La verdadera masculinidad acompaña y se complementa con lo femenino
Nunca antes hubo tantas leyes, códigos y tratados que proclamaran la igualdad entre hombre y mujer; nunca antes, en cambio, se había denigrado tanto la diferencia. El varón se ha convertido en problema, en sospechoso, en culpable anticipado.
Guste o no existe una complementariedad profunda entre lo masculino y lo femenino. Cada uno cumple su función, cada uno guarda un misterio que el otro no puede suplir, pero sí acoger.
Es muy alarmante ver como la incapacidad para comprender esa diferencia ha generado, en buena medida, el vacío existencial actual: todo es intercambiable y nada permanece.
Y, sin embargo, lo sabemos en lo más íntimo: hombre y mujer se complementan, se equilibran, se corrigen y se potencian. La mujer, con su delicadeza, su intuición y su entrega, sostiene y humaniza lo que el hombre, con su arrojo, su fuerza y su espíritu de resistencia, defiende y protege.
La dignidad varonil
Es necesario devolver al hombre aquellos atributos del pasado que lo hacían digno de respeto y valoración.
Se trata, más bien, de rescatar lo mejor de la tradición —la autoridad serena, la fortaleza probada, la valentía silenciosa, la capacidad de dar seguridad— y unirlo con lo que el presente, a través del roce con la modernidad, ha descubierto: la empatía, la ternura, la intimidad, la cercanía.
El padre actual se enfrenta a un reto totalmente desconocido: aunar lo que parecía opuesto, reconciliar atributos aparentemente incompatibles, ser roca y, a la vez, ser refugio.
El heroísmo de lo ordinario
El héroe se define por el esfuerzo, la humildad y la resistencia. Pero vivimos en un mundo donde la humildad se interpreta como debilidad y la resistencia se desprecia desterrada por el hedonismo.
Ser un hombre virtuoso es sublimar la naturaleza varonil para convertirse en hijos de Dios.
Y esto exige heroísmo, aunque se trate de un heroísmo silencioso, cotidiano, casi invisible.
San Pablo lo expresó con palabras que deberían grabarse en la carne de todo varón: «Velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente y esforzaos» (1 Cor 16, 13).
Ese «portaos varonilmente» es mandato para la firmeza. Aunque no lo sepa, aun sin sospecharlo ni intuirlo, a ese hombre está llamado a convertirse.
Conviene que las jóvenes conozcan a hombres virtuosos, que sepan de su valentía y su modo de ser, que comprendan qué busca un varón verdadero en una mujer verdadera. Y, viceversa, que los muchachos se eduquen y sepan reconocer la grandeza del mundo femenino y respetar su vulnerabilidad.
Este mutuo conocimiento es esencial para que la sociedad no críe huérfanos afectivos, adolescentes perpetuos, adultos incapaces de comprometerse y reconocer el regalo del otro.
Hombres y mujeres necesitan espejos de virtud en los que mirarse, pero también necesitan ventanas abiertas hacia el misterio del otro sexo.
La masculinidad no florece en el vacío
La filósofa italiana Mariolina Cerotti lo afirma con claridad en muchos de sus libros: en la reculturización de la masculinidad son esenciales una mujer, una sociedad y una cultura que sepan acogerla y hacerla crecer. Necesita un entorno que la reconozca y la valore.
Del mismo modo que la maternidad exige ser sostenida, también la virilidad precisa de un humus cultural que la legitime.
El problema actual es que se ha demonizado lo masculino. Y, claro está, muchos jóvenes crecen con la duda de si su fuerza, su instinto protector, su deseo de liderazgo, son algo que deban ocultar o reprimir.
Esto puede dar lugar a dos extremas reacciones, es decir, cuando la vergüenza sustituye al orgullo legítimo, sobreviene la parodia y con ello hombres blandos, quebrados, sin rumbo; o, puede suceder todo lo contrario, hombres reactivos, violentos, incapaces de domar su energía.
La gran misión de la figura paterna
El padre cristiano está llamado a ser reflejo del Padre eterno. El padre cristiano no es dueño de sus hijos, sino custodio, guía. No es un coleguita, sino autoridad amorosa. La tarea no es nada sencilla.
La sociedad necesita hombres de los que las mujeres y los hijos puedan sentirse orgullosos. Hombres que no se excusen en la cobardía, que no se escondan en la comodidad. Hombres que vivan su masculinidad como don y como misión. Y, al mismo tiempo, precisa de mujeres que comprendan y acepten lo que significa ser hombre, que no pretendan diluir lo masculino en lo femenino, sino acogerlo como contrapunto necesario.
El camino no será fácil. La cultura contemporánea seguirá repitiendo una y otra vez que todo da igual, que las diferencias son construcciones, que lo importante es la autoafirmación sin límites.
Pero en el fondo, todos sabemos porque así lo llevamos inscrito en nuestra carne, que no da igual. Que necesitamos hombres y mujeres auténticos, complementarios, orgullosos de lo que son.
No debemos olvidar quiénes somos ni de dónde venimos ni hacia dónde vamos.
La masculinidad no es un invento cultural, sino un sello inscrito en el cuerpo y elevado por la gracia.
Si los jóvenes aprenden esto, si las jóvenes lo comprenden y lo valoran, entonces la sospecha que hoy pesa sobre el varón se desvanecerá.
Solo así, hombres y mujeres podremos caminar juntos, no como rivales ni como clones, sino como compañeros de una misma travesía hacia la plenitud.
Miriam Esteban en forumlibertas.com
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