prelatura [11] sean necesariamente sacerdotes, en conformidad con la estructura constitucional de la Iglesia, según la cual sólo los que son sellados con el Orden sagrado son hábiles para recibir la potestad de régimen [12].

Antes de terminar, el a. nos ofrece unas breves consideraciones sobre la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, la asociación de clérigos propia e intrínseca a la Prelatura (pp. 122-127) [13] y concluye su estudio destacando la importancia de concebir la Prelatura del Opus Dei como una institución al servicio de la communio Ecclesiarum (cfr. pp. 127-133).

III.    La vocación al Opus Dei en el horizonte de la vocación cristiana y de sus peculiares determinaciones

La profundización eclesiológica continúa, en el segundo capítulo, con unas reflexiones acerca de la vocación al Opus Dei. Así como en el primer capítulo la realidad eclesiológica del Opus Dei es vista en el horizonte de la misión de la Iglesia, el a. del segundo capítulo sitúa la vocación al Opus Dei en el horizonte de la llamada universal a la santidad, señalando -como marco más específico- las peculiares determinaciones de la común vocación cristiana. Sobre la base de estas consideraciones, Ocáriz llega así a explicar por qué un miembro del Opus Dei, aun teniendo una vocación peculiar, no deja de ser un cristiano corriente.

Las reflexiones de este capítulo pueden, por tanto, sintetizarse en los tres apartados siguientes, que corresponden a los pasos mencionados.

A.       Características de la llamada universal a la santidad

Es vocación cristiana en el sentido de que la voluntad salvífica universal se realiza «en Cristo y desde Cristo: en el plan salvífico de Dios todo hombre es concebido y amado en Cristo» (p. 139).

Es universal en un doble sentido: subjetivo, ya que todos los hombres son llamados por Dios a la santidad; objetivo, ya que todas las realidades que configuran la vida de cada uno son lugar y medio de santificación, como se desprende de una cabal comprensión del misterio de la Encarnación (cfr. pp. 153-161).

La vocación es, a la vez, personal y comunitaria. Personal, porque cada hombre es llamado por Dios a vivir una vida determinada e irrepetible (cfr. p. 137). Comunitaria, porque «Dios llama en la Iglesia y a través de la Iglesia» (p.  137). Por esto, se puede decir también que cada vocación es eclesial [14].

Es «omnicomprensiva de la vida humana» (p. 144), ya que la Providencia divina «alcanza absolutamente a todas las dimensiones singulares del mundo y del hombre» (p. 144). Por esto, la vocación cristiana es también «unificante de la entera existencia» (p. 145).

B.       La existencia de determinaciones peculiares de la común vocación cristiana

La vocación cristiana no se da nunca como simple generalidad, sino siempre personalizada, porque cada hombre es llamado a santificarse en y a través de unas circunstancias bien determinadas. En cierto sentido, cada vocación puede, por tanto, considerarse como peculiar. Pero, en algunos casos se hace presente una «iniciativa divina previa a toda reflexión y decisión de la persona llamada» (p. 145). La vocación cristiana queda, así, ulteriormente determinada por esta acción peculiar de la Providencia, originando lo que los teólogos suelen designar como vocación peculiar [15]. Una vocación que implica «un modo peculiar de participar en la misión de la Iglesia» (p. 147) y un determinado estilo de vida cristiana (espiritualidad).

C.       Características de la vocación al Opus Dei

En diversas ocasiones, el Fundador calificó la vocación al Opus Dei como «vocación peculiar» (p. 163). En efecto, se trata de una llamada, originada en una iniciativa divina previa a la decisión personal, que invita a dar a la existencia entera [16] un nuevo sentido. La vocación al Opus Dei no es para hacer algo, sino -en primer lugar­- a ser algo: a ser Opus Dei, y poder así hacer el Opus Dei. En el fondo, éste no es sino uno de los muchos modos de ser Iglesia.

La iniciativa divina que ha originado el Opus Dei se explica, en primer lugar, por la misión peculiar que se le ha confiado. En palabras de Ocáriz, esta misión consiste «en recordar a todas las almas, con el ejemplo y con la palabra, la llamada a la santidad en medio del mundo; en hacerles ver que la vida ordinaria y, en particular, el trabajo profesional, puede y debe ser medio de santificación y de apostolado cristiano; y enseñarles cómo santificarse de hecho cada uno en su estado y circunstancias personales» (p. 170).

Sin embargo, la peculiaridad de la vocación al Opus Dei no depende tanto del contenido de esta misión [17], sino que reside en el cauce, querido por Dios, por el que algunos son llamados a realizar esta misión: es decir, formando parte del Opus Dei. Una institución de la Iglesia «con una determinada espiritualidad y con unos precisos medios formativos y apostólicos, adecuados a la condición de fieles corrientes o sacerdotes seculares de los miembros; medios por los que se encauzan peculiares 'fuerzas y auxilios' para el cumplimiento de la misión» (p. 172). Estos medios, conviene subrayarlo, no está destinados a una tarea o misión sectorial, sino que se dirigen a promover un intenso despliegue de las virtualidades propias de la vocación cristiana vivida en y a través de las actividades seculares. La vocación al Opus Dei no constituye, por tanto, «a quien la recibe en algo distinto de un fiel cristiano corriente o, en su caso, de un sacerdote secular» (p. 197).

El a. concluye su aportación explicando cómo la gran variedad de fieles cristianos que existe entre los miembros del Opus Dei da lugar a diversos modos de vivir la misma vocación que, por ser profundamente unitaria, no permite ninguna graduación en la pertenencia a la Obra (cfr. pp. 179-198).

IV.     Implicaciones eclesiológicas, espirituales y apostólicas de la secularidad

En el tercer capítulo, J. L. Illanes reflexiona sobre la secularidad, en cuanto característica esencial del espíritu que anima el Opus Dei, desde una perspectiva teológica. De la secularidad como rasgo peculiar de la condición y vocación del laico en la Iglesia, ya se ha ocupado el a. en numerosos estudios anteriores [18].

Ahora, Illanes comienza exponiendo y comentando los principales textos del Fundador del Opus Dei sobre la condición secular de sus miembros. Para esto, es necesario volver la atención hacia el mensaje y misión confiada por Dios a Mons. Escrivá de Balaguer desde el 2 de octubre de 1928. La Obra a la que dedicó todas sus energías tiene como finalidad «difundir entre los cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la llamada que Dios les ha dirigido desde el momento mismo de su bautismo» (p. 202). Se entiende así que -aunque el Opus Dei fuera, desde los comienzos, una institución integrada por sacerdotes y laicos en íntima cooperación-, para captar la fisonomía y espíritu propio de esta institución sea necesario partir de los miembros laicos, de aquellos cristianos corrientes que se saben llamados a transformar su existencia concreta, entretejida con los afanes y quehaceres seculares, en Opus Dei.

Reflexionando desde esa perspectiva teológica sobre la iluminación recibida por el Beato Josemaría, el carisma fundacional del Opus Dei, el a. habla de una profundización en el Evangelio «que gira en torno a dos núcleos básicos: la eficacia regeneradora del bautismo y la unión entre creación y redención». Dos núcleos estrechamente conexos, ya que toda condición humana   y secular adquiere un valor cristiano al ser «asumida por la acción redentora y traspasa, da por su dinamismo» (p. 205). Vocación bautismal y experiencia secular forman una unidad profunda que manifiesta la armonía entre creación y redención, así como la capacidad del Evangelio para vivificar con el espíritu de Cristo las realidades temporales (cfr.  p. 227).

Se le ofrece al lector una importante aclaración acerca del puesto central ocupado por la secularidad en el espíritu del Opus Dei, al señalar que el núcleo de su mensaje y de su finalidad no es la promoción de «la presencia de los católicos, y por lo tanto del espíritu cristiano, en las costumbres y en las instituciones» (p. 206), si, no la santificación de los miembros. El gran objetivo de una repercusión del espíritu cristiano en las estructuras sociales formaba ciertamente parte del horizonte apostólico del Fundador, y a él con, tribuiría sin duda el Opus Dei, pero su acción sacerdotal y el fenómeno pastoral que de ella nace se sitúa a otro nivel más hondo: la llamada a la santidad. Por eso la transformación cristiana del mundo no es el fin propio del Opus Dei, sino más bien un fruto que se es, pera, que se sabe que llegará, «pero no porque se promueva de manera directa, sino porque adviene como consecuencia necesaria de aquello que directamente se impulsa y procura, es decir, la santidad efectivamente buscada en medio del mundo» (p. 207).

Se entiende ahora mejor  por  qué  -como decíamos  al comienzo de esta  nota  bibliográfica- el  Opus  Dei  ha  ampliado  horizontes y abierto nuevos caminos en la misión salvífica de la Iglesia: no en la línea de aquellas asociaciones  de fieles que aspiraban  a  promover la acción social y la presencia de  la católicos en  la sociedad, sino en  la de recordar a los cristianos corrientes  que  ellos  también  -y  no sólo los religiosos- son llamados a buscar y vivir la  plenitud de la vida cristiana, el radicalismo evangélico [19]. En amplios sectores de la teología y en la mente de muchos cristianos predominaba -y en parte sigue predominando- «la tendencia a identificar plenitud de vida cristiana con estado religioso. El vivir en el mundo, con todo lo que implica de tareas profesionales, de relaciones sociales, de vida familiar, era visto como obstáculo para la santidad» (pp. 208-209).

Después de haber puesto de relieve el lugar que corresponde a la secularidad para una correcta comprensión de la espiritualidad del Opus Dei, el a. evoca el reciente debate teológico sobre la secularidad, deteniendo su atención en la síntesis alcanzada en la Exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988). Este documento ofrece una importante y esclarecedora consideración cuando distingue entre dimensión e índole secular. Con dimensión secular, se quiere expresar la referencia al mundo y a la historia que es propia de toda la Iglesia. De su dimensión secular participan, por tanto, todos sus miembros, pero de forma diversa.  El documento, en efecto, añade que «la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función que, según el Concilio, es propia y peculiar suya. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular» (n. 15). Esto implica que la secularidad, en el sentido de índole secular, no debe concebirse como algo que se añade desde fuera a la condición cristiana, sino como una componente intrínseca de la vida del cristiano corriente que, por la fe, advierte la llamada de Dios a santificarse en y a través de las realidades seculares que entretejen su vida (cfr. p. 229). El a. acaba sus reflexiones con unas palabras inequívocas de Mons. Álvaro del Portillo, quien ha recordado que «la secularidad no es camino de cristianismo fácil, no es un   mimetismo con lo mundano» (p. 231).

A continuación, el a. nos ofrece un magnífico análisis de las diversas facetas que la secularidad adquiere en la vida y apostolado de los miembros del Opus Dei. De este modo es posible mostrar el alcance de «lo que significa una secularidad, por así decir, en acto o ejercida» (p. 230). Se nos habla, por tanto, de unidad de vida, de naturalidad, de amor al mundo, de trabajo (asociado a desprendimiento y servicio), de libertad y responsabilidad personales y, por último, de contemplación en medio del mundo (cfr. pp. 230,271).

En el último apartado de su contribución, Illanes se ocupa -siempre en el horizonte de la secularidad- del Opus Dei como institución y, en este contexto, de las obligaciones que contraen quienes se incorporan a él. Entre éstas recordamos algunos temas de indudable interés para el canonista, como, por ejemplo: la formación de los miembros y su autonomía en lo temporal, su disponibilidad para las tareas de formación y apostolado, el sentido del celibato que viven algunos de ellos y, por último, la fraternidad y el espíritu de familia. El a. explica cómo todos estos aspectos institucionales de la vida en el Opus Dei se articulan plenamente con la índole secular propia de todo cristiano corriente; y, por tanto, también de un miembro del Opus Dei.

*  * *

Al concluir estas notas, nos parece necesario agradecer a los tres autores del libro el habernos ofrecido tan novedosas e importantes reflexiones, que contribuyen a una comprensión cada vez mayor sobre qué es el Opus Dei y qué misión le corresponde en la Iglesia. Evitando afirmaciones apriorísticas, y basándose en los textos del Fundador y en la realidad vivida desde hace años por muchos miles de miembros de la Obra, el estudio da respuesta convincente a cuestiones suscitadas en los últimos años en torno a esta institución.  La riqueza y la novedad de su carisma y espíritu requerirán, seguramente, muchos otros estudios y matizaciones; y éstos podrán   apoyarse, a partir de ahora, sobre una base bien sólida y sugerente.

Arturo Cattaneo en revistas.unav.edu

Notas:

1.     Pedro RODRÍGUEZ, Fernando OCÁRIZ, José Luis lLLANES, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei. Prólogo de Mons. Álvaro del Portillo, Edic. Rialp, Madrid 1993, 346 págs.

2.     Para un detallado análisis histórico de los diversos pasos dados por el Opus Dei hasta llegar a la configuración definitiva cfr. A. DE FUENMAY0R, V. GÓMEZ IGLESIAS y J. L. lLLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, 4ª edic., 1990.

3.     Cfr. Presbyterorum Ordinis, n. 10.

4.     Cfr. CIC, ce 294-297.

5.     Una amplia información bibliográfica al respecto es recogida por P. RODRÍGUEZ en: Iglesias particulares y Prelaturas personales, Pamplona 2ª edic., 1986, nota 18.

6.     Cfr., sobre todo, P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y..., o.c.

7.     Sobre la cuestión cfr. nuestro artículo: El dinamismo de la interacción entre institución y carisma. A propósito de un estudio sobre el itinerario jurídico del Opus Dei, en «Scripta Theologica», 22 (1990) pp. 181-194.

8.     Acerca del significado de la presencia del presbiterio en estructuras pastorales complementarias a las Iglesias particulares cfr. nuestro estudio: Il presbiterio della Chiesa particolare. Questioni canonistiche ed ecclesiologiche nei documenti del magistero e nel dibattito postconciliare, Milano 1993, pp. 135-145.

9.     En este sentido, el a.  señala: «La communio que estructura al Opus Dei es análoga, no idéntica a la que estructura a una Iglesia particular» (p. 96). Siendo sustancialmente la misma, aquella communio fidelium et hierarchica queda modalizada en la Prelatura del Opus Dei «por el compromiso vocacional de todos sus miembros de realizar los compromisos bautismales según el fin, el espíritu y el régimen del Opus Dei» (p.  97). También por lo que atañe a la potestad del Prelado, el a. observa que la razón formal teológica de su autoridad es diferente de la del Obispo diocesano, que la encuentra en el misterio de la Iglesia particular (cfr. p. 100). Para el Prelado, en cambio, la razón formal «se halla en la dimensión universal de la sacra potestas» (p.  101).  Aparece, por tanto, como despliegue del munus petrinum en su servicio a las Iglesias particulares.

10.     Particularmente interesantes son, aquí, las observaciones acerca de «la profunda coherencia que tiene con la episcopalidad de su función el hecho de que el Prelado del Opus Dei reciba la Ordenación episcopal» (p. 103).

11.     A saber: el Prelado y sus vicarios.

12.     Cfr. CIC, can 129 §1.

13.     A la hora de enumerar quién es, o puede ser, miembro de esta asociación, advertimos algunas inexactitudes que, aunque sean más de forma que de contenido, nos parece oportuno señalar. Entre estos miembros, enumera: «diáconos y presbíteros incardinados en numerosos Presbiterios seculares» (p. 124). No es exacto considerar el presbiterio como estructura de incardinación; tampoco lo es hablar de «presbiterios seculares», ya que a los presbiterios de las Iglesias particulares -y de los Ordinariatos (militares o rituales)- pueden pertenecer tanto presbíteros seculares como religiosos; al presbiterio no pertenecen, en cambio, los diáconos: De una manera más adecuada se podría, por tanto, decir que en la Sociedad de la Santa Cruz hay diáconos y sacerdotes  seculares  incardinados  en  las diversas iglesias particulares, o en otras estructuras pastorales. Entre ellos se cuentan los clérigos incardinados en la Prelatura del Opus Dei que constituyen como la matriz de la Asociación.

14.     El tema es desarrollado en el apartado: «La Iglesia, lugar de la vocación cristiana" (pp. 140-143).

15.     El a. recuerda, como ejemplo, el caso de la vocación sacerdotal.

16.     El Fundador la llamó «encuentro vocacional pleno».

17.     En efecto, esta «no es otra que la misión específica de los laicos en la Iglesia» (p. 171).

18.     Cfr., por ejemplo: J. L. lLLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984; La secularidad como elemento especificador de la condición laica!, en AA.VV., «Vocación y misión del laico en la Iglesia y en el mundo», Burgos 1987; La santificación del trabajo, Madrid 1990; La discusión teológica sobre la noción de laico, en «Scripta Theologica», 22 (1990) pp. 771-789.

19.     Sobre la cuestión, cfr. J. L. lLLANES, Llamada a la santidad y radicalismo cristiano, en «Scripta Theologica», 19 (1987) pp. 303-322. En este artículo Illanes emprende un diálogo con algunos de los más conocidos autores de teología espiritual, mostrando cómo en ellos se encuentra a veces una inexacta comprensión de la especificidad y complementariedad de cada vocación cristiana. En efecto, hay teólogos que se resisten a reconocer que «ninguna vocación o condición cristiana constituye una representación tan acabada del estilo de vida o del 'proyecto existencial' de Jesús, como para que el resto de las vocaciones deban considerarse o carentes de verdadera existencia o  referidas  a esa  vocación  preeminente  como a  un modelo, por así decir intermedio, en  el que todo cristiano debe inspirarse  si desea  aprender en qué consiste imitar a Cristo» (p. 320).

Ángel Rodríguez Luño

Dejar espacio a la conciencia de los fieles, sin pretender sustituirla, y ayudarles al mismo tiempo en la formación de la conciencia, es una tarea apasionante y posible.

Ángel Rodríguez Luño en omnesmag.com

Esta reflexión nace de la crítica que el Papa Francisco ha dirigido al clericalismo, una mentalidad y una actitud viciada que es causa de no pocos males. Francisco se ha referido a esa mentalidad deformada en varias ocasiones y en diferentes contextos, algunos de ellos bien tristes, como es el de la Carta al Pueblo de Dios del 20 de agosto de 2018.

No se tratará aquí de estos problemas, ni se pretende hacer una exégesis de las palabras del Papa. Estas han sido solo la ocasión para reflexionar sobre un problema más amplio del que el clericalismo es solo una parte. A mi modo de ver, la raíz más profunda del clericalismo -y de otros fenómenos relacionados o asemejables a él- es la incomprensión del valor de la libertad o, quizá, la subordinación de su valor a otros que parecen más importantes o más urgentes, como pueden ser, por ejemplo, la seguridad y la igualdad. El fenómeno no se da solamente, y tal vez ni siquiera principalmente, en ámbito eclesiástico, sino que tiene múltiples manifestaciones en la esfera civil.

La libertad es una realidad difícil de comprender, que tiene no pocos aspectos de misterio. Dos cuestiones de importancia fundamental son particularmente complejas: la libertad de la creación y la creación de la libertad; es decir, que el acto creador de Dios sea enteramente libre y que sea posible crear una verdadera libertad. Aquí voy a ocuparme solo de la segunda cuestión.

Dios creó libre al ser humano

No es fácil comprender de qué modo Dios puede crear una auténtica libertad. La Iglesia lo ha enseñado incansablemente. Así, por ejemplo, la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, afirma que “la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección” (n. 17)

Sin embargo, muchos piensan que, enmarcada en los planes generales de la providencia y del gobierno divinos, son muy pocas las cosas que realmente dependen de la libertad humana. A fin de cuentas, como se suele decir, Dios es capaz de escribir derecho con renglones torcidos. Esto es, aunque los hombres obren mal, Dios consigue arreglarlo todo y que el resultado sea bueno. Por otra parte, desde el punto de vista teórico no es fácil concebir como definitivo un poder de elección y de acción que es causado o donado por otro.

Los debates sobre el concurso divino y la predestinación, así como la famosa controversia de auxiliis, son un suficiente botón de muestra. Desde una perspectiva filosófica diferente, esa misma dificultad hizo pensar a Kant que la autonomía humana es incompatible con cualquier tipo de presencia de Dios y de su ley en el comportamiento moral humano. En mi opinión, la teología cristiana de la creación debería llevar a ver las cosas de otra manera.

Al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, Dios realiza el designio de poner frente a sí verdaderos interlocutores, capaces de participar de la bondad y de la plenitud divinas. Para eso era necesario que fueran realmente libres, esto es, capaces de reconocer y afirmar de modo autónomo el bien porque es bueno (lo cual comporta inevitablemente la posibilidad de negar lo bueno y afirmar lo malo). Para obedecer forzosamente y con toda exactitud las leyes cósmicas que manifiestan la grandeza y la potencia de Dios ya están los astros del cielo; solo con la libertad aparecen la imagen y semejanza divinas, cuyo valor es muy superior al de las fuerzas del universo.

En efecto, la libre adhesión del hombre a Dios vale más que el cielo estrellado. Hasta tal punto es así, que Dios prefiere aceptar el riesgo de que el hombre use mal la libertad, antes que privarle de ella. Ciertamente, la supresión de la libertad evitaría la posibilidad del mal (y, con él, todo sufrimiento); sin embargo, también haría imposible el bien más valioso, el único que refleja de verdad la bondad divina.

Por eso, Dios asume la libertad humana con todos sus riesgos. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento lo expresó con gran belleza: “Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará” (Eclesiástico 15, 14-17). El hombre es libre de preferir la vida o la muerte, pero lo que prefiera se le dará.

Libres, con todas las consecuencias

Porque Dios crea una verdadera libertad y asume sus riesgos, no consta que haya querido dar al hombre una red de seguridad -como la que protege a los equilibristas en el circo- para neutralizar las graves consecuencias de su posible mal uso. Es cierto que Dios nos cuida con su providencia, pero lo hace concediéndonos una participación activa en ella. Con nuestra inteligencia somos capaces de conocer cada vez mejor la realidad en que vivimos y de distinguir lo que nos hace bien de lo que nos hace mal. A la libertad está unida la capacidad y la obligación para cada uno de proveer por sí mismo, y nuestra provisión es respetada.

Para ser más exactos -y por lo que se refiere sobre todo a la culpa moral y no tanto a las penalidades que tienen su origen en ella-, la misericordia de Dios nos ha dado una cierta red de seguridad: la Redención. De hecho, la modalidad dolorosísima en que se llevó a cabo, mediante la sangre de Cristo (cfr. Efesios 1, 7-8), deja bien claro que no es sencillamente un “borrón y cuenta nueva”. Al contrario, el Creador se toma radicalmente en serio la libertad del hombre. No se trata de un juego, y por ello Dios no impide el despliegue de las consecuencias que tienen nuestras acciones en su conexión con las de los demás y con las leyes que rigen el mundo material, el equilibrio psíquico y moral, y el orden social y económico. Es verdad que la benevolencia y la gracia de Dios nos ayudan, pero presuponen la libre decisión humana de colaborar con ellas. Como se lee en la Carta a los Romanos: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8, 28).

Por más que desde el punto de vista teórico sea difícil comprenderlo, la libertad humana representa un punto verdaderamente absoluto, enmarcado en un contexto relativo y dependiente de Dios. A mi libertad se debe que no existan algunas cosas, que podrían haber existido si yo hubiera tomado otra decisión. Y a mi libertad se debe también que existan algunas cosas que podrían no haber existido, si mi decisión hubiese sido diferente.

Tampoco la natural sociabilidad del hombre puede servir como coartada para oscurecer el valor de la libertad. La sociedad humana es sociedad de seres libres. Por lo que se refiere a la solidaridad, la teología de la creación subraya que todos los hombres son iguales ante Dios. Son igualmente hijos suyos, y por eso hermanos entre sí. De modo particular en el Nuevo Testamento, la solidaridad es reforzada y sobrepasada por la caridad, que constituye el núcleo del mensaje moral de Cristo. Ahora bien, es preciso hacer dos observaciones para mostrar que la interpretación de la solidaridad y de la caridad no puede ir en detrimento de la libertad y de la responsabilidad, que comporta la obligación de proveer por sí mismo a no ser que circunstancias como la enfermedad, la vejez, etc. lo impidan. La primera es que la caridad hacia los que padecen necesidad no se puede entender como licencia para que, voluntariamente, unos vivan a costa de otros. San Pablo lo dice en términos inequívocos: “Pues también cuando estábamos con vosotros os dábamos esta norma:   si alguno no quiere trabajar, que no coma. […] Ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo a que coman su propio pan trabajando con sosiego” (2 Tesalonicenses 3, 10.12).

La segunda es que la caridad cristiana presupone las enseñanzas de Cristo sobre la distinción entre el orden político y el orden religioso: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cfr. Mateo 22, 21). Una con- fusión en este campo impediría la existencia de la caridad que, por su misma esencia, es un acto libre. La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro contiene una dura condena de quienes hacen un uso egoísta e insolidario de sus bienes, incumpliendo su grave obligación de ayudar a quien padece necesidad. Sin embargo, no dice -ni sugiere- que se deba emplear la fuerza coercitiva del Estado para privar de sus bienes a los afortunados, de modo que después la pública autoridad pueda redistribuirlos. Cristo enseña, en definitiva, que debemos querer ayudar voluntariamente a quien lo necesita. En ningún pasaje del Nuevo Testamento se autoriza la supresión violenta de la legítima libertad en orden a la solidaridad o a la caridad.

El clericalismo

Llegamos así a la cuestión que abría estas páginas. El diccionario de la Real Academia Española conoce tres acepciones de la palabra “clericalismo”: 1) influencia excesiva del clero en los asuntos políticos; 2) intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos a los demás miembros del pueblo de Dios; 3) marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices. Estas acepciones dan una idea suficiente del fenómeno, pero necesitarían una actualización. No parece que hoy en día el clero pueda influir excesivamente en los asuntos políticos. Ni siquiera lo desea, entre otras cosas porque esos asuntos han asumido una complejidad demasiado grande y pesada para los que no son políticos de profesión.

Más significativa es, en cambio, la palabra con la que se califica la intervención clerical: se trata de intervenciones “excesivas”. Y el exceso no es esencialmente cuestión de cantidad o amplitud, sino de dirección. El clericalismo es excesivo porque es iliberal: invade y anula la legítima libertad de otras personas o instituciones, en la esfera civil o en la eclesiástica. Así, en lugar de hacer posible el ejercicio de la libertad personal, pretende dirigirla de modo casi forzado hacia lo que se considera -quizá por buenos motivos- mejor, más verdadero y deseable. Por eso he dicho al principio que, a mi juicio, el clericalismo presupone una comprensión deficiente de la teología de la libertad (de su valor a los ojos de Dios), y por consiguiente de la teología de la creación.

Si he de ser justo, debo aclarar que en mis más de 40 años de sacerdocio he visto pocas veces la mentalidad clerical entre los sacerdotes que, a causa de sus encargos pastorales, están en estrecho contacto con los fieles. Más fácil es encontrarla entre los que por una razón o por otra viven entre libros o entre papeles, y tienen pocas ocasiones de apreciar la competencia humana y la sabiduría cristiana de la que muchas veces dan muestra los fieles laicos. A continuación voy a referirme a unos pocos aspectos del clericalismo; un tratamiento completo del tema requeriría, como es lógico, mucho más espacio.

Algunas expresiones de clericalismo

La primera expresión, que ha aparecido ya en estas páginas, es la escasa valoración de la libertad humana. Puede que se considere un bien, un don de Dios, pero desde luego no sería el más importante. En su relación al bien, la libertad contiene una paradoja: sin bien, la libertad es vacía o incluso nociva; sin libertad no es posible un bien humano. La mentalidad clerical siempre inclina la balanza en favor del bien, y en casos extremos se muestra disponible a sacrificar la libertad sobre el altar del bien. De este modo parece olvidar que la lógica de Dios es diferente, pues Él no ha querido suprimir nuestra libertad para evitar su mal uso. Se tiende a ver la libertad como un problema, cuando en realidad es el presupuesto que permite resolver bien cualquier conflicto.

A la infravaloración de la libertad sigue una subestimación del pecado. Y esto, no a causa de la creencia en la compasión divina (que gracias a Dios es muy grande, y a ella se acoge quien escribe estas páginas), sino porque no se advierte que el respeto que Dios nos tiene no le permite tratarnos como a chiquillos inconscientes. Si así fuera, los hombres ofenderían, matarían, destruirían… pero luego vendría el padre a arreglar lo destruido, y el juego terminaría bien para todos, tanto para las víctimas como para los criminales. El Nuevo Testamento no nos permite pensar así. Basta leer el pasaje del capítulo 25 de san Mateo sobre el juicio final. Precisamente porque nos ha creado verdaderamente libres, Dios no nos trata ni como a niños, ni como a marionetas irresponsables. La actitud que criticamos nada tiene que ver con el “camino de infancia espiritual” del que hablan santos como Teresa de Lisieux o Josemaría Escrivá, y que se coloca en el contexto muy diferente de la teología espiritual. Este “camino” nada tiene de blandenguería ni de superficial irresponsabilidad, y es perfectamente compatible -como demuestra la vida de estos dos santos- con una afirmación radical de la libertad humana.

En tercer lugar, la infravaloración de la libertad se da también en la esfera civil. Para algunos, los ciudadanos serían pobres incapaces a los que el Estado habría de dar una protección universal, lo más amplia posible, sin preguntarles siquiera si la necesitan o la desean. Con esa protección, aparentemente se da gratuitamente algo, pero en realidad tiene unos altísimos costes, tanto económicos como, sobre todo, antropológicos. Al Estado omnipresente e invasivo lo describe Tocqueville como “un poder inmenso y tutelar que se  encarga  sólo  de  asegurar los goces de los ciudadanos y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril;  pero,  al contrario,  no trata  sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar […]. De este modo,  hace  cada  día menos útil y más raro el uso del libre  albedrío,  encierra  la acción  de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo” (La democracia en América, III, IV, 6). No es una imagen del pasado. Incluso hoy es muy frecuente que los partidos pretendan realizar los propios ideales políticos pisoteando la libertad de los que piensan de modo diferente, a los que a veces se llega incluso a querer eliminar. El respeto de la libertad del adversario político es una piedra preciosa que raramente encontramos en el panorama actual.

El último punto que voy a tratar se refiere a la idea de que, en virtud de nuestras buenas intenciones, Dios va a detener las consecuencias de los procesos naturales que libremente ponemos en marcha. Algo así como si la cari- dad pudiera ahorrarnos el conocimiento de las leyes y va- lores de las cosas creadas —y, en particular, de la sociedad humana—, a los que el Concilio Vaticano II se refirió con la expresión “justa autonomía de las realidades terrenas”. Según Gaudium et spes: “Por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio  orden  regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (n. 36). La mentalidad clerical, en cambio, habla de las cosas terrenas sin conocer bien su génesis, su consistencia y su desarrollo; aplica a esas realidades unos principios que corresponden a otros ámbitos de la realidad y, así, propone medidas que acaban produciendo lo contrario de lo que se pretendía. Un ejemplo de esto último se observa cuan- do se pasa del plano religioso al plano político -y de este a aquel- con una facilidad asombrosa. Problemas políticos o económicos se intentan resolver sin tener en cuenta principios básicos del quehacer político o de la realidad económica, violentando así la realidad de las cosas.

A esto se añade la tendencia a explicar todo solo por sus causas últimas. Si se abre un libro de historia universal, veremos que han existido numerosas guerras. Afirmando que todas ellas tienen su causa en la malicia humana o en el pecado original, se dice algo verdadero, pero que, por explicar todo, acaba no explicando nada (al menos, si tenemos interés por comprender lo que sucedió y por prevenir conflictos futuros). Por una razón semejante se incurre en un lenguaje hecho de palabras de significado vago, como por ejemplo “la dignidad humana”, que establecen consensos vacíos. Por seguir con el ejemplo de la dignidad, se da el caso de que todos la defienden, pero los distintos sujetos (o grupos) lo hacen para defender comportamientos que resultan contradictorios entre sí. De este modo se puede llegar a un acuerdo nominal sobre la dignidad, pero se trata en definitiva de un falso consenso entre personas que, en realidad, no están de acuerdo en casi nada. El resultado de esto es que, al final, el discurso público queda reducido a pura retórica.

No he querido señalar más que algunas consecuencias del clericalismo. Las suficientes para comprender que es precisa una seria reflexión sobre estos problemas. Esta redundará en bien de todos, y en primer lugar de la Iglesia. En efecto, la reivindicación de la libertad, en la que se refleja la imagen de Dios en el hombre, no puede significar sino un empuje para el Pueblo de Dios y para todos los que formamos parte de él. Afortunadamente, se dan ahora un conjunto de circunstancias que nos permiten esperar que una reflexión de ese tipo se va a llevar a cabo.

Ángel Rodríguez Luño en omnesmag.com

Jesús Fueyo

4.       Por muy utópica que sea esta Utopía de Moro parece haber sido su destino el servir de escabel a políticas nada utópicas. Como “padre del socialismo utópico, era llevado de la mano de la interpretación marxista de Kautsky a visionario de la sociedad comunista; como teórico del naciente imperialismo británico fue empujado por la exégesis de Oncken hasta convertirlo en un predecesor de Disraeli. La historia de los secuestros de la Utopía empero no concluye aquí. Pues Moro fue también, por lo visto el «Santo del humanismo», «la más perfecta vida humanista de que se tiene memoria» [73], y su Utopía no pudo ser sino la «utopía de un humanista» [74].

Asociada a este multívoco «ismo», en cuya disputa andan hoy más enzarzadas que nunca las ideologías y filosofías más dispares, la interpretación de la Utopía ha incurrido en los riesgos más insólitos. La clave humanista se complica de modo singular en el caso de Moro por la necesidad de hurtarla a las contradicciones dimanantes de la compleja postulación ideal de la obra y de la extraordinaria y alta personalidad religiosa del autor. Un humanismo consecuente se ve forzado a llegar, en este caso, hasta el extremo de unir por una común hilaza hermenéutica el “comunismo de Utopía con el «comunismo» platónico, pero no puede detenerse con seguridad en ese renacimiento de la «polis» ideal, pues es preciso cohonestarlo con las nacientes estructuras económicas del mundo moderno que caen bajo la crítica de Hythlodeo así como con los rasgos de «imperialismo» de la política exterior utopiana   tras los que asoma la faz de soberbia del moderno «demonio del poder»; la idea religiosa de la «polis, es decir, el culto a  los  dioses  de  la  ciudad   tiene  que  acoger el nuevo ideal de la «Chrístianitas  erasmiana» y la política de «tolerancia» religiosa, y, ¡todavía más!. tiene que habilitar la explicación del holocausto del Santo católico, el cual no habría muerto corno «mártir del dogma católico», sino corno defensor de las libertades eclesiásticas, corno enemigo de la sumisión de la Iglesia bajo las tiranías políticas de la época moderna [75] es decir, como mártir de la idea del Derecho. Debiera bastar el solo enunciado de estas dificultades para comprender que una interpretación cabal de la Utopía es tan poco asequible desde el prisma de Erasmo como puede serlo desde los de Maquiavelo o Marx. Ninguna de las interpretaciones humanistas consigue no ya despejar todo el campo de objeciones, sino ni siquiera dotar con enteriza humanidad el humanismo de Moro. Cada caracterización en este orden va seguida de un pero, de un añadido, de una reserva. ]Humanista, pero al mismo tiempo inglés, dice Mesnard [76]; humanista, pero un humanista que está por modo activo en la vida; asceta. pero no místico ni contemplativo, asegura Freyer [77]; humanista, pero entendido el humanismo corno la actitud ilimitadamente optimista  de  una  nueva clase social que veía abierto el mundo ante ella, y  así, comunista, pero tan sólo en grado de aproximación al ideal  de la  «alta fase de la sociedad» anunciada por Marx en la Crítica del programa de Gotita, indica Morton [78]; erasmiano, pero, al mismo tiempo, impregnado del ideal monástico pues su Utopía es un Estado ideal pagano que bebe en Platón, en Epicuro,  en  Erasmo, mas también en el utopismo monástico del joaquinismo franciscano, sostiene Heer [79].

En este maremágnum de interpretaciones dislocadas la respuesta a la cuestión que se antepone por necesidad lógica a la filiación de Moro, a saber, la respuesta a la cuestión de si la Utopía es propiamente tal o expresión utópica de un pensamiento político real, o más aún política, queda, en general, omitida. Pero la «ideologización» de una utopía es siempre como la premisa lógica de su ulterior «politización». El utopismo humanista de Moro no podía escapar a esta suerte, y un primer intento en este sentido lo representa el capítulo que, bajo la rúbrica «Morus, als ldeologe des english-insularen Wohlfahrsstaatem», le dedica G.  Ritter en su obra Die Dämonie der Macht.

Ritter parte de una matización insistente del "humanismo del Norte de los Alpes" frente a las tendencias peculiares del humanismo del Sur, del movimiento renacentista italiano.  Aquí  el culto a la antigüedad habría terminado por resolverse en un verdadero «neopaganismo» en el que hay que buscar los supuestos espirituales de concepción del poder y  de la  política, que encuentra en Maquia velo su más alto expositor; allí, por el contrario, el retorno a lo antiguo se  cifra  mucho  más  en  una  recristianización de la pureza evangélica y  ascética  del cristianismo  primitivo,  en un impulso apasionado de interiorización religiosa que viene a estimular un anhelo de reforma purificadora  de  las  estructuras  y de los cánones de vida de la Iglesia. La renaciente «humanitas christiana» va a encontrar en Erasmo su definidor más conspicuo, pues Erasmo, sin desconocer en el orden dogmático el pecado original. pone toda su fe en una «renascentia» que no ha de demorarse hasta la conclusión de la obra trascendental salvadora, sino que puede cumplirse paulatinamente en el saeculum por una progresiva conformación de la convivencia por las doctrinas de Cristo [80]. La enseñanza de Cristo, como mensaje acerca de la condición y del destino del hombre encierra la absoluta verdad, pero sin discrepancia de fondo con lo que acerca de esa condición y ese destino ha llegado a conocerse por la razón natural, es decir, por la filosofía clásica como su máximo exponente. El humanismo erasmiano habría venido, de este modo, a prolongar el gran proceso de racionalización que se inicia en la Escolástica medieval y que permitió una cristianización de los conceptos capitales de la filosofía aristotélica [81]. Consecuentemente. mientras que el renacimiento pagano sobre el fondo de su concepción pesimista del hombre va a resolverse políticamente en una teoría amoral del poder, este otro humanismo, regido por su imagen optimista y benévola del hombre, se traduce en una idea política hostil a toda violencia, a toda servidumbre del espíritu por la fuerza, a todo cuanto socialmente tienda a enfrentar en vez de buscar la conciliación del hombre con el hombre. La «tranquillitas mundi» se constituye en el fin supremo de la política entre los Estados y la «paz» en el bien común de los pueblos. Erasmo se alza, consecuentemente, contra las desviaciones de la recta doctrina cristiana que buscan una canonización de la guerra bajo el concepto de "guerra justa". El erasmismo, en opinión de Ritter, se caracteriza por un moralismo político sin concesiones: la justicia constituye el principio supremo de la vida política mientras que la tiranía es la negación de la idea moral del hombre. En esto concuerdan la revelación y la filosofía gentil de la antigüedad [82]. Como concepción política este maximalismo apenas si ejerció influencia alguna sobre la teoría de las grandes monarquías nacionales, pero, en cambio, vino a traducir el ideal político de los pequeños Estados europeos, deseosos de poder vivir en paz y al margen de la concurrencia de las nacientes grandes potencias [83]. Como visión de la realidad política, tal patriarcalismo suponía, empero, pura y simplemente utopismo. «Pero el hombre al que Europa debe los conceptos y el nuevo género de literatura política de la Utopía, el canciller Tomás Moro no fue, a pesar de ello, un utopista» (84).

