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A mí toda la gloria

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Escrito por Ángel Cabrero Ugarte
Publicado: 28 Julio 2020

Hasta qué punto pensamos en nuestros méritos y, por lo tanto, sin darnos cuenta, estamos considerando lo que los demás nos deben

Este provocativo título que corresponde al último libro de Fabrice Hadjadj publicado en castellano, me parece sugerente precisamente por su contraditio in terminis, por su contrariedad indudable en la mente de cualquier persona que lo lee. Es un absurdo en sí mismo y entendemos que se usa para producir ese choque que supone quedarse uno con lo que solo puede ser de Dios.

Pero lo más interesante de lo que cuenta el autor en la primera parte de este libro −en las siguientes se habla de la gloria de Dios de modo distinto− es que nos demuestra que esto, este planteamiento que resulta tan absurdo, de hecho, es lo que nos ocurre constantemente al común de los mortales. Somos soberbios de punta a cabo y nos cuesta reconocerlo y, por lo tanto, nos cuesta luchar en contra de esa tendencia.

“Cuando un hombre lúcido es conducido a un puesto de autoridad, nunca deja de tener un cierto sentimiento de impostura. Cuando un verdadero héroe triunfa en medio de todos los peligros, sabe que esto no ha dependido sólo de él mismo, que ha sido favorecido por la fortuna, el destino o la gracia. La fuerte luz que lo ilumina proyecta un poco mejor su sombra. Cuanto más sea ensalzado, más sentirá la mano que lo ensalza” (p. 48).  

Al leer esas palabras del autor francés seguramente pensamos en lo difícil que es tener tanta lucidez. Hasta qué punto pensamos en nuestros méritos y, por lo tanto, sin darnos cuenta, estamos considerando lo que los demás nos deben. A mí la gloria. A ver si mi mujer, a ver si mi marido, se da cuenta de que yo… Y lo estropeamos todo. “La gloria supone una gran cantidad de fans que aumenta en el espacio y en el tiempo. ¿Y si esos fans son tontos? En el país de los ciegos, el tuerto es el rey, por tanto, no es raro pretender encontrar un claro reconocimiento entre las personas que tienen los ojos vendados” (p. 56).

¡Qué ridículo es vivir para quedar bien! Que me reconozcan, que me digan, ya es hora de que sepan que yo… Y esto, no lo olvidemos, es el principio de muchas desavenencias. El convencimiento de que yo soy el que mantengo el cotarro es lo que destruye la convivencia. ¡Pero qué difícil es ser humilde! Hasta qué punto la soberbia está metida en nuestras vidas. Como ocurre con todos los pecados capitales, deberíamos luchar toda la vida por ser humildes, pero no nos damos suficiente cuenta de hasta qué punto la soberbia nos ciega.

“El que busque la gloria no debe confiarse, por lo tanto, solamente al genio de las innovaciones tecnológicas. No sólo debe aprender a tener paciencia, sino que también debe actuar con el fin de transmitir. Si un inventor quiere pasar a la posteridad, estará obligado a dedicarse más a sus hijos que a sus aparatos, más a la traducción que a sus innovaciones; sin esto, no tendrá ni posteridad ni reconocimiento” (p. 58).

Hay mucha gente hoy en día que confía sus éxitos a la cantidad de entradas en el blog o los me gusta de un artículo. Hasta que alguien le hace ver que muchos de los que entraron, salieron de la misma, porque no les gustó el contenido. Fama efímera e inútil que no lleva a ninguna parte. Si nos decidiéramos al fin a dar a Dios toda la gloria…

Ángel Cabrero Ugarte, en religion.elconfidencialdigital.com.

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