0. Introducción: Las dos intenciones de la encíclica.- Un punto de referencia: la exposición de la moral en los manuales tradicionales.- Seis líneas de renovación de la moral en torno a la Ley Nueva.- 1. La relación entre la Moral y la Sagrada Escritura.- 2. La cuestión moral —«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno?»— y la cuestión de la felicidad.- 3. La reinterpretación del Decálogo desde la caridad: Las dos formas de la respuesta de amor del Decálogo.- 4. El Sermón de la Montaña y la Ley Nueva recobrados por la Moral: La Ley Nueva en Santo Tomás y posteriormente.- La Ley Nueva en el «Catecismo de la Iglesia Católica».- El futuro de la Ley Nueva.- El Sermón de la Montaña y la Ley Nueva en la encíclica.- La vuelta a la tradición patrística.- 5. La conexión entre la observancia de los mandamientos y la búsqueda de la perfección: El problema de la doble moral.- La respuesta del «Catecismo» y de la encíclica.- El seguimiento y la imitación de Cristo.- 6. Necesidad de la Gracia: El tratado de la Gracia en la Moral.- El «proporcionalismo» y la Ley Nueva.
Introducción
La encíclica Veritatis splendor es mucho más innovadora de lo que parece. En su primera parte nos muestra las líneas de una renovación de la teología moral que inicia una especie de revolución pacífica desde los mismos cimientos sobre los que descansa esta ciencia. Se podría hablar hasta de un terremoto, cuyo epicentro reside precisamente en la reintroducción de la doctrina de la Ley Nueva en la enseñanza de la moral como una de sus partes principales. Sin embargo, esta sacudida no tiene como efecto destruir lo que existía, sino afianzarlo y preparar el suelo para una construcción más sólida, más amplia, más evangélica. Nosotros quisiéramos demostrar cómo los puntos de renovación expuestos en el primer capítulo de la encíclica convergen en la Ley Nueva y cuáles son las consecuencias de la recuperación de esta doctrina, demasiado tiempo olvidada, de cara a los problemas abordados en el segundo capítulo.
Las dos intenciones de la encíclica
En primer lugar es importante distinguir las dos intenciones que presiden la encíclica y dominan su estructura. Para Juan Pablo II, la intención determinante ha sido ciertamente dar respuesta a la crisis moral que ha penetrado en la Iglesia en el último cuarto de siglo y que, más allá de los problemas concretos, ha alcanzado hasta los cimientos mismos de la enseñanza tradicional por el abandono de la doctrina de la ley natural y el cuestionamiento del carácter universal e inmutable de las leyes morales [1]. Desde el Catecismo del Concilio de Trento, en efecto, la enseñanza de la moral se había centrado en torno al Decálogo, identificado con la ley natural, el cual había servido de división principal al contenido de los manuales de teología moral. Así pues, la crítica reciente sobre la ley natural ha removido el edificio entero de la moral tradicional y convertido en quebradizos los criterios más sólidos en lo relativo al juicio de conciencia, al tratamiento de los problemas éticos y hasta el establecimiento de los derechos humanos sobre cimientos firmes. Dicha crisis ha influido grandemente en la catequesis y en la predicación, en las cuales se ha abandonado la enseñanza del Decálogo.
La encíclica misma expresa esta intención global: el documento apunta directamente a la enseñanza de la teología moral en la Iglesia y quiere dar solución a «la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas —difundidas incluso en Seminarios y Facultades de Teología— sobre cuestiones de la máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana» [2]. Tales son las opiniones y teorías morales expuestas y criticadas en los capítulos II y III de la VS.
Otra intención más, no obstante, aunque implícita no por eso menos sólida, sirve de inspiración a la encíclica. Conviene ponerla de relieve, pues hay peligro de olvidarse de ella. De acuerdo con la recomendación del Concilio de perfeccionar la teología moral por medio de una exposición más rica de la Sagrada Escritura [3], Juan Pablo II ha querido reanudar los lazos entre la moral católica y el Evangelio, que se habían distendido en demasía. Efectivamente, ésa es la condición necesaria para una renovación en la enseñanza de la moral: el restablecimiento de un contacto profundo y constante con la primera fuente de inspiración de la vida cristiana, que es la Palabra de Dios. Tal es el objeto del capítulo I de la encíclica, que confiere una dimensión evangélica al documento en su conjunto.