Las dificultades para cabal entendimiento de la Utopía de Moro resultan, según Ritter, de la interpenetración constante en el curso de la obra. de los puntos de vista propios del radicalismo humanista de corte erasmiano con los propios del hombre de acción de política, sujeto a la necesidad de medir políticamente las palabras tanto como las obras. Es cierto que Moro no estaba aún al servicio de la Corte al tiempo de concebir su obra. pero su carrera política había comenzado ya, y por lo tanto, «aunque podía exponer sus ideas políticas sin reservas oficiales, estaba sumamente atento a las corrientes de la política interior y no menos preocupado con los problemas políticos de su país para poder discurrir sobre los temas políticos generales al modo de Erasmo; al modo de un escritor cosmopolita que podía desarrollar sus teorías de espaldas a los datos de la realidad» [85]. Con Erasmo coincide Hythlodeo, el viajero de Utopía, en la crítica de la oligarquía feudal, pero mientras   Erasmo se mantiene en el viejo estilo didascálico de los “Espejos de príncipes” medievales, Hythlodeo concluye una crítica que va mucho más allá de la tabla de deberes del príncipe hacia su pueblo, resolviéndose en una crítica de alcance general de la estructura feudal de la sociedad. La injusticia de la sociedad feudal y de sus instituciones arrastra consigo y envuelve en la misma injusticia a los príncipes y es la causa de la brutalidad de la acción de gobierno en el interior y del amoralismo sin freno que preside la política de poder en el exterior. La respuesta óptima frente a este reino de la injusticia había sido ya formulada por Platón: suprimir la propiedad privada, establecer un orden comunista en la sociedad. Mas esta no es la respuesta política, y por ello Tomás Moro pene esa república ideal en el único sitio en que puede estar: en ninguna parte, en Utopía [86]. La utopización del Estado ideal es la prueba de que Moro, a pesar de las actitudes extremosas de su Hythlodeo no quiere ser comprendido como un ideólogo quimérico, como un fanático y ciego revolucionario. St. ideal político responde a un desdoblamiento de lo más hondo de su personalidad dominada, de un lado, por la profunda religiosidad católica, pero animada, de otro, por el impulso humanista de espiritualización del reino mundano del hombre. La Utopía es, en cuanto orden ideal, el producto de una rara armonía no siempre lograda, entre el más prístino sentido cristiano de la vida y el espíritu clásico de la antigüedad, entre la forma de vida de las primeras comunidades cristianas y la poli griega [87]. Pero Moro ha presentado este ideal frente a la realidad histórica de su tiempo como instrumento crítico, puesto que. como forma de vida realizable, lo ha llevado hasta tales exigencias y le ha impuesto rasgos tan grotescos, que el lector no podía tener sino por locura la pretensión de actualizarlo políticamente. Desde ese punto de vista aparece Moro, el político, resignado ante la realidad, pero no absolutamente: al hilo de la sátira va dibujándose el plan de aspiraciones políticas realizables que entran en un orden moralmente valioso por aproximación, dejando  de lado lo que pertenece al reino apolítico de utopía. A tales aspiraciones pertenece, en primer lugar, la exaltación política del estamento letrado, la idea de «élite» justificada por la superioridad intelectual y el grado de exigencia moral de una minoría que no respalda intereses de clase; en segundo lugar, el reconocimiento de los derechos de libertad del pueblo frente al arbitrismo  y  la tiranía de los poderosos y, al mismo tiempo, una política de  bien, estar y de distribución justa de la riqueza, la idea social del Derecho; finalmente, en lo  que toca  a  la  política  exterior,  Utopía  es una isla, y esta constante geopolítica define el  modo  y las exigencias de su concurrencia con los demás Estados: limitación del Derecho de gentes a la estricta esfera del sistema de Estados europeos, dejando el espacio allende los límites geográficos de Europa bajo la ley del puro Derecho  natural y de la justa sanción  de la guerra [88]. La concepción política de Moro respondería así a la idea profundamente jurídica de que la lucha por el poder es lucha dentro de los límites del Derecho vigente en el área de concurrencia. A la alta superioridad ética de los principios rigen la «Christianitas», corresponde un Derecho público cristiano orientado en todas sus normas hacia una «humanización de la guerra, hacia el intento de someter también a la guerra a un  «sistema  racional de humanidad política» [89]; más allá del área de vida de los pueblos de  la  civilización  cristiana,  en  la  inmensidad  del  océano y en las tierras de Ultramar  habitadas  por  gentes  de  inferior  nivel moral, aparece la guerra no sólo como «muy justa», sino como "exigida por la voluntad de la Naturaleza” [90]. La Utopía de Moro debe tenerse, por uno de los escritos que inician la serie de todos aquéllos por los que el imperialismo británico ha tratado, a través de los siglos, de encontrar su justificación jurídica [91].

Con esto llegamos al punto culminante de la reducción «política» del «humanismo» de Moro. El autor de la Utopía es ciertamente cristiano y humanista, pero la   verdadera comprensión de su actitud no puede lograrse por el camino de las genealogías generalmente filosóficas.  Es preciso penetrar en las exigencias objetivas de la real antinomia de la política, del «demonio del poden, que Moro vislumbraba y a las que la preocupación moralista de su pensamiento y su comprensión racional de la naturaleza humana no pudieron sobreponerse [92]. De este modo se transforma el utopismo humanista en una política humanitaria, es decir, en una política presidida en todas sus esferas de acción por una pretensión altamente moralizadora, pero en la que la rígida legalidad natural de la realidad política en cuanto que tal, se impone y vence por doquier al poético velo de la ideología moral que la recubre [93].

5.       La lucha en torno a la interpretación de la Utopía es uno más entre los debates ideológicos que sirven hoy a la aguda beligerancia política de la historia de las ideas. Sobre la fronda de interpretaciones polémicas un análisis atento permite descubrir la grave medida en que la reducción historicista a la que es tan sensible nuestra mentalidad contemporánea sirve inconscientemente al propósito de proyectar hacia atrás la controversia política del presente elevando sus motivos de tensión a constantes polémicas absolutas. En rigor, no merecería la pena esforzarse en este caso en depurar la interpretación de las inevitables desviaciones que ello lleva consigo, puesto que Moro, desde ese punto de vista no es comparable en influencia a ninguno de los grandes profetas de las ideologías en disputa, si no fuera porque aquel proceder lleva consigo la preterición de un problema del máximo rango teórico que en la Utopía ha sido por primera vez planteado y desarrollado con rara originalidad. La necesidad de «despolitizar» la exégesis de la Utopía es una exigencia que condiciona la posibilidad de descubrir el pensamiento teórico político de su autor, es decir, de un pensamiento que recae sobre la estructura de la realidad política en cuanto que tal, antes que sobre lo que aquél pudo haber tenido por políticamente deseable. La anteposición lógica del problema del utopismo político al de la  tendencia  ideológica  que pueda apuntar como ideal político la quimera de Moro queda justificada desde el momento en que el término utopía  ha  sido  acuñado  por  nuestro  autor  con  la  inequívoca  intención  de  subrayar la condición de una idea que se hace valer políticamente sin justificación relativa a un «topos» concreto, sino, además, porque ese mismo término en su sentido actual,  es  decir,  subrayando  el  déficit de real posibilidad que en esas condiciones asiste a una idea política ha sido utilizado polémicamente por su creador [94]. El destacar este aspecto puede. pues, tener alguna importancia en el orden estrictamente teórico, en vista de que, según hemos tenido ocasión de comprobar, la crítica de la desviación utópica del pen, sarniento político supone como previa la construcción teórica acerca del modo de realidad de lo político.

Hasta cierto punto una cierta «despolitización» de la Utopía ha sido conseguida por F. Battaglia en su ensayo sobre Moro [95]. Battaglia encuentra en la obra ante tocio una crítica de la práctica política que va asociada a las condiciones de poder del estado moderno y a la «razón de Estado». La Utopía vendría a estar frente a toda motivación puramente política del poder, frente a toda afirmación de una justificación política exenta de límite moral. Y al mismo tiempo que una crítica de la política en tales condiciones vendría a ser también, según Battaglia, la Utopía una crítica de las condiciones de la naciente economía moderna con su razón pura de la ganancia con su pretensión de justificación inmanente y también libre de todo freno moral de la exigencia económica, crítica que se resuelve en uno y otro caso en la afirmación positiva de la moral cristiana. La crítica singularmente aguda que hace de la interpretación de Ritter es positiva en lo que toca al falso anti-maquiavelismo que se esconde tras la política moralizadora, pero ni siquiera bajo la forma de una «política cristiana» se libra Battaglia de la reducción a pensamiento político de lo que, en primer término, tiene que ser visto como una teoría de límites entre el ámbito real y el dominio fantástico de lo político.

Un muy reciente trabajo de Karlheinz Schmidthüs [96], singularmente valioso porque domina las vertientes más hondas de la personalidad de Moro, se inclina hacia una interpretación de la Utopía muy similar a la de Battaglia. Coincide con este en apreciar que Moro entra en polémica contra lo que después habría de llamarse la «política moderna» ligada a los conceptos de «soberanía» y «razón de Estado» y a la idea de la ley como instrumento sin límite moral de la autocracia de los príncipes.  En segundo lugar, está también la protesta contra la «economía moderna», es decir, contra la destrucción de las viejas formas de economía comunitaria por la constitución de los grandes latifundios y la aparición de tendencias monopolísticas en los grandes terratenientes como estrato previo a la nueva clase de capitalistas que terminarían por hacer de Inglaterra el país capitalista par excellence y el modelo ideal para la crítica marxista [97]. Pero en tercer lugar añade Schmidthüs un último objetivo   polémico que anticiparía la crítica, a partir de la exigencia de la libertad de la Iglesia contra la posterior y, por completo actual tendencia del poder político a penetrar   en   el dominio del   espíritu. Moro habría acertado a ver bajo el prisma de los problemas de su tiempo las fuerzas y las tendencias que estaban llamadas a engendrar el caos de la época moderna.

Pero ha sido Gerhard Moebus, en un estudio reciente. Quien ha logrado colocar todos los problemas de la hermenéutica de Utopía bajo una nueva luz que destaca el verdadero fondo teórico político del pensamiento de Moro. Esta contribución, que puede tenerse por decisiva, parte de la tesis de que la Utopía como Estado ideal no es el ideal político de Moro. La Utopía es un diálogo sostenido entre un personaje de fantasía, Rafael Hythlodeo, y el propio Tomás Moro, designado en la obra por su nombre y que habla en primera persona. Moebus encuentra tan arbitrario el atribuir a Tomás Moro cuanto expresa Hythlodeo como lo seria en el Gorgias platónico atribuir a Platón las afirmaciones de Gorgias o Kalikles en lugar de las de Sócrates [98]. El pensamiento de Moro debe deducirse de lo que él mismo deja dicho en la obra, lo que para Moebus es tan importante como cuanto expone su interlocutor. El análisis de las opiniones del Moro que dialoga en la Utopía permite llegar a la conclusión de que éste se atiene a la realidad política como una realidad humana, esto es, como modo de actividad de un ser que no es, por naturaleza abierta y exclusivamente bueno ni malo.  La política discurre en torno a hechos y sobre una realidad que no tiene término de perfección por pertenecer esencialmente a un ser como el hombre que no es un ente perfecto [99]. El término utopía construido   para   designar la visión del orden político perfecto, da a entender claramente que tal Estado ideal no existe en parte alguna, fuera de la fantasía de Hythlodeo, cuyo nombre significa, también por algo, soñador o iluso. La quimera política de Hythlodeo adscribe al ser humano propiedades naturales que no se dan en la condición histórica del hombre, con lo que su Estado utópico es una pura especulación filosófica. En tal medida personifica Hythlodeo el filósofo puro, el ideal precristiano del sabio y su ideal político es, consecuentemente, la Civitas philosophica [100]. Muy al contrario, el cristiano y político Moro no puede atenerse como ideal a un tal Estado, que no cabe sobre la tierra. La contraposición decisiva que se despliega como hilo dialéctico a todo lo largo de la obra es la contraposición entre la mentalidad precristiana con su antropolo¬gía optimista y su teoría de la virtud natural y la mentalidad cristiana con su antropología del pecado y su teoría de la virtud sobrenatural [101]. Este contraste de fondo aparece engarzado de tal forma en la obra, que su resolución del lado de la tesis cristiana y la consecuente utopización de la quimera del Estado ideal no resulta tan sólo de las posiciones de Moro, sino también de las contradicciones intrínsecas del pensamiento de Hythlodeo.  La premisa básica que éste establece para la justificación de orden comunista de Utopía no es un hecho social, la propiedad o el dinero, sino una deficiencia moral. la superbia: «omnium prínceps parensque pestium». La condición óptima de Utopía como orden político deja de lado esa inclinación cardinal. aunque sus efectos reaparecen por doquier y determinan la generalización   absoluta de los recursos de coacción. Pero la posibilidad de construir un Estado para el cristiano está afectada, tanto por la inclinación pecaminosa como por su remedio trascendental: la gracia.  Un orden político que deje de lado esta base condicionante no tiene realidad para el cristiano: es utopía.

Para Moebus el yerro común de las interpretaciones de la obra descansa en la confusión de las dos mentalidades que discurren en ella, lo que lleva consigo el desconocimiento de la función irónica de la figura de Hythlodeo. Hay un doble juego irónico. Por una parte. está la ironía de que desde un punto de vista no cristiano se formulen juicios y aspiraciones que concurren y llegan a confirmar las verdades cristianas.  Moro seguiría aquí la vía abierta por la Querella pacis de Erasmo. Pero de otro está la ironía de conducir hasta sus últimas consecuencias la antropología de la virtud natural en la ficción del orden político perfecto.  La ficción es aquí de contenido, no meramente de posibilidad.  La ficción está en que los utopianos que encuentran irracional el matar animales, no encuentran tal tener esclavos que los maten; el que en caso de guerra los utopianos consigan todas las ventajas por la corrupción del adversario, el que exista adulterio y el que se castigue con la esclavitud, y en caso de reiteración con la muerte. La premisa racional se troca así, en los esquemas de ordenación político-social, en una negación de la razón; la premisa de la bondad, en una institucionalización política del mal [102].

La monografía de Moebus supone una aproximación considerable a lo que puede ser el planteamiento correcto del problema de la Utopía.  Según se viene diciendo radica este no tanto en dar con el pensamiento político de Moro penetrando a través de su expresión utópica, como en el dar razón política de la condición utópica del Estado idead de Hythlodeo. Esta nota, a primera vista adjetiva, ha sido subrayada por Tomás Moro una y otra vez. El ou-topos de la Utopía luce no sólo en el título, sino que, como mostrara ya Dermenghem, toda la obra de Moro está destacando de continuo los rasgos fantásticos de la construcción. «Amaurota», la capital de Utopía puede traducirse por la «ciudad fantasma», situada junto a un río. el "Anydris", que literalmente enuncia «sin agua,,, gobernada por «Ademus», el príncipe «sin pueblo» y poblada por los «a la apolitas» los «ciudadanos sin ciudad», como los «acorianos, el pueblo vecino, sen los que no tienen país [103]. El mismo nombre del viajero y apologista de Utopía. Hythlodeo, puede traducirse como el que trae las quimeras. Es posible que con ello Moro   intentara   exclusivamente destacar el mundo fantástico de su  creación  política,  pero es posible  también que todo ello sirva al propósito  de  plantear  no tanto la  crítica de una realidad política en concreto como la crítica  de  un  fenómeno político, de un hecho con el que de  continuo  lucha el hombre político: la utopización o quimerización de la realidad sobre la que opera el planteamiento de la realización política no en  término de realidad, sino en términos de utopía. Moebus ha visto fundamentalmente el anti-utopísmo del cristiano, y en definitiva Santo, Tomás Moro. Pero hay también razones para pensar -y el propio Moebus ha destacado algunas- en el anti-utopísmo del político y a la postre Canciller inglés Tomás Moro.  De ser esto así, la Utopía no sería tan sólo una crítica cristiana de los paraísos políticos sobre la tierra, sino también una crítica política de la razón utópica.

Moro discierne desde la atmósfera espiritual de las quimeras modernas que brotan en cascada en el otoño de la Edad Media. Su entorno cultural está determinado por   la aspiración general a realizar el hombre en cuanto ente de libertad y espíritu en este mundo. El orto del mundo moderno está indisolublemente ligado a una enérgica afirmación de la vida que descansa en un sentimiento soberbiamente optimista del hombre. «Es costumbre practicada por los reyes y príncipes de la tierra, cuando han fundado una ciudad magnífica y digna de fama, colocar en medio de ella, como culminación de la construcción, la propia efigie a fin de que pueda ser vista y admirada. No de otro modo vemos que hizo Dios, príncipe de todo, quien después de haber construido todo el mecanismo del mundo, en medio de él, como la última de todas sus criaturas, puso al hombre formado a su imagen y semejanza» [104]. Con estas palabras de Pico de la Mirandola se afirma la nueva «humanitas» haciendo reposar sobre su destino trascendental una confianza inédita hasta entonces en el señorío sobre el mundo. El «renacimiento» del hombre lleva consigo, con necesidad histórica, el advenimiento a un mundo verdaderamente humano. Mas es a partir de esa actitud, extremándola hasta su límite delirante, corno se forja la mentalidad utopista moderna en sus formas más culteranas y aristocráticas como en las más fantásticas, míticas y plebeyas. No es cuestión de entrar en la proliferación de formas que la idea del «reino del hombre» [105] adopta en  el mundo moderno desde la primera verdadera protesta contra el cristianismo  católico  que   levanta  Wyclif   en  la  Inglaterra  del siglo  XIV  con su  idea de una religión  «espiritual»  movida por el puro amor a Cristo, sin sacramentos ni culto, ligada a los movimientos de la  religiosidad  popular de la baja  Edad  Media  que la preceden [106] y en connivencia con el fanatismo de las sectas comunistas de John Ball y Tyler, que la siguen hasta el «espiritualismo» quákero de Fox que la culmina a las que continúan la vía del mito del renacimiento de la polis y que desde Petrarca, Valla y el cosmopolitismo humanista del Renacimiento italiano hasta el mismísimo Hegel ven en el Estado el sueño último del mundo de la razón. la arquitectura política de la Civitas philosophica. Moro está en el centro de una de las más importantes corrientes humanistas que nutren esa onda utópica, y en cierta medida, él mismo es un exponente de ese medio cultural. Y, sin embargo, la autenticidad de su entendimiento cristiano de la vida que le liga a la mejor tradición de la mística inglesa [107], le separa tanto de ese medio como la seriedad de su vocación y preocupación políticas le aleja del difuso esteticismo político de los más de sus amigos humanistas. A la postre, el más caracterizado de ellos, Erasmo, vinculado a él por íntima amistad, da la medida de tan distinto temple humano cuando a la hora de su ejecución no tiene más que una palabra para lamentar que Moro se hubiera mezclado en un peligroso asunto en vez de dejar las cuestiones teológicas para los teólogos [108].

El humanismo es a nativitate utopista. La fe en la realización de la esencia del hombre en la tierra se resuelve necesariamente en un sueño político [109]. Desde el siglo XV, como ha puesto de relieve Nigg, se reactiva la vieja religiosidad quiliástica con su anhelo por la realización del reino de Dios  sobre  la tierra  ligándose a  aspiraciones sociales de signo de revolucionario ilimitado, y esta recíproca penetración de exigencias sociales en la disputa teológica y de legitimación religiosa del anhelo revolucionario, señala uno de los momentos decisivos en el nacimiento del mundo moderno [110] Un siglo más tarde las capas burguesas de la sociedad que surgen al amparo de la concentración del poder en el Estado absoluto y con  ellas los primeros «intelectuales»  unidos  en la oposición a los privilegios tradicionales y a los criterios de selección social del mundo feudal, ligan también una nueva "religiosidad" al  nuevo  sentimiento político,  una  nueva  religiosidad o, mejor dicho, una «cuasi-religión» [111] en la que el sentido  de  lo trascendental se vierte por completo del  lado de  realización  de los valores  «puramente  humanos»  del  hombre.  Así como sobre la turbulenta heterodoxia de los movimientos plebeyos se alza una utopía que, desde los albigenses y bogomilas de la baja Edad Media hasta los taboritas y hussitas del siglo XV, persigue a través de una idealización de las primeras comunidades cristianas, un reino comunista del amor, así también la pasión intelectual y la devotio speculativa del humanismo moderno, se resuelven  utópicamente en una idealización de la antigua polis y estimulan las quimeras modernas a base de un  reino del  lagos  con  su  nueva  aristocracia de  «elegidos»   para  el  cultivo  del  espíritu  -y el  poder-  y su estructura   social  comunista   para   el   buen orden de las necesidades serviles.

La obra de Moro es, sencillamente, la respuesta tajantemente negativa a estos primeros cleres ilusionados y a sus ilusiones humanistas, por parte de quien comparte sus mismos hábitos intelectuales, pero al mismo tiempo ha descubierto las bases reales que condicionan el mundo político moderno y sus estructuras: la tendencia a la expansión territorial y a la concentración política del poder, y la creciente significación de las tensiones económico-sociales en la convivencia política y en la concurrencia de los Esta, dos. Es uno de los hechos más grandiosos de la historia del pensamiento político, un hecho que prueba que este pensamiento sigue un curso que se articula sobre una trama real  y  no es  meramente una seriación caprichosa de especulaciones de gabinete, el que dos hombres de genio, ignorándose recíprocamente, hayan descubierto casi a un mismo tiempo la contextura de la realidad política moderna al constituirse sobre el eje  de la sola  razón  natural  y  sobre  la desnuda dinámica del conflicto  de  intereses.  Pues no cabe duda a este respecto. El capítulo de la Utopía de Tomás Moro -de re militari- acerca del modo de conducir la guerra y la competencia internacional por los utopianos, podría intercalarse entre los príncipes de Maquiavelo, como estrategia política de un principado insular, sin que padeciera, en absoluto, el sistema de la política pura del pensador florentino. Es un mérito que no puede regatearse a las interpretaciones «inglesas» de Moro el haber puesto esto sobre el tapete, bien que desgraciadamente, a costa de un total falseamiento del significado político de la Utopía. Pues todo lo que hay de coincidencia en la visión de esa realidad lo hay de discrepancia en la actitud o el objetivo que uno y otro, Maquiavelo y Moro, persiguen poniendo de manifiesto las condiciones reales de la política como lucha en torno al poder, «Maquiavelo precursor solitario  del  nacionalismo  italiano» [112], desnuda  ante los ojos de los poderosos de su pueblo la faz  de  un  mundo  político que  tiene  por principio y por  término  el  poder, queriendo servir de guía que, de entre ellos, albergue el  propósito  de  colocar a Italia en condiciones eficaces de competencia con los primeros  grandes  Estados nacionales. El santo cristiano autor, de la Utopía quiere, por el contrario, poniendo bajo la luz esa misma realidad. despejar de ilusos el campo político, enseñar la dislocación política que amenaza al que sólo hace gimnasia de la razón o estética del espíritu, creyendo establecer programas de gobierno, y esto no tan sólo por el bien de la política, sino, al mismo tiempo por el bien de la inteligencia, La tesis que se enhebra desde la primera a la última página del libro consiste, en último término, en esto:  todo plan de orden político calculado con vistas de optimo rei publicae es inexorablemente Utopía [113]. Un plan de este tipo no es irrealizable porque pueda estar fuera de las posibilidades de realización que asistan a un grupo humano en una situación dada. Esto puede ser cuestión de tiempo. Es irrealizable en cuanto optimum, es decir, en cuanto que adoptando una misma estimativa de la perfección de la convivencia para la idealización ex ante y la ejecución ex post, una utopía no se realiza más que en figura que encubre la real y efectiva frustración de un ideal [114]. La Utopía de Moro, lejos de ser el «Estado ideal» del «Santo del humanismo, es esa misma utopía realizada» [115] o la contraprueba de la irrealidad del humanismo como idea política; significa, ni más ni menos, que, así como el» reino de Dios» no es un reino de este mundo, tampoco lo es el "reino humano del hombre». La Utopía es la crítica según la «razón política» de todas las utopías, libro absoluta y temáticamente anti-utópico.

La corroboración de esta tesis requiere, naturalmente, un análisis muy atento de la compleja construcción de la obra y de las posiciones que en controversia un tanto solapada se definen en ella. En general se ha concedido excesiva importancia al detalle de que el primer libro fuera escrito con posterioridad al segundo.

No hay ninguna razón para establecer, sobre esa sola base, la estimación de que esté esa primera  parte  supeditada  lógicamente  a la segunda hasta el punto de que tenga que ser entendida desde ella; en último término ha de regir la  interpretación,  la  sistemática formal que el autor ha querido dar a la obra y  no otra.  Tampoco un examen biográfico permite descubrir en la vida de Tomás Moro entre uno y otro momento ningún acontecimiento de alcance tal que permita hablar de un giro significativo respecto a su actitud ante la política. Tales explicaciones resultan un tanto artificiales y, de cualquier manera, no encauzan adecuadamente la comprensión en profundidad de las tesis desenvueltas en la obra. Antes, por el contrario, cabe decir que la atención más bien superficial que, salvo excepciones, se ha prestado a la primera parte, ha menoscabado las posibilidades del análisis. Reducir el marco del discurso político de la Utopía a la simple descripción de las instituciones y de las formas de vida del Estado ideal que ocupa la segunda parte, es renunciar a las claves más interesantes de la construcción,

El planteamiento del «argumento» utópico está en la arquitectura de la obra, ligado  lógicamente  a  la  discusión  que  suscita Pedro Gilles [115 bis] al  manifestar  su  extrañeza  de  que un  hombre de saberes tan profundos y  de  conocimientos  tan vastos  acerca  de los hombres y de los pueblos como Rafael Hythlodeo no esté  al servicio de  ningún  príncipe. El tema pertenece al repertorio de los grandes clásicos e incide sobre una situación típica del mundo político del logos, de la peculiar contextura de la realidad política en la cultura de Occidente.  Por lo mismo que desde   los griegos la política ha sido para el europeo la composición de la convivencia que traduce la concepción racional del mundo y de la vida a la que refiere el sentido de la existencia, pertenece a los presupuestos mismos de nuestra civilización el tema y la tensión entre «inteligencia» y «política».  El primado lógico de la inteligencia en la creación de las grandes pautas ideales del convivir tiene que articularse adecuadamente a través de un ajuste político muy difícil, con las posibilidades de manipulación humana que están referidas al principio de la realización política que es, de suyo, la realidad supra-lógica a la que llamamos poder.  Como, por así decirlo, el tempo de la concepción y la lógica interna de la construcción política en el plano ideal difieren, en términos absolutos de la estrategia operatoria y del cálculo de   resistencias que rigen la creación política desde el poder, el enunciado de una «verdad» política teoréticamente fundada no es, de necesidad, el enunciado de un postulado político absolutamente justificado. En estas condiciones queda frente a la «inteligencia» un horizonte impurificado y un cauce, a veces tortuoso, para la articulación efectiva de lo que, en términos puros de razón luce como una evidencia.  Lo que Tomás Moro plantea al hilo de la sugerencia de Gilles es un análisis de la inteligencia política.  Y este análisis descansa   sobre la caracterización de dos tipos de inteligencia que definen dos polaridades de la razón política.

De un lado está  Hythlodeo, un  hombre  que  más  bien  parece un puro espíritu sostenido en el mundo por la frágil estructura corpórea del organismo ; un hombre desligado de todo interés práctico, liberado de toda cotidianidad porque a diferencia de los demás, de los hombres que no son fantasmas, sino  de  carne  y hueso, ha distribuido en plena juventud su fortuna entre sus parientes y amigos, pero esto ni siquiera por un impulso de santificación sino,  ante  todo,  por  un  gesto  soberbio  de  señorío  sobre si mismo; a fin de que el prójimo, cumplida  esa  liberalidad. no tenga razón de exigirle el que se convierta para su  bien  en  esclavo de un rey [116]; un hombre liberado por modo  tan  inaudito  de todos los lazos de dependencia en el entorno inmediato, se libera también del cerco vital del espacio político: Hythlodeo es «cosmopolita", un curioso del mundo, un viajero incansable que «nauigauit  quidem  non  ut  Palinurus,  sed ut  Ulyses:  imo,  uelut  Plato» [116 bis)], y que, como la misma inquietud humana, ha cruzado todos los equinoccios y bebido en todas las culturas desde  las clásicas a las culturas vírgenes del Nuevo Mundo acompañando a Vespucio en sus correrías. La inteligencia política es aquí un puro corolario de la personalidad, de la pura "humanitas»; no está aplicado a un topo concreto porque para este hombre la vía para llegar a lo supremo es la misma en todas partes [117], m está emocionalmente apegado a una tierra de vivos y muertos, porque «al que no tiene sepultura el cielo le cubre" [118)]. Con la personificación de Hythlodeo  ha  conseguido  Tomás  Moro  un  torso  genial del sentimiento humanista del hombre, un retrato con pinceladas maestras del paradigma humano de la naciente intelectualidad moderna, la cual al hilo del tema de la dignidad y excelencia del hombre ha ido buscando a través de Petrarca, de Ficino, del De dignitate hominis de Gianozzo Manetti, de  Pico, de  Bovilo  y tan, tos otros más [119], el conferir figura humana y  corporeizar su nueva tabla de valores, su aristocracia espiritual. Y lo que esos trazos destacan ante todo es la flexión capital del espíritu moderno, la flexión de toda estimativa hacia el principio absoluto de la personalidad, giro que se da con mayor fuerza que ningún otro en Erasmo, alcanzando hasta las capas más hondas de la vocaci6n religiosa, pues no en vano es Erasmo, antes que Lutero, el primero en remitir a la conciencia los contenidos de la certeza tras, trascendental [120].  También el mundo político del   humanismo o, más exactamente, la perspectiva ideal de su composición política gira en torno al mismo eje de la personalidad, pues rige también respecto a ella el mismo impulso a sacar la esencia y la verdad de sí mismo, que, en decir de Hegel, era el impulso decisivo por el que estos hombres se sentían gobernados [121]. Y, en consecuencia, la realidad política regida por la mediocritas, por el esquema casi animal de la fuerza y de la sumisión y el hábito casi humano de la intriga y el fraude, queda ante ellos como una jungla repulsiva que pone en riesgo de perdición la nueva santa humanidad del hombre. Tal es la razón por la cual este Hythlodeo, a cuidar de la locura de los otros  corre  buen   riesgo  de   concluir tan loco como ellos en el que el discurso político pasa antes por el mito virgiliano de la Edad de Oro que por la áspera materialidad del poder, no tenga más que un no inexorable que brota de lo más hondo de su concepción del mundo y de la vida, para la realidad política cotidiana, sencillamente porque tiene por suprema ambición la intangibilidad de su vida como plan de la realización de su ser (122). Ni siquiera por generosidad de espíritu, que la tiene, puede exigírsele el que se interne en el laberinto de la política, pues, puesto a cuidar de la locura de los otros corre buen riesgo de concluir tan loco como ellos [123], ni menos por servicio a la verdad que habría de cumplir en el reino de la mentira, ya que ignorando si puede convenir a un filósofo el mentir, está bien seguro de que no le conviene a él [124]. Una vez más este «mi», que expresa la radicalización personalista de toda estimativa, este «mi» existencialista, destaca el principio inexorable de la ideación política, para el hombre de Utopía, el hombre que no hubiera salido de la mejor y más venturosa de las repúblicas a no ser para revelar su existencia [125].

El hombre que le da la réplica es el propio Tomás Moro. Asombra la escasa atención que la literatura sobre la Utopía ha prestado a este personaje de la obra para filiar el pensamiento real de Moro, siendo así que ha sido cuidado con la minuciosidad y el esmero de un autorretrato. Moro, el personaje, desde las primeras líneas de la obra ingresa en escena como político, enviado a Flandes por Enrique VIII, moviéndose en el cuadro de las conferencias internacionales, entre diplomáticos y juristas de primera fila. ¿Qué otra cosa podría significar todo ello sino la presentación en dos trazos de un protagonista de la gran política con su mirada atenta a la realidad?  El oficio político, la política como vocación es el tema de Moro. Pero este tema está desenvuelto desde la «inteligencia» y no como apología del poder. Moro quiere defender contra la idealización política de la inteligencia pura la realización de la inteligencia política.  La polémica, llevada con la cordialidad de un diálogo platónico, se plantea así entre el haz de razones que esgrime el filósofo puro para quien, supuesto que no ama las riquezas ni el poder, no hay más que política de ideas, y la argumentación política que postula el servicio de las ideas al bienestar común, y aun a costa del bien privado del sabio. La tesis de Moro es que las ideas no sirven políticamente por sí solas, sino que precisa actuarlas en el servicio del Estado, en el ámbito real de la política, y esto por una sola razón: «nempe a príncipe bonorum malorumque omnium torrens in totum populum, uelut a perenni quodam fonte promanat» [126]. Con ello apunta Tomás Moro hacia la clave misma de la configuración moderna de la política; toda política, en la medida que sea real y efectivamente tal, implica una actitud relativamente al poder: integra poder y se cumple en función del poder, «fuente de la que mana de continuo sobre el pueblo todo bien y todo mal». De esta manera incide Moro, ciertamente con Maquiavelo, en h imagen real de la política; también Maquiavelo ha discurrido políticamente contra aquellos muchos que han visto en su  imaginación principados y repúblicas que  jamás  existieron  en  la  realidad [127], Pero Maquiavelo representa la política «inteligente», que es tanto como decir el servilismo político de la inteligencia, la exaltación del poder al primado de los fines políticos,  en  tanto  que Moro representa la «inteligencia política» en la que aún los postulados ideales retienen la esencia de lo político y buscan su realización a través de los medios y  dentro  de  las limitaciones  técnicas de la política, en cuanto que realidad. De este modo irrumpe Tomás Moro por una vía media en la que de un lado quedan los idealizadores y del otro los arbitristas; la vía de un pensamiento que construye desde las posibilidades concretas de la realidad. La expresión precisa de este entendimiento político despunta frente a la objeción de Hythlodeo de que el filósofo no puede imponer su autoridad en los cónclaves políticos, en los consejos del príncipe donde la dialéctica no sirve a la verdad, sino que es esclava del poder: por mala que sea una causa siempre habrá alguno que, por espíritu de contradicción, por prurito de originalidad, por adular al príncipe, sabrá encontrar el medio y la argucia para defenderla [128]. Moro admite que Hythlodeo tiene razón; tiene la razón del teórico puro que decide sobre esquemas dialécticos ligados a premisas absolutas y que se vencen siempre del lado de los objetivos máximos de los postulados, en tal manera que estimula propósitos y propugna consejos que resbalan sin acción sobre mentes conformadas para la manipulación de una realidad de horizonte mucho más angosto. Es, sobre todo, el léxico la expresión plástica de la mentalidad, pues el repertorio de palabras de un hombre define las dimensiones de su mundo: el inusitado lenguaje del filósofo, la philosophia scholastica, tan placentera en el diálogo íntimo, carece de eficacia en los consejos del príncipe donde se tratan los temas más graves con la mayor autoridad: «ubi res magnae   magna autorízate aguntur» [129]. El «filósofo,, cree con esta concesión entregado al «político»: «non esse pud principes locum philosophiae». Es entonces cuando el sagaz Moro precisa  su  noción  de  la  inteligencia política:  se  trata de otra filosofía, de una «philosophia  civilion»  de  una  filosofía que conoce el teatro del mundo y  se acomoda  gozosa  a  su  papel en la fábula, pues no es cuestión de interrumpir a  Plauto  con Séneca, no es cuestión de deformar el espectáculo imponiéndole elementos extraños a su específica contextura: en los asuntos públicos, en las deliberaciones políticas, si no es posible destruir completamente las falsas opiniones y corregir los prejuicios  invetera, dos, esto no autoriza para desertar de la política, para  desinteresarse del Estado y abandonar la nave de la república en la  tempestad so pretexto de  que  no  se  puede  dominar  el  viento: «non in ideo tamen deserenda respublica est, et in tempestate nauis destituenda quoniam uentos inhibere non possis» [130]. Es preciso renunciar a una argumentación y a un lenguaje insólitos y fuera de lugar, es preciso desviar la singladura, seguir el curso oblicuo -obliquo dictu- para acercarse, hasta donde se pueda, a buen término. La política tiene buen término, pero no término absoluto: si no puede realizarse absolutamente el bien se puede al menos disminuir el mal en lo posible. Lo demás queda para cuando sean los hombres todos y del todo buenos, para lo que aún resta un buen número de años: "...  quod aliquot abhinc annos adhuc non expecto» [131].

Moro da ahí la premisa de su actitud ante la política, y con ella la clave de la Utopía. Mientras que Maquiavelo ha dado por toda justificación del amoralismo político la condición perversa de la naturaleza humana, Moro ha tomado al hombre -como ha visto Moebus- en su estricta medida ética: llamado al bien, pero desfalleciente. Y esta rectificación de la imagen optimista del hombre que empapa todo el humanismo y de la imagen negativa que ha servido de justificación a todas las formas de despotismo es el nervio de la política de Moro: utópica es la política del bien absoluto, la política de optimo rei publicae. Lo que separa a Moro de Maquiavelo es que para este no hay lugar para un tema del bien en la política, no en el sentido tópico del anti-maquiavelismo corriente que diaboliza su política [132], sino sencillamente porque el poder se impone al mal contando con sus armas y hasta usando de ellas; para Moro, en cambio, el bien es el tema supremo y la vocación absoluta del hombre, pero el cauce de esa vocación no es la política. El obliquo ductu de Moro descansa   en la fundamental dualidad cristiana del orden del hombre, en la dualidad de Iglesia y Estado que impone sus límites naturales al bien asequible a la política, y que en cambio se cancela tanto del lado de Maquiavelo corno de  la  ética humanista  de  la  perfección, tanto del lado de la civitas  política  con  su construcción  de  la convivencia sobre el escueto quicio del poder, como del lado de la civitas philosophica con su construcción política sobre el absoluto principio del espíritu. De esa fundamental dualidad da razón Moro no sólo con su obra y con su vida. Da razón también Santo Tomás Moro con su muerte.

6.       La discusión en torno a la dignidad de la inteligencia en la política sirve de obertura a la crítica de la mentalidad utópica. Esta crítica está como incoada en esa discusión, pero no alcanza a desenvolverse plenamente hasta que Hythlodeo no formula la exigencia maximalista: la supresión de la propiedad privada determina un giro óptimo en los fundamentos del orden político. El obliquo ductu de Moro aparece dialécticamente superado si en efecto cabe suprimir de raíz los estímulos egoístas que condicionan la estructura social y, consecuentemente, la configuración política que trata de moderarlos y componerlos en un orden de compromiso. El optimum político según Hythlodeo no podrá alcanzarse jamás fuera de las bases sentadas ya por Platón: la igualdad de las condiciones de vida, la supresión de la propiedad privada: «Siquidem facile praetudit horno prudentissimus (Platón) unam atque unicam illam esse uiam posit obseruari, ubi sua sunt singulorum  propria»  [133].  La mente utópica introduce de este modo en la discusión política un postulado que disloca el tipo de realidad sobre el que esa discusión se planteaba. El político es sacado de su terreno en tanto que su estimativa no alcanza más allá del horizonte propio de la realidad que manipula.  Frente a la posibilidad utópica, el político tiene que renunciar al diálogo, no le cabe en la cabeza, no la puede imaginar: «... ne comminisci quidem queo» [134].  La realidad que él tiene a mano se le desmorona: ¿cómo puede haber abundancia donde falta todo estímulo para e! trabajo?, ¿cómo puede reinar el orden donde no se puede recurrir a la protección de la ley para conservar lo propio?, ¿cómo puede acatarse una autoridad donde no hay margen para  la  distinción entre  los  hombres?  [135].  La respuesta de Hythlodeo a estas observaciones es la descripción del orden social y político de Utopía, la racionalización de la quimera política, la presentación en su esquema formal de un orden político, abstracción hecha de una realidad de fondo.  A diferencia del primer libro de la Utopía, el segundo no es un diálogo. Esto es sumamente significativo. Un intercambio de ideas supone un ámbito común de realidad entre los interlocutores, pero la   introducción   del   postulado   comunista en la construcción política ha dislocado el condominio lógico de la realidad. Hythlodeo hace enmudecer a Moro cuando, en vista de sus objeciones, le asegura que no tiene idea de un tal orden político: «imago rei aut   nulla succurrit aut falsa» [136]. La imagen es el producto de una afirmación puramente filosófica frente a la política; brota de la controversia entre la política moral y la moral apolítica, entre el político que discurre oblicuamente a través del mundo real y humano para alcanzar las posibilidades morales relativas a la situación y el maximalista, el idealizador absoluto, el «portador de quimeras” que discurre en el plano de las ideas como formas puras de realidad; es el desenlace, como dice el autor, «nec minus salutaris quam festivus», de la controversia entre una visión ligada a las formas agudas e irregulares pero llenas de vida del «cosmos» político y una fantasía que se enseñorea sobre las formas absolutas y puras que  cristalizan en la  intemporalidad  ideal del Universo utópico.

