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Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilia III: basado en el Catecismo de la Iglesia Católica

Deuteronomio 11, 1826-28
Romanos 3, 21-25ª.28
Mateo 7, 21-27

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía de Juan Pablo II en Pelplin, Polonia, domingo 6 de junio 1999

1. «Bienaventurados (...) los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta bienaventuranza de Cristo acompaña hoy nuestra peregrinación a Polonia. La pronuncio con alegría en Pelplin, al saludar a todos los fieles de esta Iglesia, con su obispo Jan Bernard Szlaga, al que doy las gracias por sus palabras de bienvenida. Saludo asimismo al obispo auxiliar, mons. Piotr Krupa; a todos los cardenales, arzobispos y obispos polacos aquí reunidos, encabezados por el cardenal primado; a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas; y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Que hagamos nuestra esta bienaventuranza.

2. Durante más de mil años han pasado por estas tierras muchos hombres que escucharon la palabra de Dios. La acogieron de labios de los que la anunciaban. Los primeros la recibieron de labios del gran misionero de estas tierras, san Adalberto. Fueron testigos de su martirio. Las generaciones sucesivas crecieron de esas semillas, gracias al ministerio de otros misioneros, obispos, sacerdotes y religiosos: los apóstoles de la palabra de Dios. Unos confirmaron con el martirio el mensaje del Evangelio; otros, mediante un continuo compromiso apostólico según el espíritu del «ora et labora», ora y trabaja, benedictino. La palabra anunciada cobraba una fuerza particular como palabra confirmada con el testimonio de la vida.

Está muy arraigada en esta tierra la tradición de escuchar la palabra de Dios y dar testimonio del Verbo, que en Cristo se hizo carne. Esa tradición, vivida durante muchos siglos, también se cumple en el nuestro. Un signo elocuente, y a la vez trágico, de esta continuidad fue el así llamado «otoño de Pelplin», que tuvo lugar hace sesenta años. Entonces, veinticuatro sacerdotes valientes, profesores del seminario mayor y funcionarios de la curia episcopal, testimoniaron su fidelidad al servicio del Evangelio con el sacrificio del sufrimiento y de la muerte. Durante el tiempo de la ocupación perdieron la vida en esta tierra 303 pastores, que difundieron con heroísmo el mensaje de esperanza a lo largo de ese dramático período de guerra y ocupación. Si hoy recordamos a esos sacerdotes mártires es porque de sus labios nuestra generación escuchó la palabra de Dios y gracias a su testimonio experimentó su fuerza.

Conviene que recordemos esa histórica siembra de la palabra y del testimonio, especialmente ahora, mientras nos acercamos al final del segundo milenio. Esa tradición plurisecular no puede interrumpirse en el tercer milenio. Sí; considerando los nuevos desafíos que se plantean al hombre de hoy y a toda la sociedad, debemos renovar continuamente en nosotros mismos la conciencia de lo que es la palabra de Dios, de su importancia en la vida del cristiano, de la Iglesia y de toda la humanidad, y de su fuerza.

3. ¿Qué dice Cristo al respecto en el pasaje evangélico de hoy? Al terminar el sermón de la Montaña, dice: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 24-25). El caso contrario del que edificó sobre roca es el hombre que edificó sobre arena. Su construcción resultó poco resistente. Ante las pruebas y las dificultades, se derrumbó. Esto es lo que Cristo nos enseña.

El edificio de nuestra vida debe ser una casa construida sobre roca. ¿Cómo construirlo para que no se desplome bajo el peso de los acontecimientos de este mundo? ¿Cómo construirlo para que, de «morada terrestre», se convierta en «edificio de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos»? (cf. 2 Co 5, 1). Hoy escuchamos la respuesta a esa pregunta esencial de la fe: los cimientos del edificio cristiano son la escucha y el cumplimiento de la palabra de Cristo. Al decir «la palabra de Cristo» no sólo nos referimos a su enseñanza, a sus parábolas y sus promesas, sino también a sus obras, sus signos y sus milagros. Y sobre todo a su muerte, a su resurrección y a la venida del Espíritu Santo. Más aún: nos referimos al Hijo mismo de Dios, al Verbo eterno del Padre, en el misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

Con este Verbo, Cristo vivo, resucitado, san Adalberto vino a Polonia. Durante siglos vinieron con Cristo también otros heraldos, y dieron testimonio de él. Por él dieron la vida los testigos de nuestros tiempos, tanto sacerdotes como seglares. Su servicio y su sacrificio se han convertido para las generaciones sucesivas en signo de que nada puede destruir una construcción cuyo cimiento es Cristo. A lo largo de los siglos han venido repitiendo, como san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (...) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 35-37).

4. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Si, en el umbral del tercer milenio, nos preguntamos cómo serán los tiempos que van a venir, no podemos evitar a la vez la pregunta sobre el fundamento que ponemos bajo esa construcción, que continuarán las futuras generaciones. Es preciso que nuestra generación construya con prudencia el futuro; y constructor prudente es el que escucha la palabra de Cristo y la cumple.

Desde el día de Pentecostés, la Iglesia conserva la palabra de Cristo como su más valioso tesoro. Recogida en las páginas del Evangelio, ha llegado hasta nuestro tiempo. Hoy somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de transmitirla a las futuras generaciones, no como letra muerta, sino como fuente viva de conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, fuente de auténtica sabiduría. En este marco cobra actualidad particular la exhortación conciliar, dirigida a todos los fieles «para que adquieran 'la ciencia suprema de Jesucristo' (Flp 3, 8), 'pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo' (san Jerónimo)» (Dei Verbum, 25).

Por eso, mientras durante la liturgia tomo en las manos el libro del Evangelio y como signo de bendición lo elevo sobre la asamblea y sobre toda la Iglesia, lo hago con la esperanza de que siga siendo el libro de la vida de todo creyente, de toda familia y de la sociedad entera. Con esa misma esperanza, os pido hoy: entrad en el nuevo milenio con el libro del Evangelio. Que no falte en ninguna casa polaca. Leedlo y meditadlo. Dejad que Cristo os hable. «Escuchad hoy su voz: 'No endurezcáis vuestro corazón'...» (Sal 95, 8).

5. A lo largo de veinte siglos la Iglesia se ha inclinado sobre las páginas del Evangelio para leer del modo más preciso posible lo que Dios ha querido revelar en él. Ha descubierto el contenido más profundo de sus palabras y de sus acontecimientos; ha formulado sus verdades, declarándolas seguras y salvíficas. Los santos las han puesto en práctica y han compartido su experiencia del encuentro con la palabra de Cristo. De ese modo se ha desarrollado la tradición de la Iglesia, fundada en el testimonio mismo de los Apóstoles. Si hoy interpelamos el Evangelio, no podemos separarlo de ese patrimonio de siglos, de esa tradición.

Hablo de esto porque existe la tentación de interpretar la sagrada Escritura separándola de la tradición plurisecular de la fe de la Iglesia, aplicando claves de interpretación propias de la literatura contemporánea o de los medios de comunicación. De esa forma se corre el peligro de caer en simplificaciones, de falsificar la verdad revelada e incluso de adaptarla a las necesidades de una filosofía individual de la vida o de ideologías aceptadas a priori. Ya san Pedro apóstol se opuso a intentos de ese tipo. Escribe: «Ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2 P 1, 20). «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios (...) ha sido encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum, 10).

Me alegra que la Iglesia en Polonia ayude con eficacia a los fieles a conocer el contenido de la Revelación. Conozco la gran importancia que los pastores atribuyen a la liturgia de la Palabra durante la santa misa y a la catequesis. Doy gracias a Dios porque en las parroquias y en el ámbito de las comunidades y de los movimientos eclesiales surgen y se desarrollan continuamente círculos bíblicos y grupos de debate. Con todo, es necesario que los que asumen la responsabilidad de una exposición autorizada de la verdad revelada no confíen en su intuición, a menudo poco fiable, sino en un conocimiento sólido y en una fe inquebrantable.

