Antonio Viana

1.        La recepción de las nuevas normas sobre los católicos procedentes del anglicanismo

En el año 2009 fue publicada y promulgada oficialmente la constitución apostólica Anglicanorum coetibus de Benedicto XVI, acompañada de unas Normas complementarias publicadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe [1]. Estas disposiciones prevén el establecimiento de ordinariatos personales para organizar en diversos países la recepción en la Iglesia católica de comunidades de pastores y fieles procedentes de la Comunión anglicana. De momento se han erigido tres ordinariatos: uno para Inglaterra y Gales, otro para los Estados Unidos de América y un tercero en Australia [2].

Naturalmente estos importantes acontecimientos han suscitado mucho interés en la opinión pública internacional y también entre los canonistas [3]. De una manera general puede decirse que el documento pontificio ha sido recibido no sólo con interés sino también con alegría, a la vista de que no pocos fieles tienen la posibilidad de ver satisfechos después de bastantes años sus deseos de plena comunión con la Sede apostólica romana.

Sin embargo, se ha expresado alguna insatisfacción por considerar que Anglicanorum coetibus no supondría un verdadero avance en el ecumenismo, juicio que parece excesivo si se tienen en cuenta las positivas reacciones en el ámbito del anglicanismo [4]. También suena excesiva la crítica de algún autor que contempla Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias como un paso más en la consolidación de las jurisdicciones personales en la Iglesia (ordinariatos personales, prelaturas personales, administraciones apostólicas personales, ahora ordinariatos personales para antiguos anglicanos) en detrimento de la jurisdicción territorial de los obispos [5], ya que esa afirmación exige comprobar si la potestad del obispo local queda realmente desprotegida o limitada con las circunscripciones personales. De todas formas, la debida relación entre jurisdicción territorial y personal es ciertamente una cuestión de la mayor importancia y merecerá alguna referencia por nuestra parte.

Con todo, es más frecuente leer apreciaciones y comentarios que han lamentado no tanto la solución que se ha encontrado, sino más bien aspectos que se juzgan menos claros en la nueva normativa. La misma publicación de Normas complementarias de la Anglicanorum coetibus ha planteado interrogantes desde el punto de vista formal. En efecto, la promulgación oficial de los documentos fue acompañada de actuaciones que benévolamente podrían ser calificadas de informales y que han confundido a no pocos comentaristas en algo tan importante como es la exacta determinación del texto de las normas, más allá de las distintas versiones que se difundieron desde el primer momento en diferentes lenguas [6].

Además, las Normas complementarias desarrollan importantes aspectos de Anglicanorum coetibus, pero fueron publicadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe con una simple aprobación del Papa en forma común, aunque su alcance y contenido habrían aconsejado más bien la forma legal, a través, por ejemplo, de la delegación pontificia según el c. 30 del CIC o incluso una aprobación pontificia en forma específica. La naturaleza jurídica de esta normativa complementaria permanece oscura, aunque podría ser considerada bajo la forma de un decreto general dictado por quien tiene potestad ejecutiva que desarrolla la legislación pontificia (cfr. cc. 31-33 del CIC). Pienso que esta es la conclusión menos inadecuada, ya que una Congregación de la curia romana no puede publicar leyes ni decretos generales legislativos a no ser por delegación pontificia o con aprobación pontificia en forma específica, requisitos que no se han cumplido en el caso de las Normas complementarias [7].

En esta línea, Georg Bier lamenta la indefinición de las Normas complementarias y afirma con razón que habría sido mejor publicar un solo texto refundido que recogiera toda la normativa, ya que algunas disposiciones de las Normas complementarias tienen gran importancia y no se sabe bien por qué no han sido incluidas en la constitución apostólica de Benedicto  XVI [8]. El resultado final, en efecto, expresa una extraña distribución de materias entre Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias.

Además de estas cuestiones, más bien de orden formal, los canonistas no han dejado de presentar sus observaciones en torno a aspectos sustanciales de la nueva normativa. Algunos de esos aspectos afectan a cuestiones un tanto inciertas, como pueden ser el alcance de la potestad del ordinario que, con potestad vicaria del Papa, gobierna el ordinariato, o cuál sea el significado de la autonomía de esta figura en relación con las diócesis católicas o el sentido de la organización estructural de la nueva figura, más bien precaria en algunos aspectos.

Desde luego, una cuestión verdaderamente importante es la naturaleza del ordinariato personal. Si esta cuestión no resulta clara, contamina, por así decirlo, la percepción de otras cuestiones derivadas y conexas. La afirmación de que el ordinariato para nuevos católicos procedentes del anglicanismo es una circunscripción personal equiparable con las diócesis (cfr. AC, art. I § 3) es manifiesta en la literatura canónica, pero exige al mismo tiempo tener claro qué significa esa calificación no sólo respecto al ordinariato como tal, sino también en el contexto sistemático de la organización pastoral de la Iglesia.

¿Expresa la figura del ordinariato para antiguos anglicanos la realidad de la Iglesia particular, concretamente una Iglesia sui iuris al estilo de las Iglesias orientales católicas? ¿Qué alcance tiene aquí el hecho de que la tradición anglicana, que la nueva normativa quiere respetar en sus aspectos litúrgicos, espirituales y pastorales, haya de considerarse a su vez dentro de la tradición latina? Y, por acudir ya a la terminología propiamente canónica, ¿qué se puede decir respecto de la comparación entre los ordinariatos para antiguos anglicanos y otras circunscripciones eclesiásticas sin territorio propio, como los ordinariatos militares o las prelaturas personales?

Precisamente con ocasión de los comentarios publicados sobre la normativa de los nuevos ordinariatos personales se han expresado algunas opiniones acerca de la naturaleza de esas figuras en comparación con las prelaturas personales. Me propongo en estas páginas comentar esas opiniones porque pienso sinceramente que profundizar en ellas, sin polémicas estériles, puede servir de ayuda para entender mejor algunos aspectos del sistema de estructuras pastorales de la Iglesia contemporánea.

2.        Opiniones obiter dictae sobre ordinariatos y prelaturas

Las referidas opiniones sobre las prelaturas personales en el contexto de los nuevos ordinariatos se han expresado incidentalmente y de manera breve, salvo en un caso al que aludiré más abajo. Además, no son propiamente opiniones con argumentos nuevos sino que más bien repiten opiniones ya publicadas hace muchos años.

Algo que llama la atención es el proceso de recepción y trasmisión de los argumentos. Es conocida la tesis de que la prelatura personal sería una institución de naturaleza clerical por su composición y finalidad. A veces esta tesis ha llegado a afirmar también que la prelatura personal como tal pertenecería al género de las realidades asociativas en la Iglesia, aunque es más frecuente sostener que se trataría de una realidad institucional de carácter administrativo. Dentro de la tesis clerical poco más se podría decir, ya que sus defensores no se han preocupado mucho de argumentar qué sería positivamente una prelatura personal y qué características habría de tener en la comunión eclesial; más bien esta tesis asociativo-clerical ha dedicado más tiempo y espacio a negar que la prelatura personal sea una circunscripción eclesiástica compuesta de clérigos y laicos, bajo el gobierno de un prelado como ordinario propio.

La afirmación de que la prelatura personal es una institución compuesta exclusivamente de clérigos, no perteneciente al sistema de las comunidades con clero y pueblo de la organización jerárquica de la Iglesia, se encuentra en manuales, diccionarios y sobre todo en breves comentarios a los cc. 294-297 del CIC de 1983. Sucede a veces que, desde tales instrumentos, aquella afirmación se trasmite de manera acrítica, a través de un proceso de vulgarización y difusión de opiniones. De este modo la cuestión de la naturaleza de la prelatura personal se despacha de manera drástica y expeditiva con pocas palabras, en contextos doctrinales que exigirían más detenimiento.

Podemos poner algunos ejemplos de este modo de proceder. La publicación de los documentos que facilitan la inserción corporativa de antiguos anglicanos en la plena communio ha sido posible después de bastantes años de acercamientos y conversaciones con la Santa Sede. En diversas ocasiones se planteó la posibilidad de que el instrumento canónico para facilitar aquella finalidad fuese la prelatura personal. Esa posibilidad no siempre encontró adhesiones; incluso presentó objeciones algún destacado canonista que afirma la naturaleza comunitaria de la prelatura personal, es decir, su posible composición de clérigos y laicos [9]. Pero, más allá de esas opiniones, lo que resulta criticable es que la posibilidad de una prelatura para antiguos miembros de la Comunión anglicana sea negada por el prejuicio de considerarla una institución clerical o asociativo-clerical.

Así, Anthony Jeremy escribe que la posibilidad de aplicar el modelo de la prelatura personal como «asociación eclesial de fieles» a los antiguos miembros de la Comunión anglicana, tenía el inconveniente de que los laicos solo pueden colaborar con esas prelaturas pero sin formar su pueblo propio [10]. El autor no explica tal afirmación fuera de una vaga referencia a los cc. 295 y 296 del CIC, que de ninguna manera justifican que una prelatura personal (ninguna prelatura en realidad) pueda ser una asociación de fieles. Por argumentar solamente desde los cánones del CIC de 1983, las prelaturas personales no están reguladas entre las asociaciones de fieles ni tampoco con las normas sobre la vida consagrada asociada; una asociación de fieles no es erigida tras haber consultado a la conferencia episcopal interesada, ni depende de la Congregación para los Obispos, ni tiene al frente un ordinario propio con potestad de régimen y capacidad ordinaria de incardinar clero, como ocurre en cambio con cualquier prelatura personal [11].

Otra referencia incidental a la naturaleza de las prelaturas personales en el contexto de las nuevas normas para antiguos anglicanos se contiene en un escrito de Christopher Hill que las considera «esencialmente» como «instituciones clericales o sociedades» [12]. Tampoco aquí se dan mayores explicaciones, como si se tratara de una conclusión incontestable. Desde luego, con un planteamiento de este estilo sería imposible que una prelatura personal pudiera servir para dar acogida corporativa a los antiguos anglicanos, que tanta importancia dan a la participación de los laicos en la vida eclesial y en sus instituciones.

Resulta disculpable esa actitud doctrinal cuando es causada por una información que no se ha podido contrastar suficientemente. En cambio, es difícil de comprender que ese estilo se encuentre en el interesante, extenso y documentado estudio sobre Anglicanorum coetibus, en el que Georg Bier se ocupa de la comparación entre los ordinariatos y las prelaturas personales. Esa comparación es completamente lógica, pues como mínimo se trata de dos instituciones eclesiásticas con jurisdicción personal, no territorial. Pero Bier reserva a la cuestión tan solo una nota al pie de página. En ella, además de afirmar que las prelaturas personales son agrupaciones clericales que no se diferenciarían radicalmente de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica y que ni siquiera serían estructuras de la Iglesia (sic), aunque sí en la Iglesia, sostiene que acercar y comparar ordinariatos y prelaturas personales es una cuestión de política eclesiástica, con la pretensión de revalorizar la prelatura personal como si fuese una Iglesia particular. Por si fuera poco, Bier personaliza esa actitud política aludiendo a la biografía del obispo Juan Ignacio Arrieta [13]. Pero de ese modo, además de distanciarse cómodamente de la cuestión doctrinal que debería haber tratado, el canonista alemán comete el grave error de contaminar el medio ambiente de la sana discusión con el humo negro del reproche ad hominem. Cualquiera que haya estudiado a fondo en estos años la literatura especializada sabe que hay autores que sostienen con respetables argumentos la posible equiparación jurídica de la prelatura personal con la diócesis, dentro de ciertos límites y siempre en función de lo que dispongan los estatutos  de cada prelatura; pero sabrá también que no se conoce canonista ni teólogo que haya defendido que la prelatura personal sea o pueda ser considerada una Iglesia particular. Sería cuestión de analizar esos respetables argumentos y no de atacar, como Don Quijote, molinos de viento.

Más importancia ha dedicado a la relación entre ordinariatos y prelaturas un estudio de Vittorio Parlato, publicado poco después de Anglicanorum coetibus [14]. Aunque de manera breve, su estudio plantea en general la cuestión de la complementariedad con las Iglesias particulares y alude a un discurso de Juan Pablo II leído en 2001. De ambas cuestiones nos ocuparemos más adelante en estas páginas.

Pero seguramente quien ha dedicado mayor espacio al argumento que aquí nos ocupa ha sido Gianfranco Ghirlanda, en un estudio que fue publicado poco después de los documentos pontificios sobre los anglicanos recibidos en la comunión católica. Las páginas que el influyente profesor de la Universidad Gregoriana de Roma dedica a la relación entre ordinariatos y prelaturas contienen pocas novedades respecto a lo que él había escrito anteriormente [15]. No sólo eso: el autor insiste de una manera categórica y más bien polémica en sus conocidas opiniones sobre la naturaleza de la prelatura personal. Escribo que lo hace polémicamente no porque abra un diálogo con las opiniones diferentes a la suya, ya que sencillamente no las cita, sino en el sentido de que su argumentación es negativa. El Padre Ghirlanda insiste en lo que no es la prelatura personal. Escribe que no es una circunscripción eclesiástica equiparable con las diócesis y que no pueden incorporarse a ella fieles laicos para cooperar orgánicamente con los sacerdotes, pues de lo contrario estaríamos ante una estructura jerárquica con clero y pueblo, que fue un modelo rechazado durante los trabajos preparatorios del CIC. Se basa, para esa argumentación en negativo, en una lectura peculiar de los trabajos preparatorios del CIC de 1983 y, como novedad, se apoya también en algunos apuntes sobre el derecho particular aplicable a la única prelatura personal hasta ahora existente, esto es, el Opus Dei.

Estas páginas no tienen por objeto repetir argumentos bien conocidos sobre la naturaleza de las prelaturas personales. Pero hay algunas cuestiones en las que me gustaría profundizar de nuevo, más que nada por la importancia que presentan en sí mismas. Quizás con empeños doctrinales semejantes pueda alentarse un mayor desarrollo de la figura de la prelatura personal en beneficio de la Iglesia, que mejore la escasa aplicación de esta figura canónica y pastoral [16].

3.        Revisita del Concilio Vaticano II a propósito de los laicos en las prelaturas personales

3.1.    El texto instituyente y su interpretación

La figura de la prelatura personal es mencionada en tres lugares del Concilio Vaticano II: el decreto Presbyterorum ordinis n. 10 y el decreto Ad gentes nn. 20 y 27. En realidad es el primero de los lugares citados el que más interesa, pues Ad gentes ya se remite al decreto sobre los presbíteros [17].

Ante todo, podemos recordar literalmente el texto de Presbyterorum ordinis n. 10 que instituyó las prelaturas personales: «Revísense, además, las normas sobre la incardinación y ex-cardinación de manera que, permaneciendo firme esa antiquísima institución, responda mejor a las actuales necesidades pastorales. Y donde lo exija una razón de apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis especiales o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según normas que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar» [18].

Naturalmente, este texto ha sido muchas veces estudiado y comentado por la doctrina sobre las prelaturas personales. A simple vista se limita a presentar la nueva figura de la prelatura personal, en el contexto de una deseada renovación de las normas sobre incardinación y ex-cardinación. Dispone el texto la finalidad de las nuevas instituciones previstas, no limitada exclusivamente a la distribución geográfica del clero, el ámbito en el que pueden actuar, su capacidad de incardinar clero y el necesario respeto de los derechos de los ordinarios locales cuando se establezcan las normas aplicables a cada prelatura personal. En el decreto conciliar sobre los presbíteros se mencionan también otras entidades bien conocidas por el derecho canónico, como las diócesis y los seminarios, mención que es acompañada de sendos calificativos que expresan la novedad: seminarios internacionales, prelaturas personales, diócesis especiales.

Al estudiar los trabajos preparatorios de Presbyterorum ordinis n. 10, se comprueba la preocupación de los obispos por facilitar una mejor distribución y movilidad del clero, el deseo de facilitar también obras pastorales en favor de grupos sociales concretos, la disponibilidad hacia estructuras jerárquicas no territoriales que fuesen respetuosas con la potestad de los obispos en sus diócesis. Lo mismo sucedió durante la preparación de otros documentos del Concilio, como por ejemplo el decreto Christus Dominus sobre la función pastoral de los obispos, cuyo n. 18 se refiere a la necesaria atención espiritual que deben recibir los grupos de fieles que por sus circunstancias de movilidad social no pueden recibir suficientemente la atención pastoral ordinaria (sobre todo, los emigrantes y asimilados). Esas preocupaciones pastorales, unidas a la tendencia y a la realidad práctica de una flexibilización de las antiguas prelaturas nullius dioecesis, llevó a la previsión expresa de las prelaturas personales en el decreto sobre los presbíteros por primera vez en la historia del derecho canónico.

Es decir, en la previsión de las prelaturas personales confluyen dos elementos: por un lado, las nuevas circunstancias sociales que un concilio prevalentemente pastoral, como lo fue el Vaticano II, no podía dejar de valorar como oportunidad y reclamo de unas estructuras eclesiásticas renovadas; por otro, la reforma o ampliación de entidades ya existentes, como las diócesis y las prelaturas, de modo que, sin dejar de ser verdaderas diócesis y prelaturas, pudieran resultar más adecuadas a los retos de la evangelización moderna.

Es lógico que en la interpretación del texto citado de Presbyterorum ordinis n. 10 los autores se hayan detenido en el significado del género propio que es mencionado expresamente. Estos estudios han permitido profundizar ampliamente en el significado de las prelaturas en el derecho canónico. El Concilio quiso que la nueva figura perteneciera a una categoría ya conocida por el derecho de la Iglesia, de modo que su delimitación personal no excluyera su categoría prelaticia. No hay datos en el texto citado que permitan hablar de una asociación de fieles o de sacerdotes, y el propio contexto del texto citado impide también semejante interpretación. Presbyterorum ordinis n. 10 no permite concluir tampoco que la composición de la prelatura personal sea exclusivamente clerical: el hecho de que el texto esté encuadrado en un documento dedicado a los presbíteros no significa que solo ellos puedan pertenecer a las nuevas prelaturas; además, en el texto se mencionan diócesis especiales, que por definición, en cuanto diócesis, cuentan con fieles laicos. Por acudir a un contexto más amplio dentro del Vaticano II, cuando el decr. Christus Dominus trata en su n. 43 de los antiguos vicariatos castrenses no menciona a los laicos como posibles miembros del vicariato, sino solamente al vicario y a los capellanes militares; pero al tratarse de una figura bien conocida, a nadie se le ocurrió negar que los laicos pudieran pertenecer a tales circunscripciones [19].

Por estos y otros motivos que podrían alegarse, no puede ser aceptada la afirmación de Ghirlanda cuando sostiene, sin ninguna referencia que lo pruebe, que «el Concilio no toma en consideración la posibilidad de una colaboración de los laicos con las obras de una prelatura personal y mucho menos de su incorporación a ella. Por tanto, el Concilio no prevé que las prelaturas personales sean instituidas para la cura pastoral ordinaria de fieles que pertenezcan a la prelatura» [20]. Aunque se trate de una afirmación escrita en una nota al pie del texto principal, lo que aquí se dice es demasiado importante como para ser pasado por alto, ya que si se oscurece la base conciliar de las prelaturas personales es inevitable que las conclusiones posteriores resulten contaminadas por el desacierto original.

Como ya se ha dicho, el Concilio Vaticano II no se ocupó directamente de cómo habría de articularse la incorporación de fieles laicos a las nuevas prelaturas, ya que esta y otras cuestiones se dejaron para la normativa de desarrollo. Esto fue completamente razonable, ya que el Concilio Vaticano II no era la instancia adecuada para una legislación detallada [21]. Ahora bien, deducir de ese silencio natural la imposibilidad de una participación laical es ir demasiado lejos, supondría exigir al texto instituyente una reglamentación que no tenía en aquel momento la misión de dar.

Un buen estudio sobre las prelaturas personales en el Concilio Vaticano II fue publicado por Javier Martínez Torrón ya en 1986. Una de las conclusiones del autor a propósito de la base comunitaria de las nuevas prelaturas previstas es que «la mente del Concilio Vaticano II era partidaria de la intervención activa de los seglares en esas iniciativas apostólicas (…), según el papel específico que les corresponde en la vida de la Iglesia» [22]. En efecto, a partir de noviembre de 1963, con el Schema decreti de sacerdotibus, ninguno de los proyectos de Presbyterorum ordinis se referirá a las prelaturas personales como entidades formadas exclusivamente por sacerdotes, porque desde entonces el modelo de la Misión de Francia dejó de ser la referencia exclusiva para la inspiración de las prelaturas personales [23]. Más adelante afirmará con buena base Martínez Torrón que la colaboración de los laicos en las prelaturas personales, prevista ya explícitamente por el m.p. Ecclesiae Sanctae, I, 4 no fue una «radical innovación» respecto a lo que ya el Concilio había aprobado [24]. Esta ley de Pablo VI fue publicada el 6.VIII.1966, apenas ocho meses después de la votación definitiva del decreto Presbyterorum ordinis [25].

Notable es también la conclusión que extrae Ciro Tammaro tras haber estudiado la tramitación del decr. Presbyterorum ordinis: «Del examen de los proyectos del Decr. Presbyterorum ordinis resulta claro, por tanto, que en las intenciones de los Padres conciliares no existía el objetivo de excluir a los laicos de tales estructuras [de las prelaturas personales], sino de promover la participación, de modo que la legislación posconciliar no habría hecho otra cosa que desarrollar y dar una forma jurídica adecuada a tal objetivo» [26].

Por mi parte, estudié hace años la evolución de las diócesis personales (o «especiales») en los trabajos preparatorios del decr. Christus Dominus y de Presbyterorum ordinis, n. 10. Me parece elocuente recordar que en esos trabajos preparatorios del decreto sobre los presbíteros se dio una evolución ad maiorem. Hasta el Schema propositionum de sacerdotibus, de abril de 1964, solamente se había hecho alusión a lo que más adelante serían las prelaturas personales y a los seminarios internacionales; pero desde aquel proyecto y en el texto definitivo se mencionaron también las diócesis personales junto con las otras dos instituciones citadas. Se daba a entender así que Presbyterorum ordinis, n. 10 no se limita a mencionar instituciones clericales [27].

En resumen, el Concilio Vaticano  II no rompió la unidad de la noción de prelatura, sino que, sobre la base de la que ya existía (la antigua prelatura nullius dioecesis), reguló por motivos pastorales una nueva forma de prelatura sin territorio propio. Esa es la principal conclusión, elemental si se quiere, pero de gran importancia, que se extrae de los textos del Concilio [28].

3.2.    Presunción «iuris tantum» a favor de la participación de los laicos en las comunidades de la Iglesia

Pero no son solamente los textos del Vaticano II sobre las prelaturas personales los que conviene visitar de nuevo. También es conveniente, más aún necesario, tener muy presente la doctrina del Vaticano II sobre la vocación de los laicos en la Iglesia cuando se trata de las prelaturas personales, igual que cuando se trata de cualquier otra institución eclesial. Los textos de la Lumen gentium, del decreto Apostolicam actuositatem y otros lugares del Concilio contienen una doctrina que ha contribuido a revalorizar la llamada de todos los fieles a la santidad y al apostolado. El apostolado y el servicio a la Iglesia no están reservados a la jerarquía, sino que constituyen tareas de todos, porque se apoyan en los sacramentos del bautismo y de la confirmación. Como el Concilio enseñó, «existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» [29].

La corresponsabilidad y participación de los laicos en la vida de la Iglesia es un principio, un criterio de fondo, que hoy es pacíficamente aceptado como consecuencia de la doctrina conciliar y también del impulso que le han dado los papas desde Pablo VI a Benedicto XVI, con una especial referencia al compromiso del beato Juan Pablo II, manifestado en diversas ocasiones y de una manera muy relevante en la exh. ap. Christifideles laici, de 30.XII.1988. Este documento fue fruto del Sínodo de los obispos celebrado en 1987 y dedicado precisamente a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Todo este redescubrimiento en la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, de la importancia de la participación de los laicos sería ineficaz si no llevara consigo un compromiso personal y comunitario de ellos no sólo en el mundo, sino también e inseparablemente en la vida de la Iglesia y en sus instituciones. Ciertamente este es un aspecto que exige discernimiento para evitar, por una parte, la clericalización de los laicos, es decir, el peligro de reducir la vocación laical a su promoción en tareas propias o tradicionales del clero; por otra parte, será necesario evitar el peligro de un falso igualitarismo que desdibuje las diversas funciones y la distinción real entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. Sin embargo, esos peligros no deben menoscabar la cuestión fundamental: los laicos tienen deberes pero también derechos, y están llamados a participar activamente en la vida de la Iglesia.

Uno puede preguntarse qué tiene que ver esto con la naturaleza de las prelaturas personales. Bastaría responder con el recuerdo de lo que disponía el Papa Pablo VI en el m.p. Ecclesiae Sanctae, antes citado: «nada impide» que los laicos participen en las prelaturas personales [30]. No hay obstáculo para que ellos puedan participar o incluso dirigir apostolados de esas prelaturas y colaborar eventualmente en su gobierno. Nada impide que sean tomados en serio y que su papel no se reduzca a ser auxiliares de los sacerdotes, sino cooperadores orgánicos con ellos. Los laicos pueden ser miembros de las prelaturas personales y participar en ellas activamente. Como recordaremos, este aspecto fue recordado con gran claridad por el Papa Juan Pablo II.

Es tal la fuerza de la teología del laicado a raíz del Concilio Vaticano II que, para negar que los laicos puedan ser miembros de las instituciones de la Iglesia, o en concreto de una prelatura personal, será necesario probar y justificar la exclusión. Es evidente, por ejemplo, que los laicos no pueden participar en un Consejo presbiteral, que es una institución prevista por el Vaticano II, pero no se trata de una discriminación para ellos, porque ese organismo es, por su naturaleza específica, representativo del presbiterio de la diócesis [31]. Eso no es lo que ocurre con la prelatura personal, que se instituye no sólo para la distribución del clero, sino también e inseparablemente para realizar «las obras pastorales peculiares para diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra».

En suma, me parece suficientemente justificado que con carácter general puede establecerse una presunción de posible participación de los laicos en las instituciones de la Iglesia, a menos que resulte probado (presunción iuris tantum) que la naturaleza de las cosas o alguna norma específica excluya esa participación. La doctrina que excluye a los laicos como miembros de las prelaturas personales invierte la carga de la prueba sin justificación alguna. De poco vale reconocer la mayoría de edad del laicado, promovida en la Iglesia contemporánea, si en la práctica se limita, desconoce o rechaza esa participación sin motivos justificados.

4.        La interpretación de los trabajos preparatorios del CIC de 1983 sobre las prelaturas personales

4.1.    Dificultades para unas conclusiones definitivas

La cuestión de cómo fue prevista la regulación de las prelaturas personales durante los trabajos preparatorios del CIC ha sido muy estudiada, aunque las conclusiones que se extraen de los datos conocidos varían según los autores. No es cuestión ahora de cansar al lector con la descripción detallada de  todo el proceso de elaboración de los proyectos hasta la promulgación del texto definitivo. Por resumir lo más destacado de aquellos trabajos, podemos recordar que en el Schema de Populo Dei de 1977 y también en el Schema Codicis de 1980 las prelaturas personales eran reguladas de manera breve entre los cánones dedicados a las circunscripciones eclesiásticas. En el proyecto de 1977 la prelatura personal se equiparaba in iure, es decir, en algunos aspectos de la regulación jurídica, a las Iglesias particulares, noción dentro de la que se incluían a su vez las diócesis, las prelaturas territoriales y otras figuras. Se mencionaban allí también «las prelaturas castrenses», que hasta entonces se llamaban vicariatos y que venían consideradas como ejemplos del modelo de la prelatura personal [32]. Por su parte el Schema Codicis de 1980 matizaba aún más la equiparación de las prelaturas personales con las diócesis, al disponer que tuviera lugar a tenor de los estatutos de cada prelatura y siempre que la naturaleza de las cosas o el derecho no la impidieran [33]. Este proyecto seguía manteniendo la referencia a las prelaturas castrenses como un tipo de prelaturas personales.

El proyecto cambió en el Schema Codicis de 1982, que renunció a regular las prelaturas personales por equiparación. Este proyecto de 1982 aprovechó la normativa del m.p. Ecclesiae Sanctae y la incluyó sustancialmente en los nuevos cc. 573-576, dentro del libro del CIC dedicado a la constitución jerárquica de la Iglesia. El proyecto de 1982 pasó sustancialmente al texto definitivo del CIC de 1983, pero con dos cambios: en primer lugar, los cánones sobre las prelaturas personales fueron trasladados al lugar que hoy les corresponde dentro del libro II del CIC y en segundo lugar, la norma que preveía la incorporación de los laicos a las prelaturas personales fue sustituida por otro texto que amplió las posibilidades de participación del laicado en las prelaturas, sin limitarlas siempre y en todo caso a una incorporación; de este modo el c. 296 definitivo habla de la cooperación orgánica entre clérigos y laicos frente a la modalidad más estricta de la incorporación a la prelatura que preveía el proyecto de 1982 [34].

Naturalmente los cambios en el texto de los proyectos fueron acompañados de opiniones de los consultores que participaban en la Comisión de reforma del CIC. Pero el momento más interesante de la discusión tuvo lugar durante la sesión plenaria que la Comisión pontificia para la preparación del CIC celebró, por mandato del Papa, del 20 al 28 de octubre de 1981 en Roma [35]. Como consecuencia de los debates en aquella reunión plenaria, las prelaturas personales fueron reguladas en el proyecto de 1982 de forma diferente a las previsiones anteriores. Se temía que la equiparación jurídica de las prelaturas personales con las diócesis pudiera entenderse como una consideración teológica de aquellas prelaturas como Iglesias particulares, aunque más bien algunas opiniones allí expuestas confundían la equiparación jurídica con una asimilación teológica, que en realidad no se desprendía de los textos del schema Codicis examinado. Como consecuencia de aquellos debates, las prelaturas personales dejaron de regularse junto con las diócesis y demás circunscripciones eclesiásticas, aunque se mantuvieron en el proyecto de 1982 dentro de los cánones de la organización jerárquica de la Iglesia.

Pero los argumentos expuestos en la Plenaria de 1981 no fueron solamente de orden teológico o canónico, sino que también se expresaron consideraciones de orden pastoral. Había sucedido algo que influyó de alguna manera en aquellos debates.

En efecto, al tiempo que se desarrollaban los trabajos preparatorios del CIC, la Santa Sede venía estudiando también en aquellos años la posible configuración jurídica del Opus Dei como prelatura personal. La preparación simultánea de las normas sobre las prelaturas personales en el CIC y de los documentos de la primera prelatura personal de suyo no tenía que plantear mayores problemas, sobre todo porque ya existían los criterios del Concilio Vaticano II y las normas del m.p. Ecclesiae Sanctae, vigente desde 1966, que servían de referencia. De hecho los trabajos fueron desarrollándose sin especiales dificultades ni discusiones.

Pero en octubre de 1979 tuvo lugar un intento ilegítimo de dificultar que se realizara la erección del Opus Dei como prelatura personal. Mediante una campaña de prensa y el envío a bastantes obispos de un expediente incompleto y presentado de manera insidiosa, algunas personas quisieron dar la impresión de que el Opus Dei buscaba en realidad la exención o separación de la potestad de los obispos. La idea de quienes habían promovido aquella campaña era despertar el recelo y la desconfianza de los obispos y de medios de opinión pública hacia las verdaderas intenciones del Opus Dei cuando solicitaba la transformación de su status de instituto secular en prelatura personal. Estos hechos volvieron a repetirse en agosto de 1981 [36].

Aquellos intentos no impidieron el desarrollo del procedimiento de constitución del Opus Dei en prelatura personal. Es más, sirvieron para que todo el expediente fuera tramitado con mayor rigor y exigencia, hasta que el 28.XI.1982 la institución fundada por san Josemaría Escrivá de Balaguer fue erigida como la primera prelatura personal en la Iglesia. Sin embargo, los hechos de 1979 y 1981 provocaron algún desconcierto en el seno de la Comisión preparatoria del CIC, como se advierte con la lectura de las actas de la sesión plenaria de octubre 1981, a la que antes hemos aludido. Junto a interrogantes y aspectos que debían ser aclarados, se expresaron opiniones que de hecho traslucían desconfianza y recelo frente a la posibilidad de «Iglesias paralelas» o independientes de los obispos; en otros casos los sentimientos eran más bien de desconcierto ante una situación que no acababa de entenderse bien, y también se manifestaron firmes respuestas ante lo que había sido una campaña o manipulación insidiosa [37].

Por los motivos referidos es problemático pretender conclusiones definitivas de las opiniones sostenidas en la Plenaria de 1981, al menos sin que quepa la posibilidad de revisarlas y criticarlas. Su resultado no fue un dictamen formal sobre la naturaleza de la prelatura personal, sino una serie de respetables opiniones sobre un proyecto legislativo; y además, en algunos casos, esas opiniones estaban condicionadas psicológicamente por la situación que antes hemos mencionado.

4.2.    Nuevos elementos de interpretación

Así las cosas, me parece muy oportuna una observación de Juan Ignacio Arrieta cuando en su estudio sobre Anglicanorum coetibus hace una breve referencia a los trabajos preparatorios del CIC sobre las prelaturas personales y los vicariatos castrenses. Escribe allí mons. Arrieta que el sistema de circunscripciones eclesiásticas territoriales y personales, tal como lo conocemos hoy, no era suficientemente claro en el momento de la promulgación del CIC de 1983. En aquel entonces «no se alcanzó a entender –por obra de un lenguaje no del todo adecuado, como se comprueba en los escritos de la época– de qué modo la idea de Iglesia particular, en torno a la cual se había formulado la eclesiología del Vaticano II, había de aplicarse o no a estas circunscripciones personales; no se entendía qué tenían en común estas categorías y en qué se distinguían (…). Sin embargo, desde entonces el cuadro doctrinal ha cambiado mucho y se ha profundizado de varias maneras en el magisterio conciliar correspondiente. Ahora parece claro que no todas las estructuras jerárquicas que sirven para reagrupar a los fieles en torno a los pastores propios son iguales; y que la agregación de los fieles no tiene lugar del mismo modo en todas las estructuras ni tampoco por las mismas razones, y que no todas responden a la idea teológica de la Iglesia particular» [38].

La observación es justa, porque acerca del sistema de estructuras pastorales de la Iglesia sabemos hoy más cosas que hace treinta años, como consecuencia de las novedades normativas, del mayor desarrollo de las jurisdicciones personales, de la profundización doctrinal del magisterio eclesiástico con documentos como la carta Communionis notio de 1992 (que más abajo comentaremos), del asentamiento pastoral y canónico de la primera prelatura personal erigida.