Pero esta dislocación dialéctica no queda sin respuesta. Lo que ocurre es que la respuesta crítica va como solapada en la misma exposición. El cuidado que Moro se ha tomado para dejar bien sentada la actitud de Hythlodeo ante el mundo, su concepción de la vida, su sentido de la «humanitas», sirve a la clave irónica de la obra. Pues la Utopía de Moro es obra de clave, como Maeztu decía que lo eran el Quijote y Hamlet. La ironía estriba en que Utopía podrá ser la mejor de las repúblicas para cualquiera menos precisamente para Hythlodeo: la idea, la humanidad que estimula la creación política del idealizador se frustra irremisiblemente en el esquema institucional de Utopía. El hombre que ama vivir según le place, el señor de sí mismo, mal puede encontrar la felicidad en esa isla paradisíaca en la que hasta el más leve gesto vital está regulado con la minuciosidad de un mecanismo ; el espíritu inquieto y curioso mal puede encontrar satisfacción en esta Utopía ron sus cincuenta y  cuatro  ciudades  absolutamente  iguales  hasta el extremo de que quien  conoce  una  las  conoce  todas: «urbium qui unam norit, omnes nouerit» [137]; el viajero que  ha  cruzado todos los mares, mal puede ser feliz en su reclusión utopiana, verdadera cárcel para el yo abierto al infinito del humanista, donde las lenguas, las costumbres, la organización. las leyes, todo, en una palabra, es perfectamente idéntico: «lingua, moribus, institutis, legibus porsus usdem» [138]. En la mejor de las repúblicas todo el mundo tiene que trabajar la tierra con sus manos, y también, por tanto, el letrado, hombre de urbe, porque el humanismo es planta que florece en la ciudad tan burgués como la ciudad misma [139]. El hombre que persigue el señorío sobre la naturaleza, la transformación de la vida merced a sus saberes y a sus técnicas, encuentra ahora la felicidad en un mundo rústico, donde no encuentra oficios más notables que los manuales: albañiles, carpinteros, herreros, etc. [140]. Cuando se llega a leer que  en Utopía todo está tan bien organizado que hasta por el buen cuidado y conservación de los edificios es raro el que tengan que buscarse emplazamientos para edificios de nueva planta: «At apud  utopiensis, compositis rebus omnibus et constituta republica, rarissime accidit uti noua colocandis aedibus  area  deligatum» [141],  se  entra de lleno en la caricatura. Es cierto que todo el cuadro institucional sirve a una ideología: liberar a todos los ciudadanos de las servidumbres materiales, favorecer la libertad y el cultivo del espíritu [142]. Pero ¿cómo se consigue? La posibilidad de cultivar el espíritu hasta el nivel humanista está deferida tan sólo a una minoría: los que no están dotados adecuadamente tienen que dedicar sus ratos de ocio a seguir trabajando a su albedrío, lo que también aprovecha a la comunidad [143]. La posibilidad de la libertad en el sentimiento de la verdad está condicionada a la seguridad común: cuando un utopiano convertido al cristianismo predica en público que tiene por falsas todas las demás religiones, es condenado al exilio [144].

La caricatura no concluye aquí. El pueblo donde reina la libertad reconoce como institución legal la esclavitud; el pacífico pueblo de Utopía tiene por justa causa de guerra la simple posesión por otro pueblo de un suelo que no cultive, en tanto que impide su disfrute y posesión a los demás, violentando la ley natural [145]. Sobre la base de esta sola doctrina, el pacífico Estado de Utopía de haber estado en alguna parte en el siglo XVI a la hora de las grandes expansiones tras-continentales de las potencias europeas, en el siglo XIX en la hora del imperialismo colonial o en nuestro siglo de concurrencia por el espacio vital habría estado en guerra de continuo. El ideal absoluto de justicia va asociado necesariamente en el alma humana a una liberación de la humanidad irredenta, y no ha habido ninguna gran revolución de tal pretensión y alcance ideológicos que se haya contenido dentro de los límites estrictos del espacio político donde brota. Así tiende inexorablemente a la guerra. Pero es en el modo de conducir la guerra a que se aplica la inteligencia en Utopía, donde Moro consigue los efectos irónicos más sobresalientes. El ideal humanista que está en la base del programa se resuelve en la lucha dentro del pluriverso político en una inteligencia perversa que encuentra su superioridad en todas las formas de astucia y de fraude, de intriga y de asechanza. También aquí la política impone su dura legalidad, y, lo que es más grave, en nombre de una idea absoluta del hombre legitima medios que pugnan contra la moral natura.

La Utopía de Moro es así la crítica inmanente de toda política construida sobre postulados absolutos de felicidad humana. El hilo de esta crítica conduce desde el planteamiento óptimo a la realización política en términos de negatividad de las premisas. Las utopías se realizan: "todas las grandes revoluciones -escribe Berdjaev- muestran que son justamente las utopías radicales las que se realizan, mientras que las ideologías más moderadas, que parecían más realistas y prácticas se derrumban y no desempeñan ningún papel» [146]. Pero «todas estas realizaciones -añade- han sido otros tantos fracasos y han acabado por desembocar en un régimen que no correspondía a lo que implicaba la utopía» [147]. La Utopía de Moro encierra el teorema que enuncia esta ley del curso político: el sistema de valores que aniquila la postulación absoluta de una ideología maximalista está en función de lo absoluto de la ideología; el sistema de valores que realiza está en función de la relatividad del mundo político real.  Y así en la utopía el "no tener lugar» responde más que a una negación de la realidad a la positiva realidad de una negación: su proceso creador se vence inexorablemente del lado de formas en que se frustran sus premisas ideales y del lado de premisas justificadoras de esa frustración. Sólo en cuanto absoluto ideal la utopía no concluye nunca.

Jesús Fueyo en dialnet.unirioja.es

Notas:

73    G. TOFFANIN: Historia del humanismo, t. e. Buenos Aires, 1953. páginas 404,405.

74    P. MESNARD: L'essor de la philosophie politique au XVIº siccle, 2.ª ed. París, 1951, págs.  141 y sigs.

75    G. RITTER, ob. cit., pág. 214,215.

76    Ob. cit., págs. 143 y ss.

77    Die politische Insel, cit. pág. 93.

78    The English Utopía. cit., págs. 39,46.

79    Europöische Gestegeschíchte, cit., pág. 415.

80    Ob. cit., pág. 54.

81    lb., pág. 55

82    lb., págs. 55-56.

83    lb., pág. 57.

84    lb.. pág. 58.

85    lb., ib.

86    lb., págs. 68, 70.

87    lb., págs. 71 y sig.

88    lb., pág. 80.

89    lb., pág. 83.

90    lb., pág. 80.

91    lb., pág. 79.

92    lb. ap., pág. 215.

93    ib., págs. 88-89.

94    Claramente en la apostilla final que el interlocutor «Moro» pone al final de la obra a la exposición del narrador de Utopía: «… ita facile confiteor permuita esse in Utopiensium república, quac  in   nostris   ciuitati bus optarim uerius quam sperarim» (ob. cit., pág. 1o8). Aún de modo más elocuente en el escrito anti-luterano In Lutherum cuando reprocha al heresiarca su opinión de que Ja primitiva Iglesia desconocía el sacramento del Orden, asegurando que una religión sin sacerdocio no ha podido verla Lutero más que en Utopía. (Ref. M. DELCOURT, cit., pág. 13, nota 1.)

95    Saggi sul'ttopia di Tomanso Moro, Bolonia, 1949.

96    «Thomas Morus: Staatsmann und Martyrer», en Der Weg aus dem Ghetto (varios), Colonia, 1955, págs. 113, 151.

97    Loc. cit., págs. 144-145.

98    Politih des Heiligen. Geist und Gesetz de Ütopia des Thomas Morus, cit., pág. 62.

99    lb., pág. 66.

100    lb., pág. 71.

101    lb.. págs. 10-71.

102    lb., págs. 73 y sigs.

103     Thomas Morus et les utopistes de la Renaisance, París, 1927, págs. 104 y sigs..

104    PICO DE LA MIRANDOLA: Heptaplus, ed. E. Garin, Florencia, 1942. págs. 300-302: «Est autem   plerumque consuetudo a  regibus  usurpata et principibus terrae, ut si  forte  magnificam  et  nobilem  civitatem condiderint, iam urbe absoluta, imaginem suum in medio ilius visendam omnibus sepetandamquae consttuant. Haud aliter principum omnium  Deum  fecisse videmus,  qul  tota  mundi  machina   constructa   postremum   omnium   hominem m medio illius statuit ad imaginero suam ut simlitudinem formatum». La referencia a Pico es tanto más pertinente cuanto que el primer trabajo de Moro es una introducción de aquél.

105    Cf. W. NIGG: Das ewige Reich, 2ª ed. Zurich, 1954.

106    Cf. H. GRUNDMANN: Religiose Bewegungen im Mittelalter, Berlín, 1935.

107    Cf. K. SCHMIDTHUS, loe, cit., págs. 136 y sigs.

108     V. J. Huizinga: Erasmo, t. e., Barcelona, 1946, págs. 255,256.

109     V. H. FREYER: ¡Die politische! J1Sel, cit. págs. 88 y sigs.

110     Cf. W. N1GG: Das ewige Rcich, 2.ª ed., Zurich, 1954, págs. 133 y siguientes.

111     Cf. A. VON MAKTIN: «Búrgertum und Humanismusn, en Geist und Gesellschaft, Frankfurt a. M., 1948, págs. 152 y sigs.

112     H. KOHN: Historia del nacionalismo, t. e.  México, Buenos Aires, 1949, pág. 117,

113     En sus cursos de Derecho Político de la Universidad   de Madrid, el profesor Javier Conde ha insistido temáticamente sobre el   hecho de que el autor del vocablo «utopía», o sea, Moro, es el que dió certeramente el sentido de\ vocablo en el subtítulo de su obra De optimo Republicae slatu. En efecto. para Conde la utopía es precisamente una idea política que postula un optimen de orden político.  En cuanto óptimo de orden no se realiza en «ningún lugar, -«no hay tal lugar» (utopía)- pero pretende ser realizable en cualquier parte. En eso consiste fa dimensión utópica para Conde.

114    Una idea similar acerca de la frustración   de las utopías realiza, das se encuentra en BERDJAEV: Das Reich des Geistes und das Reích des Caesar (t. a., hay también t. e.), Darmastadt, 1952, págs. 198 y sigs.  Para BERDJAEV las utopías se realizan, pero bajo inevitables condiciones de desfiguración. Como en el caso de TILLICH, en sus reflexiones sobre el utopismo, llega BERDJAEV a resultados aprovechables desde presupuestos teológico, metafísicos inaceptables. Por lo demás tiene a MORO, sin más, por uno entre tantos utopistas.

115    Si hemos de creer a L. BAUDIN: L’Empire socialiste des Inca, París, 1928, la Utopía de MORO estaba ya realizada en la organización político, social del antiguo Perú. Procediendo imaginativamente MORO se habría aproximado mucho más a la realidad que MORELLY, que en su Basiliade asegura que se inspiraba en el reino inca.

115 bis Utopía, págs. 51 y sigs. PEDRO GILLES es el tercero de los personajes del diálogo. No es un ente de ficción como Hythlodeo, sino el secretario de la municipalidad de Amberes. íntimo amigo de ERASMO y de MORO y a cuyo cuidado estuvo la edición príncipe de la Utopía.

116   Utopía, pág. 52: «neque id exigere atque expectare praeterea. ut memet eoram causaregibus seruitium dedam».

116bis lb,, pág. 47.

117    «Undique arl superos tantundem esse uiae», cit. Utopía, pág. 48 es un dicho atribuido a Anaxágor.2s.

118   lb.  ib. De la farsaLia de LUCANO.

119     TOFFANIN, ob. cit., págs. 282 y sigs.; B.  GROETHUYSEN:  Antropología filosófica, t, c., Buenos Aires, 1951, págs. 165 y sigs.; E.  CASSlRER: Individuo y Cosmos en la filosofía del Renacimiento, t. e., Buenos Aires, 1951, págs, 112 y sigs.; W. WEJNSTOCK:  Die Tragüdie des Humanismos, Heidelberg, 1953, págs. 174 y sigs.

120     Sobre el «dogmatismo» de ERASMO cf. J. LORTZ: Wie ham es zur Reformation, Einhiedeln. 195º págs. 50 y sigs., y del mismo, Die Reformation in Deutschland, Friburgo, 1948, t. 1, págs. 128 y sigs.

121     Lecciones sobre la historia de la filosofía, t. e., cit., t, III, página 167.

122    Utopía, pág. 52: «Atqui nunc sic uiuo ut volo...»

123    lb., pág. 92.

124    lb., pág. 92.

125    lb..   pág.  ()8.

126    lb., pág. 53·

127    H Príncipe, cap. XV.

128     Utopía, pág. 86.

129     lb., pág. 91.

130     lb., pág. 92.

131     lb., ib.

132     Cf. B. CROCE: Ética e política, 3ª ed. Bari, 1945, págs. 252 y siguientes.

133    Utopía, pág. 96.

134    lb., pág. 98.

135     lb., págs. 97,98.

136    lb., pág. 98.

137    lb., pág, 106.

138    lb,, pág. 103,

139     Cf, F. HEER: Auf gong Europas, Viena, 1949. pág. 551.

140     Utopía, pág. 112.

141     lb., pág. N 118.

142     lb., pág. 120.

143     lb., pág. 114·

144     lb., pág. 186.

145     Cf. F.  CASPARI: «Sir Thomas More and justum bellum», en Ethics (julio, 1946).

145     Libertad y esclavitud del l,ombre,  t. e.,  Buenos  Aires,  1955, página 255.

147     lb., pág. 256.

Jesús Fueyo

El ejercicio utópico, la creación política en el reino de la quimera, ha sido desde siempre una de las más pertinaces aplicaciones de la mente humana. Incluso cabría pensar, por mor de esa misma querencia fantástica del discurso político, si en la actitud utópica no irá apuntada una dimensión de la realidad política, un plano ultra-consciente de lo político [1]. En cualquier caso, estamos en los comienzos de un análisis de lo político en términos de realidad, de una teoría ontológica de la política [2], y en esa teoría los elementos lógico-trascendentales tienen que ser reconsiderados desde un punto de vista, por así decirlo, funcional, o lo que es lo mismo. con vistas a su función en la estructura ontológica de la realidad política. Y en este sentido -y por lo que al utopismo respecta- reviste la Utopía de Moro tales caracteres que su exégesis se impone como introducción previa y como cauce metódico del tema.

1. En la Utopía de Moro se da, en efecto, lo que puede considerarse lógica de la construcción utópica en términos de paradigma: estructura hermética del cosmos político, dibujo exacto de las relaciones de convivencia en su trama jurídica, determinación absoluta de la naturaleza humana como quantitas materiae y base de cálculo del sistema, elaboración política de un solo trazo por vía de fundación... [3]. Mas no sólo esto. Pues la Utopía de Moro no es meramente una, en la larga teoría de las quimeras políticas, sino también, y estrictamente hablando, la primera en denunciar, desde el título, su irrealidad constitutiva. Tomás Moro, verdadero mago del léxico, acuña con el término toda una teoría para las políticas que tienen lugar en ninguna   parte. Y de este modo son dos, en rigor, los problemas sistemáticos que el análisis de la Utopía de Moro plantea: de un lado, la teoría del ideal político de Utopía como orden óptimo, y la estimativa de este ideal y de otro, la razón de ser del construirse utópicamente esta política, es decir, la explicación del déficit de realidad conscientemente atribuido a "la mejor de las repúblicas». Con raras excepciones, los estudiosos de Moro apenas si han prestado atención a este segundo aspecto. Su preocupación se ha centrado en el intento de filiar adecuadamente los contenidos   político-ideales a que responden las instituciones de Utopía, dando, además, por supuesto, sin examen, el que expresan el ideario político del autor. La razón de este análisis limitado y, a lo que parece, escasamente agudo, ha de buscarse en el hecho de que una exégesis adecuada de la Utopía y del artilugio utópico de Moro requiere como indispensable presupuesto teórico una elaborada doctrina de la realidad política y. por ende, de la dimensión límite de esa realidad, cual al es precisamente lo utópico. Será menester apuntar algo al respecto antes de entrar en el tema.

La ciencia política clásica está dominada por el problema rector de la justicia política. Es, por lo menos hasta Maquiavelo, una teoría acerca del poder justo, y busca esta determinación de justicia. en la imagen cósmica de la Naturaleza, en la condición propia del hombre, en el orden establecido por Dios o en otros presupuestos metafísicos. Pero en lo fundamental, se trata siempre de una estimativa, de un juicio valorativo frente al hecho del poder, mucho más que de un análisis del poder como fenómeno, y de la estructura de la realidad social desde la que ese fenómeno se genera [4]. Sin duda los postulados básicos que rigen esa estimativa han operado también como ideas políticas activas en la dialéctica del poder, pero esa conexión real de la integración ideológica del poder y de la lucha contra el poder no ha sido probablemente antes de Bacon [5] objeto de un análisis intencionado. Pero en la medida que el poder político en el mundo moderno se integra más y más por una justificación racional y emocional desde abajo. transformando en su propia energía la fuerza de las adhesiones que recluta, los postulados de justificación ideal de la autoridad y los esquemas de transformación de la sociedad que idealizan al mismo poder como instrumento de acción son, independientemente de toda estimativa, elementos de estructura de la realidad política [6]. Y, desde este punto de vista, ingresa el problema de la utopía con pleno derecho en la problemática de esa realidad no sólo por una cuestión de límites, sino porque se erige en problema el «cómo" del desplazamiento utópico de la ideación política, y en tema. la acción o la reacción de esas formas quiméricas en la realidad que las subyace [7]. Por la misma razón, resulta el estudio de la obra de Moro particularmente sugestivo, pues vistas de este modo las cosas, cobra la subrayada utopía de su Utopía un interés absolutamente actual.

2. En 1888 publicó uno de los máximos teóricos del marxismo, K. Kautsky, una obra llamada a hacerse clásica en la literatura sobre Moro [8]. Que el pensamiento marxista, que rara vez se aplica a una dedicación no «constructiva», descubriera un interés de ese orden en la Utopía de Moro podría explicarse, sin más, en vista del «comunismo» consagrado en esa obra como ideal político-social. Pero el verdadero centro de interés no está ahí, sino como en toda ortodoxia marxista, en Marx. El verdadero ángulo crítico del trabajo de Kautsky no es el comunismo de Utopía, sino la utopía de ese comunismo. Kautsky se sirve de la obra de Moro, ni más ni menos, que como expediente argumentativo para la corroboración de la teoría marxista de la utopía. Como tal ha sido ésta el producto de un grave giro del espíritu europeo que tiene por centro el entendimiento hegeliano de la realidad, es decir, el más alto exponente de una mentalidad que interpreta lo real como factura y gestión objetiva de la idea. Hegel había rebasado con esto, por todas las vertientes, toda reducción psicologista de la idea y manipulando las ideas como sustancias y las sustancias como ideas, llegaba a cancelar cualquiera distinción entre el mundo real y el universo lógico, haciendo de la realidad el sistema vivo del «logos». Marx alza su protesta contra lo que entiende ser la atribución al proceso mental, bajo el nombre de idea, de una función de demiurgo y devuelve el sistema de ideas al más modesto papel de simple reflejo mental de la realidad. Pero esta subversión de la dialéctica hegeliana, siendo de alcance decisivo, es tan sólo un golpe de Estado, una revolución palaciega en el santuario de esa filosofía. Transfiriendo el proceso dialéctico a la realidad —es decir, para Marx, al proceso real que se cumple entre la sociedad humana y la naturaleza inerte, en cuyo curso se gesta históricamente lo que llamamos «mundo» [9]— se deroga el cauce dialéctico, pero no la estructura dialéctica del proceso ni la construcción monística de la realidad y del devenir. Quiere decirse que con Marx también las ideas entran con una función objetiva, aunque refleja, en el proceso histórico, y lo hacen por modo tanto más irreductible al sujeto psíquico que las pone en circulación cuanto que Marx avanza sobre Hegel en la idea del hombre como puro órgano mental de la realidad absoluta que, para él, es la sociedad [10]. Y por esta razón existe una teoría marxista de las ideas. o aún más exactamente, una teoría del papel reflejo de las ideas en el devenir de la sociedad, una teoría de la ideología y de la utopía. A pesar de las dificultades de interpretación que los textos de Matx y sus epígonos revisten en este punto,  derivadas del  jue, go lábil entre la utilización crítica y el empleo  teorético del  término ideología, no es difícil retener el cuerpo de la teoría.

Las ideas, no se cansa de decir Marx, no producen nada por, que su función no es creadora, sino refleja. Reflejan el proceso de integración humanista de la Naturaleza y de la sociedad que se cumple dialécticamente en la Historia [11], y como en ese proceso la división del trabajo señala el momento de la negatividad [12]. está todo el sistema de ideas que externamente lo preside, afectado.  por modo decisivo, de esa negatividad. En tales condiciones el mundo de las ideas no sólo no se desvincula de la "praxis" a la que sirve el inteligir humano, sino que se articula como superestructura objetiva del mundo técnico y social creado por esa, «praxis», y esto, sencillamente por el hecho de que "los mismos hombres que conforman las relaciones sociales relativamente a los modos materiales de producción, conforman también los principios, las ideas, las categorías relativamente a sus relaciones» [13]. Así, pues, el mundo del «dogos» se encuentra también en el mismo «fieri» que el mundo de las estructuras materiales de producción. Las ideas con ello son, constitutivamente, a productos históricos, perecederos, superables» [14]. Marx, pues, ve la realidad, por modo Heraclíteo, en un flujo permanente [15].  «Vivimos en medio de un permanente movimiento de desarrollo de las fuerzas productivas, de destrucción de relaciones sociales, de formación de ideas; inmóvil es tan sólo la abstracción del movimiento mors immortalis [16]. Pero no es un movimiento ciego y sin sentido, no es una vana gesticulación histórica sin objetivo, sino un progreso regido por la ley de la realización en el mundo de la libertad perfecta del hombre como punto culminante de la humanidad y de acceso a la verdadera historia humana del hombre [17]. Merced a esta «escatología» secularizada [18], Marx dispone de una base de enjuiciamiento crítico para la «verdad histórica, base que está determinada por el grado de   correlación funcional entre la «superestructura» ideológica y la «realidad». En tanto que ese novissimus dies no se cumpla está todo el mundo ideal del hombre, para Marx, vencido por una intrínseca falsedad. Todo el pensamiento hasta ahí yerra, por cuanto que está condicionado y mediatizado por las relaciones de producción y el «punto de vista" de clase que esas relaciones determinan. Esta ley de desviación ideológica rige también en la estructura capitalista de la sociedad para el   proletariado.  También el proletariado piensa, falazmente, por cuanto que contempla los hechos a través del prisma del antagonismo de clase. Sólo que el proletariado, asegura Marx, piensa con un grado menor de desviación que la burguesía o cualquiera otra clase que la haya precedido porque lleva en sí el pálpito del futuro [19]. “La verdad, histórica" no es, pues, absolutamente hablando, verdad. Es tan sólo una proposición que refleja correctamente la estructura de marcha de la sociedad en una configuración dada de sus relaciones de base.  Pero esto determina también el peculiar modo de falacia de un ideal desconectado de esa de, terminación condicionante, de un modo de pensar que no está regido por su lugar en la historia, y que, en tal carácter, es justa, mente utopía. Utópico es todo pensamiento que desconoce la dialéctica real de la vida social a cambio de una afirmación absoluta y meta-histórica de sus propios contenidos. Político es el pensamiento que se hace portador de los «intereses reales» que valen aquí, y ahora en el escenario histórico, de tal manera que el «principio verdadero de la vida se hace coincidir con el «principio de vida de la revolución» [20].

En este punto es posible volver ya a la interpretación que Kautsky ofrece de la Utopía de Moro. La grandeza del genio de Moro reside, para Kautsky, en su visión comunista de la sociedad, y el utopismo de esta visión en su tesis sobreentendida de que una sociedad de ese tipo no podía desarrollarse por modo alguno a partir de la situación histórica real de la Inglaterra del siglo XVI, y, por lo mismo, el «optimum, político no podía situarse sino en Utopía. Moro, según Kautsky, no pudiendo recurrir ni a una clase ni a un partido como motor del desarrollo socialista ha tenido que concebir el orden político, social comunista como la obra revolucionaria de un príncipe, como una fundación de un régimen ideal. Para la Europa de su tiempo, en la que surgen los gran, des Estados nacionales, los príncipes son, según Kautsky, el «elemento revolucionario. Mas, por otra parte, un hombre corno Moro, que profesa en la política de su tiempo, no podía hacerse ninguna ilusión acerca de la posibilidad de la realización de su ideal político en esas condiciones. Moro «conoce demasiado bien a los príncipes de su tiempo [21].

En rigor no puede censurarse a Kautsky el haber forzado la interpretación para presentar al régimen social que se describe en la Utopía como «comunismo». Otra cosa es su pretensión de situarlo en la genealogía del marxismo y, sobre todo, muy otra el que tal régimen fuera, en efecto, el ideal político de Santo Tomás Moro. Enfáticamente asegura el portavoz de Utopía, Hythlodeo, que dondequiera que exista la propiedad privada, ubi omnes omnia pecuniis metiuntur, no es posible conseguir que reinen la justicia ni la prosperidad [22]. ]La propiedad privada concentra en la crítica utopiana todas las causas de la depravación del hombre, y su supresión se presenta como el remedio absoluto, como principio clave del orden social para la felicidad [23].  El fin del dinero es· el principio del fin de la pobreza: "...  quin paupertas ipsa, quae sola pecuniis uisa est indigere, pecunia prorsus undique sublata, protemus etiam ipsa decresceret» [24]. Es claro que todo esto es increíblemente ingenuo: ¡la pobreza, es decir, la necesidad de dinero! Una crítica de este estilo desconoce el más elemental análisis económico y opera, en consecuencia, con una noción «mágica» del dinero. Y, sin embargo -y este es un dato que conviene retener-, en la primera parte de la obra el lector encuentra una discusión acerca del comercio lanero que revela no sólo un profundo conocimiento de la realidad económica, sino que, además, trabaja con conceptos incorporados por la ciencia económica moderna [25]. Por otra parte, determinados pasajes parecen apuntar a una explicación ideológica de la estimativa social [26], y hasta la idea de que el Estado se convierte en instrumento de ventaja económica está en alguno de ellos inequívocamente formulada [27]. Pero con todo, el «comunismo" de Utopía y la «kommunistische Gesellschaft», de Marx, son imágenes políticas totales enteramente irreductibles la una a la otra, aunque se compongan de elementos, en alguna medida comunes. Existe una diferencia fundamental entre una imagen utópica que ha nacido de una actitud recelosa contra la puesta en marcha de las grandes estructuras concentracionarias del mundo moderno -la economía y la política- y otra imagen no menos utópica que presenta la fórmula comunista como el resultado y el desenlace histórico de esas mismas estructuras. Pues el «comunismo» de Hythlodeo -y es prudente guardarse de decir el de Moro, por lo que se dirá- está teñido de un patriarcalismo y hasta de un primitivismo en sus esquemas de  relación  y de  vida, que le dejan  en  verdadera  contrafigura del comunismo de Marx que se autodefine como la fórmula social  que corresponde  a  la  superación  de  la  «naturaleza,  por la «técnica»· La estructura social de Utopía es fundamentalmente el resultado de un cálculo de sencillas instituciones políticas trazadas en vista de un «orden natural, [28] y no se asemeja en nada a la teoría de una sociedad que aparece como la resultante técnico­económica del desarrollo de las fuerzas de producción, es  decir; como solución final de  una  visión  profundamente  materialista  de la historia  de  la  Humanidad.  El comunismo utopiano desconoce la proletarización del individuo, sencillamente porque éste no discurre ni se forja su ser en la unidad social macro-cósmica, sino en el círculo patriarcal de la ·familia. Utopía, en cuanto orden político, es mucho más un «foedus» de familias para la defensa exterior y la satisfacción de las necesidades de carácter general que una sociedad política total [29]. No hay nada en la Utopía de Moro que sugiera algo parecido a la sublimación metafísica del trabajo por la que el marxismo empalma con el "ethos" industrialista de la sociedad moderna [30]. Por ningún lado apunta tampoco nada que asemeje a lo que últimamente ha considerado J. Hommes el ingrediente decisivo y el supremo postulado anti-metafísico del marxismo: la superación de la Naturaleza y del hombre por el «eros técnico» [31]. No hay proletariado portador de una conciencia de clase, y esto hasta el extremo de que Utopía cuenta a la esclavitud entre sus instituciones [32]. Finalmente, sí es cierto que la utopía, nos «líbenter audíunt quid ubique terrarum geranturn» [33], pero su interés no pasa de ahí no parecen tener el menor empeño en exportar sus principios y sus instituciones. Su mentalidad política es, en muchos aspectos, la expresión de su insularidad.

Si fuese menester, finalmente, destacar con un par de notas precisas lo que en punto a mentalidad político-social separa en términos absolutos, el socialismo de Utopía del moderno socialismo revolucionario habría de subrayarse en primer término que aquél desconoce, enteramente, el moderno pathos revolucionario, es decir. la idea de una transformación básica de la vida humana por la puesta en ejecución de un esquema o plan total, idea que como Gehlen ha hecho notar, proyecta sobre el cálculo de las   instituciones humanas la fe, exenta de toda justificación racional de la intrínseca verdad de los esquemas técnicos del pensar y de su eficacia absoluta para la construcción científica de las relaciones humanas [34]. El socialismo utopiano es profundamente «conservador» y no podía ser de otro modo, en cuanto imaginado por una mente política inglesa. Es un orden político-social establecido por fundación, estabilizado por todos los medios posibles, amurallado contra toda penetración   ideológica del exterior y receloso ante la «machina legislatoria» el instrumento revolucionario por antonomasia [35]. Pero, en segundo lugar, desconoce no menos el socialismo de Utopía la fundamental determinación metafísica del hombre por la sociedad que es la misma médula del marxismo.  La idea de una organización social de la mente con la que el marxismo cancela la autonomía de la vida espiritual como algo que ha nacido «con» la división del trabajo, es enteramente extraña al humanismo personalista que parece querer realizarse en Utopía, donde el "comunismo” en la servidumbre material viene a presentarse como fórmula social óptima para promover la libertad y el cultivo del espíritu en lo que los utopianos   ponen el ideal de su felicidad [36].

Pero con el examen del comunismo de Utopía ni empieza ni concluye la exégesis del pensamiento político de Moro. Kautsky, como la mayor parte de los comentaristas, han dado por resuelta o no se han planteado siquiera la cuestión de si el orden político que describe el fantástico viajero de Utopía, Hythlodeo, es real y efectivamente el ideal político de Moro, el autor de la obra. Pero últimamente Gerhard Moebus [37] sobre la base de una interpretación apuntada, pero no sistemáticamente desarrollada en trabajos anteriores [38], ha puesto en claro que hay que distinguir, habida cuenta de que la Utopía es un diálogo, entre las opiniones de uno y otro interlocutor, distinción tanto más importante cuanto que uno de ellos se designa Moro, es decir, personifica al autor [39]. Se comprende que este punto sea del mayor interés por lo que toca a la interpretación del pensamiento político de Moro, pero su examen debe ser dejado para más adelante, porque está implicado en toda la estructura de la obra. De momento, y por lo que independientemente del comunismo de Utopía haya de decirse sobre el supuesto «comunismo de Moro». baste esta indicación: Moro ha rechazado el comunismo dentro de la obra y lo ha condenado expresamente después [40].

3. En la literatura sobre la Utopía promovió un giro importante d trabajo aparecido en 1922 como introducción a una traducción alemana de la obra de Moro de Hermann Oncken [41] También Oncken pone en relación el orden social de Utopía con la «sociedad sin clases, de Marx, subrayando determinados pasajes afines a la crítica marxista del capitalismo, tal como, por ejemplo, a la teoría de la plusvalía o a la idea del Estado como instrumento de clase [42]. Pero su exégesis contiene también reparos importantes que impiden ver en Utopía, sin más, la prefiguración de la sociedad marxista, como son la existencia de la esclavitud y la utilización de mano de obra extranjera adquirida a vil precio y que vive en régimen de servidumbre pública. Desde este punto de vista Oncken encuentra en la Utopía mucho más el lustre cultural de la antigua polis sostenidas sobre la base de una casta de esclavos [43]. Pero a este respecto la interpretación de Oncken es exagerada.  La existencia de la esclavitud en Utopía no significa que el trabajo material, y en su conjunto la satisfacción de las necesidades corra en Utopía a cargo de una casta   de   esclavos. En orden a los principios la estimación de los utopianos más bien condena la esclavitud:  no se somete a esclavitud a los prisioneros de guerra (salvo si se trata de agresores) ni a los hijos de esclavos, e incluso los vendidos como esclavos en otro país son libres en utopía [44].  En la práctica, la esclavitud cumple en Utopía dos finalidades, la represión de determinados delitos de orden infamante o de suma gravedad [45] y el liberar a los ciudadanos de las tareas de orden más servil [46]. Pero, por lo demás, el peso del trabajo como función social básica para la satisfacción de las necesidades recae sobre todos los utopianos [47] y si bien es verdad que la «élite» intelectual goza de ciertos privilegios no está por entero dispensada del trabajo o prefiere no  usar  de  la dispensa legal; tampoco es una casta  cerrada  ni  se  destaca  en  la  comunidad por hábitos de vida vicarios [48]. Es un ordinen literatorum dentro del cual se seleccionan las magistraturas públicas.

Pero el peso de la interpretación de Oncken no recae sobre la modalidad del orden social utopiano, sino sobre su construcción como unidad política de acción de estilo moderno y sobre los rasgos que, en su opinión, dibujan un tipo de Estado que actúa -sobre todo frente al exterior- bajo los estímulos de concurrencia política y económica característicos de la época moderna. El punto de flexión para esa interpretación lo constituye el examen de la política exterior de Utopía, de su concepción de la guerra de su expansión colonial aspectos que la interpretación usual ha descuidado por completo o relega a un papel secundario. Es en buena parte comprensible que en la Alemania de 1922 un investigador inteligente, releyendo a Moro, subrayara en la interpretación de la Utopía ciertos pasajes que parecían anticipar algunas de las líneas de acción que -no es el caso de discutir con qué razón- se han atribuido a la política inglesa de poder. Pues para ello ofrece Utopía una base no menos amplia que para la interpretación comunista. Los utopianos practican una política de inversiones en el exterior que les permite obtener créditos cuantiosos y cada vez más altos [49] y comprenden la guerra según una ideología asombrosamente «moderna», la actitud pacifista se compensa por una preparación militar muy cuidada y no obsta a una política de «liberación» de los pueblos oprimidos bajo el yugo de un tirano [50]. Su estrategia se edifica sobre principios tan refinados como el de la superioridad de la "astucia”, sobre la fuerza, pues sólo el hombre, entre todos los animales, es capaz de imponerse a una fuerza superior con el ingenio [51], lo que justifica la apología de medios de lucha que buscan la corrupción sistemática del enemigo, poniendo precio a la cabeza de los jefes adversarios -«ingentia pollicentur praemia, si quis principem aduersarium  sustulerit» [52]- y aun ofreciendo doblar la recompensa ofrecida para el que los entregue con vida lo que da lugar a sembrar la desconfianza  y el recelo recíproco en las filas enemigas «... sibi inuicem ipsi neque fidentes satis neque fidi sint, maximoque in metu et non minore periculo uersentur» [53]. Esta política es posible por la superioridad moral del pueblo que no conoce el dinero y que puede ofrecer inmensas cantidades del oro que en el interior se aplica a los usos más viles, y las tierras de su propiedad en el exterior. Una perfidia ingenua les hace sugestivo el sembrar la discordia en el adversario, animando en el hermano del príncipe enemigo o en cualquiera de los nobles la esperanza de apoderarse del poder: «fratre principis aut aliquo e nobilibus in spem potiundi  regni  perducto» [54], y excitar a los pueblos vecinos a entrar en la guerra exhumando alguno de esos viejos títulos «quales nunquam regibus se, sunt» [55] con lo que procuran no quedarse solos frente al enemigo aun a costa ele hacer correr el  dinero  a  raudales.  No hay precio que les parezca demasiado elevado para conseguir enviar al campo de batalla los mayores contingentes aliados y el menor número posible de utopianos: «ciues parcissime» [56]. Los términos en que se describe el empleo en masa de mercenarios, a los que nadie puede ofrecer mayor soldada que Utopía, y hasta el deje cínico con que se observa que cabe hacerles, impunemente, las mayores promesas, pues rara vez les cabe la oportunidad de reclamar su cumplimiento [57] expresan bien claramente un amoralismo metódico en el arte de hacer la guerra. Su táctica se rige por los mismos principios. Los jóvenes guerreros utopianos están conjurados para liquidar la contienda por el procedimiento expeditivo del asesinato del jefe enemigo [58]; se procura a toda costa evitar las hostilidades sobre el suelo propio. y para el peor de los casos, cuando ha sido adversa la suerte de las armas, se tiene preparada una tropa de reserva para asestar un golpe decisivo al invasor entregado a la a la embriaguez de la victoria [59].

El examen de la política exterior de Utopía permite a Oncken descubrir tras la figura ideal de un comunismo agrario primitivista atenuada por la base material esclavista los rasgos muy acusados de un Estado autoritario como instrumento de una política de poder a la que caracterizan muchas de las notas que han de ser propias del moderno imperialismo capitalista [60]. El fondo de la política utopiana se revela para Oncken en una cierta contraposición y al mismo tiempo en un cierto paralelismo con la política continental de poder, que ha encontrado su expresión en la obra coetánea de Maquiavelo. Para Oncken, tanto Maquiavelo como Moro, construyen la moderna estrategia del poder contemplando como sólo objetivo la expansión del propio poder, pero este único objetivo, esta común «razón de Estado» queda afectada decisivamente en las motivaciones ideológicas, por las circunstancias muy distintas de Italia y de Inglaterra en  las  primeras  décadas  del  siglo XVI, de tal manera que mientras Maquiavelo dibuja  el  programa  de  una  política  libre  de  toda  cobertura  moral  porque sirve al  fin  supremo  de  la  unidad  nacional.  Moro, teniendo a la vista la seguridad insular del espacio político inglés, traza las líneas de acción de una política imperialista que es obligado encubrir mediante la pantalla de una ideología de corte humanitarista [61]. Moro queda así, emplazado ante Maquiavelo, sin otro matiz diferencial que el que, en opinión de Oncken separa a todos los teóricos de la fuerza en el Continente, del imperialismo anglosajón, a saber: que mientras aquéllos hacen la apología del poder y de la «razón de Estado» aduciendo las condiciones reales  de la existencia política, éste necesita buscar una motivación ética, la cual, sin embargo, es tan sólo la cobertura de un realismo político no menos consecuente que el de aquéllos. y hasta en el fondo más peligroso desde el punto de vista moral.

