Discurso del Santo Padre en la liturgia penitencial del clero de Roma
“Las amarguras en la vida de un sacerdote”, es el tema del discurso del Papa Francisco en la tradicional Liturgia Penitencial de inicio de Cuaresma reservada al clero de la diócesis de Roma, que ha tenido lugar este jueves 27 de febrero en la basílica de San Juan de Letrán.
Una ligera indisposición ha impedido que el Papa acudiera a San Juan de Letrán, por lo que el Discurso ha sido leído por el Cardenal Angelo De Donatis.
No es mi deseo reflexionar sobre las tribulaciones que se derivan de la misión del presbítero: son cosas muy conocidas y ya ampliamente diagnosticadas. Deseo hablar con vosotros, en esta ocasión, de un sutil enemigo que encuentra muchos modos para camuflarse y esconderse y, como un parásito, lentamente nos roba la alegría de la vocación a la que un día fuimos llamados. Quiero hablaros de esa amargura centrada en relación con la fe, el obispo y los hermanos. Sabemos que pueden existir otras raíces y situaciones. Pero estas sintetizan muchos encuentros que he tenido con algunos de vosotros.
Antes advierto dos cosas: la primera, que estas líneas son fruto de la escucha de algunos seminaristas y sacerdotes de diversas diócesis italianas y no pueden ni deben referirse a ninguna situación específica. La segunda: que la mayor parte de los curas que conozco están contentos con su vida y consideran esas amarguras como parte de la vida misma, sin dramas. He preferido abundar en lo que he escuchado en vez de expresar mi opinión sobre el tema.
Mirar a la cara nuestras amarguras y enfrentarse a ellas nos permite tocar nuestra humanidad, nuestra bendita humanidad. Y así recordarnos que como sacerdotes no estamos llamados a ser omnipotentes sino hombres pecadores perdonados y enviados. Como decía san Ireneo de Lyon: “lo que no es asumido no es redimido”. Dejemos que también esas “amarguras” nos señalen el camino hacia una mayor adoración al Padre y ayuden a experimentar de nuevo la fuerza de su unción misericordiosa (cfr. Lc 15,11-32). Por decirlo con el salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12-13).
“Nosotros creíamos que sería Él”, se confían el uno al otro los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,21). Una esperanza desilusionada está en la raíz de su amargura. Pero hay que pensar: ¿es el Señor quien nos ha defraudado o somos nosotros los que hemos confundido la esperanza con nuestras expectativas? La esperanza cristiana en realidad no defrauda ni fracasa. Esperar no es convencerse de que las cosas irán mejor, sino que todo lo que sucede tiene sentido a la luz de la Pascua. Pero para esperar cristianamente hay que −como enseñaba San Agustín a Proba− vivir una vida de oración sustanciosa. Ahí se aprende a distinguir entre expectativas y esperanzas.
Ahora bien, el trato con Dios −más que las desilusiones pastorales− puede ser causa profunda de amargura. A veces parece como si Él no respetase las expectativas de una vida plena y abundante que teníamos el día de la ordenación. A veces una adolescencia nunca acabada no ayuda a transitar de los sueños a la spes. Quizás como sacerdotes somos demasiado “educados” en nuestro trato con Dios y no nos atrevemos a protestar en la oración, como lo hace el salmista tan a menudo, no solo por nosotros mismos, sino también por nuestra gente −porque el pastor carga también las amarguras de su gente−; pero hasta los salmos han sido “censurados” y difícilmente hacemos nuestra una espiritualidad de la protesta. Así caemos en el cinismo: descontentos y un poco frustrados. La protesta auténtica −del adulto− no es contra Dios sino delante de Él, porque nace precisamente de la confianza en Él: el orante recuerda al Padre quién es y qué es digno de su nombre. Debemos santificar su nombre, pero a veces a los discípulos les toca despertar al Señor y decirle: «¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Así el Señor quiere involucrarnos directamente en su reino. No como espectadores, sino participando activamente.