Una información nueva, que ha sido publicada recientemente, es la contenida en la carta enviada por el Prefecto de la Congregación para los Obispos al primer Prelado del Opus Dei, mons. Álvaro del Portillo, fechada el 17.I.1983. En aquella fecha, ocho días antes de la promulgación del CIC, el cardenal Baggio daba a conocer la mente del Romano Pontífice sobre la regulación definitiva de las prelaturas personales en el CIC, que le había sido comunicada por el Papa en una audiencia oficial. Concretamente, escribía el cardenal Baggio que Juan Pablo II le había confirmado que «la colocación en la pars I del liber II no altera el contenido de los cánones que se refieren a las prelaturas personales, las cuales, por lo tanto, aunque no sean Iglesias particulares, siguen siendo estructuras jurisdiccionales, de carácter secular y jerárquico, erigidas por la Santa Sede para la realización de actividades pastorales peculiares, tal como fue sancionado por el Concilio Vaticano II». Añadía Baggio que los documentos de la Santa Sede constitutivos del Opus Dei como prelatura personal serían «plenamente válidos, a todos los efectos», una vez promulgado el CIC de 1983 [39].

Aparte de la información sobre el derecho aplicable al Opus Dei que contiene esta carta, en ella se confirma algo que ya había sido anotado por la doctrina canónica tras la promulgación del CIC. Es decir, el lugar que ocupan las prelaturas personales en la sistemática definitiva del CIC de 1983 no determina por sí solo la naturaleza de estas entidades, pues una institución jurídica sólo relativamente a otros criterios puede interpretarse por el lugar que ocupa en un cuerpo legal. La sistemática del CIC expresa solamente que las prelaturas personales no son asociaciones ni institutos de vida consagrada ni Iglesias particulares, pero no da información para afirmar en positivo cuál es el significado de una prelatura personal. Algunos han interpretado el último cambio respecto al proyecto de 1982 como equivalente a la voluntad del legislador, respecto a la no pertenencia de las prelaturas personales a la organización jerárquica de la Iglesia, pero esa conclusión no se corresponde con el criterio del propio legislador, como se comprueba por la carta citada y como veremos también más abajo.

En resumen, no se deberían interpretar los trabajos preparatorios del CIC como si hubiesen resuelto definitivamente el problema de la naturaleza de las prelaturas personales y no hubiera habido avances doctrinales desde 1983. A mi modesto juicio, no es posible canónicamente atribuir esa fuerza a las opiniones vertidas sobre un proyecto legislativo sin alterar la dinámica interpretativa dispuesta por el c. 17 del CIC.

Antonio Viana, en revistas.unav.edu/

Notas:

1.   Cfr. BENEDICTO XVI, const. ap. Anglicanorum coetibus, 4.XI.2009, AAS 101 (2009) 985-990 (donde se publica en latín el texto pontificio) y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Normas complementarias, 4.XI.2009, Ibídem, 991-996 (con el texto inglés de las Normas). Sobre posibles problemas de localización del texto oficial de estas Normas, vid. infra, nota 6.

2.   Vid. las referencias infra, nota 6.

3.   Cfr. E. BAURA, Las circunscripciones eclesiásticas personales. El caso de los ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo, Ius canonicum 50 (2010) 165-200; IDEM, Los ordinariatos personales para antiguos anglicanos. Aspectos canónicos de la respuesta a los grupos de anglicanos que quieren incorporarse a la Iglesia católica, en C. PEÑA GARCÍA (ed.), Retos del derecho canónico en la sociedad actual, Actas de las XXXI Jornadas de la Asociación Española de Canonistas, Madrid 2012, 239- 267 (versión italiana en Ius Ecclesiae 24 [2012] 13-50); J. M. DÍAZ MORENO, Constitución apostólica Anglicanorum coetibus sobre la institución de ordinariatos personales para los anglicanos que ingresan en plena comunión con la Iglesia. Texto castellano y comentario, Revista española de derecho canónico 67 (2010) 415-436; V. PARLATO, Note sulla costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, Stato, Chiese e pluralismo confessionale. Rivista telematica (www.statochiese.it), gennaio 2010, pp. 16; J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus. Text and commentary, Studia canonica 43 (2009) 389-415; M. PULTE, Von Summorum pontificum bis Anglicanorum coetibus. Gesetzgebungstendenzen im Pontifikat Benedikts XVI, Archiv für katholisches Kirchenrecht 179 (2010) 3-19; G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, Periodica 99 (2010) 373-430; J. I. ARRIETA, Gli ordinariati personali, Ius Ecclesiae 22 (2010) 151-172; IDEM, Ordinariato personal para fieles anglicanos recibidos en la Iglesia católica, en J. OTADUY, A. VIANA y J. SEDANO (eds.), Diccionario general de derecho canónico, vol. 5, Pamplona 2012, pro manuscripto; J. I. RUBIO, Tradición anglicana en la Iglesia de Roma. Ordinariatos personales para antiguos fieles anglicanos, www.iustel.com. Revista general de derecho canónico y derecho eclesiástico del Estado 26 (2011) pp. 29; N. DOE, La constitución apostólica Anglicanorum coetibus. Un análisis jurídico desde la perspectiva anglicana, Ibídem, pp. 24; J. A. RENKEN, The personal ordinariate of the Chair of Saint Peter: canonical reflections, Studia canonica 46 (2012) 5-50; L. C. M. GALLES, Anglicanorum coetibus. Some canonical investigations on the recent apostolic constitution, The jurist 71 (2011) 201-233; L. MUSSELLI, La costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, en M. FERRARESI y C. E. VARALDA (eds.), Benedetto XVI legislatore, Siena 2011, 25-41; C. E. VARALDA, Nuove forme di esercizio del ministero ordinato: un confronto fra la constitutio apostolica Anglicanorum coetibus e la constitutio apostolica Spirituali militum curae, Ibidem, 121-139, D. PELLETIER, La plene communion, le genre et la générosité. Un regard d’historien sur la constitution apostolique Anglicanorum coetibus, Cristianesimo nella storia 32 (2011) 363-381; H. LEGRAND, Épiscopat, episcopè, Église locale et communion des Églises dans la constitution apostolique Anglicanorum coetibus, Ibidem, 405-423; A. JEREMY, Apostolic Constitution Anglicanorum coetibus and the personal ordinariate of Our Lady of Walsingham, Ibidem, 425-442; G. BIER, Die apostolische Konstitution Anglicanorum coetibus und die Ergänzenden Normen der Kongregation für die Glaubenslehre. Eine kanonistische Analyse, Ibídem, 443-478; M. VAN PARYS, La constitution apostolique Anglicanorum coetibus: l’évaluation d’un oecuméniste catholique, Ibídem, 479-487; Ch. HILL, An evaluation of the apostolic constitution Anglicanorum coetibus in the current ecumenical situation, Ibídem, 489-500.

4.   Cfr. M. VAN PARYS, La constitution apostolique (nota 3), 479-487.

5.   Cfr. H. LEGRAND, Épiscopat, episcopè (nota 3), 419-421, y también M. VAN PARYS, La constitution apostolique (nota 3), 483.

6.   Como advierte BAURA, «en la promulgación de estas normas [la Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias] se produjo una anomalía: fue publicado y distribuido el número correspondiente de Acta con el texto de la constitución apostólica, pero sin el de las normas complementarias. Posteriormente, de modo informal, se pidió que se sustituyese ese fascículo por otro en el que aparecían las normas complementarias. Desde el punto de vista formal, ese procedimiento contradice los principios de la promulgación y abrogación de las leyes»: E. BAURA,  Los ordinariatos personales (nota 3), 243, nota 17. De acuerdo con esta situación atípica, es posible que las normas complementarias no se encuentren en todas las versiones de las Acta Apostolicae Sedis, como sucede hasta hoy (5.VI.2012) en la disponible en www.vatican.va. Incluso se ha dado la situación muy sorprendente de que las propias normas de la Santa Sede que han erigido los tres primeros ordinariatos citan las Normas complementarias de Anglicanorum coetibus no según AAS, sino tal como se encuentran en L’Osservatore romano (cfr. los decretos de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE erigiendo los ordinariatos personales de Our Lady of Walsingham, 15.I.2011, para Inglaterra y Gales (AAS 103 [2011] 129-132, nota 2), The personal ordinariate of the Chair of Saint Peter, erigido el 1.I.2012 para los U.S.A. (L’Osservatore romano, 4.I.2012 y el sitio de la Congregación en www.vatican.va, nota 2 del decreto) y por último The Personal Ordinariate of Our Lady of the Southern Cross (nota 2 del texto que utilizo en este trabajo, a la espera del texto oficial de este último ordinariato). Este escaso respeto de los aspectos formales de la nueva normativa merece ser criticado, porque el texto de la ley debe quedar fijado con su promulgación oficial en un solo lugar y además la promulgación no debe confundirse con la mera divulgación de la ley. La cuestión no es solamente que las distintas versiones textuales naturalmente deban coincidir, sino la necesidad de saber cuál es el lugar en el que consta exactamente el texto legal que se manda cumplir.

7.   Cfr. JUAN PABLO II, const. ap. Pastor Bonus, 28.VI.1988, en AAS 80 (1988) 841-912, art. 18. En el mismo sentido J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus (nota 3); BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 452, se inclina más por la figura de la instrucción administrativa, pero no parece que exista fundamento para ello, ya que el contenido de las instrucciones es teóricamente más modesto todavía que el de los decretos generales administrativos, al menos si se tiene en cuenta el contenido del c. 34 del CIC en comparación con los c. 31-33.

8.   Cfr. G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 452.

9.   Cfr. G. LO CASTRO, Verso un riconoscimento della Chiesa anglicana come prelatura personale? Commento ad una proposta di Graham Leonard, Quaderni di diritto e politica ecclesiastica 1 (1993) 219-227.

10.    «Apart from creating a sui iuris particular Church, which may not have met the aspirations of Anglicans petitioning to enter into Communion with the Catholic Church, the ecclesial association of the faithful which might have fitted the requirements both of the petitioners and of the Catholic Church is that of a Personal Prelature (…). The problem, however, is in the composition of the prelature in that lay persons can only share in its apostolic work and are not therefore “proper people” of the prelature»: A. JEREMY, Apostolic Constitution (nota 3), 427.

11.    Cfr. cc. 294-297 del CIC de 1983 y const. Pastor Bonus, art. 80. Sobre la distinción entre prelaturas y asociaciones remito al claro estudio de A. STANKIEWICZ, Le prelature pesonali e i fenomeni associativi, en S. GHERRO (ed.), Le prelature personali nella normativa e nella vita della Chiesa, Padova 2002, 139-163.

12.    «Though the term “personal” also occurs in the Code of Canon Law in relation to Personal Prelatures (canons 294-297), these are essentially clerical institutions or societies and this model was not followed, though there are indications that it was considered»: Ch. HILL, An evaluation (nota 3), 491.

13.    «Von Teilkirchen im Allgemeinen und Personalordinariaten im Besonderen zu unterscheiden sind Personalprälaturen. Eine Personalprälatur gemäß can. 294 ist ein aus Priestern und Diakonen bestehender klerikaler Zweckverband, also nicht eine Struktur oder Organisationsform der Kirche, sondern eine verbandliche Struktur in der Kirche und als solche kanonischen Lebensverbänden (Ordensinstitute, Säkularinstitute, Gesellschaften des Apostolischen Lebens) nicht unähnlich. Bestrebungen, die Personalordinariate in die Nähe von Personalprälaturen zu rücken (...) sind kirchenpolitisch motiviert und entbehren einer kirchenrechtlichen Grundlage. Dahinter steht das Bemühen, die Personalprälatur rechtlich zu einer Teilkirche aufzuwerten. In der Tendenz ähnlich Arrieta (...). Bischof Arrieta wurde für die Personalprälatur Opus Dei zum Priester geweiht, war Professor der Päpstlichen Universität Santa Croce in Rom und ist derzeit Sekretär des Päpstlichen Rates für die Gesetzestexte»: G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 455, nota 53.

14.    Cfr. V. PARLATO, Note sulla costituzione (nota 3), 5 y 6, especialmente.

15.    Cfr. especialmente las pp. 389-413 del estudio de G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3).

16.    Es significativo lo que dice L. C. M. GALLES, Anglicanorum coetibus (nota 3), 207, cuando comenta que en la previsión de los ordinariatos personales para antiguos anglicanos esta figura fue preferida a la prelatura personal para evitar las discusiones que surgieron sobre esta última figura en los trabajos preparatorios del CIC (que estudiaremos más abajo). El argumento no parece convincente, ya que la constitución de una prelatura depende de la valoración que hagan la conferencia episcopal interesada y la Santa Sede acerca de las necesidades pastorales que puedan o deban resolverse a través de ella, y no de las opiniones doctrinales de los canonistas; pero se comprende, al mismo tiempo, que la Sede apostólica reclame la suficiente claridad que permita armonizar la forma canónica con la realidad pastoral a la que se aplica.

17.    Cfr. las notas 4 y 28 a los nn. 20 y 27, respectivamente, del decr. Ad gentes.

18.    La traducción del texto es mía, así como todas las demás traducciones de los textos originales que presento en estas páginas. En este caso el texto original latino habla de peculiares dioeceses, que se ha traducido por diócesis especiales. En efecto, el significado del adjetivo latino peculiaris expresa en este contexto una calificación de especialidad. En lengua española, peculiar significa lo que es propio o privativo de una persona o cosa; mientras que especial se refiere a lo que es singular o particular, es decir, aquello que se diferencia de lo que es común o general. En este sentido las diócesis especiales presentan singularidades que las distinguen de las comunes diócesis territoriales.

19.    Dice, en efecto, Christus Dominus n. 43: «Ya que el cuidado espiritual de los militares, por sus peculiares condiciones de vida, exige una atención especial, eríjase en cada nación, si resulta posible, un vicariato castrense. Tanto el vicario como los capellanes han de consagrarse enteramente a este difícil ministerio, en cooperación concorde con los obispos diocesanos. Por lo tanto, concedan los obispos diocesanos al vicario castrense en número suficiente sacerdotes aptos para esta grave tarea y, al mismo tiempo, favorezcan iniciativas que contribuyan al bien espiritual de los militares».

20.    «Il Concilio non prende in considerazione la possibilità di una collaborazione dei laici con le opere di una prelatura personale e tanto meno di una loro incorporazione in essa. Quindi, il Concilio non prevede che le prelature personali siano istituite per la cura pastorale ordinaria di fedeli che appartengano alla prelatura»: G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3), 400, nota 45.

21.    Cfr. en tal sentido, C. TAMMARO, La posizione giuridica dei fedeli laici nelle prelature personali, Roma 2004, 67 y ss.

22.    J. MARTÍNEZ-TORRÓN, La configuración jurídica de las prelaturas personales en el Concilio Vaticano II, Pamplona 1986, 277.

23.    Cfr. Ibídem, 277, nota 387 y 230. Sobre los laicos en las prelaturas personales según los trabajos preparatorios de Presbyterorum ordinis n. 10, cfr. Ibídem, 118 y 119, en la fase ante-preparatoria del Concilio, y también 304 y 305, por lo que se refiere a los proyectos De distributione cleri y De cura animarum. Sobre la cuestión de la Misión de Francia como modelo inicial de la prelatura personal hasta el Schema de clericis de 1963, vid. el excelente estudio de P. LOMBARDÍA-J. HERVADA, Sobre prelaturas personales, Ius Canonicum 27 (1987) 11-76, especialmente 20-38.

24.    Cfr. J. MARTÍNEZ-TORRÓN, La configuración (nota 3), 305.

25.    El texto del m. p. Ecclesiae Sanctae se encuentra en AAS 58 (1966) 757-787.

26.    C. TAMMARO, La posizione giuridica (nota 21), 80.

27.    Cfr. A. VIANA, Derecho canónico territorial. Historia y doctrina del territorio diocesano, Pamplona 2002, 171 y ss. El texto puede consultarse ahora también en http://dspace.si.unav.es/dspace/bitstream/10171/5586/1/DerechoCanonicoTerritorial.pdf

28.    La nueva forma de prelatura, es decir, la prelatura personal, tenía algunos precedentes históricos en los que la forma de prelatura nullius dioecesis había sido aplicada a supuestos de jurisdicción eclesiástica más personal que territorial: cfr. A. VIANA, Introducción al estudio de las prelaturas, Pamplona 2006, 36-42.

29.    2Const. Lumen Gentium, n. 32. Cfr. también Ibídem, n. 30 y decr. Apostolicam Actuositatem, nn. 2 y 3.

30.    «Nihil impedit quominus laici, sive caelibes sive matrimonio iuncti, conventionibus cum praelatura initis, huius operum et inceptorum servitio, sua peritia professionali, sese dedicent»: m. p. Ecclesiae Sanctae, I, 4.

31.    Cfr. decr. Presbyterorum ordinis n. 7; CIC, c. 495 y ss.

32.    Para todo lo que sigue, cfr. Schema canonum Libri II, de Populo Dei, Typis Polyglottis Vaticanis, 1977, cc. 217 § 2, 219 § 2, 221 § 2; Schema Codicis Iuris Canonici, Typis Polyglottis Vaticanis, 1980, cc. 335 § 2, 337 § 2, 339 § 2; Codex Iuris Canonici, Schema novissimum, Typis Polyglottis Vaticanis, 1982, cc. 573-576. El texto latino de esos proyectos puede encontrarse en los apéndices del libro de P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, Pamplona 21986.

33.    Decía, en efecto, el c. 335 § 2 del proyecto de 1980: «Ecclesiae particulari in iure aequiparatur, nisi ex rei natura aut iuris praescripto aliud appareat, et iuxta statuta a Sede apostolica condita, praelatura personalis». Los tres límites que se establecían en el texto (la naturaleza del asunto, las determinaciones del derecho y lo dispuesto en los estatutos) se olvidan a veces en la descripción de los trabajos preparatorios del CIC, cuando se dice, por ejemplo, que las prelaturas personales venían consideradas equivalentes a las Iglesias particulares, lo cual no es exacto, pues dos instituciones que se equiparan no son idénticas sino que son diferentes, aunque por analogía determinados aspectos del régimen jurídico sean comunes.

34.    En efecto, explica el Cardenal Herranz que el sentido del cambio en el c. 296 definitivo no fue excluir la incorporación de los laicos a las prelaturas personales, sino que aquel cambio se hizo para dar al c. 296 una formulación más abierta a diversas posibilidades de vinculación con la prelatura por parte de laicos. En cualquier caso es llamativa su afirmación de que el cambio del que hablamos «fue decidido» en el último momento, es decir, cuando el texto del CIC estaba ya en la imprenta: J. HERRANZ, I lavori preparatori della costituzione apostolica Ut sit, en IDEM, Giustizia e pastoralità nella missione della Chiesa, Milano 2011, 384.

35.    Cfr.  especialmente,  PONTIFICIUM  CONSILIUM  DE   LEGUM   TEXTIBUS   INTERPRETANDIS,  Acta et Documenta Pontificiae Commissionis Codici Iuris Canonici Recognoscendo: Congregatio Plenaria diebus 20-29 octobris 1981 habita, Typis Polyglottis Vaticanis 1991, 376-417.

36.    Sobre aquellos sucesos no se ha publicado todavía un relato completo, pero puede encontrarse alguna información en A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ-IGLESIAS, J. L. ILLANES,  El  itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 41990, 431-432. También en J. HERRANZ, En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II, trad. esp., Madrid 2007, 289-291, 299-301. Algunos medios de comunicación de la época reflejaron ampliamente los hechos.

37.    Cfr. en Acta et Documenta (nota 34), las opiniones de mons. Castillo Lara, 387-388, y de los cardenales Felici, 391, Siri, 409, y König, 415, entre otras.

38.    J. I. ARRIETA, Gli ordinariati personali (nota 3), 159.

39.    «La collocazione nella pars I del liber II non altera il contenuto dei canoni che riguardano le prelature personali, le cuali pertanto, pur non essendo Chiese particolari, rimangono sempre strutture giurisdizionali, a carattere secolare e gerarchico, erette dalla Santa Sede per la realizzazione di peculiari attività pastorali, come sancito dal Concilio Vaticano II (...). Rimangono, infine, pienamente validi, a tutti gli effetti, i documenti della Santa Sede che hanno costituito l’Opus Dei in prelatura personale». El texto completo de la carta se ha publicado en la revista Studia et Documenta 5 (2011) 379-380.

Rubén Mendoza Valdés

La verdad, digámosla así; el dios nunca y en ningún lugar es injusto, sino que es justo en el grado máximo. Y no hay nada que se le asemeje tanto como aquel de nosotros que resulte el más justo. Acerca de ello se da la máxima maestría del hombre, así como también su nulidad y su falta de cualidad humana.

La inteligencia de ello es ciencia y virtud verdadera, su desconocimiento, en cambio, ignorancia y maldad evidente.

Platón. Teeteto. 176c

1.       El mito del "carro alado"

¿Cómo podemos entender de una manera clara el pensamiento de Platón? La pregunta se refiere a fue debemos pensar en dicho pensamiento. La filosofía de Platón debe entenderse a partir de una reflexión hermenéutica de sus mitos: e! estilo de este filósofo, tanto en lo referente al diálogo como al empleo de mitos, da la pauta para no sujetarse a un esquema dogmático como lo ha hecho durante dos milenios la interpretación escolástica del pensamiento platónico. Platón dice más de lo que se ha podido pensar, lo cual significa que su pensamiento admite nuevas interpretaciones que descifren la riqueza de sus planteamientos y diluciden cuestiones que nos atañen tanto en el ámbito de la ciencia y de la política como en el de la vida moral. Interrogarse por el sentido del mal en el pensamiento de Platón exige establecer el mito del que se debe partir y preguntarse, a la vez, por la actualidad histórica de ese pensamiento.

En el Fedón (246a y ss) se narra el mito del "carro alado" para describir la estructura del alma. No explica qué es el alma, sino más bien se le compara con una fuerza; en este sentido, el alma es movimiento [1] (Kivrimi) empuje, y de ninguna manera estabilidad: es un juego tripartita de fuerzas, cuya posible estabilidad depende del equilibrio y orden de aquéllas. Por eso. el alma tiene dos posibilidades: el equilibrio y su contrario, y ambos son necesarios por su carácter quinestésico. Por lo tanto, el alma, más que pasiva, es activa, por que busca su propio orden en el equilibrio de fuerzas. Esta estructura permite la comparación con el "carro alado", que está compuesto de un jinete y dos caballos. El jinete representa el punto de tensión capaz de controlar las dos fuerzas equidistantes de los dos caballos, uno de los cuales es bueno y el otro, malo (Platón, Fedón: 253d-254a). De este modo, la cuestión del mal es planteada por Platón de manera ontológica, en tanto que posibilidad esencial del alma, del ser humano. Así, el orden del alma, el equilibrio de fuerza en sí mismo, se posibilita por el concrol de la fuerza del mal y no tanto en su negación. El sistema tripartita: punto de tensión (razón), lo bueno y lo malo, es la estructuradinámica que tiende al orden del alma.

¿Habremos de decir, entonces, que lo malo no es el mal, porque es esencial al alma? En Platón, el mal es desorden, no pecado: es condición del orden. El problema surgió de la interpretación escolástica del pensamiento platónico, que llevó, a su vez, a una interpretación distorsionada de la esencia del alma. En la filosofía platónica, el mal es entendido como condición de posibilidad del ser humano.

¿Qué busca Platón al plantear el mal como parte del alma? En la República compara las tres fuerzas del alma con las tres panes del Estado; así, el jinete, que en el alma representa la razón (o sabiduría), en el Estado será el gobernante; el caballo bueno, que en el alma representa el apetito irascible (el coraje, la voluntad, el valor), en el Estado será el ejército, y el caballo malo, que en el alma simboliza el apetito concupiscible (el placer, el deseo), representa al pueblo (Platón,427dy ss).

De ahí que las tres parces del alma sean la razón, el valor y el placer. De lo anterior se deduce que el pensamiento platónico propone una ética del orden: de la justicia, para ser exactos, puesto que el equilibrio de fuerzas es el orden que genera la justicia: "Debemos recordar entonces que cada uno de nosotros será justo en tanto cada una de las especies que hay en él haga lo suyo, y en cuanto uno mismo haga lo suyo" (Platón Rep: 441d). La justicia es la fuerza (Suvaiiiq) que mueve el orden del alma y por lo tanto, determina su bondad. Ahora bien, ¿cómo se controla la fuerza tripartita? En el mito del "carro alado" el jinete controla las fuerzas equidistantes estableciendo el orden entre los dos caballos. De igual forma, en el alma, la razón (XoYioTiicov) controla la fuerza del valor (Oupoq). Y, a la vez, la concupiscencia (XoYioTiicov): por eso mismo, la razón manda, el valor obedece y la concupiscencia desea: "Sin que ello quiera decir que en un individuo justo, es decir equilibrado, predominen por igual tales principios, sino que los dos primeros (raciocinio y cólera; orden y obediencia) han de dominar a la concupiscencia" (Nuño, 1982; 59-60). La injusticia es por el contrario, el desequilibrio producto del empuje mayor de fuerza del caballo malo: el placer. Este análisis corrobora lo dicho arriba: el mal es una posibilidad del ser humano: la vida del alma se halla en camino hacia el orden, en el sentido de que se debe dominar la fuerza del placer que corrompe el alma por ambición del cuerpo, El valor del alma sobre el cuerpo es una característica del pensamiento platónico, y en esta dicotomía se halla el sentido del pensar en su filosofía.

El alma buena es aquella cuyas partes mantienen su orden virtual; aquella en que la razón manda y controla. De este orden virtual se desprenden las funciones de cada una de las partes del alma, es decir, sus virtudes (apetri), y su virtud esencial, la que le permitirá ser justa. La virtud de la razón será la prudencia o sabiduría (ootpia); la virtud del valor (temple o coraje) será la valentía (avSpeia): y la virtud de la concupiscencia (aquella que la llevaa dejarse dominar por las otras dos fuerzas para establecer el equilibrio) será la moderación (CTotppoauvri). La prudencia tiene que hacer que la razón actúe con inteligencia: la valentía es la fuerza necesaria para obedecer a la razón y someter a la concupiscencia, mientras que la moderación es la templanza en los placeres. Esto significa que cada parte del alma debe cumplir Justamente con su virtud, ya que si alguna no lo hace causará el desorden y, con ello, el dominio del mal. Platón dice:

—Y la justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo, al no permitir a las especies que hay dentro del alma hacer lo ajeno ni interferir una en las tareas de la otra. Tal hombre ha de disponer bien lo que es suyo propio. en sentido estricto, y se auto-gobernará, poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies simplemente como los tres términos de la escala musical: el más bajo, el más alto y el medio. Y si llega a haber otros términos intermedios, los unirá a todos; y se generará así, a partir de la multiplicidad, la unidad absoluta, moderada y armónica. Quien obre en tales condiciones, ya sea en la adquisición de riquezas o en el cuidado del cuerpo, ya en los asuntos del estado o en las transacciones privadas, en todos estos casos tendrá por justa y bella —y así la denominará— la acción que preserve este estado de alma y coadyuve a su producción, y por sabia la ciencia que supervise dicha acción. Por el contrario, considerará injusta la acción que disuelva dicho estado anímico y llamará "ignorante" a la opinión que la haya presidido. (Platón. Rep.: 443d-444a)

La función armoniosa de cada una de las virtudes que deben acompañar al alma depende de su propio conocimiento. No de un conocimiento objetivo (en el sentido de la ciencia moderna), sino de una meditación, porque sólo mediante un proceso tal, en que el alma se vuelva a sí misma, es como se puede fincar el camino hacia io verdadero; es decir, hacia su propio ser, ya que. en sí misma, tiene la verdad de lo idéntico (el alma contempló antes de caer en el cuerpo el mundo de las Ideas en el (Tojtoqoupavoq)). Esta meditación no es el pensamiento que piensa algo externo, sino el pensamiento consigo mismo (Platón, Fed.: 79c-d), Por ello el alma posee en sí el conocimiento del Bien, Platón considera que así como la vista está en el ojo. La ciencia dialéctica (único conocimiento verdadero) está en el alma. El ojo sale de la penumbra sólo si hay luz y el alma se conoce únicamente cuando es dirigida por la Idea suprema del Bien. En este sentido, no se trata de hacer una ciencia o de establecer un canon del conocimiento de las virtudes, sino de ser virtuoso, es decir, educar (conducir) aquello que en nosotros ya está de antemano posibilitado.

Por lo tanto, somos ya virtuosos en potencia, pues la virtud está en el alma, y sólo es necesario ejercer su esencia para tener un alma justa. La virtud no se puede enseñar, y educarla es conducirla hacia su propia realización. El bien no se enseña: se educa.

2.       El conocimiento del Bien

Lo que da sentido al orden del alma, a la justicia y a las virtudes del alma, así como a todo lo existente, es la Idea del Bien, que es el objeto del estudio supremo, y a partir de la cual, las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas... sin aquello nada nos sería de valor, así como si poseemos algo sin Bien. (Platón, Rep.: 505a-b)

Entendamos que, como Idea suprema, el Bien no es dialéctico en el sentido de que l) por ser la Idea suprema absoluta nada está más allá de ella que se le compare; 2) es omniabarcadora y, 3) no tiene contrario; es decir, no es lo mismo lo bueno que el Bien, pues éste posibilita lo bueno, pero también nos permite dar razón del mal. Quien conoce el Bien dará razón de io bueno, pero también de lo malo, del  mal: en cambio, quien se halla en el mal no puede dar razón ni de lo bueno ni de lo malo.

Más allá de toda acción buena o mala, el Bien es absoluto y de ninguna manera relativo. El Bien ha sido conocido, afirma Platón, antes que el alma cayera en el cuerpo o tumba del alma; ahora sólo tenemos una reminiscencia del Bien, que nos guía al orden.

Conocer la Idea del Bien significa recordar la contemplación: algo ya sabemos del Bien. Toda aquella alma que no haya contemplado la verdad tomará cualquier figura material, menos la humana: por lo mismo, no podrá conocer. El alma humana. por otra parte, al haber contemplado las Ideas, estando en vida en este mundo material, podrá recordar lo visto en el mundo supra-celeste y acercarse a la verdad (Platón, Fedro: 249b-d. y Fedón, ll-Ti). El conocimiento del Bien no sólo tiene como fin hacer sabio al hombre, sino hacerlo, ante todo, un hombre de bien. Para ser sabio se necesita primero conocerse a sí mismo, porque el conocimiento no lo es de afuera, sino que está en uno mismo (Platón. Fedro: 229e).

La Idea de! Bien conduce a la comprensión de la unidad de las Ideas en un sistema relaciona! De significados: es decir, al orden ontológico que guía el conocimiento de la verdad. Platón subraya que el alma debe acopiarse a este orden ontológico, del cual deviene ei conocimiento del Bien. Dicho orden está plasmado en el alma, a manera de imagen, pero al haber caído en el cuerpo material se ha olvidado. Por eso es necesario un acto de introspección para recordarlo (reminiscencia), comprenderlo y ponerlo como guía de la existencia.

Esto refleja el acto dialéctico por el cual, como modo de acceso a ia comprensión de la Idea del Bien, el alma asciende a la verdad de su existencia. Jean Wahi interpreta esto en Platón de la siguiente manera: "Hay pues, un diálogo infatigable del alma, diálogo del alma consigo misma, cuando intenta adueñarse de la verdad o, mejor, adaptarse a ella.

En especial, el Fedro tiene como finalidad, en cuanto es paradójicamente superior a todo escrito, una comunicación viva del alma con el alma". (Wahl. 1990.2: 149)

En ese sentido, el conocimiento de la virtud es un don divino, cuya posibilidad de ser descansa en el diálogo del alma consigo misma para dilucidar el orden "celestial" de la verdad del ser de las Ideas, modelo de toda realidad y sustento de todo orden sensible y particular.

Ahora bien, ¿cómo es posible el conocimiento del mal? ¿Es el mal una Idea? ¿Por qué se comete el mal?

3.       La ignorancia como causa del mal (Taldaoia))

Platón piensa en la existencia de dos mundos: el inteligible y el sensible: uno. imagen, y otro, modelo; uno, sombra, y el otro. luz. En el primero, por ser imagen, sólo se conocen apariencias; en el segundo, los objetos verdaderos de éstas. El mundo-imagen carece de ser verdadero; es un "no-ser" que para existir depende de su modelo. El mundo de la luz "es", existe sin ser imagen, su ser es en si. El mundo de las sombras, por ser no-siendo, se halla en constante cambio, no permanece quieto; por eso se encuentra sujeto al constante devenir. El mundo de la luz, por el contrario, al ser en sí. Por implicar su propio ser, permanece fuera del mundo del devenir; su ser es captable. Asimismo. Platón considera que el mundo inteligible, el de las Ideas, modelo del mundo del devenir, está fuera de todala realidad sensible, el Tortoi; del mundo-modelo no es el que percibimos, pues está fuera del alcance de nuestros sentidos; trasciende la realidad sensible. Existe no a manera de concepto en la mente de los hombres, como lo consideraba Sócrates, o como formas universales presentes en las cosas informándolas, como pensaba Aristóteles, quien criticó fuertemente en su Metafísica la separación y la doctrina de las Ideas trascendentes de Platón, diciendo: "Sócrates, sin embargo, no separaba los universales ni las definiciones. Pero otros los se pararon denominándolos «ideas de las cosas que son»" (Aristóteles Met. Xlll, 4, 1078b30).

Efectivamente. Platón separó (xtopiapo) los dos mundos: el de la opinión y el de la ciencia; el de lo sensible y el de lo inteligible. El mundo inteligible trasciende lo sensible al ser en si llamado Idea (apzai): por ello queda, de un lado, el mundo de

las ideas, y del otro, el de lo sensible. El nos sitúa en el plano del no-ser alejados en el presente del ser de las Ideas. ¿Cómo es posible, entonces, actuar con conocimiento, aunque sea inconsciente, en este mundo de! no-ser? Platón concibe un nuevo xcúpiapoi; del alma con respecto al cuerpo: el alma es a lo inteligible lo que el cuerpo es a lo sensible. El cuerpo contiene los sentidos: vista, tacto, etcétera, y su alcance se reduce, por consiguiente, a lo sensible, en que no hay conocimiento científico sino opinión. El alma es lo incorpóreo, se mueve a sí misma: por ende, "si esto es así, y si lo que se "mueve a sí mismo no es otra cosa que el alma, necesariamente el alma tendría que ser ingénita e inmortal” (Platón. Fedro: 246a). El alma da la vida: es la causa de la vida del cuerpo e Inmortal e invisible, y el contacto con la realidad del ser. Pues su naturaleza es de la misma índole del ser; luego entonces, conoce el ser de la Idea y, a la vez nos permite dar razón de las imágenes sensibles de este mundo.

Existen pues dos mundos: el del ser y el del no ser-siendo; pero no otro: el de la nada, que no es ni luz ni sombra y, del cual, nada se puede decir ni pensar; de la nada, nada se puede conocer. Del mundo del no ser-slendo es posible un modo de conocimiento inferior, pues su cualidad de no-ser; al no permitirle la estabilidad, lo aleja del verdadero ser y sólo es posible conocerlo alejadamente como entre sombras y en medio del caos. Del ser sí es posible el conocimiento en cuanto es presencia en sí, capaz de ser captada por el pensamiento. El ser se duplica en dos planos: el verdadero y el no verdadero (pero existente). El conocer, por lo tanto, deberá duplicarse en verdadero y no-verdadero (pero existente). La diferencia entre el ser y el no-ser (que no es la nada en el pensamiento de Platón), no está en la existencia y la no-existencia (a la manera en la que Parménides concebía el Ser distinto del no Ser como la nada), sino en el grado de verdad. El ser contiene en sí mismo su verdad; pero el no-ser carece de ésta; de ahí que al conocimiento del no-ser no pueda denominársele como tal. Platón llama al modo de conocimiento del no ser opinión, y al que trata sobre el ser, ciencia.

