Estamos divididos, totalmente polarizados. Vemos las cosas evidentes desde ópticas muy distintas. Ya no hay diálogo ni confianza. ¿Hemos volado todos los puentes?
Hay realidades importantes que no vienen solas: hay que cultivarlas, cuidarlas, protegerlas; la falta de riego las agosta. Con el calor que está haciendo, nos puede pasar que descuidemos el riego de una maceta. Al poco tiempo -escasos días- encontraremos la planta muerta. Ha sido un pequeño descuido, sí, pero suficiente.
Mientras los católicos de este país celebramos fiestas importantes -hoy la del Corpus Christi-, vemos cómo se va caldeando el ambiente social y político. Estamos divididos, totalmente polarizados. Vemos las cosas evidentes desde ópticas muy distintas. Ya no hay diálogo ni confianza. ¿Hemos volado todos los puentes? El difunto papa Francisco afirmaba que la tercera guerra mundial ha estallado. El mundo sufre, la paz se esfuma, las claras injusticias cada vez encuentran mayores disfraces: lo justo aparece como injusto, como derecho, mientras el mal es aplaudido como bien.
Pero hay esperanza. Dios acampa entre nosotros; es como el mantenedor de un edificio que va reparando un sinfín de averías. No para, no se cansa, no tiene amor propio ni soberbia y, aunque lo echamos de nuestras vidas, hogares, espacios… sigue ahí, no se marcha. El amor no se cansa.
El pueblo hebreo, en su larga travesía por el desierto, era alimentado diariamente con el maná bajado del cielo. En su recolección había unas serias limitaciones: cada persona debía recoger solo lo necesario para un día, aproximadamente un gómer por cabeza. Si alguien intentaba guardar más de lo indicado, el maná se echaba a perder y criaba gusanos. El maná no caía en sábado (Shabat), día sagrado de descanso. Por eso, el sexto día debían recoger el doble y, curiosamente, esa porción extra no se descomponía. Y, por último, el maná aparecía con el rocío de la mañana y debía recogerse antes de que el sol lo derritiera.
La eucaristía es nuestro maná, nuestro alimento. Es la que conserva el amor, lo acrecienta y alimenta. Sin ella, todo se torna desértico, sin vida. Es también quien realiza la unidad. Decía san Juan Pablo II que la Iglesia vive de la eucaristía. La imagen de un pan compuesto por la suma de muchos granos de trigo estimula a sumar, a unir fuerzas, a desaparecer personalmente en pos de un bien mayor.
Nos dice san Pablo: “Hermanos: yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que, a mi vez, os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Por nuestras ciudades y pueblos hoy procesiona no una imagen, sino el mismo Jesús, escondido bajo la apariencia de pan. Él es nuestro alimento, su presencia es una bendición: pasa mirándote, amándote, redimiéndote.
Correspondamos a su amor acompañándole en la procesión, visitando el sagrario. Decía san Josemaría: “Y Él se esconde viniendo bajo el aspecto del Pan y del vino, se esconde en las especies sacramentales. Decidle muchas veces, con un acto de fe que os salga de dentro: Señor, creo que estás ahí realmente presente, con tu cuerpo, con tu sangre, con tu alma, con tu divinidad. Señor, sé que vives, que estás ahí escondido por Amor. Yo vendré a hacerte un rato de compañía todos los días”.
El pan bajado del cielo -la eucaristía, Cristo entregado por amor- es el maná que alimenta nuestro corazón, que lo ablanda, purifica y renueva. Es puro amor entregado. Vamos a alimentarnos de Él; así seremos capaces de amar y perdonar, de encontrar y valorar lo que nos une, de dialogar.
Gracias a Dios -decía Benedicto XVI-: “Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una primavera eucarística: ¡cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento”. De esa presencia escondida surgen nuevos matrimonios cristianos abiertos a la vida, se recomponen otros que estaban agrietados, nacen propósitos de perdón, de entrega a los demás, de reconciliación.
Si nos cuesta amar, si tenemos un corazón endurecido por el egoísmo y el pecado, acudamos a la fuente del amor: a Jesús sacramentado.