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Saint-Exupéry se propuso recuperarnos la mirada de la infancia, que es algo que a un niño le tiene sin cuidado, porque ya la tiene
Con lo que tenemos encima, buena parte de ustedes, al ver el título de esta columna, se habrán maliciado que iba a hablar del mejor preparado, o de su señora, la princesa Letizia. Y ya de paso de toda la Cosa Real, por lo colateral y lo nuclear, arriba y abajo. Pero es que olvidamos la literatura: el que acaba de cumplir 70 años es ‘El Principito’ legítimo, el de Saint-Exupéry.
No me extraña que sea uno de los libros más vendidos del mundo. Durante mi infancia, me lo regalaron lo menos media docena de veces. Común y craso error, porque no es para niños. Es sobre niños, que es prácticamente lo contrario. Y si no lo es, lo fue para mí, que con él experimenté en carne propia lo que propone Borges: cuando un libro te aburra, déjalo. Más tarde, si ese libro es bueno, terminarás abriéndolo, y se producirá el encuentro, y el entusiasmo.
Saint-Exupéry se propuso recuperarnos la mirada de la infancia, que es algo que a un niño le tiene sin cuidado, porque ya la tiene. Su frase clave es: «Las personas mayores fueron todas niños (aunque pocas lo recuerdan)». La que nos propone es una infancia noble y dulce. Quizá un poco falsa, sí, pero preventivamente había esculpido él esta frase maravillosa: «Cuando se quiere ser ingenioso, resulta que se miente un poco». Era un principito por eso: por lo noble, digo, no por la pequeña mentira piadosa.
Hoy por hoy, más que volver al niño que fuimos, no salimos del adolescente que no terminamos de dejar de ser, pero, con todo, la infancia ha crecido muchos enteros en la valoración general, y ya no hace falta proponerla a nadie. Si ahora yo tuviese que escribir un Principito, escribiría El principio del Principitito. Trataría de un embrión en el vientre de la madre, pequeño planeta de máximo confort. A fin de cuentas, todas las personas mayores fueron embriones, aunque ninguna lo recuerda.
Urge recuperar ese recuerdo. Quién sabe si tanta reivindicación del silencio y el amor esencial (léase el libro de Pablo d'Ors Biografía del silencio) y tanta atención a lo zen no son sino una honda nostalgia del claustro materno. Hay un abandono al mero goce de existir que hunde sus raíces en esa vida prenatal diminuta e inconmensurable. Pensar en el embrión que fuimos, en sus ansias puras de vivir, en su latido acelerado, en sus sueños prerrealistas nos asoma a un abismo de paz y de agradecimiento. (Además de hacernos antiabortistas, naturalmente).
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