Ahora bien, ¿qué pasa con la nada, de la cual nada se puede saber? La opinión es una creencia no demostrada, injustificada, de tal forma que puede ser, porlo tanto, opinión verdadera o falsa. Así. el conocimiento sólo puede ser de algo, no de nada.

Entonces, cuando se tiene una opinión verdadera conocemos algo, aunque no seamos conscientes de ello; pero cuando tenemos una opinión falsa, creemos saber algo, cuando en realidad no sabemos nada, y entonces nos equivocamos, erramos. No acertamos con algo, sino con nada. Por ejemplo, en un acto una persona puede realizar una acción buena sin saber que lo es, no es consciente de ello; por el contrario, alguien puede realizar una acción mala creyendo que es buena, y esto lo lleva a errar su acto, y por lo tanto se conduce por el mal; es el desequilibrio de su acción con respecto a su propio bien. En un ejemplo concreto podemos decir que si un ladrón roba por ignorancia, pensando en su propio bien, equivoca el camino. Para el ladrón, robar es bueno porque le causa un beneficio, cuando en realidad se perjudica al desequilibrar la justicia de su alma. Quizás el cargo de conciencia, una condena o la pérdida de la propia vida sean el resultado de su acción. En ese sentido, la opinión que busca el no-ser puede acertar en el bien, pero lo más seguro es que lleve al alma a la ruina al encaminarla a la nada. En el Protágoras, Platón afirma:

—¿Qué entonces? ¿Ignorancia llamáis a esto: a tener una falsa opinión y estar engañados sobre asuntos de gran Importancia? (Platón, Protágoras: 358c).

La ignorancia es entonces el origen de todos los males. Someterse al placer del cuerpo y las rique zas es la mayor ignorancia (Platón, Protágoras: 357d), y la ignorancia es la causa de! mal. Pues conduce a las malas acciones. El alma tiene dos modelos a los cuales seguir; el divino y el ateo.

Los hombres sabios se asemejan al modelo divino de felicidad y los ignorantes al modelo ateo de in felicidad; por ello, cuando mueran, las almas buenas e inteligentes se purificarán en el mundo de las almas, y las almas malas e ignorantes vivirán en la materia de acuerdo con su semejante: el mal (Platón, Teeteto: 176e-177a). El sabio es el virtuoso, mientras que el vicioso es un ignorante.

Por eso, antes de iniciar la búsqueda dei camino hacia las ideas. Platón prevé no caminar en sentido contrario. Se trata de ir en pos del ser, no del no-ser.

Podemos ir tras el no-ser y en un momento determinado confundirnos hasta perdernos lejos, en la nada, lo que significaría la ruina dei pensamiento. Nos referimos a la nada absoluta: to priSaptoq ov (lo que no es en modo alguno), no al no-ser: to pq ov, que existe como apariencia (Platón. Sofista: 237b y ss) [2].

De ello se desprende, una relación ya establecida: la ignorancia es a la nada lo que la opinión es al no-ser y la ciencia al ser. La ignorancia es una enfermedad del alma (Platón. Timeo: 86b-c). Ignorar significa creer que se sabe, cuando en realidad no se sabe; es decir, lo que se cree saber está ausente de ser, de orden, no sólo no es el ser, sino aún más, no es el no-ser. Sobre el ser hay ciencia, sobre el no-ser hay opinión, pero creer conocer el ser cuando no es ni el ser en sí, ni el no-ser que existe, es tener ausencia de ser y de no-ser, y, por lo tanto, es ignorancia. Platón la define en este sentido:

EXTR.- Me parece ver una forma de ignorancia muy grande, difícil y temida, que es equivalente en importancia a todas las otras partes de la misma.

TEET.- ¿Cuál es?

EXTR.- Creer saber, cuando no se sabe nada. Mucho me temo que ésta sea la causa de todos los errores que comete nuestro pensamiento.

TEET.- Es verdad.

EXTR.- Y creo que sólo a esta forma de ignorancia le corresponde el nombre de ausencia de conocimiento. (Platón, Sofista: 229c)

Por eso mismo yerra el ignorante, ya sea en el plano de la opinión o en el de la verdad; al creer que sabe cuando no sabe nada, vive engañándose en asuntos de gran importancia. "La acción que yerra por falta de conocimiento sabéis vosotros, sin duda, que se lleva a cabo por ignorancia" (Platón, Protágoras: 357d-e). Lo peor que puede sucederle a quien se enferma de este terrible engaño es no dar se cuenta, y creer que no necesita del verdadero conocimiento; tan seguro está de su saber que no capta cómo es que su pensamiento no trata con ningún tipo de ser: ya sea el ser verdadero o el no ser siendo. En ese sentido:

los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta; en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar. (Platón, Banquete: 204a)

Sólo dos seres no desean el saber: tos sabios que ya lo poseen y los ignorantes que creen poseerlo; el único deseoso del saber es el amante de la sabiduría: el filósofo.

La ignorancia es una enfermedad: carencia de razón; toda enfermedad es carencia, como la enfermedad del cuerpo es carencia de salud. Ahora bien,la ignorancia no es un mal voluntario sino involuntario. El mal se comete por ignorancia, por eso es involuntario. Jean Wahl da una interpretaciónexacta: "El alma que posee la fuerza y la ciencia nopodrá hacer voluntariamente el mal, porque la virtud es una ciencia, la ciencia del bien. El hombre justo no puede, por tanto, mentir voluntariamente, no puede hacer voluntariamente el mal." (Wahl, 1990.2:53)

La posibilidad del conocimiento requiere ante todo alejarse de su propia ausencia. La ignorancia es el virus cuyo efecto no sólo obstaculiza la verdad: por sus consecuencias, termina siendo negada en la nada del ser. Causa del error y del mal, la ignorancia es el punto de partida de cualquier posibilidad como precaución, ante todo, quien busca la verdad debe reconocer que lo único que sabe es que no sabe; he aquí el principio del conocimiento y del bien.

Así, 1) la ignorancia es ausencia de conocimiento: creer saber lo que no se sabe; 2) la ignorancia es causa del error en el conocimiento; 3) la ignorancia es causa del mal, y 4) la ignorancia es la causa del desorden que el alma pueda tener en sí misma. Para aliviar la ignorancia se tiene una técnica de enseñanza llamada educación.

4.       Mala y buena educación

La educación en el Bien tiene por objetivo el acto bueno para diferenciarlo del acto malo. Dos son los tipos de educación para curar la ignorancia: 1) la amonestación, la cual resulta poco efectiva, y la nmSeia o educación por argumentos, en la cual el educando analiza su saber erróneo o falso y se hace consciente de ello al eliminar el mal que no le permitía adquirir el conocimiento del Bien, de lo Bueno, de lo Justo, e inclusive del Mal. En otras palabras, purifica su alma (Cfr. Platón, Sofista: 230bd). Platón concibe la educación como un dirigir o una orientación del alma: llevarla hacia su propia estabilidad. No es la educación, de ninguna manera, un proceso de adquisición de conocimientos; es conducir el alma hacia la búsqueda y contemplación del sentido relacional de las Ideas en pos de un orden ontológico: desde lo que deviene hasta lo que es (Platón. República: 518d y 521c). Por ello, la educación de los jóvenes virtuosos puede corromper su alma cuando es una mala educación; es decir, cuando los educadores pretenden que el educando sea comoellos quieren que sea, y no le permiten ser él mismo. Refiriéndose a los sofistas.

Platón dice que éstos basan su educación en el no ser, en las mentiras. (Platón, República: 491e-492b)

El conocimiento del Bien se logra conforme más se separa el alma del cuerpo. De tal forma que debemos educar primero el alma, para que posteriormente se eduque el cuerpo. Lo que no es posible. asegura Platón, es que el cuerpo eduque alalma. Lo primordial en la doctrina filosófica dePlatón es la superioridad del alma sobre el cuerpo.

Un cuerpo bien constituido puede ser un cuerpo no virtuoso, pero para que lo sea, es necesario, ante todo, que su alma sea justa y bondadosa. Así, el conocimiento de la Idea del Bien y de la Justicia hará que las virtudes de cada una de las partes del alma se realicen justamente en su esencia. Un alma buena posibilita un buen cuerpo, pero por su carácter sensible, jamás un buen cuerpo puede hacer a una alma buena. Por lo tanto, primero se debe educar en el conocimiento del Bien que es el conocimiento y ejercicio de las virtudes del alma.

Conclusión

La concepción del mal en Platón señala que el mal es producto de la ignorancia, la cual tiene su origen en el error, en el desorden, Pero dicha ignorancia tiene solución posible en la educación. Educar significa sacar de la ignorancia. Sin embargo, este educar no es enseñar un cúmulo de conocimientos, sino un ejercicio de introspección en que el educando, por sí mismo, posibilite la condición de su saber. Saber es recordar, no recibir un sistema de conocimientos elaborados, pues esto sólo permite encubrir aun más la Ignorancia, que es ausencia de conocimiento de sí mismo, no de ciencia objetiva. Por eso. toda educación que busque enseñar el valor como un ente científico objetivo obstaculiza el verdadero sentido del valor. Los valores no se imponen, se ejercitan en la medida que la persona es libre de ejercer su posibilidad de ser. ¿Qué busca la educación actual?, ¿acaso imponer la verdad del valor o bien quitar un obstáculo al pensamiento humano? Más; ¿es esto lo que Platón pretende con su concepto de educación como liberación del mal?

Rubén Mendoza Valdés, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Melling (1991: 111), dice; "El alma es la fuente del movimiento que se mueve a sí misma. Esta noción puede parecer extraña a un lector moderno de Platón, pero para un ciudadano de su propio tiempo le parecería completa mente familiar. La palabra griega psychc. que nosotros podemos muy bien traducir en muchos pasajes por «alma" o «principio vital», posee en el pensamiento griego clásico una permanente asociación con la idea de movimiento; la capacidad de moverse es una característica propia de los seres vivos".

2   Cabe aclarar ios términos lo on (ser), to on (ser), y TO nn^auoxi ov (de ninguna manera, o sea lo que ni siquiera participa del ser. ni aún del devenir: es la nada absoluta. lo absolutamente contrario al ser).

Juan Luis Lorda

En el Concilio Vaticano II se recogió y se hizo mucha teología. Fueron tres años de trabajo de numerosos expertos y obispos para pensar la fe (“fides quaerens intellectum”) con el objetivo propuesto por Juan XXIII: explicar mejor el mensaje de la Iglesia al mundo moderno

Philip Goyret

A muchos sorprende la afirmación del Credo que dice que la Iglesia es santa, cuando los defectos y pecados de sus miembros, incluidos los de sus dirigentes, son bien visibles. Para entender bien el alcance de esta expresión es útil acudir a la historia, desde sus orígenes patrísticos hasta los documentos del último Concilio

Redacción corazones.org

Los Documentos Pontificios son todos importantes ya que todos tienen como autor al Papa. La importancia del documento no se deduce tanto de su clasificación (Encíclica, Constitución Apostólica, etc.) como de su contenido:

·         Cartas Encíclicas

·         Epístola Encíclica

·         Constitución Apostólica

·         Exhortación Apostólica

·         Cartas Apostólicas

·         Bulas y Breves

·         Motu Proprio

Cartas Encíclicas

Del Latín Literae encyclicae, que literalmente significa "cartas circulares". Las encíclicas son cartas públicas y formales del Sumo Pontífice que expresan su enseñanza en materia de gran importancia. Pablo VI definió la encíclica como "un documento, en la forma de carta, enviado por el Papa a los obispos del mundo entero".

-         Las encíclicas se proponen:

-         Enseñar sobre algún tema doctrinal o moral

-         Avivar la devoción

-         Condenar errores

Informar a los fieles sobre peligros para la fe procedentes de corrientes culturales, amenazas del gobierno, etc.

Por definición, las cartas encíclicas formalmente tienen el valor de enseñanza dirigida a la Iglesia Universal. Sin embargo, cuando tratan con cuestiones sociales, económicas o políticas, son dirigidas comúnmente no solo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta práctica la inició el Papa Juan XXIII con su encíclica Pacem in terris (1963). En algunos casos, como el de la encíclica Veritatis splendor (1993) de Juan Pablo II, el Papa solo incluye en su saludo de apertura, a los Obispos, aunque él pretenda la doctrina de la encíclica para la instrucción de todos los fieles. Esto tiene su razón de ser en el hecho de que los Obispos son los Pastores que deben enseñar a los fieles la doctrina.

Debido al peso y la verdad que contienen, todo fiel debe concederle a las encíclicas asentimiento, obediencia y respeto. El Papa Pío XII observó que las encíclicas, aunque no son la forma usual de promulgar pronunciamientos infalibles, si reflejan el Magisterio Ordinario de la Iglesia y merece ese respeto de parte de los fieles (Humani generis, 1950)

El título que se le da a la encíclica se deriva de sus primeras palabras en latín. Por ejemplo la encíclica del Papa Pablo VI sobre la inmoralidad de la contracepción, se tituló Humanae vitae, (Vida Humana).

Breve Historia:

La encíclica es una forma muy antigua de correspondencia eclesiástica, que denota de forma particular la comunión de fe y caridad que existe entre las varias "iglesias", esto es, entre las varias comunidades que forman la Iglesia.

A principios de la Iglesia, los obispos frecuentemente enviaban cartas a otros obispos para asegurar la unidad en la doctrina y vida eclesial.

-         -Benedicto XIV (1740-1758), revivió la costumbre, enviando "cartas circulares" a otros obispos. Estas cartas papales tocaban temas de doctrina, moral o disciplina, afectando a toda la Iglesia.

-         -Con Gregorio XVI (1831-1846), el término "encíclica" se hizo de uso general.

-         -León XIII (1878-1903), excedió por más del doble el número de encíclicas escritas de su predecesor Pío IX (1846-1878), con 75 encíclicas en total. León XIII también cambió el énfasis del tono de las encíclicas, el cual había sido preeminentemente condenatorio. El comenzó a esbozar una idea rápida, de forma positiva, de como la Iglesia debía responder a los problemas concretos, especialmente en el orden ético-social. El acercamiento innovador de León XIII, popularizó las encíclicas como puntos de referencia, no solo para la doctrina Católica pero también, para muchos programas de acción.

-         -El Papa Juan Pablo II ha escrito hasta hoy (1999) 13 encíclicas, todas ellas unas joyas que iluminan las doctrinas y valores morales más importantes.

En los Pontificados del siglo XX, el número de encíclicas publicadas ha variado ampliamente:

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Tipos de Encíclicas

De acuerdo a la materia de que tratan, las encíclicas pueden ser:

1. Encíclicas Doctrinales

Desarrollan extensamente la doctrina que el Papa propone en la misma. Muchas de estas han marcado significativamente la vida de la Iglesia. Entre las más recientes están:

-         Mistici corporis Christi (1943), del Papa Pío XII, sobre la Iglesia como el Cuerpo Místico de Cristo.

-         Divino afflante Spiritu (1943), del Papa Pío XII, promoviendo los Estudios Bíblicos.

-         Mediator Dei (1947), del Papa Pío XII, sobre la Sagrada Liturgia.

-         Mysterium fidei (1965), del Papa Pablo VI, sobre la Eucaristía.

-         Redemptor hóminis (1979), del Papa Juan Pablo II, sobre la redención y la dignidad del hombre.

-         Dives in misericordie (1980), del Papa Juan Pablo II, sobre la Divina Misericordia.

-         Dominum et vivifiantem (1986), del Papa Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo.

Algunas buscan clarificar opiniones teológicas erróneas explicando el error y enseñando la doctrina ortodoxa:

-         -Humani generis (1950), del Papa Pío XII, lidió con falsas opiniones que amenazaban socavar los fundamentos de la doctrina Católica.

-         -Humanae vitae (1968), del Papa Pablo VI, reafirmó la enseñanza de la Iglesia sobre la contracepción.

-         -Vertatis splendor (1993), del Papa Juan Pablo II, trata sobre las cuestiones fundamentales de la teología moral, advirtiendo sobre los peligros presentados por las teorías morales del consecuencialismo y el proporcionalismo. Para combatir estas opiniones, del Papa Juan Pablo II, enfatizó la enseñanza tradicional de que algunos actos, en sí mismos, son "intrínsecamente malos".

-         -Evangelium vitae (1995), del Papa Juan Pablo II, profundizó sobre la enseñanza de la Iglesia acerca de la defensa y dignidad de la vida humana.

Otros documentos del magisterio ordinario que han tenido un gran impacto en la vida de la Iglesia son las llamadas "encíclicas sociales". Desde el final del siglo XIX, los Papas han formulado una doctrina social que ha enriquecido la tradición de la Iglesia. Mientras que son articuladas en diferentes maneras y aplicadas a varios problemas, el corazón de las enseñanzas de los Papas ha sido la defensa de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios.

2. Las encíclicas sociales:

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3. Encíclicas Exhortatorias

Algunas encíclicas tratan específicamente sobre temas más espirituales. Su propósito principal es ayudar a los católicos en su vida sacramental y devocional. Al no estar enmarcadas en vista a una controversia doctrinal o teológica, estas encíclicas expanden la dimensión del misterio Cristiano, como una ayuda para la Piedad.

Ejemplos de éstas encíclicas son:

-         Haurietis aquas (1956) del Papa Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón

-         Redemptoris mater (1987) del Papa Juan Pablo II, sobre el papel de la Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina.

4. Encíclicas Disciplinares

De vez en cuando, hay encíclicas que tratan cuestiones particulares disciplinarias o prácticas.

Ejemplos de estas son:

-         Fidei donum (1957) del Papa Pío XII, esta comenzó la transferencia de muchos sacerdotes a las tierras de misión.

-         Sacerdotalis caelibatus (1967) del Papa Pablo VI, que reafirmó la tradición latina del celibato sacerdotal.

Epístolas Encíclicas

Difiere muy poco de las cartas encíclica. Las epístolas son poco frecuentes y se dirigen primariamente a dar instrucciones en referencia a alguna devoción o necesidad especial de la Santa Sede. Por ejemplo: algún evento especial, como el Año Santo.

Constitución Apostólica

Estos documentos son la forma más común en la que el Papa ejerce su autoridad "Petrina". A través de estas, el Papa promulga leyes concernientes a los fieles. Tratan de la mayoría de los asuntos doctrinales, disciplinares y administrativos. La erección de una nueva diócesis, por ejemplo, se hace por medio de una Constitución Apostólica.

Mientras que al principio, dichas constituciones enunciaban normas legales y continúan siendo principalmente documentos legislativos, tienen ahora frecuentemente un fuerte componente doctrinal. Pertenecen al magisterio ordinario del Papa.

Ejemplos:

-         Sacrae disciplinae (1983), del Papa Juan Pablo II, en la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico.

-         Pastor bonus (1988), del Papa Juan Pablo II sobre el ministerio y organización de la curia romana.

-         Fidei depositum (1992), del Papa Juan Pablo II, en la promulgación del Catecismo Universal de la Iglesia Católica.

Exhortación Apostólica

Estos documentos generalmente se promulgan después de la reunión de un Sínodo de Obispos o por otras razones. Son parte del magisterio de la Iglesia.

Exhortaciones apostólicas post-sinodales son:

-         Evangelli nuntiandi (1975) del Papa Pablo VI, sobre la Evangelización del mundo moderno.

-         Catechesi tradendae (1979) del Papa Juan Pablo II, sobre la catequesis.

-         Familiaris consortio (1984) del Papa Juan Pablo II, sobre el papel de la familia cristiana.

-         Reconciliatio et paenitentia (1984) del Papa Juan Pablo II, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia.

-         Redemptoris custos (1989) del Papa Juan Pablo II, en la persona y misión de San José en la vida de Cristo y la Iglesia.

Carta Apostólica

Estos documentos son cartas dirigidas a grupos específicos de personas. Estas también pertenecen al Magisterio Ordinario.

-         Cartas Apostólicas son:

-         Carta apostólica a los jóvenes del Mundo, Juan Pablo II (1985).

-         Carta Apostólica a las Mujeres, Mulieris dignitatem, Juan Pablo II (1988).

-         Carta Apostólica a las familias, Juan Pablo II (1994).

-         Carta Apostólica Tertio milenio adveniente, Juan Pablo II (1994), sobre la preparación del Jubileo del año 2000.

-         Carta Apostólica Dies Domini, Juan Pablo II (1998), sobre el Día del Señor.

 Bula

Historia:

Desde el siglo sexto en adelante, la cancillería papal usó un sello de plomo o de cera para autentificar sus documentos. La bula era inicialmente un tipo de plato redondo que se aplicaba a los sellos metálicos que acompañaban ciertos documentos papales o reales.

Alrededor del siglo XIII, empezó a significar no solo el sello en sí mismo, sino el documento per-se. Desde ahí hasta el siglo XV, la bula era un término amplio que designaba la mayoría de los documentos papales.

Durante el pontificado del Papa Eugenio IV (1431) comenzó un cambio. Ya existía una delineación de documentos papales, por ejemplo, en el 1265 el Papa Clemente IV escribió a un sobrino y usó, no una bula sino un sello de cera que tenía la impresión del anillo del pescador.

El Papa Eugenio IV, efectuó cambios administrativos para remplazar el sistema de bulas con una variedad de documentos, siendo el más notable el "breve apostólico".

Las bulas continuaron siendo utilizadas, sin embargo, en ciertos momentos en conjunción con los breves. Un ejemplo de este caso fue bajo el pontificado del Papa Julio II (1503-1513), quien primero otorgó un breve concediendo la dispensación al Rey Enrique VIII de Inglaterra para casarse con Catalina de Aragón y luego otorgó una bula.

Por costumbre la bula tiene una inscripción en la cual el Papa utiliza el título Episcopus Servus Servorum Dei (El Siervo de los Siervos de Dios). Este título fue adoptado por el Papa San Gregorio I (Magno; 590-604). Se popularizó su uso en el 1800.

Una colección de bulas es llamada "bullarium".

Algunos documentos papales reciben el nombre de bula de forma equivocada. Un ejemplo es la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus (1950), promulgada por el Papa Pío XII cuando definió el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen a los Cielos. Este documento es llamado frecuentemente con el nombre de "bula".

Motu Proprio

Son documentos papales que contienen las palabras "Motu proprio et certa scientia". Significa que dichos documentos son escritos por la iniciativa personal del Santo Padre y con su propia autoridad. 

Ejemplos:

Carta Apostólica dada en forma de Motu Proprio Ad tuendam fidem (1998) de Juan Pablo II, con la cual se introducen algunas normas en el Código de Derecho Canónico y el Código de Cánones de las Iglesias Orientales.

Es conveniente notar que solamente la enseñanza dirigida a toda la Iglesia Universal expresa el Magisterio Ordinario en su sentido pleno. Los discursos Ad limina, dados a los obispos de una región particular y los discursos dados durante las visitas a los diferentes países, no pertenecen, en el mismo grado, al Magisterio Ordinario como aquellos discursos dirigidos a la Iglesia Universal.  Sin embargo hay que notar que cuando el Papa enseña, aunque sea a una región particular, frecuentemente se refiere a verdades que con anterioridad pertenecen al magisterio. 

El Papa, con mucha frecuencia, trata cuestiones sociales, económicas y políticas específicas con el propósito de derramar sobre las mismas la luz del Evangelio. Aparte de enseñar ciertos principios morales, también usualmente recomiendan formas de acción práctica. Estas últimas proposiciones merecen respetuosa consideración, pero no llaman al ejercicio del asentimiento religioso de la misma manera que lo exige la enseñanza en fe y moral. Los católicos son libres para presentar soluciones prácticas alternativas, siempre y cuando acepten los principios morales expuestos por el Papa. En todo caso la autoridad del Papa merece profundo respeto.

Por ejemplo, el apoyo de su S.S. Juan Pablo II para que se de una compensación financiera a las madres que se quedan en el hogar cuidando de los hijos que sea igual a la de otros tipos de trabajos realizados por las mujeres, o su petición de que se cancele la deuda externa de los países del Tercer Mundo, como una forma de aliviar su pobreza masiva, caen dentro de esta categoría. Lamentablemente, muchos católicos abusan la libertad para rechazar el magisterio. Hay corazones que sólo buscan reducir al mínimo lo que tienen obligación de asentir y no se abren a toda la sabiduría que Dios otorga a través del Papa. Al final de ese camino, aun lo esencial se va secando y abandonando.

Referencias:

1. Catholic Encyclopedia, Rev. Peter M.J. Stavinskas, Ph. D., S.T.L.; pg. 87; 353.

2. The Catholic Encyclopedia, Robert C. Broderick; pg. 46; 188.

3. The Sheperd and the Rock, Origins, Development and Misión of the Papacy by J. Michael Miller, C.S.B.; pg.173-175; 177-179.

Redacción de corazones.org/

Mariano Facio

Un 2 de octubre de hace noventa años

En la vida de muchas personas hay un momento clave, en el que se cae en la cuenta de cuál es el sentido de su existencia: todas las experiencias vividas con anterioridad se ponen en orden, y aparece clara una situación en el mundo, una más profunda identidad. Como cuando se termina de armar un rompecabezas: las piezas aisladas, aparentemente sin sentido, adquieren su razón de ser al verlas colocadas en su sitio, formando parte de la figura final.

La historia sagrada ofrece muchos ejemplos de ese momento clave: en ellos se hace patente la propia vocación. Recordemos a Moisés en el Monte Sinaí (Ex 3, 1-3), o a Leví en la mesa de recaudación de impuestos, cuando Cristo lo llamó (Mt 9, 9-13). Uno de estos momentos, emblemático, es el encuentro de Saulo con Jesús resucitado en el camino a Damasco (Hch 22, 6-16). A partir de allí, su vida cambió de rumbo y se llenó de sentido.

San Josemaría dijo alguna vez que Madrid  había sido su Damasco [1]. El Señor había ido preparando con anterioridad su alma: a partir de su adolescencia le hacía sentir en lo íntimo de su corazón que le quería para una misión especial. Era lo que llamaba “barruntos”.  El joven Josemaría se mostraba disponible, abierto a lo que el Señor le pidiera, sin saber a ciencia cierta en qué consistía dicha voluntad. Por eso se hizo sacerdote y pedía insistentemente que se convirtiera en realidad aquello que intuía, sin verlo claramente. Le repetía a Jesús, como el ciego Bartimeo: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!—, e imploraba a la Virgen: Domina, ut sit! —¡Señora, que sea!—.

El momento clave, el “encuentro decisivo” tuvo lugar el 2 de octubre de 1928, mientras realizaba un retiro espiritual en el convento de los Paúles de la capital española. En esas circunstancia, recibió una gracia de Dios, que le “iluminó” sobre el proyecto que Dios había preparado para él. Ese día, las piezas del rompecabezas de su vida tomaron forma y color. Los “barruntos” cobraron definitiva coherencia y alcance [2].

¿Cuál era el contenido de esa “iluminación”? ¿Qué es lo que “vio” —habitualmente utilizaba ese verbo para referirse a esta experiencia espiritual— el 2 de octubre? San Josemaría siempre fue parco al explicar su “momento clave”. En las anotaciones que realizaba para su propia vida interior —los llamados Apuntes íntimos— dejó escrito: «Cristo nuestro Rey ha manifestado su deseo».

A continuación, se especificaba dicha voluntad: «Estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!» [3]. El contenido fundamental de la luz recibida ese día, en palabras del beato Álvaro del Portillo, principal confidente de su vida, era «que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado o condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece   la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes» [4]. Con una bella expresión, percibía que se habían abierto «los caminos divinos de la tierra» [5].

A partir de entonces, su vida se identificó con su misión: difundir el mensaje de la llamada universal a la santidad en medio y a través de las circunstancias ordinarias de la vida. En una carta dirigida a sus hijos, escribía: «Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas —y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas—, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo» [6]. Pocos años antes había escrito: «Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Lc V, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea   su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado  en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a   un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro  con Cristo» [7].

Era un mensaje plenamente evangélico, pero que a fuerza de darlo por supuesto, fue cayendo en el olvido. La luz del 2 de octubre iluminaba la vida ordinaria, corriente, común, aparentemente intrascendente, de todos los hijos de Dios. Era una luz revolucionaria, destinada a ampliar sin límites los horizontes habituales de cualquier persona, sin una especial vocación a la vida religiosa o a otro tipo de consagración más allá que la del Bautismo.

Frente a la vida ordinaria se pueden mantener actitudes muy diversas entre sí. Un cuento de origen medieval narra el diálogo que sostiene un caminante con tres trabajadores que encuentra a la vera del camino. Los tres están picando piedra, bajo el duro sol de un día de verano. El caminante pregunta al primer obrero qué está haciendo. Malencarado, este le contesta:

—       Ya me ve, picando piedra y sudando la gota gorda.

Repite la pregunta obvia al segundo obrero. La respuesta no es tan evidente. Con un rostro sereno, contesta al curioso caminante:

—       Estoy trabajando para mantener a mi familia.

Por último, le llega el turno al tercer obrero, quien, esbozando una sonrisa envidiable, afirma, lleno de sano orgullo:

—       ¡Estoy construyendo una catedral!

En el mundo contemporáneo hay millones de personas que viven sin encontrar un sentido a su existencia ordinaria. El primer grupo de almas que Dante describe en el Infierno está formado por aquellos «que en vida no fueron nada» [8], es decir, los que dieron bandazos de aquí para allá, poniéndose bajo el sol que más calienta. Sin valores, ni raíces, ni estrellas que los iluminen. No han dejado huella después de su paso por la tierra. Perezosos, como el siervo del Evangelio que recibe un talento y lo esconde en lugar de negociar con él.

También existen muchas personas que contemplan sus deberes de estado —en el trabajo, en el hogar, en  la sociedad civil— como duros pesos que hay que soportar, sin entender demasiado la razón. La existencia se presenta ante ellos como algo absurdo. Albert Camus ejemplificó esta visión de la vida con la imagen de Sísifo, el personaje de la mitología clásica que debe subir hasta la cima de un monte cargando con una gran piedra. Cuando llega a la cima, la piedra cae, y Sísifo baja, vuelve a tomar la piedra, la pone otra vez sobre sus espaldas, y repite la operación una vez y otra [9]. La vida, para muchos, se identifica con esa interminable repetición de rutinas absurdas.

Otros viven según su sentido del deber, pero sin el calor y la luz que da la apertura a lo sobrenatural. Pueden ser admirables en sus virtudes, pero carecen de la atracción del que supera los estrechos límites racionales para lanzarse a la aventura de vivirlo todo por amor a Dios y a los demás.

El mensaje que el Señor quiso transmitir a través  de san Josemaría, amplía los horizontes y libera de la angustia agobiante de una visión chata de la vida, o de la frialdad que da el mero cumplimiento del deber por el deber. En el nuevo contexto de la santificación de la vida ordinaria todo cobra relieve, color, profundidad. Nada es indiferente: hasta las circunstancias más nimias pueden transformarse en un encuentro de amor. Todos podemos construir catedrales para la gloria de Dios y el servicio de los hombres. Y eso, sin salirnos de nuestro sitio, en la monotonía cotidiana. Con una imagen lograda, san Josemaría decía que estaba en nuestras manos la posibilidad de transformar la prosa diaria —aquello que hacemos todos los días, en donde si nos descuidamos se puede colar la rutina o el sinsentido— en endecasílabo, en verso heroico [10]. La vida se transforma en poesía, en una aventura de amor.

Federico Nietzsche decía de sí mismo que era dinamita [11], pues con su filosofía quería hacer saltar por los aires el sentido trascendente de la vida. La llamada a la santidad en medio del mundo, por el contrario, es una mirada que descubre el sentido trascendente en las actividades de todos los días. Los cristianos tenemos una “dinamita” mejor, una carga revolucionaria: «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe —escribe san Josemaría en Surco—, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo» [12]. Se trata de una revolución de amor, para liberar al mundo de las fuerzas que lo oprimen, angustian y entristecen.

* * *

El 7 de octubre de 2002, san Juan Pablo  II pronunció las siguientes palabras frente a una multitud que se había reunido en la Plaza de San Pedro con ocasión de la canonización del fundador del Opus Dei, que resumen lo que hemos intentado transmitir: «San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos» [13].

Mariano Facio, en odnmedia.s3.amazonaws.com/

Notas:

1    Cfr. Carta, 2-X-1965 (Cit. en ECHEVARRÍA, J., Carta, 1-X-2008, en Cartas de familia, vol. VI, 2011, n. 64).

2     Sobre los “barruntos”, cfr. ARANDA, A., “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, 81-109.

3     Apuntes íntimos, n. 154 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, vol. I, 302).

4     DEL PORTILLO, A., Una vida para Dios: reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1992, 45-46.

5     Amigos de Dios, 334.

6     Carta, 9-I-1932, 91 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A, El Fundador del Opus Dei, vol. I, 568).

7     Carta, 24-III-1930, 2 (Cit. en BURKHART, E.-LÓPEZ, J., Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid 2010, vol. I, 11-12).

8     ALIGHIERI, D., La Divina Comedia, Infierno, III, 62.

9     Cfr. CAMUS, A., El mito de Sísifo, Alianza, Madrid 2004.

10      Cfr. Es Cristo que pasa, 50.

11      Cfr. NIETZSCHE, F., Ecce Homo, Por qué soy un destino, párrafo 1.

12      Surco, 945.

13      S. JUAN PABLO II, Discurso a los peregrinos reunidos en Roma por la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Roma 7-X-2002.

Fernando Ocáriz

Con motivo del décimo aniversario de Harambee, Mons. Javier Echevarría pronunció la conferencia El corazón cristiano, motor del desarrollo social [1]. Al cumplirse 20 años de la misma iniciativa y en el marco de esta Jornada sobre innovación social, quisiera continuar las reflexiones de mi predecesor. A la luz de la doctrina social de la Iglesia y del mensaje de san Josemaría, me detendré sobre la dimensión social de la vocación cristiana.

Hace diez años, don Javier nos recordaba que el diálogo entre Jesús y un doctor de la Ley expresa que el amor a Dios es inseparable del amor a los demás: “cuando un doctor de la ley le preguntó cuál era el primer mandamiento, el Señor no se limitó a indicar que el amor a Dios es el más grande y primer mandamiento, sino que añadió la necesidad de amar al prójimo como mandamiento incluido en el primero (Mt 22, 35-39)” [2].

Es importante tener presente la dimensión relacional de la persona. Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate, afirma que “la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal”. Esta realidad “obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación (…)” y ayuda a “captar con claridad la dignidad trascendente del hombre” [3].

