Fui una extranjera en una tierra bastante extraña: una laica en una cultura dominada por el clero
Mary Ann Glendon -mujer, norteamericana, jurista, esposa y madre, buena católica- tuvo la oportunidad de colaborar con tres Papas en delicadas labores de gobierno de la Iglesia durante largos años; y siempre con la independencia que da el no ser funcionaria ni asalariada del Vaticano; y además fue embajadora de Estados Unidos ante la Santa Sede.
En su libro de memorias En la Corte de tres Papas. Una jurista y diplomática americana en la última monarquía absoluta de Occidente (Ed. Rialp. 2024, 248 págs.) relata sus experiencias y hace un diagnóstico de la burocracia vaticana digno de ser tenido en cuenta. Aunque suele ser fina en sus juicios, en algunos casos resulta vitriólica al enjuiciar el trabajo de algunos monseñores vaticanos a los que cita con nombre y apellidos. Ella misma resume así su libro: “Fui una extranjera en una tierra bastante extraña: una laica en una cultura dominada por el clero; una mujer estadounidense en un ambiente mayoritariamente masculino e italiano, y una ciudadana de una república constitucional en una de las últimas monarquías absolutas del mundo (…) Este libro es la historia de mis experiencias en la Santa Sede y lo que vi en las cortes de tres papas muy diferentes” (pág. 12).
En la primera parte, Glendon nos da cuenta de su vida y cómo llegó a presidir la delegación vaticana en Beiging 1995, aquella conferencia de ONU que consagró en la práctica internacional la ideología de género y la obsesión anti reproducción. Lo más interesante de su relato es el dilema que vivió y que describe así: “La postura de la Santa Sede era complicada, una postura que a menudo enfrentan los laicos católicos al entrar al desordenado mundo de la política. ¿En qué momento las concesiones políticas se convierten en concesiones morales?” (pág. 60). Y el criterio del Papa Juan Pablo: “Acepta lo que puedas y rechaza enérgicamente lo que no se puede aceptar” (pág. 62). Y aclara que “Juan Pablo II consideraba que el papel principal de la Iglesia en el ámbito público era el de ser un testigo moral claro y coherente”; “discernía y construía sobre los elementos positivos de la cultura prevaleciente, al tiempo que nombraba y contrarrestaba lo falso y dañino” (pág. 67 y 68).
Tras la experiencia de Beijing, Glendon fue designada miembro del comité central para el gran jubileo del año 2000 y después de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, temas a los que dedica los capítulos 3 y 4 del libro. En ellos hay -aparte de los pertinentes análisis de fondo- sabrosas anécdotas de sus comidas y cenas con San Juan Pablo II, como el relato de cómo al papa se le iluminaron los ojos cuando sirvieron tres pequeños trozos de queso como postre y cómo lamió el cuchillo cuando acabó de comérselos (cfr. pág. 87). En los capítulos 5 a 9 (págs. 109 y ss) relata sus años como embajadora ante la Santa Sede. Como anécdota -significativa- manifiesta su sorpresa (pág. 148) sobre “por qué el papa Benedicto había elegido para ser su secretario de Estado a un hombre sin experiencia previa en diplomacia o asuntos exteriores” (pág. 148); y dedica amplio espacio, con legítimo orgullo, a la doctrina de Benedicto XVI en aquellos años elogiando el modelo de laicidad estadounidense: “Lo que intrigaba al papa, al igual que a Tocqueville antes que a él, era que los fundadores estadounidenses habían insistido en la distinción entre las esferas religiosa y política, pero lo habían hecho por respeto a la religión, con el fin de protegerla del Estado. Benedicto veía a Estados Unidos como un ejemplo de cómo tal enfoque podría beneficiar tanto a la religión como a la sociedad. Contrapuso el camino tomado por los estadounidenses con el de Francia, donde nació una forma negativa de secularismo, destinada a proteger al Estado de la religión y que surgió de la arrogancia de la Ilustración y de la furia revolucionaria” (págs. 171-172).
Nuestra autora también participó durante el pontificado de Benedicto XVI en un comité creado en el Vaticano para asesorar y seguir los litigios en USA contra la Iglesia, tema muy relevante en aquellos años; y el Papa Francisco la designó en 2013 uno de los cinco miembros de la comisión encargada de evaluar el estado del Banco Vaticano, labor a la que dedicó casi cinco años de trabajo y que claramente fue una fuente de frustración para nuestra autora como se deduce claramente de las páginas que dedica a ese tiempo (págs. 196 y ss.) que son muy ilustrativas para entender el intento de Francisco de reformar las estructuras vaticanas y sus limitaciones derivadas tanto de las inercias vaticanas como de la peculiar forma de gobernar del papa argentino. (Me ha alegrado, por cierto, leer la estupenda valoración que hace Glendon del trabajo en esas lides de mi amigo Mons. Arrieta).
Como fruto de su experiencia en esos años, Glendon concluye su libro diciendo que la burocracia vaticana lleva décadas abandonada a su suerte pues Juan Pablo II y Benedicto XVI marcaron objetivos a medio y largo plazo, pero dejaron su ejecución en manos de hombres que no siempre han respondido a las expectativas del papa. Nuestra autora es especialmente crítica con el trabajo de algunos de los más cercanos colaboradores del papa Benedicto. En cuanto al pontificado de Francisco, Glendon puso muchas esperanzas en materia de reorganización de la curia, pero constata que ha habido, junto a las luces, muchas sombras. Entre éstas destaca la autora la permanente incongruencia entre la doctrina de la Iglesia sobre la dignidad del trabajo y las prácticas laborales en el Vaticano, “las actitudes denigrantes hacia las mujeres religiosas y los empleados laicos” (sic. literalmente en pág. 228).
El Epílogo me parece de lectura útil para todo gobernante actual de la Iglesia. En él (págs. 235 y ss.). Glendon constata que la apuesta por el laicado hecha por el Vaticano II y Juan Pablo II no ha sido hecha suya en la realidad de la gobernanza de la Iglesia y fue casi abandonada por Francisco (cfr. 224 y 243): “A la curia todavía le queda un largo camino por recorrer antes de estar a la altura de la visión de Juan Pablo II de complementariedad entre clero y laicos, y entre hombres y mujeres” (pág. 230).