Imaginar un país regido por las enseñanzas de Cristo no sería tanto redactar una constitución como proyectar un modo de vida radicalmente distinto al que conocemos
Soñar no cuesta dinero y es algo que todos podemos hacer, no solo los niños o los ilusos. Debería ser una de las rutinas de nuestra vida, un ejercicio habitual. Soñar equivale a tener esperanza, a abrir caminos. Los sueños florecen en los enamorados, en los jóvenes, en aquellos que tienen fe.
Seguro que más de una vez hemos apagado el noticiero o nos hemos propuesto ayunar de noticias. Llega un momento en que nos empachamos, nos volvemos intolerantes a la avalancha política y social. Entonces desearíamos vivir en una isla apartada, en contacto con lo puro y natural, en silencio, con paz. Degustar lo bello y armónico. Alejarnos del mundanal ruido. Soñar.
¿Es posible un mundo mejor? ¿Tiene arreglo nuestra sociedad? ¿Cómo quisiéramos que fueran nuestros políticos? A estas preguntas podríamos añadir otra: ¿vale la pena meterse en política para cambiar el mundo? Me comentaba un profesional de la música -el arte de las musas- que en su entorno académico no reinan precisamente la belleza ni la armonía. Otro, dedicado a la política, definía su ámbito como una batalla campal.
Si miramos a las familias, encontramos muchas desestructuradas: peleas por herencias, desavenencias, niños que añoran el calor de sus padres o la compañía de hermanos. En el mundo laboral sucede tres cuartos de lo mismo.
¿Cómo sería el Reino de Cristo? “Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. Una de las oraciones de la misa de hoy pide: “Te ofrecemos, Señor, el sacrificio de la reconciliación de los hombres, pidiéndote humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos el don de la paz y la unidad”.
Sabemos que su Reino no es de este mundo, pero deberíamos acoplar nuestras leyes a los principios que Jesús nos da. Todos saldríamos ganando, incluso los no creyentes o los beligerantes con la religión. Recuerdo la respuesta de un alcalde de un partido nada católico al párroco del pueblo, sorprendido de que llevara a su hijo a la catequesis: “Claro que lo llevo, sois los únicos que les decís honrar a padre y madre”.
Imaginar un país regido por las enseñanzas de Cristo no sería tanto redactar una constitución como proyectar un modo de vida radicalmente distinto al que conocemos. Jesús no dejó un código civil, sino un camino espiritual y ético. Si lo trasladamos a la política, la economía y la convivencia, el resultado sería profundamente contracultural, pero muy atractivo.
El poder y el liderazgo se entenderían como servicio, no como privilegio: los gobernantes vivirían como los demás, sin inmunidades ni prerrogativas. Gobernar sería un acto de entrega, una búsqueda del bien común.
La Justicia daría a cada uno lo que le corresponde y sería realmente ciega. Pasaría de lo punitivo a lo restaurativo: no habría pena de muerte ni cárceles concebidas como castigo. Se centraría en la reconciliación, el perdón y la restitución.
La riqueza se vería como un medio, no como un fin. Se limitaría la acumulación excesiva y se redistribuiría hacia los más vulnerables. Habría un bienestar social auténtico: alimentar al hambriento, vestir al desnudo, acoger al extranjero y cuidar al enfermo serían deberes habituales, ejercidos con gusto.
Reinaría la ley del amor: buscaríamos el bien de los demás. Viviríamos según la verdad. Esto se concretaría en gestos cotidianos: escuchar de verdad, perdonar con rapidez, renunciar a lo propio, servir con gratuidad. Perderíamos el miedo al compromiso y sabríamos convivir con las limitaciones, nuestras y ajenas. Las familias serían estables y generosas.
Alguien podría objetar que buscar y hacer el bien sería un engorro, un encorsetamiento, una falta de libertad. Pero esto nace de entender la libertad como mera capacidad de elección, como hacer lo que me da la gana, en vez de verla como la posibilidad de dirigirnos al bien, de hacer el bien, de encontrar la felicidad. Es Cristo quien nos hace realmente libres, quien rompe las cadenas que nos atan a la ignorancia, al egoísmo y al mal. “La verdad os hará libres”, dice Jesús: Y Él es “Camino, Verdad y Vida”.