Vosotros, con modos y perspectivas muy diversas, os dedicáis profesionalmente a cuidar y dignificar personas, especialmente a las más necesitadas. Sabéis por experiencia que, aunque las instituciones y las estructuras sean necesarias, para lograr el verdadero desarrollo integral, es preciso también el encuentro entre personas, crear los contextos y las condiciones para que el desarrollo pueda ocurrir, para que la persona tenga la oportunidad de perfeccionarse en todas sus dimensiones. Como discípulos de Jesucristo, estamos llamados por un nuevo título -el de cristianos- a cuidar a las personas, a cuidar el mundo.

¿Qué vemos en el mundo? Junto a nuevas posibilidades de promoción humana ofrecidas por los avances en salud, tecnología, comunicaciones y tantos ejemplos inspiradores, afloran las injusticias y heridas por las que sangra la humanidad. “En el mundo actual, la pobreza presenta muchos rostros diversos: enfermos y ancianos que son tratados con indiferencia, la soledad que experimentan muchas personas abandonadas, el drama de los refugiados, la miseria en la que vive buena parte de la humanidad como consecuencia muchas veces de injusticias que claman al Cielo” [4].

Como os decía también en una carta de 2017, “Nada de esto nos puede resultar indiferente”, todos y todas estamos llamados a “poner en movimiento la «imaginación de la caridad» para llevar el bálsamo de la ternura de Dios a todos nuestros hermanos que pasan necesidad” [5].

Cuando los seres humanos ignoran o se desentienden de su condición de ser hijos de Dios, todas sus relaciones quedan afectadas: con uno mismo, con los demás y con la creación. Como ha dicho el Papa Francisco, la interdependencia se transforma en dependencias, “perdemos esta armonía de interdependencia en la solidaridad” [6].

Somos corresponsables de cuidar el mundo, estableciendo relaciones fundadas en la caridad, la justicia y el respeto, especialmente superando la enfermedad de la indiferencia. San Juan Pablo II escribió: “Sí, cada hombre es «guarda de su hermano», porque Dios confía el hombre al hombre” [7].

Buena parte de las iniciativas a las que representáis han nacido por inspiración de san Josemaría. Y muchos de vosotros, a partir de la misma inspiración, trabajáis en organizaciones de signos y orientaciones diversas porque os habéis sentido empujados a “hacer algo”, a no quedaros con los brazos cruzados.

Está en el núcleo del espíritu del Opus Dei convertir las realidades ordinarias en lugar de encuentro con Dios y de servicio a los demás; la aspiración de personas maduras, sensibles hacia los demás y profesionalmente competentes, que buscan hacer del mundo un lugar más justo y fraterno. “Amar al mundo apasionadamente”, implica conocerlo, cuidarlo y servirlo.

La actitud ante las necesidades sociales la resumía san Josemaría en una carta publicada en los años 50 del siglo pasado: “Un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social, miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo” [8].

De la mano del fundador del Opus Dei, en esta sesión me detendré en cuatro dimensiones: la espiritual, la profesional, la personal y la colectiva.

La dimensión espiritual

Podría parecer utópico pensar que somos capaces de hacer algo para paliar el sufrimiento de la humanidad. Sin embargo, sabemos que es Jesús quien carga con el dolor humano. Las llagas en su costado, en sus manos y en sus pies recuerdan las llagas del mundo. Y Jesús nos ha dicho: “lo que hicisteis con uno de estos conmigo lo hicisteis” [9].

El camino de identificación con Cristo va transformando el corazón humano y lo abre a la caridad. La unión con el Señor, en los sacramentos y en la oración, lleva a descubrir al prójimo y sus necesidades y a prestar menos atención a uno mismo. La caridad cambia la mirada. “La caridad de Cristo no es solo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar bien” [10].

Hace un tiempo, en una carta os invitaba a pedir al Señor que nos agrandara el corazón, que nos diera un corazón a su medida “para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles” [11]. Un corazón orante, en medio del mundo, que sostiene y acompaña a los demás en sus necesidades.

La identificación con Jesús nos abre a las necesidades de los demás. Al mismo tiempo, el contacto con el necesitado, nos lleva a Jesús. Por eso, san Josemaría escribía: “Los pobres —decía aquel amigo nuestro— son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo” [12].

Jesús tuvo predilección por los pobres y por quienes sufrían, pero también quiso ser él mismo necesitado y víctima. En la persona que sufre se entrevé a Jesús que nos habla, como recordaba el papa Francisco: “¿Sabemos aprender de los pobres, encontrar en ellos el rostro de Cristo y dejarnos evangelizar por ellos?” [13]. Desde la primitiva Iglesia se ha entendido que el mensaje Evangélico pasaba por la preocupación por los pobres y que es un signo reconocible de identidad cristiana y un elemento de credibilidad [14].

La dimensión profesional

Deseamos poner a Cristo en el corazón de todas las actividades humanas, santificando el trabajo profesional y los deberes ordinarios del cristiano. Esta misión se desarrolla en medio de la calle, en la sociedad, especialmente con el trabajo. Como nos recuerda san Josemaría, “el trabajo corriente —sea humanamente humilde o brillante— es de un gran valor y puede ser un medio eficacísimo para amar y servir a Dios y a los demás hombres”. E invita a todos “a trabajar —con plena autonomía, del modo que les parezca mejor— para borrar las incomprensiones y las intolerancias entre los hombres y para que la sociedad sea más justa” [15].

Para quien desea seguir a Cristo, cualquier trabajo es una oportunidad de servir a los demás y especialmente a los más necesitados. Hay profesiones en las que esta repercusión social se da de un modo más inmediato o evidente, como en vuestro caso, el trabajo en organizaciones centradas en mejorar las condiciones de vida de personas o grupos desfavorecidos. Pero esta dimensión de servicio no es solo para algunos, ha de estar presente en cualquier trabajo honrado.

Desde que san Josemaría comenzó a difundir su mensaje, decía que para santificar el mundo no era necesario cambiar de lugar, profesión o ambiente. Se trata de cambiar uno mismo en el lugar en el que se encuentra.

En el ideal cristiano del trabajo confluyen la caridad y la justicia. Lejos de las lógicas del “éxito”, el servicio a los demás es el mejor parámetro del desempeño laboral de un cristiano. Satisfacer las exigencias de la justicia en el trabajo profesional es un objetivo alto y ambicioso; cumplir con las propias obligaciones no siempre es fácil y la caridad va siempre más lejos, pidiendo a cada una y a cada uno salir generosamente de uno mismo hacia los demás.

En la parábola del buen samaritano, el posadero pasa como en segundo plano: solo se dice que actuó profesionalmente. Su conducta nos recuerda que el ejercicio de cualquier tarea profesional nos da ocasión de servir a quienes padecen necesidad.

A veces, podría insinuarse la tentación de “refugiarse en el trabajo”, en el sentido de no descubrir su dimensión social transformadora, conformándonos con un falso espiritualismo. El trabajo santificado es siempre una palanca de transformación del mundo, y el medio habitual a través del cual se deberían producir los cambios que dignifican la vida de las personas, de modo que la caridad y la justicia empapen verdaderamente todas las relaciones. El trabajo así realizado podrá contribuir a purificar las estructuras de pecado [16], convirtiéndolas en estructuras donde el desarrollo humano integral sea una posibilidad real.

La fe nos ayuda a mantener la confianza en el futuro. Como aseguraba san Josemaría, “nuestra labor apostólica contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana, que está dirigida por voluntad de Dios a la perfección. Así contribuiremos a quitar esta angustia, este temor por un futuro de rencores fratricidas, y a confirmar en las almas y la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión, el trato, el amor” [17].

La dimensión personal

El mensaje del Opus Dei nos impulsa a esforzarnos por la transformación del mundo a través del trabajo. Esto incluye también “tener compasión”, como el samaritano [18], como exigencia del amor, que lleva la ley (“lo obligatorio”), a su plenitud [19]. El amor hace que nuestra libertad se encuentre cada vez más dispuesta y preparada para hacer el bien.

Escribía san Josemaría en una carta fechada en 1942: “La generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia –que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban–, no podrá suplantar nunca la ternura eficaz –humana y sobrenatural– de este contacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso (…)” [20].

Se presenta ante nosotros un panorama amplísimo en la familia y en la sociedad, y un corazón ensanchado, tratará de cuidar con esmero a sus padres ancianos, dar limosna, interesarse por los problemas de los vecinos, rezar por un amigo agobiado por una preocupación, visitar un pariente enfermo en el hospital o en su casa, pararse a hablar con una persona que vive en la calle a la que vemos habitualmente, escuchar pacientemente, etc., etc.

De ordinario, no se trata de sumar nuevas tareas a las que ya realizamos; se trata más bien de procurar manifestar desde la propia identidad el amor de Cristo a los demás. La pregunta sobre la caridad no es solo qué tengo que hacer sino, antes, quién soy para el otro y quién es el otro para mí.

En este cultivo diario de la solidaridad, nos encontramos con los demás y así las necesidades de otros se convierten también en un punto de encuentro entre personas de buena voluntad, cristianos o no, pero unidos ante las situaciones de pobreza e injusticia.

Este diálogo con la necesidad y la vulnerabilidad, seguramente tendrá como resultados una piel sensible y una vida de oración cercana a la realidad. Estaremos preparados para tomar decisiones de mayor austeridad personal, evitando el consumismo, el atractivo de la novedad, el lujo… y sabremos renunciar a bienes innecesarios que quizá nos podríamos permitir por nuestra situación profesional. Seremos así permeables al cambio personal, a tener los oídos abiertos al Espíritu Santo y escuchar lo que nos dice a través la pobreza.

La relación de Cristo con los necesitados es uno a uno. Ciertamente, las obras colectivas son necesarias, pero la caridad es personal, porque así es nuestra relación con Dios. En una cristiana o en un cristiano maduro, el despliegue de las obras de misericordia [21] vividas personalmente fluye de manera orgánica, al igual que un árbol que, mientras crece, da más fruto y sombra. Desde esta perspectiva, se percibe también la complementariedad que existe entre las diversas manifestaciones del apostolado personal y la generosidad con los necesitados.

San Josemaría describía la trascendencia social de la caridad personal en medio del mundo, acudiendo al ejemplo de los fieles de la primitiva Iglesia: “así actuaron los primeros cristianos. No tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en que se movían”[22].

La dimensión colectiva

No quiero dejar de agradecer el bien que hacéis a través de las labores inspiradas por san Josemaría y a quienes trabajáis, también inspirados por él, en distintas organizaciones que prestan un servicio directo a los más necesitados. Pienso en aquel joven sacerdote que cuidaba pobres y enfermos en el Madrid de los años 30 del siglo XX. La “piedra caída en el lago” [23] ha llegado lejos. Aunque somos conscientes de nuestras limitaciones, damos gracias a Dios y le pedimos ayuda para mejorar y continuar.

Las obras colectivas mantienen viva la sensibilidad social cristiana y son una expresión civil y pública de misericordia. Como dice el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, “en muchos aspectos, el prójimo que tenemos que amar se presenta “en sociedad” (...): amarlo en el plano social significa, según las situaciones, servirse de las mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los factores sociales que causan su indigencia. La obra de misericordia con la que se responde aquí y ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es, indudablemente, un acto de caridad; pero es un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se convierte en la situación en que se debaten un inmenso número de personas y hasta de pueblos enteros, situación que asume, hoy, las proporciones de una verdadera y propia cuestión social mundial” [24].

San Josemaría recordaba que “el Opus Dei [ha de estar presente] donde hay pobreza, donde hay falta de trabajo, donde hay tristeza, donde hay dolor, para que el dolor se lleve con alegría, para que la pobreza desaparezca, para que no falte trabajo —porque formamos a la gente de manera que lo pueda tener—, para que metamos a Cristo en la vida de cada uno, en la medida en que quiera, porque somos muy amigos de la libertad” [25].Con las limitaciones propias de las instituciones humanas, las realidades colectivas promovidas por los fieles del Opus Dei tratan también de encarnar y expresar el espíritu de servicio en el ámbito social.

En vuestra actividad se fusionan todas las dimensiones que consideramos: fundamento espiritual, trabajo profesional y cuidado de los necesitados tomados como grupo (caridad social) en el que se afirma también la dignidad de cada uno (caridad personal). Se une así la necesaria competencia profesional de un área que requiere cada vez más especialización, con el espíritu cristiano expresado en las obras de misericordia. Se podría decir que quienes promovéis o colaboráis con estas labores aspiráis a ser al mismo tiempo samaritanos y posaderos.

Por otra parte, cada labor colectiva, y no sólo las directamente percibidas como “sociales”, puede tener una dimensión social explícita, una preocupación por el entorno, unos fines de servicio a los demás, un modo de relacionarse con los pobres, una intención de reconciliar al mundo con Dios… Toda obra colectiva de inspiración cristiana (un colegio, una universidad, una escuela de negocios, un hospital, una residencia, etc.), aunque su misión inmediata no consista en favorecer colectivos necesitados, ha de integrar en su ethos este rasgo central del cristianismo que es la caridad social.

En este sentido, es lógico que cada labor colectiva se pregunte habitualmente sobre las expresiones prácticas y tangibles de su contribución social y de su servicio a las personas más necesitadas. Esa contribución es un efecto connatural de esa actividad, no un simple añadido.

Conviene preguntarse, “desde que existe esta iniciativa, ¿a qué necesidades sociales procura dar respuesta?, ¿en qué ha mejorado el entorno?” El Señor nos pide que, desde la imaginación de la caridad, reflexionemos sobre este aspecto en cada labor.

En el horizonte del centenario del Opus Dei (2028-2030)

Los próximos años ofrecen una ocasión especial para revitalizar el servicio a los necesitados de manera personal o colectiva, tomando una mayor conciencia de su importancia en el mensaje de san Josemaría. En esto, son especialmente valiosas las ideas y propuestas de quienes os dedicáis de un modo inmediato a este ámbito.

Junto a los temas que propondréis, sugiero dos posibles líneas de reflexión.

Trabajar con otros. San Josemaría animó siempre a los fieles de la Obra a abrirse en abanico, a trabajar con muchas otras personas, también no católicas y no cristianas, en proyectos de servicio. La globalización ha provocado que la distribución de los recursos, las migraciones, la falta de acceso a la educación, la concatenación de crisis económicas, las pandemias y otros desafíos, afecten cada vez a más personas. Se percibe vivamente la dependencia mutua de la familia humana y se mira el mundo como un hogar compartido. Cada vez se hacen más indispensables las instituciones de desarrollo de todo tipo y se abre paso la idea de colaboración y coordinación de conocimientos y esfuerzos. En un momento en el que el sufrimiento es en cierto modo global, deberíamos sentirnos más que nunca hijos de un mismo Padre.

Investigación y estudio. Vuestra labor os coloca en observatorios desde los que podéis atisbar tendencias de futuro. Esa posición, unida a dilatadas experiencias de trabajo en el área de desarrollo en diferentes culturas y países, permite pensar en espacios específicos de investigación y estudio. Esto podría dar lugar a propuestas de buenas prácticas, programas de formación de voluntarios, tareas de consultoría, convocatorias de congresos y encuentros con instituciones similares por la materia o afinidades regionales, acuerdos con centros académicos para profundizar sobre temas sociales desde distintas perspectivas, aunando el trabajo sobre el terreno con la investigación académica. Estas posibilidades recuerdan la aspiración de san Josemaría, que veía a los cristianos “in ipso ortu rerum novarum”, en el mismo origen de los cambios sociales.

Desearía concluir con otras palabras fuertes y estimulantes de san Josemaría: “Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” [26].

Ojalá, la reflexión que comenzáis hoy con vistas al centenario de la Obra, sirva para profundizar en esta llamada de nuestro fundador, y a concretarla en el plano espiritual y personal, en el trabajo profesional y en todas las iniciativas sociales y educativas que, de un modo u otro, encuentran inspiración en su mensaje. En este campo, como en otros, se pueden aplicar las palabras de san Josemaría: está todo hecho y está todo por hacer. Seguro que nos animaría a seguir soñando.

Fernando Ocáriz, opusdei.org/es/

Notas:

[1]   Javier Echevarría, conferencia El corazón cristiano, motor del desarrollo social, octubre 2012, Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

[2]   Ibíd.

[3]   Benedicto XVI, Caritas in veritate, 29-06-2009, n. 53, subrayado en el original.

[4]   Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 31.

[5]   Ibíd.

[6]   Francisco, Audiencia general, 2-IX-2020.

[7]   San Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 19.

[8]   San Josemaría, Cartas (Vol. I), edición crítica y anotada, preparada por Luis Cano, Rialp, Madrid 1ª edición, 2020, Carta n. 3, 37d, p. 188.

[9]   Mt 25, 40.

[10]    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, edición critico-histórica preparada por Antonio Aranda, Rialp, 2013, Madrid, homilía El respeto cristiano a la persona y su libertad, 71d, p. 442.

[11]    Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 31.

[12]    San Josemaría, Surco, n. 827.

[13]    Francisco, Mensaje V Jornada mundial de los Pobres, 14-XI-2021.

[14]    Cfr. Benedicto XVI, encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 20.

[15]    San Josemaría, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de José Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012, n. 56.

[16]    Cfr. San Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, n. 36.

[17]    San Josemaría, cit., Cartas (Vol. I), Carta n. 3, n. 38a y 38b, pp. 188-189.

[18]    Cfr. Lc 10, 33.

[19]    Cfr. Rm 13, 8-10.

[20]    San Josemaría, Carta 24-X-1942, n. 44: AGP, serie A.3, 91-7-2.

[21]    Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2447.

[22]    San Josemaría, Carta 9-I-1959, n. 22.

[23]    San Josemaría, Camino, n. 831.

[24]    Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 208.

[25]    San Josemaría, Una mirada hacia el futuro desde el corazón de Vallecas, Madrid, 1998, p. 135 (palabras pronunciadas el 1-X-1967).

[26]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, cit., n. 167.

José Ramón Villar Saldaña

Introducción

La Asamblea extraordinaria del Sínodo los Obispos ele  1985  constató que todavía era necesaria "una recepción plena y realización completa del Concilio". Posteriormente Juan Pablo II, en sus Cartas Tertio millennio adveniente (10-XI-1994) y Novo Millennio inneunte (6-1-2001), urgía a toda la Iglesia a examinar la puesta en práctica del Concilio Vaticano II, y a promover su ulterior aplicación [1].

No obstante, existe un consenso general en que, para  una  recepción  plena del magisterio conciliar, "todo depende —afirma Benedicto  XVI—  de  la justa interpretación del Concilio o —como diríamos hoy—  de su justa hermenéutica, de la clave justa de lectura y de aplicación" [2]. La adecuada  interpretación del Concilio Vaticano II es un presupuesto para su recepción. "Si lo leemos y  acogemos  guiados  por  una  hermenéutica  correcta,  puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia" [3].

Naturalmente, no es posible analizar en este breve espacio el significado trascendental del Concilio Vaticano II para la Iglesia contemporánea. También dejaremos aparte las fases y las características de la recepción del Concilio llevada a cabo hasta el momento, asunto ya descrito con solvencia en numerosos lugares [4]. En estas páginas centramos la atención sólo en algunos aspectos de la hermenéutica  conciliar,  y sin  pretensión  exhaustiva [5].

l. El debate hermenéutico sobre el Concilio

Como es sabido, las consideraciones que Benedicto XVI dedicó a la interpretación del Concilio Vaticano II con ocasión de su alocución natalicia a la Curia romana, el 22 de diciembre del año 2005, estimularon un debate vigente desde tiempo atrás. Baste una breve mención de sus momentos principales.

En los momentos inmediatos a la celebración de la Asamblea Sinodal de  1985,  llamaron  la  atención  las  decididas  afirmaciones  del  card. Josef Ratzinger en su Informe sobre la fe [6]. El entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe subrayaba la continuidad del Concilio Vaticano II con el magisterio precedente, saliendo al paso de la idea de que el Concilio representaría una n1ptura entre una Iglesia de "antes" y de "después" del Concilio; una idea que estaría enraizada, estimaba el Prefecto, en aquellas interpretaciones del postconcilio que apelaban al "espíritu" conciliar en contra ele la "letra" de sus documentos. Algunos incluso entendían superado el Concilio, abogando por convocar un nuevo Concilio Vaticano III. En cambio, el Prefecto proponía una vuelta a los textos conciliares, cuya lectura permitiría precisamente descubrir su verdadero espíritu.

Contemporáneamente, Walter Kasper, quien habría ele tener un papel influyente en la Asamblea del Sínodo de 1985, aportaba una amplia reflexión sobre la hermenéutica  conciliar [7]. Coincidía con  el Prefecto en la necesidad de interpretar el Concilio en continuidad con la entera tradición eclesial, de manera que carecería de sentido concebir una Iglesia postconciliar radicalmente "nueva". Además, abogaba Kasper por una interpretación integral de los documentos conciliares, sin aislar unilateralmente sus enunciados, y sin romper la unidad entre "espíritu" y "letra" del Concilio, Estos principios, entre otros, aparecían recogidos en el Informe final de la Asamblea Sinodal (cf. I, 5), que afirmaba la necesidad de interpretar  el magisterio  conciliar  considerando los documentos en sí mismos y en su relación con los demás, otorgando una especial importancia a las cuatro constituciones principales del Concilio a la hora de interpretar el resto de los decretos y las declaraciones. Además el Informe denunciaba una separación indebida entre espíritu y letra del Concilio, o una separación entre la doble dimensión doctrinal y pastoral de sus documentos. Finalmente, el documento recordaba la necesidad de interpretar el Concilio en continuidad con la gran Tradición de la Iglesia [8]

La celebración en el año 2000 del jubileo del tercer milenio propició un nuevo motivo para la reflexión hermenéutica, con aportaciones relevantes  [9]. Por otra parte, hay que recordar que se  prolongaba  el  rechazo  tradicionalista del Concilio, con los lamentables sucesos provocados por Mons. Lefebvre y la Fraternidad de San Pío X. Además, en estos años emergió la discusión historiográfica sobre el Concilio como "acontecimiento" de transición epocal en la historia de la Iglesia, posición sostenida por la obra Historia del Concilio Vaticano II, publicada entre 1995-2001 por el equipo dirigido por G. Alberigo, y contestada por el "contrapunto" de Mons. Marchetto y otros [10]. Todo ello provocó la 1nasiva publicación de reacciones, opiniones y análisis sobre el Concilio, un  signo evidente de la importancia  de  las cuestiones implicadas [11].

Entre ese bosque frondoso de publicaciones no deben perderse de vista las aportaciones de H. J. Pottmeyer y de O. H. Pesch, parcialmente diferentes entre sí, pero con una influencia sostenida en la hermenéutica conciliar desde los años ochenta [12] . Aquí hemos de darlas por conocidas, y subyacen implícitamente en estas páginas.

II. La "hermenéutica de la reforma" de Benedicto XVI

En el contexto del debate sobre ruptura o continuidad, Benedicto XVI tomaba la palabra en 2005 para afirmar, como clave interpretativa del Concilio, no una simple hermenéutica de la continuidad, sino la que denominó como una "'hermenéutica de la reforma', de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, permaneciendo siempre, no obstante, el mismo y único sujeto del Pueblo de Dios en camino" [13].

Apenas habrá quien ponga en duda lo certero de la "hermenéutica  de  la reforma". La simple continuidad no refleja la realidad de un Concilio que "ha revisado o también corregido algunas decisiones históricas" [14], El Concilio realizó cambios evidentes respecto de "decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal ele la Biblia— debían ser necesariamente ellas mismas contingentes, precisamente por cuanto referidas a una determinada realidad mudable en sí misma" [15]. Pero con el Concilio no surgió "otra" Iglesia una idea ésta que acomuna el reproche tradicionalista y el entusiasmo progresista [16]. "En esa aparente discontinuidad (la Iglesia) ha mantenido y profundizado, en cambio, su naturaleza íntima y su verdadera identidad" [17]. El Concilio no rompió con la tradición católica (sobre el sacerdocio, el culto, la relación con el mundo, con los cristianos separados o con las religiones no cristianas, etc.). El Concilio tampoco puso a la Iglesia en permanente "estado conciliar", y abierta a todo cambio indiscriminado. "La Iglesia, —dice el Papa— tanto antes co1no después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos" [18] Los ca1nbios conciliares son perfectamente compatibles con los principios permanentes: "en tales decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el trasfondo y motivando la decisión desde dentro" (subrayado nuestro) [19]. Precisamente esos principios ("el patrimonio más profundo de la Iglesia") reclamaban de manera connatural la "reforma" de las expresiones de vida y doctrina condicionadas por las situaciones históricas cambiantes. "A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma" [20].

En síntesis, la simple ruptura o la mera continuidad "son abstracciones, y sería difícil encontrar a alguien que mantenga una u otra posición"[21]. Por esa razón, el Papa no aboga por la continuidad  sin más, una simple reiteración  de  lo ya dado. Hay continuidad en los principios, pero hay discontinuidad en las formas históricas de comprender y expresar los principios y de llevarlos a la práctica. "Precisamente en  este  conjunción  de  continuidad  y  discontinuidad en niveles diferentes consiste la verdadera naturaleza de la reforma" [22]. Como hemos mencionado, Benedicto XVI atribuye la continuidad, no a la doctrina conciliar como tal, sino al único sujeto-Iglesia "que crece en el tiempo y se desarrolla, permaneciendo siempre, no obstante, el mismo y único sujeto  del Pueblo de Dios en camino" [23]. Con ello, Benedicto XVI señala a la relación entre Tradición e Iglesia como el presupuesto de toda  novedad, también la  propuesta por el Concilio Vaticano II.

III. Tradición, Iglesia y reforma

La Iglesia ha recibido mediante los Apóstoles la revelación de Cristo que transmite a las sucesivas generaciones. Pero ella es, a la vez, la transmisora y el contenido de la Tradición, pues la transmisión del Evangelio no es sólo la comunicación de un mensaje, sino el acto de entrega de "lo que la Iglesia es" en su doctrina, vida y culto, las realidades que la constituyen como Iglesia, y que entrega a todas las generaciones [24]. El sujeto de la Tradición es la Iglesia, el "nosotros" que forman los creyentes de todas las épocas [25]. La identidad de este sujeto-Iglesia se deriva prioritariamente de esta continuidad profesada en la Tradición.

Ahora bien, la Iglesia, en su peregrinación terrena hasta la consumación, comprende cada vez mejor el significado e implicaciones de "la fe que ha sido entregada a los santos de una vez por todas" (Judas 3). Por eso, la Tradición no encuentra ahora, en el tempus Ecclesiae, una expresión totalmente adecuada de la verdad completa, que será dada en el cumplimiento escatológico. De manera que es esencial a la tradición el progreso hacia la plenitud de la verdad [26]. La Tradición crece con la percepción tanto de las cosas como de las palabras transmitidas (DV 8). La Tradición se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que actúa y guía a cada uno según su función, oficio y ministerio en la Iglesia: a pastores, doctores, santos y a todo el Pueblo de Dios. La Tradición no es un dato muerto y estático que se detenga en un momento determinado de la historia, sino que es la expresión de la vida de un organismo vivo que es la Iglesia. En este desarrollo hay que distinguir entre la Tradición divina-apostólica, normativa para la fe, y las tradiciones de diverso tipo y autoridad. La transmisión de lo originario tiene lugar en la historia en formas contingentes, y asume modos de expresión que, en cuanto históricos, son mudables. Son "las 'tradiciones' teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales" [27]. Precisamente para mantener su identidad originaria, la Tradición requiere la renovación de las formas indudables que expresan su contenido. De manera que "no cabe atribuir a algo contingente e histórico el principio de irreformabilidad que es propio de 'lo originario"' [28]. Por eso, la reforma es un 1non1ento connatural a la Tradición, y la simple continuidad de las formas podría suponer paradójicamente una ruptura de su identidad. "Dinámica y fidelidad deben ser una sola cosa" [29].

Ciertamente lo originario juzga la autenticidad de todo desarrollo. Por eso, habrá que medir el grado de novedad compatible con la auténtica Tradición. Pero no es la sola referencia te1nporal —novedad o antigüedad— lo que asegura la autenticidad de una reforma. Ni lo nuevo es por sí mismo más auténtico, ni lo precedente es eo ipso sinónimo de Tradición. En la verificación de la autenticidad de una reforma ha de intervenir el "nosotros" de la Iglesia, que es la entera comunidad animada por el Espíritu, en la que sucede la singularis conspiratio de fieles y de pastores. Esta mediación de la Iglesia se da sobre todo cuando es representada por un Concilio  ecuménico,  que  lleva  a cabo la tarea de discernimiento sub ductu Spiritus Sancti que garantiza la autenticidad de la fe (LG 25). Separada de los legítimos pastores la Tradición quedaría abandonada al "libre examen" de los individuos al margen de la Iglesia. Pero entonces, en palabras de Johann Adam Möhler, "no hay doctrina cristiana, no hay Iglesia, sino sólo cristianos aislados: no hay comunidad, sino individuos; no hay certeza, sino duda y opinión" [30]. De  manera  que  sería "contradictoria una noción de la Tradición que se oponga al Magisterio universal de  la Iglesia, el cual corresponde al Obispo de Roma y al Colegio de los Obispos" [31].

La renovación institucional, doctrinal, espiritual o práctica es, sin paradoja alguna, un aspecto de la continuidad de la gran tradición de los Concilios, y parece difícil poner en duda su necesidad. Baste pensar que el Concilio  de Trento llevó a cabo en su momento una necesaria reforma católica —frente a la reforma heterodoxa— que orientó la vida de la Iglesia en los siglos posteriores [32]. Los avatares históricos e ideológicos de los siglos XVIII y XIX llevaron a poner bajo sospecha la idea de reforma y su necesidad. El Concilio Vaticano II recuperó este elemento  tradicional, lo  acogió en  sus  textos (LG 4, 8, 9;  UR 6) y lo llevó a la práctica. Los Padres conciliares identificaron los aspectos que había que renovar en la vida eclesial. Con ello, "el Papa Juan XXIII y los Padres del Concilio no querían una nueva Iglesia en ruptura con la Tradición, sino una Iglesia renovada en el Espíritu del mensaje cristiano siempre vigente,  revelado de una vez para siempre y transmitido en la Tradición viva" [33] . De la Tradición misma (Biblia, Padres, Liturgia) el Concilio extrajo elementos de renovación para garantizar la fidelidad y el vigor del anuncio del Evangelio en una nueva situación histórica.

Una interpretación del Concilio Vaticano II como ruptura sería una desviación contraria a la Tradición viva de la Iglesia. Por el contrario, "el Concilio —afirmó Pablo VI durante su  celebración—  quiere  ser  un  despertar  primaveral de las inmensas energías espirituales y morales latentes en el seno de la Iglesia, un rejuvenecimiento de sus fuerzas interiores y ele las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales. En consecuencia, la  reforma  a  la que mira el Concilio no es un subvertir la vida presente de la Iglesia o una ruptura con la tradición, en lo que ella tiene de esencial y venerable, sino más bien un homenaje a dicha tradición, en el acto mismo en que la quiere despojar de  toda manifestación  caduca  y defectuosa  para hacerla  más genuina y  fecunda" [34].

La quaestio disputata no recae sobre la obviedad de que el Concilio dispuso y llevó a cabo una tarea de renovación en la Iglesia, sino más bien sobre el alcance de esa renovación. Para unos, cabría hablar sólo de una renovación pastoral, pues el Concilio renunció a formular novedad doctrinal alguna (una "definición infalible"), y en consecuencia el Concilio Vaticano II habría de ser leído en simple continuidad con el magisterio precedente (especialmente el magisterio pontificio); a esa consideración suele unirse la sospecha de incoherencia entre los desarrollos dogmáticos conciliares y la tradición magisterial previa [35]. Otros estiman que el Concilio supuso una real discontinuidad dogmática con la tradición anterior en determinadas cuestiones [36]. Todo ello manifiesta que los textos del Concilio necesitan una aproximación específica, dado que su interpretación no parece siempre evidente.

IV. Criterios hermenéuticos del magisterio conciliar

El carácter diferenciador del Concilio Vaticano II en comparación con los demás Concilios requiere tener en cuenta algunos criterios que podemos enunciar a continuación de manera sintética [37].

1.         Autoridad del magisterio conciliar

No es inútil mencionar, en primer lugar, que los documentos conciliares son "textos cualificados y normativos del Magisterio" [38]. El Concilio Vaticano II, como tal, constituye un "magisterio auténtico" del Colegio episcopal con su Cabeza. No es cierto que, al renunciar el Concilio a declarar nuevos dogmas, su enseñanza quedaría reducida  a orientaciones "pastorales" no vinculantes, y sólo sería "dogmático" en los enunciados declarados infaliblemente por el magisterio precedente. Según eso, el Magisterio sólo podría hablar de modo infalible, o guardar silencio... Lo cual supone un desconocimiento del alcance del magisterio auténtico y de la dimensión pastoral connatural a toda exposición de la fe que se orienta a la salvación [39].

Es cierto que no todas las afirmaciones del Concilio tienen el mismo valor ni reclaman la misma adhesión [40]: 1) las verdades de fe reveladas, enseñadas como tales en el magisterio precedente mediante un juicio solemne o por el magisterio ordinario y universal; y las doctrinas propuestas con acto definitivo, requieren respectivamente la adhesión de fe teologal o el asentimiento pleno y definitivo; 2) las demás enseñanzas requieren un religiosum voluntatis et intellectus obsequium (cf. LG 25), fundado en la asistencia divina al Magisterio auténtico; 3) Las formulaciones circunstanciales (descripciones, exhortaciones, disposiciones prácticas, etc.) han de acogerse con el respeto que merece un juicio conciliar, si bien en la medida en que contemplan situaciones cambiantes, son ellas mismas cambiantes [41]. Además, habrá que tener en cuenta que el magisterio ordinario ha dado interpretaciones auténticas sobre algunos temas conciliares, principalmente mediante documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe [42].

2.         El texto como decisión del único sujeto conciliar

El Concilio Vaticano II aprobó sus documentos como un acto de magisterio de un sujeto único, a saber: el Concilio. Ciertamente en el Vaticano II se dieron cita —como en otros Concilios— una corriente mayoritaria y otra minoritaria bien identificables (aunque no sie1npre formaban grupos monolíticos en todos los temas [43]). La historia redaccional, que refleja la convergencia entre mayoría y minoría en un único texto final, es el proceso habitual del que emerge la unidad de decisión del Concilio. Por eso, "un texto conciliar tampoco se puede entender sencillamente como una yuxtaposición de distintas opiniones, pues la preparación del texto, su proceso histórico o empírico de formación, adquiere en el resultado una cualidad nueva: el texto se convierte en texto del Concilio, con la pretensión de ser una interpretación auténtica y vinculante de la fe" [44].

En realidad, las tendencias conciliares se constituyen en un único sujeto unitario magisterial una vez que todos y cada uno de los padres conciliares hacen suyas las decisiones al aprobarlas unánimemente. La relación entre mayoría y minoría posee un valor historiográfico indudable para comprender la dinámica del proceso conciliar. Pero "verdaderamente sería muy injusto en relación con toda la obra conciliar quien quisiera reducir aquel acontecimiento histórico a una contraposición y lucha entre grupos rivales. La verdad interna del Concilio es  bien diversa" [45].