¿Qué diferencia hay entre expectativa y esperanza? La expectativa nace cuando pasamos la vida “salvándonos la vida”: luchamos buscando seguridades, recompensas, avances… Cuando recibimos lo que queremos sentimos casi que no moriremos nunca, que será siempre así. Porque el punto de referencia somos nosotros. En cambio, la esperanza es algo que nace en el corazón cuando se decide no defenderse más. Cuando reconozco mis límites, y que no todo comienza y acaba en mí, entonces reconozco la importancia de tener confianza. Ya el teatino Lorenzo Scúpoli en su Combate espiritual lo enseñaba: la clave de todo está en un movimiento doble y simultáneo: desconfiar de uno, confiar en Dios. Espero no cuando ya no hay nada que hacer, sino cuando dejo de luchar solamente por mí. La esperanza descansa en una alianza: Dios me habló y me prometió el día de la ordenación que la mía será una vida plena, con la plenitud y el sabor de las Bienaventuranzas; ciertamente atribulada −como la de todos los hombres− pero hermosa. Mi vida es sabrosa si “hago Pascua”, no si las cosas salen como yo digo.
Y aquí se comprende otra cosa: no basta escuchar solamente la historia para comprender estos procesos. Hay que escuchar la historia y nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios. Los discípulos de Emaús superaron la desilusión cuando el Resucitado abrió su mente a la inteligencia de las Escrituras. La cosas irán mejor no solo porque cambiemos de superiores, o de misión, o de estrategias, sino porque seremos consolados por la Palabra. Confesaba Jeremías profeta: «tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (15,16).
La amargura −que no es una culpa− hay que acogerla. Puede ser una gran ocasión. Quizá es hasta saludable, porque hace sonar la campana de la alarma interior: atento, has confundido las seguridades con la alianza, estas volviéndote “necio y torpe de corazón”. Hay una tristeza que nos puede conducir a Dios. Acojámosla, no nos enfademos con nosotros mismos. Puede ser la vez buena. También San Francisco de Asís lo experimentó, como recuerda en su Testamento (cfr. Fuentes Franciscanas, 110): la amargura se cambiará en una gran dulzura, y las dulzuras fáciles, mundanas, se transformarán en amarguras.
No quiero caer en la retórica ni buscar un chivo expiatorio, y mucho menos defenderme o defender a los de mi ámbito. Pero el lugar común que ve en los superiores las culpas de todo ya no se sostiene. ¡Todos faltamos en lo grande y en lo pequeño! A día de hoy parece respirarse una atmósfera general (no solo entre nosotros) de una mediocridad generalizada, que no nos permite hacer juicios fáciles. Pero permanece el hecho de que mucha amargura en la vida del cura se debe a las omisiones de los Pastores.
Todos experimentamos nuestros límites y carencias. Afrontamos situaciones en que nos damos cuenta de que no estamos adecuadamente preparados… Pero, al ascender a servicios y ministerios de mayor visibilidad, las carencias se hacen más evidentes y ruidosas; y también es una consecuencia lógica que hay mucho en juego en esa relación, para bien o para mal. ¿Qué omisiones? No aludo aquí a las divergencias a menudo inevitables sobre problemas de gestión o estilos pastorales. Eso es tolerable y forma parte de la vida en esta tierra. ¡Hasta que Cristo no sea todo en todos, todos intentarán imponerse sobre todos! Es el Adán caído que hay en nosotros quien nos gasta esas bromas.
El verdadero problema que amarga no son las divergencias (y quizá tampoco los errores: ¡también un obispo tiene derecho a equivocarse, como todas las criaturas!), sino más bien dos motivos muy serios y desestabilizadores para los curas.
En primer lugar, una cierta deriva autoritaria suave: no se acepta a aquellos de nosotros que piensan distinto. Por una palabra, te trasladan a la categoría de los que reman en contra; por un “distingo”, te inscriben entre los descontentos. La parresía es sepultada por el frenesí de imponer planes. El culto a las iniciativas va sustituyendo a lo esencial: una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos. La adhesión a las iniciativas corre el riesgo de ser la medida de la comunión. Pero eso no siempre coincide con la unanimidad de las opiniones. Ni se puede pretender que la comunión sea exclusivamente unidireccional: los curas deber estar en comunión con el obispo… y los obispos en comunión con los curas: no es un problema de democracia, sino de paternidad.
San Benito en la Regla −estamos en el célebre capítulo III− recomienda que el abad, cuando debe afrontar una cuestión importante, consulte a la comunidad entera, incluidos los más jóvenes. Luego sigue recordando que la decisión última corresponde solo al abad, que todo lo debe disponer con prudencia y equidad. Para Benito no está en discusión la autoridad; al contrario, es el abad quien responde ante Dios de la dirección del monasterio; pero se dice que al decidir debe ser “prudente y equitativo”. La primera palabra la conocemos bien: prudencia y discernimiento forman parte del vocabulario común.
