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Siempre es tiempo para reflexionar sobre el amor a la Iglesia. No una Iglesia puramente celeste, que sería una abstracción inexistente; sino la Iglesia real que también peregrina en este mundo, tal como el Concilio Vaticano II quiso subrayar
Considerada como verdadero tesoro de la nación rusa, la imagen de Nuestra Señora de Vladimir es del tipo “Eleousa” o de la ternura, porque aprieta el niño contra sí, acentuando su maternidad. Se muestra también como “Hodigitria”, es decir, que señala el camino, pues con su mano izquierda apunta al niño. Éste tiene aspecto y vestidura de adulto; su rostro refleja la Sabiduría y su vestido de oro, la dignidad divina; su potente cuello expresa el “alentar” el Espíritu Santo, que reposa sobre el Verbo.
El centro de la imagen es el corazón de la Virgen. Su velo (el “Prokov”) está bordado con un galón y tres estrellas, que representan la virginidad antes, durante y después del parto, según el dogma cristiano. Sus ojos son tristes y profundos. Inclina su cabeza hacia el Niño, que parece decirle: «No llores, Madre».
Esta imagen lo es al mismo tiempo de la Iglesia, porque ella lleva al mundo la salvación, a la vez que la espera, la confiesa y la contempla, mirando a la resurrección que viene después de la Cruz. La Iglesia se expresa también aquí como comunión íntima de lo divino (el Niño) con lo humano (la Virgen), en lo que N. Cabasilas llama “el amor loco de Dios”. Por eso se le considera también un icono eucarístico.
Parece que Rublev, en su célebre icono de los tres ángeles, copió la actitud del Padre de esta Virgen triste e inclinada hacia su Hijo, como recuerdo de su corazón traspasado por una espada de dolor.
Contemplando esta imagen escribe Evdokimov: «El rostro de la Madre habla del amor maternal; sus ojos grandes, abiertos al infinito, están al mismo tiempo vueltos hacia dentro; nos sentimos en los “espacios del corazón” de la Virgen» (L'art de l'icon, p. 223).
En efecto, como sucede con los iconos de los santos, los ojos de la Virgen están agrandados por la visión del Señor y su salvación; están “vigilantes” para ser fieles al amor de Dios y de los demás. La frente está despejada (aquí oculta tras el velo), como reflejo del Espíritu Santo y la Sabiduría. La nariz y el cuello se alargan porque significan el “buen olor de Cristo” (2 Co 2, 15). Los labios están cerrados por el silencio de la contemplación; la boca es pequeña porque no necesita tanto alimento terreno. Las orejas también pequeñas y como metidas hacia dentro, porque están oyendo los mandatos del Señor, su “voz interior” (M. Quenot).
A la vez, el Niño parece decir al espectador: «">Ahí tienes a tu Madre».
* * *
Siempre es tiempo para reflexionar sobre el amor a la Iglesia. No una Iglesia puramente celeste, que sería una abstracción inexistente; sino la Iglesia real que también peregrina en este mundo, tal como el Concilio Vaticano II quiso subrayar. La Iglesia, familia de Dios, constituida por todos los cristianos a raíz del bautismo. A ella están orientados, según sus diversas situaciones, también los creyentes no cristianos, y, más aún, todas las personas de la tierra.
La Iglesia, matriz de la existencia cristiana
Hace cierto tiempo volví a encontrar un texto de Yves Congar —el eclesiólogo más importante del siglo XX, fallecido en 1995—, que yo había perdido y buscado repetidamente sin éxito. Publicado en una época de crisis, forma parte de un libro cuyo título traducido literalmente es: “En medio de las tormentas” (1969). De ese texto tomo prestado ante todo el título de estas líneas.
La Iglesia es madre, como les gustaba considerar a los grandes autores cristianos de los primeros siglos. A ella, escribió Guardini, y no al cristiano considerado particularmente, pertenecen esos signos eficaces de la salvación que son los sacramentos. A ella pertenecen las formas y las normas de esa nueva existencia que comienza en la pila bautismal, como comienza la vida en el seno materno. Ella es el principio y la raíz, el suelo y la atmósfera, el alimento y el calor, el todo viviente que va penetrando la persona del cristiano. Es a la Iglesia —seguía explicando Guardini— y no al individuo, a quien se le confía la existencia cristiana, que comprende una enseñanza divina, un misterio (¡Cristo!) que se celebra en la liturgia y una vida orgánica y jerárquicamente estructurada. Es a la Iglesia a quien Dios le confiere “la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe”.
Joseph Ratzinger, en un texto de 1971 titulado “Por qué permanezco en la Iglesia”, señalaba que una mirada demasiado concentrada a los “problemas” de la Iglesia —como quien mira un trozo de árbol al microscopio— puede impedirnos verla en su conjunto y por tanto captar su sentido. Quizá nos fijamos demasiado en su “eficacia”, según los objetivos particulares que cada uno se propone (y así cada uno se fabrica “su” iglesia). Nos fijamos demasiado en sus aspectos organizativos e institucionales, más bien con los criterios de la sociología. A ello puede añadirse la crisis de fe. Pero a la Iglesia sólo se la entiende desde la perspectiva del Espíritu Santo como protagonista principal de la salvación realizada por Cristo de parte del Padre. También los escritores cristianos —lo hemos visto ya— gustaban de comparar a la Iglesia con la luna. Como la madre y la luna, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya.
La Iglesia, criatura de Dios para salvar al hombre
Y así, por los caminos y los límites del simbolismo cristiano, llega Ratzinger a decir: lo que importa no es la imagen que cada uno nos hacemos de la Iglesia, sino que la Iglesia es de Dios. Y por eso afirma: «Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino SUYA». Sólo por medio de la Iglesia puedo yo recibir a Cristo «como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora». Por medio de ella, Cristo está vivo y permanece entre nosotros «como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad». No se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, lo mismo que la fe se recibe a través de otros. Por eso una Iglesia que fuera una creación mía e instrumento de mis propios deseos, sería una contradicción. Todo ello pide antes que nada la fe en Cristo como Dios: «Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo». De ahí surge la fe en que la Iglesia es el camino de la salvación: «Yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre».
¿Pero no es salvar al hombre toda lucha contra el dolor y la injusticia?, se pregunta. Cierto, pero esa lucha sólo puede llevarse a cabo mediante el dominio de sí y el esfuerzo por cumplir con los deberes conocidos y los compromisos adquiridos. En definitiva, todo depende de la verdad y del amor. Y el amor no es estático ni acrítico, pero la única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a una persona es amarla y sufrir por ella.
Comprometerse para redescubrir la Iglesia
Por eso concluye el teólogo alemán: «Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe». Es cierto que la historia testimonia debilidades, y pecados, de los cristianos. Pero también testimonia la realidad de la Iglesia como un foco inmenso de luz y de belleza: la multitud de los cristianos que han mostrado la fuerza liberadora de la fe.
La Iglesia es madre y es hogar. «El hombre —escribía Congar— es un todo y se inserta en un hogar por su sensibilidad y su corazón tanto como por sus ideas». La Iglesia, nacida del corazón abierto de Jesús en la cruz, ha comenzado a vivir antes que nosotros, y así es posible que nosotros vivamos por ella. Por eso los cristianos deberíamos decir con el ilustre teólogo francés: «Estoy infinitamente agradecido a la Iglesia de haberme hecho vivir, de haberme, en el sentido más fuerte de la palabra, educado en el orden y la belleza».
Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
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