En principio, parecería plausible admitir que las tesis defendidas por la minoría no representan la intención del Concilio con el mismo peso que las tesis de la mayoría; o bien, parecería razonable sugerir la conveniencia de minimizar los pasajes procedentes de los esquemas preparatorios, aun transformados por los debates posteriores [46], En esos casos, según opinan algunos, habría que dar más relieve al sentido querido por la mayoría conciliar, que habría cedido en sus pretensiones para facilitar la aceptación de la minoría. De este modo, el "espíritu" del Concilio se deduciría de la voluntad de la mayoría también cuando la minoría hubiera "debilitado" el sentido inicialmente pretendido [47].

Ahora bien, atribuir a una mayoría conciliar la titularidad del espíritu de un Concilio no resulta concluyente, pues no siempre la mayoría escapa al peligro de unilateralidad. Por ejemplo, no resulta difícil imaginar lo que ese criterio supondría aplicado al Concilio Vaticano I si hubiese que interpretar (como hizo gran parte de la teología posterior) la definición del primado de jurisdicción del Romano Pontífice y la infalibilidad de su magisterio según la intención de la mayoría y minimizando el equilibrio que la minoría logró aportar al texto definitivo [48]. No deja de ser problemático aplicar al Concilio Vaticano II una perspectiva que difícilmente se aplicaría a la Const. Pastor Aeternus, y concluir que sus textos no dicen lo que la mayoría quiso decir, pero que no pudo decir por concesión a la minoría, y proceder a continuación a interpretarlos no según lo que finalmente dijo el texto, sino según el espíritu (ultramontano) de la mayoría.

3.         Texto: espíritu y letra.

El Texto es "espíritu y letra". Letra y espíritu forman unidad, y oponer una a otro no es una cuestión bien planteada. No cabe apelar al espíritu en contra de la letra, pues el espíritu de renovación conciliar se objetiva en la letra y en los términos queridos por el Concilio; y la letra, a su vez, ha de ser comprendida en ese espíritu, sin hacer una lectura ajena a los fines pretendidos por el Concilio. Ese espíritu se deduce, en efecto, de la intención del Concilio, que emerge a menudo en los "prólogos" de los documentos, de su historia redaccional contenida en las actas oficiales (relationes, expensío modoruni, etc.) que informan sobre las opciones elegidas, los cambios redaccionales, los términos usados, los silencios intencionados, etc. Cada documento ofrece una estructura muy pensada —y discutida— de la exposición de la materia, de sus conexiones internas, de sus títulos y prólogos, etc.

El corpus conciliar, además, ha de ser interpretado en su unidad, leyendo los enunciados particulares en el conjunto  de  los  documentos, capítulos y párrafos, que es el contexto que permite comprenderlos [49], Para esta tarea convendrá tener en cuenta, junto con el género analítico de los "comentarios", también otros estudios temáticos transversales al conjunto de los documentos, que muestren el desarrollo progresivo de las ideas y de las actitudes propiciadas por el Concilio, que dan coherencia al con junto [50].

4.         Acontecimiento y decisiones

El Concilio, como proceso histórico, constituye una dinámica compleja de múltiples aspectos (iniciativas del Papa o de los padres; concertaciones episcopales de variada tipología; actividades e influencia de peritos y de observadores no católicos; tensiones y conflictos, etc.); una dinámica que viene testificada e interpretada en fuentes de diverso carácter (diarios personales de padres y peritos, crónicas periodísticas, artículos especializados, etc.). El historiador del Concilio debe valorar esta amplitud de experiencias, expectativas y representaciones generadas en la opinión  pública, etc., pues pertenecen a  la realidad concreta del Concilio, y ayudan a comprender su lugar en la historia de la Iglesia [51].

Ciertamente la "experiencia conciliar" fue de enorme relevancia para los protagonistas que la vivieron y que el historiador intenta reconstruir (de forma más o menos aproximada). Sin embargo, no es posible transmitir esta memoria y experiencia en cuanto vívida a las generaciones posteriores [52]. Por eso, parece excesivo elevar al acontecimiento conciliar a criterio hermenéutico de sus documentos, atribuyendo incluso a esa experiencia una prioridad cualitativa respecto a sus decisiones. En cambio, el teólogo tiene "el derecho y el deber de prever que la historia posterior se hará alrededor de los textos", y en su interpretación "tendrá necesidad, no tanto de la historia del Concilio como acontecimiento, sino de la historia de los textos producidos, de su génesis, del peso que el Concilio entendía otorgarles" [53].

Por otra parte, si ulteriormente el "acontecimiento" se identifica con el "espíritu" del Concilio, a partir del cual habría que superar lo caduco (tolerado en sus textos) y estimular la novedad auspiciada por la mayoría conciliar (amortiguada por el "compromiso" con la minoría) para hacer avanzar las reformas "más allá" de los textos, no resulta fácil evitar la arbitrariedad a la hora de aceptar o no los aspectos que no correspondan a la "apertura" deseada [54].

Cosa diversa es reconocer que la historia no se ha parado con el Concilio Vaticano II, y que es legítimo "ir más allá" (no "contra") de los enunciados conciliares; pero esto no tanto por apelación al Concilio mismo —que no afirmó más de lo que dijo—, como más bien por fidelidad al único sujeto-Iglesia que crece en el tiempo y se desarrolla (en la época del Concilio y en la actualidad) como Pueblo de Dios en camino.

5.         Textos de ¿compromiso o de consenso?

El tradicional conveníre in unum conciliar o "consenso" al que aspiraba Pablo VI, y también no pocos padres de la llamada mayoría (aspecto éste al que no se le ha otorgado el debido relieve), es algo bien diverso del "compromiso". El compromiso sucede cuando dos voluntades pactan concesiones, permaneciendo voluntades distintas; en cambio, el "consenso" es la convergencia en una única voluntad conciliar. La verdad se manifiesta  de manera sinfónica, y es inverosímil que una mayoría acepte, como concesión a una minoría) aspectos  que  no  fuesen  también  verdaderos [55].  Por  eso no  parece  convincente la tendencia a interpretar ciertos textos como huellas de conflictos irresueltos entre lo "nuevo" y lo "antiguo", entre la mayoría y la minoría, como "compromisos" provocados por las tensiones que el Concilio no fue capaz de superar llegando incluso a propiciar un "pluralismo contradictorio" [56].

Lo cual no significa que los textos conciliares sean evidentes en todos su extremos al estilo del magisterio definitorio. El Concilio no quiso emitir condenas o combatir errores, sino exponer de manera positiva la validez del mensaje cristiano. La opción de abandonar la distinción entre textos "dogmáticos" y "disciplinares" para pasar a un género ele magisterio de carácter "principalmente pastoral", según la intención de Juan XXIII, comportaba abandonar las clasificaciones "claras y distintas" de espíritu cartesiano. Lo que ha podido llevar a pensar que, al faltar la nitidez típica de las definiciones formales, el Concilio generó "irenismo" o "ambigüedades" al evitar pronunciarse con la claridad deseable.

No obstante, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que el Concilio no quiso tomar partido por escuelas teológicas particulares, y dejó las cuestiones disputadas a la ulterior discusión teológica. En tales casos, optar por una opción sostenida por la mayoría —o por la minoría— paradójicamente supondría ir en contra de la voluntad del Concilio, que decidió dejar indeterminada la cuestión, sin inclinarse por una u otra opinión. En otros casos, el Concilio decidió aunar varias perspectivas verdaderas sobre una misma cuestión; perspectivas que representan elementos ele continuidad y elementos de novedad. Por ejemplo, el Concilio hace una recuperación decidida del sacerdocio común cristiano, y lo sitúa en relación con el sacerdocio ministerial en continuidad con el magisterio precedente (LG 10). La comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios no ignora su condición como Cuerpo de Cristo, ni aminora la función específica ele los pastores. La comunión no es contradictoria con la autoridad. El reconocimiento de los elementa Eclesiae que existen en las demás Iglesias y Comunidades eclesiales no está en contradicción con la afirmación de que la Iglesia de Cristo subsistit in la Iglesia Católica. La "jerarquía ele verdades" no anula la obligación ele creer todas las verdades reveladas. La misión ele la Iglesia en el mundo conte1nporáneo, con sus aspectos mudables (Const. past. Gaudium et spes) no se opone a la identidad y autoconciencia propia de la Iglesia (Const. dogm. Lumen gentíum), ni al anuncio explícito del Evangelio (Decr. Ad gentes).

Podrían 1nultiplicarse los ejemplos en que convergen ele1nentos de continuidad y de  novedad. La afirmación  conjunta  de  unos y de  otros representa el esfuerzo conciliar por conjugar la renovación con la continuidad.  Es cierto que el Concilio enfatizó los elementos de novedad que  constituyen,  además, una relectura de los elementos de continuidad. Los elementos precedentes iluminan los nuevos, pero también los precedentes se comprenden mejor a la luz de los nuevos, y no pocas veces los Concilios posteriores completan a los anteriores. Hay que tener en cuenta este dato a la hora de la interpretación. Pero eso no justifica polarizaciones unilaterales, pues todas las afirmaciones conciliares han de ser sostenidas juntas, y sólo juntas fijan el espacio dogmático que el Concilio ha querido determinar. La yuxtaposición de continuidad y novedad reclama la tarea de su integración. En esta tarea resulta razonable acercarse a los textos con la convicción de que es posible integrar los aparentes contrastes. Por ejemplo, en los años recientes ha dado buenos resultados en el diálogo ecuménico católico-luterano una comprensión de las diferencias  confesionales  a  partir  del  método  de  la "diversidad reconciliada".

Resultaría  extraño que a fortiorí  no  fuese posible "reconciliar la diversidad" en el seno del 1nagisterio católico mismo.

La hermenéutica de la reforma pide integrar los niveles de continuidad y de novedad: la integración de los dos niveles "en que consiste la naturaleza de la verdadera reforma". No cabe reprochar al Concilio haber dejado esa tarea a la teología. Si bien habría que interrogarse si la teología no ha  descuidado la responsabilidad de articular de manera convincente la novedad conciliar con la tradición dogmática, a causa de concentrar la atención y subrayar casi exclusivamente la discontinuidad más vistosa.

6.         Criterio de progreso en la continuidad

El Concilio situó su enseñanza en continuidad con el precedente (DV 1; LG 1). El Concilio Vaticano II ha ele ser interpretado a la luz de la entera Tradición (profesiones de fe, concilios anteriores, etc.). Esta continuidad no es la mera repetición del pasado, ni implica necesariamente leer los documentos conciliares en los términos previos al Concilio. La "reforma en la continuidad" es un progreso en la comprensión de la fe, fruto del discernimiento de la misión de la Iglesia en el contexto de una nueva época. "Los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes —afirma Benedicto XVI— tienen necesidad de ser confirmad os comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado" [57].

Por eso, afirmar la sin1ple continuidad no da cuenta de la  dinámica propia ele la Tradición, que progresa por integración de lo nuevo en lo antiguo, no por exclusión de lo  antiguo  por  lo  nuevo. El verdadero  progreso supone que la novedad ha de entrar en simbiosis con la tradición dogmática, y viene desarrollada  desde ella misma [58].  Este progreso significa  pasar de  una afirmación verdadera a una afirmación  más verdadera, si vale la expresión. "Cuando se comprende más plenamente  un  verdad  es, sin  embargo,  la  misma  verdad la que es comprendida" [59] .

Durante siglos el progreso dogmático implicó, primero, una transición desde el mundo lingüístico del Nuevo Testamento a un lenguaje técnico más preciso, con ayuda del pensamiento de cada época, con el fin de delimitar la expresión de la fe. Posteriormente el desarrollo doctrinal se entendió como el desenvolvimiento explícito de lo implícito contenido en la fe y vida de la Iglesia. En cambio, el progreso en el Concilio Vaticano II tiene, a nuestro juicio, una nota característica, pues el Concilio no pretendió explicitar nuevos dogmas, ni formular en nuevos términos técnicos la doctrina. La novedad del Concilio no se sitúa en esos planos.

A nuestro  juicio, la novedad conciliar consistió en  una lectura teológica que restablecía la adecuada interrelación y proporciones entre todos los elementos de la Tradición tras siglos de acentuación unilateral, teórica y práctica, de sólo algunos de ellos. Esta lectura es nueva no tanto y sólo en algunas afirmaciones materiales puntuales, sino principalmente en virtud del marco teológico general, que sin abandonar la enseñanza precedente, lo ensancha y lo completa. Entiéndase la cuestión: los documentos conciliares son textos magisteriales, no páginas de teología académica. Pero este magisterio suponía una aproximación teológica diversa de los que ofrecía la inmediata teología precedente. Fue la renovación teológica previa al Concilio la que posibilitó la recuperación de aquellos aspectos de la Tradición preteridos o menos explicitados en los siglos anteriores (centralidad de la Escritura, naturaleza de la Liturgia, sacerdocio común, sacramentalidad del episcopado, colegio episcopal, diaconado, Iglesia local) etc.). La eclesiología conciliar, por ejemplo, ofrece una verdadera "discontinuidad" que, en rigor, no se sitúa en el nivel dogmático ("nuevos" dogmas), sino en  esa visión  teológica  renovada  de  la Iglesia que subyace en la enseñanza conciliar[60].

El Concilio Vaticano II ofreció ciertamente una imagen de Iglesia en discontinuidad con la época precedente, y es comprensible que algunos estimasen que el Concilio había "cambiado" la doctrina católica, sea para lamentarlo o para aplaudirlo.  Es nuestra  convicción  que  esa  discontinuidad conciliar  no es una discontinuidad dog1nática, sino una mayor penetración teológica en el interior de la tradición misma y sin recusar sus elemento permanentes. En realidad, el Concilio no cambió la doctrina, sino que, como efecto de la impresionante renovación de la teología del s. XX, desarrolló la potencialidad de la tradición en orden a la vida de la Iglesia y al anuncio del Evangelio en la época contemporánea.

José Ramón Villar Saldaña, en https://unav.edu

1        V. BomlA, La "Tertio Millennio Adveniente": una llamada a profundizar en la aplicación de las enseñanzas del Vaticano II y una invitación a examinar el a/canee de su recepción, en El espíritu, memoria y testimonio de Cristo: a propósito de la Tertío Millennio Adveniente(Valencia 1997) 205-214.

2        BENEDICTO XVI, "Alocutio ad Romanam Curiam ob omina natalicia": AAS98 (2006) 1, 40-53, esp. 45-52; la cita en 45.

3        Ibid., 52.

4        F. S. VENUTO, La recezione del Concilio Vaticano II nel diballito storiografico da/ 1965 al 1985: riforma o discontinuitá (Cantalupo 2011); V. BOTELLA, "Balance de la recepción conciliar y futuro del Vaticano II": Ciencia Tomista 132 (2005) 443-472; MADRIGAL, "Recepción del Concilio Vaticano II a 40 años de su clausura": Revista de Espiritualidad66 {2007) 191-221; F. SEBASTIÁN, "Una mirada al posconcilio en España": Estudios eclesiásticos 81 (2006) 457"483; J. A DOMÍNGUEZ, "Vaticano II: La Iglesia entre un 'antes' y un 'después"': Isidorianum 9 (2000) 313-337; G ALSRNIGO- J. P. JOSSUA (eds.), La recepción del Vaticano II(Madrid 1987); G. TEJERINA (ed.), Concilio Vaticano II, acontecimiento y recepción: estudios sobre el Vaticano II a los cuarenta años de su clausura (Salamanca 2006); O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, "La recepción del Concilio Vaticano II en España: reflexiones a los cuarenta años de su clausura": Anales de la Real Academia de Ciencias Morales v Pontificias 83 (2006) 205-230; G. COLOMBO, "Vaticano II e Postconcilio: Uno sguardo retrospettivo": La Scuola Caltolica 133 (2005) 3-18; Ch. THÉOBALD, La réception du Concite Vatican II. 1. Acceder ä la source (Paris 2009); M. LARRAURI et alii, Balance del Concilio Vaticano ti a los veinte años (Vitoria 1985). Sobre los contenidos materiales del Concilio, cf. R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II, balance y perspectivas: veinticinco años después (1962-1987)(Salamanca 1990); F. X BISCHOF, Sj LEIMGRUBER (Hg.), íerzig Jahre 11. Vatikanum. Zur Wirkungsgeschichte der Konzilstexte (Würzburg 2004); M. L. IAMBM. LURNING, Vatican II. Renewal within Tradítion (Oxford 2008).

5        Sobre la hermenéutica conciliar cf.V. BOMLA, El Vaticano II en el reto del tercer milenio: hermenéutica y teología (Salamanca 1999); P. HONERMANN, "Kriterien für die Rezeption des II. Vatikanisd1en Konzils": Theologische Ouartalschrift 191 (2011) 126-147; H. W1m, "Reform with the help of juxtapositions: a challenge to the interpretation ofthe documents of Vatican II": The Jurist 71 (2011) 20-34; J. RAHNER, , "Óffnung nach a!BSen - Reform nach innen: zur Okumenischen Hermeneutik des Konzils":: Una Sancta 65 (2010) 137-154; G. RUGGIRNI, "Para una hermenéutica del Vaticano II": Concilíum279 (1999)1328; P. HÜNERMANN, "El 'texto' pasado por alto sobre la hermenéutica del concilio Vaticano II": Concilium 312 (2005) 139-162; A. M. BARMrT, "lnterpreting Vatican II forty years on: a case of 'caveat lector'": The Heythrop journal 47 (2006) 75-96; G. Rournirn, Vatican II: herméneutique et réception (Montréal 2006); lo., 'Therméneutique de Vatican II. Enjeux d'avenir", en: PH. BOROEYNE-L VILLEMIN (dir.), Vatican II et la théologíe. Perspectives pour le XXI de siécle(Paris 2006) 247-262. G. JOBÍN-G. ROUTDAER {dir.). L'autoríté et fesautorités. L'herméneutique théologique de Vatican II (Paris 2010); O. Rush, Stifl lnterpreting Vatican II: Some Hermeneutical Principies (New York-Mahwah 2004); K. LEHMANN, "Hermeneutik für einen künftigen Umgang mit dem Konzil," en: G. WASSILOWSKY (Hrsg.), Zweites Vatikanum: vergessene Anstosse, gegenwartige Fortschreibungen(Freiburg im Br. 2004) 71-89.

6        J. RATZINGER, Informe sobre la fe(Madrid 1986); el autor ya se había pronunciado en "Balance de la época posconciliar. Fracasos, tareas y esperanzas". en: J. RATZINGEA, Teoría de los principios teológicas{Barcelona 1985) 439-453; y en "Der Weltdienst der Kiche. Auswirkungen von 'Gaudium et spes' im lezten Jahrzent": Communion (1975) 439-454 (recogido en Teoría de los principios teológicos, 453-472). Otro testigo conciliar habla llamado la atención sobre la interpretación del Concilio: G. THI1.s, “... en pleine fidélité au Concile du Vatican II": La Foi et le temps 10 (1980) 274-309.

7        W. KASPER, "Points de vue pour le Synode extraordinaire", en: Le Synode extraordinaíre. Céfébration de Vatican II (Paris 1985) 653"654; lo., Kirche wohin gehst du? Die bleibende Bedeutung des II Vatikanischen Konzils {Paderborn 1986); "Hermeneutische Prinzipien zur Auslegung des Vatikanum II", en: G.W. HUNOlD- W. Küllff {Hrsg.), Die Welt für Margen: Ethische Heraustorderungenim Anspruch der Zukunit. Festschritt FÜRF.Bockle (München 1986) 413"425 ("El desafío permanente del Vaticano II. Hermenéutica de las aseveraciones del Concilio", en: lo., Teología e Iglesia [Barcelona 1989] 401-415; y en: Gesammelte Schriften. Bd. 11, Die Kirche Jesu Christi. Schríften zur Ekklesiologie (Freiburg – Basel-Wien 2008). Vid. G. Rourther, "l'ecclésiologie catholique dans le sillage de Vatican II: la contribution de Walter Kasper a l'herméneutique de Vatican II": Lava/ théologíque et phílosophique60 (2004) 13-51.

8        Vid. G. ROUTHER, "l'Assemblée extraordinaire de 1985 du Synode des évéques: moment charniére de relecture de Vatican II dans l'Eglise catholique", en: L. VILLEMIN - P. BORDEYNE, Vatican II et la théologie. Perspectivas pourle XXI siécle (Paris 2006) 61-88. Vid. esp.

9        R. FISICHEILA (a cura di), Il Concilio Vaticano II (Cinisello Balsamo 2000)

1O        G. ALBERIGO (dir.), Historia del Concilio Vaticano lf, 5 vols. (Leuven - Salamanca 1999-2008); A. MARCHETTO, El Concilio Ecuménico Vaticano II. Contrapunto para su historia (Valencia 2008). El conjunto de la aportación de G. Alberigo en Lo Transizione epocale Studi. El concilio Vaticano II (Bologna 2009). Una síntesis en ID., Breve historia del Concilio Vaticano II (1959-1965): en busca de la renovación del cristianismo (Salamanca 2005). Para las reacciones al respecto cf. M. LAMBERISTS "Albarigo and on the History of Vatican II": Cristianesimo nella Storia 29 (2008) 875-902; y en A. MELONI-G RUGGERI (a cura di), Chí ha paura del Vaticano II (Roma 2009).

11        La producción reciente sobre el Concilio Vaticano ll, en su diversos aspectos, ha sido enorme: cf. M. FAGGIOLI, "Concilio Vaticano II: bo/lettino bibliografico (2000-2002)": Cristianesimo nella Storia 24 (2003) 335-360; "Concilio Vaticano II: bollettino bibliográfico (2002-2005)": ibid. 26 (2005) 743-767; "Council Vatican II: Bibliographical Overview 2005-2007", ibid., 29(2008) 567-610; "Council Vatican II: Bibliographical overview 2007-2010": ibid. 32 (2011) 755-791. G. ROUTHIER et alii, "Recherches et publications récentes autour de Vatican II": Laval théologique et philosophique 53 (1997) 435-454; ibid. 55 (1999) 115-149; ibid. 56 (2000) 543-583; ibid. 58 (2002) 605-611; ibid. 60 (2004) 561-577; ibid. 61 (2005) 613-653; ibid. 64 (2008) 783-824; ibid. 67(20111321-373.

12        H. J. PONMCYELL, "Continuita e innovazione nell'ecclesiologia del Vaticano II: l'influsso del Vaticano I sull'ecclesiologia del Vaticano II e la ri-recezione del Vaticano I alla luce de/ Vaticano II": Cristianesimo nella storia 2 (1981) 71-95; ID., "Die zwíespiil!ige Ekklesiologie des Zweiten Vaticanums Ursache nachkonziliarer Konflikte": Tríerer theologische Zeitschrift 92 (1983) 272-283; lo., "Hacia una nueva fase de recepción del Vaticano II. Veinte años de hermenéutica del Concilio"-, en: G. ALBEAIG0-J. P. JOSSUA (dir.), La recepción del Vaticano II (Madrid 1987) 49-67; ID., "Dal Sinodo del 1985 al Grande Giubileo dell'anno 2000", en: R. F1s1cHB.lA (a cura di),Concilio Vaticano II (Cinisello Balsamo 2000) 11-25; O. H. Pesch, Das Zweite Vatikanische Konzil (1962-1965). Vorgeschichte-Verlaut-Ergebnisse-Nachgeschichte(Würzburg 1994).

13        BENEDICTO XVI, "Allocutío ad Romanam Curiam ob omina natalicia": AAS98 (2006) 1, 46.

14        Ibid., 51.

15        Ibid., 49-50.

16        K. Koch, "Vorwärts mit Rückspiegel. Benedikt XVI im Kreuzfeuer der Kritik", en: lo., Das geheimnis des Senfkorns (Regensburg 201O) 195.

17        Ibid., 51.

18        BENEDICTO XVI, "Allocutio ad Romanam Curíam ob omina natalicia" AAS98 (2006) 1, 51.

19        Ibid., 50.

20        Ibid., 47.

21        J. KOMONCHAK, "Benedict XVI and Vatican II": Cristíanesimo nella storía 28 (2007) 335. Sobre el debate acerca de la continuidad o discontinuidad cf. G. WASSIWOSKY, "Das II. Vatikanum - Kontinuitat oder Diskontinuitat?: zu einigen Werken der neuesten Konzilsliteratur": Communio 34 (2005) 630-640; F. X. BISCHOF, "Steinbruch Konzil? Zu Kontinuitat und Diskontinuitat kirchlicher lehrentscheidungen"; Milnchener Theologische Zeitschrift 59 (2008) 194-21O; G. NAACISSE, "lnterpréter la tradition selon Vatican II rupture ou continuité?": Revue thomiste 11O (201O) 373-382; N. ÜRMEROD, "Vatican II- continuity or dis­continuity?: toward an onto!ogy of meaning": Theological studies 71 (201O) 609-636; G. Mucc1, "Continuita e discontinuita del Vaticano II": La Civitta cattolica 161 (2010) 3834, 579-584; B. GHERAAOINI, Concilio Ecumenico Vaticano II. Un discorso da fare (Frigento 2009); lo., Vaticano II. Una explicación pendiente (Larraya 2011); G. R1cHI, "A propósito de la 'hermenéutica de la continuidad"': Scripta theologica 42 (2010) 59-77.

22        Ibid., 49.

23        Ibid., 46. Sobre /a importancia de esa idea, cf. G. RICHI, "Recibir el Concilio": Teología y Catequesis 121 (2012) 21-25.

24        "Ecclesia in sua doctrina, vita et cultu, perpetuat cunctisque generationibus transmittit omne quod ipsa est" (Const. DeiVer­ bum, n. 8).

25        Cf. la exposición clásica de Y. CONGAR, La Tradición y las tradiciones II (San Sebastián 1964), 145-174: 'la Ecclesia, sujeto de la Tradición"; y de H. DE LUBAC, La Fe cristiana (Madrid 1970) 211-235: cap. VI: "El creyente, en la Iglesia".

26        Cf. C. Izquierdo, "La Tradición en !a Teología Fundamental": Scripta Theologic 29 (1997) 298.

27        Catecismo de la Iglesia Católica, n. 83.

28        C. Izquierdo, "Tradición y reforma de la Iglesia", en: J. R. VILLAR (dir.), Communio et sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez (Pamplona 2003) 483.

29        BENEDICTO XVI, "Allocutio ad Romanam Curiam", 47.

30        Simbólica o exposición de las diferencias dogmáticas de católicos y protestantes según sus públicas profesiones de fe (Madrid 2000) § 39. Es una sólida convicción que Cayetano expresaba con la idea de que el cristiano ha de comportarse ut pars Ecclesiae: cf. Y. CONGAR, Vraie et tausse réforme dans l'Église (Paris 1950) 270-271; L. SCHEFFCZYK, "Falsche und wahre Reform": Forum katholische Theologie 18 (2002) 287-294.

31        JUAN PABLO II, Carta apost. "Ecclesia Dei"(2-Vll-1988) n. 4.

32        Cf. S. XERES, "Ecclesia sempre reformanda. Un itinerario storico": Teofogia 2 {2004)152-179; P. PAODI, 11 paradigma tridentino. Un'epoca della storia della Chiesa {Brescia 201O).

33        W. KASPER, "Neue Evangelisierung als theologische, pastorale und geistliche Herausforderung", en: lo., Gesammelte Schriften V (Herder - Freiburg - Basel - Wien 2009): "Das Evangelium Jesu Christi", 248.

34        PABLO VI. Discurso de apertura del segundo periodo conciliar (29-IX-1963).

35       Cf. R. DE MATTEI, // Concilio Vaticano//: una storia mai scritta (Torino 201O); B. GHERAADINI, Vaticano II: una explicación pendiente Larraya 2011).

36        Avery Dulles ("Vatican II: The Myth and the Reality": América 24-ll-2003) enumeró algunos ejemplos de esa "discontinuidad dogmática", en la que coinciden tradicionalistas y progresistas, según la cual el Concilio presuntamente habría enseñado en ruptura con el magisterio anterior: Que las religiones no cristianas contienen revelación y son camino de salvación para sus miembros. Que la Escritura tiene prioridad sobre la tradición, que es una norma secundaria que ha de ser contrastada con la Escritura. Que Dios continúa revelándose mediante los signos de los tiempos en la historia secular, y son criterios para interpretar el Evangelio. Que la Iglesia no es necesaria para la salvación, cambiando la enseñanza anterior. Que la Iglesia de Cristo es más amplia e inclusiva que la Iglesia Católica en la que subsiste. Que el Papa debe acordar con los obispos antes de decidir materias importantes. Que existe el derecho a disentir del magisterio no infalible. Que la jerarquía tiene la obligación de aceptar las recomendaciones de los laicos en asuntos de su oficio pastoral. Que el matrimonio es una vocación con el mismo valor que el celibato, cambiando la enseñanza anterior. Que cualquier miembro de una religión no cristiana, o cristianos no católicos, tienen el derecho de creer y propagar sus creencias libremente.

37        Las características singulares del Concilio Vaticano II víenen descritas por J. W. O'MALLEY, Che cosa esuccesso nel Vaticano II (Mílano 2010).

38        JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6-1-2001) n. 57. Sobre el tema: G. TURBANTI, "Autorité et qualificatíon des documents conciliaires": Revue d'histoire ecclésiastique 95 (2000) 175-195; D. ITURRIOZ, "La autoridad doctrinal de las constituciones y decretos del Concilio Vaticano II": Estudios eclesiásticos 40 (1965) 283,300; H. E. ERNST, "The theological notes and the interpretation of doctrine": Theofogical studies 63 (2002) 813-825; J. GEHR, Die rechtfiche Qualifikation der Beschlüsse des Zweiten Vatikanischen Konzils !St. Ottilien 1997); M. LUGMAYR, "Dogmatisch oder pastoral?: zur Frage nach der Autoritat des Zweiten Vatikanischen Konzils": Theofogisches,35(2005) 781-788: W. BEINERT "Nur pastoral oder dogmatisch verpflichtend?": Stimmen der Zeit228 (2010) 3-15.

39        Sobre el tema cf. G. RICHI, "Recibir el Concilio": Teologfa y Catequesis 121 (2012) 25-27.

40        Cf. LG 25 y fórmula de Protessio fidei de 1989; cf. F. OCÁRIZ, "Sobre la adhesión al Concilio Vaticano II": l'Osservatore Romano(2-XlI-2011).

41        "Los textos conciliares deben ser interrogados continuamente de manera crítica, y eventualmente corregidos", W. BEINERT, "Racogliere il tempo. II senso della storia e la terza epoca della Chiesa": II Regno-Attualitá 4 (2010) 76. Tal observación, algo genérica, es acertada en relación con los juicios conciliares cambiantes natura sua, como afirma la Const. past. Gaudium et spes. "Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica: más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el futuro" (n. 91). En cambio, es más discutible la afirmación del autor que "el teorema de la absoluta necesidad salvífica de la Iglesia no puede ser ya sostenido con auto-certeza católica" (Ibid., 80).

42        Entre los documentos recientes se cuentan la Decl. Dominus Jesus 16-Vlll-2000), sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, y Respuestas a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia (29-Vl-2007).

43        Cf. R. AUEIERT, "Come vedo il Vaticano II": Rassegna di Teologia 36 (1995) 140.

44        P. HONHIMANN, "El 'texto' pasado por alto. Sobre la hermenéutica del Concilio Vaticano II": Concilium 139 (2005) 588.

45        JUAN PABLO II, "Discurso a la curia romana (22-XII-1992)": AAS85 (1983) 1015.

46        Cf. G. THILS, "… en pleine fidé!ité au Concile du Vatican II": La Foi et le temps 10 (1980) 279-280.

47        Cf. O. H. PESCH, Das Zweite Vatikanische Konzil (1962-1965), Vorgeschichte-Verfauf-Ergebnisse-Nachgeschichte (Würzburg 19941151160).

48        Cf. G. THILS, "L'apport de la 'minorité' a Vatican I": Ephemerides theologicae Lovanienses 65 (1989) 412-419; H. J.POTTMEYER, "Ultramontanismo ed ecclesiologia": Cristianesimo nella storia 12 (1991) 527-552.

49        Las afirmaciones conciliares están situadas "dans une construction doctrinale qui luí donne en partie sa slgnification", G. THILS, “... en pleine fidélité au Concile du Vatican II": La Foi et le temps 10 (1980) 275.

50        Cf. algunos ejemplos en G. ROUTHIER, "L'ecclésiologie catholique dans le sillage de Vatlcan II: la contribution de Walter Kasper a l'herméneutique de Vatican II": laval théologique et philosophique 60 (2004) 13-51.

51        Cf. P. VAULLIN, "Vatican II. l'événement des historiens": Recherches de Science Religieuse 93 (2005) 215-246; PI1. CIIENAUX, "Recensione storiografica circa le prospettive di lettura del Vaticano II": Lateranum 72 (2006) 161-175.

52        "Sometimes an appeal to these memories appears to justify a rather esoteric inward knowledge of the 'spirit' of the council that is used subsequently as a main criterion for the interpretation of the statements of the council. Younger generations of the faithful need an altemative access to the council" (H. Witt, "Reform with help of juxtapositions: a challenge to the interpretations of the documents of Vatican II": The Jurist 71 (2011) 20-34.

53        H. LEGRAND, "Relecture et évaluation de l'Histoire du Concile Vatican II d'un point de vue ecclesiologique", en: Ch. TEOBALD (dir.), Vatican II sous le regard des historiens (Paris 2006) 63. Sobre la posición generacional ante el Concilio vid, G, ROUTHER, "Le concile Vatican II livré aux interprétations de générations successives": Science et Esprit 61 (2009) 237-255.

54        Así lo expone Benedicto XVI: "los textos del Concilio como tales no serían todavía la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de compromisos en los que, para alcanzar la unanimidad, todavía hubo que retroceder y reconfirmar muchas cosas viejas ya inútiles. Pero el verdadero espíritu del Concilio no se manifestaría en esos compromisos, sino en los impulsos hacia lo nuevo que están sobreentendidos en los textos: sólo aquellos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y en conformidad con ellos habría que avanzar. Precisamente porque los textos reflejarían sólo de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario ir audazmente más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresarla la intención más profunda, si bien todavía indistinta, del Concilio. En una palabra: serían necesario seguir, no los textos del Concilio, sino su espíritu. De esta manera, obviamente, queda un margen amplio para la pregunta sobre cómo se defina entonces este espíritu y, en consecuencia, se concede espacio a cualquier extravagancia"("Allocutio ad Romanam Curiam ob omina natalicia": AAS98 (2006) 1, 46).

55        "la verdad sólo se puede manifestar en discusiones comunes relativas a la fe, porque cada uno tiene necesidad de la ayuda de su prójimo", CONCILIO CONSTANTINOPOLITANO II, a. 553, en J. O. MANSI {ed.), Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio (París - Leipzig 1901-1927) t. IX, 370.