Ambas intenciones, constructiva una de ellas en el sentido evangélico, más polémica la otra, se complementan entre sí y se equilibran como dos columnas que presiden y sostienen el entramado de la encíclica. Su interpretación ha de tener a ambas en cuenta.
Un punto de referencia: la exposición de la moral en los Manuales tradicionales
Antes de acometer el examen de la encíclica, bueno será sentar una premisa y buscar un punto de comparación que nos ayude a medir la doctrina propuesta, a descubrir su esplendor y nuevas aportaciones, a distinguir su dinamismo. Este punto de referencia se impone, por otra parte, y la misma encíclica lo da por supuesto. Se trata de la ordenación de la moral tal como la proponen los manuales herederos del Concilio de Trento. En ellos encontramos expuesta con gran exactitud la presentación de la moral más extendida hasta nuestros días, incluso fuera de la Iglesia. La encíclica, ciertamente, no rechaza la enseñanza moral de los manuales, más bien la consolida; pero también la transforma al devolverle una dimensión evangélica. Ésta es precisamente la renovación que nos interesa.
Recordemos, pues, el plan seguido tradicionalmente por los manuales en su exposición de la moral. En ella se reconoce sin mayor esfuerzo la idea más corriente aún de la moral católica.
La teología moral se divide en dos partes: la moral fundamental y la moral especial. Los cuatro tratados que constituyen los fundamentos de la moral son éstos: la ley, precisamente la ley natural expresada en el Decálogo y puesta ante la libertad humana, a la cual limita; la conciencia, que es el juez interior de nuestros actos en su calidad de testigo e intérprete de la ley moral; los actos humanos, considerados como casos de conciencia, y de ahí el nombre de casuística; finalmente, los pecados, que forman la materia del sacramento de la penitencia, sacramento especialmente refrendado por la pastoral postridentina.
La moral especial toma su división principal de los diez mandamientos, a los cuales añade los mandamientos de la Iglesia y determinadas prescripciones del derecho canónico. Entiende la moral como el terreno de las obligaciones estrictas impuestas a todos y el Decálogo como el código de las obligaciones y prohibiciones dictadas por Dios. De acuerdo con esta idea, un locutor de la televisión francesa pudo llegar a decir que la parte moral del Catecismo constituía en resumidas cuentas el código civil de la Iglesia cumplimentado por el código penal.
A la moral así entendida se añaden como suplemento la ascética y la mística, a las que hoy se prefiere llamar «espiritualidad» o «teología espiritual». Esta ciencia aneja estudia las vías de perfección situadas más allá de las exigencias comunes de la moral y reservadas a un grupo escogido que se compromete libremente.
Este es en síntesis el esquema clásico de la moral. Aun cuando su referencia principal es la voluntad de Dios como legislador supremo, dicha moral tiene lazos de parentesco con las ideas modernas que ven el origen de la moral en los imperativos de la razón (a la manera kantiana) o en las prohibiciones de la sociedad. Así pues, esta sistematización se ha adaptado a la mentalidad de una época. Sin embargo, hay que dejar constancia de la limitación propia de esta organización de la moral (y así lo han dado a entender ciertas críticas serias desde antes del Concilio), debida sobre todo a su alejamiento de la Escritura y a su descuido de la doctrina de las virtudes.
Seis líneas de renovación de la moral en torno a la Ley Nueva
Ya estamos en condiciones de entrar en el capítulo I de la encíclica. Teniendo presente la división de la moral que acabamos de recordar, veremos con mayor claridad los cambios que nos propone y las líneas de fuerza y la novedad de su doctrina. Distinguiremos seis pasos sucesivos con arreglo a la intención evangélica que hemos indicado y en relación con la Ley Nueva, lo cual nos interesa de modo especial.
1. La relación entre la Moral y la Sagrada Escritura
La base de la renovación de la moral a la que nos invita la encíclica se encuentra en el estrecho contacto de la moral con la Escritura, especialmente con el Evangelio, restaurado por la encíclica. He aquí tres manifestaciones de dicho contacto:
a) La frecuencia de las citas bíblicas, incomparablemente más numerosas que las de los manuales. Ahora, lo mismo que en el Catecismo de la Iglesia Católica, las citas salpican el texto incluso en el índice de materias. Las palabras evangélicas se convierten en fuente de la doctrina y en motivo de reflexión, dejando de ser un simple complemento. Ahora recogemos los frutos de la renovación bíblica del Concilio que restituyó verdaderamente la Biblia a los fieles. El Papa nos da el ejemplo de una lectura de la Biblia suministradora de la doctrina moral.