De este modo queda, a primera vista, la filosofía política defendida en la Utopía sujeta a una contradicción, al parecer insoluble: de un lado está la construcción del orden político interno-inspirada en la más alta motivación ética, de otro, la acción política exterior constituida sobre un sistema, el de la ganancia, que aparece moralmente condenado en el interior [62]. Solventar esta contradicción es dar con la clave del imperialismo inglés y también con la clave del artilugio utópico de Moro. Ahora bien, esa contradicción es inherente a lo que ha dado en llamarse el imperialismo liberal inglés, y la necesidad de una cobertura ideológica es, ni más ni menos, producto de la necesidad de ajustar la política exterior a las motivaciones hechas valer en la justificación del orden político interno.  En otros términos, las premisas filosóficas que se hacen valer para justificar el «optimum» político de Utopía y que se extienden hasta la justificación «humanitarista» y «liberal» de la política exterior utopíana, deben ser transferidas a la política exterior real, creando así un frente   ideológico unitario para la política inglesa y habilitando una plataforma adecuada para intervenir con éxito en la concurrencia europea. Los intereses reales de la política exterior quedan pues en primera línea, pero las motivaciones ideológicas propias de la política interior se ante, ponen como causas de legitimación y justificación de aquella política. Esta transferencia de premisas ideales intenta verificarla Oncken llamando la atención sobre las distintas circunstancias en que los dos libros de la Utopía se escribieron.  Tomando por base una carta de Erasmo a Ulrico de Hütten, en la que asegura que la segunda parte -en la que se describe el orden social de Utopía­ la escribió Moro antes que la primera, sospecha Oncken que entre una y otra, al regresar de Flandes en 1516 se había abierto ante Moro la perspectiva de una carrera política.  Esta oportunidad debió de matizar hasta tal punto su pensamiento político que le movió a escribir el largo preámbulo que constituye el primer libro come una exposición crítica de la anacrónica política continental de Enrique VIII frente a la que se alza un programa político exterior consecuente con un programa interior de política social. Y así «lo que puede parecemos hoy un primer manifiesto del comunismo ha de ser comprendido desde el punto de vista de entonces como el programa de un hombre que por aquellos días podía llegar a ser un ministro inglés [63].

No puede menos de reconocerse a la interpretación de Oncken el mérito de haber destacado algunos aspectos de la teoría política de Utopía, que no habían sido tenidos en cuenta hasta la publicación de su trabajo, y que. efectivamente, no pueden ser dejados de lado en una exégesis cumplida de la obra. Su influencia en este sentido ha sido notable, y es difícil hoy día estudiar la obra de Moro sin discutir el punto de vista de Oncken [64]. Mas, sin embargo, se tiene la impresión de que no ya la obra, sino el pensamiento, la actividad política y hasta lo más profundo de la personalidad humana de Tomás Moro han sido sacrificados al servicio de una hipótesis demasiado brillante y no exenta de intención política. La tesis de Oncken está, en primer lugar, presidida por una concepción de la política como un dominio transpersonal y objetivo, como un campo donde rige una legalidad natural que ninguna actitud ética de orden personal puede quebrantar, hasta el extremo de quedar comprometido por ella un hombre, de la alta significación del mártir católico, aunque al propio tiempo Canciller inglés, Tomás Moro. Es característico de este modo de pensar -escribe Moebus- que con ayuda de expresiones tales como demonio del poder», «antinomia de la política» aeterno misterio de los “poderes históricos”, convierte el acaecer histórico en algo mítico y anónimo, el carecer de sentido para el verdadero misterio de la Historia, la personalidad» [65].  La interpretación de Oncken deja en una tensión incancelable el «ideal», y la «vida», -como vocación política- de Tomás Moro, pero es lo cierto que la clave y el sentido de esa vida han sido, hasta con el más alto sacrificio, determinados por el ideal. ¿Por qué la política y la teoría política de Moro, siendo su vocación, tienen que ser entendidas como la negación de lo más hondo de su ser?  [66].  Y, por otra parte, una extrapolación  no menos significativa  lleva a Oncken a adoptar como hilo hermenéutico una (geopolítica» demasiado elemental, pero que opera al modo de un sistema de  leyes  naturales, pues se recibe la impresión, como hace notar también Moebus, de que la sugestión  ideológica de  la  insularidad  de  Inglaterra llega a ser tal que no parece sino que la Utopía sólo es concebible pensando políticamente desde Londres y  no  desde  Basilea, desde París o desde Florencia [67].

Mas lo fundamental es esto. La idea de que la política exterior inglesa por las mismas exigencias de su orden político interno y de las motivaciones ideológicas que en éste se han hecho valer, precisa de una justificación liberal-humanitarista, había sido enunciada por Schumpeter en sus artículos sobre la sociología de los imperialismos, en 1919 [68]. Para Schumpeter este específico condicionamiento, que ha caracterizado durante mucho tiempo la política exterior británica frente a la de los Estados del Continente, no es anterior a la «Glorious Revolution» de 1688. Bajo los Tudor y los Estuardo ha imperado en Inglaterra el mismo tipo de monarquía absoluta que en el Continente, y se han actuado las tendencias imperialistas del mismo modo que en la mayor parte de los demás países. Los cavaliers constituyen en torno a la Corona una aristocracia político-militar que persigue los intereses políticos mediante guerras de agresión.  Pero la minoría política que se alza con el poder después de la ejecución de Carlos I, del régimen de Cromwell y de los sucesos de 1688, instaura un sistema de libertades en el que, aun tratándose de una política de clase, depende la clase gobernante del electorado y de la opinión pública por lo menos tanto como en el Continente depende del Monarca. La política exterior tiene que desechar las motivaciones usuales en el absolutismo continental poniendo en su lugar otras más acordes con “actitudes de candidatos”. En estas condiciones, si cabe hablar con respecto a Inglaterra de una «diplomacia secreta" en el sentido de una organización profesional al servicio de la política exterior, no es posible hacerlo en el sentido de que esta política sea decidida, al modo continental, en el seno del gabinete político, del Monarca, y, por lo tanto, sin justificar públicamente sus decisiones [69]. La opinión pública se convierte así en instancia suprema del poder y la política exterior tiene que acomodarse en sus motivaciones a esta peculiar politización, una de cuyas exigencias fundamentales es la de no intervenir militarmente sino cuando los intereses generales del país estén seria e inmediatamente amenazados [70].

Cualquiera que sea la opinión en que se  tenga  una  tesis,  según la cual el balance imperialista de la política  exterior  británica ha sido obtenido a base de motivaciones anti-imperialistas y pacifistas, es lo cierto  que  al  tiempo  de  dar  Moro  expresión  utópica a su «programa político» faltaban todos los supuestos para una elaboración ideológica de esa índole, según se desprende de los límites históricos que el mismo  Schumpeter fija al giro  democrático  de la política exterior  inglesa. Así, pues, Oncken ha proyectado sobre la interpretación de la Utopía un estilo ideológico del imperialismo inglés posterior casi en dos siglos a  la concepción  de  la obra, la cual, si ha de ser entendida como el «programa político de un hombre que por entonces podía ser Ministro» vendría a ser tan clarividente como políticamente inoportuna. Y, en rigor, ¿cómo puede ser tenido por programa político una obra que exige una interpretación tan cuidada como la de Oncken para descubrir que efectivamente lo es? ¿Cómo puede presentarse a modo de paradigma una estrategia política que, en definitiva descansa sobre la superabundancia del oro como valuta internacional cuando la Inglaterra del siglo XVI no podía en absoluto competir en ese orden con España, ni siquiera mucho más tarde con Francia? [71]. Una indicación más, por último:  la Utopía se imprimió en latín y en Lovaina en 1516, y aunque su éxito debió de ser notable puesto que Erasmo cuidó de una segunda y tercera ediciones en 1517 y 1518, no fue editada ni una sola vez en Inglaterra en el siglo XVI ni traducida al inglés antes de 1551 por Robynson. Si las English Worhs de Moro lo revelan como uno de los forjadores de la prosa inglesa, se hace tanto más increíble la falta de difusión en el medio adecuado de lo que Oncken tiene por programa de gobierno [72].

Jesús Fueyo en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Más lejos apunta aún P. TlLLICH: Politische Bedeutung der  Utopie im Leben der Wilker, Berlín. 1951, págs. 6 y sigs., quien con su habitual reducción teológica de lo político busca la raíz de lo utópico en la actitud escatológica de, espera» del hombre.

2      Subrayo el término ontológico para precisar la tarea de una ciencia política así entendida como teoría de la realidad que le sirve de objeto en cuanto que tal. Algunas indicaciones sugestivas en este sentido ofrecen L. FREUND: Politih und Ethik. Moglichkeiten und Grenzen ihrer Synthese. Berlln, 1955, págs. 33 y sigs.

3      H.  FREYER: ¡Die politische lnse!, Leipzig, 1936, pág. 26, habla en este sentido de una ngecmetríai) de la utopía. Por su parte G. WJRSJNG: Scl,ritt aus dem Nicht. Perspektiven am Ende der Revolutionen Diissendorf, 1951, pág. 92 observa en la construcción utópica una especie de «álgebra» de la sociedad, «una disolución de las relaciones de vida en matemática».  V.   también R. RUYER: L'utopie et les utopies, París, 1950, págs. 44 y siguientes.

4      En realidad trátase, sin más. del problema de la justicia, centrado en el del origen y el ejercicio del poder, pues el concepto de «justicia política» que aparece en el Polycraticus de Juan de SALISBURY se proyecta hacia el mundo político moderno, y sirvt de eje a una obra tenida ahora por F. HEER: Europaische Geistesgeschichte, Zürich, 1953, pág. 119, por «la primera teoría del Estado de la Europa moderna».

5      Me refiero a la teoría de los «idola» de F. BACON. Cf. H. BARTH:  Verdad e Ideología, t. e., México, 1951, págs. 29 y sigs.

6      Algo sobre el tema he apuntado en mi artículo «Eric Voegelin y su reconstrucción de la ciencia política», publicado en esta misma REVISTA, número 79, págs. 114 y sigs.

7      Tal es el mérito que no se puede regatear a la obra ya clásica de K. MANNHEIM: ¡deologie und Utopie, Bonn, 1929, cualquiera que sea el margen de discrepancia respecto a las respuestas que propone.

8      Tomas Morus und seine Utopie 3.a ed., 1913), Berlín, 1947

9      Cf. J. HoMMES: Der technische Eros. Das Wesen der materiaüstischen Geschichtsauffassung, Fretburg, 1955, págs. 27-28.

10      El hombre, para MARX, en cuanto que tal, en la dimensión suprema de su «humanitas», no es «ego», individuo, sino «gesellschaftliches Gattungwesenn, es decir, «zoon politikon». V. K. LowrfH: Von Hegel fu Nietzsche. Der revolutionare Bruch im Denken des 19. Jahrhunderts, 3.» edición, Stuttgart, 1953, págs. 337 y sigs., y mi trabajo "Genealogía del socialismo", en esta misma REVISTA, 77 (1954), págs., 84 y sigs.

11     Apenas si ha sido observado que MARX expropia a su favor una vieja idea del repertorio  romántico,  concibiendo  la  sociedad  en  el  grado más, alto de  su  desarrollo,  como  «die  vollendete  Wesenseinheit  des Menschen mir der  Natur., («Nationalokonomie  und  Philosophie»,  en K. MARX: Die  Frühschri#en,  Stuttgart,  1953,  pág.  237).  Esta reconciliación del hombre coa la Naturaleza, este retorno a la comunión telúrica en el seno profundo del ser es un concepto específicamente romántico.  Cf.  R.  HUCH: Die Romantik Ausbreitung, Blüte¡; eit  und  Verfall., ed.  Stuttgan, 1951, páginas 465,466.

12      Cf. BARTH, ob. cit., págs. I14 y sigs.

13      «Das Elend der Philosophie», en Die Frühschriften, cit., pág. 498.

14      lb.

15      Hegel ha escrito en una ocasión:  … «Heráclito es el primer pensador en quien nos encontramos con la idea filosófica en su forma especulativa, pues el razonamiento de Parménides y Zenón es todavía entendimiento abstracto...» Divisamos, por fin, tierra; no hay, en Heráclito, una sola proposición que nosotros no hayamos procurado recoger en nuestra Lógica» (Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, t. e.  W.  Roces, Mé­xico, 1955, t.l.   pág. 258).   Sobre   esta   fundamental   dependencia   de HEGEL y de MARX   cf.  J. MONNEROT: Sociolngie du commimisme, París, 2ª edición, 1949. págs. 143 y sigs.

16      Das Elend der Phifosophie, cit., pág. 498.

17      A. ETCHVERRY, S. J.: Le conflict actuel des Humanísmes, París, 1955, págs. 162 y sigs. V. también BARTH, ob. cit., pág. 155.

18      Sobre el conjunto de la literatura en torno a la interpretación escatológica» de Marx, v. el preciso trabajo de HEINZ-DIETRICH WEND-LANDH: Christliche und kommumstische Hoffnung», en n Marxismusstudien, Tübingen, 1954. págs. 214-243. Marxismusstudien, Tübingen, 1954. págs. 214-243.

19      TH. GEIGER: Ideologie und Wahrheit, Stuttgart. 195, pág. 40.

20      «Die Heilige Familie, en Die Friihschriften, cit, pág. 320.

21      Ob. cit., pág. 383.

22      Utopía ed. latina de M. Delcourt, París, 1936, pág. 95.

23      lb. pág. 205: «At homines deterrimi cum inexplebili cupiditate, quae fuerant omnibus suffectura, ea omnia inter se partiuerint, quam longe tamen ab Utopiensium reipublicae felicitate absunt».

24      lb., pág. 205.

25      Utopia, pág. 63: “Quod   si   maxime   increscat   oium   numerus.   pretio nihil decresit; tamen quod earum, si monopolium appellari non potes, quod non unus uendic. certe oligopolium estl”

26      Por ejemplo, el pasaje en que HYTHLODEO reprocha a los predicadores "quando mores suos  homines  ad Christi norman grauatim paterentur aptari doctrinam eius uelut regulam plumbeam  accommodauerunt  ad  mores... » (Utopía, pág. 93.)

27      «ltaques omnes animo intuenti ac uersanti mihi, nihiJ, sic me amet deus, ocurrit aliud quam quaedam conspiratio diuitum, de suis commodis reipubJicac nomies tituloque tractantiurn. Haec machinamenta ubi semel divites publico nomie, hoc est   etiam puperum decreuerunt obseruari iam leges fiunt». (Utopía, págs. 204-205.)

28      Cf. THILO RAMM: Die grossen Sozialisten al, Rechts-imd Sozul­phiosophen, Stuttgart, 1955, t, I, págs. 53-54.

29      La familia es la institución clave de Utopía.  No es estrictamente una comunidad parental, aunque en su base descanse en la unidad de parentesco. Es la unidad política básica y al mismo tiempo de división del trabajo y de consumo. Abarca unas cuarenta personas; treinta familias constituyen una unidad de jurisdicción bajo la magistratura del «sifogran», constando la ciudad de doscientas «sifograntías». Está calculada en tales proporciones para servir a la política de estabilización demográfica. Su importancia es, pues, decisiva y el tipo de autoridad gerontocrática que en ella impera autoriza a considerar que en su base el orden político utopiano es patriarcal.

30      Cf. ERNST MICHEL:  Sozialgeschichte der industriellen Arbettsujelt. 3ª ed. Francfurt a. M., 1953, págs. 111 y sigs.  El mismo KAUTSKY considera el ascetismo y la frugalidad utopianos como extraños al socialismo moderno. En Utopía el que no trabaja no come (Utopía, págs. 112 y siguientes). pero la jornada es de seis horas y con ella basta puesto que no existen las muchas artes que sirven al lujo  («ubi   omnia   pecuniis   metimur») (ib., pág.; 116).

31      Ob. cit., pág. 368: «Darin vollzieht sich (por el marxismo) die Uberhebung der in der Gesellschaft verkorperten technischen oder Produktivkraft über die egenstandliche. Natur wie über dieEinzclsubjekti, vitát des Menschen)», La técnica utopiana es tan elemental, por el contrario, que HYTHLODEO, aparte de la agricultura que es ocupación general, sólo puede mencionar oficios como tejedores. albañiles, forjadores, carpinteros, lo que le hace destacar que: «Neque enim aliud est  opificium ullum, quod numerum aliquem dictu  dignum super  lllic»  (Utopía,  página 112). Sólo desde la Nova Atlantis, de BACON, se ha lanzado el utopismo hacia los paraísos de la técnica. Cf. O. KRAUS: Der Machtgedankc und die Friedensidee in der Philosoph  der  Engf¡jnder,  Leipzig, 1926, páginas  8-9:  «in  Bawns  Nova  At/antis,  einer physikaüsch-technischen Utopie hat er (el imperialismo técnico) seinen interessantesten Ausdruck gefunden,.

32      Utopía, págs. 159 y sigs. Cf. A. L. MORTON: The English Utopía, Londres, 1951, págs. 55 y sigs.

33      Utopía, pág. 158. (H)

34      V. ARNoLD GEHLEN: Sozialpsychologische Probleme i der induslriellen Gesellschaft, Tubinga, 1949, págs. 21 y sigs.

35      Un utopiano convertido al cristianismo fué condenado al exilio por sostener en público que su religión era la única verdadera.   La   pena había sido establecida por Utopos al fundar la República para todo proselitismo conducido con violencia o intolerancia. El mínimun dogmático exigible a toda religión fue, asimismo. fijado por el fundador la creencia en la inmortalidad del alma y en la Providencia que rige el mundo (Utopía, página 188).  Utopía no concluye tratados: «Foedera, quae reliquae inter se gentes feriun ineuntt frangunt ac   renouanti   ipsi   nulla   cum   gente   feriunt» (lb.. pág. 168). Contra la exuberancia de leyes y el rabulismo v.  el largo pasaje, págs. 166 y sigs.

36      lb ..   pág. 120.

37      Politik des Hetligen. Geisl und Gessetz derUtopía des Thomas Morus, Berlín, 1953, págs. 6o y sigs.

38      F.  BRIE: «Machtpolitik und Kríeg in der  Utopie  des  Tomas More», en Hist. Jahrb., vol. 61 (1941), y  «Thomas  More  der Heitere»,  en Eng.  Studie», vol.  71 (1936). cit., Moous:   R.  W. CHAMBtRS:  Thoma, Moore, Londres, 1935.

39      Miisus, ob. cit., pág. 6

40      V.   Utopia, pág, 97-98, «At   mihi (para «Moro» el personaje que dialoga con Hytholodeo el viajero de Utopía) lnquam, contra uidetur, ibi nunquam comode uiui posse, ubi omnia sint communia. Nam quo pacto, suppetat copia rerum, quolibet ab labore subducente se; utpote quem neque sui quaestus urget ratio, ¿et alienae indusrria fiducia redit segnem? At quum simulen tur inopia, nec quod quisquam ferit nactus, id pro suo tueril ulla possit lege, an non necesse est perpetua caede ac seditione laboretur? sublata praesertim aucroritate ac reuerentia magistraruum: cui quis   esse   locus   possít   apud   homínes   tales, quos ínter nullum dlscrímen est, ne comminisci  quidem  queo». Sobre la base de este pasaje consideraba ya G. ADLER: Geschirhte des Sozialismus und Koumumismis (1899), páginas 179 que Moro, tenía por ideal social al comunismo, pero al mismo tiempo lo estimaba   irrealizable   Cf.  RAMM, o. cit., pág. 50. En 1534 publica MORO contra TYNDALL y el comunismo su Dialogue of Confort against Tribulatio.

41    Thomas MORUS:  Utopía,: a 12 1.  a.  de G.  RITTER en «Klasiker der Politik», t. 1, Berlín, 1922, y del mismo, “Die Utopía des Thomas Morus und das Machtproblem in de Staatslehre» (1922), recogido en Nation und Geschichte, Berlfn, 1935.

42    Loc. cit., pág. 27.

43    lb., pág. 30.

44    Utopía, pág. 159.

45    lb.. pág. 164: «Sed fore grauissuna quaeque scelera seruitutis íncommodo puniantur; id siquidem et sceleratis non minus triste et rei publicae magis commodum arbitranttur, quam si mactriste et reipublicae magis connmodum arbitrantur quem sl   mactare   noxios et protenus  amoliri festinent»

46    Cf. MORTON, ob. cit.. págs. 55 y sigs.

47    Utopía, pág. 112: «Syphograntorum praecipuume ac prope un cum negotium est. curare ac protenus ne quisquam desideat otiosus»

48    lb., pág. 117: «contraque non rarenter usus uenit, ut mechanicus quispiam ubcisiuas illas horas tam grauiter lnmpendant literatorum classem proeuehaturi»

49    Utopía, pág. 183.

50    lb., pág..  171: «..., ut   populum   quempiam   tyr,tnnide   pressum miserati (quod humanitatis gratia faciunt) suís uiríbus tyranni iugo et semitute liOerento.

51    lb.   pág. 17,

52   lb., pág. 174.

53    lb .. pág. 175.

54    lb., ib.

55    lb., pág. 175.

56    lb., pág. 176.

57    lb., págs. 177,178.

58    lb., pág. 180.

59    lb., págs. 10-18.

60    Ob. cit., pág. 37·

61    Ob. cit., pág. 40.

62    lb., pág. 36.

63    Ob. cit., pág. 24.

64    Una influencia acusada se encuentra en la interpretación de M. FREUND: «Zur Deutung der Utopía des Thomas Morus. Ein Beitrag zur Geschichte der Staatsrason in England», en Historisches Zeitschrit, 142 (1930). Cf. MOEBUS, ob. cit., págs. 42 y sigs. También al estudio de G. RlTTER en Die Ddmonie der Macht (i. a ed. con el título «Machtstaatmund Utopie», Munich, 1940), 6.am ed., Munich, 1948. del que seguidamente me ocupo, se ha reprochado «el ser mero desarrollo de la tesis de Oncke»

65    Ob. cit., págs, 50,51.

66    Ante el requerimiento que se hace a MORO en el palacio del Arzobispo primado  de  Inglaterra  de  jurar  el  bill  aprobado  por  el  Parlamento de 30 de  marzo  de  1534,  reconociendo  la  regularidad  del  matrimonio de  Ana  Bolena  con  Enrique  Vlll  y  la  condición  de   hija  legítima   de  Isabel razona su negativa con  estas  palabras  que  descubren  tanto  al  jurista meticuloso, como al hombre de una talla moral y religiosa excepcional: "Después de haber leído en silencio  y  confrontado  la  fórmula  del  juramento con el texto de  la  ley,  he  de  decir  que,  con  mi  decisión,  no trato  de  imputar defecto  legal  alguno  ni  a  la  ley  ni  a  su autor,  cualquiera  que  ni siquiera a  la  fórmula  de  juramento  o  cualquiera  que  sobre  ella  haya  prestado el suyo; tampoco trato de hacer un reproche de conciencia a nadie: simplemente, en lo  que  a  mí  toca,  con  toda  buena  fe,  entiendo  que  sí pud1era rehusar jurar obediencia a la  ley  de  sucesión,  no  podría,  .sin  exponer  mi  alma la  eterna  perdición,  prestar  el  juramento   en  los  términos de la fórmula que se me presenta» (cit. P, GRUNEMAUM-BALLIN, prólogo  la t. f. de la Utopía, París, 1935, págs., 28-29).

67    Ob. cit., pág. 50.

68    «Zur Soziologie des lmperialismen», en Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpo!itik. vol. 46 (1919), recogido en Aufsiitl,e  zur  Soziologie, Tubinga, 1953,

69    loc. cit., pág. 83 y sigs,

70    lb,, pág. 86.

71    Cf. w. CUNNINGGHAM: An Essay on Westem Civilisation in its economics aspects, 5. imp. Cambridge, 1923, vol. 11, págs. 190 y siguiente,. E. F.  HELKSCHER:  La época mercantilista, t. e., México, 1943, páginas 626 y sigs.

72    Cf.  M.  DELCOURT, int.  a la ed.  cit.  de Utopía, págs. 24,25.  Por otra parte, durante algún tiempo se pensó que la primera parte era obra de ERASMO. Cf. A. RENAUDBT, Etudes érasmiennes, Parfs, 1939, pág. 78.

Cecilia Inés Avenatti de Palumbo

Uno de los desafíos que se plantea a los universitarios del siglo XXI es recuperar -desde el laboratorio, el aula, y la producción bibliográfica- la unidad entre belleza y bien. El necesario retorno a la apreciación de lo bello colabora en el camino hacia la creatividad, hacia el verdadero vivir y la búsqueda de la verdad [1].

En este trabajo recordamos que como se ha dicho “lo bello viene de Dios”; al citar esta frase de “El zapato de raso” situamos a Dios como fuente de toda belleza y de toda armonía; venir de Dios e ir hacia Dios, es pues, el itinerario permanente de la belleza.

“Lo bello une, lo bello viene de Dios […] ¿No es esta buena teología, señor capellán?” [2], así afirma el virrey de Nápoles en la escena Vª de la IIª Jornada de El zapato de raso de Paul Claudel (1868-1955), drama escrito en 1929. El texto nos pone ante la evidencia del hecho –lo bello une y reúne– y luego señala cuál es el origen de tal evidencia: une porque viene de Dios, reúne porque es don. Entre los polos de lo oculto y lo revelado, de la gratuidad y la gratitud, de la interioridad y la patentización, es decir, entre la fuente no manifiesta de lo bello como donación gratuita del ser y la epifanía revelada de lo bello como aquello que produce la alegría de la comunión en el amor, justamente allí, en ese “entre”, es donde acontece lo bello.

¿Qué puede decirnos esta belleza a nosotros universitarios del siglo XXI? ¿De qué modo puede contribuir al reconocimiento del rostro propio y el del otro que habita el mismo suelo? ¿Qué papel le tocará jugar –si es que le toca alguno– en este enclave histórico a esta gran olvidada –cuando no despreciada y humillada– por el arte, los medios, las ciencias, la filosofía y la teología? “Desde” el don como exceso de ser, “en” el drama paradójico de la alegría que brota de la noche del dolor, “hacia” la vida en una comunión que sabe de la aceptación del otro y de sus diferencias: éste es el itinerario que trazaré con el fin de crear las condiciones intelectuales y volitivas para que pueda acontecer entre nosotros un nuevo amanecer de la belleza.

1.       El don como fuente de lo bello: manifestación “desde” un exceso de gratuidad

En el origen hay un exceso de amor [3]. Esto proclama el lenguaje de la figura bella: la fuente de lo que vemos es siempre más de lo que podemos pensar, más de lo que podemos imaginar, más de lo que podemos manipular con nuestras ideas y preconceptos. A esto se refieren los místicos cuando invocan a Dios como hermosura, reconociendo de este modo que Dios es “otra cosa”, que este Tú cuyo amor nos constituye y nos habita no es dominable ni domesticable porque es el plus, lo que está de más, lo que se derrama sin fin, hiriendo cuando pasa.

Así lo señaló Agustín, el primero, en aquel pasaje fundacional del libro décimo de Confesiones, en el que propuso a la hermosura como la huella inmemorial dejada por Dios en el hombre, por ser ella manifestación de la gratuidad y del exceso de amor originarios [4]. Tras alabar la acción divina en figura de desgarradura –“percussisti cor meum verbo tuo” (“atravesaste hiriendo mi corazón con tu palabra”) (X, VI, 8)–, el narrador glorifica la presencia de Dios como hermosura –“sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova sero te amavi” (“tarde te amé hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé”) (X, XXVII, 38)–. El paso de Dios ha dejado un hueco, de ahí que el capítulo se cierre con el reconocimiento de un ávido deseo de Dios: “gustavi et esurio et sitio” (“gusté de ti, y estoy hambriento y sediento”) (X, XXVII, 38). El paso de Dios es herida que duele, quiebre que se adueña del corazón del visitado, nostalgia insaciable. Para los seducidos por el Otro, su presencia adviene bajo la figura de la ausencia, por eso no cesan de ir tras Él, de buscarlo como ciervos sedientos.

Pues bien, cuando el arte toma al pie de la letra este “exceso originario”, el arte deviene manifestación de lo bello. El signo de la presencia de lo bello es, entonces, la patencia de un exceso, sea que aparezca en la alegría o en el dolor, en la vida o en la muerte, en la forma perfecta o en lo deforme, en lo apolíneo o en lo dionisíaco, en lo grande o en lo abyecto. En todos los casos se trata de un exceso. Ante tal desbordamiento al hombre no le cabe sino descalzarse, es decir, despojarse de su pretensión de dominio y confiar en la hospitalidad de ese otro que lo recibe en su casa.

“Primum non nocere”, decía el antiguo adagio hipocrático [5]: “primero, ante todo, no dañar”. “Primum non dominare”, parafraseamos nosotros transponiendo al ámbito estético la actitud hipocrática de respeto por ese otro que es el enfermo para el médico. “Ante todo deponer la actitud de dominio”: ésta es la disposición que se le exige al creador y contemplador estético, para quienes la desapropiación de sí se vuelve condición de ingreso al dominio de eso otro que se revela en la belleza [6]. En la casa (domus) cuyo dueño o señor (dominus) es la belleza, es preciso entrar sin avasallar con nuestros prejuicios y razones, en actitud de recepción y de escucha, de silencio y atención, con la disciplina y concentración que Erich Fromm señalaba era condición necesaria para adquirir todo arte, también el del amor [7].

Al introducirnos en su secreta estancia, lo bello patentiza de modo inmediato tres propiedades que le son inherentes: la gratuidad, la otredad y la dialogicidad [8]. Los griegos encontraron diferentes modos de nombrar a la belleza. Junto a las voces más frecuentes de kalón (llamado) y morphé (forma), concibieron una tercera, járis (gracia) indicando con ello que, por ser manifestación gratuita, lo bello provoca alegría (jáiro) y gratitud en quien lo percibe, recibe y configura. Es esta gratuidad del ser la que origina el dinamismo del don que se manifiesta como el núcleo constitutivo de lo bello. En tanto es epifanía de esta gratuidad, la belleza resguarda la otredad. Precisamente en esta gratuidad de lo bello, que es sustento de la otredad, se abre el espacio para el diálogo estético, en el que el lenguaje es don que da testimonio del ser otro de lo otro.

Este amor concebido como don es la fuente del arte y belleza cristianos. Amor originario que desciende y se entrega, cuyo dinamismo kenótico no pudieron sospechar los antiguos. Amor fontal del que bebieron los grandes creadores de la época cristiana, desde Shakespeare hasta Cervantes, desde Calderón hasta Victor Hugo, desde Dostoievsky hasta Rilke, desde Michelangelo hasta Rembrandt, desde Rouault hasta Picasso, desde Goya hasta van Gogh desde Mozart hasta Beethoven y Mahler, y tantos otros. Amor fundante que en nuestra líquida postmodernidad olvidan quienes sucumben al embrujo de las redes del narcisismo esteticista y del gran mercado del consumo.

Tras afirmar que es el artista “el que cambia el agua insípida y huidiza en un vino eterno y generoso”, el virrey del citado drama de Paul Claudel se pregunta:

“¿Es que toda belleza será inútil? ¿Es que proveniente de Dios no está ella hecha para volver a Dios? El poeta y el pintor son necesarios para ofrecerla a Dios, para unir las palabras entre sí y con el conjunto dar acción de gracias y reconocimiento y oración sustraída al tiempo” [9].

El arte que reconoce al amor gratuito como origen es uno de esos lugares donde es posible tomar al pie de la letra el hecho de que el ser es exceso y don [10]. Éste es el arte que transforma el “agua” carente de sabor y de vida en “vino” desbordante, de ahí el carácter eucarístico del artista. “Acción de gracias, reconocimiento y oración”: triple capacidad de gratitud, reconocimiento del otro y plegaria que Claudel atribuye al artista abriendo la dimensión estética hacia la ética existencial y religiosa.

Asimismo, para Hans Urs von Balthasar percibir la belleza, rezar y amar son tres acciones que se pertenecen recíprocamente de modo que una supone la otra. Así lo señaló este gran teólogo del siglo XX, en esta suerte de manifiesto programático que colocó en el comienzo de su Estética teológica:

“Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien en indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquél cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que –abierta o tácitamente– ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar” [11].

En el origen era la belleza, porque en el origen era el don, la gratuidad y la apertura al otro. De ahí que belleza, amor y oración anduvieran juntas o fueran olvidadas de consuno en el curso de la historia occidental. “¿En qué trae su oración?” preguntó un día a cierta monja Juan de la Cruz. “En mirar la hermosura de Dios y holgarme de que la tenga” respondió ella [12]. Contemplar la belleza radiante de amor y descansar en ella alegrándose de que así sea constituye para el gran místico de la lengua castellana el núcleo de la oración. Así lo poetiza en el final de su Cántico:

“Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura” [13].

Como Agustín, también para Juan de la Cruz la hermosura de Dios habita en las profundidades. Ella, que nos introduce en el reino de la libertad y de la gratuidad, despierta en nosotros la celebración como respuesta. Celebran y se gozan los que crean, los que aman, los que rezan. ¿Qué celebran? Que la alegría ha brotado de la noche, con lo cual por la vía estética somos llevados al umbral del drama humano.

2.       La travesía como paradoja: “en” el drama de la alegría que brota de la noche

Al sumergirnos por la vía estética en el drama divino-humano, nos situamos en la trama existencial e histórica de nuestro devenir personal y sociocultural. La huella que el paso de Dios ha dejado en la belleza no encierra al hombre en sí mismo, sino que lo conduce a salir de sí. En esto consiste el doble carácter extático de lo bello. La salida de sí del amor donado, que lo bello patentiza, no puede sino provocar en el sujeto el éxtasis hacia el objeto, de modo que el arrebatado por la belleza ya no vive en sí sino en el objeto amado. Por eso, el encuentro con lo bello nos aliena y descentra del yo de superficie, para llevarnos a través de un proceso purgativo a la zona del yo profundo donde existimos en estado de abiertos a la recepción del don y a la entrega de sí.

Toda la persona, con su historia e inteligencia, su imaginación y memoria, sus sentimientos y sentidos, ha de disponerse a entrar en sintonía (Stimmung) con el objeto bello. Cuando la epiphaneia o manifestación de la belleza es experimentada como gracia, no caben ni encierros esteticistas ni huidas espiritualistas, pero tampoco caben individualismos clausurados a la dimensión social y comunional. Por el contrario, en tanto es considerada como “figura” dinámica, abierta a la consumación [14], la experiencia de la belleza es una puerta abierta a la existencia histórica. Y lo es en la medida en que la belleza, en tanto huella del paso de Dios, se manifiesta como una herida, un corte, una irrupción, una ausencia. Tras su rastro andan creadores, amantes y místicos. Este grito del alma que busca la presencia de Dios en la ausencia es el que Juan de la Cruz convirtió en canto:

“¿Adónde te escondiste,

¿Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste

habiéndome herido;

salí tras ti clamando y eras ido” [15].

¿Por qué recurrir a un poeta que es amante y místico también? Porque su experiencia estético-dramática de la noche de Dios presenta analogías con la noche en la que hoy estamos sumergidos [16], que como la juanista es una noche paradójica, ya que en la oscuridad se realiza la experiencia de la luz, en la muerte la de la vida, en el descenso, la del ascenso, en la nada la del todo [17]. Por ello, en medio del dolor más agudo, el poeta alaba a la noche diciendo:

“Oh noche que guiaste!

¡oh noche amable más que el alborada!

¡oh noche que juntaste Amado con amada,

amada en el Amado transformada!” [18]

El siglo XXI se ha iniciado bajo el signo heredado de la experiencia del eclipse y muerte de Dios [19]. Con el teólogo español, Olegario González de Cardedal, creemos que “la experiencia actual del desfondamiento puede y debe ayudarnos a descubrir de nuevo la realidad de Dios” [20]. En efecto, este silencio y ausencia divinos, que es el sino de nuestro tiempo, puede ser vivido como un kairós en la medida en que se lo experimente como tiempo de purificación de las imágenes humanas de Dios que nos habíamos fabricado, para que por el camino de la nada aparezca Dios como Dios [21]. Quienes debíamos atestiguar la Presencia viva de Dios entre los hombres, la hemos oscurecido con nuestras apropiaciones y manipulaciones. Por ello, ahora debemos pasar por el fuego purificador y atravesar la noche de Dios.

“Este mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no caer en la desesperanza”. Hace ya cuarenta años, el Concilio Vaticano II dirigía a los artistas estas palabras proféticas, en las mostraba la relación causal entre belleza y esperanza. Así lo entendió luego Juan Pablo II, cuando en 1999 abrió las puertas del siglo y del milenio con el ícono del Cristo humillado cuya belleza salva por ser expresión de un exceso de amor [22]. Ante la humillación de la tradición cristiana, la vía estética manifiesta toda su potencialidad mística y erótica [23], en la medida en que la fuerza de la manifestación del amor que se patentiza en la figura provoca el movimiento de salida de sí hacia lo otro, hacia la existencialidad del otro. Hacia estos lugares teológicos de la kénosis, que desde San Pablo se nos presenta bajo la figura de la locura cristiana [24], hacia los escenarios ruinosos de una cristiandad quebrada, hacia allí hemos de descender, sabiendo que cuando descendemos, ascendemos [25].

La vía estético-mística le ofrece espesor al lenguaje teológico porque brota de una experiencia existencial paradójica en la que para llegar al todo hay que ir por el camino de la nada. M. de Certeau se detiene en estas figuras señalando que:

“Los místicos no rechazan las ruinas que los rodean. Se quedan allí. Van a ellas. Gesto simbólico: Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y muchos otros desearon entrar en una orden “corrompida”, y no porque simpatizaran con la decadencia. Pero esos lugares deshechos, cuasi desheredados –lugares de abyección, de lucha (como antiguamente los desiertos de donde los monjes salían para combatir a los malos espíritus) y no lugares que garanticen una identidad o una salvación– esos lugares representan la situación efectiva del cristianismo contemporáneo. Son los teatros de las luchas presentes” [26].

A la belleza, que sabe de habitar en el destierro y en la lejanía de los centros, que sabe del drama de la noche y de la ausencia, que conoce de la alegría auroral de la manifestación tras largas noches de espera, a ella le ha llegado su hora, su kairós, es decir, el tiempo oportuno de mostrar su capacidad para expresar el drama existencial y la verdad testimonial. No es la noche de la nada absoluta y sin sentido la que ella proclama sino la noche luminosa cuyo secreto sólo Dios conoce. Así, “desde” lo bello como exceso y “en” la paradoja como escenario del drama actual en el que la presencia de Dios se descubre en figura de ausencia y de silencio, avanzamos “hacia” el último tramo del itinerario que es el de la unidad en la que se va configurando la comunión con los otros.

3.       La unidad como fin: “hacia” la comunión con los otros

Hay un momento estético en todo conocimiento y en toda acción, que consiste –según dijimos– en la percepción de la gratuidad, otredad y dialogicidad del ser [27]. Ésta es la primera cosecha que como universitarios recogemos tras dolorosa siembra y no menos doloroso proceso de crecimiento. Lo cierto es que toda vez que, en nuestras aulas, en nuestros laboratorios, en nuestros escritos, perdemos la unidad entre belleza, bien y verdad, disminuye la fuerza de la evidencia de la gratuidad del ser y entonces lo humano, el mundo y Dios se vuelven objetos de uso y de consumo, tanto para el creyente como para el no creyente. Este diagnóstico es el punto de partida de la Estética teológica de Balthasar, quien con claridad señaló que:

“En un mundo sin belleza -aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado-, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. [...] En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. [...] Y si esto ocurre con los trascendentales, sólo porque uno de ellos ha sido descuidado, ¿qué ocurrirá con el ser mismo? ¿Si Tomás consideraba al ser como “una cierta luz” del ente, no se apagará esta luz allí donde el lenguaje de la luz ha sido olvidado y ya no se permite al misterio del ser expresarse a sí mismo? [...] El testimonio del ser deviene increíble para aquel que ya no es capaz de entender la belleza” [28].