56        Cf. M. SECKLEN, "Über den Kompromiss in Sachen der Lehre" [1972]. en: /o., lm Spannungsfeld van Wissenschaft und Kirche (Freiburg 1980) 99-103, 212-215. El autor distingue tres tipos de textos de "compromiso": a) dilatorios (difatorisch); b) compromisos materiales (Sachkompromiss); c) y textos de pluralismo contradictorio (kontradiktorischen Pluralismus) que afirmarían cosas incompatibles.

57        BENEDICTO XVI, Motu propio Porta fidei, nº. 4.

58        Cf. Cf. Y. CONGAR, Vraie et tausse réforme dans l'Église (Paris 1950) 333-334.

59        B. LONERGAN, Method in Theology (Toronto 1998; 11972), 325.

60        Otras veces el Concilio tomó decisiones nuevas sobre aplicaciones doctrinales a la luz de las nuevas condiciones históricas y sociales, como una profundización teológica en aspectos ya implícitos en la tradición misma, p. ej., sobre la libertad religiosa, o las comunidades cristianas separadas, las religiones no cristianas, etc. No pocos de esos desarrollos fueron estimulados, además, por la captación de la dimensión histórico salvífica de la Iglesia, a la luz de los "signos de los tiempos", que reclamaban una renovación pastoral de espíritu y de actitudes, de instituciones y de praxis.

José Luis Santos Díez

III. La jerarquía

10. Primado y episcopado colegial

Junto a esta expresión  de desarrollo  de la  conciencia  activa  de la comunidad de la Iglesia se plantea el más  interesante  problema en el gobierno de la misma dimanante de la relación primado y episcopado, que exponemos seguidamente con la posible brevedad. Si la instancia carismática supone una incorporación vital por parte del pueblo fiel en el gobierno, aunque siempre bajo la vigilancia jerárquica, y por tanto una cierta forma descentralizadora, la instancia episcopal la supone dentro de la misma línea jerárquica en relación más directa con el primado y precisamente por virtud del mismo derecho constitucional de Cristo que dotó a Pedro del  poder  de  las llaves pero que también dotó del mismo poder [40] a  todo el colegio de los apóstoles, y paralelamente a sus continuadores el Pontífice romano y el episcopado.

Constituye este problema del episcopado colegial, del que ahora interesa sólo su misión  de gobierno,  uno  de los temas más debatidos y sin duda el más importante de todos los estudiados en las asambleas del Vaticano II. La constitución "Lumen gentium" sobre la Iglesia declara en su cap. III y en la famosa "nota explicativa praevia", aneja a la misma constitución, el principio de la colegialidad episcopal partiendo de dos premisas aparentemente incompatibles que  proceden con paralelismo completo [41]: el Romano Pontífice en cuanto Vicario de Cristo tiene plena, suprema y universal potestad en la Iglesia; el orden de los obispos a su vez tiene también potestad suprema y plena en la Iglesia universal. El hecho  de los dos  titulares de  una misma potestad es incontrovertible. Pero ¿cómo se puede  resolver la duplicidad de titular de una misma potestad? ¿Cómo mantener la unidad necesaria y solidaria de uno y otro sujeto, Papa y episcopado colegial? "Dos principios de gobierno —diremos con Dejaifve, que expone con breves e incisivas frases la agudeza del problema— [42] ¿no  son contradictorios? ¿No  se da una forma policéfala incompatible  con el gobierno de uno sólo?  ¿No   comprometen  el carácter estrictamente monárquico al constituir esta especie de oligarquía? ¿o es que los obispos no son más que "funcionarios"? Si el Papa puede limitar cada una de las actividades episcopales en concreto, ¿qué queda de su potestad ordinaria de derecho divino?".

La dificultad en la sociedad eclesiástica adquiere una gravedad particular que no existe en otra sociedad o comunidad política. La Iglesia necesita de una absoluta  unidad  en las cuestiones esenciales de la doctrina y vida cristiana. Pero esta unidad se ha de obtener mediante  la  voluntad  del colegio episcopal, y esta voluntad  consta a su vez de la voluntad de sus miembros,  voluntad  personal  y libre  de muchos miembros, que no excluye de suyo la diversidad de interpretación de la palabra de Cristo. Se necesita imponer en un  momento  conflictual determinado un criterio único. Ni es suficiente el sistema al modo parlamentario de una comunidad política de obtener un criterio por mayoría de votos, pues este sistema, como dice Bertrams [43], no excluye de suyo la mayoría en favor de una sentencia equivocada o errónea. Contingencia que debe ser excluida por completo en la sociedad eclesiástica cuando se trata de verdades de fe y costumbres dada la infalibilidad de la que la Iglesia está dotada por su divino Fundador.

11. La colegialidad según Pablo VI

Entre el cúmulo de temas conciliares  ha  sido  puesto  en  plena luz por Pablo VI el del poder y autoridad del episcopado. Con reiterada luminosidad ha ido proponiendo en diversas alocuciones conciliares el interés de la colegialidad episcopal. A través de las mismas puede observarse no sólo el curso de la  serena expectativa pontificia y resolución conciliar sino los puntos  claves  de la  necesaria  unidad y  solidaridad del  gobierno  de  la  Iglesia;  es  de  particular   interés la alocución en la apertura de la tercera etapa conciliar por  su apretado núcleo doctrinal sobre la autoridad episcopal, en el momento en que había de ser estudiada y decidida conciliarmente. Veamos este apasionante recorrido en breves  y sucesivas  expresiones de Pablo VI. Alocución en la apertura de la segunda etapa [44] (alocución de Pablo VI ante el Concilio): "No vacilamos en deciros que aguardamos con viva expectación y sincera confianza este próximo estudio (episcopado), que dejando a salvo las declaraciones dogmáticas del Concilio Vaticano I sobre el pontificado  romano,  deberá ahora profundizar la doctrina sobre el episcopado, sobre sus funciones y sobre sus relaciones con Pedro"... A la expectativa añade la importancia principal del  tema,  en  la  clausura  de  la  misma  etapa, al referirse a los futuros trabajos conciliares: "Semejante a esta (cuestión sobre la divina revelación) es la importante y compleja cuestión sobre el episcopado, la cual ocupa el lugar principal, por orden lógico y por importancia del tema, en este Concilio ecuménico Vaticano II; y que, por tanto, no ya en contraste,  sino en confirmación de las sumas prerrogativas derivadas de Cristo y reconocidas al Romano Pontífice, dotado de toda la autoridad necesaria para el gobierno universal de la Iglesia,  quiere poner en su debida luz, según la mente de Nuestro Señor y según la auténtica tradición  de la  Iglesia, la naturaleza y la función divinamente  instituidas  del  episcopado, declarando cuáles son sus poderes y cuál debe ser su ejercicio sea con respecto a cada obispo en particular, sea en su conjunto,  de mo­ do que quede ilustrada dignamente la altísima posición del mismo episcopado en la Iglesia de Dios no como entidad independiente, ni separada, ni mucho menos antagonista  respecto  al  Sumo  Pontificado de Pedro, sino cooperando con él y bajo él al bien común y al fin supremo de la  misma Iglesia" [45].

Pero es al comienzo de la tercera etapa conciliar cuando Pablo VI con emocionante y serena expectativa declara las líneas clave de la doctrina del episcopado, que iba a ser definida  en esa misma  etapa, y que caracterizará para la posteridad el Vaticano II: "El Concilio deberá tratar de otras muchas e importantísimas cosas; pero nos parece que principalmente sobre ésta es grave y delicada la tarea conciliar. Este tema caracterizará ciertamente, en la memoria de la posteridad, a este solemne e histórico Sínodo...  Este Sínodo,  igualmente ecuménico (que el Vaticano I) se dispone a confirmar,  es verdad, la doctrina del precedente sobre las prerrogativas del Romano Pontífice, pero tendrá, además, y como su fin  principal, el  de describir y ensalzar las prerrogativas del episcopado..." La potestad pontificia no es defraudación de la autoridad que compete al episcopado: "Porque si a Nos, como sucesor de Pedro —y por tanto en posesión de la plena potestad sobre la Iglesia— compete el oficio de ser, aunque indigno, vuestra cabeza, esto no es para defraudaros de 'la  autoridad que os compete; somos por el contrario los primeros en venerarla". Pablo VI reconoce la necesidad pero al mismo tiempo la moderación de un determinado centralismo en el gobierno de la Iglesia: "Si nuestro oficio apostólico nos obliga a poner reservas, a precisar términos, a prescribir formas, a ordenar modos en el ejercicio de la potestad episcopal, esto es —vosotros lo sabéis— para  el  bien  de  la Iglesia entera y para la unidad de la Iglesia, tanto más necesitada de una dirección central cuanto más vasta se hace  su  extensión  católica, cuanto más graves son los peligros y más urgentes las necesidades del pueblo cristiano  en las  diversas contingencias de la historia y, podemos añadir, cuanto más expeditos son hoy los medios de comunicación. Esta centralización, que ciertamente siempre será moderada y estará compensada con una continua y atenta distribución de oportunas facultades y de útiles servicios a los pastores  locales, no es un orgulloso artificio; es, hermanos, un servicio, y la interpretación del espíritu unitario y  jerárquico de la Iglesia, es el ornamento, la fuerza, la  belleza que Cristo le prometió y le sigue concediendo a través de los tiempos" [46].

A estas premisas de Pablo VI en la tercera  etapa conciliar  siguió la promulgación de la densa y fecunda doctrina de la constitución "Lumen gentium" y en ella la doctrina sobre el episcopado. Al término de esta etapa, la nueva alocución pontificia salta  radiante  de gozo al reconocer, después de la ardua tarea a la que estuvieron sometidos los padres conciliares, el feliz desenlace al que llegó esta doctrina, de la  que explicaba  que "era  un  deber",  "era el momento" y "era también el modo" de exponerla: "El punto más arduo y memorable de este trabajo espiritual ha estado centrado en la doctrina sobre el episcopado". "Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía: se ha esclarecido lo que estaba  incierto;  ahora consigue una  serena  formulación  lo  que se meditaba,  se  discutía y en parte era controvertido". "No menos satisfechos nos sentimos por todo lo que esta constitución dice de nuestros hermanos en el episcopado".

"iQué dichosos nos sentimos al ver proclamada su dignidad, enaltecida su función, reconocida su potestad! iCómo agradecemos  a Dios que nos haya tocado en suerte honrar la sacralidad de vuestro ministerio y la plenitud de vuestro sacerdocio, reconocer la  solidaridad que os une a vosotros y a Nos... "  "Y era  de suma  importancia que este  reconocimiento de las  prerrogativas  del Sumo Pontificado se  expresara  explícitamente  en  el  momento  en  que  debía definirse la cuestión de la autoridad episcopal en  la  Iglesia,  de  forma  que esta autoridad no apareciera en contraste, sino como justa y constitucional concordia con el Vicario de Cristo y cabeza del colegio episcopal".  "Reconociendo  de  esta  forma en su plenitud el oficio episcopal, sentimos crecer en torno nuestro la comunión de  fe, de caridad, de corresponsabilidad y de colaboración". "Quizá esta multiplicidad de estudios y discusiones (colaboración episcopal en el gobierno de la Iglesia) llevará consigo algunas dificultades prácticas; la acción colectiva es más complicada que la individual; pero si responde a la índole monárquica y jerárquica de la Iglesia y mejor confirma nuestro trabajo con vuestra cooperación, sabremos con prudencia y caridad  superar  los obstáculos  propios  de una reglamentación compleja del régimen eclesiástico" [47].

12. La síntesis necesaria y la constitución "Lumen gentium''

El otoño de 1964, tercera sesión conciliar, fue una  etapa decisiva en este anterior  sentido,  pero  no sin penosos estudios  y discusiones, a los que habían precedido así mismo sobre el mismo tema profunda reflexión e inquietud en la primera y segunda sesión. La votación conciliar fue laboriosa la más laboriosa de todas. El  texto clave  de la constitución "Lumen gentium", nn. 22 y 23 [48], se escindió en pormenorizada serie de 21 votaciones con meticulosa escrupulosidad, dada la delicadeza de la tesis. El resultado final, sin embargo, arrojó unanimidad casi absoluta (2.099 votos positivos contra 45 negativos).

Una consecuencia esencial de interés es el hecho de que todo obispo por su consagración episcopal y comunión jerárquica con el Romano Pontífice y los demás miembros del Episcopado es constituido miembro del colegio o cuerpo episcopal. Y todo el colegio episcopal con su cabeza el Romano Pontífice y nunca sin él, como explica la doctrina conciliar, es sujeto de plena y suprema potestad  en la  Iglesia universal. Por su parte la citada "Nota explicativa previa" añade que la distinción no es entre Papa y obispos simplemente, sino entre el Papa por una parte y el Papa juntamente con los obispos por otra. Si se desea salvar la veracidad de esta doctrina hay que rechazar desde luego la antítesis que supondría  una  tensión  de  gobierno de  los obispos contra el Papa o de éste contra los obispos, y no cabe sino admitir la síntesis entre Papa y obispos.  Es  decir,  hay  que  rechazar la hipótesis de un único sujeto con plenitud de  poder,  el del  Papa sólo, o el del colegio episcopal sólo, y admitir ese doble titular, inadecuadamente distinto, pero que actúa en colaboración armónica y salva la unidad y solidaridad. Inadmisible un solo titular porque se negaría la plenitud del poder del colegio o la plenitud del poder del Papa en cuanto Primado. En cambio  en  la  hipótesis  compuesta  ni uno ni otro sujeto pierden su condición de gobierno. Pues el Papa como Primado puede realizar libremente (no arbitrariamente, se entiende) su potestad;  y el colegio episcopal  también puede actuar  pero nunca independientemente de su cabeza [49].

Agudamente se ha explicado esta opinión acudiendo a la doctrina de la condición o potestad vicaria [50]. El poder supremo en la Iglesia viene a ser considerado como un  poder vicarial de Cristo. El Papa y el colegio, titulares de ese poder supremo, representan a Cristo, son sus vicarios. En el primer caso personalmente, en el segundo colegialmente. En el primer caso, siguiendo el pensamiento  jurídico  romano, "cum libera dispositione", en el segundo "sine libera dispositione", en cuanto que el cuerpo episcopal no  actúa  independientemente de su cabeza.

La razón profunda de esta autoridad del cuerpo o colegio episcopal está expresada en la const. "Lumen gentium" cuyas propias palabras si enseñan la plenitud de poder concedida por Cristo a los apóstoles y sucesores cuando son asumidos corporativamente, también señalan con relieve la dimensión que alcanza cada miembro individual por la consagración sacramental: "Los obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los sacerdotes y diáconos, presidiendo en nombre de Dios la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de  gobierno" [51].  "Enseña,  pues,  este Santo Sínodo  que  en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en  la  enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio" [52].

13. ''Collegium seu corpus episcoporum"

No es este el momento de extendernos en el análisis del concepto "colegio", pero sí interesa, al menos, precisar algunos datos importantes de la doctrina  y  literatura  conciliar,  porque  pueden llevar a la mejor inteligencia de la determinada autonomía y, a su vez, subordinación del colegio episcopal en relación con su cabeza el Romano Pontífice.

La "Nota explicativa previa" señala que  el concepto  "colegio" no ha de aplicarse  aquí  en  sentido  estrictamente  jurídico.  ¿Cuál es el sentido estricto jurídico? El origen de este concepto invade, como es conocido, la literatura jurídico-romana, y bastaría, para  entenderlo, acudir a los estudios que se han detenido en el origen semántico y acepción jurídica del término [53]. Una de las  acepciones  romanas era la que significaba el conjunto de colegas magistrados de la misma potestad o cargo durante el período romano de la República, como "collegium tribunorum", "collegium praetorum", etc. Esta acepción no requería de suyo solidaridad en la acción, y el "collegium" en este caso implica relaciones de simple compañerismo [54]. Otra segunda acepción romana era la de toda unión o asociación  de personas para fin común, asociación profesional o estatal, etc. Se trata de un "collegium" o una "societas inaequalium", es decir, en la  que existe una determinada forma jerárquica, y en la que las relaciones colegiales son solidarias, pero sin reconocimiento oficial de personalidad jurídica. Y una tercera acepción importante es la de "collegium" en sentido estrictamente jurídico, que implica  algunas  notas  esenciales: a) asociación de iguales, "societas aequalium", en honor, poder, oficio, etc.; b) el ser asociación libre, es decir, promovida por iniciativa privada, y distinta, por tanto, de la sociedad o sociedades naturales (por eso no eran "colegio", en este sentido, la sociedad política, Status, Respublica, ni los municipios ni familias); c) pero el "collegium" pasaba a ser corporación pública o de  derecho  público al ser reconocido por la autoridad pública, con lo cual el colegio adquiría personalidad jurídica, un "corpus" sujeto de atribución y responsabilidad de las acciones comunes,  es decir, sujeto de derechos y obligaciones. En esta tercera acepción hay una "societas  aequalium" con actuación solidaria de sus miembros y con unidad de mando; la autoridad en este  caso,  no en  el  anterior,  es compartida  por los miembros del colegio.

La Iglesia no disponía en sus primeros momentos, y aún después por largos siglos, de propias categorías jurídicas para definir su situación, ni estaba interesada, tal vez, en inventar otras distintas de las existentes en la sociedad contemporánea, y por eso acudió con facilidad a las categorías y conceptos jurídicos del Derecho Romano, como es el caso de "collegium", "corpus", "universitas personarum" etc., etc. Piénsese, por ejemplo, en los canonistas medievales, que recogen ampliamente la realidad jurídica de la "universitas personarum" y "universitas rerum" al tratar de definir algunos institutos canónicos (capítulos catedrales, capítulos colegiales, fundaciones pías, etc.), institutos que aún después de largo tiempo continúan asentados en la disciplina canónica sobre una base clara de sabor jurídico romano, cuya liberación está apareciendo con no escasa claridad en los deseos de la Iglesia posconciliar.

¿En cuál de esas acepciones encaja el concepto de "colegio episcopal"? Prescindimos de otras muchas acepciones, porque entendemos con la doctrina que pueden reducirse  en  sus términos esenciales a esas señaladas. Tampoco interesa entretenernos en el examen histórico del concepto y su asimilación progresiva en relación con el episcopado, sino conocer más bien  su aplicación  realizada de manera tan cuidadosa por la teología y  el  magisterio, al menos en esta  fase del Vaticano II. Estudios como los de Gabnebet, D'Ercole, Alberigo, Colson [55] , y tantos más, y desde luego la misma doctrina conciliar [56] inducen a apreciar, en contra de escasos autores, el fuerte arraigo de esta doctrina  en las  primeras  comunidades cristianas, en la práctica de las reuniones conciliares, en la continuada  tradición de la Iglesia oriental, y en otros destacados  momentos  históricos; por esto nos parece problemática, y a lo sumo parcialmente aceptable, la afirmación de algún autor [57],  de que  hace  falta llegar  al obispo V. Bolgeni en 1789 para encontrar la primera teorización de la colegialidad episcopal con su obra sobre la "Potestad de gobernar la Iglesia". Hay que reconocer que la estricta acepción jurídica del "collegium" la utilizaba la Iglesia, la reservaba, por así decir, para denominar las sociedades imperfectas o asociaciones particulares creadas por el Derecho eclesiástico. Por eso no es aceptable la concepción de los juristas protestantes del siglo XVIII, con su principal representante J. H. Bohmer [58], que consideraba a  la  Iglesia  universal  como un "collegium aequalium"  sin  constitución jerárquica,  aplicando rígidamente a la Iglesia la teoría estricta del "collegium' de los juristas seculares.

Prescindiendo de la polémica en torno a la incorporación del concepto "colegio" aplicado a  los obispos, pero tratando de determinar el sentido en que la Iglesia lo utiliza y poder realizar la comparación con esas acepciones jurídico-romanas interesan algunos caracteres sustanciales. La existencia de unos deberes y derechos  establecidos por institución divina, que permanecen en el cuerpo episcopal de forma habitual, (es decir "ordinarios", según la terminología canónica, por estar insertos por derecho divino en su mismo oficio de gobierno) [59], induce a pensar en la existencia de una entidad con verdadera personalidad jurídica de naturaleza  colegial  puesto que existen los elementos necesarios: un "corpus" que consta de personas físicas y que permanece sucesivamente, una unidad intencional en la actividad en orden a un mismo fin de gobierno, unos derechos y deberes como medios para promover esa finalidad, y, en fin, una constitución de derecho divino por ser de fundación  del  mismo Cristo que estableció el colegio apostólico y la  transmisión de sus poderes en sus sucesores [60].

Por otra parte otro de los caracteres fundamentales e imprescindibles es el de la constitución jerárquica de este cuerpo episcopal. Si alguna cosa clara, entre otras muchas, puede deducirse de la constitución "Lumen gentium" n. 22 y 23, y de la "Nota explicativa previa" es la forma jerárquica de este colegio, la existencia de un "caput" y un "corpus" y la imposibilidad de una actuación del cuerpo episcopal sin el consentimiento de su cabeza el Romano Pontífice. "El Colegio episcopal, dice Colombo [61], es intrínsecamente jerárquico. En él el Romano Pontífice no es sólo cabeza que regula el ejercicio de la autoridad de miembros iguales entre sí, un "primus ínter pares", sino que es la cabeza que condiciona el ejercicio de la autoridad común. El Vicario de Cristo, además, no es expresión de un pensamiento o de una voluntad común formada independientemente de él, sino que sobre todo es causa (instrumental, se entiende) de la fe y voluntad común; la fe de la comunidad episcopal encuentra en la enseñanza del Vicario de Cristo el fundamento de su certeza, y la disciplina de la Iglesia heredada de los apóstoles, que todos los obispos deben conservar comunitariamente, encuentran en su voluntad la suprema garantía indispensable de corresponder a la voluntad de Cristo". En términos jurídicos, por tanto, se hablará de una "societas inaequalium", y no de una "societas aequalium", como entendía la aludida doctrina protestante. Por eso a no pocos autores se les hace más asequible la denominación de "cuerpo episcopal" en lugar de "colegio episcopal", para evitar en lo posible que su cabeza sea considerada como mero "primus inter pares". El Papa en el colegio episcopal puede ejercer la suprema potestad sin el concurso de los miembros del episcopado y sin necesidad de delegación de los mismos y por tanto es más que un "primus ínter pares" [62].

Esto supuesto, la comparación con las tres acepciones enumeradas nos lleva a una conclusión negativa y de disparidad, ya que ninguna de las mismas es asumida plenamente en lo que representa el colegio episcopal: no la primera por carecer esta de personalidad moral y no exigir solidaridad en la acción; tampoco la segunda, por carecer así mismo de personalidad moral; y, finalmente, tampoco la tercera porque esta supone una "socíetas aequalium" y una libre promoción humana, mientras que el colegio episcopal es sociedad jerárquica y por tanto desigual, y procede de institución divina. Es decir, se trata en definitiva de un colegio "sui generis", que consta de organización jerárquica,  actividad  solidaria,  personalidad  moral,  y que es de institución divina.

Un episcopado totalmente independiente del Papa queda,  por tanto completamente descartado, pero sin embargo subsiste con  plena vigencia un episcopado que ostenta auténtica personalidad y autoridad, pues de lo contrario sería un organismo inoperante.

14.     Los obispos no ''funcionarios"

De estos principios  se deriva  la  repetida  consecuencia  de que el episcopado no es un cuerpo de funcionarios del Romano Pontífice. El Papa elige a  los obispos  individualmente y es su superior  en el ejercicio de sus funciones, pero los obispos no son órganos ejecutivos de un poder monárquico absoluto. No les transmite una parte de su poder, sino un poder distinto del suyo, aunque ciertamente subordinado. "Los obispos, dice Holbock, no son, por decirlo así, funcionarios provinciales o lugartenientes del Papa en su diócesis, sino que en todo obispo diocesano reside más bien todo el poder de Cristo como en el Papa, restringido únicamente a una región limitada y no independiente del Papa" [63].

Esta concepción llevaría a una "eclesiología de comunión", como la denominan los autores y entre ellos Stratmann [64], en cuanto opuesta a una "eclesiología de cefalización" o "capitalidad"; ésta última presupone una fuerte  tendencia de colectivización, mientras que la otra determina un fermento de libertad y de fecunda  pluralidad, que puede resolver problemas graves en la diversa  configuración de las Iglesias, y, más en concreto, de las Iglesias de Oriente y Occidente.

Por   estas  razones  Máximos IV [65], y con él  otros,  recordaba con claras palabras, que el Concilio debía situar el colegio episcopal —como así lo hizo efectivamente— en el supremo puesto de gobierno que le corresponde y por tanto que la Curia Romana en su estructura tradicional oscurecía esta verdad entre nubes que se han hecho cada vez más densas. Con la Curia actual del Papa —son suspalabras— los que están al margen de la Iglesia católica y a muchos que están dentro se les hace difícil ver el ecumenismo de la Iglesia; más bien notan el particularismo de una Iglesia particular, a la cual los hombres, el tiempo y las circunstancias favorables han hecho una aportación humana y temporal considerable de grandeza, fuerza y riqueza. "Resumiendo, —concluía— opinamos que ni el Santo Padre, ni ninguna otra persona cualquiera del mundo, sea quien sea, puede gobernar con sus familiares una institución tan vasta como es la Iglesia universal, en la que se juegan los intereses del cristianismo en todo el mundo. Y todo esto está de acuerdo con el Evangelio, pues si la Iglesia fue confiada especialmente a Pedro y a sus sucesores, también fue confiada a los apóstoles y a sus sucesores, y si este gobierno se confiara a personas no constitucionales como son los familiares y clerecía local el bien general sería deficiente, y podrían producirse verdaderas catástrofes. La historia ha dado ya ejemplos".

La semilla de esta doctrina  había  sido  sembrada  vigorosamente en el Concilio Vaticano I, que recordamos nuevamente. El relator oficial Zinelli manifestaba que: "Los obispos congregados con su cabeza en el Concilio Ecuménico, o dispersos, pero con su Cabeza, en cu­ yo caso son la misma Iglesia, tienen verdaderamente plena potestad... Si el Sumo Pontífice juntamente con los obispos, dispersos o congregados,  ejerce  "in  solidum"  una  potestad  verdaderamente plena y suprema, no hay  colisión  posible" [66]. Zinelli destaca la inseparabilidad del Papa y obispos, respectivamente, como cabeza y miembros del cuerpo episcopal. Añade también que aunque son dos los sujetos de la potestad suprema y plena, se pueda componer, sin embargo, unitariamente  la  relación de ambos sin  que aparezca  un  dualismo que engendre confusión, ya que los obispos nada pueden sin su Cabeza. Este anticipo de la doctrina del Vaticano II era expresado entonces también de forma explícita por J. Kleutgen, relator oficial de la Comisión teológica del mismo Vaticano I que, al plantearse el problema del doble sujeto de la potestad suprema, aseguraba que los obispos no son meros consiliarios del Papa sino que tienen parte en la potestad de magisterio y de régimen "una cum Papa", y como por otra parte el Romano Pontífice ostenta la plenitud de  la suprema  potestad, hay que concluir que tal poder reside en doble sujeto en el cuerpo episcopal unido con el Papa, y en el Papa solo [67].

El perfil doctrinal de la solidaridad episcopal en el gobierno no se ha obtenido sino después de ardua tarea. Operante desde el primer momento pero difuso para la conciencia cristiana e incluso obscurecido por toda esa masiva evolución centralizadora permanece aún después de la declaración conciliar ante la grave resistencia de una realidad multisecular occidentalizante de la Iglesia. No es pues de extrañar que sólo en forma progresiva, pero sin duda irreversible, el principio sea cada vez más operante aún a costa de ir rompiendo la dura sedimentación histórica.

15.     Formas constitucionales de la colegialidad

Continúan, desde luego, en pleno vigor las antiguas y constitucionales formas de la colegialidad: el concilio ecuménico y la actividad de todo el organismo episcopal fuera del concilio. Precisamente la actuación colegial en el concilio ecuménico desde los primeros momentos de la Iglesia y a través de los veinte siglos demuestra una fuerza en constante dinamismo donde la función de la Cabeza el Romano Pontífice y la función de los miembros los obispos se han solidarizado en el pleno vigor de sus decisiones dogmáticas o disciplinares. Pero el otro momento dinámico del colegio episcopal, la actuación fuera del concilio, difundidos  los obispos  por  todo el  mundo en sus iglesias particulares, no es menos operante cuando su cabeza solicita la actividad de los miembros en la manera oportuna.

Por esto sigue reafirmando el Vaticano II esta doble forma, extraordinaria y ordinaria respectivamente, como doble momento dinámico de la actividad colegial, como doble expresión posible del acto verdaderamente colegial: "La potestad suprema que este colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico... Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con  tal que la Cabeza del colegio los llame a una acción colegial o por lo menos  apruebe la  acción  unida de ellos o la  acepte  libremente  para que sea  un  verdadero  acto  colegial" [68]. "La unión colegial  se manifiesta  también  en las mutuas  relaciones  de cada  obispo con las Iglesias particulares y  con  la  Iglesia universal" [69]. Así pues en el ejercicio mismo de los poderes cabe distinguir una doble forma de actuación, pues por una parte el colegio episcopal está dotado permanentemente de las facultades necesarias para el gobierno de la Iglesia, pero por otra parte poner en ejercicio un organismo tan complejo de miembros dispersos por todo el mundo no es realizable muchas veces de manera inmediata. Por esto la doctrina habla de una capacidad habitual pero también de una realización actual, o, como otros dicen, de un momento estático y otro dinámico, que, por lo demás, son de aplicación común en cualquier hipótesis del primado pontificio y del episcopado colegial. En el caso del Papa el ejercicio de  la potestad suprema puede ser inmediatamente realizable, pues sólo depende de la conciencia y voluntad de un solo sujeto. En el sujeto colegial, por el contrario, es lógico pensar  que el ejercicio  de su poder, su momento dinámico, se realice de manera más compleja y no tan inmediata pues depende de muchas conciencias y voluntades individuales.

Esta doble expresión de la actividad colegial constituye en ambos casos un acto verdaderamente colegial [70] y por tanto los obispos realizan o pueden realizar una acción estrictamente colegial tanto cuando están reunidos en el concilio ecuménico, como cuando permanecen en sus propias sedes residenciales [71].

16.     Las nuevas formas de la colegialidad

Pero junto a esta actividad estrictamente colegial se une otra actuación de diverso grado de colegialidad pero de no menor importancia. No es este el momento de estudiar las modernas  formas de la colegialidad [72], pero sí de señalar el enorme interés y la progresiva actualización que va adquiriendo la colaboración del episcopado a escala nacional e internacional.

El 15 de septiembre de 1965 es constituido por Pablo VI en su "Motu proprio" "Apostolica sollicitudo" [73] el Sínodo Episcopal, como sistema de hacer partícipes a los obispos de modo más patente y eficaz en la solicitud pontificia en orden al gobierno de la Iglesia universal. Viene a ser, como dice el "Motu proprio", "un instituto eclesiástico central que hace las veces de todo el Episcopado católico". Bien es verdad que su competencia  es limitada,  de  información, consejo, a veces deliberación, y que "está sometido directa e inmediatamente a la autoridad del Romano Pontífice" [74] , pero es indudable  expresión  de la  potestad  episcopal  en  el gobierno universal de la Iglesia, pues se compone de obispos elegidos de las  diversas regiones del orbe (elección hecha en buena parte por las Conferencias Episcopales Nacionales), que prestan ayuda valiosa al supremo Pastor de la Iglesia con el "consuelo de su  presencia,  la  ayuda de su prudencia y experiencia, el apoyo  de su  consejo,  el auxilio de su autoridad".

Un mes más tarde el 28 octubre 1965, en sesión pública conciliar, ponía de relieve Pablo VI [75] otra forma de colaboración  episcopal, las Conferencias Episcopales que han surgido más bien por urgencia y necesidad de los episcopados nacionales, pero que adquirieron durante el concilio, y posteriormente la están confirmando, consistencia y vigor insospechados, que sobrepasaron rápidamente las reticencias de la Curia Romana. Han  sido  ratificadas  solemnemente por el Concilio, en el decreto De Episcoporum munere y amplían sucesivamente su radio de acción.

Necesario es insistir en que tanto el Sínodo Episcopal como las Conferencias Episcopales, e incluso  otras  formas  de  colaboración no constituyen "acción estrictamente colegial", pero sí pueden suponer una fuerza y una colaboración apreciable en la misión de gobierno. En este mismo sentido dinámico, aunque dentro de los órganos centrales, se insertan las  nuevas modalidades de la reforma de la Curia Romana introducidas por Pablo VI con la Constitución apostólica de 15 de agosto de 1967, "Regimini Ecclesiae universae", y también los principios de participación orgánica de los obispos residenciales en las deliberaciones y decisiones de la Curia propuestos previamente por el mismo Pablo VI en el "Motu proprio" "Procomperto sane" de 5 de agosto del mismo año.

17.     Fundamento histórico

La actuación solidaria es exigida, según indicamos, por la naturaleza misma de la constitución divina de la Iglesia. Aunque la incorporación del término "colegio" en  relación  con los obispos se  fue realizando de manera lenta y progresiva hasta tomar carta de naturaleza, sin embargo, la realidad misma, la acción solidaria del cuerpo episcopal se verifica desde los primeros momentos y a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Un  momento de atención  puede llevar a este convencimiento, remitiendo por lo demás a los numerosos estudios realizados sobre el tema.

Una actuación de esta índole en la Iglesia se supone ya en la Didajé a través no sólo de sus obispos, sino de todos sus colaboradores contemporáneos, apóstoles, enviados de los apóstoles y  profetas, en cuyo concepto entraba no sólo lo carismático, sino también de forma manifiesta lo ministerial, funciones sacerdotales, eucaristía, culto litúrgico, relación con los obispos y ministros locales. Las iglesias apostólicas, como dice Colson [76], funcionaron a  través de una evangelización llevada a cabo solidariamente por los  miembros  de este colegio apostólico. La Iglesia inmediatamente post-apostólica sigue un camino semejante. La concepción patrística, especialmente a través de San Cipriano y San  Agustín,  es así mismo positiva en este sentido. Así lo examina Dejaifve" [77] que aduce, entre otros, el testimonio de la obra "De unitate Ecclesiae" de San Cipriano: "Episcopatus unus est, cuius a singulis in solidum pars tenetur". Una totalidad participada solidariamente.

La mayor síntesis de todo el derecho conciliar de los siete primeros siglos de la Iglesia,  como es la colección canónica "Hispana", es una nueva y espléndida manifestación del trabajo solidario de los obispos por medio de los concilios, teniendo  en cuenta  sobre  todo,  la gran difusión de esta colección en las diversas iglesias, ya que los episcopados de las iglesias locales recibían y aceptaban recíprocamente las conclusiones conciliares [78].

En la concepción medieval hay que admitir ciertamente  una fuerte concentración de poder en el Papa y unos acusados rasgos primaciales, como demuestran, por ejemplo, la elaboración de las Falsas Decretales y la actuación de Gregorio VII, pero no es menos cierta la colaboración episcopal en relación con el Papa, como se ha estudiado a propósito de San Bernardo y sobre todo del Cardenal Hostiense. Este incluye de forma explícita junto a la "plenitudo potestatis" del Papa la relación de éste con el colegio cardenalicio y con el colegio episcopal, al que se acude, dice, en caso de conflicto entre Papa y Cardenales, es decir, el  concilio ecuménico, sin que esto suponga la disminución del poder pontificio ni las ideas conciliaristas del siglo XIV [79].