Deseo expresar aquí mi gratitud a todos los pastores que, con entrega y humildad, cumplen el servicio de la proclamación de la palabra de Dios. No puedo por menos de mencionar a todos los obispos, sacerdotes, diáconos, personas consagradas y catequistas que, con fervor, a menudo en medio de grandes dificultades, realizan esa misión profética de la Iglesia. Asimismo, quiero dar las gracias a los exegetas y a los teólogos que, con un empeño digno de elogio, investigan las fuentes de la Revelación, prestando a los pastores una ayuda competente. Queridos hermanos y hermanas, que Dios recompense con su bendición vuestro compromiso apostólico. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación!» (Is 52, 7).

6. Bienaventurados también todos los que con corazón abierto se benefician de ese servicio. Son realmente «bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», pues experimentan esta gracia particular, en virtud de la cual la semilla de la palabra de Dios no cae entre espinas, sino en terreno fértil, y da abundante fruto. Precisamente esta acción del Espíritu Santo, el Consolador, se adelanta y nos ayuda, mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5). Son bienaventurados porque, descubriendo y cumpliendo la voluntad del Padre, encuentran constantemente el sólido cimiento del edificio de su vida.

A los que van a cruzar el umbral del tercer milenio les queremos decir: construid la casa sobre roca. Construid sobre roca la casa de vuestra vida personal y social. Y la roca es Cristo, que vive en su Iglesia; Cristo, que perdura en esta tierra desde hace mil años. Vino a vosotros por el ministerio de san Adalberto. Creció sobre el fundamento de su martirio, y persevera. La Iglesia es Cristo, que vive en todos nosotros. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos. Él es el cimiento y nosotros las piedras vivas.

7. «Señor, quédate con nosotros» (cf. Lc 24, 29), dijeron los discípulos que se encontraron con Cristo resucitado a lo largo del camino de Emaús y «su corazón les ardía cuando les hablaba y les explicaba las Escrituras» (cf. Lc 24, 32). Hoy queremos repetir sus palabras: «Señor, quédate con nosotros». Te hemos encontrado a lo largo del camino de nuestra vida. Te encontraron nuestros antepasados, de generación en generación. Tú los confirmaste con tu palabra mediante la vida y el ministerio de la Iglesia.

Señor, quédate con los que vengan después de nosotros. Deseamos que estés con ellos, como has estado con nosotros. Esto es lo que deseamos y lo que te pedimos

Quédate con nosotros, cuando atardece. Quédate con nosotros mientras el tiempo de nuestra historia se está acercando al final del segundo milenio.

Quédate con nosotros y ayúdanos a caminar siempre por la senda que lleva a la casa del Padre.

Quédate con nosotros en tu palabra, en esa palabra que se convierte en sacramento: la Eucaristía de tu presencia.

Queremos escuchar tu palabra y cumplirla.

Deseamos vivir en la bendición.

Anhelamos contarnos entre los bienaventurados «que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Quien cumple las enseñanzas de Jesús edifica su vida sobre el sólido fundamento de una roca. Esta imagen recorre toda la Sagrada Escritura. Yahvé-Dios es la Piedra o Roca de Israel.  De ella brotó el agua cuando los israelitas atravesaban el desierto y ella misma es Cristo, piedra angular, agua viva y fuente de vida eterna. Pero la piedra angular puede convertirse piedra de escándalo y ser desechada por los que intentan construir un mundo sin Dios.

La piedra, que es Cristo (cf 1 Cor 10), es la seguridad en las tormentas y vendavales de las pasiones humanas. Nosotros acertaremos en esta vida cuando edifiquemos con el Señor la casa común y la propia vida en la Iglesia. Para ello es preciso abandonar ese modo egoísta –necio, lo llama el Señor- de enfocar las cosas que se deslumbra con el inmenso y, a veces, maravilloso poder técnico, porque eso es construir sobre arena. ¿No vemos a nuestro alrededor personas destrozadas interiormente, destruidas, como esa casa edificada sobre arena de la que nos habla Jesús al final del Sermón del Monte?