Subrayar el papel de unidad que la belleza juega en nuestro devenir actual ha sido el motivo de la elección del título de esta exposición: “Lo bello une”. Del latín unire, unus: unidad no entendida como la nostalgia griega del Uno, sino como la nostalgia cristiana del Unitrino [29]. En consecuencia, la unidad originaria que deseamos y hacia la que peregrinamos es la de un Dios comunional. Desde este supuesto, la existencia se concibe como un envío cuyo punto de partida es, precisamente, la comunión del amor trino. Desde esta misión trinitaria peregrinamos hacia la configuración de la comunión de todos los santos que somos nosotros y que estamos llamados a ser en plenitud. Por ello, en figura de una gran fiesta concibió Dante este centro comunional en su Comedia: fiesta de luces y música, de amor y movimiento, de humanidad y divinidad, de poesía y de verdad.

“Lo bello viene de Dios”. El venir de lo bello como don divino no se agota en sí, sino que se consuma en el ir del hombre hacia la fuente, que es un volver al origen. “C´est qui est beau réunit”, dice el original francés, y ciertamente esto produce lo bello: vuelve a unir lo que se había separado. Por ello, volver a la belleza es retornar al centro originario de donde brota toda vida. De ahí que –como señalamos– la belleza sea camino hacia la creatividad, hacia la oración, hacia el verdadero vivir que siempre es dramático porque es actuado por seres libres y responsables que portan sobre sí una misión.

Por ello, este retorno no es un proceso de disolución personal sino de vincularidad comunional. Encaminarse a la comunión es ya vivirla, aunque nos pesen las divisiones y las separaciones. La comunión es en el amor: éste es el Punto que se encuentra en el centro de la rosa dantesca, éste es el criterio por el que será juzgado el rol que se nos confió representar sobre el escenario del mundo [30]. “Lo bello viene de Dios”, pues Él es el origen de toda belleza, de todo don, de todo amor. Él es el Tú que se nos hizo cercano e íntimo sin dejar de ser el totalmente Otro. En realidad, Dios se hizo uno de “nosotros” porque en el origen él es también un “nosotros” trinitario, una comunidad de amor. Venir de Dios e ir hacia Dios: éste es el dinamismo del itinerario de la belleza que salva porque una y otra vez trae a los hombres la esperanza en la noche, noche que según Péguy es el lugar de pertenencia y el suelo propio de la esperanza [31]. Hemos padecido y seguimos padeciendo como pueblo muchas noches. No toda oscuridad es noche divina. Ésta la reconocemos porque transfigura, porque viene sin que la convoquemos, porque no es propiedad nuestra. Es la noche de la pascua: plena de una luz que brota del dolor, luz que sin embargo no nos exime de experimentar el dolor incomprensible, inadmisible, insoportable, que sentimos ante la injusticia, la violencia, el atropello y la muerte.

La belleza nos ayuda a esperar de pie, a no desesperar del don y del sentido. La belleza nos enamora de comunión, asumiendo las diferencias entre personas, grupos sociales y pueblos, operando la unión y la reunión en un ámbito donde los límites son incorporados, las desfiguras se vuelven lugares de revelación, las distancias y separaciones en vías de integración. De este modo, la belleza se convierte en lazo de unión y en camino hacia la recuperación de la humanidad de lo humano y del encuentro como punto de partida hacia la configuración del nosotros [32]. Despertar a la necesidad de incluir la dimensión estética en nuestras vidas, en nuestros conocimientos, en nuestros actos sociales y políticos es recuperar la gratuidad, la otredad y la dialogicidad como figuras de unidad y de respeto.

Cecilia Inés Avenatti de Palumbo en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Este texto fue leído en el IV Encuentro Nacional de Docentes Universitarios Católicos, Universidad y Nación. Camino al Bicentenario. Realizando la verdad en el amor (Ef. 4,15), que se llevó a cabo en Santa Fe (Argentina) el 18 al 20 de mayo de 2007.

2      “Ce qui est beau réunit, ce qui est beau vient de Dieu. […] ¿N´est-ce point là de bonne théologie, Monsieur le Chapelain?” CLAUDEL, Paul, Le soulier de satin, Gallimard, Paris, 1929, tomo I, p. 149. (El zapato de raso, Sudamericana, Buenos Aires, 1955, p. 121)

3      Entre los textos teológicos más recientes que subrayan la relación entre exceso y sentido, entre exceso y belleza, sugerimos consultar: GESCHÉ, Adolphe, El sentido. Dios para pensar, Sígueme, Salamanca, 2004 y GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, Salamanca, 2004.

4      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La presencia vivificante de la belleza en la construcción de la interioridad cristiana. Lectura estética del Libro X de las Confesiones de Agustín, En: Actas de las Segundas Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval. Presencia y presente del pensamiento medieval, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, 18-20 de abril de 2007, CD-Rom, ISBN: 978-987-537-066-1. 10 p.

5      La vigencia actual de este principio en el ámbito de las ciencias médicas lo prueba, por ejemplo, el título de la ponencia “El significado actual del “Primum non nocere”” presentada por Alberto Lifshitz en un Seminario sobre el ejercicio actual de la medicina” dictado en 2002 llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la UNAM. Cfr. http://www.facmed.unam.mx/eventos/seam2k1/2002/ponencia_jul_2k2.html 24/4/2007.

6      La aplicación del principio hipocrático al ámbito de la estética la aprendí de un maestro del paisajismo argentino Ricardo de Bary Tornquist (1914-1999), cuyas obras me enseñaron a desarrollar el arte de la percepción. “En la facultad, el primer día de clase, Ricardo de Bary-Tornquist les hacía copiar a sus alumnos los siguientes pensamientos: “Primum non nocere” (“Primero no dañar”). “For fools rush in, where angels fear to tread.” (Frase clásica de Alexander Pope, intraducible al castellano, cuyo sentido más o menos es: “Los insensatos entran corriendo y pisotean lugares donde los ángeles creen que pueden molestar con su presencia”.). “Cuando se está frente a un paisaje augusto, están fuera de lugar todas las frivolidades.” (George Gromort). “Take pains to encourage the beautiful, because the useful, encourages itself”. (Proverbio japonés: “Esfuérzate en alentar la belleza porque las cosas utilitarias ya se alientan por sí”). “Desentenderse d eun pobre es una falta de ética, pero sin o fuese por la estética, las civilizaciones serían pobres”. (André Piettre.)”. Cfr. Sonia Benvenuto de Blaquier, “La sinfonía inconclusa. Entrevista a Ricardo de Bary Tornquist”, Sociedad Argentina de Horticultura 243 (1999) 6-10, 8.

7      FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 105-112.

8      AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Teología y literatura en diálogo. Gratuidad, paradoja y esperanza: tres claves para la configuración epocal de un lenguaje estético-dramático, en: Communio (Arg) 12 (2005), 23-32 y en Lenguajes de Dios para el siglo XXI. Estética, teatro y literatura como imaginarios teológicos, Ediçoes Subiaço-Facultad de Teología UCA, Juiz de Fora-Buenos Aires, 2007, pp. 354-363.

9      Paul Claudel, Le soulier..., p.  151. (El zapato de..., p. 122.)

10      Cfr. GESCHÉ, Adolphe, El sentido. Dios..., pp. 20 y 23.

11      VON BALTHASAR, Hans Urs, Gloria. Una estética teológica. 1. La percepción de la forma, Encuentro, Madrid, 1986, pp. 22-23.

12      Cfr. JAVIERRE, José María, Juan de la Cruz. Un caso límite, Sígueme, Salamanca, 1994, p. 728.

13      JUAN DE LA CRUZ, “Cántico espiritual”, Vida y Obras de San Juan de la Cruz, introd. Crisógono de Jesús, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974, estrofa 35.

14      Cfr. AUERBACH, Erich, Figura, Trotta, Madrid, 1998, pp. 43-92; AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La literatura en la estética de Hans Urs von Balthasar. Figura, drama y verdad, pról. GÓNZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Ediciones Secretariado Trinitario, Salamanca, 2002, pp. 233-245.

15      JUAN DE LA CRUZ, “Cántico espiritual”, Vida y Obras de San Juan de..., estrofa 1.

16      Cruz desde América latina, en: La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2004, pp. 115-128.

17      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO Cecilia I., Lo “paradójico” como estilo en el “viaje” poético de Juan de la Cruz, en: La literatura en la estética de Hans..., pp. 175-187.

18      JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, Vida y Obras de San Juan de..., estrofa 5.

19      Cfr. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, pp. 65-77.

20      GÓNZALEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, p. 72.

21      “Un Dios reducido a la medida y servicio, función y eficacia del hombre, no tiene nada que ver con el Dios vivo y verdadero. Nadie ha hecho una crítica más radical de tal ídolo forjado por el hombre que la realizada por san Juan de la Cruz, llevando al hombre a descubrir, sufrir y aceptar su nada ente el Dios divino, con la consiguiente renuncia a contar con él, usarlo y servirse de él. Al final de la Noche oscura el autor deja al lector con estas preguntas: ¿Estás dispuesto a servir a ese Dios? ¿Estás dispuesto a reconocerle como el todo y a ti mismo como la nada, a aceptar tu propia muerte sin utilizarlo a él como mero salvador de tu angustia o redentor de tu pecado? ¿Estás dispuesto a dejar que Dios sea Dios y a reconocer que tú no eres Dios?” GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario, Dios, p. 73.

22      CONCILIO VATICANO II, “Mensaje a los artistas”; JUAN PABLO II, Carta a los artistas, Paulinas, Buenos Aires, 1999, nº 16.

23      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., El lenguaje del amor. Eros y ágape en el amor humano. Deus caritas est, en: Lenguajes de Dios..., pp. 683-703.

24      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La gloria como “locura cristiana”, en: La literatura en la estética de Hans..., pp.79-95 y El lenguaje del eclipse. Naufragio y esperanza. El rostro del necio humillado como ícono en un mundo post-cristiano, en: Lenguajes de Dios..., pp. 641-659.

25      GUTIÉRREZ, Gustavo, Lenguaje teológico, plenitud del silencio, In La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2004, pp. 41-70.

26      DE CERTAU, M, La fábula mística. Siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, México, 2004, p. 39.

27      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I. Teo-estética y antropología. El aporte de la estética a la construcción de una visión integral del mundo y del hombre, en: Lenguajes de Dios..., pp. 145-153

28      VON BALTHASAR, Hans Urs, Gloria. Una estética teológica. 1. La percepción de..., pp. 23-24.

29      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Teo-drama y comunión. La “habitabilidad comunional” como figura conclusiva de la Teo-dramática de Hans Urs von Balthasar, en: Lenguajes de Dios..., pp. 364-371.

30      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., Lo “erótico” como estilo en el “viaje”  dramático de Dante, en: La  literatura en la estética de Hans..., pp. 149-175; La Divina Comedia desde la hermenéutica de Hans Urs von Balthasar, en: Letras (2002-2003) pp. 46-47, 139-146; Presencias medievales en el pensamiento de Hans Urs von Balthasar: raíces dantescas de la tensión existencial entre estética y dramática, In Actas de las Primeras Jornadas de Pensamiento Medieval: Actualidad del Pensamiento Medieval, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, (2006) CD-Rom, ISBN: 978-987-537-057-9; Lenguajes de Dios para el siglo XXI. Estética, teatro y literatura como imaginarios teológicos, cit., pp. 417-442.

31      Cfr. AVENATTI DE PALUMBO, Cecilia I., La figura de la “esperanza” en el estilo existencial de Péguy, en: La literatura en la estética de Hans..., pp. 207-230; La dimensión existencial de la esperanza en un poema de Charles Péguy, en: Teología 77 (2001) pp. 71-81; Lenguajes de Dios para el siglo XXI..., cit., pp. 249-262.

32      Precisamente desde la figura del nosotros como clave de lectura de la presencia de Dios en doscientos años de literatura argentina estamos trabajando desde el 2006 en el Seminario Interdisciplinario Permanente de Literatura y Teología (Facultad de Teología–UCA), tarea cuyo primer fruto fue expuesto en las nueve ponencias presentadas en una de las comisiones de este encuentro. Cfr. Cecilia I. Avenatti de Palumbo, Claves estéticas, dramáticas y dialógicas para la construcción de la figura del “noso-tros”, Comisión 44: Nos-otros, la construcción de la identidad en la literatura argentina. Una clave de lectura teológica en vistas al Bicentenario, Enduc IV, Santa Fe, 18-20 de mayo de 2007.

José Carlos Martín de la Hoz

Pocos meses después del fallecimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer, Salvador Bernal publicó unos apuntes para la biografía del fundador del Opus Dei. Uno de los capítulos se titulaba Tiempo de amigos. En esas páginas se narraba la amistad de san Josemaría con diversas personas y la conclusión era clara: era un amigo que tenía muchos amigos [1].

En las siguientes líneas vamos a referirnos al afecto entre san Josemaría y el obispo fray José López Ortiz, OSA. Un trato que comenzó en 1924 y que se prolongó hasta el final de sus vidas. El siervo de Dios Álvaro del Portillo, testigo cualificado de esa relación, resumía esa amistad en una carta dirigida a López Ortiz un tiempo después del fallecimiento de Escrivá de Balaguer:

«Me da alegría aprovechar esta oportunidad para agradecerle el grandísimo cariño que tuvo siempre a nuestro Padre y el que –lo he podido comprobar muchas veces– me tiene a mí. Nuestro Fundador, que siempre fue tan agradecido, se lo está devolviendo con creces, desde el cielo; y yo se lo procuro pagar con mis oraciones y mi afecto» [2].

López Ortiz fue una de las grandes figuras del episcopado español en el siglo pasado y uno de los juristas españoles más renombrados [3]. Nació en San Lorenzo de El Escorial (Madrid), el 10 de julio de 1898 y falleció en Madrid, el 4 de marzo de 1992 [4].

Estudió la primera enseñanza y el bachillerato en el colegio Alfonso XII de San Lorenzo de El Escorial y alcanzó el premio extraordinario en los exámenes de bachillerato en el instituto Cardenal Cisneros de Madrid, en 1914 [5].

Al comienzo del nuevo curso académico, empezó los estudios sacerdotales en el Seminario Conciliar de Madrid, a la vez que cursaba algunas asignaturas en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid [6].

Desde muy joven notó en su interior la llamada de Dios para ser agustino, así que, finalmente, abandonó el seminario de Madrid y comenzó el noviciado de la orden de San Agustín en el monasterio de El Escorial, el 1 de abril de 1917 [7]. Emitió los votos solemnes el 3 de abril de 1921. En el Studium Generale de la orden agustiniana de El Escorial terminó los estudios teológicos [8]. Fue ordenado sacerdote en el monasterio de El Escorial por el obispo de Almería, Bernardo Martínez, el 17 de septiembre de 1922 [9].

Impulsado por sus superiores, López Ortiz estudió brillantemente la carrera de Derecho en las Universidades de Oviedo, Zaragoza y Madrid, concluyéndola en 1925 [10]. En 1931 alcanzó el grado de doctor en Derecho por la Universidad Central con una tesis doctoral sobre La recepción de la escuela malequí en España [11]. También amplió estudios en Munich, Wurzburgo y Berlín [12]. Hablaba alemán, francés, inglés, italiano y árabe.

Después de un tiempo de estudio, publicaciones y docencia [13], el 7 de agosto de 1934, tras una brillante oposición, obtuvo la cátedra de Historia General del Derecho Español de la Universidad de Santiago de Compostela [14]. En esa Universidad impartió las asignaturas de Historia del Derecho y de Derecho Canónico [15]. Respecto a la obtención de esa cátedra, José Orlandis, discípulo de López Ortiz, comentaba lo siguiente:

Basta recordar cuál era el ambiente español y especialmente el universitario en aquellos años de la República para hacerse idea de cuánto debía de valer este hombre para que la Universidad le recibiera con los brazos abiertos y que un fraile agustino pudiera ganar la cátedra de Historia del derecho de Santiago en 1934. Insisto en que él ha sido uno de los hombres más inteligentes que yo he conocido. Un verdadero maestro, cuya capacidad de magisterio se traducía también en que dejaba mucho campo libre al alumno, al estudiante, al discípulo [16].

Como ya hemos dicho, su encuentro con Escrivá de Balaguer tuvo lugar en 1924 en la Universidad de Zaragoza. Pasados los años y con motivo del fallecimiento de su amigo Josemaría –como él le llamaba–, redactó un extenso relato sobre el fundador del Opus Dei, el 7 de septiembre de 1976, en el que resumía la sustancia de un trato continuado de más de cincuenta años [17].

Seguiremos el hilo de ese relato, para hilvanar los grandes hitos de esa amistad. Respecto al primer encuentro entre ambos, recordaba José López Ortiz:

Conocí a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer en la Universidad de Zaragoza, en junio de 1924. Yo era presbítero desde hacía poco tiempo, y mis superiores agustinos me habían indicado que estudiara la carrera de Derecho. Durante el curso había trabajado con mis libros y apuntes, y en junio fui a rendir examen a Zaragoza: allí conocí y traté, durante los ocho o diez días que duró mi estancia, al futuro fundador del Opus Dei [18].

Contemporáneamente, Escrivá estaba en el Seminario de Zaragoza y, desde 1923, cursaba –como alumno no oficial– también los estudios de Derecho en la Universidad de Zaragoza [19].

Ese primer encuentro discurrió con gran naturalidad:

Se inició nuestra amistad de un modo muy corriente; casi todos los temas que tratamos entonces fueron cuestiones relacionadas con asignaturas de la carrera, las características de los profesores: lo normal en vísperas de unos exámenes. Josemaría estaba muy bien preparado y conocía un ambiente que para mí era desconocido; generosamente, como lo más natural, me daba valiosas orientaciones sobre los distintos temas referentes a los estudios, mientras paseábamos por aquellos claustros de la Universidad [20].

Aquél no fue un encuentro ocasional, pues Escrivá de Balaguer era un hombre de un gran corazón, y entre los dos surgió una corriente de simpatía llamada a resistir el paso del tiempo. Por eso añade López Ortiz:

Nos hicimos francamente amigos, sabiendo que esa amistad iba a perdurar: pienso que los dos presentimos que siempre seríamos amigos. A pesar de los años transcurridos, le recuerdo, ya entonces, con todas esas cualidades que tanto me han llamado la atención en él siempre, y que le hacían ganar la simpatía de todos. Era muy piadoso, y en lo humano abierto, expansivo, lleno de vivacidad, muy comunicativo; sencillo, de un gran corazón y una extraordinaria inteligencia. Aunque entonces era insólito que un seminarista estudiase en la Facultad de Derecho, Josemaría lo consideraba muy normal y actuaba en consecuencia con gran naturalidad, y sabía hacer compatible su asistencia a la Facultad con sus estudios y sus ocupaciones en el Seminario. En la Facultad observé que todos le conocían, y además por su carácter comunicativo y alegre se veía que era muy apreciado por todos [21].

Efectivamente, un buen grupo de estudiantes de la universidad le trataban con toda naturalidad, así como algunos alumnos del Instituto Amado, de Zaragoza, donde san Josemaría daba clases de Latín y Derecho Romano [22].

Evidentemente, los dos nuevos amigos conectaron por sintonía profesional pero, sobre todo, por la espiritual. La finura interior de López Ortiz captó enseguida la riqueza de su nuevo amigo, a pesar de la diferencia de edad:

En mi primer trato con Josemaría, pude comprobar que era un seminarista responsable, piadoso, rezador, que poseía una gran vocación y muchos deseos de ser un buen sacerdote; deseos que alimentaba con una vida espiritual intensa y con mucha dedicación a su formación sacerdotal. Al mismo tiempo tenía una cultura humana muy dilatada y era un estudiante consciente, que procuraba rendir seriamente en sus estudios y lo conseguía [23].

Poco tiempo después, Escrivá de Balaguer concluyó sus estudios universitarios y después de alcanzar el correspondiente permiso de su Ordinario, en 1927, se trasladó a Madrid para hacer el doctorado en Derecho [24]. Así pues, dejaron de verse, pero no de rezar el uno por el otro.

Mientras tanto, López Ortiz, tras un tiempo de docencia y publicaciones [25], obtuvo la cátedra de Historia del Derecho en Santiago: «en el año 1934 gané las oposiciones a cátedra, y pasé el curso 34-35 en Santiago de Compostela. Después –debía de ser la primavera de 1936– encontré a Josemaría, de un modo casual, en la calle de San Bernardo, en Madrid; yo salía de la Universidad Central» [26]. Efectivamente, en el último trimestre del curso 1935-1936, López Ortiz había pedido la excedencia en la Universidad de Santiago y se había incorporado al claustro de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid para impartir un curso de doctorado en Filosofía del Derecho [27].

El impacto de aquella conversación quedó vivamente grabado en fray José, pues, a pesar de la brevedad, retuvo tanto el lugar como el tema:

Esta entrevista, duró una media hora o algo más. Después de la alegría del reencuentro, comenzamos a conversar; él no me habló explícitamente de la Obra, pero me pidió lleno de fe que le encomendase, que rezase mucho por él, porque el Señor le pedía algo muy superior a sus fuerzas. Aludió genéricamente a que el Señor iba llevándole por un camino extraordinariamente doloroso. El Señor le había mostrado lo que quería de él y de su vida: su vocación que él veía clara. Consideraba que superaba con mucho sus posibilidades, pero estaba decididamente dispuesto a seguirla con toda fidelidad, rodeado de contradicciones [28].

En efecto, san Josemaría había fundado el Opus Dei por un querer divino el 2 de octubre de 1928 y mendigaba oraciones a los sacerdotes y a enfermos y a muchas almas [29]. Por discreción, pues todavía el Opus Dei era como una criatura recién nacida, no explicitó más a su amigo, pero sí lo suficiente para que se le quedara bien grabada la petición [30].

Meses después, el 18 de julio, estalló la Guerra Civil española. José López Ortiz se encontraba en el monasterio agustino de El Escorial. Allí fue apresado junto con los otros frailes de la comunidad. Estuvieron retenidos casi un mes en el patio del monasterio, sometidos a un trato vejatorio. El 6 de agosto, algunos de ellos fueron trasladados a la prisión situada en la calle Fama 13, denominada prisión de San Antón. Muchos de esos frailes fueron fusilados posteriormente, en Paracuellos del Jarama [31].

A López Ortiz, el hecho de ser un conocido arabista y dominar esa lengua le salvó de la muerte, pues esa noticia llegó a oídos del Ministerio de Asuntos Exteriores y fue reclamado para que trabajara allí en tareas de propaganda tanto en el Marruecos español como en el francés. Él no quería separarse de la comunidad, pero fue Juan Monedero, su superior, el que le impuso como obligación salvar su vida [32].

Gracias a los buenos oficios de Wenceslao Roces Suárez, ministro de Educación, salió de la prisión de San Antón el 26 de octubre de 1936, para trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero aprovechó la libertad para refugiarse en la casa del arabista Galo Sánchez y luego en la Legación de Rumanía [33]. Así transcurrió el resto de la contienda. Después de la toma de Madrid por el ejército de Franco, recobró la libertad y fue nombrado asesor del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional [34].

Enseguida José López Ortiz se reincorporó a la Universidad Central de Madrid, donde comenzó explicando Derecho Musulmán, Derecho Internacional Público e Historia del Derecho. Por orden ministerial del 30 de noviembre de 1939 se restablecieron los estudios de doctorado de la Facultad de Derecho de Madrid, y en concreto la enseñanza de la Historia de la Iglesia y del Derecho Canónico, acumulada dicha docencia a la cátedra de Instituciones de Derecho Canónico hasta que se dotara presupuestariamente una nueva plaza. El concurso fue convocado el 1 de agosto de 1941 y la oposición la ganó López Ortiz [35].

También en 1939 fue nombrado vicepresidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y director de la Revista Arbor, puestos en los que permaneció hasta 1946. Como ha escrito Enrique García Hernán: «Fray José López Ortiz tendrá una importancia capital en los estudios de Historia de la Iglesia del CSIC, creado en 1939, pues obtuvo del organismo en esos años dos becas para que dos alumnos estudiaran bajo su dirección temas de Historia de la Iglesia […]. En 1943 se fundó el Instituto de Historia Eclesiástica Padre Enrique Flórez» [36].

Pocos años después, en 1948, se creó la Revista Hispania Sacra, donde José López Ortiz figura como miembro del comité científico. En esa época, a pesar de haber sido nombrado obispo de Tuy se mantuvo como director del Instituto. También fue consejero nacional de Educación. Finalmente, el 12 de mayo de 1947, ingresó en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación con un discurso sobre el regalismo indiano [37].

Pero retomemos de nuevo el hilo de la amistad de López Ortiz con Escrivá de Balaguer. Al poco tiempo de terminar la Guerra Civil volvieron a encontrarse. Así lo relataba el primero: «No nos volvimos a ver hasta el año 1939. Yo estaba entonces de nuevo en Madrid, de profesor encargado de la Cátedra de Historia del Derecho. También era auxiliar de esta asignatura Juan Manzano [38], el cual me dijo en una ocasión que don Josemaría estaba preparando la tesis doctoral» [39].

José López Ortiz localizó a san Josemaría y fue a verle. «Pude comprobar que la tesis estaba prácticamente acabada. La estancia de Josemaría en Burgos, con tanta preocupación encima por los suyos y por los amigos, con tantos viajes, y con las incomodidades y la desinstalación que lleva consigo cualquier guerra, no habían sido óbice para que dedicase tiempo para esta actividad intelectual» [40].

Efectivamente, López Ortiz, como profesor encargado de la cátedra de Historia del Derecho, estuvo presente entre los miembros del tribunal que juzgó la tesis doctoral. La defensa del trabajo de investigación tuvo lugar el 18 de diciembre de 1939. Posteriormente, en 1944, Escrivá de Balaguer publicó una monografía sobre la Abadesa de las Huelgas [41].

Desde el primer momento, Escrivá de Balaguer le invitó a su casa y de ese modo conoció la residencia de la calle Jenner: «Con motivo de esta tesis y su defensa, comenzamos Josemaría y yo un trato más frecuente. Por entonces conocí a algunos universitarios que vivían en la residencia de Jenner. Al ver que eran muchachos muy valiosos, que vivían una vida profundamente cristiana, con un especial cariño a Josemaría, yo barrunté que allí había un espíritu más profundo que el de una simple residencia de estudiantes» [42].

Durante la Guerra Civil española, la Residencia DYA, que el fundador del Opus Dei puso en marcha en 1934 en la calle Ferraz, de Madrid, quedó completamente destruida. Tras muchas gestiones, después del conflicto, la Residencia comenzó de nuevo en la calle Jenner, con el mismo espíritu [43].

Con calma, al ritmo de la amistad, san Josemaría esperó a explicar a su amigo la tarea que llevaba entre manos:

Un día –quizá en otoño de 1941–, volviendo con Josemaría del estudio del pintor Fernando Delapuente, su carácter franco, abierto, se desbordó en confidencia fraterna y me dijo: «Bueno, ya está bien; te voy a contar con detalle lo que hay». Y a partir de entonces me fue explicando la Obra con toda franqueza y claridad. Me hizo ver que la Obra es de Dios, totalmente sobrenatural: la santidad, la vida contemplativa, en medio del mundo, en medio de la calle, para poner a Cristo en la cima de todas las actividades humanas, y llevar a Dios todas las cosas. Recuerdo la impresión enorme que me causó comprobar la autenticidad sobrenatural de la Obra que comenzaba a conocer [44].

Como muestran estas palabras, López Ortiz vislumbró con prontitud la sobrenaturalidad del Opus Dei, su origen divino, que fue una convicción capital de san Josemaría, quien se esforzaba en realizar, con la gracia de Dios, un plan divino [45]. Una prueba de cómo había entendido el Opus Dei fue que san Josemaría, entonces el único sacerdote del Opus Dei, le pidió que fuese confesor de los primeros miembros de la Obra y de los estudiantes de la residencia de Jenner, y después de otros centros. Así lo recordaba Francisco Ponz:

Como en años anteriores, el Padre prefería que no nos confesáramos con él y nos dejaba en entera libertad para hacerlo con quien nos pareciese […]. Por estos motivos, y sin reducir lo más mínimo nuestra libertad, buscó el Padre a algunos sacerdotes que, por ser conocedores de la Obra y de nuestra entrega, podían exigirnos y aconsejarnos de forma más apropiada. Solían venir por la casa fray José López Ortiz, agustino; el Padre Aguilar, dominico; don José María Bulart, sacerdote diocesano, y algún otro que no recuerdo [46].

Junto con la sobrenaturalidad del Opus Dei, López Ortiz fue testigo del optimismo y esperanza sobrenatural con la que trabajaba Escrivá de Balaguer:

De todo lo referente a la Obra me habló Josemaría con una esperanza tan firme que, repito, a mí me asombraba. Me explicó con gran viveza muchas cosas, como si las estuviera viendo ya; cosas que después se han convertido en una realidad cuajada. Por ejemplo, me habló entonces de la posibilidad de que perteneciesen al Opus Dei hombres y mujeres casados que se santificasen en el matrimonio y su hogar, cuando todavía pasarían años hasta que hubiese los primeros supernumerarios [47].

Al hilo de la amistad, José López Ortiz fue tomando afecto a la tarea que el Opus Dei iba realizando con la gracia de Dios. En sus recuerdos anota los horizontes apostólicos que Dios abría en el corazón de san Josemaría:

En el mundo entero, perteneciendo a ella personas de todos los ambientes sociales, de las distintas profesiones y oficios, jóvenes y viejos, solteros y casados, de todos los países [...]. Y toda esa fe y celo apostólico del Padre se me manifestaban en unos momentos en que pertenecían a la Obra sólo un puñado de chicos jóvenes repartidos entre Madrid, Valencia, Valladolid, Zaragoza y Barcelona, y poco más. Y a estos muchachos, el Padre, movido por esas ansias universales, les decía que estudiasen idiomas: ruso, japonés, inglés, etcétera. El carácter universal de la Obra –que hoy es una asombrosa realidad–, lo pude comprobar ya entonces [48].

Como profesor universitario acostumbrado a las clases y ritmo académico, el catedrático López Ortiz fue apreciando la tarea de formación espiritual de aquellos universitarios:

A la Obra la quiso Dios eminentemente laical y secular, y así fue desde el principio. Yo comprobaba este espíritu de naturalidad y entrega en medio del mundo no sólo en Josemaría sino en todos los miembros de la Obra. Aquellos muchachos que, al salir o entrar en la residencia Jenner, saludaban piadosamente al Santísimo en el Sagrario, que hacían muchas horas de oración y se mortificaban durísimamente, que eran abnegados, alegres, obedientes, entregados, con profunda vida interior, apostólicos..., eran a la vez iguales que sus compañeros. Yo vivía, como profesor, en los ambientes universitarios, y en esa experiencia de lo secular baso mi testimonio [49].

López Ortiz fue también un testigo privilegiado del desarrollo de la Obra, pues acompañó en algunos viajes a Escrivá de Balaguer y fue entrando en contacto con los diversos centros del Opus Dei en España con motivo de alguna estancia profesional en esas ciudades. Así lo resumía:

Estaba asombrado por la carencia de medios económicos con que se hacía todo esto […]. Poco a poco, con mucho gusto y cuidando los detalles, acomodaban por fin un pequeño local –recuerdo el que llamaban El Rincón, en Valladolid o el Cubil en la calle Samaniego en Valencia–; y si aún no se podía contar ni con esos pobres instrumentos, los chicos seguían la labor, como comprobé en Zaragoza, reuniéndose con sus amigos junto al río. Les daba igual, ni por ello perdían la alegría ni dejaban de hacer apostolado por falta de medios [50].

En el epistolario cruzado entre ambos se nota la cercanía fraterna y el afecto sincero [51]. Así lo expresaba José López Ortiz en la primera carta, fechada en 1941: «¿Te he escrito alguna vez? No sé por qué me parece que es ésta la primera carta que te envío. Va con ella un saludo. Mejor un abrazo muy cordial unidos a un recuerdo, son ya tantos que guardo de ti y de los tuyos. ¡No sabes lo que me acompaña y me aprovecha en espíritu vuestro cariño y vuestras oraciones!» [52].

En otra carta, desde La Coruña, en 1942, además de mostrar su afecto por Escrivá, lo hace también por los primeros miembros de la Obra, a quienes llama sencillamente sus sobrinos: «El 10 vuelo y continuaré el resto del programa de septiembre. Un abrazo a todos esos queridísimos sobrinos: Álvaro, Ricardo, Pepe, Miguel, Ignacio, Teodoro… a quienes no olvido y de quienes me siento recordado. Que no me olvides –ya lo sé– y que el Señor te siga bendiciendo» [53]. También esta otra, de 1944: «No os olvido ni un momento: dile al Padre que esta carta es para él y que hoy he ofrecido el Santo Sacrificio por la Obra. Un abrazo muy fuerte de tu tío y hermano» [54].

Su afecto al Opus Dei era correspondido por los miembros de la Obra, que en ocasiones le llamaban tío con toda sencillez. Así lo hacía Álvaro del Portillo en una carta: «Es maravilloso eso de tener un tío obispo» [55]. Como resume Francisco Ponz: «Nuestro trato con él era muy confiado y cariñoso» [56].

Asimismo, José López Ortiz participaba de alguna manera en las fiestas de la Obra, lo que quedó bien grabado en su memoria, pues lo recordaba años después: «No sé lo que el Señor os y nos traerá preparado para el año próximo. Siempre será esto bueno. Estoy presente a todas esas fiestas íntimas en que he tenido el privilegio de tomar parte y espero que en el balance de los Reyes Magos haya más activo que el que yo por aquí me encuentro. Un abrazo muy fuerte a todos y una bendición de vuestro hermano» [57].

También López Ortiz fue testigo de excepción de algunos momentos delicados de la historia del Opus Dei cuando, en los años cuarenta, se levantaron calumnias contra la Obra. Así lo resaltaba:

Durante aquellos años, mientras el Padre, con gran sacrificio personal y con tanta estrechez económica, impulsaba el desarrollo de la Obra por diversas provincias españolas, se desencadenó una campaña injusta y terrible de falsedades y calumnias contra él y contra el Opus Dei. Eran muchos ataques y muy crueles, y de muy distintos frentes. Y, con ocasión de ellos, la caridad, la fortaleza y la prudencia sobrenatural de Josemaría se me hicieron más patentes [58].

Más concretamente, se refiere a la persecución también de algunos religiosos y de grupos políticos: «Hacia 1941 empezamos a percibir los ataques de fondo. Venían de parte de algunos eclesiásticos que no veían con buenos ojos que se difundiera un apostolado con una espiritualidad que no era la suya y se dejaban llevar de celotipias. También de un grupo de profesores universitarios que tergiversaban el apostolado entre intelectuales que realizaban algunos miembros de la Obra» [59]. Algunos de ellos afirmaron con falsedad el propósito del Opus Dei de conquistar la universidad española, y de hacerlo, ayudándose unos a otros con medios ilícitos [60].

José López Ortiz conocía bien la universidad española de entonces, pues era catedrático de la Universidad Central y también conocía a los protagonistas de aquellas habladurías. En sus recuerdos se refiere a un caso paradigmático: José Orlandis Rovira, ayudante suyo en la universidad y, después, catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Zaragoza y de la Universidad de Navarra [61]. Éstas son sus palabras: «En concreto, durante las oposiciones de Pepe Orlandis, que como vengo diciendo era mi discípulo y ayudante, que se celebraron cuando yo tenía relación casi diaria con Josemaría, recuerdo muy bien que nunca me hizo recomendación alguna ni me dijo nada: procedió como manteniéndose al margen de mi relación con Pepe Orlandis y de su oposición. Sus miras estaban muy por encima de esas cosas» [62].

El catedrático López Ortiz, como buen amigo de Escrivá de Balaguer, estaba al tanto de la situación y veía que el fundador del Opus Dei mantenía la serenidad ante esos acontecimientos que estamos recordando. Una anécdota significativa es la siguiente: a López Ortiz le llegó un documento oficial en el que se calumniaba al fundador del Opus Dei.

Me pareció un deber llevarle el original, que me había dejado un amigo mío: los ataques eran tan fuertes que, mientras Josemaría fue leyendo esas páginas delante de mí, con calma, no pude evitar que se me saltasen las lágrimas. Cuando Josemaría terminó la lectura, al ver mi pena, se echó a reír, y me dijo con heroica humildad: «No te preocupes, Pepe, porque todo lo que dicen aquí, gracias a Dios, es falso: pero si me conociesen mejor, habrían podido afirmar con verdad cosas mucho peores, porque yo no soy más que un pobre pecador, que ama con locura a Jesucristo». Y en lugar de romper esa sarta de insultos, me devolvió los papeles para que mi amigo los pudiese dejar en el Ministerio de donde los había tomado: «Tenme dijo–, y dáselo a ese amigo tuyo, para que pueda dejarlo en su sitio, y así no le persigan a él» [63].

En las conversaciones en Madrid de aquellos años, como a lo largo de la vida, había un gran respeto al hablar de otras personas: «Josemaría jamás habló mal de nadie, perdonó siempre y prohibió terminantemente a sus hijos –aunque no era necesario, ya que aquellos muchachos tenían el espíritu que él les había inculcado– que comentaran aquellos ataques, exigiéndoles que no criticaran a nadie y que nunca apagaran ninguna luz que se encendiera en nombre de Cristo» [64].

Respecto al origen de aquellas incomprensiones, López Ortiz lo explicaba del siguiente modo:

La llamada universal a la santidad que el Padre predicaba –con palabras y con obras en medio del mundo– no fue entendida por muchos. Faltaban muchos años para que el Vaticano II proclamase esta exigencia divina, y esto dio lugar a acusaciones de herejía contra el Padre y contra su labor de almas […]. El Padre sufría mucho porque tenía un espíritu abierto, un corazón magnánimo, y sabía que la Obra no venía contra nada ni a hacer sombra a nadie, sino que, para el Opus Dei, cualquiera que trabajase en servicio del Señor era muy querido [65].

Por último, señalaba cómo le había impresionado la reacción del fundador del Opus Dei ante las contradicciones de aquellos años:

La contradicción surgida, a pesar de todo eso, de algunos ambientes piadosos, pero equivocados, fue, de todas, la que más me unió a Josemaría. Pude ver que su reacción ante los ataques –algunos tremendos– era siempre sobrenatural y llena de caridad. Pero quisiera aclarar que esto no suponía en él algo así como una reacción estoica, pasiva o apática. Su reacción era dinámica, de muchísima oración y mortificación –esto lo intuía yo, porque él era muy delicado en lo que se refería a manifestar su vida interior– y de total confianza en Dios. Me afirmaba que, si el Señor lo permitía así, sería para bien, y que, desde luego, perdonaba de corazón a todos [66].