La coexistencia de los dos poderes, Papa y Episcopado, y sus problemas de la Edad Media se trasmiten a Trento, pero siempre en busca de la necesaria solidaridad. Trento lo hizo a propósito del sacramento del orden sagrado y del poder que en el mismo reciben los obispos. La búsqueda de la estricta unidad y solidaridad de ambos poderes da lugar a los conocidos movimientos rebeldes, galicanismo, febronianismo, regalismos. El problema adquiere cierta espectacularidad en Francia, y por eso a principios del siglo XVII se sigue pro­ clamando en la famosa obra de E. Richer "De eclesiastica et politica potestate" que la potestad eclesiástica ha sido confiada indivisiblemente y en común a todo el orden jerárquico, Papa y obispos. Richer, que representa una tendencia extrema del galicanismo, aseguraba que Cristo confirió el poder supremo inmediata y esencialmente a la Iglesia, más bien que a Pedro y a los apóstoles. Para Febronio la autoridad del Papa es a lo sumo la equivalente a un primado de "inspección y dirección", funciones de carácter secundario y sin la verdadera potestad jurisdiccional [80]. Ya vimos antes los importantes pasos del Vaticano I en este sentido, y son excelente premisa para la doctrina del Vaticano II.

18.     Razón de la estructura colegial

Una palabra última interesa añadir sobre el tema, que brota espontáneamente, sobre la razón de ser de este doble sujeto titular. En definitiva el responsable último y definitivo en el ejercicio del poder es siempre el Romano Pontífice, pues la potestad se realiza siempre en la actuación personal del Papa como Vicario de Cristo, o en la actuación colegial del episcopado con su Cabeza el Papa.

La voluntad de Cristo al constituir el primado de Pedro y el colegio de los apóstoles, a quienes transmitió todo el poder de su Iglesia, y de otra, parte la continuidad e identidad  de  ese primado y colegio respectivamente con el Papa y colegio de los obispos, es  en definitiva la razón fundamental de la estructura de esta potestad. Es voluntad de Cristo que constituye  por  tanto derecho divino y que no admite réplica.

En pura lógica, sería difícil hablar de la necesidad dogmático jurídica de la participación del cuerpo episcopal en el gobierno ordinario de la Iglesia, puesto que el Papa como Vicario de Cristo tiene todo el poder [81]. Pero ciertamente pueden obtenerse motivos de utilidad y conveniencia de una actividad colegial en unión con el Papa, si se considera la mayor representatividad social del cuerpo episcopal. La actuación colegial no añade de derecho ninguna mayor eficacia a la actuación personal de la potestad suprema, pero sí puede añadirla de hecho. Por esto dice San Roberto Belarmino: "si se considera juntamente la Iglesia con el Papa, entonces la  autoridad  de la Iglesia es mayor en extensión, aunque sea igual en intensidad".

Este acto común de los obispos con el  Papa manifiesta  a  todos  de forma más visible la "comunión" de toda la jerarquía, se admite de hecho con mayor facilidad, y en cierto sentido tiene una mayor estabilidad, ya que una norma disciplinar emitida por el concilio ecuménico, en igualdad de circunstancias, no es modificada por el Romano Pontífice tan fácilmente como la norma  de  sus  antecesores.

Por esto Colombo [82], después de enunciar que ni el magisterio del Papa, ni su acción santificadora, ni su gobierno pastoral agotan por sí solos la potestad universal de la Iglesia, puesto que ha sido confiada también al colegio episcopal, añade: "teniendo en cuenta la doctrina del valor sacramental de la consagración episcopal,  debe aparecer claramente que el cuerpo episcopal entero posee no una autoridad mayor, sino una mayor riqueza de dones  sobrenaturales de magisterio, santificación y gobierno, que no el Romano Pontífice solo. De ahí la oportunidad de su ejercicio para la continuación de la misión apostólica". Por esto, así mismo, otros autores sostienen que si bien la actuación colegial no es imprescindible, sí en cambio aporta o puede aportar enormes ventajas. Leamos, por ejemplo, a Gabnebet: "Según los teólogos, el Papa no está jamás obligado a recurrir a este ejercicio... Todos los teólogos están acordes en reconocer la no necesidad absoluta de convocar un concilio o de  tener que recurrir necesariamente al ejercicio del  poder colegial, aunque al mismo tiempo subrayan las inmensas ventajas que en determinadas circunstancias puede aportar tal  ejercicio  colegial  a  la Iglesia" [83].

Por otra parte puede añadirse que no  es sólo  el  interés  social, por así decir, el que aporta la utilidad de la acción colegial, sino también el interés de la responsabilidad compartida entre diversos miembros en un acto ministerial de servicio a toda la Iglesia.

El juicio de la conveniencia y modo de actuación colegial corresponde por tanto al Papa, cuya discrecionalidad representa en este aspecto la última instancia. Ahora bien, esta discrecionalidad naturalmente no puede ser arbitraria, sino que debe responder a la voluntad y palabra de Cristo y al bien común de la Iglesia.

IV.      Conclusión

La diagnosis de la institución colegial de los obispos entendemos que manifiesta la riqueza de visión en el gobierno de la Iglesia. A la potestad del primado pontificio se une como aportación positiva la visión y experiencia del episcopado colegial. Pablo VI hablaba de mando complejo y difícil cuando son muchos los que gobiernan, pero no dejaba de añadir que tal complejidad es exponente de fecundidad. La tensión primado-episcopado significa, por tanto, no antítesis, no rivalidad, sino impulso hacia una síntesis de solidaridad, una noble tensión entre centralismo y descentralización que dimana  de la base constitucional de la Iglesia y que al mismo tiempo corresponde a la normal sensibilidad del hombre.

Por esto ha podido reiterar Pablo VI ante la primera Asamblea General del Sínodo de los Obispos (Alocución de 30 de septiembre de 1967) la trascendencia de esta nueva institución en sí misma y como representante de todo el episcopado y de las Conferencias episcopales para el gobierno de la Iglesia universal: "Un intento  de unidad y solidaridad en el seno de la Jerarquía católica da la primera  razón de la fundación de este nuevo órgano de gobierno  pastoral  de la Iglesia. Otro fin suyo es la ayuda, el consejo, el sufragio que esperamos tener en mayor escala de la parte del episcopado en el ejercicio de nuestro ministerio, y si esto es provechoso al oficio primacial, que Cristo ha asignado al Apóstol Pedro, y después de él a sus legítimos sucesores en esta sede romana, para beneficio y servicio de la Iglesia universal, cede no menos en honor del Colegio episcopal, que así queda asociado, en cierto grado, al Pontífice romano, en el cuidado de la Iglesia universal... El Concilio ha dado función a las Conferencias episcopales de un modo idóneo a una  relativa y  práctica descentralización jurídica y a un cierto pluralismo de expresiones eclesiales convenientes a la tradición y a la índole de la Iglesia local, y, al mismo tiempo, refuerzo orgánico de la estructura  unitaria  propia de la Iglesia católica".

José Luis Santos Díez, dadun.unav.edu

Notas:

40.    Mt 16, 19 – Mt 18, 18; Mt 28, 16-20.

41.    Const. dogmática «Lumen gentium» n. 22: «Porque el Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el Cuerpo episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen  pastoral, más aún en  el  que  perdura  continuamente  el  Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la  Iglesia  universal,  si  bien  no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice». «Nota explicativa previa»: «... Del Colegio, que no existe sin la Cabeza, se afirma que «es tam­bién sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal». Lo cual debe admitirse necesariamente para no poner en peligro la plenitud de la potestad del  Ro­  mano Pontífice. Porque -el Colegio comprende siempre y necesariamente  a su  Cabeza, la cual conserva en el Colegio íntegramente su oficio  de Vicario  de  Cristo  y  de Pastor de la Iglesia universal. En otras palabras: la distinción no se establece entre el  Romano Pontífice y los Obispos colectivamente considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice junto con los Obispos». Cfr., notas 43 y 48 sobre comentarios a la constitución «Lumen gentium» y diversos estudios sobre colegialidad episcopal. E. OLIVARES, Análisis e interpretaciones de la "Nota Explicativa Praevia", «Estudios Eclesiásticos» 161 (1967) 183-205.

42.    G. DEJAIFVE, Les douze Apótres et  leur  unité  dans  la  tradition  catholique.  Le Pape et le College épiscopal. «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 39.  1963,760-778. Cfr., DEJAIFVE, Episcopat et College apostolique, «Nouvelle Revue Theologique» 85, 1963, 807-818; Id. Primauté et collegialité au premier Concile du Vatican, en «L'Episcopat et l'Eglise universelle», cit., p. 639-660.

43.    W. BERTRAMS, De potestatis collegialis exercitio personali et collegiali, «Periódica de re morali canónica litúrgica» 53, 1964, 455-481. Citamos algunos principales trabajos de este autor sobre el tema de la  colegialidad: il  potere  pastorale  del  Papa  e del Collegio dei Vescovi. Premesse e conclusioni teologico  giuridiche. Roma 1967 p. 124; subiecto supremae potestatis Ecclesiae: respondetur obiicienti,  «Periodica  de  re morali... » 1965, 490-499; La collegialita episcopale, «La  Civilta Cattolica»  1964, .1,  436-455; De relatione inter Episcopatum et Primatum, Univ. Gregoriana, Roma 1963; De quaestione circa  originem  potestatis  iurisdictionis  Episcoporum  in  concilio Tridentino non resoluta, «Periodica de re morali...  52,  1963,  458-476;  Episcopato  e  Primato  nella vita della Chiesa, «La Civilta Cattolica» 1962, 11, 213-222: De relatione inter of(icium episcopale et primatiale, «Periodica de re morali...». 51, 1962, 3-29; De analogia quoad structuram hierarchicam inter Ecclesiam universalem et Ecclesiam  particularem,  «Periodica de re morali... », 56, 1967, 267-308; Die  Einheit  von  Papst  und  Bischofs  Kolle­ gium in der Aussübung der Hirtengewalt durch den Triiger  des  Petrusamtes,  «Gregorianum» 48, 1967, 28-48. De no menor interés  resultan  los  diversos  trabajos de T. l. JIMÉNEZ URRESTI sobre el tema, La doctrina del Vaticano II  sobre  el colegio  episcopal, en Concilio Vaticano II, Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, obra en colaboración, B. A C., Madrid 1966, pp. 427-505, y  otros  citados  ib., nota 3, pp. 427-428. Véase ib., nota 1 p. 427 diversos índices o notas bibliográficas específicas  sobre  el  tema de la colegialidad.

44.    PABLO VI, alocución en la apertura de la segunda etapa conciliar, 29 septiembre 1963: Concilio Vaticano 11, cit., n. 21.

45.    PABLO VI, Alocución en la clausura de la segunda etapa conciliar, 4 diciembre 1963: Concilio Vaticano II, cit., pp. 775-776, n. 19.

46.    PABLO VI, Alocución en la apertura  de la  tercera  etapa  conciliar,  14 septiembre 1964: Concilio Vaticano II, cit., pp. 779-780, n. 9, 14, 17.

47.    PABLO VI, Alocución en la  clausura de la tercera etapa conciliar, 21 noviembre 1964: Concilio Vaticano 11 cit., pp. 782-783, n. 5-11.

48.    Véase historia de la evolución del capítulo tercero de la Const. Dogmática «Lumen gentium», en  Documentos  del  Vaticano 11, B. A. C.,  Madrid  1967,  pp. 21-22; R. LAURENTIN, Bilan de la troisieme séssion, cit., pp. 248-249, 256-257 y 400-402, con indicación específica del objeto de los votos y   número de votantes.  Cfr., Concilio Vaticano II, Comentarios a la Constitución &obre la  Iglesia, obra en  colaboración, B.A.C., Madrid 1966, especialmente los comentarios de J. M. Alonso, L. Turrado, J. Leal, J. Salaverri, B. Monsegú, T. I. Jiménez Urresti, B. Jiménez, N. López y M. Useros al capítulo tercero de la constitución "Lumen gentium", ib., pp. 334-618.

49.    Cfr., C. COLOMBO, Relación en la Conferencia Episcopal Italiana, con motivo de la 3.ª sesión del Vaticano 11, n. 12. Cfr., «Palestra del Clero» 44, 1965.

50.    E. VON KIENITZ, Generalvikar und Offizial TJuf Grund des Codex luris Canonici, Freiburg i. B. 1931, explica la «institutio iuridica procurae»; cit., W. BERTRAMS, De potestatis collegialis exercitio personali et collegiali, «Periodica de re morali...» 53, 1964, 455-481.

51.    Const. dogmática "Lumen gentium"  n. 20.

52.    Const. dogmática "Lumen gentium" n. 21.

53.    Véase, por ejemplo, A. D'ORS, En tomo a las raíces romanas de la  colegialidad, en «El Colegio Episcopal» cit., en nota 4, pp. 57-70; T. URDANOZ, La naturaleza teológica de los concilios, especialmente de los ecuménicos, y la colegialidad, ib.,  páginas 589-742.

54.    T. URDANOZ, La naturaleza teológica de los concilios..., cit., en nota anterior.

55.    M. GABNEBET, L'origine de la iurisdiction Collégiale du Corps épiscopal au Concile selon Bolgeni,  «Divinitas»   5,  1961,  pp.  431-493; G.  D'ERC0LE,  Communio, Collegialita, Primato e Sollicitudo omnium ecclesiarum, Roma 1964; G. ALBERIG0, Lo sviluppo della dottrina sui poteri nella Chiesa universale, Roma 1964; J. COLS0N, L'Episcopat catholique, collégialité et primauté dans les trois premieres siecles  de  l' Eglise, París 1963.

56.    Const. dogmática "Lumen gentium", n. 22: «Ya la más antigua disciplina, según la cual los obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, y también los concilios convocados para decidir en común las cosas más importantes, sometiendo la resolución al parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y la forma  colegial  del  orden episcopal, confirmada  manifiestamente por los concilios ecuménicos  celebrados  a lo largo de los siglos. Esto mismo está indicado por la costumbre, introducida de antiguo, de llamar a varios obispos, para tomar parte en la elevación del nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal  en virtud de la consagración sacramental y por la comunión  jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio».

57.    URDAN0Z, La naturaleza teológica de los concilios..., cit., pp. 613 ss. V. BOL· GEN!, S. J., L'Episcopato, ossia della potesta di governare la Chiesa, Roma 1789.

58.    J. H. BÖHMER, Ius ecclesiusticum protestantium, 1756.

59.    Cfr., W. BERTRAMS, De potestatis collegialis exercitio personali et collegiali, «Periodica de re morali....53, 1964, p. 468.

60.    Con razón puede decir el canon 100 que la Iglesia católica tiene índole de persona moral por institución divina. Y aunque el concepto de Iglesia no puede considerarse aquí simplemente equivalente al de colegio episcopal, ninguna dificultad hay, como dice Bertrams, l. c., en nota 59, en que se  tome  la parte  por el todo, tanto más que toda potestad en la Iglesia reside en el colegio episcopal, y no puede haber potestad ninguna en la Iglesia que no esté sometida a la de los obispos.

61.    C. COLOMBO,  Relación  en  la  Conferencia  Episcopal  Italiana,  con  motivo  de la 3.ª sesión del Vaticano II, n. 12.

62.       Cfr., A. GARCÍA SUÁREZ, Los obispos y la Iglesia universal, en «El Colegio Episcopal» cit. pp. 523-566.

63.    F. HOLBOCK, El magisterio de la Iglesia dogmáticamente considerado, en «El Misterio de la Iglesia» cit., I, p. 347. Cfr., C. FECKES, l:Jas mysterium der heiligen Kirche, Paderborn, 3.ª ed., 1961, p. 216.

64.    TH. STRATMANN, Primauté et Cephalisation. A propos d'un etude du P. Karl Rahner, «Irenikon», 37,  1964,  187-197.  Se  refiere  Stratmann  al  estudio  de  RAHNER,  Uber den  Episkopat,  «Stimmer  der  Zeit», 173, 1963-1964, pp. 161-195. Critica Stratmann a Rahner porque tiende este a una  «cefalización» en el sentido de que el colegio cardenalicio podría ser, debidamente aumentado,   internacionalizado y con representación mundial, el supremo órgano colegial directivo («hochtes  Kollegiales Führungsgremium»), concepción, dice Stratmann, eclesiológica unilateral, si los obispos, en  su  función  propia específica, no están debidamente representados en ese órgano colegial.

65.    Máximos IV, en la 61 Congregación General del Vaticano II, 6 noviembre 1963; Vaticano II, edit. Regina, Barcelona 1967, pp. 836-837.

66.    F. Zinelli, en la 83 Congregación General del Vaticano I, 5 julio 1870: Mansi, 52, 1009-1010. Cfr. Comentario de García Suárez 1. c, en nota 62.

67.    J. KLEUTGEN: Mansi, 53, 321.

68.    Const. dogmática ''Lumen gentium",  n. 22.

69.    Const. dogmática "Lumen gentium",  n. 23.

70.    Const. dogmática "Lumen gentium", n. 22: «La potestad suprema sobre la iglesia universal que posee   este  Colegio   se   ejerce  de   modo   solemne   en   el   concilio ecuménico. No hay concilio ecuménico  si no es aprobado o, al menos, aceptado  como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con  tal  que  la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos o la acepte  libremente, para que sea un verdadero acto colegial». «Nota explicativa previa», 4.ª observación: «El  Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio. En cambio, el Colegio, aunque exista siempre, no por eso actúa de forma permanente con acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición de la Iglesia.  En otras, palabras no siempre se halla «en plenitud de ejercicio». Es más: actúa con acción estrictamente colegial sólo a intervalos y con el consentimiento de su Cabeza». Cfr. A. ANTÓN, Episcopi per orbem dispersi, estne collegiale eorum Magisterium ordinarium et infallibile?, «Periodica de re morali... » 56, 1967, 216-246.

71.    Todos los Documentos conciliares pero particularmente además de la const. Lumen gentium (cap. 3), el decreto De Pastorali munere Episcoporum, y la const. "Sacrosanctum Concilium" de Sagrada Liturgia reflejan esta dimensión sobre competencia jurisdiccional reconocida reiteradamente al episcopado territorial. Resulta de interés a este propósito recordar el incidente inicial de un decreto litúrgico del Episcopado  francés, que divulgaron a su tiempo las publicaciones sobre el Concilio.

La Constitución litúrgica  promulgada el 4 diciembre 1963, n. 36, 3 dice: pertenece a la autor idad eccla. competente mencionada en el art. 22 (es decir, a las asambleas territoriales legítimamente constituidas)  establecer (normas) sobre el uso de la lengua viva y sus modalidades, con tal que sus actos sean aprobados por la Santa Sede.

El Decreto del Episcopado francés, de 14 enero 1964,  parecía  sobrepasar  las  medidas autorizadas en otro documento pontificio casi sincrónico con éste, es decir el Motu Proprio de Pablo VI de  25  enero  1964 "Sacram Liturgiam" (L'Osservatore  Romano» 29 enero 1964), pues aquél autorizaba la lengua viva en ciertas lecturas litúrgicas utilizando los misales en uso, mientras que este parecía exigir «que las diferentes  traducciones populares propuestas por la autoridad territorial competente, fuesen revisadas y aprobadas por la Sede Apostólica». ¿Es posible que el Papa quisiera modificar una Constitución conciliar que él mismo había promulgado apenas dos meses antes?

El Motu Proprio "Sacram liturgiam", sin embargo, obtuvo en su publicación  en AAS (27 febrero 1964) varias modificaciones, una de las cuales -sin duda la más importante- se refería a este particular. Pues si en la edición de 29 enero (L'Osservatore Romano») se entendía que las diferentes traducciones en  lenguas  vivas propuestas  por la competente autoridad ecclesiástica  territorial  debían  ser  revisadas  y  aprobadas  por la Sede Apostólica; en cambio la edición de 27 febrero (AAS) entendía que dichas traducciones elaboradas y aprobadas por la competente autoridad eclesiástica territorial debían ser ratificadas por la Sede apostólica según los términos del párr. 3  del  art. 36  de la Constitución conciliar.

Sería de interés un estudio sobre la atención de los documentos conciliares del Vaticano II a la  competencia jurisdiccional de los obispos como proyección de todo un programa descentralizador en el que  consciente  o inconscientemente se fue  poniendo el acento.

72.    F. HOUTART, Les formes modernes  de la collégialité  épiscopal, en  «L'Episcopat et l'Eglise universelle», cit., pp. 497-535. Sólo en un sentido amplio puede aplicarse el concepto colegialidad a que se refiere este autor.

Distingue las formas colegiales nacionales como son los concilios plenarios (Canadá 1911, China 1924, Chile 1937, Brasil 1939 etc.), y las conferencias episcopales con sus diversas comisiones, secretariados permanentes, actos y declaraciones colectivas etc. También las formas colegiales continentales, como los concilios plenarios continentales, Conferencia episcopal latino americana, Consejo Episcopal Latino Americano (CELAM), Conferencia Episcopal de Extremo Oriente. La perspectiva futura es de continuo crecimiento por diversas razones: ordenación del modo de la técnica,  conciencia misional reactivada en el episcopado, necesidad de evangelización, descristianización interna con exigencias supra-diocesanas.  Ese crecimiento se manifiesta entre otras formas, por las nuevas conferencias episcopales  internacionales, más que  sobre base continental, sobre grupos geográfico-culturales (Europa occidental, África subsahariana, mundo árabe, Sudeste Asiático, América del Norte...). Máximos IV propugnaba  en este mismo sentido durante el Concilio, mayor autonomía  para  las  Iglesias  de  Asia y África, países de grandes aglomeraciones humanas como India y China, países e iglesias de exuberante dinamismo como las iglesias africanas (Vaticano II, Edit. Regina, Barcelona 1967, pp. 836-837) 61 Congr. General 6 nov. 1963.

73.    Pablo VI, Motu  proprio "Apostolica sollicitudo", 15 septiembre 1965,  AAS, 57, 1965, 775-780. «La importancia  del  Sínodo  -dice R. Laurentin, en la conclusión de su obra Enjeu du Synode, ed. du Seuil, París 1967, p. 222, proviene de que es la  primera asamblea donde el  episcopado  colegial  va a  ejercer  la función, de suyo  esencial y permanente, que le es reconocida ahora en el  gobierno  de  la  Iglesia,  la  primera en que se encuentra representado universalmente por vía de elección, y por tanto  responsable en la periferia y no sólo en el vértice. Los obispos saben que llegan a Roma con autoridad, según la expresión de Pablo VI, y no ya como subordinados llamados a defenderse o a alinearse como cortesanos para captar la benevolencia».

74.    La interpretación del texto pontificio, que no estudiamos aquí, está muy  lejos de  las  interpretaciones  sensacionalistas de  la prensa y no oculta el auténtico alcance de este senado de gobierno: el órgano  del  Partido Comunista Italiano «L'Unitá» rotulaba y comentaba la institución del colegio episcopal en la  conocida  forma  restrictiva» La forma restrictiva era el hecho de que el centro y eje de este Sínodo será ocupado por el Papa «Criterio más restrictivo de la colegialidad -añadía- no podrá darse. He aquí una  conquista de los innovadores completamente vaciada por dentro». A su vez la revista católica  Italiana  «Questitalia» se lamentaba de que este Sínodo no fuera un verdadero «parlamento  eclesiástico»  siendo  sólo un órgano puramente consultivo, sino incluso informativo». Por el contrario «Il Messaggiero»  afirmaba: «Una  histórica innovación vaticana: un consejo de obispos en el gobierno de la  Iglesia».  La observación directa  del  texto pontificio suministra  datos  suficientes para situar en su justo medio la dimensión colegial del Sínodo.

75.    PABLO VI, Alocución en la 4.ª etapa conciliar, 28 octubre 1965; Decreto "Christus Dominus" del Vaticano II, sobre el oficio pastoral de  los obispos  en  la Iglesia, n. 37 y 38.

76.    J. COLS0N. Evangelisation et collégialité apostolique, «Nouvelle Revue Theolo­ gique» 82, 1960, 349-372.

77.    G. DEJAIFVE, Les douze upótres et leur unité dans la tradition catholique. Le Pape et la collégialité episcopal, «Ephemerides Theologicae Lovanienses», 39, 1963, 760-778. Cfr., V. PROAÑO GIL, San Cipriano y la Colegialidad, en «El Colegio Episcopal, cit., pp. 251-281, encuentra en San Cipriano una colegialidad episcopal con expresiones balbucientes.

78.    G. MARTÍNEZ, Lu autoridad episcopal a la luz de los concilios particulares, en «El Colegio Episcopal, cit., pp. 283-305.

79.    Cfr., DEJAIFVE, cfr., notas 77 y 42.

80.    Cfr. DEJAIFVE, Les douze apótres et leur unité... cit;, nota 77.

81.    W. BERTRAMS, [)e subiecto supremae potestatis Ecclesiae «Periodica de re morali... », 1963, pp. 221-222. S. ROBERTO BELARMINO, De Contr. christianae fidei II, lib. I, cap. 19: «Si accipiatur Ecclesia cum Papa, tune maior est auctoritas Ecclesiae extensive, quam Papae solius; intensive autem aequalis».

82.    C. COLOMBO, Relación de la Conferencia Episcopal Italiana, 3.ª sesión del Vaticano II, n. 12.

83.    R. GABNEBET, La primauté pontificale et la collégialité de l'épiscopat. «La France Catholique» 15 noviembre 1963.

José Luis Santos Díez

l.          Tensión y equilibrio en el gobierno de la Iglesia

1.       Centralismo y centralización

El gobierno de la Iglesia católica ha experimentado constantemente, y ahora más que en ninguna ocasión, duros ataques contra determinadas formas centralizadoras, que  en  los  últimos  decenios han planteado interesante polémica en el terreno de la ciencia teológica y canónica e incluso en la atención de juristas y políticos. La sensibilidad jurídica no ha dejado de atender como a fenómeno singular a la evolución de las formas de gobierno de la comunidad católica extendida por los más diversos países del mundo. La Iglesia misma  por su  parte,  en  reacción  de signo positivo,  se ha  sometido  a la profunda  auto-reflexión  del  Concilio  Vaticano  II  y  ha  tratado de auscultarse a sí misma y de auscultar el pulso de la sociedad humana. Esta  reflexión  ha  motivado,  entre  otros  muchos  problemas, el de enfrentarse ella misma con una situación compleja de sus  formas de gobierno, apareciendo en su propio seno una especie de tensión dialéctica entre un doble movimiento, centralizador y descentralizador, entre dos líneas de fuerza, cuya repercusión no es puramente especulativa, teológica y canónica, sino también práctica en la vida y organización de la comunidad católica.

El concepto " tensión " en este momento está lejos de poseer ningún sentido peyorativo de antagonismo entre los diversos sujetos del gobierno de la Iglesia. Tampoco podría ser  excluido  totalmente  en una panorámica completa del  desarrollo  histórico  eclesiástico.  Pero el sentido al que apunta este término lo entendemos  ahora  como forma dinámica de actuación en cuanto que se produce  entre  ese  doble movimiento un fecundo valor de fuerza. Podríamos hablar, incluso, y así lo hace Rahner [1], de una "necesaria tensión" en el gobierno de la Iglesia, como lo es en otras sociedades políticas. Tensión necesaria justificada, entre otras razones, por la necesidad de enriquecer los elementos de juicio del poder y del gobierno. Sirva esta breve aclaración para iluminar una posible primera impresión polémica, que, por lo demás, entendemos se verá desvanecida inmediatamente en el análisis del tema. Como se observa, cada vez  con mayor intensidad en las mismas iglesias locales de ámbito regional o nacional. el problema de mayor interés radica en armonizar las dos fuerzas principales de esa tensión: los principios de corresponsabilidad y de autoridad jerárquica.

La necesidad de una dirección unitaria no totalitaria  en  la Iglesia, como en cualquiera sociedad, es evidente y no está en oposición con la necesaria descentralización. Este aspecto, reconocido universalmente, forma parte aun en las formas de gobierno más democráticas, que se puedan imaginar. Esto supone un cierto centralismo que trata de obtener la unidad indispensable para  el bien  común social, muy diverso del concepto centralización como  inaceptable acumulación de todo poder y de toda iniciativa en una única instancia. Damos por supuestos y  razonables  los  motivos  actuales del centralismo, como,  por ejemplo, los que ha  expuesto  con  agudeza Stickler [2]    ante todo la  unidad y pureza de la  fe cristiana, elemento fundamental en la Iglesia; también la  consideración  del mundo  como gran familia humana  necesitada de grandes  centros  de  unidad en el terreno político, cultural,  científico,  económico;  etc.;  toda  esta múltiple circunstancia condiciona la universalidad  de  la  Iglesia, que  si  desde  sus  comienzos  dispone  de  una  fuerza  universal, necesita, sin embargo, dirección unitaria para que en todas partes se realice y sea reconocida esencialmente la misma. A su vez, en la esfera intra-eclesial, su propio  ministerio  pastoral  requiere  visión unitaria de conjunto en  todos  los niveles,  diocesano,  nacional,  internacional y mundial para proceder con eficacia en las diversas regiones. Un motivo más lo constituye la libertad de la Iglesia  y la  no intervención de los Estados [3], para no caer, como sucedió en determinadas circunstancias y países, en iglesias nacionales y regionales, para no tropezar nuevamente con la conocida fórmula que unía región y religión.

Pero esta unificación, esta  acumulación  de  responsabilidad  en  el jefe de una comunidad no justifica, como es bien sabido, la pasividad de sus miembros y desde luego tampoco justificaría la absorción de toda iniciativa por parte de la autoridad.

La masiva denuncia de centralización ha llegado a Roma por distintos conductos y motivos. Recordemos ante todo la campaña anti-latina y cisma oriental de 1053 y 1054, que no fue pura ideolología sino dolorosa escisión. Recordemos así mismo la ruptura protestante extendida contra Roma desde  Alemania  por  toda  la  franja de países nórdicos y hasta Inglaterra. Es decir Roma ha visto denunciado e incluso recortado su poder central en Oriente desde el siglo XI con el movimiento ortodoxo y en Occidente en los países anglosajones con los movimientos protestantes y anglicanos  y  todo ello a través de unos acontecimientos que le han costado significativas escisiones.

La denuncia centralizadora ha llegado además, dentro de un marco más interno en la Iglesia, con otra serie de acontecimientos occidentales como lo es desde luego la idea conciliarista. El movimiento conciliarista de 1325 ha sido uno de los desenfoques doctrinales más serios por los que ha atravesado la Iglesia, cuando se  perdió la visión del primado romano y  se  abogaba  por la  superioridad del concilio sobre el Papa.  La  línea  de  este  conciliarismo, como se ha demostrado, suponía una  eclesiología  democrática  muy  distante de una auténtica colegialidad episcopal.  De suerte  que,  propiamente, no hay relación entre conciliarismo y colegialidad episcopal, como demuestran el "Defensor pacis" de  Marsilio  de Padua,  el "Dialogus de potestate papae et imperatoris" de Guillermo de Ockam, y la doctrina de los decretistas y glosistas, con una literatura  donde  es clara la configuración democrática de los concilios y del poder episcopal [4]. En un sentido hasta cierto punto similar  las ideas  galicanistas de fines del siglo XVI y, más  tarde,  las  ideas  febronianas  del siglo XVIII [5] suponían una restricción  del poder  pontificio  utilizando formas más sutiles y eficaces que, sin llegar a escindir el mundo católico de la obediencia a Roma, trataban, sin embargo, de desvanecer su poder central.

Observemos también otro dato significativo en las Iglesias orientales católicas, que han demostrado durante siglos y de manera más relevante, si cabe, en el concilio Vaticano II su  adhesión  a  Roma. Esta postura tiene especial relieve cuando se piensa  que estas Iglesias se encuentran en  una  situación casi perpleja: por ser orientales y estar unidas a Roma son acusadas por los ortodoxos de occidentalismo, pero a su vez por ser católicas y enclavadas al pie de la Ortodoxia son en cierto modo sospechosas de orientalismo [6]. De todos modos han levantado con  humildad  y valentía su voz en  el Vaticano II a través de sus obispos y teólogos y han clamado contra determinados excesos latinizantes de la Iglesia, sin duda, por encontrarse en un punto  de  vista  desde  donde  se  puede  observar  mejor el latinismo occidental.

Si esta perspectiva anterior es significativa, no menos interesantes resultan otros datos de signo diverso insertados en la misma esencia constitucional de la Iglesia, algunos de los cuales queremos examinar brevemente por su vigencia constante, por  su  actualización en el Concilio, y porque expresan factores auténticos de la polémica y también elementos imprescindibles en una síntesis de equilibrio. Me refiero a una doble tensión, en el sentido indicado, la tensión jerárquica entre primado y episcopado y la tensión entre jerarquía y pueblo cristiano, o, con  otras palabras,  tensión  en la  instancia jerárquica y en la instancia denominada carismática.

2.       ¿Es cierta la centralización en la Iglesia?

Pero antes de seguir se impone una pregunta previa sobre la autenticidad de esta denuncia. ¿Es cierta la centralización de  la Iglesia? ¿Hasta qué punto el gobierno de la Iglesia se ha mostrado centralizador? No hablamos de sus ventajas e inconvenientes, tema frecuente en la opinión pública de las comunidades políticas, donde existen, como es conocido, otra clase de tensiones bastante más agudas entre poder central y deseos descentralizadores.

La respuesta desde luego no puede ser sino afirmativa, a no ser que el proceso centralizador se considere como mero proceso centralista, lo cual es muy problemático.

Luego, sin embargo, estudiamos la otra  cara  de  la  disyuntiva que forma parte sustancial de la Iglesia El proceso centralizador a través de la vida de la Iglesia muestra una sugestiva evolución im­ posible de seguir ahora pero de la que sí interesan algunos momentos importantes, estudiados ya en la investigación canónica [7].

Un género de centralización suprema, podría ser el de la cristiandad medieval, el de intentar dirigir  la  humanidad  occidental desde una instancia religiosa, precisamente cristiana, el de querer situar la autoridad de lo sagrado y de lo profano con intervención absorbente en toda clase de asuntos en el supremo pontificado, como antes lo había intentado el imperio. Pero este apogeo del poder eclesiástico, que culminó en Inocencia III y que había comenzado  con León I y con la constitución del poder temporal de los papas, largo período desde el siglo V al XIII de gran influencia política de la Iglesia, se fue fraguando y manifestando en un despliegue gradual de síntomas que desbordan los límites de este período. Pero no es este género de centralización "ad extra" en los asuntos temporales y políticos el que aquí interesa, sino la centralización "ad intra", es decir dentro del terreno de la propia competencia de la Iglesia.  Digamos ante todo que la polarización del poder profano y religioso y el peligro de esta clase de hegemonía se ha hecho cada vez más lejano. "Si las apariencias no engañan, en el futuro intervendrá la Iglesia mucho menos que hasta ahora en la configuración concreta de los órdenes terrestres" [8]; pero "esto no es una fuga hacia lo utópico, hacia lo más cómodo e inofensivo, o un retirarse hacia la sacristía, sino que debe enfocarse como una manera más intensa de recapacitar y de concentrarse en su ser más propio. No es en efecto la organización mundial, el "rearme moral" para un mundo mejor de tejas abajo, sino la comunión de los cristianos en la vida eterna en Dios, a lo que debe elevarse la historia. Solo en la medida en que la Iglesia no sea o no quiera ser "un reino de este mundo" puede contar duraderamente con la promesa de aportar al tiempo los beneficios de la eternidad" [9].

