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Muerte digna. Por César VIDAL

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Prescrito el delito, la denominada novia de Ramón Sampedro ha hecho acto de presencia para explicar cómo fueron las últimas horas del conocido defensor de la eutanasia. Confieso que las declaraciones de la citada señora y de determinados medios de comunicación en relación con este episodio me han causado algunas de las sensaciones más espeluznantes de los últimos tiempos.      De entrada, la supuesta muerte digna fue una espantosa agonía que al desdichado Sampedro le provocó no ...

Prescrito el delito, la denominada novia de Ramón Sampedro ha hecho acto de presencia para explicar cómo fueron las últimas horas del conocido defensor de la eutanasia. Confieso que las declaraciones de la citada señora y de determinados medios de comunicación en relación con este episodio me han causado algunas de las sensaciones más espeluznantes de los últimos tiempos.

 

   De entrada, la supuesta muerte digna fue una espantosa agonía que al desdichado Sampedro le provocó no la familia que le estuvo atendiendo durante décadas, sino una señorita que le conocía de semanas. Según ha señalado un diario de tirada nacional, esta circunstancia horrible debería llevarnos a aceptar ineludiblemente que lo ideal sería que el Estado fuera el encargado de dar muerte a enfermos de ese tipo.

 

   Como disparate inhumano, es dudoso que los propios nacional-socialistas alemanes lo hubieran podido superar. Porque lo cierto es que la legitimación de la eutanasia activa –como el caso de Sampedro– tan sólo es el inicio de una prolongada cadena de horrores sin cuento que no pueden quedar ocultos por una película mediocre, por cierto bendecida por varios ministros, y la propaganda mediática.

 

   No se trata sólo de que el Estado –o los familiares– acaben convirtiéndose en señores de la vida y de la muerte, sino de que la cultura de la muerte se extenderá como una espantosa mancha de aceite letal sobre nosotros.

 

   Que se lo digan si no a esos ancianos que en Holanda –donde la eutanasia está despenalizada– buscan refugio en centros privados porque temen que de quedarse en hospitales públicos los médicos les aplicaran la eutanasia.

 

   Que se lo digan a esos jubilados que en vacaciones huyen del mismo país temerosos de que, si caen enfermos y los ingresan, no vivan para contarlo.

 

   Que se lo digan a los médicos que, ya en España, tienen que defender casi a diario a personas de la tercera edad de compasivos familiares que suplican que les quiten la vida a sus padres o parientes.

 

   Al final, abrir la puerta a la eutanasia significa abrir la veda de los ancianos y enfermos, y terminará convirtiéndose en una denuncia contra aquellos que tienen la enorme osadía de seguir viviendo y cobrar la paga de jubilación.

 

   ¿Por qué –se podrá argumentar– no se dejan matar y así dejan de generar gastos? Que cada uno se examine y, sobre todo, que se conteste a dos preguntas. Primera, ¿ha pensado usted en los años que le quedan para que le sometan a esa disyuntiva? Y, segunda, si su hijo estuviera enfermo, ¿lo mataría usted?

 

(La Razón)

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