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Corrupción, justicia, perdón

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Escrito por Pablo Cabellos Llorente
Publicado: 05 Febrero 2013
El perdón es compatible con el deseo de una justicia rigurosa para el prevaricador o el ladrón de largo alcance

Las Provincias

No entiendo el perdón como liberación de la pena correspondiente, sino como una actitud interior de todos y cada uno que evite posos de amargura, rencores, odios, malquerencias, etc.

      Como afirmó un viejo político español, no nos conviene instalarnos en el triunfalismo de la catástrofe, es decir, no debemos refocilarnos en los males que padecemos para verlo todo negro y huir de algo tan estupendo como es el espíritu positivo. Pero nada de eso impide que, con la debida serenidad, este país nuestro limpie la lacra de la corrupción. Un estado de cosas que adquiere por momentos carácter de pandemia. Además, con la secreta y dura certeza, de que casi nadie hará nada.

      Si fuera cierto que dos grandes partidos políticos han realizado un pacto para el entierro de las propias miserias están machacando la nación. La razón es sencilla: la miseria tapada, huele muy mal y hace mucho daño. De mil maneras: porque es robar, porque engendra una espiral en la que progresivamente crecen los envueltos en ella, porque determinados cargos −muy necesarios− se desprestigian al podrirse, porque se acaba dañando al más necesitado... Y no estoy inmiscuyéndome en el terreno político o económico: es un asunto moral de proporciones incalculables.

      Se corrompe el político, se han depravado algunos directivos financieros, se vende un policía, se compra a un juez, hace enjuagues sucios algún empresario, juegan contaminados algunos sindicalistas y hasta artistas de todo tipo apoyan a unos u otros por conveniencia, en lugar de hacerlo con la justicia propia del creativo. Cuando la marea de la corrupción se generaliza, somos todos arrollados como víctimas o como verdugos. La picaresca del Lazarillo de Tormes frente a la avaricia de sus diversos amos sólo es una tenue imagen de lo nuestro.

      La Justicia verdaderamente independiente debe hacer frente a ese estado de cosas con verdadera urgencia y sin venderse los magistrados por dinero o ideología. Recuérdese el caso italiano de "Manos limpias", con jueces aparentemente impolutos persiguiendo a políticos corruptos y con la triste conclusión de jueces igualmente deshonestos. También pueden realizar una gran tarea los líderes políticos que se encuentren dispuestos a limpiar sus partidos, y los sindicales, y los financieros...

      Sólo la justicia puede acabar con este estado de cosas, dando a cada cual su merecido, restableciendo el orden normal de las cosas. Pero hay un "pero": ¿Cuál es el orden normal? ¿No habría que restablecerlo volviendo a la naturaleza de la realidad corrompida por leyes y conductas inaceptables? Entre todos hemos pervertido el modo humano de vida aceptando como normal lo que, desgraciadamente, ha devenido "normal" estadísticamente hablando. Vale lo que hace la mayoría. Si ésta engaña, pues vale engañar; si roba, pues se acaba oyendo que si otros pueden robar, yo también; que se hace costumbre abandonar a la propia esposa, pues allá que vamos todos. Y, claro, si uno se la juega a su mujer, o al revés, ¿por qué razón va a ser más limpio conmigo? Sí, ya sé que piso cristales, pero hay que decir la verdad de una vez por todas. Porque la resultante está siendo un engaño monumental.

      ¿Y qué pinta aquí el perdón? Me parece fundamental porque el perdón es compatible con el deseo de una justicia rigurosa para el prevaricador o el ladrón de largo alcance. No lo entiendo como liberación de la pena correspondiente, sino como una actitud interior de todos y cada uno que evite posos de amargura, rencores, odios, malquerencias, etc. Que se haga justicia desde la serenidad, desde el deseo de restablecer el orden conculcado, desde esa actitud del alma que consiste en tener buen corazón, la sabiduría del corazón que mira las personas y situaciones con ojos de una misericordia no reñida con la justicia.

      Muy probablemente una de las actitudes más humanas es la de saber perdonar y saber pedir perdón. Desde lo mejor del ser humano se puede pensar en un delincuente encarcelado que solicita perdón por su delito, como es también pensable un damnificado que perdona al que se encarcela como causante del daño.

      Ni paños calientes, ni justicierismo vengativo, ni ocultamientos con pacto o sin él. Pero de veras, sin engaños, sin la mera apariencia de que algo ya se hace. Es necesario sacar la podadora y cortar las ramas putrefactas que corroen el árbol entero. Y, perdóneseme la insistencia, eso sólo se hace desde la vuelta a la naturaleza, a la realidad del ser de cada persona, de cada sociedad, de las instituciones una a una, de la verdadera puesta en marcha de esa regeneración tan traída y llevada en la boca y tan estéril en los hechos.

      La mía es una muy modesta llamada a las conciencias de los que podemos tener unas u otras responsabilidades en este terreno. Por supuesto, los católicos en primer lugar. Quizá sea preciso lavar antes los corazones encallecidos por una especie de basura que hasta hemos convertido en material apetecible. Ha sido un parto de decenios, precipitado en nuestro tiempo, cuyo fruto es el cinismo de un mundo sin Dios, en el que sólo importan el poder y las ganancias. Destruidos los criterios morales, nos hemos quedado con la corrupción.

Pablo Cabellos Llorente

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