El análisis de este proceso muestra como primeros elementos de centralización algunas instituciones canónicas y concretamente las apelaciones judiciales a Roma, el uso de las legaciones pontificias en las distintas iglesias y la difusión de las colecciones canónicas [10]. Los papas del siglo V y de manera especial San León afirman de forma inequívoca el derecho de apelación judicial a Roma, estableciendo con ello un punto de injerencias en las iglesias particulares y sustituyendo la espontaneidad anterior en la consulta a Roma por una  especie de intervención de oficio en los asuntos disciplinares. El uso de las legaciones pontificias con carácter eventual o permanente va acostumbrando, a su vez, a la cristiandad al ejercicio del derecho papal de vigilancia. Y la difusión de las colecciones canónicas impone en sectores cada vez más amplios y de manera más uniforme la legislación central.

Otros factores se van sumando  sucesivamente  en  el  período de la reforma gregoriana, como la celebración de concilios generales, además de los ecuménicos, con la asistencia en Roma de los obispos italianos residentes o de paso y legados. Así mismo se produce, en parte, la debilitación del poder de los metropolitanos, entre otras razones, como consecuencia  de la presencia de los legados  pontificios y de otras restricciones legislativas. Teóricamente los obispos conservaban íntegro su poder, puesto que los legados de suyo intentaban principalmente reprimir los abusos, pero prácticamente se va introduciendo la práctica y la teoría de la dispensa que llega a ser frecuentísima y con ella se extiende el derecho de la Santa Sede a dispensar incluso las leyes diocesanas en virtud  de su  plenitud de poder y se restringe el derecho  de los  obispos.  Posteriormente esta  teoría  se hace indiscutible y se considera que el Derecho canónico en su integridad nace exclusivamente de la voluntad del Romano  Pontífice. El pontificado de Gregorio VII marca en este proceso una de las etapas más importantes, produciéndose un control estrecho y sistemático sobre las iglesias locales.

Pero junto a estos síntomas, la centralización beneficia! del siglo XIV marca un impulso intenso basado en motivos doctrinales y políticos. Motivos doctrinales, en cuanto que el Papa ostenta la plenitud del poder y en consecuencia puede disponer de todos los cargos, oficios y beneficios eclesiásticos. Y motivos políticos en cuanto que Roma se veía estimulada a disponer de funcionarios fieles en los diversos países en orden a una mayor influencia, cuyo resorte más eficaz y socorrido era el nombramiento romano de los titulares de las sedes vacantes y de otros puestos eclesiásticos. Se veía también estimulada Roma a pensar en motivos temporales e incluso en sus finanzas al ver la actuación de los Estados jóvenes, que ganaban prestigio, al tiempo que aumentaban sus ingresos. El sistema beneficial en el período feudal aumentaba por una parte la división y descentralización, pero por otra parte, según la política romana, ofrecía amplio campo rara la intervención pontificia.

Si la idea conciliarista de los siglos XIV y XV no era muy favorable a la centralización, en cambio Roma ante este retoño democrático encontró apoyo en los poderes civiles a través de los concordatos, que en definitiva suponían un sistema  más  inmediato  para  negociar directamente con la Santa Sede. Otro doble impulso del poder central se ha referido en los cuatro últimos siglos al aspecto disciplinar y al doctrinal. En el aspecto disciplinar destaca de forma emi­nente la creación de las Congregaciones Romanas, circunstancia que no por ser enunciada de manera tan global y sencilla deja de tener suma importancia, y que  ha  dado lugar  a las conocidas  polémicas, de modo especial en los últimos decenios e incluso en las mismas sesiones conciliares del Vaticano II. El siglo XVI, en este sentido, ha sido denominado el siglo de la centralización administrativa, porque Pablo III creó en 1542 el Santo Oficio, Pío IV en 1564 la Congregación del Concilio, y Sixto V en 1587 con su Bula "Inmensa" quince Congregaciones de cardenales. En el aspecto doctrinal, a su vez, la definición dogmática del Primado y de la infalibilidad  pontificia por  el Vaticano I significa una importante precisión del supremo poder pontificio.

Esta respuesta de sentido  afirmativo,  sin  embargo,  no significa ni puede significar un dominio absolutista del gobierno central; supondría en tal caso un desenfoque serio, sustancial, en la propia naturaleza de la Iglesia. Hay otros datos positivos, algunos de los cuales son objeto de este examen, que están muy lejos de ese absolutismo: los hay en el propio terreno constitucional de la Iglesia, como insinuábamos, y los hay en su misma experiencia histórica [11].

3.       Formas monárquicas y primado

Ahora bien, no es posible disimular el antagonismo que las formas absolutistas de gobierno representan ante la sensibilidad y la conciencia del mundo contemporáneo. Esta tendencia a toril.ar por la mano la dirección y a reservarse las iniciativas, esta voluntad de influencia total y de control absoluto, que sería la centralización en su máximo exponente, es inconciliable no sólo con la moderna sicología de los pueblos, sino con la misma naturaleza personal del individuo. ¿Lo es también con el carácter constitucional de la Iglesia? Nos acercamos a un momento de interés. Nos acercamos a un tema, donde se están oyendo los constantes resentimientos contra Roma, contra la Iglesia oficial de los obispos, contra la Iglesia del clero, y donde está latente una cierta desconfianza de las normas que proceden "de arriba". Esta postura de un gran sector de la opinión dentro de la Iglesia no puede ser menospreciada e invita a la reflexión sobre determina das conductas susceptibles de perfeccionamiento, pero al mismo tiempo entendemos que no puede  subsistir  ante un análisis  serio  de la esencia y constitución de la Iglesia.

La Iglesia, ha reunido, según Stickler [12] en afirmación que nos parece discutible, todas las formas legítimas de las comunidades políticas históricas: la monárquica representada  en el primado  romano. la  oligárquica  representada  por  el  episcopado,  y  la  democrática en cuanto que la jerarquía no  está  ligada  a condiciones  de  nacimiento o naturaleza, sino que es accesible a cualquier miembro varón de la Iglesia. Sin embargo es tesis muy favorecida por los ius-publicistas eclesiásticos la de la Iglesia monárquica, cuya base se encuentra  desde luego en su misma institución del primado por Cristo,  un  poder —como dice la doctrina (Vaticano I, Vaticano II,  Código  Canónico c. 218) [13]— , supremo y pleno, un poder jurisdiccional, según la terminología canónica verdaderamente episcopal ordinario e inmediato sobre todos y cada uno de los pastores y fieles.  La Iglesia, en  este sentido, no es una agrupación organizada "desde abajo" de naturaleza democrática, sino una sociedad  instituida  "desde  arriba"  con sus derechos, deberes y poderes fundamentales [14].

No es preciso insistir en la fundamentación teológica del primado pontificio por ser elemento dogmático con el que se puede contar desde el primer momento. Las bases escriturística e histórica presentan la institución del primado de manera directa por Cristo, de quien Pedro y sus sucesores recibió y reciben todo el poder para el gobierno de la Iglesia universal. El Concilio Vaticano I de manera definitiva y el Vaticano II en la constitución "Lumen gentium" no dejan lugar a dudas [15]...

Por otra parte, la descripción del c. 218, sumamente expresiva, recoge una serie de extremos que compendian, por así decir, la extensión y profundidad de la autoridad suprema: "El Romano Pontífice, sucesor de San Pedro en el primado, ostenta no sólo un primado de honor, sino la suprema y plena potestad  de  jurisdicción  en la Iglesia universal, tanto en lo tocante a los asuntos de fe y costumbres como en lo relativo al régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe. Esta potestad es verdaderamente episcopal,  ordinaria  e inmediata en cuanto a todas y cada una de las Iglesias y en cuanto a todos y cada uno de los pastores y fieles, así como es independiente de toda autoridad humana". Esta descripción de carácter más bien doctrinal que legislativo, como tantas veces se ha dicho, interesa como punto de referencia del que emergen varios caracteres fundamentales y en especial los siguientes: a) la sucesión del Romano Pontífice en el primado de San Pedro, y por tanto la institución inmediata por Cristo; b)  la  supremacía y plenitud jurisdiccional del mismo en toda la Iglesia universal; c) la extensión de ese poder por razón del objeto a todo lo relativo a la fe, costumbres, disciplina y régimen; y d) su extensión por  razón del sujeto a  todas y cada una de las iglesias, a todos y cada uno de los fieles. Por último puede añadirse esa triple característica enunciada, el ser potestad episcopal, ordinaria e inmediata.

El Papa, como Vicario de Cristo, tiende a promover y mantener la unidad del pueblo de Dios en las múltiples iglesias particulares. Es por tanto principio de unidad visible no sólo en relación con los innumerables fieles diseminados por todo el orbe, sino también, como es lógico, en relación con los pastores, los obispos de esas iglesias. Es oficio propio de la autoridad en cualquier clase de comunidad social la ordenación unitaria de los miembros en orden a la obtención de los  fines  de  la  sociedad.  Importa  hacer  resaltar esta cualidad por ser uno de los aspectos del que surgen las dificultades. Es sin duda esta consideración del primado como principio de unión de los fieles y de los obispos y esta plenitud de poder en un sujeto de autoridad la que ha inducido a la  doctrina  a  pensar en una forma monárquica cuando se habla del Papa y de la sociedad eclesiástica [16]. Pero hablar de Iglesia como monarquía sólo es posible en una forma interrogativa y limitada Rahner [17] insiste en una múltiple argumentación, de la que aducimos dos razones generales, si bien no pueden considerarse de la misma consistencia. La monarquía, dice, suele ser hereditaria; el Papa en cambio, de hecho, es elegido. Lo hereditario transmitido por sistema de vía biológica, lejos de la libre voluntad del pueblo, supone una forma hasta cierto punto más cerrada. Lo susceptible de elección, en cambio, se presta a una mayor diversidad y puede revelar en  un contexto social nuevos valores de interés. La monarquía, sigue diciendo, de suyo es absoluta, si no está limitada por un elemento extraño a ella como es la constitución. Este absolutismo no significa tiranía ni sistema totalitario. La monarquía absoluta supone  que toda decisión permisible y realizable en una circunstancia histórica depende de la voluntad de uno sólo. ¿Se  puede decir esto del Papa?. La reflexión teológica ha tomado conciencia del primado de jurisdicción del Papa y  está  definido  solemnemente, tiene  la  plenitud del poder, no está sometido a control  de  ninguna  autoridad  humana. Prácticamente no existe en la Iglesia sino el peligro de una exagerada centralización. Sin embargo ese poder no es absoluto.

La descentralización en la Iglesia está exigida hasta cierto punto —dentro de las limitadas  posibilidades  democráticas  existentes en la Iglesia [18]— por razones constitucionales, como vamos a examinar, y por otros motivos recordados por Stickler, como son la capacidad autónoma y vital diocesana como parte viva y orgánica de un cuerpo, la diferente condición histórica, política, étnica del pueblo cristiano perteneciente a países de diferentes costumbres, condición religiosa, geográfica, etc., la existencia de cargos creados por autoridad pontificia, diócesis personales, comunidades religiosas, etc., el mismo sentimiento democrático universal del que los fieles no están ni pueden estar ajenos, que puede limitar, dentro de lo posible, los derechos del ministerio dejando autonomía al órgano cooperador, dando mayor facilidad de expresar la opinión, usando más ampliamente el sistema de la delegación, etc.

4.       Doble circunstancia constitucional

Pero interesa fijar la atención sobre todo en esa doble circunstancia constitucional, elementos cuya vigencia arranca de la misma naturaleza de la sociedad cristiana, que  gravitan en la  Iglesia desde su primer momento y que penetran  progresivamente en la  conciencia de sus miembros; el episcopado como  cuerpo orgánico,  o —como  le llama el Vaticano II— episcopado colegial, y la presencia de los fieles, de todos los fieles, como miembros vivos. Uno y otro valor se suman, desde distinto punto de vista y, como es lógico, con diverso influjo, a la misión del poder de gobierno y vienen a  nutrir la visión del mismo.  Constituyen  esa  tensión, en el mejor  sentido  de la palabra, de que hablábamos, y pueden suministrar en cierto modo valiosa orientación y representar como fuerzas de  equilibrio  frente  a una posible tendencia central excesiva.

Pablo VI, al proclamar la colegialidad del episcopado con el voto unánime de los padres conciliares, ha puesto de relieve la dificultad, la complejidad que supone el gobierno de muchos  frente al de uno solo, pero en orden a superarla no con formas evasivas sino con formas integradoras, en razón de una visión más  amplia,  que  ilumine en todos los extremos posibles la decisión de gobierno.

II.       Lo carismático

5.       La actividad carismática

La doctrina de San Pablo y el magisterio eclesiástico, así como la teología en general, han  ido puntualizando sucesivamente, como es sabido, la presencia y amplitud  del carisma  en la  Iglesia, que no se circunscribe a un determinado  grupo de fieles, clérigos,  religiosos o laicos, puesto que puede manifestar su actividad en  cualquiera  de los tres estados. Por otra parte la eficacia del Espíritu puede actuar,  en principio, en el cuerpo de la Iglesia de  formas  no determinadas sino susceptibles de gran diversidad. Cuando esta  fuerza  se muestra en la línea de la jerarquía, como se mostró de forma ordinaria y extraordinaria, por ejemplo, en el colegio de los apóstoles, cabe distinguir como aspectos diversos el ministerio y el carisma. Esta  distinción no puede caer desde luego en el peligroso equívoco, tantas veces denunciado, de una Iglesia de la caridad incompatible  con una  Iglesia del ministerio o de los servicios, o en la antítesis  equivalente  en­ tre Derecho y carisma, como ha recordado Pablo VI ante la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico (AAS, 1965, p. 986) [19].

Si ahora  centramos  la  atención  en  un  grupo  determinado de fieles, los laicos, esto no puede significar una exclusión de los demás estados ni mucho menos, sino una observación particular donde resulta nítida la presencia activa de los fieles, no como elemento perturbador de la jerarquía y del gobierno sino por el contrario como elemento responsabilizado, en cierto modo y bajo el control jerárquico, en los fines de la Iglesia y en su actividad.

Antes de hablar del episcopado digamos una palabra sobre esa presencia activa de los fieles, considerada por no pocos autores como insertada en el dinamismo carismático de  la  Iglesia  y  recordada  en la doctrina del Vaticano II.

Pero antes aún conviene  no perder  de vista,  y es advertencia  de la mayor importancia, la cauta observación de Pablo VI de no  someter la libertad de conciencia y la inspiración del Espíritu Santo al juicio arbitrario, a la crítica ligera o a cualquier presunción carismática (Alocución en audiencia general, "L'Osservatore romano", 9 agosto 1967). Asimismo, en ocasión más solemne (inauguración del Sínodo Episcopal, 29 septiembre 1967), reiteraba la necesaria disciplina en un orden más elevado, el de la fe, pero necesariamente conexo e indispensable en toda la vida de la Iglesia: "La fe, como sabemos, no es fruto de una interpretación arbitraria, o puramente naturalista, de la palabra de Dios, como tampoco es la expresión religiosa que nace de la opinión colectiva, falta de una guía autorizada, de quien se dice creyente, ni mucho menos es la aquiescencia a las corrientes filosóficas o sociológicas del momento histórico que fluye". He ahí por tanto una advertencia de  interés  cuando  en  una  tesis de descentralización se insinúa el tema del laicado.

6.       Restauración del laicado

Los fieles, y más concretamente los laicos, en el sentido en que habla de ellos el Vaticano II [20], están llegando a una toma de conciencia de su propia responsabilidad en la acción de la Iglesia. "El hombre de hoy no se contenta con ser un órgano ejecutivo; esto produce en él una sensación de falta de libertad, de algo forzado, le recuerda el punto de vista ya superado  de la  discriminación social,  de las  diferencias sociales" [21]. Los fieles de la  Iglesia, añadiremos, no están impermeabilizados, no pueden estarlo ni conviene que lo estén, frente a este grado de sensibilidad.

El papel de los laicos, inicialmente vigoroso en la plena significación del bautismo como pertenencia a la Iglesia y como participación activa en la vida litúrgica, se relegó con el tiempo a segundo término; se procuraba su obediencia más que  su  iniciativa;  condición que se prolonga hasta los tiempos modernos. Algunos en este sentido han llevado demasiado lejos la  interpretación de la  encíclica de San Pío X "Vehementer", 1906, en que habla de la Iglesia como sociedad desigual, que comprende dos categorías de personas, la jerarquía que gobierna y el pueblo fiel que es gobernado.

El Vaticano II, desde luego, no ha pretendido una "emancipación" de los laicos, ni siquiera una mera "promoción" de los mismos, como se ha dicho [22], sino una auténtica "restauración" de las verdaderas y plenas dimensiones del laicado. A esta pretensión  responde la constitución "Lumen gentium" capítulos II y IV, así como el decreto "Apostolicam actuositatem" sobre el apostolado de los seglares. Era necesario evitar  un  doble  peligro,  el de una  disociación del laicado respecto de la jerarquía, si esa restauración significaba excesiva autonomía, y el de reincidir en un nuevo clericalismo con el monopolio de la iniciativa jerárquica si se acentuaba demasiado su sumisión a la jerarquía; por esto no era nada fácil la labor del concilio. Había una especie de temor en conceder beligerancia  al  laicado,  y esto  suscitó  no  pocas  aclaraciones  en los debates:  Parecemos  tener miedo a los laicos decía un padre conciliar [23]. Tratémoslos  como adultos. Se dice con razón que "nada sin el obispo". Pero cuántos posibles abusos caben en la interpretación de estas palabras. Ciertamente no significan: nada sin la iniciativa del obispo, nada sin su mandato o aprobación explícita; sino solamente significan: nada contra o fuera del obispo. El pueblo de Dios no es un Estado totalitario donde todo se regularía "desde arriba".

El Vaticano II en repetidas  ocasiones  insiste  una  y otra  vez en la misión activa de los laicos: "Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad  humana" [24]. Desea una colaboración más estrecha con la jerarquía: "Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos  a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al  apóstol Pablo en la evangelización, trabajando  mucho en el Señor (cfr. Flp 4, 3; Rm 1, 3 ss.). Por lo demás, poseen aptitud para ser asumidos por la Jerarquía  para ciertos cargos  eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una  finalidad  espiritual" [25]. Por esto no duda  en aconsejar que se les dé oportunidad de actuar, que se les anime  a  emprender obras, y que se atiendan sus iniciativas, ruegos y deseos, así como también proclama la facultad y el deber que tienen los laicos de exponer sus puntos de vista: "Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia  de los sagrados Pastores  los  auxilios  de los bienes  espirituales  de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia... Los laicos, como los demás fieles... acepten con  prontitud la obediencia cristiana a aquello que los Pastores sagrados, en cuanto  representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes... Por su parte los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran  gustosamente  a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y dénles libertad y oportunidad para actuar; más aún anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente [26]. El Concilio espera una provechosa  labor en la colaboración de los laicos con la Jerarquía no sólo en el plano diocesano sino también en el de la Iglesia universal: "Los Padres del Concilio juzgan muy útil que dichos dicasterios (de la Curia romana) oigan en mayor medida a laicos eminentes por su virtud, ciencia y experiencia, de  suerte  que  también  éstos  desempeñen  en la Iglesia las funciones que les sean congruentes" [27].

7.       La base teológica

En la base teológica de toda esta restauración del laicado, está, además de la incorporación bautismal,  la  participación  de los laicos en el sacerdocio  de Cristo  y en los dones del Espíritu  divino, según la misma doctrina conciliar: "Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio  por  medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena  y perfecta. Pues a  quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más  ubérrimos  frutos  del  Espíritu [28]. Junto a los dones jerárquicos la Constitución "Lumen gentium" no duda en reconocer los dones carismáticos de todos los fieles; por medio de unos y otros gobierna el Espíritu toda la Iglesia: "El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cfr. 1Co 3, 16; 1Co 6, 19), y en  ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cfr. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16.26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cfr. Jb 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22) [29].

8.       Dificultad de la instancia carismática

Pero esta doctrina no fue aceptada por el Concilio sin algunas dificultades: constituía, como dice Laurentin [30], la llave  del  problema más delicado suscitado por el tema del laicado, la sinergia armoniosa entre la iniciativa de los laicos, sus responsabilidades, la relativa autonomía que lleva consigo su ejercicio de una parte, y el ejercicio de la autoridad en la Iglesia de otra parte. En expresión del cardenal Veuillot [31]: "Si verdaderamente el  Espíritu  Santo  ha  puesto a los obispos para regir la Iglesia, es también El mismo el que suscita el apostolado de los laicos... El obispo debe escuchar al Espíritu y no extinguirlo". En el mismo sentido hablaron otros padres conciliares [32].

9.       Juicio sobre la autenticidad

El concilio, desde luego, está lejos de caer en la afirmación de una Iglesia puramente carismática; en vez de la tesis protestante de R. Sohm, E. Brunner y otros, el sentido de la doctrina conciliar reconoce ciertamente la existencia del carisma y de los hombres carismáticos, testigos libres del Espíritu, como se expresa O. Karrer, pero subordinados a la jerarquía ordinaria [33]. La encíclica "Mystici, Corporis" [34], había subrayado la presencia de los carismas o dones del Espíritu Santo como pertenecientes  de  manera esencial  a  la  Iglesia (Pío XII, encíclica "Mystici, corporis"); y el Concilio determina el sentido de los mismos en el pueblo cristiano e insiste en la necesidad de que el juicio sobre su  autenticidad  y razonable ejercicio  corresponde a la autoridad. La serenidad y equilibrio de la expresión conciliar en este sentido no pueden  dejar  lugar  a  dudas:  "Estos  carismas  —dice la Constitución "Lumen gentium" [35]—, tanto los extraordinarios como los más comunes  y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy  adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante  todo no  sofocar  el Espíritu,  sino probarlo  todo y retener lo que es bueno (cf. 1Ts 5, 12 y 1Ts 19-21) [36].

La teología preconciliar, que  había  examinado  no  pocas  veces la naturaleza e influencia de lo carismático en la Iglesia como posible iniciativa producida por el Espíritu divino, también había  señalado las diversas formas de esa iniciativa participadas por los miembros de la comunidad eclesiástica y producidas a veces sin una necesaria previa intervención jerárquica. "El ministerio jerárquico, no es un monopolio absoluto del poder. El ministerio de la Iglesia no pretende en absoluto acaparar todo influjo real ni siquiera en principio y en cuanto a la intención... En la Iglesia puede proceder algo "también del pueblo" no ya sencillamente del pueblo de esta tierra, sino del pueblo de Dios en la Iglesia. Del pueblo de Dios que es también conducido inmediatamente por Dios". "En la historia de la Iglesia ha habido siempre épocas —baste recordar la época del iluminismo— en que ciertos dones del Espíritu de Dios fueron mejor conservados por el pueblo sencillo que oraba, que por tal o cual príncipe de la Iglesia" [37].

La conclusión de no pocos escritores es terminante [38]: la potestad de dar órdenes en la Iglesia no debe cesar de cultivar la convicción de que no es como en un sistema totalitario, ni  puede  tampoco  ser la que hace autárquicamente los planes de toda actividad en la Iglesia; debe acoger las iniciativas "de abajo" como un deber, no como graciosa condescendencia [39]. Lo difícil será saber, pero no es problema de este momento, hasta qué punto se debe insistir con súplicas ante la autoridad competente sin pecar con tales procedimientos contra el Espíritu mismo de la Iglesia.

José Luis Santos Díez, dadun.unav.edu

Notas:

1.  K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 1963, pp

2.     A. M. STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, en Haibock­Sartori «El misterio de la Iglesia», II, Barcelona 1966 pp. 209 ss.

3.     STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, cit., p. 210.

4.     Cfr., E. OLIVARES, Conciliarismo y colegialidad episcopal, en «El Colegio Episcopal», obra en colaboración, 2 vis., C. S. I. C. Madrid 1964, pp. 349-358.

5.     Cfr., A. GARCÍA SUÁREZ, Los obispos y la Iglesia universal, en «El Colegio Episcopal», cit., pp. 523-566.

6.     MÁXIMOS IV, La voz de la Iglesia en Oriente, Taurus, Madrid 1965.

7.     V. MARTÍN, Pape, «Dictionnaire de Theologie Catholique» XI, 1877-1944. TORQUEBIAU, Curie Romaine, «Dictionnaire de Droit Canonique., IV, 981-982.

8.     ALFONS AUER, cit., K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., p. 121.

9.     K. RAHNER, Katholische Kirche, «Staatlexikon», 6.ª ed. IV, 873; cfr., L. STEFANINI, La Chies11 cattolica, Milano 1944, pp. 131 ss.

10.       Cfr., nota 7.

11.       H.  MAROT,   Descentralización  estructural   y   Primado  en  la  Iglesia  antigua, «Concilium»,  7,  pp. 16-30.

12.       STICKLER,  El  misterio  de la  Iglesia  en el  Derecho  Canónico, cit.,  pp. 203-204.

13.       Conc. Vaticano I, constitución dogmática, Pastor aeternus, Denz. 1821 (3050 s.). Conc. Vat. II, constit. dogmática Lumen gentium, n. 18 ss. Código canónico c. 218.

14.       K. RAHNER, Quelques reflexions sur les principes constitutionnels de l'Église, en «L'Épiscopat et l'Église  Universelle., col. «Unam  Sanctam. vol. 39, París 1964, pp. 541-562.

15.       Cfr., nota 13.

16.       K. RAHNER, Quelques reflexions sur les principes constitutionnels de l'Eglise, cit., p. 540.

17.       STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho canónico, cit., p. 204.

18.       G.  DEJAIFVE,  Primuuté et  collégialité  au  premier  concile du Vatican, en «L'Épiscopat et l'Église Universelle» cit., pp. 646-647.

19.       Const. "Lumen gentium", n.  4: "El  Espíritu... guía la Iglesia a toda la verdad (cfr. Jb 16, 33), la unifica en comunión y ministerio, la  provee  y  gobierna  con  diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr. Ef. 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22)». O. KARRER, Sucesión  apostólica  y  Primado, en «Panorama de la teología actual», Edit. Guadarrama, Madrid  1961, pp. 232 ss. Replantea  la  tensión  entre Derecho y Carisma la obra del P. KEMMEREN, Ecclesia et lus Analysis critica  operum Josephi Klein, Roma 1963. J. SALAVERRI, El Derecho en el misterio de la Iglesia, «Investigación y elaboración del Derecho Canónico», edit. Flors, Barcelona 1956, pp. 154, visión histórica y teológica del  problema «Ecclesia iuris» «Ecclesia caritatis». A propósito de la obra de KEMMEREN, V. REINA, Eclesiología y Derecho Canónico. Notas metodológicas, «Revista española de Derecho Canónico»,  1964,  629-662; J. M. SETIÉN, Ecclesia et Ius, «Rev. esp. Derecho Canónico», 1965, 405-508. A. DE LA  HERA,  Introducción a la ciencia del Derecho Canónico, edit. Tecnos, Madrid 1967, pp. 51 ss., 147 s.

20.       Const. dogmática «Lumen gentium», n. 30: «El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos...; n. 31 «Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los  miembros  del  orden  sagrado y los del  estado  religioso  aprobado por la  Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y  hechos partícipes,  a  su  modo,  de  la  función  sacerdotal profética y  real  de  Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde». B. MONSEGÚ, Los laicos, en Concilio Vaticano II Comentarios a la Constitución sobre  lri Iglesia, obra  en colaboración,  B.  A. C., Madrid  1966,  pp,   619-653,  con selecta  bibliografía;  J. M. G. GÓMEZ-HERAS, Los  laicos, en la  misma  obra,  pp. 707-720; M. D. CHENU,  Los  laicos y la «Consecratio  mundi»  en  «La  Iglesia   del   Vaticano  Ih, obra en colaboración, t. II, pp, 999-1.015,  Edit. J. Flors,  Barcelona  1966,  M.  Gozzini, Relación entre seglares y Jerarquía, ib. pp. 1.037-1.057; C.  KASER,  Cooperación  de  los laicos con la Jerarquía en el apostolado, ib. p. 1.017-1.035; F. SCHILLEBEECK, Definición del laico cristiano, ib. pp. 977-997; F. J. RODRÍGUEZ MOLERO, Dinamismo en la espiritualidad laical, Granada 1964, p. 77; K. RAHNER,  Sobre  el  apostolado  seglar, en  Escritos de Teología, II, Taurus, Madrid 1963, pp. 337-374; P. LOMBARDÍA,  Los  laicos  en el  Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum», 6, 1966, 339-374.

21.       STICKLER, El misterio de la Iglesia en el Derecho Canónico, cit., p. 204.

22.       R. LAURENTIN, L'enjeu du Concile. Bilan de la troisiéme séssion, París 1965, p. 116.

23.       D'SOUZA, intervención conciliar sobre apostolado de los laicos, en 3ª sesión del Concilio. P. HAUBTMANN,  Le  point  sur  le Concile, n.  3. Cfr.  R.  LAURENTIN,  Bilan de la troisieme séssion, cit., p. 120.

24.       Const. pastoral, «Gaudium et spes», n. 43.

25.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 33.

26.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 37.

27.       Decreto «Christus Dominus» n. 10.

28.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 34.

29.       Const. dogmática «Lumen gentium» n. 4.

30.       R. LAURENTIN, Bilán de la troisieme séssion, cit., pp. 130-131.

31.       Card. Veuillot, arz. de París, en la 3.ª sesión conciliar, 9 oct. 1964.

32.       Card. Duval, arz. de Argel, en la 3.ª sesión conciliar,  7  oct.  1964;  Mons. Betazzi en la 3.ª sesión conciliar,  8 oct. 1964. Otros  testimonios  del mismo sentido cfr., en R. LAURENTIN, Bilan de la troisieme séssion, cit., pp. 120 ss. En sentido menos favorable a la autonomía de los laicos, Card. Ruffini, arz. de Palermo.

33.       R. S0HM, El Derecho de la Iglesia, 1892; E. BRUNNER, Tergiversación de la Iglesia, 1951; cfr., O. KARRER,  Sucesión  apostólica  y  Primado,  en  «Panorama  de  la  teología actual», Edit. Guadarrama, Madrid 1961, pp. 232 ss.

34.       Pío XII, encicl. "Mystici Corporis", 29 junio 1943. AAS 35 (1943).

35.       Const. dogmática "Lumen gentium", n. 12.

36.       A. SUSTAR, El laico en la Iglesia, en «Panorama de la teología actual cit., p. 650: ... El laico cristiano  comparte con la jerarquía la gracia única que Cristo mereció y constantemente comunica a la Humanidad. El laico cristiano  es  en  la  Iglesia  co­sujeto de la visibilidad, de la perceptibilidad  histórica  de  esta  gracia,  y  a  ello  está  llamado y capacitado por los sacramentos. El laico puede  ser,  y  de  hecho lo  ha sido a menudo, sujeto de los carismas, por los que se manifiesta el Espíritu Santo, que  vive siempre en la Iglesia. Y cuando el Espíritu Santo se manifiesta en un laico cristiano, la jerarquía tiene  derecho  a  examinar  este  espíritu,  pero  tiene  también  ,el  deber  de  atender a esta manifestación del espíritu». Cfr., TH. SARTORY, La Iglesia y las Iglesias, ibídem p.  459;   E   HAENSLI,  La   predicación hoy según la visión de la teología viva, ibídem, p. 584. Cfr., HAMEL, Aequalitas fundamentalis omnium christifidelium in Ecclesia secundum concilium Vaticunum 11, «Periodica de re morali... » 56, 1967, 247-266; E. SAURAS, El pueblo de Dios, en  Concilio Vaticano II, Comentarios a la  Constitución sobre la Iglesia, cit... pp. 252-256.

37.       RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., pp. 78 ss.

38.       C. 1323, 3; «No se ha de tener por declarada o definida dogmáticamente ninguna verdad, mientras no constare manifiestamente».

39.       RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, cit., pp. 76 ss. «Si existe  tal  estructura doble de la Iglesia (jerarquía y carisma), cuyas garantía y armonía dependen en último término solamente del Señor único, entonces la jerarquía  y las instituciones de  la Iglesia deben recordar constantemente que no les es lícito dominar exclusivamente en la Iglesia. Aunque Dios vela porque no suceda, la tentación es relativamente fácil. Tanto a los representantes de la jerarquía como a los súbditos importa mucho tenerlo presente. Tanto los unos como los otros deben saber que en la Iglesia, a la cual pertenece lo carismático, el papel de los súbditos no se limita a ejecutar las órdenes recibidas «de arriba» Otras órdenes les compete también ejecutar, las del Señor mismo, que dirige inmediatamente su Iglesia y no siempre ni en primer lugar comunica sus órdenes y sus impulsos a los cristianos corrientes por medio de los superiores eclesiásticos, sino que se ha reservado plenamente el derecho de hacerlo también inmediatamente  de las maneras más diversas, que no tienen gran cosa que ver con  una  «observancia  de  los  trámites». En la Iglesia hay otras mociones que para ser legítimas no necesitan  ser  provocadas  por la jerarquía... ». Por esa dualidad se puede hablar de Iglesia monárquica y autoritaria desde  arriba, pero sin excluir un cierto modo de democracia que representa por tanto todo lo contrario de un sistema totalitario (ib. p. 78). «Si nos preguntamos en qué consiste en el fondo la esencia de la democracia veremos que no  depende  de  que  cada  ciudadano tenga en su mano la papeleta de voto, -que este cúmulo de papeletas puede ser muy tiránico- sino de que en una sociedad determinada no haya una instancia única que acapare en sí todo  el  poder que haya una pluralidad de  poderes distintos entre sí, de modo que el particular se sienta en cierto modo protegido por el uno contra la prepotencia de los otros. El ministerio 'jerárquico no es un monopolio absoluto de poder... » (ib. p. 79)... «Los plenos poderes de la instancia suprema de la Iglesia, no sujetos jurídicamente al control ulterior de otra instancia humana, no son  la  única  fuente  y  la única norma del proceder de esta instancia... » (ib.). Naturalmente esto dificulta en cierto modo la acción del poder «por esto mismo -continúa Rahner- el carisma va siempre ligado con cierto sufrimiento, constantemente se ve limitado y humillado el propio don por el don del otro. Hay momentos y situaciones dolorosas en la persistencia carismática... » Cita algunos ejemplos: San Juan de la Cruz encarcelado por sus propios hermanos de religión, Newman largos años «puesto en cuarentena», María Ward bajo custodia de la Inquisición varios años a pesar de su misión plenamente justificada, Teresa de Jesús perseguida en sus fundaciones por