Menos habitual es la “equidad”: equidad quiere decir tener en cuenta la opinión de todos y salvaguardar la representatividad de la grey, sin hacer preferencias. La gran tentación del pastor es rodearse de los “suyos”, de los “afines”; y así, desgraciadamente, la competencia real viene suplantada por una cierta presunta lealtad, sin distinguir ya entre quien complace y quien aconseja de manera desinteresada. Esto hace sufrir mucho a la grey, que a menudo acepta sin decir nada. El Código de Derecho Canónico recuerda que los fieles «tienen el derecho, y a veces incluso el deber, (…) de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia» (can. 212 §3). Claro que, en este tiempo de precariedad y fragilidad generalizadas, la solución parece el autoritarismo (en el ámbito político esto es evidente). Pero la verdadera cura −como aconseja San Benito− radica en la equidad, no en la uniformidad[1].
En estos últimos años el presbítero ha padecido los golpes de los escándalos financieros y sexuales. La sospecha ha vuelto las relaciones drásticamente más frías y formales; no se goza ya de los dones ajenos; es más, parece que la misión sea destruir, minimizar, hacer sospechar. Ante los escándalos, el maligno nos tienta empujándonos a una visión “donatista” de la Iglesia: ¡dentro los impecables, fuera quien se equivoca! Tenemos falsas concepciones de la Iglesia militante, en una especie de puritanismo eclesiológico. La Esposa de Cristo es y sigue siendo el campo donde crecen, hasta la parusía, el trigo y la cizaña. Quien no hace suya esta visión evangélica de la realidad se expone a indecibles e inútiles amarguras.
En todo caso, los pecados públicos y notorios del clero han hecho que todos sean más cautelosos y estén menos dispuestos a forjar vínculos, especialmente para compartir la fe. Se multiplican las reuniones comunes −formación permanente y otras−, pero se participa con un corazón menos dispuesto. ¡Hay más “comunidad”, pero menos comunión! La pregunta que nos hacemos cuando nos encontramos con un hermano nuevo surge silenciosamente: “¿A quién tengo realmente delante? ¿Puedo fiarme?”.
No se trata de la soledad: eso no es un problema sino un aspecto del misterio de la comunión. La soledad cristiana −la de quien entra en su habitación y reza al Padre en lo secreto− es una bendición, la verdadera fuente de la acogida amorosa del otro. El verdadero problema está en no encontrar ya tiempo para estar solos. Sin soledad no hay amor gratuito, y los demás se convierten en un sustituto de los vacíos. En ese sentido, como curas debemos siempre re-aprender a estar solos “evangélicamente”, como Jesús de noche con el Padre[2].
Aquí el drama es el aislamiento, que es distinto de la soledad. Un aislamiento no solo y no tanto exterior −siempre estamos en medio de la gente−, sino inherente al alma del sacerdote. Comienzo del aislamiento más profundo para luego tocar la forma más visible.
Aislados de la gracia: bañados de laicismo, ya no creemos ni sentimos que estamos rodeados de amigos celestiales −el “gran número de testigos” (cfr. Hb 12,1)−; parece que experimentamos que nuestras cosas y aflicciones no importan a nadie. El mundo de la gracia se nos ha vuelto poco a poco extraño, los santos nos parecen solo los “amigos imaginarios” de los niños. El Espíritu que habita en el corazón −sustancialmente y no de modo figurado− es algo que quizás nunca hemos experimentado, por disipación o negligencia. Lo conocemos, pero no lo “tocamos”. El alejamiento de la fuerza de la gracia produce racionalismos o sentimentalismos. Nunca una carne redimida.
Aislados de la historia: todo parece consumirse en el aquí y ahora, sin esperanza en los bienes prometidos ni en la recompensa futura. Todo se abre y se cierra con nosotros. Mi muerte no es el paso del testigo, sino una interrupción injusta. Cuanto más especial, poderoso y rico en dones se siente, más se cierra el corazón al significado continuo de la historia del pueblo de Dios al que pertenece. Nuestra conciencia individualizada nos hace creer que no ha habido nada antes ni habrá nada después. Por eso nos cuesta tanto cuidar y mantener lo que nuestro predecesor hizo bien: a menudo llegamos a la parroquia y nos sentimos obligados a hacer tabla rasa, para distinguirnos y marcar la diferencia. ¡No somos capaces de mantener vivo lo bueno que no hemos parido nosotros! Comenzamos desde cero porque no sentimos el gusto de pertenecer a un camino comunitario de salvación.