“Nosotros somos piedras, sillares, que se mueven, que sienten, que tienen una libérrima voluntad. Dios mismo es el cantero que nos quita las esquinas, arreglándonos, modificándonos, según El desea, a golpe de martillo y de cincel. No queramos apartarnos, no queramos esquivar su Voluntad, porque de cualquier modo, no podremos evitar los golpes. Sufriremos más e inútilmente, y, en lugar de la piedra pulida y dispuesta para edificar, seremos un montón informe de grava que pisarán las gentes con desprecio” (San Josemaría Escrivá).

Jesucristo es la piedra angular de la Iglesia y de cada uno de nosotros, sin ella  todo se viene abajo. Trabajos, intereses, amores, negocios, proyectos, diversiones…; en una palabra: la vida entera, adquiere un sentido cuando vivimos como discípulos de Cristo. Supondría una equivocación grave aparcar  nuestra condición de cristianos si, a la hora de ejercer un trabajo, de emprender un negocio, de elegir un espectáculo, un lugar para las vacaciones, etc., tan sólo pensáramos en las ventajas económicas o de otro signo y no tuviéramos en cuenta si eso es bueno o malo, lícito o no. Si en nuestras actuaciones no están presentes las enseñanzas de Jesucristo, el vendaval  y los estragos del tiempo se encargarán de arruinar todos esos proyectos.

En la Primera Lectura de la Misa de hoy hemos leído: “Meteos mis palabras en el corazón y en el alma”. El cristiano que se apoya en la piedra angular, que es Cristo, tiene su modo de ver el mundo y una escala de valores que le permite ser libre frente a los cantos de sirena de vientos y ríos salidos de madre, porque “donde está el espíritu del Señor allí está la libertad” (2 Cor 3, 17).  

El Concilio Vaticano II, afirma que: “La Iglesia… cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (G. S. 10). Con el Salmo Responsorial, podemos acudir a Dios diciéndole: “Sé la roca de mi refugio, Señor”.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

I. LA PALABRA DE DIOS

Dt 11,18.26-28: «Mirad, os pongo delante bendición y maldición»
Sal 30,2-3.3-4.17 y 25: «Sé la roca de mi refugio, Señor»
Rm 3,21-25.28: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»
Mt 7, 21-27: «La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena».

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

"Meteos mis palabras en el corazón» (1ª Lect.). Se desprende del contexto que lo que se quiere decir es: «Escuchad la Palabra y hacedla amor y vida».

Hombre sabio es el que escucha las palabras y las pone en práctica: edifica sobre roca. El que escucha las palabras y no las pone en práctica, es un necio que edifica sobre arena.Este se limita a decir: «Señor, Señor...» Aquél, además, «hace la voluntad del Padre». Este último se salva; aquél no.

Las expresiones de San Pablo "por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen»; «el hombre es justificado por la fe» (2ª Lect.) enseñan que la fe, es decir, la adhesión y conformidad con Jesús en su entrega a la voluntad del Padre es la que únicamente justifica. La santidad es la respuesta a la fe.

III. SITUACIÓN HUMANA

No son los teólogos, ni los predicadores, ni los grandes organizadores, ni los cristianos rutinarios «de toda la vida», los que cambiarán el mundo; serán los santos.

La vida misma del hombre avala la eficacia del obrar por encima del decir. Al hombre que actúa y lo hace de acuerdo con su pensar, se le admira, incluso sin compartir sus ideas. Al que cifra su vida en grandes palabras, solemnes discursos y nulas acciones, al principio se le escucha; poco después, ni eso.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe
– El nombre de Dios, signo de fidelidad al hombre: "En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único: fuera de Él no hay dioses. Dios trasciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: «Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan... pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años». En él «no hay cambios ni sombras de rotaciones». Él es «Él que es», desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas" (212; cf 213-224).

La respuesta
– La Ley nueva o ley evangélica: "La ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas»(Mt 7,12). Toda ley evangélica está contenida en el mandamiento de Jesús: amarnos los unos a los otros como él nos ha amado" (1970).

– La ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos: 1970; cf 1965. 1966. 1967.

El testimonio cristiano
– «Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertas que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús, Mor. II.).

– «El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana...Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,I)» (1966).

El verdadero discípulo de Jesús une su sí a Dios, al sí de Jesús a su Padre.

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