Lógicamente, Escrivá de Balaguer, al hilo de su amistad con José López Ortiz, fue tratando a la familia de este último. Precisamente, en los recuerdos de Luis López Ortiz, juez en Madrid, sobre el fundador del Opus Dei se conserva un valioso testimonio acerca de la opinión que san Josemaría tenía de su hermano:

Al llegar al Escorial fuimos a la Biblioteca que mi hermano iba a enseñar a los chicos: el Padre se desentendió de esta visita y me llevó al hueco de una de las ventanas que mira al Patio de Reyes: allí, aislados, me habló con todo calor de lo mucho que valía mi hermano, de cuánto le quería, hizo alusión a la preocupación que mi hermano y yo sentíamos por nuestra madre –habíamos sufrido el incendio de nuestra casa del Escorial, único soporte económico familiar–; mi hermano era Padre Agustino, con voto de pobreza y yo, con numerosísima familia, sólo vivía del modesto sueldo de un Juez, en aquellos años. Se enardeció el Padre y con una seguridad que me sorprendió, me dijo que mi hermano sería obispo y daría gloria a Dios y a la Iglesia española; que mi madre iría a vivir con él, y alcanzaría una feliz, dilatada, envidiable vejez al lado de aquel hijo: que los míos, entonces muchos y pequeños, obtendrían muchos bienes a la sombra de su tío. Debió notar el Padre algún asombro en mi expresión –entonces no se hablaba de la promoción de mi hermano al episcopado– y cambió totalmente de tono y ya sin la seguridad de momentos antes, se corrigió, algo así como significando que lo que decía estaba al alcance de cualquiera que conociera los méritos de mi hermano […]. Mi hermano fue designado obispo de Tuy en 1944. Ese mismo año mi madre fue a vivir con él y a su lado, siendo arzobispo de Grado, murió santamente el año 1970, a los 94 años lúcidos y envidiables, según el presagio del Padre treinta años antes [67].

Efectivamente, el 10 de julio de 1944, López Ortiz fue preconizado obispo de Tuy y consagrado el 21 de septiembre de 1944. Pocos años después, Juan XXIII lo nombró obispo de Tuy-Vigo mediante la bula Quemad-modum impiger, de 9 de marzo de 1959. Desde allí continuó su amistad con Escrivá de Balaguer.

Testigo de aquellos años fue el sacerdote leonés Eliodoro Gil Rivera, a quien el fundador del Opus Dei animó a trabajar como secretario de José López Ortiz en Tuy. Así lo recordaba Gil Rivera:

El Padre puso mucho interés en que fuese con fray José a Tuy porque creía que era la manera de que el Sr. Obispo tuviese un apoyo en su labor pastoral y pudiese sacar el tiempo suficiente para seguir publicando y estando presente en la vida universitaria del país. Algunas veces tengo el sentimiento de que no cumplimos del todo sus deseos porque, por una serie de circunstancias, el Sr. Obispo fue absorbido por sus tareas y no pudo dedicarse al estudio [68].

Respecto a la amistad que los unía, Gil Rivera conservaba algunos recuerdos que muestran el conocimiento que el fundador del Opus Dei tenía de su amigo:

Recuerdo dos detalles que pondrán de manifiesto la fidelidad de Josemaría a sus amigos, su sentido común y su sentido sobrenatural. El primero es absolutamente material pero significativo. Creo que sólo lo conocemos el Sr. Obispo y yo: por eso tengo más interés en dejarlo escrito. Tuvo lugar cuando fray José ya era obispo pero no había tomado posesión de la diócesis. D. Josemaría, con gran delicadeza le dijo: «Mira Pepe, tú no estás acostumbrado a vivir en el mundo –hacía alusión a su condición de religioso– y no has pensado que no puedes ir a Tuy y tener que depender de los demás para tus gastos personales, la primera instalación, etc.». Le entregó entonces un cheque de 50.000 pesetas, lo que a nadie se le había ocurrido y que era una cantidad de dinero considerable entonces: «Como tú sabes –le dijo– este dinero no es mío y no ignoras que necesito esto y mucho más. Úsalo y, cuando no lo necesites, me lo devuelves».

Me parece recordar que no tardamos mucho en devolvérselo, pero aquel cheque nos fue muy útil para dar los difíciles primeros pasos en la diócesis. [No hay duda de que el Padre le ahorró a fray José el tener que encontrarse en alguna situación violenta [69].

Esta anécdota es una muestra del corazón fraternal y el proverbial sentido común de san Josemaría, pero también de cómo conocía a López Ortiz. Como decíamos al comienzo de estas líneas, el fundador del Opus Dei era amigo de sus amigos.

Seguidamente, Gil Rivera añadía en sus recuerdos:

El otro detalle se refiere más bien a la vida espiritual y también me parece significativo de la inquietud de Josemaría por ayudar a santificarse a todos. Recuerdo que siempre que el Padre se encontraba con el Sr. Obispo le animaba, con extrema delicadeza, a cuidar la vida espiritual y, estando en Tuy, a no retrasar nunca la confesión: «Cuídate tú, Eliodoro –me decía delante del obispo– que ninguna semana deje de venir el P. Llamas». El P. Llamas era el agustino con el que se confesaba [70].

También en los recuerdos de Eliodoro Gil se recoge una muestra del afecto de san Josemaría hacia la familia de fray José:

Sé también que el Padre ayudó a un hermano del Sr. Obispo que, aunque era Juez, pasaba por dificultades económicas y tenía diez hijos. Es bonito poder contemplar, con la perspectiva que dan los años –y, sobre todo, después de que se marchó al cielo– cómo nunca cerró la puerta a nadie. Josemaría desbordaba bienes espirituales y se daba a las personas que tenía delante como si fuesen las únicas del mundo. Su empeño en ayudar llegaba incluso a lo que no tenía o disponía muy escasamente: se desprendía de todo con tal de ayudar a los demás [71].

Con motivo de la ordenación episcopal, se puso de manifiesto la devoción de José López Ortiz al siervo de Dios Isidoro Zorzano –uno de los primeros miembros del Opus Dei, fallecido con fama de santidad en 1943–, al que conoció después de la Guerra Civil y al que atendió espiritualmente hasta su muerte: «Yo, que era su confesor desde algún tiempo atrás, fui a la clínica varias veces: era emocionante su conformidad, su espíritu de sacrificio y su cariño filial al Padre. Josemaría le quería muchísimo, y sufría como un Padre, porque eso era. Yo me ausenté de Madrid unos días, y entonces murió santamente Isidoro» [72].

El hecho fue que López Ortiz, al ser preconizado obispo, quiso tener presente a Zorzano en esos momentos de importante giro en su vida. Así lo narraba Francisco Ponz:

Gran contento dio al Padre, a mediados de julio, el nombramiento de fray José López Ortiz como obispo de Tuy. El mismo fray José le llamó por teléfono desde Bilbao para comunicárselo. Un mes más tarde vino a Diego de León; debió de ser en esa visita cuando le pidió, para incluirlo en su anillo pastoral, algo del oro del anillo de fidelidad de Isidoro. El Padre accedió. Esa petición de fray José, que había conocido y tratado a Isidoro y que le atendió como confesor, sobre todo en su enfermedad, refleja lo convencido que estaba de su santidad, y que confiaba en su intercesión ante el Señor para sus nuevas funciones como obispo. A la ordenación episcopal, el 21 de septiembre, asistieron algunos mayores de la Obra [73].

Respecto a la significación de ese anillo episcopal, vale la pena transcribir el texto de una carta de fray José a san Josemaría, redactada años después: «Pero sobre todo es a Isidoro al que más recuerdo y me encomiendo a su intercesión, que noto en mil y mil detalles: su anillo es besado por mí, casi tanto por los que me saludan y me consuela tanto el hacerlo, que me parece tenerlo a mi lado» [74].

A la ordenación asistieron varios sobrinos. Días después, López Ortiz escribía conmovido:

Mi querido José María: en estos momentos en que según mis cálculos debo de haber tomado posesión de mi diócesis te envío a ti y a todos los queridos hermanos de la Obra mi primer saludo y bendición desde este Escorial tan lleno de recuerdos de tus ejercicios (predicación a los frailes) y de cariño fraternal para ti y con alma. P. D. Regresaré el martes; el miércoles te buscaré para charlar y abrazarte [75].

El agradecimiento por el calor de familia que había experimentado en esos días, continuó en las siguientes semanas, como muestra esta carta desde Tuy: «Mi muy querido José María: no quiero que te falte un saludo y una bendición de este hermano tuyo desde estas tierras. Espero verte la semana que viene, que iré Dios mediante a Madrid. Tengo mucho que contarte: te abrumaré egoístamente con mis pequeñas cuitas y tú me animarás […]. Un abrazo y una bendición a todos» [76].

Respecto a la petición de consejo que Escrivá de Balaguer hacía a López Ortiz, señala este último:

Tenía un sentido perfectamente claro de lo que procedía hacer en cada momento. En asuntos graves, alguna vez me pidió consejo: «qué te parece esto o aquello», me preguntaba. Pero era para ampliar horizontes, para considerar las cosas mejor, y no porque procediera de una situación de indecisión o de duda. En indecisión o en duda no lo he visto nunca. En asuntos de tipo jurídico, o en sus relaciones con el obispo de Madrid o con el Nuncio, recuerdo que alguna vez me decía: «¿Crees que procedería esto?». No recuerdo un caso concreto, pero recuerdo que se aconsejaba de mí y de otros con cierta frecuencia [77].

José López Ortiz, ya obispo de Tuy, tuvo una presencia activa en los comienzos del Opus Dei en Portugal. Fue en febrero de 1945, cuando el fundador realizó el primer viaje a ese país. En esa estancia tuvo que ver López Ortiz. Así lo narraba él mismo: «El Padre ya había pensado comenzar la labor apostólica de la Obra en Portugal, pero no de modo inmediato. Se lo comentamos a Heliodoro [sic], mi secretario, y como éste es un hombre de grandes recursos, solucionó enseguida el viaje» [78].

Así lo narraba Gil Rivera: «En febrero de 1945, cuando llevábamos en Tuy unos pocos meses, vino el Padre con D. Álvaro y, tal como habíamos hablado unos días antes en Madrid, preparamos un viaje a Portugal. Fue el primer viaje del Padre a aquel país vecino y en el que puso la primera piedra de la futura labor del Opus Dei en esa nación» [79].

Y asimismo señalaba:

Mientras se hacían las gestiones, el Padre pudo conocer a Sor Lucia, la vidente de Fátima. Sor Lucia era lega en el convento de las Doroteas de Tuy.

El Sr. Obispo, autorizaba muy raramente que se le hicieran visitas, porque eran muchos –y de diferentes países– los que venían con esta pretensión […]. El Padre le comentó [a sor Lucia] que sería una gran desgracia el que ellos –después de haber visto tantas cosas– se condenasen, a lo que Sor Lucia asintió y se quedó seria. Después D. Josemaría le pidió –lo que pedía a todos–, que rezase por la Obra. Sor Lucia le prometió que lo haría así [80].

Seguidamente Eliodoro Gil se detiene a narrar algunos detalles del viaje:

Aquel viaje a Portugal no fue turismo sino trabajo intenso porque el Padre iba a cumplir un apretado plan de visitas. El objetivo último del viaje era visitar al Cardenal Cerejeira que había sido antes Catedrático de Coimbra y al que por tanto, también el Sr. Obispo de Tuy tenía interés en conocer, pero realizamos además otras muchas cosas. Hicimos el viaje el Padre, D. Álvaro del Portillo, el Sr. Obispo y yo. Recuerdo que el coche lo conducía un chófer que se llamaba Miguel Chorniqué. El primer sitio donde paramos fue en Porto donde comimos en el «Escondidiño». De allí fuimos a Coimbra donde encontramos al Obispo –D. Antonio Antunes– que estaba enfermo. Sólo le pudieron ver el Padre y el Sr. Obispo. De Coimbra fuimos a Fátima. Pasamos un largo rato aquella tarde con el Obispo de Leiria que nos enseñó los cuadernos originales de Sor Lucia. Finalmente fuimos a Lisboa. La entrevista con el Card. Cerejeira, a la que asistimos los cuatro, fue muy cordial, pero me pareció que, al principio, tenía el Sr. Cardenal alguna reserva. Después se aclaró todo porque las razones que tenía para aquella actitud eran políticas: los Obispos portugueses tenían miedo a que se iniciasen nuevas actividades apostólicas por las implicaciones que eso podía tener respecto a la actitud de las autoridades del país, sobre la que pesaba el recuerdo de la tradición laicista, muy fuerte a lo largo de todos los siglos XVIII y XIX. Todo se aclaró, decía, y el Cardenal dio su conformidad con que comenzase la labor de la Obra en Portugal. Y efectivamente poco tiempo después, fueron por allí los que comenzaron la labor en ese país: el primero en el que se establecían Centros de la Obra, después de España. Entre los que fueron, recuerdo a D. Javier Ayala [81].

Precisamente, en una carta de José López Ortiz a Josemaría Escrivá se resolvía este problema con Manuel G. Cerejeira: «Me dijo que necesitaba apremiantemente vuestra presencia en Portugal; que la Obra es precisamente lo que él había soñado […]. Que la seriedad y decisión sobrenatural de los muchachos le habían convencido de que ahí estaba la solución. En fin me dio la impresión de que la cosa estaba absolutamente madura y que él te espera con verdadero interés» [82].

José López Ortiz fue siguiendo los pasos de aquellos primeros de la Obra en Portugal. En una carta les decía: «Mis queridos sobrinos coninbrecenses [de Coimbra]. Que Él os presida y os conforme a su persona» [83]. Y unos años después comentaba a san Josemaría en otra carta: «Lo que sí te alcanzará, si el Señor quiere oírme, es mi petición de muchas, muchísimas gracias para ti y los tuyos. Veo con gran alegría cómo avanza la Obra en Portugal, con la satisfacción de haberte podido ayudar un poquito en ello» [84].

En 1946 Escrivá de Balaguer se trasladó a Roma, para impulsar las intensas gestiones encaminadas a alcanzar las aprobaciones pontificias del Opus Dei [85], y la búsqueda de cartas comendaticias de obispos [86]. En esa tarea colaboró López Ortiz: «Ahí te mando unas letras comendaticias que no sé si te llenarán del todo. Por lo menos tienen cariño y llevan hasta la última coma. El latín no es muy elegante, pero quedará bien» [87]. Y en otra carta señala que envía las de Málaga, León y Guadix, y añade con buen humor «Mi madre adora a los chicos y yo me hago la ilusión de que también es abuela suya» [88].

Las intensas gestiones ante la Santa Sede dieron sus frutos: en 1947, se publicó la constitución Provida Mater Ecclesia, que introducía en el derecho la figura de los institutos seculares, y el Decretum Laudis sobre el Opus Dei. Con ese motivo, no faltó una carta de congratulación de López Ortiz. «Gracias sean dadas a Nuestro Señor que ha querido llevar las cosas a término por caminos que Él sabía eran los apropiados. Te felicito con toda mi alma y he de pedir a nuestro santo (San José) por ti y por los tuyos el día 19 más particularmente que nunca […]. A Álvaro un abrazo de corazón y para ti el cariño más fraternal de tu no olvidado» [89].

También siguió de cerca la labor del Opus Dei en Galicia. Así, en 1948 tuvo lugar la inauguración del Colegio Mayor La Estila en Santiago de Compostela. En carta a san Josemaría le dice: «La gente que asistió, que fue de lo más grande, quedó asombrada» [90].

Desde aquellas fechas de 1946, en el epistolario entre ambos se va notando la distancia y la reducción del número de conversaciones. Escrivá de Balaguer vivía ya establemente en Roma. Así lo señalaba López Ortiz: «Desde entonces, he seguido manteniendo un trato de amistad con él, aunque, como es natural, no tan frecuente como en años anteriores» [91].

Efectivamente, su labor pastoral fue muy intensa en Tuy-Vigo, donde impulsó la construcción del nuevo seminario diocesano y convocó un sínodo diocesano, que no llegó a celebrarse por esperar a los documentos del Concilio Vaticano II, en el que participó activamente [92]. También, a lo largo de su ministerio, realizó tres visitas pastorales a todas las parroquias y comunidades religiosas de la diócesis, dirigió más de cincuenta cartas pastorales, etc.

A pesar del intenso trabajo, no perdió de vista a su buen amigo Josemaría y al Opus Dei. Así, cuando en 1950 llegó la aprobación definitiva del Opus Dei [93], no faltó una carta al fundador: «Como uno de casa tomo parte en la gran alegría de la aprobación definitiva de la Obra. Ahora que el camino jurídico ha terminado por haber llegado a la meta, sólo pido al Señor que los pasos en el camino de la santificación sean aún más velozmente recorridos» [94].

Del estudio de las cartas pastorales publicadas por el obispo de Tuy en aquellos años, destaca su preocupación por la formación y la santidad del clero diocesano [95]. Lógicamente, eso se trasluce en sus cartas a Escrivá de Balaguer. Así, en 1951, por ejemplo, le decía: «En fin, que no pierdo la esperanza de verte que ahora a más de la alegría que siempre me traes espero puedas ayudarme para empujar un poco a mis sacerdotes a buscar ambicionadamente [sic] la santidad» [96].

Es significativo que, después de unos años de gobierno de la diócesis y de la presencia de sacerdotes del Opus Dei en ella, escribiera gozoso al fundador:

Por aquí trabajan hermosamente sacerdotes de no sé qué generación ya. Los jóvenes de entonces van dejando de serlo. Pero lo que permanece tremendamente joven es la Obra, gracias a Dios. Lo importante es que hace mucho bien; que saben tus hijos hablar de Dios con el mismo amor contagioso de los primeros tiempos, y la gente se da cuenta de esta maravillosamente vieja novedad, de lo que es ser cristiano de veras […]. Ya sabrás de los avances de la obra sacerdotal en esta diócesis: gracias a Dios es un consolador grupo de sacerdotes. Consolador de veras, pues hasta estas tierras nos llega el dolor de las desviaciones, que a título de reivindicaciones de los jóvenes, no son en su mayor parte más que aseglaramientos y falta de espíritu de fe. Dios nos ayudará; pero nos hace falta sufrir bastante, y las almas no ganan nada [97].

En los años sesenta la Iglesia en Europa se movía entre dos polos: la preparación y recepción del Concilio Vaticano II, que trajo una doctrina muy rica, de la cual debía seguir extrayendo más frutos, y el otro polo: la aparición de un fenómeno de contestación dentro de la Iglesia que amenazaba con hacer sucumbir la autoridad del Magisterio [98].

El amor al sacerdocio del obispo de Tuy fue muy intenso, como lo era en el fundador del Opus Dei. De ahí que, al redactar su testimonio sobre san Josemaría, uno de los elementos que subrayaba con más fuerza es su alma sacerdotal:

El Padre era un sacerdote santo que amaba su sacerdocio profundamente, y que agradecía al Señor, con toda el alma, su vocación sacerdotal. Recuerdo que me contó con sencillez que en una ocasión –cuya fecha no puedo precisar– visitó el Palacio Arzobispal de Zaragoza y, cuando estuvo a solas en el oratorio o capilla donde, hacía años, había recibido la Tonsura, besó el suelo con verdadera unción y gozo espirituales, mientras saboreaba aquellas palabras de la ceremonia: Dominus pars hereditatis meae et calicis mei… Su amor al sacerdocio y a los sacerdotes parece evidente, al recordar el gran número de ejercicios espirituales y retiros para sacerdotes y religiosos que predicó durante los años en que yo le trataba más de cerca; recorrió toda España a petición de obispos de unas y otras diócesis. La abnegada atención espiritual que el Opus Dei ha prestado a sacerdotes de muchos países ha sido una continuación del trabajo ejemplar e infatigable del Padre [99].

Finalmente, respecto a la labor de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, quiso López Ortiz referirse explícitamente en su testimonio en términos de profundo agradecimiento:

Quiero agradecer aquí el esfuerzo de Josemaría y de sus hijos sacerdotes para ayudar espiritualmente a tantos sacerdotes seculares, de todas las diócesis de España. Sé que éste es también el sentimiento de los Prelados que han visto surgir, entre sacerdotes suyos, vocaciones al Opus Dei. Tanto como obispo de Tuy-Vigo hasta hace unos años, como ahora desde mi puesto de Vicario General Castrense, he podido apreciar cómo los sacerdotes diocesanos que se incorporan al Opus Dei se esfuerzan seriamente en estar más unidos a su obispo y obedecerle fielmente, y con heroísmo si es preciso [100].

Después de muchos años de intensa labor pastoral en su diócesis de Tuy-Vigo, José López Ortiz fue nombrado arzobispo titular de Grado y Vicario General Castrense el 18 de febrero de 1969. A ese trabajo pastoral se entregará hasta 1977, año de su jubilación. Con motivo de ese nombramiento, no faltó un telegrama de san Josemaría con la más cordial felicitación [101]. En la contestación, decía fray José: «No sé cuándo he de darme una vuelta por Roma y tendremos ocasión de charlar largo y tendido» [102].

Fueron años intensos en la Iglesia en España y, además, correspondieron con trabajos importantes de López Ortiz en la Conferencia Episcopal, tanto en la presidencia de la Comisión Episcopal de Educación y Catequesis, como en la Permanente de la Conferencia Episcopal [103].

Respecto a su tarea como Vicario General Castrense, José López Ortiz demostró tener una especial solicitud por los sacerdotes que trabajaban en el vicariato, dedicándose a su atención y formación pastoral; bajo su mandato, se constituyeron los consejos pastoral y presbiteral [104].

Estas ocupaciones le retuvieron los últimos años de su vida pastoral en Madrid. La amistad con Escrivá de Balaguer se mantuvo y en los viajes que éste hizo a Madrid se trataban con el afecto de siempre. Así lo recordaba Paulino Castañeda, entonces secretario del Vicariato Castrense [105]:

Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, y López Ortiz, eran amigos, muy amigos. Esto era notorio. Pero es posible que nadie como yo haya podido constatar hasta qué grado. Eran amigos entrañables. Josemaría Escrivá iba, no digo que frecuentemente, pero sí de vez en cuando, a visitar a fray José; y fray José, casi como excepción en sus hábitos ordinarios, salía presuroso a recibirle al pasillo, y se daban un abrazo apretado y cordial, con verdadero afecto fraterno. Y hablaban, hablaban… durante horas. A veces fray José me hacía pasar. Y seguían hablando como si quisieran que yo me enterara de algo que indirectamente querían comunicarme [106].

Prueba de su confianza son estas palabras, tomadas de una carta de López Ortiz:

Este año a pesar de estar poco menos que anegado en papeles para clarificar, antes de dejar la diócesis, voy a tener la alegría de que mi felicitación te llegue a tiempo, aunque, como de costumbre tú hayas llegado antes […]. Pero en la Comisión episcopal de enseñanza creo que voy a tener que echar el resto, ante los nuevos proyectos de reforma a fondo del sistema docente [107].

O estas otras, años después: «Hace tiempo que no nos vemos y lo siento de veras porque es mucho lo que tendríamos que comentar» [108].

También algunos de esos encuentros tenían lugar en Roma, con motivo de los viajes de López Ortiz a la Curia Vaticana. En una de esas estancias, anotaba: «Recuerdo que en una ocasión en Roma acababa de recibir un burrito dorado, de una hechura preciosa, que le hizo mucha gracia porque le gustaba la figura del borrico trabajador y fiel. Al verlo, le encantó. Entonces, reflexionó un momento y me dijo: “Llévatelo, es para ti”. Me di cuenta, en aquel mismo momento, de que era un gesto de desprendimiento» [109].

Resulta ejemplar la correspondencia entre ambos amigos, las habituales felicitaciones por el día del santo, por las fiestas de Navidad, etc. Así, año tras año, hasta el final de sus vidas.

De hecho, la última carta de san Josemaría, antes de su fallecimiento el 26 de junio de 1975, terminaba así: «Pediré de manera particular a San José, a quien tanto quiero, que te llene de bendiciones y que continúe ayudándote en tu tarea al servicio de la Iglesia» [110].

Unos meses después, en septiembre, José López Ortiz escribió esta carta a Álvaro del Portillo, que acababa de suceder a Josemaría Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei:

Veo que te ha correspondido el honor y la carga de sustituir a nuestro queridísimo Josemaría en la dirección de la Obra. Me alegro extraordinariamente por la Obra. Tú conocías mejor que nadie las ideas y propósitos de nuestro inolvidable amigo. Es de esperar que tengas decisión y entusiasmo para seguirlas. Así se lo pido al Señor. Claro está que pesará sobre ti esa irreparable ausencia, pero desde el cielo os ayudará [111].

Pocos años después, Pablo VI aceptó la renuncia de José López Ortiz como obispo, el 28 de mayo de 1977. Así lo narraba en una carta a Álvaro del Portillo: «Efectivamente compartías en gran medida el cariño que profesaba al Padre y es por ti por quien pido al Señor como antes lo hacía con él. Me sorprendió la noticia de mi relevo en el hospital, donde empezaba a recuperarme de una grave crisis cardiaca. Ya estoy agradeciendo a Dios en franca convalecencia» [112].

El afecto de López Ortiz por el Opus Dei se prolongó después del fallecimiento de Escrivá de Balaguer, como muestra la carta de felicitación por la erección del Opus Dei como prelatura personal: «Felicitaciones también, aunque con un poco de retraso, por la erección de la Obra en Prelatura. ¡Que sea para seguir y aumentar los frutos de su Obra!» [113].

También José López Ortiz tuvo el gozo de testificar en el proceso de canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer ante el tribunal nombrado por el cardenal de Madrid en el proceso diocesano. Así lo señalaba en una carta al actual prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, en la que hacía votos por «la feliz marcha del proceso de beatificación en el que he tenido el honor de declarar» [114].

En el testimonio al que hemos aludido en estas páginas López Ortiz subrayaba el elemento clave de la causa de canonización: la fama de santidad [115]. Es significativo el resumen que hace de la vida de su amigo:

Tratar de modo particular de las virtudes sobrenaturales y de las virtudes humanas de Josemaría es muy difícil, porque toda su vida fue una vida de santidad muy intensa, in crescendo, con una unidad muy grande. Es difícil distinguir qué era fruto de sus altas cualidades humanas y qué de su lucha ascética y de su vida interior, porque todo estaba estrechamente unido. Se pueden distinguir teóricamente sus dotes humanas y dotes sobrenaturales, pero de hecho estaban totalmente ligadas y fundidas en una sola cosa: su amor a Dios. La unidad de su vida radicaba en su entrega plena al Señor, en cumplir amorosamente lo que Él le pedía, la Obra, en servicio de la Iglesia y de las almas [116].

José López Ortiz falleció en Madrid el 4 de marzo de 1992 y fue enterrado en la catedral castrense de Madrid. Murió con la pena de no poder asistir a la beatificación de su amigo Josemaría, que tendría lugar, pocos meses después, el 17 de mayo en la plaza de San Pedro, presidida por Juan Pablo II.

José Carlos Martín de la Hoz en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fun- dador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976, pp. 141-160.

2      Carta de Álvaro del Portillo a José López Ortiz, 1 de junio de 1977, AGP, serie C.2, c-770601.

3      Cfr. Manuel Peláez (ed.), Diccionario crítico de juristas españoles, Málaga, Universidad de Málaga, 2005, vol. I, pp. 493-494.

4      Cfr. Certificado de nacimiento y de bachillerato, Archivo General de la Administración del Estado Español (AGA), sección Educación, caja 21, legajo 20424.

5      Libro de Estudios del Real Monasterio de El Escorial, Archivo de la Comunidad de los Agustinos del Real Monasterio de El Escorial, San Lorenzo de El Escorial (Madrid), vol. III, p. 81.

6      Libro de Estudios del Real Monasterio de El Escorial, Archivo de la Comunidad de los Agustinos del Real Monasterio de El Escorial, San Lorenzo de El Escorial (Madrid), vol. III, pp. 81-82.

7      Cfr. Modesto González Velasco, OSA, Fray José López Ortiz (1898-1992), Apuntes para su biografía y producción literaria, en «Anuario Jurídico y Económico Escurialense», vol. I, 1993, p. 19.

8      Cfr. Libro de Estudios del Real Monasterio de El Escorial, Archivo de la Comunidad de los Agustinos del Real Monasterio de El Escorial, San Lorenzo de El Escorial (Madrid), vol. III, pp. 83-94.

9      Cfr. González Velasco, Fray José, p. 22.

10      Cfr. Expediente Académico nº 226, AGA, caja 32, legajo 13993. «Yo por aquel entonces, terminados mis estudios eclesiásticos, por una indicación de mis superiores, que no me agradó excesivamente, me enfrenté con los estudios jurídicos». José López Ortiz, OSA, Recuerdos de la cátedra de Historia del Derecho, «Revista de la Facultad de Derecho de Madrid» 15 (1971), p. 93.

11      Cfr. AGA, caja 32, legajo 15191.

12      Cfr. González Velasco, Fray José, p. 27.

13      En el Colegio Universitario María Cristina, de El Escorial, se encargó de la cátedra de Historia del Derecho. Cfr. González Velasco, Fray José, p. 25.

14      Cfr. AGA, caja 32, legajo 13477.

15      Respecto a su carrera académica, cfr. su hoja de servicios como catedrático, AGA, caja 21, legajo 20424.

16      Enrique de la Lama, Conversación en Pamplona con José Orlandis, «Anuario de Historia de la Iglesia» (AHIg) 5 (1996) p. 364. Respecto a la situación de la Universidad española y al anticlericalismo que existía en ella, cfr. Eduardo González Calleja, Rebelión en las aulas. Movilización y protesta estudiantil en la España Contemporánea (1865-2008), Madrid, Alianza, 2009, pp. 105ss.

17      José López Ortiz, Testimonio, en Benito Badrinas, Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, «Palabra», 2002, pp. 205-244; un extracto en Id., Recuerdo de una amistad, «Palabra», marzo de 1979, reproducido en Rafael Serrano (ed.), Así le vieron, Madrid, Rialp, 1992, pp. 131-138.

18      López Ortiz, Testimonio, p. 206.

19      Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Madrid, Rialp, 1997, pp. 167-169; Ramón Herrando y Prat de la Riba, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza. El seminario de San Francisco de Paula, Madrid, Rialp, 2002; Francesc Castells i Puig, Gli studi di teologia di san Josemaría Escrivá, SetD 2 (1008), pp. 105-122.

20      López Ortiz, Testimonio, p. 206.

21      Ibid., p. 207.

22      Cfr. Constantino Ánchel, Actividad docente de San Josemaría: el Instituto Amado y la Academia Cicuéndez, SetD 3 (2009), pp. 309, 314-316.

23      López Ortiz, Testimonio, p. 207.

24      Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, p. 472; Pedro Rodríguez, El doctorado de san Josemaría en la Universidad de Madrid, SetD 2 (2008) pp. 13-104.

25      En el expediente de la oposición a cátedra hemos podido constatar el número y calidad científica de las publicaciones que presentó; destaca entre ellas la abundancia de trabajos sobre el derecho islámico. También colaboró con García Gallo en la elaboración del manual de Historia del Derecho que se publicó en 1934. Cfr. AGA, caja 32, legajo 13477.

26      López Ortiz, Testimonio, p. 208.

27      Cfr. Expediente de profesor auxiliar en la Universidad Central, AGA, caja 31, legajo 01046, sobre 57, L (1936), 10153-62.

28      López Ortiz, Testimonio, p. 208.

29      Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, pp. 308-314.

30      Respecto a la discreción, cfr. Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1992, pp. 109-111; Vázquez de Prada, El Fundador, p. 490.

31      Cfr. José Llamas, OSA, Mártires Agustinos de El Escorial, Real Monasterio de El Escorial (Madrid), 1940; Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España. La guerra civil. 1936- 1939, vol. II, Madrid, Rialp, 1993, pp. 19-36. La cárcel de San Antón era el antiguo Colegio de los Escolapios, requisado como cárcel el 21 de julio de 1936. Desde allí salían para ser asesinados en Paracuellos del Jarama. Cfr. José Luis Alfaya, Como un río de fuego, Barcelona, Eiunsa, 1998, pp. 80-81; Javier Cervera, Madrid en guerra. La ciudad clandestina 1931-1939, Madrid, Alianza, 1998, p. 80.

32      Cfr. Declaración jurada y firmada por José López Ortiz. Expediente de Depuración realizado después de la Guerra Civil 020314-0064, B.O. 293, AGA, caja 21, legajo 20424; Relación testimonial de su sobrino, César de Diego Ortiz, en Alfa y Omega 554, 12 de julio de 2007.

33      Cfr. Expediente de Depuración 020314-0064, B.O. 293, AGA, caja 21, legajo 20424.

34      Cfr. Peláez, Diccionario crítico, vol. I, p. 493.

35      Cfr. B.O. 15 de marzo de 1942, AGA, caja 21, legajo 20424.

36      Enrique García Hernán, Visión acerca del estado actual en España de la historia de la Iglesia, AHIg 16 (2007) p. 283.

37      De su producción científica se han localizado trescientas sesenta y seis publicaciones. De sus estudios islámicos destaca su manual de Derecho Musulmán (1931). Respecto a los estudios jurídicos medievales hay trabajos sobre san Isidoro de Sevilla, san Raimundo de Peñafort, Gaspar de Villarroel, Martín de Azpilcueta, Francisco de Vitoria, etc. Cfr. relación exhaustiva de todos los títulos publicados por López Ortiz, tanto de monografías como de artículos científicos, en González Velasco, Fray José, pp. 69-110.

38      Juan Manzano (1911-2004), catedrático de Historia del Derecho de las Universidades de Sevilla y Complutense de Madrid, especialista en Colón y en el descubrimiento de América. Cuando era estudiante de Derecho en Madrid, antes de la Guerra Civil española, acudió a la Residencia DYA de la calle Ferraz 50. Cfr. AGP, serie A.2, 11-2 y 11-3.

39      López Ortiz, Testimonio, p. 210. Efectivamente, el material preparado por san Josemaría sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en la América colonial española había quedado en la residencia de la calle Ferraz 16, y por tanto desapareció, así que en Burgos comenzó otro trabajo sobre la jurisdicción cuasi-episcopal de la abadesa del Monasterio de las Huelgas. Cfr. Rodríguez, El doctorado de san Josemaría, pp. 13-104; Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Madrid, 2002, pp. 293-294.

40      López Ortiz, Testimonio, p. 210.

41      Se trataba de un estudio teológico-jurídico acerca de la jurisdicción cuasi-episcopal que llegó a tener la abadesa de las Huelgas. Josemaría Escrivá, La Abadesa de las Huelgas, Madrid, Luz, 1944, 415 pp. Cfr. Castells i Puig, Gli studi di teologia, pp. 127-130.

42      López Ortiz, Testimonio, p. 210.

43      Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, pp. 394-408.

44      López Ortiz, Testimonio, p. 211.

45      Cfr. José Luis Illanes, Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha, en Pedro Rodríguez – Pio G. Alves de Sousa – José Manuel Zumaquero (dir.), Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona, Eunsa, 19852, pp. 69-70; Vázquez de Prada, El Fundador, vol. I, pp. 251-325; Del Portillo, Entrevista, pp. 72-74; Javier Echevarría, Memoria del beato Josemaría, Madrid, Rialp, 1992, p. 53.

46      Francisco Ponz Piedrafita, Mi encuentro con el fundador del Opus Dei, Madrid 1939- 1944, Pamplona, Eunsa, 2000, pp. 87-88.

47      López Ortiz, Testimonio, pp. 213-214.

48      Ibid., p. 214.

49      Ibid., p. 215.

50      Ibid., p. 217. «Sé que fray José acompañó en aquellos años cuarenta al Padre en alguno de los viajes apostólicos, hasta que fue consagrado Obispo». Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 15.

51      Como podrá observar el lector son muchas más las cartas citadas de López Ortiz a Escrivá de Balaguer que las de san Josemaría a Fray José. Esta desproporción se debe a que José López Ortiz no solía conservar las cartas recibidas, sino que, habitualmente, una vez contestadas las destruía. De todas formas, se han conservado un total de cuarenta. En el Archivo del Real Monasterio de El Escorial se conservan en un legajo con el título: correspondencia de fray José López Ortiz y Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, sin numerar. Copia de esas cartas se encuentra también en AGP, serie A.3.4, E114-411.

52      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, El Escorial, 1941, AGP, serie A.3.4, E114-411, p. 2.

53      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, La Coruña, 2 de septiembre de 1942, AGP, serie A.3.4, E114-411.

54      Carta de José López Ortiz a José Luis Múzquiz de Miguel, El Escorial, 22 de octubre de 1944, AGP, serie A.3.4, E114-411.

55      Posdata de Álvaro del Portillo en Carta de san Josemaría a José López Ortiz, Madrid, 14 de marzo de 1945, AGP, serie A.3.4, 257-5.

56      Ponz Piedrafita, Mi encuentro, p. 104.

57      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 25 de diciembre de 1944, AGP, serie A.3.4, E114-411. Prueba de la intimidad de la amistad es que el 22 de abril de 1942, primer aniversario del fallecimiento de la madre de san Josemaría, Fray José celebró una de las Misas de sufragio. Cfr. Ponz Piedrafita, Mi encuentro, p. 97.

58      López Ortiz, Testimonio, p. 221. Así lo narraba Francisco Ponz: «Se presentaron denuncias formales y se abrieron expedientes informativos ante los poderes públicos civiles. Se acusó en concreto al Opus Dei de ser una secta secreta judeo-masónica ante el Tribunal de Represión de la Masonería, creado poco antes como órgano para la seguridad del Estado. Los magistrados encargados de indagar el caso informaron al presidente, el General Saliquet, de que las personas de la Obra parecían ser cristianos, trabajadores, gente honrada y que vivían la castidad. Al reafirmarse los magistrados en este último punto, el presidente concluyó tranquilo: “Si viven la castidad, no son masones”. Y archivó el asunto». Ponz Piedrafita, Mi encuentro, p. 119. Cfr. Relación testimonial de Luis López Ortiz, AGP, serie A.5, 222-3-10, p. 2.

59      López Ortiz, Testimonio, pp. 221-222.

60      Cfr. Vázquez de Prada, El Fundador, vol. II, p. 515.

61      José Orlandis comenzó a trabajar con López Ortiz en 1940; le dirigió la tesis doctoral sobre La prenda como procedimiento coactivo en el proceso medieval. Después, en 1942, obtuvo la cátedra en Murcia y posteriormente la plaza de catedrático de Historia del Derecho en Zaragoza, en 1949. Fue director del Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra. Respecto a las investigaciones y publicaciones de Orlandis, cfr. Josep-Ignasi Saranyana – Eloy Tejero, Hispania Christiana. Estudios en honor del Prof. Dr. José Orlandis Rovira, en su septuagésimo aniversario, Pamplona, Eunsa, 1988.

62      López Ortiz, Testimonio, pp. 235-236.

63      Ibid., pp. 241-242. Cfr. Ponz Piedrafita, Mi encuentro, p. 119. El libro de Ponz ofrece un resumen del informe secreto sobre el Opus Dei que hizo la Falange, fechado el 22 de diciembre de 1943 y el 18 de enero de 1944. El informe recogía ataques personales contra el fundador de la Obra y juicios calumniosos sobre la supuesta actuación secreta de sus miembros desde el CSIC y la búsqueda de poder mediante la adquisición de cátedras universitarias. Cfr. José Luis Rodríguez Jiménez, Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza, 2000, pp. 420-423.

64      López Ortiz, Testimonio, p. 228.

65      Ibid., p. 226. El fundador, años después, resumía así aquellas contradicciones en una carta dirigida a los miembros del Opus Dei: «Los orígenes de las dificultades –las habrá siempre, porque no es el discípulo más que el Maestro (cfr. Mt 10, 24)– los podemos reducir a tres grupos. Al grupo de los que, por fanatismo, son enemigos de la Iglesia. Como nosotros servimos a la Iglesia, nos atacan, aunque nosotros les amamos. Al grupo de los que tienen mentalidad de partido único, en el orden temporal: son fanáticos también. Al grupo de los que tienen mentalidad de partido único doctrinal religioso, en lo que es libre: poco arreglo tienen, porque su fanatismo les lleva siempre a defender un único grupo apostólico, del que ellos han de ser permanentemente los jefes». Carta de san Josemaría, 14 de septiembre de 1951, n. 16; cfr. José Andrés Gallego – Antón M. Pazos, La Iglesia en la España Contemporánea, 1936-1999, Madrid, Encuentro, 1997, vol. II, pp. 77-78.

