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Los incentivos perversos

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Las personas tratan de ser buenos profesionales, interesados en cumplir con su deber

Gaceta de los Negocios

No pensaba escribir sobre los incentivos, pero leí hace poco unas palabras de Nassim Nicholas Taleb, conocido por sus teorías sobre el cisne negro —ya saben: funcionamos como si todos los cisnes fuesen blancos, pero también hay cisnes negros; o sea, en el mundo Almudi.org - Antonio Argandoñafinanciero, funcionamos como si los sucesos muy improbables fuesen imposibles, pero no lo son; y cuando ocurren, nos encontramos con una crisis—. Pues eso: las palabras de Taleb me animaron a escribir sobre los incentivos.

Decía ese financiero norteamericano: “No dé un incentivo económico al que gestiona una central nuclear, ni al que gestiona su riesgo financiero. Porque es muy probable que descuide la seguridad para presentar unos beneficios, aunque proclame que su conducta es conservadora”. Bueno, eso es lo que nos ha ocurrido en los últimos años.

Si el gerente de un taller de reparaciones de automóviles paga a sus empleados en proporción al volumen de operaciones del negocio, es muy probable que la próxima vez que lleve mi coche a una revisión rutinaria me digan que tengo que cambiar no sé cuántas piezas.

Tenemos muchos ejemplos de incentivos perversos en las conductas financieras de los años recientes: los vendedores de hipotecas subprime a los que remuneraban por su volumen de ventas, no por la probabilidad de que los deudores cumpliesen con sus obligaciones; los directivos a los que se pagaban generosos bonus por los resultados de su entidad a corto plazo, sin tener en cuenta que estaban poniendo en peligro la solvencia a largo plazo de sus instituciones y de todo el sistema financiero...

El problema de los bonus financieros es que funcionan sólo en un sentido: el que los recibe siempre gana y nunca pierde. Si consigue sus metas, gana el bonus, y si el banco quiebra, él no paga nada; simplemente, no cobra su incentivo. Esto es lo que empuja a políticas más arriesgadas, sobre todo, si sabe que, en última instancia, el Estado —nosotros, los que pagamos los impuestos— acudirá en ayuda de la institución. Esta asimetría de los incentivos es la que explica conductas erróneas y peligrosas.

Los expertos saben muy bien que la introducción de incentivos económicos cambia la manera de comportarse de la gente —a peor, claro—. Estamos dispuestos a dar sangre gratis o, a lo más, a cambio de un bocadillo, pero no lo haríamos por dinero: dar sangre es un acto de solidaridad, que se prostituiría si lo convirtiésemos en una operación con fines de lucro. Cuentan de una señora que vio a la Madre Teresa de Calcuta abrazar a un enfermo sucio, maloliente y contagioso, y le dijo: "Esto no lo haría yo ni por un millón de dólares". Y le contestó la Madre Teresa: "Yo tampoco".

Poner demasiada confianza en los incentivos demuestra, a menudo, una mala comprensión de por qué actuamos los humanos. Y esto nos lleva a olvidarnos de algo muy importante: las personas tratan de ser buenos profesionales, profesionales honestos, interesados en cumplir con su deber. Y este es, a menudo, el incentivo más importante. Yo espero de mi médico que sea un profesional competente y bien formado, pero me fío más de él si sé que se interesa más por cumplir con su deber que por maximizar el saldo de su cuenta corriente.

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