Familia Actual
Propiamente castiga el que lo hace mal, porque quien sabe corregir con cariño y exigencia no está propiamente castigando, sino educando
Muchos padres siguen creyendo que es imposible educar sin castigar, que para que los hijos obedezcan, para que se atengan a unos límites justos y necesarios, para que cumplan con sus deberes o respeten las normas es imprescindible utilizar premios y castigos, recompensas y correctivos o incluso una cierta violencia para reajustar los comportamientos díscolos.
Pero lo que los padres (y los hijos) necesitan es encontrar otras soluciones que tengan el castigo como una alternativa excepcional. Propiamente castiga el que lo hace mal, porque quien sabe corregir con cariño y exigencia no está propiamente castigando, sino educando. Los correctivos duros y duraderos, excluyentes y desconectados del hecho a reprender, amenazadores y a veces inhumanos, violentos y vengativos, que prohíben cosas buenas u obligan a realizar actividades absurdas, no llevan a ninguna parte. Probablemente por la simple razón de que quien castiga no se incluye en el castigo.
Sobre todo ello nos hace reflexionar la anécdota que, en cierta ocasión, contó el doctor Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi y fundador del Instituto M. K. Gandhi para la Vida Sin Violencia.
Cuando tenía 16 años y vivía con sus padres en el Instituto que su abuelo había fundado en medio de unas grandes plantaciones de azúcar, a unos treinta kilómetros de Durban, en Sudáfrica, su padre le pidió que le llevara a la ciudad para asistir a una conferencia que duraba toda la jornada. Arun se puso muy contento porque se le presentaba una ocasión de las pocas que en aquella época tenía de pasar un día en la ciudad. Aprovechando el viaje, su madre le dio una lista de compras y su padre le pidió que llevara el coche al taller.
Llegados a su destino, padre e hijo se despidieron hasta las cinco de la tarde, hora a la que acababa la conferencia. Arun hizo los recados en un periquete, dejó el coche en el taller y le quedó tiempo suficiente para meterse en un cine. No recordaba el tiempo que hacía que no veía una película de John Wayne. La sesión continua hizo que se olvidara del reloj. De pronto eran las cinco y media. Salió a toda prisa, corrió al taller y se presentó a recoger a su padre con una hora de retraso.
–¿Qué te ha pasado? ¿Por qué llegas tarde?
Arun se sentía mal por haberse quedado viendo una película mientas su padre esperaba durante una hora después de una larga jornada, y soltó una mentira:
–El coche no estaba listo y tuve que esperar.
Pero su padre había llamado al taller y sabía que eso no era cierto. Se entristeció y dijo:
–Algo no he hecho bien, hijo mío, no he sabido educarte para que tengas la suficiente confianza de decirme la verdad. Voy a reflexionar sobre ello, volveré a casa caminando para poder pensar en qué punto me he equivocado.
Así que, vestido con su elegante traje y sus zapatos nuevos, hizo los casi treinta kilómetros de vuelta por caminos mal pavimentados y a oscuras. Su hijo lo siguió con el coche durante las cinco horas y media que tardó en llegar a casa.
«Desde aquel momento –confiesa Arun, el nieto de Gandhi–, decidí que nunca más iba a mentir. Muchas veces me acuerdo de ese episodio y pienso… Si me hubiese castigado de la manera como nosotros castigamos a nuestros hijos, ¿hubiese aprendido la lección?»
Arun Gandhi está convencido de que, si su padre le hubiese impuesto un correctivo convencional, hubiese seguido haciendo lo mismo; en cambio, el no-castigo se le quedó impreso en la memoria.
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