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El regreso del hijo pródigo

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Cuando la religión se “adapta a los tiempos” no tarda en adulterarse y corromperse en su sustancia

Revista Misión

Respondiendo a la solicitud de adhesión de más de medio millón de anglicanos, Benedicto XVI ha decidido promulgar una Constitución apostólicas por la que se crean estructuras jurídicas que permiten a los anglicanos que así lo deseen regresar con plena comunión al seno de la Iglesia católica, manteniendo costumbres litúrgicas y culturales propias.

Se tratAlmudi.org - Juan Manuel de Pradaa, sin duda alguna, del acontecimiento ecuménico más relevante desde el Concilio Vaticano II; y también la refutación más evidente de aquellas proclamas —algunas ingenuamente bienintencionadas, pero en su mayoría cínicamente perversas— que reclamaban a la Iglesia que se “adaptara a los tiempos”, si no quería verse superada por ellos.

“Adaptarse a los tiempos”, en el lenguaje taimado de los enemigos de la Iglesia, significa adulterarse, corromperse, renegar del tesoro de la Tradición y mercadear con el Dogma, para satisfacer no sé qué exigencias de modernidad (que son siempre el caballo envenenado o caballo de Troya con que se intenta engatusar a quien se desea rendir).

En otras épocas, tales exigencias de modernidad demandaban el “libre examen” de la Biblia; y con el “libre examen” de la Biblia vimos a un hijo repudiando a su padre por haberle hurtado el descubrimiento de tan bello y valioso libro, para acto seguido romperlo en mil pedazos. O bien solicitaban que se aboliese el sacramento de la confesión, sentenciando que Dios no necesitaba intermediarios para perdonarnos; y con la abolición del confesionario vimos a un hijo que tenía que sumergir sus pecados en el lodazal turbio del psicoanálisis, porque ya no tenía a un padre que se los absolviese.

En esta época que pretende encumbrar la sexualidad —una sexualidad desencarrilada y putrescente— a la categoría de idolatría, las exigencias de modernidad demandaban la ordenación de mujeres o de clérigos que lleven una vida de convivencia homosexual, así como la bendición matrimonial para parejas del mismo sexo.

Los promotores de estas “novedades” afirmaban socarronamente que su introducción “rejuvenecería” y traería vitalidad a la Iglesia; lo cual es tanto como afirmar que los gusanos traen vitalidad a un cadáver.

Los anglicanos no han tardado en comprobar los efectos de tales “novedades”; porque cuando la religión se “adapta a los tiempos” no tarda en adulterarse y corromperse en su sustancia: lo que era sustancia viva se transforma, en un rápido proceso de putrefacción, en un organismo fiambre, infestado de gusanos.

Y pronto, muchos anglicanos que habían transigido con tales cambios y “novedades” se descubrieron, como el hijo pródigo de la parábola, comiendo las algarrobas que despreciaron los cerdos; se vieron, en fin, chapoteando en una pocilga, para disfrute de los enemigos de la religión.

Ahora medio millón de anglicanos regresan mohínos a la casa del Padre. Allí les aguarda un recibimiento gozoso y el cordero mejor cebado. Descubrirán que ese cordero ha sido cebado con los mismos alimentos desde hace veinte siglos.

Y Roma, tan antigua y tan joven, superviviente de todas las “novedades” pasajeras que se desvanecen decrépitas en la noche de los tiempos, podrá decirles, como san Pablo a los corintios: “Os entrego lo que recibí”.

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