Aislados de los demás: el aislamiento de la gracia y la historia es una de las causas de la incapacidad entre nosotros para establecer relaciones significativas de confianza y participación evangélica. Si estoy aislado, mis problemas parecen únicos e insuperables: nadie puede entenderme. Este es uno de los pensamientos favoritos del padre de la mentira. Recordamos las palabras de Bernanos: «Se necesita mucho tiempo para reconocerlo y ¡es tan dulce la tristeza que lo anuncia y lo precede! ¡Es el más preciado de los elixires del demonio, su ambrosía!»[3]. Pensamiento que gradualmente toma forma y nos encierra en nosotros mismos, nos aleja de los demás y nos coloca en una posición de superioridad. Porque nadie estaría a la altura de las necesidades. Pensamiento que, a fuerza de repetirlo, termina anidando en nosotros. “El que oculta sus faltas no prosperará; el que las confiesa y cambia será compadecido” (Pr 28,13).
El demonio no quiere que hables, que cuentes, que compartas. Pues entonces busca un buen padre espiritual, un anciano “astuto” que pueda acompañarte. ¡Nunca aislarse, jamás! El sentimiento profundo de la comunión se tiene solamente cuando, personalmente, tomo conciencia del “nosotros” que soy, he sido y seré. Si no, los demás problemas vendrán en cascada: del aislamiento, de una comunidad sin comunión, nace la competencia y no precisamente la cooperación; asoma el deseo de reconocimientos y no la alegría de una santidad compartida; se entra en relación o para compararse o para apoyarse mutuamente.
Recordemos al pueblo de Israel cuando, caminando en el desierto durante tres días, llegó a Mara, pero no pudo beber el agua porque era amarga. Ante la protesta del pueblo, Moisés invocó al Señor y el agua se volvió dulce (cfr. Ex 15,22-25). El santo Pueblo fiel de Dios nos conoce mejor que cualquier otro. Son muy respetuosos y saben acompañar y cuidar de sus pastores. Conocen nuestras amarguras y rezan también al Señor por nosotros. Añadamos a sus oraciones las nuestras, y pidamos al Señor que transforme nuestras amarguras en agua dulce para su pueblo. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de reconocer lo que nos está amargando y así dejarnos transformar y ser personas reconciliadas que reconcilian, pacificadas que pacifican, llenas de esperanza que infunden esperanza. El pueblo de Dios espera de nosotros maestros de espíritu capaces de señalar los pozos de agua dulce en medio del desierto.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya.
[1] Un segundo motivo de amargura proviene de una “pérdida” en el ministerio de los pastores: ahogados por problemas de gestión y emergencias de personal, corren el riesgo de descuidar el munus docendi. El obispo es el maestro de la fe, de la ortodoxia y de la “ortopatía”, del recto creer y del recto sentir en el Espíritu Santo. En la ordenación episcopal la epíclesis se reza con el Evangeliario abierto sobre la cabeza del candidato y la imposición de la mitra recuerda exteriormente el munus de trasmitir no las creencias personales sino la sabiduría evangélica. ¿Quién es el catequista de aquel discípulo permanente que es el cura? ¡El obispo, naturalmente! ¿Pero quién se acuerda? Se podría objetar que los curas no suelen querer ser instruidos por los obispos. Y es verdad. Pero eso –aunque así fuese– no es un buen motivo para renunciar al munus. El santo pueblo de Dios tiene derecho a tener curas que enseñen a creer; y los diáconos y presbíteros tienen el derecho a tener un obispo que enseñe a su vez a creer y esperar en el Único Maestro, Camino, Verdad y Vida, que inflame su fe. Como sacerdote, no quiero que el obispo me complazca, sino que me ayude a creer. ¡Me gustaría poder fundar en él mi esperanza teologal! A veces se reduce a seguir solo a los hermanos en crisis (y es bueno), pero también los “burros sanos” necesitarían una escucha más específica, serena y sin prisas. Esta es una segunda omisión que puede provocar amargura: la renuncia al munus docendi con los curas (y no solo). ¿Pastores autoritarios que han perdido la autoridad de enseñar?
[2] Se trata de una soledad a medias –digámoslo sinceramente–, porque es la soledad del pastor que está cargada de nombres, rostros, situaciones…, del pastor que llega a la noche cansado a habla con su Señor de todas esas personas. La soledad del pastor es una soledad habitada de las risas y llantos de las personas y de la comunidad; es una soledad con rostros que ofrecer al Señor.
[3] Diario de un cura rural, Madrid 2009, 95.
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