66      López Ortiz, Testimonio, pp. 227-228.

67      Relación testimonial de Luis López Ortiz, AGP, serie A.5, 222-3-10, p. 1.

68      «Yo me fui a Tuy con el Sr. Obispo el día 29 de octubre de 1944 como Canciller Secretario. Después fui Deán de la S.I. Catedral». Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 15. Respecto a la ingente labor pastoral de José López Ortiz en la Diócesis de Tuy-Vigo, cfr. José García Oro, Historia de las diócesis españolas. Santiago de Compostela, Tuy-Vigo, Madrid, BAC, 2002, pp. 698-702.

69      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 16.

70      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 16.

71      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 16.

72      López Ortiz, Testimonio, p. 236. Isidoro falleció el 15 de julio de 1943, en el sanatorio San Francisco de Asís. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de La Almudena de Madrid. La causa de canonización se inició en Madrid en 1948. La Positio super vita, virtutibus et fama sanctitatis del siervo de Dios fue entregada en la Congregación para las Causas de los Santos en 2006. Cfr. José Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano, Madrid, Palabra, 2009.

73      Ponz Piedrafita, Mi encuentro, p. 153.

74      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 10 de enero de 1950, AGP, serie A.3.4, E114-411.

75      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, El Escorial, 15 de octubre de 1944, AGP, serie A.3.4, E114-411.

76      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 15 de noviembre de 1944, AGP, serie A.3.4, E114-411.

77      López Ortiz, Testimonio, p. 241.

78      Ibid., pp. 236-237. Sobre este tema se puede encontrar más documentación en Hugo de Azevedo, Primeiras viagens de S. Josemaría a Portugal (1945), SetD 1 (2007), pp. 15-39.

79      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 17.

80      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 17.

81      Relación testimonial de Eliodoro Gil Rivera, AGP, serie A.5, 215-2-1, p. 18.

82      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 19 de junio de 1945, AGP, serie A.3.4, E114-411. Respecto a las relaciones entre san Josemaría y Manuel G. Cerejeira, cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Madrid, Rialp, 2003, pp. 360-365.

83      Carta de José López Ortiz a Javier Ayala, Tuy, 6 de enero de 1947, AGP, serie A.3.4, E114-411.

84      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 15 de marzo de 1948, AGP, serie A.3.4, E114-411.

85      Cfr. Amadeo de Fuenmayor – José Luis Illanes – Valentín Gómez Iglesias, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, Eunsa, 1989, pp. 145-194; Vázquez de Prada, El Fundador, vol. III, pp. 54-95.

86      Cfr. Carta de san Josemaría a José López Ortiz, Roma, 20 de abril de 1946, AGP, serie A.3.4, 258-5.

87      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 9 de febrero de 1946, AGP, serie A.3.4, E114-411.

88      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 3 de abril de 1946, AGP, serie A.3.4, E114-411.

89      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 16 de marzo de 1947, AGP, serie A.3.4. E114-411. Su cariño a la Obra lo muestra esta carta a una persona que le consultaba sobre la vocación de su hijo al Opus Dei: «Efectivamente conozco muy bien el Opus Dei, que es una de las obras predilectas del Santo Padre. Si tu hijo se siente llamado a colaborar con ella, la vocación no puede ser más excelente». Carta de José López Ortiz a José Reina, Tuy, 8 de julio de 1951, AGP, serie A.3.4, E114-411.

90      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 22 de diciembre de 1948, AGP, serie A.3.4, E114-411.

91      López Ortiz, Testimonio, p. 237.

92      Cfr. González Velasco, Fray José, pp. 54-59.

93      Cfr. de Fuenmayor –Gómez-Iglesias – Illanes, El Itinerario jurídico, pp. 235-250; Vázquez de Prada, El Fundador, vol. III, pp. 163-178.

94      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 29 de julio de 1950, AGP, serie A.3.4, E114-411.

95      Cfr. Modesto González Velasco, OSA, Autores agustinos de El Escorial. Catálogo bibliográfico y artístico de los religiosos de la Provincia Agustiniana Matritense (1895-1995), El Escorial, ed. Escurialenses, 1996, pp. 585-614.

96      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 17 de marzo de 1951, AGP, serie A.3.4, E114-411.

97      Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 31 de diciembre de 1961, AGP, serie A.3.4, E114-411.

98      Cfr. José Orlandis, La Iglesia Católica en la segunda mitad del Siglo XX, Madrid, Palabra, 1998, pp. 96-97. «Determinada “contestación” de ciertos teólogos lleva el sello de las mentalidades típicas de la burguesía opulenta de occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien diferente de cómo se la imaginan en esos laboratorios donde se destila la utopía». Joseph Ratzinger, Informe sobre la fe, Madrid, BAC, 1985, p. 24.

99      López Ortiz, Testimonio, p. 238.

100       Ibid., pp. 238-239. Cfr. Rafael Rodríguez Ocaña – Francisco Lucas Mateo Seco, Sacerdotes en el Opus Dei, Pamplona, Eunsa, 1994, pp. 43-45 y 54-55.

101       Cfr. Telegrama de san Josemaría a José López Ortiz, Roma, 21 de febrero de 1969, AGP, serie A.3.4, 293-2.

102       Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 5 de marzo de 1969, AGP, serie A.3.4, E114-411.

103       Tras su fallecimiento, y como homenaje a su figura, José Manuel Estepa, su sucesor en el cargo, hizo una detallada descripción de su labor en la Conferencia Episcopal. Cfr. José Manuel Estepa, José López Ortiz, «Boletín Oficial de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense» (B.O.J.E.C.) n. 469 (marzo-abril 1992), pp. 223-224.

104       Cfr. B.O.J.E.C., n. 414 (1972), pp. 105-109; B.O.J.E.C., n. 434 (1972), pp. 5-6; 29-32.

105       Respecto a Paulino Castañeda Delgado, catedrático de Historia de la Iglesia y de las Instituciones Académicas Indianas de la Universidad de Sevilla y presidente de la Academia de Historia Eclesiástica, cfr. José Carlos Martín de la Hoz, Paulino Castañeda Delgado (1927-2007). In memoriam, AHIg 17 (2008), pp. 435-437. Por lo que se refiere a su expediente como coronel castrense, y trabajos como Secretario General del Arzobispado Castrense (1972-1975), cfr. Archivo Eclesiástico del Ejército, expediente nº 75.

106       Elisa Luque Alcaide, Conversación en Sevilla con Paulino Castañeda, AHIg8 (1999), pp. 305-322.

107       Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Tuy, 16 de marzo de 1969, AGP, serie A.3.4, E114-411 Sobre la situación en España en ese tiempo, cfr. Francisco Martín Hernández – José Carlos Martín de la Hoz, Historia de la Iglesia en España, Madrid, Palabra, 2009, pp. 282-293.

108       Carta de José López Ortiz a san Josemaría, Madrid, 1 de enero de 1974, AGP, serie A.3.4, E114-411.

109       López Ortiz, Testimonio, p. 243.

110       Carta de san Josemaría a José López Ortiz, Roma, 10 de marzo de 1975, AGP, serie A.3.4, 309-3.

111       Carta de José López Ortiz a Álvaro del Portillo, Madrid, 17 de septiembre de 1975, AGP, serie B.1.3.4, E114-411.

112       Carta de José López Ortiz a Álvaro del Portillo, Madrid, 10 de julio de 1977, AGP, serie B.1.3.4, E114-411.

113       Carta de José López Ortiz a Álvaro del Portillo, Madrid, 1 de enero de 1983, AGP, serie B.1.3.4, E114-411.

114       Carta de José López Ortiz a Javier Echevarría, Madrid, 25 de diciembre de 1981, AGP, serie C.2, E114-411.

115       Congregación para las Causas de los Santos, Instrucción Sanctorum Mater, arts. 7 y 25. Cfr. Ricardo Quintana Bescós, La fama de santidad y de martirio hoy, Roma, LUP, 2006, pp. 45-49.

116       López Ortiz, Testimonio, p. 237.

Roberto López Sánchez y Carmen Alicia Hernández Rodríguez

Los trabajadores como clase y movimiento social

Sobre la validez de la lucha de clases y el concepto mismo de clase social, consideramos los debates que se suscitan actualmente, a partir del auge del conflicto social en Latinoamérica durante las dos últimas décadas. Lo que se puede llamar la rebelión de los pueblos latinoamericanos contra el neoliberalismo (Alayón, 2007), produjo el derrocamiento de numerosos gobiernos neoliberales, como resultado de grandes sublevaciones populares o como colofón de las crisis políticas derivadas de dichas sublevaciones. Esa fue la historia de Fernando Color de Mello en Brasil (1992), Carlos Andrés Pérez en Venezuela (1993), Alberto Fujimori en Perú (2000), Gonzalo Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005) en Bolivia, Fernando de la Rúa en Argentina (2001), Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador [15]. Estas revueltas populares dieron origen a gobiernos de corte izquierdista que configuran situaciones inéditas en América Latina [16].

De manera general, los reiterados triunfos electorales de fuerzas de izquierda en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Chile, Paraguay, El Salvador y Perú, y el crecimiento electoral de las mismas en países como México y Colombia, constituyen una circunstancia sin precedentes en la región. Desde la guerra de independencia suscitada en la segunda y tercera décadas del siglo XIX, el subcontinente latinoamericano no vivía una situación generalizada de insurgencia social y acceso al poder de fuerzas nacionalistas, izquierdistas y revolucionarias. Los intentos nacionalistas y revolucionarios a lo largo de estos dos siglos siempre se produjeron en solitario, lo que facilitó su aplastamiento por parte del imperialismo estadounidense y sus aliados internos. Eso ocurrió, por ejemplo, con el gobierno socialista de Salvador Allende en Chile, 1973; con Jacobo Arbenz en Guatemala, 1954, Rómulo Gallegos en 1948, entre otros.

En ese contexto, y probablemente como generadores de esas transformaciones políticas, diferentes movimientos sociales, como los Sin Tierra en Brasil, los Piqueteros en Argentina, los pueblos indígenas en los países andinos, los movimientos estudiantiles en Chile, Perú y Colombia, las organizaciones populares en Honduras, México y Venezuela han surgido con fuerza relevante y actúan como elementos de definición de los procesos políticos en sus respectivos países.

Considerando también los grandes movimientos de protesta que surgieron en 2011 en los países centrales del capitalismo (Europa y los Estados Unidos), a partir del Movimiento de los Indignados o 15-M en España, protesta que se ha extendido por toda Europa y luego por los Estados Unidos, con el movimiento de “Ocupa Wall Street”, unido a la llamada “Primavera Árabe” que derrocó a dictaduras como las de Egipto y Túnez y ha estremecido en general a todos los países del llamado Medio Oriente, se puede concluir que son los movimientos sociales de protesta la expresión más actual de la lucha de clases dentro del capitalismo globalizado.

En 2013 estos movimientos sociales se revitalizaron con las protestas masivas ocurridas entre julio y septiembre en Turquía, Brasil y Colombia, además de la nueva crisis en Egipto que derribó al gobierno de Mursi, y nuevas expresiones de lucha en Grecia, Túnez y otros países.

A este respecto consideramos los aportes de John Holloway [17]. El autor se hace la pregunta de si se puede o no considerar lucha de clases las protestas sociales ocurridas en Latinoamérica y el mundo en los últimos años, incluyendo aquí las rebeliones anti- neoliberales en varios países suramericanos, las protestas contra la guerra en Irak, y los movimientos anti-globalización. La respuesta a la que llega es que sí existe lucha de clases, pero en la medida en que el concepto de clase no es ya un grupo de personas en términos sociológicos, sino que clase se interpreta como un polo de antagonismo social.

Respondiendo a quienes sostienen que el análisis marxista del capitalismo como lucha de clases ha perdido relevancia, Holloway afirma que el concepto de lucha de clases es importante para entender las luchas sociales actuales, y que sería un error teórico y político abandonarlo. Para ellos, todas las luchas sociales actuales deben ser entendidas como lucha de clases, y no sólo las luchas de la clase trabajadora (Holloway, 2005: 10).

Holloway insiste en que al hablar de clase se enfatiza la capacidad de los trabajadores por construir un mundo alternativo a su propia actividad como trabajadores sujetados a la explotación del capital. La “clase” permite la unidad que subyace bajo la rica diversidad de las luchas sociales, a la vez que permite trascender las luchas particulares de cada grupo, y el propio carácter reformista de la lucha, para resaltar que la lucha es por la creación de una sociedad radicalmente diferente.

El mismo Holloway responde a la pregunta: ¿dónde está la lucha de clases hoy? La respuesta es que la lucha de clase no sólo se sigue manifestando en todas partes del mundo, sino que el capital ha sido especialmente violento en los últimos años. Rememorando a Marx, recuerda que el capital se mueve constantemente por su “hambre insaciable de trabajo excedente”, que está permanentemente impulsado hacia adelante para intensificar la explotación del trabajo (Holloway, 2005: 98).

El capital sólo puede lograr sus objetivos a través de la lucha de clases. El intento generalizado del capital por transformar las relaciones de trabajo y las relaciones sociales en general que estamos presenciando en los países de la Unión Europea, como recetario ante la profunda crisis económica que atraviesan esos países, es de manera visible una manifestación Reactivando la corriente histórico-social de resistencia popular a distintas formas de opresión en este continente, los movimientos latinoamericanos de la primera década del siglo XXI han creado un ambiente de actualización de la cuestión de la clase y la lucha de clases. Al realizar en el plano político una crítica radical al concepto de Estado como lugar central de la política revolucionaria, los movimientos sociales han replanteado la forma “soviet” [18] como crítica de todas las formas de dominación (Tischler, 2005: 116).

Rememorando a Georg Lukács, Tischler [19] valora su reconocimiento del soviet como la forma de organización del proletariado que permite superar “política y económicamente la cosificación capitalista” (Lukács, 1975: 87), aunque deja clara lo limitado de su reflexión al dejarse influenciar por el canon leninista y aceptar que el partido sea el que asuma la iniciativa en esta lucha por imponer a los soviets.

La respuesta teórica a esta perspectiva limitada de Lukács, la expone John Holloway con su obra “Cambiar el mundo sin tomar el poder” (Holloway, 2002: 27). En esta obra Holloway plantea que no se puede cambiar el mundo por medio del estado, pues el fracaso de las revoluciones en el siglo XX así lo demuestra. Como la revolución anticapitalista sigue siendo una necesidad, cómo hacerlo es el desafío revolucionario del siglo XXI.

Definiendo la política revolucionaria como “anti-política”, Holloway establece que se debe pasar de una “política de organización” a una “política de eventos”, en el sentido de que la lucha de clases no debe establecer formas predeterminadas de organización de los trabajadores (Holloway, 2002: 307). Para este autor, el problema de la lucha de los trabajadores es desplazarse hacia una dimensión diferente de la del capital, no comprometerse con el capital en sus propios términos (por ejemplo, recurriendo a la forma estado o la forma partido) sino avanzar hacia modos en los que el capital no pueda existir.

Tischler termina enfatizando que los actuales movimientos sociales han creado un lenguaje y una práctica que intenta avanzar hacia un cambio que no será más otra trampa del poder verticalmente construido, sino la auto-organización y la autodeterminación de los explotados y los dominados. Para él, la lucha de clases en nuestros días es la fragua de una nueva forma de pensar la revolución, y vivimos un tiempo de liberación de la imaginación revolucionaria.

Volviendo a Holloway y su obra sobre cambiar el mundo sin tomar el poder, plantea la conocida frase del movimiento zapatista en México: “Somos gente común, es decir, rebelde”. Esta tesis zapatista, dice el autor, se contrapone a la tesis leninista de que los obreros no pueden por sí solos tomar conciencia revolucionaria, y que esa conciencia debe ser introducida desde afuera, por los revolucionarios profesionales del partido. Pero los obreros de Lenin, dice Holloway, son muy diferentes a la gente común de los zapatistas.

Para los zapatistas, la revolución no es dar una serie de pasos, sino de expresar la rebeldía contenida. No hay pasos intermedios. El problema no es llevar la conciencia desde fuera, sino sacar el conocimiento que ya está presente, aunque en forma embrionaria, reprimida y contradictoria. El proceso revolucionario es un proceso colectivo. En el capitalismo, basado en el antagonismo clasista, todos estamos marcados por ese antagonismo; no hay nadie que se pueda elevar por encima de estos antagonismos para mostrarnos el camino. La única forma de avanzar es a través de la articulación colectiva. El consejo es la forma de organización que mejor expresa la sentencia de que somos gente común, es decir, rebeldes. En el enfoque consejista no hay ningún modelo que se pueda aplicar. Es cuestión de hacer el camino al andar [20] (Holloway, 2002: 260).Los movimientos sociales Latinoamericanos y el surgimiento de nuevos actores políticos

Las dos primeras décadas del siglo XXI han significado un verdadero terremoto político en Latinoamérica. Se ha producido un inédito viraje hacia la izquierda en todos o casi todos los procesos electorales del continente, viraje que ha sido catalizado por el accionar de movimientos populares diversos que han recreado y revitalizado las expresiones tradicionales de la lucha revolucionaria que la izquierda desarrolló desde los años 50 y 60 del siglo XX. Recordando que la izquierda latinoamericana se había debatido hasta fines del siglo XX entre la estrategia reformista electoral, por una parte, y las formas de lucha armada revolucionaria por la otra, la aparición contundente de estos movimientos sociales ha permitido construir un escenario político impensable hace apenas una década.

Estos movimientos sociales no han sido lo suficientemente poderosos como para “conquistar” el poder por ellos mismos, pero su accionar ha permitido que configuraciones políticas considerablemente progresistas y de izquierda conquisten relevantes triunfos electorales y “cabalguen” el proceso generado por estas luchas y conflictos nacidos de la rebeldía del pueblo latinoamericano, como respuesta a los planes neoliberales aplicados desde los años 80 en todo el continente. Ese ha sido el caso del triunfo de Lula en Brasil, de Kirchner-Fernández en Argentina, de Correa en Ecuador, de Morales en Bolivia y del mismo Chávez en Venezuela, para colocar sólo los ejemplos más relevantes.

Algunos autores, como Rubén Alayón [21], consideran que esta rebelión latinoamericana contra la globalización neoliberal ha vuelto a poner sobre el debate la discusión del concepto de “multitud”, el cual es recuperado por Toni Negri (2000) a partir de la obra de Spinoza (Alayón, 2007: 172). Considerando que la multitud implica una forma radical y subversiva de considerar la democracia, al entenderla como la “totalidad de los ciudadanos reunidos en asamblea”, y como mecanismo que permite un proceso de socialización como “metamorfosis de los individuos en comunidad”, Alayón considera también el concepto de “anomia”, distanciándose de su interpretación negativa durkheiniana y reivindicando a Maffesoli (2005), el cual supera el concepto de anomia en su visión peyorativa, y la postula como un medio para la defensa del cuerpo social, como expresión de la “violencia fecundadora” necesaria en todos los cuerpos sociales.

El concepto de multitud también es reivindicado por Roland Denis (Denis, 2005: 71), quien expresa que el mismo surge de la necesidad de recrear a un marxismo fosilizado, dándole respuesta a la diversidad de sujetos que se rebelan contra el capitalismo en el marco de los nuevos movimientos sociales, de las rebeliones antineoliberales latinoamericanas, y de los movimientos antiglobalización en todo el mundo. Para Denis, el concepto de multitud no disipa la función histórica de la lucha de clases ni el principio de clase como tal, sino que explica precisamente la expresión de la clase y de la lucha de clases en la realidad que nos toca vivir. La multitud, o la “montonera”, es el surgimiento de un nuevo sujeto rebelde ante la tendencia constitutiva de un gobierno imperial mundial que suprime los estados nacionales y se fundamenta en el gobierno de las multinacionales, partiendo de la conocida tesis sobre el Imperio formulada por Toni Negri y Michael Hardt (Negri y Hardt, 2000). La multitud es el nuevo sujeto de los nuevos movimientos sociales: los desempleados, las mujeres, los inmigrantes, los indígenas, los discriminados racialmente, que sin lugar a duda son un movimiento de productores, de obreros del mundo que buscan el autogobierno de la cosa pública, de los recursos productivos y el rescate de la dignidad humana que el capitalismo les ha negado.

En otro escrito, el mismo Negri hace especial énfasis en el análisis del levantamiento popular ocurrido en Argentina en diciembre de 2001, y que culminara con el derrocamiento del presidente Fernando de la Rúa. (Negri, 2003: 62). En lo que denomina el “Quilombo argentino”, considera que una nueva figura de clases protagonizó el movimiento social: la multitud. Es en este sentido que la multitud es un concepto de clase (Negri, 2003: 63). Negri afirma que el concepto de clase obrera es un concepto limitado, al restringirlo al ámbito de la producción, mientras que la multitud abarca todas las relaciones propias del capitalismo actual.

El trabajo de hoy no es un trabajo que se haga tanto materialmente en las fábricas como en las redes, exprimiendo inteligencia y constituyendo una cooperación. Los elementos innovadores del trabajo se presentan en el interior de las redes, en las grandes extensiones cooperativas del trabajo: ése es el verdadero trabajo. Son elementos culturales, intelectuales, científicos, relacionales, afectivos, los que constituyen la valorización del trabajo (Negri, 2003: 36).

Los explotados que surgen de esta nueva forma de valorización del trabajo son las “multitudes” que denomina Negri. Las manifestaciones insurreccionales de diciembre del 2001 no sólo derribaron un gobierno, sino que principalmente abrieron un formidable período de experimentación e innovación social, económica y política. Allí se dieron múltiples expresiones de lucha por parte de grupos sociales hasta ese momento muy diferenciados: clases medias urbanas y proletarios desempleados de la periferia. Los primeros, desatando los cacerolazos, el asedio de los ahorristas a los bancos, las asambleas barriales e interbarriales. Los segundos, con los cortes de rutas por los piqueteros, la autogestión por los trabajadores de las fábricas quebradas, las redes de economía solidaria. Todos confluyeron en masivas movilizaciones que derribaron varios presidentes en pocas semanas.

Negri sacraliza el “Quilombo” argentino y ve en él una nueva era de la confrontación de clases. Con la consigna “que se vayan todos”, las multitudes argentinas se pronunciaron contra el modelo económico neoliberal y el sistema político representativo. La multitud no es representable, y su política puede considerarse la verdadera democracia, la democracia de las multitudes. La política de la multitud muestra que sin difusión del saber y la emergencia de lo común, no es posible encontrar las condiciones necesarias para que una sociedad libre pueda vivir y reproducirse (Negri, 2003: 69).

Aunque un análisis del posterior desarrollo de los acontecimientos argentinos nos revela que las masivas movilizaciones populares (tanto de las clases medias como de los sectores de desempleados) fueron cediendo progresivamente su fuerza e impacto en la realidad política nacional, y en los últimos años se ha consolidado nuevamente un sistema político representativo que sin embargo desarrolla un modelo económico muy distante del neoliberalismo causante del descontento popular estallado en diciembre de 2001. El gobierno de Kirchner-Fernández se ha estabilizado bajo una economía neokeynesiana y un nacionalismo de izquierda enfrentado radicalmente (por lo menos en lo declarativo) a los factores de poder del capitalismo global. Las multitudes argentinas parecieran descansar, cediendo el puesto a las multitudes que hoy insurgen con fuerza inusitada en otros países de Latinoamérica como Chile y Colombia (rebeliones estudiantiles del 2011), en toda Europa con el movimiento de los indignados, en la primavera árabe y en los “Ocupa Wall Street” de los Estados Unidos.

Pensamos que aún está por verse la potencialidad histórica y política de las multitudes que en años recientes estallan en rebelión abierta contra el capitalismo global. Dado que la crisis mundial pareciera tener todavía un largo desarrollo por delante, el desarrollo de grandes movilizaciones sociales, la salida a la calle de “multitudes”, necesitarán de análisis más profundos a medida que avancen los acontecimientos.

Otros autores como Carlos Walter postulan que la emergencia de nuevos movimientos sociales implica también una ruptura epistemológica con el pensamiento eurocéntrico que dominó el análisis marxista sobre la lucha de clases (Walter, 2009: 17). A partir de la lucha por el territorio por parte de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes en diversos lugares de América, Walter expone la confrontación de racionalidades distintas sobre la noción misma de territorio y de propiedad, incluso sobre la forma en que la sociedad humana establece su relación con la naturaleza. El aporte de Walter es particularmente interesante en la medida en que permite reconocer que en las luchas contra el neoliberalismo en América Latina (y probablemente en el resto del mundo) están surgiendo nuevos paradigmas y nuevas racionalidades vinculadas a la manera de entender la actividad productiva, y de cómo esa actividad económica se relaciona a su vez con la naturaleza, modificando el concepto mismo de territorio.

Para Alayón, la rebelión latinoamericana es contra la racionalización y el disciplinamiento de las instituciones sociales. Ante el abandono por parte del estado neoliberal de las políticas sociales, la protesta de calle se ha convertido en el territorio de realización del deseo emancipatorio de grandes conglomerados sociales, que se esfuerzan por construir un nuevo tejido social que procure la recomposición de lo justo, del bienestar como promesa por venir (Alayón, 2007: 174).

La ofensiva neoliberal destruyó los espacios en que se manifestaban los derechos civiles y los derechos sociales que habían permitido el proceso de construcción de ciudadanía en los estados burgueses. Con el neoliberalismo el estado ha dejado de ser el territorio de encuentro de todos los grupos sociales. El estado “economiza” su propio ejercicio del poder, y al dejar a la población a expensas del mercado, impera el darwinismo social, el “capitalismo salvaje”.

Con el neoliberalismo, las grandes masas empobrecidas de Latinoamérica pasaron a ser ciudadanos de segunda, excluidos tanto de las políticas de estado como de las prioridades del mercado. Alayón analiza particularmente este proceso dentro de las organizaciones tradicionales de la clase obrera, los partidos y los sindicatos (Alayón, 2007: 177). Con la flexibilización laboral y la desregulación salarial el mundo sindical tiende a desaparecer y con ello los trabajadores pierden peso específico dentro de las prioridades del proceso económico, político y social.

Consideramos importante esta reflexión pues implica la realidad que se vive en todo el mundo y particularmente en Latinoamérica, en la cual la inoperancia y debilidad tanto de los sindicatos como de los partidos de izquierda ha permitido que las luchas sociales desatadas espontáneamente los sobrepasen ampliamente y los dejen fuera del proceso decisivo de las crisis políticas desatadas por la ejecución de paquetes neoliberales. En este campo, los movimientos obreros han reaccionado a posteriori, luego de las mayores manifestaciones de protesta social, y han aprovechado el nuevo clima político para avanzar en la construcción de nuevas organizaciones que les permitan recuperar su espacio como actores políticos dentro del contexto de cambios que se vive en el continente.

La ofensiva neoliberal en Latinoamérica, si bien ha relegado del escenario de las grandes luchas sociales a la clase obrera industrial y a la fábrica misma, ha expandido en cambio los escenarios de sindicalización y de lucha huelguística hacia sectores denominados tradicionalmente como “capas medias” (profesionales de la salud, profesores universitarios, empleados de la administración pública, etc.). Aunque el neoliberalismo haya introducido cambios en el proceso de trabajo y en la conformación de clase de los trabajadores, se mantiene la explotación del trabajo asalariado por el capital, aunque esta relación se diluya o se oculte mediante diversas manifestaciones de actividad laboral (Campione y Rajland, 2006: 305).

El programa económico neoliberal aplicado por más de tres décadas en Latinoamérica ha tenido como objetivo fundamental reorganizar el modelo productivo en función de los intereses del gran capital multinacional. Todo el escenario laboral neoliberal apunta a una mayor expoliación del trabajo obrero y a descargar sobre los trabajadores el peso fundamental de la crisis económica:

•        Extensión de la jornada de trabajo,

•        disminución de salarios,

•        presión para la no sindicalización,

•        desconocimiento de las contrataciones colectivas,

•        facilidades para la contratación temporal y para los despidos,

•        diversas formas de trabajo informal o precarizado,

•        aumento de la edad para acceder a la jubilación,

•        modificación de los regímenes de pago por antigüedad,

•        privatización de los fondos de pensión,

•        abandono de las políticas sociales en salud, educación y vivienda.

•        Aumento de la tasa de desocupación.

La destrucción de las anteriores relaciones obrero-patronales ha generado toda una  gama de trabajadores por cuenta propia, de pasantes, contratados, subcontratados (los llamados tercerizados), cooperativistas, y del aumento significativo del desempleo abierto. Es en este contexto socioeconómico que es imprescindible hablar de clase trabajadora en un sentido amplio, lo que ha implicado a su vez la aparición de nuevas modalidades de organización y de formas de lucha renovadas (Campione y Rajland, 2006: 306).

Partiendo del estudio de la rebelión popular en Argentina en 2001, de las rebeliones indígenas en Bolivia (2003) y Ecuador (2000), de la elevada conflictividad social en la Venezuela de los 90 y del crecimiento del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, pero extensible a lo sucedido en otros países latinoamericanos, diversos autores señalan la aparición de nuevas formas de protesta social y nuevos actores políticos: (Schuster, 2005: 269) (Campione y Rajland, 2006: 308) (Tapia, 2005: 339) (Dávalos, 2005: 359) (Avritzer, 2005: 67) (Denis, 2001: 16) (Denis, 2005: 69).

La incorporación al conflicto social de las grandes masas de desocupados, a través del movimiento denominado “piqueteros” en Argentina (Flores, 2007: 188), o los comités de desempleados petroleros en Venezuela, que implican diversas expresiones organizadas. Hasta ahora, los desempleados tendían a ubicarse en el llamado “lumpen proletariado” y no se les asignaba cualidades para la lucha revolucionaria. Organizaciones obreras como la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), han abierto espacios para la participación organizada de los desempleados, situación inédita en la historia anterior del movimiento obrero.

La incorporación de importantes sectores de las clases medias (profesionales, pequeños empresarios) que sufren los efectos de la crisis económica y se movilizan en demanda de reivindicaciones específicas, pero ampliando esta lucha a escenarios de alianzas con otros grupos sociales populares. En la crisis que derrocó a Fernando de La Rúa, en diciembre de 2001 en Argentina, jugaron un papel destacado las movilizaciones de estas clases medias.

El surgimiento de movimientos campesinos indígenas que desarrollan formas de lucha abandonadas por la izquierda tradicional (movilizaciones, corte de rutas) y que rememoran las luchas indígenas contra la opresión colonial. Desarrollados en Bolivia, Ecuador y Perú principalmente (también en Colombia, México y Guatemala), han jugado papeles destacadísimos en el proceso político de sus respectivos países, han derrocado gobiernos (como el de Sánchez de Lozada en Bolivia en 2003) y han llevado a la presidencia a líderes indígenas como Evo Morales.

La aparición de formas de democracia directa en todas las expresiones organizativas de estos movimientos sociales, junto al cuestionamiento de la institucionalidad democrático- representativa y a las formas organizativas tradicionales como los partidos y los sindicatos. Se ha desarrollado un cuestionamiento general a las formas de representación política, una lucha decidida por la desburocratización de la militancia social.

Este nacimiento de formas de democracia directa se ha conceptualizado como “procesos populares constituyentes”, articulando una voluntad popular que supera la hegemonía histórica del populismo y que dota al pueblo de un programa propio, un proyecto de país construido desde la acción directa, la subversión social y la vanguardia colectiva.

Esta democracia directa asamblearia urbana, manifestada en la llamada “Guerra del Agua” en Bolivia (año 2000), en el levantamiento de diciembre de 2001 en Argentina, en la respuesta popular al golpe de estado contra Chávez en abril de 2002 (con expresiones que parten del levantamiento popular de febrero de 1989), ha tenido igualmente su corolario en el desarrollo de Asambleas Constituyentes que han procedido a reformular parcialmente las instituciones tradicionales de la democracia liberal burguesa, tal como ha sucedido en Venezuela, en Bolivia y en Ecuador.

El desarrollo de expresiones organizativas acordes a los avances tecnológicos, como lo son las llamadas redes sociales y medios alternativos, particularmente las agencias de noticias y páginas web comprometidas con las luchas sociales, y las radios y televisoras comunitarias.

La incorporación a la lucha política de movimientos sociales con raíces religiosas, vinculados a la Teología de la Liberación, tal como ocurrió en los orígenes del PT brasileño (ya al respecto habían ocurrido expresiones anteriores en el Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN, de Nicaragua y el Frente Farabundo Martí de El Salvador).

El desarrollo de significativos movimientos campesinos como los Sin Tierra (MST) en Brasil, que también jugaron un papel destacado en el nacimiento y fortalecimiento del PT (aunque hoy han roto con ese partido debido a sus veleidades neoliberales y su inconsecuencia con el programa original).

La revitalización del movimiento obrero a partir del auge del conflicto social general, como ha ocurrido con el fortalecimiento de la CTA [22] en Argentina, la creación de la Unión Nacional de Trabajadores (UNETE) y de la Central Bolivariana Socialista de Trabajadores (CBST) en Venezuela y la conducción de las centrales sindicales bolivianas en manos de dirigentes indígenas (a diferencia de la anterior dirigencia de izquierda proveniente de capas medias). Han cobrado fuerza propuestas de generar acciones sindicales “globales” en respuesta a las medidas económicas globales que promueve el neoliberalismo, aunque por ahora no han tenido un desarrollo efectivo (Baltar, 2000: 79).

El desarrollo de nuevas organizaciones obreras como los Consejos de Trabajadores, surgidas del proceso de ocupación por los trabajadores de fábricas paradas o en proceso de quiebra (Rebón-Saavedra, 2006: 44). Estos Consejos de Trabajadores, cuyo desarrollo más extendido se ha producido en Venezuela y en Argentina, han permitido el nacimiento de formas de Control Obrero como mecanismo de poder alternativo al poder de los patronos privados capitalistas y del propio Estado (Comerzana, 2009: 162). En este proceso también se han ensayado formas cooperativistas (Di Marco, 2004: 94).

Campione y Rajland señalan la circunstancia que luego de la enorme ofensiva neoliberal de las décadas de 1980 y 1990, la cual buscaba desarticular las organizaciones tradicionales de los trabajadores (sindicatos y federaciones) y de las clases subalternas en general, que trató de sembrar por todos los medios la ideología y los comportamientos individualistas y el desprestigio de la acción colectiva, con el objetivo de abrirle paso a las medidas económicas neoliberales que favorecían abiertamente la acumulación capitalista, elevaba los niveles de explotación de los trabajadores y aumentaba la opresión contra los sectores populares, se haya generado desde estas mismas clases subalternas una respuesta política y organizativa alternativa, expresada en toda esta diversidad de movimientos sociales y acompañada de un sólido programa político renovador que de una u otra forma viene señalando el camino de los cambios suscitados en Latinoamérica en la última década (Campione y Rajland, 2006: 326).

Prueba más que contundente de que la lucha de clases, declarada muerta por el neoliberalismo, aún goza de buena salud, y continúa señalando el desarrollo de los procesos políticos tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo (rebeliones del 2011-2013: indignados europeos, ocupas Wall Street, rebelión árabe, protestas en Turquía e Israel, estudiantes chilenos, campesinos colombianos, etc.).

A diferencia de los autores citados antes, otros investigadores de la protesta social en América Latina, como Calderón Gutiérrez [23], se orientan a la búsqueda prospectiva de mecanismos de control hacia las distintas formas de movilización popular, tratando de salvaguardar el predominio de una democracia liberal que en última instancia no es más que uno de los mecanismos principales del capitalismo occidental para dominar y expoliar a los países periféricos.

Algunas conclusiones. Los trabajadores y los movimientos sociales, en la segunda década del siglo XXI

A partir de las propuestas de Holloway, Gunn y Bonefeld, y considerando los aportes de otros como Negri, Dieterich, Denis y Alayón, reivindicamos el concepto de “clase” en un sentido amplio, sin pensar por ello que entramos en contradicción con las ideas que al respecto formulara Carlos Marx. Nos distanciamos de la idea leninista de clase, que los mencionados autores denominan “marxismo sociológico”, que tiende a ubicar a la clase en un espacio cerrado y delimitado, y no como una relación social en desarrollo que implica entenderla en su dinámica.

En ese orden, por clase trabajadora entendemos a toda una serie de sectores sociales oprimidos por el capitalismo y que de diversas formas se organizan y luchan para reivindicar sus derechos y proponer visiones alternativas superadoras de la dominación del capital. Allí entran no sólo los obreros fabriles, sino en general todos los trabajadores asalariados de la ciudad y el campo, los desempleados, las amas de casa, las mujeres, los jóvenes, los estudiantes, los campesinos, los indígenas, los afrodescendientes, los inmigrantes, los comunicadores de medios alternativos, los activistas culturales, incluso los pequeños productores y pequeños empresarios que también sufren y se rebelan contra la opresión del capital.

Los trabajadores del siglo XXI constituyen la multitud que se rebela contra el capitalismo neoliberal globalizado, en múltiples escenarios y mediante diversas y novedosas formas de lucha y de organización, asumiendo rupturas paradigmáticas que ponen en cuestionamiento los valores del sistema político liberal y del modelo productivo capitalista, contra la unicidad de pensamiento de la cultura occidental y contra el mismo fundamento epistémico de la ciencia y la tecnología dominantes.

Esta clase trabajadora, a través de sus diferentes expresiones, se constituye en actor político en la medida en que enarbola un proyecto alternativo de sociedad o por lo menos un proyecto reivindicativo que busca paliar de alguna forma los efectos malsanos que el capitalismo genera sobre sus condiciones de vida y de trabajo.

Esta perspectiva amplia de la clase trabajadora nos lleva a concluir que los movimientos sociales que desde hace más de una década pugnan en América Latina por abrir un nuevo rumbo de construcción societal, son todos expresión de la lucha de clases, de los intereses de clase manifestados en su diversidad de prácticas y condiciones existenciales de vida.

Por ello, al clarificar si la clase trabajadora puede ser considerada un movimiento social, nosotros respondemos afirmativamente a esta cuestión. Hacemos referencia a lo que Marx, utilizando una terminología hegeliana, llamó clase en sí y clase para sí. La clase en sí es la que aún no toma conciencia de sus intereses y permanece desorganizada. La clase para sí es la que asume conscientemente su organización, sus luchas y sus objetivos en la sociedad.

La clase trabajadora latinoamericana permaneció por décadas sometida bajo los parámetros de la dominación del capital, controlada al mismo tiempo por las estructuras sindicales burocratizadas y por las concepciones leninistas, que la subordinaban tanto al estado capitalista populista reinante en este territorio, como al “partido dirigente” que impedía la manifestación efectiva de su autonomía y autodeterminación como clase.

El debilitamiento tanto del populismo como del leninismo, procesos muy distintos pero que se fueron dando más o menos simultáneamente (con las crisis políticas derivadas del fracaso del modelo neoliberal, por una parte, y con el colapso de la referencia socialista manifestada en la URSS, por la otra), permitió que se soltaran las amarras que mantenían sometida a la clase trabajadora, y la insurgencia demoledora de los nuevos movimientos sociales fue determinando lo que hasta el presente es el panorama de cambio político en América Latina y en el resto del mundo.

Los nuevos movimientos sociales expresan una perspectiva de clase en la cual los obreros fabriles encuentran sus iguales en los desocupados, en los campesinos, en las mujeres, en los indígenas, los afrodescendientes y toda la multitud de manifestaciones políticas que insurgen simultáneamente contra el neoliberalismo. Las organizaciones obreras fundamentales ya no son las tradicionales Centrales y Confederaciones, sino los sindicatos de base, los consejos de fábrica, las cooperativas, los movimientos de trabajadores del campo. La vocería del movimiento de trabajadores se ha ampliado por miles, y ya no son burocratizados dirigentes quienes asumen su representación, sino el protagonismo directo de los colectivos de base que asumen la lucha y enarbolan programas de acción que apuntan incluso a una perspectiva socialista [24] superadora del modelo productivo capitalista.

El ensayo neoliberal iniciado en los años 70 y 80, el cual buscaba el reacomodo de las relaciones productivas capitalistas eliminando los fundamentos del modelo keynesiano y del estado benefactor, para favorecer así la elevación de la tasa de ganancias reorganizando los mecanismos de explotación del trabajo, ha terminado generando una crisis cuyas dimensiones aún no terminan de desplegarse, pero que sin duda amenaza con trastocar la estabilidad del propio sistema-mundo capitalista.

El denominado “fin de la historia”, propuesto por Fukuyama en la década de los 80 como período culminante del proceso histórico civilizatorio, a desarrollarse bajo la hegemonía del neoliberalismo y del modo de vida occidental (Fukuyama, 2002), no sólo se ha derrumbado como teoría, sino que amenaza con arrastrar tras de sí a la propia hegemonía occidental sobre el mundo globalizado. La burguesía mundial ha disparado el neoliberalismo, pero el tiro le ha salido por la culata (la insurgencia de los movimientos sociales y su propia debacle financiera).

Lo que se anunciaba como una remodelación general de las relaciones sociales, enfatizando los principios del lucro privado, de la competencia, del individualismo frente a los intereses colectivos, de los proyectos empresariales multinacionales frente a las manifestaciones de los estados nacionales y los sentimientos populares, ha terminado generando su lado contrario. Asistimos por una parte al debilitamiento general del sistema capitalista hegemonizado por el mundo anglosajón y que ha dominado en los últimos tres siglos, y al mismo tiempo al nacimiento de movimientos sociales que se enfrentan a los intentos del capital por imponer un imperio mundial militarizado.

Los pasos logrados en América Latina en la última década en el campo de la integración regional reflejan fielmente un cambio de época no visto desde el período independentista. La existencia hoy de la CELAC [25], de la UNASUR [26], de la ALBA [27], de PETROCARIBE [28], del Acuerdo de Defensa Suramericano [29], del Banco del Sur, y la reformulación del MERCOSUR [30], implica todo un entramado de organismos de integración alejados de manera explícita de cualquier subordinación a los Estados Unidos y a sus países aliados como Canadá, así como a sus organismos económicos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Son pasos históricos en la búsqueda de la soberanía económica, política y cultural, que por el momento constituyen los logros institucionales de una rebelión popular antineoliberal nacida con el Caracazo de 1989 y otros hechos similares suscitados en años subsiguientes a lo largo de todos los países latinoamericanos.

Los movimientos sociales latinoamericanos han contribuido a modificar, por lo menos en la última década, el curso de la historia, y nuevos sectores sociales han accedido al poder político impulsando transformaciones económicas, políticas y socioculturales que dibujan un panorama más cercano a los ideales de equidad y justicia social que han inspirado esas movilizaciones populares. Nuestra América se ha constituido, en estos albores del nuevo milenio, en territorio donde la lucha de clases renace con toda su fuerza, y los movimientos sociales populares recrean y replantean las aspiraciones ciudadanas de un mejor futuro para la humanidad.

Roberto López Sánchez y Carmen Alicia Hernández Rodríguez en dialnet.unirioja.es

Notas:

15.     Como dice James Petras: “Desde comienzos de la década de 1990, se produjeron en toda América Latina movimientos extraparlamentarios sociopolíticos masivos, acompañados por alzamientos populares a gran escala que llevaron al derrocamiento de diez presidentes neoliberales clientes de EEUU/UE: tres en Ecuador y Argentina, dos en Bolivia y uno en Venezuela y Brasil”. PETRAS, James. 2006. Petras, Evo, Chávez y el imperialismo. http://www.voltairenet.org/article139664.html#article139664.

16.       David Brooks/La Jornada. 2008. Se acabó la hegemonía de EEUU en América Latina. 15/05/08 - www.aporrea.org/tiburon/n114150.html

17.       Profesor del Postgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla, México.

18.       Soviet es una palabra rusa que se traduce en “consejo”. Los soviets rusos eran consejos de trabajadores organizados en las fábricas, zonas campesinas y en el mismo ejército, tanto en la revolución de 1905 como en 1917.

19.       Sergio Tischler. Profesor del Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla, México.

20.       Frase o consigna usada por los zapatistas: “preguntando caminamos”.

21.       Profesor e investigador de la Escuela de Trabajo Social en la Universidad Central de Venezuela y UBV, Caracas. Fallecido en diciembre de 2011.

22.       Central de Trabajadores de Argentina, surgida de un desprendimiento de la tradicional CGT.

23.       Fernando Calderón Gutiérrez (coordinador). 2012. La protesta social en América Latina.

24.       Perspectiva socialista que intenta diferenciarse del llamado “socialismo real” que imperó en la URSS y demás países de Europa del este. Para ello Heinz Dieterich acuñó el término de “Socialismo del Siglo XXI”, idea asumida por Hugo Chávez en Venezuela y por otros gobernantes latinoamericanos como Evo Morales en Bolivia (Dieterich, 2007: 22). El socialismo del siglo XXI reivindica la democracia participativa y la economía social, en contraste con el viejo modelo de partido único y economía estatizada que aplicaran los soviéticos.

25.       Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe.

26.       Unión de Naciones Suramericanas.

27.       Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América.

28.       Acuerdo energético de países caribeños.

29.       Acuerdo de cooperación militar de los países de Unasur.

30.       Mercado Común de países suramericanos, al cual se incorporó Venezuela como miembro pleno, en un proceso de redefiniciones del organismo orientado a una mayor soberanía económica del subcontinente.

Roberto López Sánchez y Carmen Alicia Hernández Rodríguez

Introducción

La lucha de clases expresada en América Latina desde finales del siglo XX y en estas primeras décadas del XXI, ha trascendido las expresiones clásicas manifestadas en los siglos anteriores y que sirvieron a los grandes teóricos del marxismo para formular sus propuestas sobre las estrategias a seguir para alcanzar una sociedad alternativa al capitalismo. Pretendemos aquí reflexionar teóricamente sobre la relación entre las ideas marxistas sobre las clases sociales, y cómo estas se empalman con la nueva realidad de una lucha de clases encabezada por los llamados “movimientos sociales”. De la tradicional confrontación entre burguesía y proletariado, que predominó hasta mediados del siglo XX, se ha pasado a nuevos escenarios de confrontación en los cuales participan otros grupos sociales distintos a los trabajadores industriales, e incluso estos trabajadores ya no son el sector mayoritario ni “dirigente” de los procesos de cambio social de la actual centuria.

Luego del derrumbe, entre 1989-1991, del bloque socialista encabezado por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), proliferaron numerosas teorías que glorificaban el predominio del capitalismo neoliberal sobre el mundo globalizado y daban por concluida la lucha de clases que por más de un siglo se había inspirado en el marxismo buscando una alternativa socialista. Sin embargo, en la América Latina, región en la cual se habían ensayado fuertes planes económicos neoliberales [1], se suscitaron desde finales de los 80 una serie de movimientos sociales que poco a poco modificaron el panorama de relativa “paz social” que había acompañado a los programas de “shock” impuestos por el Fondo Monetario Internacional.

El más significativo de esos movimientos fue el conocido como el “Caracazo”, insurrección popular espontánea suscitada en Caracas el 27 y 28 de febrero de 1989 [2], la cual dio paso a una profunda crisis de gobernabilidad en Venezuela, que condujo a los alzamientos militares de febrero y noviembre de 1992, junto con la destitución del presidente Carlos Andrés Pérez en 1993, procesos todos que marcaron el inicio de una época de cambios en el país, que se consolidaría con el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998.

Al igual que en Venezuela, a lo largo de los noventa y en la primera década del siglo XXI se produjeron movimientos sociales de protesta contra el modelo neoliberal en otros países de Latinoamérica, como Bolivia, Brasil, Ecuador, Argentina, Colombia y México, principalmente. Algunos de esos movimientos sociales jugaron papel destacado en el derrocamiento de gobiernos neoliberales, como las protestas que condujeron a la caída de Fernando de la Rua, en Argentina 2001; de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, 2003; de Jamil Mahuad en Ecuador, 2000 y Lucio Gutiérrez también en Ecuador, en 2005; de Fernando Color de Mello en Brasil, 1992; de Alberto Fujimori en Perú, 2000; y de Carlos Mesa, de nuevo en Bolivia, 2005. Hay que mencionar también a la rebelión popular del 13 de abril de 2002 en Venezuela, que permitió el regreso al poder del derrocado presidente Hugo Chávez y aplastó los intentos oposicionistas respaldados por los Estados Unidos [3] por derrocar al gobierno bolivariano y acabar con sus políticas antineoliberales de beneficios sociales populares y transformaciones políticas democráticas.

Una verdadera rebelión de los pueblos latinoamericanos contra el neoliberalismo [4], que ha permitido recrear el panorama de la lucha de clases continental (Alayón, 2007), y que en el último lustro ha comenzado a extenderse al resto de continentes, en el marco de la profunda crisis económica suscitada a partir de 2008 y de la consiguiente profundización de recetas neoliberales en países en los cuales estas políticas no habían tenido tanto desarrollo, como ha sucedido en la Unión Europea.

Con el presente trabajo nos proponemos introducir una reflexión teórica que busca actualizar el debate sobre la lucha de clases y la incidencia de los movimientos sociales en las propuestas de cambio sociopolítico en América Latina (lucha que se ha extendido, como ya hemos dicho, a otros continentes en fechas recientes). Sin entrar a analizar estudios específicos de casos, partimos de considerar de manera general las expresiones fundamentales que han tenido estos movimientos sociales y las distintas reflexiones que sobre ellos se han debatido en fechas recientes en nuestro continente. Un estudio más a profundidad sobre el movimiento de trabajadores en Venezuela hemos publicado en 2014 [5,] así como una reflexión sobre los movimientos estudiantiles opositores en Venezuela, publicada en 2015 [6]. También hemos publicado un análisis de la incidencia de los movimientos estudiantiles venezolanos de finales de los 80 en la crisis política que arranca a partir de febrero de 1989 [7].

En todo caso, nuestra intención es avanzar hacia conclusiones teóricas generales que se derivan de este despertar de la lucha de clases en Nuestra América, lucha que en el último lustro se ha extendido a otras regiones del mundo.

Sobre el concepto de clase social

Las clases sociales no constituyen una creación teórica del marxismo. La existencia de clases sociales fue reconocida desde la misma Grecia antigua, por autores como Aristóteles, quien dividía a la sociedad entre esclavos y hombres libres. En su obra La Política, Aristóteles establece incluso una relación entre el predominio de determinadas clases sociales y las formas de gobierno existentes.

En la obra de Carlos Marx no encontramos una definición detallada sobre las clases sociales. En el capítulo LII del tomo tercero de El Capital, titulado “Las Clases”, Marx inició el proceso de definir a las clases sociales, pero el manuscrito nunca fue culminado por el autor (Marx, 1980-a: 888).

En ese manuscrito, Marx se refiere a los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes, como las tres grandes clases de la sociedad capitalista moderna. De lo expuesto por Marx en esa y otras obras, podemos deducir que su concepto de clases sociales consideraba un nivel de abstracción que partía del análisis del modo de producción de una sociedad determinada (en este caso, del modo de producción capitalista) (Dos Santos, 1976: 24).

Como los modos de producción tienen una dinámica propia derivada de las relaciones contradictorias que se desarrollan en su seno, (tanto a nivel de las fuerzas productivas como de las relaciones de producción que asumen los seres humanos en el proceso de producción social), el concepto o la definición de las clases sociales en un modo de producción determinado va ligado al desarrollo de la lucha de clases.

Las clases sociales son resultado de esas relaciones antagónicas presentes en cada modo de producción, y el estudio de las mismas va ligado a la comprensión del concepto de lucha de clases. Para Marx la lucha de clases era “el motor de la historia”, el mecanismo que originaba los cambios en las sociedades. Más específicamente, Marx hizo énfasis en que la lucha de clases conducía a que una formación social determinada fuera sustituida por otra [8].

Los marxistas del siglo XX utilizaron la conceptualización de las clases sociales que propusiera el principal teórico y dirigente de la revolución soviética, Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin [9]:

Las clases son grandes grupos de hombres (y mujeres, agregamos nosotros) que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran con respecto a los medios de producción (relaciones en gran parte quedan establecidas y formuladas en las leyes), por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y consiguientemente, por el modo y la proporción en que perciben la parte de la riqueza social de que disponen. Las clases son grupos humanos, uno de los cuales puede apropiarse del trabajo de otro por ocupar puestos diferentes en un régimen determinado de economía social (Lenin; 1971-a: 228).

Esta definición implica una serie de aspectos básicos, que van más allá de la misma definición que hace Lenin, que aún hoy siguen planteados en el debate sobre la lucha de clases en el capitalismo globalizado, los cuales intentamos resumir a continuación:

1.       Las clases sociales responden a épocas históricas determinadas. Cada formación económico-social genera sus propias clases sociales. La clase obrera, o clase trabajadora como preferimos denominarla hoy en día, ha tenido su desarrollo fundamental en el sistema económico capitalista. Aunque no dejamos de reconocer que en términos históricos, se pueden haber identificado relaciones salariales en otros sistemas productivos distintos al capitalismo, sólo que en los mismos esa forma de relación productiva no estaba generalizada.

2.       La existencia de clases sociales presupone la desigualdad entre los miembros del colectivo humano específico. Implica un reparto inequitativo de la riqueza social. Los hombres y mujeres de la sociedad estudiada se involucran en el sistema productivo de diferentes formas. Cada una de esas formas de relación con la producción implica ventajas o desventajas para cada uno de esos grupos humanos. Las profundas diferencias sociales que genera el capitalismo, tanto en la época de los clásicos marxistas (mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX) como en estas primeras décadas del siglo XXI, son la constatación más contundente de la existencia de clases sociales.

3.       Estas distintas formas de relacionarse con el sistema productivo se establecen en las leyes y normas de la sociedad específica.

4.       El aspecto fundamental que establece esas diferencias sociales es la relación con los medios de producción. Más específicamente, por las relaciones de propiedad para con esos medios de producción. En el capitalismo, los trabajadores no poseen propiedad sobre los medios productivos, sólo cuentan con su propia fuerza de trabajo, la cual tienen que vender para poder subsistir, empleándose al capitalista, quien es propietario de los medios de producción (las fábricas, las tierras).

5.       La existencia de clases sociales implica también que las mismas participan de diferentes formas en la “organización social del trabajo”. La burguesía, propietaria de los medios de producción en el capitalismo, es la que organiza, dirige y administra las fábricas y centrales agrícolas. El trabajador, aún hoy en día, poco o nada incide en esa labor de “organizar el trabajo”.

La citada concepción de Lenin sobre las clases sociales ha sido enfrentada recientemente por una serie de autores marxistas que interpretan de forma diferente el pensamiento de Marx y que califican a las definiciones del tipo de Lenin como “sociológicas”.

Richard Gunn [10] establece que el pensamiento de Marx consideró a las clases como una relación social (Gunn, 2005: 19). Esto implica oponerse al criterio “sociológico” que define a las clases como grupos de personas, pues eso sería absolutizar las relaciones sociales, cuando en la realidad del sistema capitalista, una misma persona, o un grupo de individuos en particular, puede estar sometido (incluso a lo largo del día) a diferentes tipos de relaciones sociales.

Para este autor, la sociedad burguesa (la relación capital-trabajo) está presente, totalmente presente, aunque de manera cualitativamente diferente, en cada uno de los individuos que forman los momentos o partes de la sociedad (Gunn, 2005: 29). Apoyándose en Lukács, considera fundamental recurrir al concepto de totalidad, en el sentido de que para entender el concepto de clase social hay que considerar la totalidad de las relaciones sociales existentes en el capitalismo.

La definición de clase social va implícita en la noción misma de lucha de clases. Marx habla de que la clase obrera se convierte propiamente en una clase cuando es “clase para sí”, y que eso se logra sólo a través de la lucha política (Marx, 1979: 142).

Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha… esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política (Marx, Miseria de la Filosofía).

Por ello insiste Gunn en que la clase obrera no puede ser vista como un lugar específico, así como sería erróneo igualmente las consideraciones del “marxismo sociológico” referentes a la clase obrera como “clase dirigente” del proceso revolucionario, y a la necesidad de alianzas con otras clases sociales (las llamadas clases medias, pequeña burguesía, etc.). Hasta el mismo concepto de partido de la clase obrera queda en entredicho y Gunn termina considerándolo como “variación de un modelo burgués”. Para este autor, “la política auténticamente marxista equivale a una política de tipo anarquista” (Gunn, 2005: 26).

En un sentido similar, Werner Bonefeld [11] argumenta que la revolución socialista implica el final del concepto de clase, diferenciándose de quienes la consideran como el triunfo de la “clase obrera”. Puesto que la clase obrera se deriva de una relación social, la relación entre el trabajo asalariado y el capital, al desaparecer dicha relación desaparece la clase obrera como tal (Bonefeld, 2005: 39). Para este autor, más que establecer en nombre de quién se actúa, hay que definir en qué lado de la división de clases se encuentra uno.

El triunfo revolucionario y la instauración del socialismo implicarían la desaparición de las relaciones de producción capitalistas, es decir, la desaparición del trabajo asalariado y del capital, y con ello, la desaparición misma de la clase obrera en tanto su consideración anterior como “clase” propia del sistema capitalista. Sin capitalismo, sin explotación del trabajo asalariado, dejaría de existir también la clase obrera como tal.

En la misma dirección, autores como Michael Hardt y Toni Negri proponen repensar las tradicionales ideas sobre las relaciones de clase, propias de la izquierda comunista y socialista (Hardt y Negri, 2008: 89). Reconocen que con el término “clase obrera” generalmente se ha hecho referencia sólo a los trabajadores industriales, excluyendo a los trabajadores precarios, a las mujeres del trabajo doméstico, a los trabajadores de la agricultura, etc. En contraposición proponen la categoría de “multitud”, concebida como la suma de la singularidad y la cooperación, como una realidad en la que colectivos sociales diferentes se organizan de forma autónoma, pero que son capaces de colaborar entre ellos.

Lo que nosotros afirmamos es que existe la posibilidad de una concepción mucho más tolerante y común del trabajo y, por lo tanto, de una organización política abierta y horizontal del mismo, basada en esa noción de singularidad y cooperación que da cuerpo al concepto de multitud (Hardt y Negri, 2008: 89).

Hardt y Negri identifican a los nuevos movimientos antiglobalización como expresión de esa “multitud”. Y lejos de concebirse como una propuesta teórica acomodaticia, los autores engranan este concepto de multitud en una perspectiva teórica general que se identifica con la transformación revolucionaria del capitalismo globalizado: “el único camino para realizar la democracia de la multitud es el de la revolución” (Hardt y Negri, 2008: 79).

Otro autor de recientes participaciones en la política latinoamericana, como Heinz Dieterich, a quien se atribuye el término “Socialismo del Siglo XXI”, también defiende una perspectiva ampliada de “sujeto de cambio” en el actual capitalismo globalizado. Dieterich reconoce que la clase obrera seguirá siendo un “destacamento fundamental” de la lucha transformadora, pero probablemente no constituirá su “fuerza hegemónica” (Dieterich, 2007: 149). Lo que él denomina la “comunidad de víctimas del capitalismo neoliberal” es más amplia, es multicultural, pluriétnica, poli-clasista, de ambos géneros y global, integrada por todos aquellos que coincidan en la necesidad de democratizar a fondo la economía, la política, la cultura y los sistemas de coerción física de la sociedad mundial.

Entre esa comunidad de víctimas que son potenciales sujetos de cambio, Dieterich ubica a los sectores precarios, los indígenas, las mujeres, los intelectuales críticos, los cristianos progresistas, las Organizaciones No Gubernamentales (ONG’s) independientes (Dieterich, 2007: 150).

Suscribimos este concepto de la clase obrera en un sentido amplio, como una relación social, superando la visión anterior que la entendía como un lugar específico, como un grupo de personas claramente delimitado. Esta concepción implica asumir un concepto sobre las clases sociales más amplio, complejo y flexible que el que anteriormente impuso la “sociología leninista”. Por clase trabajadora se entiende entonces a los diversos grupos sociales que de una u otra forma sufren la opresión del capital, y no sólo a los obreros fabriles. En esta visión amplia de la clase trabajadora, entran las amas de casa, los desempleados, los movimientos indígenas, ecologistas, pacifistas, de diversidad sexual, de afrodescendientes, los movimientos estudiantiles, campesinos, de profesionales, los cooperativistas, e incluso los sectores de pequeños productores y pequeños comerciantes.

El estudio de los movimientos sociales

Las primeras teorías que intentaron explicar a los movimientos sociales, se ubicaron en una explicación psicológica de los mismos, considerándolos como producto de la alienación, la ansiedad, la frustración y la atomización social, es decir, como formas de conducta desviada. Por ejemplo, el estudio de Gustave Le Bon, Psicología de las masas, 1895 (Pérez, 1993: 149); y los sociólogos de la llamada Escuela de Chicago: Ralph Turner, Lewis Killiam, Talcott Parsons, Neil Smelser y Robert Merton (Aranda, 2000: 227). Estas teorías fueron desplazadas progresivamente, luego de los grandes movimientos de la década de los 60, por dos grandes tendencias que intentaban buscar las raíces sociales de la protesta colectiva: la teoría de la movilización de recursos, desarrollada principalmente en los Estados Unidos, y la teoría de la construcción de la identidad colectiva, desarrollada en la Europa occidental (López, 2007: 25).

Las teorías sobre los movimientos sociales tienen su referente en las sociedades de Europa Occidental y los Estados Unidos, y su aplicabilidad en las sociedades latinoamericanas es relativa. Además, dichas teorías fueron formuladas en un período histórico de relativa estabilidad política en los centros del capitalismo mundial, particularmente en el período de la llamada posguerra, durante el cual los sistemas representativos y los mecanismos de participación no estaban sometidos a las presiones que hoy día, en el contexto de la profunda crisis económica que se desarrolla desde el 2008 en los países de la Unión Europea y en los propios Estados Unidos.

El estudio de los movimientos sociales sufrió un cambio de paradigma a raíz de los grandes movimientos de protesta de la década de 1960 (Rubio, 2004: 3). Luego de los 60, ya no se podía aceptar que los participantes en las protestas fueran individuos anómicos e irracionales, como habían defendido los seguidores de las teorías sobre la sociedad de masas; los nuevos investigadores habían descubierto que se trataba de individuos racionales, bien integrados a la sociedad, miembros de organizaciones, y que en sus acciones de protesta estaban impulsados por objetivos concretos, valores generales, intereses claramente articulados y cálculos racionales de estrategia (Pérez, 1993: 162).

La teoría de la movilización de recursos, formulada por autores como Charles Tilly, John McCarthy, Mayer Zald, Doug McAdam y Sidney Tarrow, plantea que para que surja un movimiento social no basta con las razones para la protesta (privaciones, etc), sino que es fundamental disponer de recursos y de oportunidades para la acción colectiva, haciendo énfasis principal en la existencia de la organización como recurso fundamental para la movilización (Mc Adam, 1996) (Tarrow, 1997).

Por tanto, no es la privación o el malestar social, sino la prosperidad lo que facilita la aparición y el auge de los movimientos sociales, pues la prosperidad es la que permite disponer de mayores recursos. Tanto de mayores recursos personales, debido a la adhesión de individuos por razones de conciencia, es decir, de individuos que al tener resueltos sus problemas vitales básicos, disponen de recursos excedentes en tiempo, dinero y energía para dedicarlos a las actividades del movimiento; como de recursos materiales más abundantes.

En cuanto a la organización, se hace énfasis en la diferencia entre la organización de los movimientos sociales de protesta con las organizaciones burocráticas tradicionales (partidos, sindicatos, etc.). Las organizaciones de los movimientos sociales contienen grupos diversos, sin un mando único, con multiplicidad de liderazgos y de objetivos, y con canales de comunicación entre sí. En algunos casos, dichas organizaciones evolucionan hacia su institucionalización burocrática, pero ello ocurre sólo cuando el mismo movimiento social ha perdido su potencia movilizadora inicial.

En cuanto a las oportunidades para la acción colectiva, la teoría de la movilización de recursos plantea que los movimientos sociales son una forma de hacer política por otros medios, y más en concreto, por los únicos medios con que cuentan los grupos desprovistos de poder y que por ello no consiguen acceder a las formas institucionalizadas de acción política.

Los cambios favorables en el sistema político permiten que surjan movimientos sociales: uno de ellos es la mejora en la situación habitualmente poco favorable de los grupos de oposición. Un segundo factor es la aparición de crisis políticas, cuando la posición hegemónica de los grupos o coaliciones dominantes se debilitan a consecuencia de la crisis, generando una ampliación de las oportunidades políticas para los grupos opositores. Un tercer elemento sería la ausencia o el uso restringido de la represión estatal, lo cual suele ocurrir en conexión con los dos factores ya citados.

Otro aporte teórico a considerar está representado en la teoría de la construcción de la identidad colectiva, cuyos principales representantes son, entre otros, Alberto Melucci (Melucci, 1990), Alain Touraine (Touraine, 1990) y Claus Offe (Offe, 1988).

Esta teoría presta especial atención a los cambios estructurales del sistema capitalista que han dado origen a los nuevos movimientos sociales. En ruptura con el paradigma tradicional que veía a los movimientos sociales como expresión del enfrentamiento entre empresarios y trabajadores, o de manera más general, como una lucha de clases cuyo principal protagonista era el movimiento obrero, plantea la novedad de los movimientos estudiantiles, feministas, ecologistas y pacifistas, para poner algunos ejemplos, los cuales tienen poco o nada que ver con la definición tradicional referida a la clase trabajadora. Hay nuevos actores, nuevos objetivos, y nuevas formas de acción social. La explicación radica en que el desarrollo del capitalismo, en los países industrializados fundamentalmente, fortaleció a un importante sector de clases medias que suministró la base social para los nuevos movimientos.

Enfatizan los europeos en las diferencias entre las organizaciones de los nuevos movimientos sociales con las organizaciones formales tradicionales. Las primeras están caracterizadas por la actividad, la participación, el compromiso y la acción consciente; las segundas en cambio están jerarquizadas, con división de tareas y pasividad de la mayoría de sus miembros.

En los movimientos, el líder es un activista, la legitimidad se basa en el carisma, las relaciones entre los miembros tienen fuertes componentes emocionales, la lucha se dirige a objetivos ideales y se plantea en forma de rupturas radicales, y el público al que el movimiento atrae es joven en su mayoría. En cambio, las organizaciones formales tienen como dirigentes a administradores o gestores, su legitimidad es de carácter burocrático, las relaciones internas están dominadas por la racionalidad, y la lucha se dirige a la realización, aunque sea parcial, de los objetivos y a la consolidación de los logros alcanzados; predominando en las mismas las personas de mediana edad.

La espontaneidad, la informalidad y el bajo grado de diferenciación, tanto horizontal como vertical, son los rasgos definitorios de los nuevos movimientos sociales en el terreno de la organización. Esto explicaría la falta de continuidad características en estos movimientos. Esta discontinuidad se plantea como la presencia vinculada de dos etapas en la existencia de los movimientos sociales: una etapa de “latencia”, en la cual se experimentan los nuevos modelos culturales, opuestos a los códigos sociales dominantes, y se fortalecen los recursos y el entramado cultural para la movilización posterior; y la etapa de movilización propiamente dicha.

Alberto Melucci distingue tres tipos básicos de movimientos sociales: los movimientos reivindicativos, los movimientos políticos y los movimientos de clase (Pasquino, 1996: 208). El primer caso busca imponer cambios en los procedimientos de asignación de los recursos socio-económicos. El segundo busca incidir en el acceso a los canales de participación política y modificar las relaciones de fuerza. El tercer tipo de movimientos tiene por objetivo volcar el ordenamiento social, transformando el modo de producción y las relaciones de clase.

Tanto la teoría de la movilización de recursos como la de identidades colectivas, coinciden en valorar la acción de los movimientos sociales por medios organizados no tradicionales, es decir, al margen de los partidos políticos hegemónicos y de los sindicatos y gremios mayoritarios.

Autores como Cohen (1985) y Di Marco (2003) consideran que ambos enfoques no son incompatibles y elaboran una síntesis de los mismos. Los movimientos pueden luchar por la defensa y democratización de la sociedad civil, y por su inclusión dentro de la sociedad política. Ambos acercamientos forman parte de una mirada compleja acerca de los movimientos sociales: tanto la construcción de identidades colectivas como la interacción con las instituciones del estado, son aspectos del fenómeno que deben ser abordados simultáneamente (Di Marco, 2003: 39). El aporte de las dos teorías ya mencionadas [12], se puede resumir así:

Para que surja un movimiento social no basta que existan privaciones, sino que es fundamental disponer de recursos y de oportunidades para la acción colectiva. La organización es una condición básica de la movilización. Los movimientos sociales se desarrollan al margen de las organizaciones burocráticas tradicionales, como los partidos y sindicatos. Estos movimientos son una forma de hacer política por medios no convencionales, por parte de los grupos desprovistos de poder y que no tienen acceso a las formas institucionalizadas de acción política. Surgen en medio de crisis políticas, o en el marco de procesos de apertura política que favorecen la acción de los grupos de oposición. Los cambios estructurales en el sistema capitalista han permitido la insurgencia de movimientos sociales distintos al tradicional enfrentamiento burguesía-proletariado o terratenientes-campesinos. La aparición de importantes sectores de clases medias favoreció el desarrollo de movimientos estudiantiles, profesionales, feministas, pacifistas y ambientalistas, entre otros. Los códigos culturales (la identidad colectiva) entre los miembros de los movimientos sociales contribuyen a la permanencia de los mismos. La espontaneidad, la informalidad y el bajo grado de diferenciación son los rasgos definitorios de la organización de los movimientos sociales. Los líderes de estos movimientos se basan en su carisma y en la relación directa con todos sus miembros. Estos últimos participan en la toma de decisiones y expresan un alto grado de conciencia y compromiso. En contraste con las jerarquías y la pasividad existentes en las organizaciones tradicionales.

En fecha más reciente autores como Doug Mc Adam, Charles Tilly y Sidney Tarrow han propuesto perspectivas de análisis de los movimientos sociales que intentan abordar la complejidad de los mismos. En su obra “Dinámica de la contienda política” (Mc Adam, 2005), presentan un enfoque “sincrético” que enfatiza en la relación entre actores, instituciones, y el flujo de las políticas de enfrentamiento, que se refieren a la lucha política colectiva (Di Marco, 2003: 37). Este enfoque busca aspectos comunes en diferentes formas de lucha y procesos de movilización social, considerando incluso las políticas institucionales y las no institucionales.

Superando la anterior división que dejaba el estudio de los movimientos sociales en manos de la psicología social, mientras la ciencia política se encargaba de la política “normal”, estos autores consideran que en las últimas décadas se ha superado esa división del trabajo, y que las coaliciones, la interacción estratégica y las luchas por la identidad suceden tanto en las políticas de instituciones establecidas como en las rebeliones, huelgas y movimientos sociales.

Finalmente diferencian las políticas de confrontación en inclusivas y transgresoras. En las primeras las partes en conflicto son consideradas como actores políticos constituidos, y en las segundas al menos una parte emplea acciones colectivas innovadoras y adopta medios de lucha inusuales e incluso prohibidos.

Los resultados generados por la acción de los movimientos sociales se ubican en un terreno poco estudiado y menos definido por los investigadores. Autores como Francesco Alberoni afirman que los resultados históricos y las consecuencias de la acción colectiva no necesariamente se relacionan con el proyecto inicialmente formulado por los movimientos sociales. Este autor analiza los mecanismos por medio de los cuales el Estado busca controlar a los movimientos sociales, mencionando entre estos: la canalización institucional del movimiento; los impedimentos para reconocer legalmente al movimiento e impedir su generalización; el forzar al movimiento a competir con los medios más favorables al Estado; los métodos de infiltración; la cooptación de sus líderes o su sustitución; y la represión violenta (Pasquino, 1996: 209).

A manera de conclusión, todos los autores de las diversas teorías contemporáneas sobre los movimientos sociales coinciden en afirmar que son un camino de participación política muy influyente, y que representan una de las formas modernas de incidir sobre las elites gobernantes y las políticas que estas elites desarrollan.

Pero el estudio de los movimientos sociales también ha tenido su desarrollo específico en autores latinoamericanos. Luis Britto García enfatiza las características básicas de los movimientos sociales surgidos en América Latina en los últimos años:

•        Surgen de problemas reivindicativos específicos (la tierra, el agua, las mejoras laborales, los derechos humanos, contra la represión, cuestiones de género, igualdad étnica).

•        Preponderancia de estructuras organizativas horizontales y consensuales.

•        Colaboración entre movimientos diversos y de objetivos diferentes.

•        Empleo de una gran variedad de formas de lucha: redes de solidaridad social, cooperativas, usos de medios alternativos, manifestaciones, protestas, cortes viales, sin excluir la participación electoral e incluso la lucha armada, pero sin limitarse a ellas (Britto, 2010: 48).

En una perspectiva de mayor profundidad, Graciela Di Marco (2003: 40) enfatiza en la particularidad de los movimientos sociales de Latinoamérica, distanciándose de los autores norteamericanos y europeos (como Tilly y Touraine) que vinculan los movimientos sociales a los regímenes democráticos, a luchas urbanas orientadas a obtener más ciudadanía, mejor consumo, defender culturas y conquistar autonomías comunitarias. Esta autora señala la particularidad de los movimientos sociales surgidos en Latinoamérica a partir de los años 80, que se generaron en presencia de gobiernos autoritarios y en el marco de condiciones de vida cada vez peores (generalización de la pobreza como resultado de las políticas neoliberales). Por ello concluye que “los movimientos sociales no tienen idéntico origen”, aunque tengan ciertas características comunes en diversos contextos socioculturales.

En otras palabras, muchos movimientos sociales de América Latina no surgieron en un contexto de abundancia de recursos, como sostienen los teóricos norteamericanos, sino en el marco de grandes penurias socioeconómicas, como serían por ejemplo los movimientos indígenas de Bolivia, Perú y Ecuador, los movimientos campesinos representados en el Movimiento Sin Tierra en Brasil, y los desempleados expresados en el movimiento Piquetero en la Argentina.

Los movimientos sociales de América Latina son procesos surgidos en la sociedad civil que se dirigen a producir transformaciones ante situaciones que se hacen intolerables para un amplio sector de la ciudadanía, con dinámicas que exceden el orden institucional establecido, incluyendo la desobediencia civil y la lucha violenta de calle. Buen ejemplo de ello son los movimientos de madres y familiares de víctimas de la represión surgidos durante las dictaduras militares en Argentina y Chile, las organizaciones indígenas surgidas en Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, las comunidades eclesiales de base, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil y el movimiento estudiantil chileno.

A este respecto, Graciela Di Marco enfatiza que los movimientos latinoamericanos han trascendido los episodios de protesta y han originado nuevas formas de organización social que se mantienen en el tiempo. Su continuidad y permanencia ha permitido que las nuevas organizaciones se hayan implantado en las sociedades respectivas, más allá de su irrupción original e innovadora en el espacio público (Di Marco, 2003: 41). Esta autora hace énfasis en dos de estos movimientos: el de mujeres y el de los derechos humanos. Nosotros mencionamos otros como los zapatistas en México, que se mantienen luego de más de dos décadas de su primaria insurgencia; como el Movimiento al Socialismo en Bolivia, que en cierta forma canalizó las protestas campesinas que liderara Evo Morales a comienzos de este siglo y que actúa como partido de gobierno desde 2006. El movimiento estudiantil chileno, que insurge con fuerza desde 2011 y que en 2014 lograra llevar al poder legislativo a cuatro de sus principales líderes [13], sin dejar de mencionar la incorporación de su principal reivindicación, la conquista de la gratuidad para la educación universitaria, al programa de la ganadora de las elecciones presidenciales, Michele Bachelet, aspecto que ha comenzado a cumplirse con medidas recientemente tomadas en mayo de 2015 [14].

Este fenómeno de movimientos sociales que avanzan a consolidarse como formas de organización social más permanentes en el tiempo, y que comienzan a influir decisivamente en las estructuras de poder, también se comienza a manifestar del otro lado del Atlántico, con el triunfo de Syriza en Grecia y el crecimiento de Podemos en España. Ambas agrupaciones nacidas o derivadas de la fuerte protesta social que desde el 2011 enfrentó la reestructuración económica neoliberal (los llamados “planes de austeridad”) que impuso la Unión Europea a sus ciudadanos.

Roberto López Sánchez y Carmen Alicia Hernández Rodríguez en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.      Por lo menos desde 1974, cuando los denominados “Chicago Boys” (economistas monetaristas de la Universidad de Chicago) asesoraron al dictador chileno Augusto Pinochet para ejecutar el primer plan neoliberal en América Latina.

2.      Las protestas de calle se mantuvieron hasta el día 3 de marzo, a pesar de la fuerte represión militar desatada por el gobierno desde el mismo 28, al decretar toque de queda y suspender las garantías constitucionales. Oficialmente fueron reconocidos alrededor de 300 fallecidos, pero cálculos independientes llevan la cifra a más de mil asesinados por la represión.

3.      Sobre la intervención del gobierno de los Estados Unidos en el golpe del 11 de abril de 2002 se ha escrito mucho en Venezuela. Uno de los textos más profundos es el publicado por Eva Golinger, “El Código Chávez”, en 2005. Sobre el desarrollo mismo del golpe derechista del 11 de abril y del contragolpe popular del 13 de abril de 2002 recomendamos el libro de Ernesto Villegas, “Abril Golpe Adentro”, publicado en 2012.

4.      En esa dirección ha escrito Rubén Alayón en 2007. Quien fuera profesor en la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Bolivariana de Venezuela. Compañero y amigo de las luchas estudiantiles de comienzos de los 80, quien falleciera en diciembre de 2011.

5.      López Sánchez, Roberto y Hernández Rodríguez, Carmen Alicia. 2014. “Cambios y continuidades en el movimiento de trabajadores en Venezuela: 1999-2013”. Taller (Segunda Época). Revista de Sociedad, Cultura y Política en América Latina, Vol.3, N° 3. Buenos Aires (Argentina). pp. 61-77. El artículo resume algunas conclusiones de un trabajo más extenso que espera por su publicación, sobre el movimiento de trabajadores en Venezuela durante el gobierno de Hugo Chávez.

6.      López Sánchez, Roberto; Paredes, Lorelli y otras. 2015. “Las protestas de 2014 en Venezuela y la teoría de los movimientos sociales”. Revista Dialogo de Saberes, año 8, n° 22, Enero/Abril-2015. Universidad Bolivariana de Venezuela.

7.      López Sánchez, Roberto y Hernández Rodríguez, Carmen Alicia. 2011. “Años 80: luchas estudiantiles y crisis del “puntofijismo”. En: “154 años de movimientos estudiantiles en Iberoamérica”. Silvia González Marín y Ana María Sánchez Sáenz. Coordinadoras. Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México. 814 p.

8.      Una formación económico-social estaba constituida, según Marx, por la estructura económica (el modo de producción), y la superestructura jurídico-política y cultural (las formas de gobierno y de pensamiento).

9.      Vladimir Ilich Ulianov (1870-1924), mejor conocido por Lenin, su pseudónimo de la clandestinidad. Principal dirigente del Partido Bolchevique. Condujo victoriosamente la Revolución de Octubre de 1917, primera revolución socialista que logró consolidarse en el poder.

10.       Profesor en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Edimburgo, Inglaterra.

11.       Profesor en el Departamento de Ciencias Políticas en la Universidad de York, Inglaterra.

12.       La Teoría de la Movilización de Recursos y la Teoría de las Identidades Colectivas.

13.       Estos cuatro ex-dirigentes estudiantiles son: Camila Vallejo, Karol Cariola –ambas del Partido Comunista–; Giorgio Jackson, de Revolución Democrática; y Gabriel Boric, de la Izquierda Autónoma. Fuente: Emol.com - http://www.emol.com/noticias/nacional/2013/11/17/630258/ex-dirigentes-estudiantiles-que-llegan-al- parlamento.html

14.       Fuente: http://www.elpais.com.uy/mundo/bachelet-anuncio-educacion-gratuita.html.