b) La persona de Cristo. La Biblia no es un libro como los demás, un simple documento histórico. La Escritura es portadora de una Palabra que nos atañe personalmente y que nos pone en contacto íntimo con Cristo por medio de la fe. Por ello, según la encíclica, la doctrina moral del Evangelio converge hacia la persona de Jesús. La moral cristiana no puede reducirse, pues, a un código de obligaciones y prohibiciones; consiste principalmente en «adherirse a la persona misma de Jesús» participando «de su obediencia libre y amorosa al Padre». «Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana». Esta es la forma de hacerse verdaderamente discípulo [4]. En la moral cristiana predomina la imitación de Cristo, y muy especialmente en el cumplimiento del mandamiento del amor fraterno [5].
c) El diálogo de Jesús con el joven rico. De acuerdo con un pensamiento caro a Juan Pablo II, la encíclica se inicia en el Evangelio, en el relato del diálogo de Jesús con el joven rico que le hace la pregunta moral fundamental: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» [6]. Jesús le responde que sólo Dios es bueno y le ordena la observancia de los preceptos del Decálogo. El joven se muestra insatisfecho, y Jesús aprovecha aquella aspiración hacia lo mejor para revelarle el camino de la perfección: abandonar los bienes, distribuir las riquezas entre los pobres y seguirle. La reflexión sobre este relato sobrepasa las consideraciones piadosas; a través de una reflexión profunda nos lleva a desarrollar las líneas maestras de la moral cristiana para conformarlas con el Evangelio. Así pues, el relato del joven rico constituye el marco en el que se inscribe la encíclica entera. Este método tiene la ventaja de presentarnos la moral de una forma concreta, dentro de un diálogo con Jesús que, a su vez, nos incita a interrogarnos a nosotros mismos en un diálogo semejante con el Señor. La encíclica nos presenta de esta forma un modelo de reflexión sobre las cuestiones morales a la luz del Evangelio.
Por medio de este primer punto nos vemos, pues, metidos ya en la órbita de la Ley Nueva que hace gravitar la Escritura alrededor del Sermón del Señor, en el cual «se cumple» el Decálogo, y alrededor del «mandamiento nuevo» del amor fraterno. Y, como discípulos, estamos encaminados a la escucha de la Palabra de Cristo.
2. La cuestión moral —«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno?»— y la cuestión de la felicidad
Hay otro cambio importante en la formulación de la cuestión moral a partir de la pregunta que hace el joven rico: «¿Que he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En ella ve la encíclica el interrogante de orden moral que se hace toda persona cuando, conscientemente o no, se acerca a Jesús, y que, antes de afectar a las reglas que hay que observar, afecta a la plenitud de sentido que hay que dar a la vida. Y que expresa la aspiración al Bien absoluto que revela al hombre «la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre». Esa misma pregunta orienta la misión de la Iglesia hacia el encuentro de cada hombre con Cristo [7].
Esta manera de formular la cuestión moral abre nuevamente ante nosotros un horizonte mucho más amplio que el de la casuística. La moral no se ve limitada al problema de lo permitido y de lo prohibido en los casos de conciencia; desde su punto de partida se sitúa en una perspectiva tan vasta como la vida humana, gracias a esta cuestión enormemente positiva: ¿qué es lo bueno para la vida? Es una invitación clara a volver a poner al principio de la moral la cuestión de la felicidad con la respuesta de las bienaventuranzas evangélicas, de acuerdo con la doctrina de los Padres y de Santo Tomás. Y así lo ha mostrado el Catecismo de la Iglesia Católica, que vincula la creación del hombre a imagen de Dios con su vocación a la bienaventuranza en respuesta a su deseo de felicidad [8].
Esta modificación de la cuestión moral tiene una consecuencia importante. A la cuestión de lo permitido y de lo prohibido se podía responder mediante leyes o normas formuladas por la simple razón, manteniéndose en el marco de una moral simplemente humana. En cambio, si no hacemos intervenir a Dios no podemos dar una respuesta plenamente satisfactoria a la cuestión de «lo bueno», a la aspiración a la felicidad. En efecto, «sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque Él es el Bien», de acuerdo con la palabra de Jesús: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Con este dato le devuelve la encíclica a la moral su dimensión religiosa y puede vincularla con el amor de Dios, «que es la fuente de la felicidad del hombre... y término último del obrar humano» [9]. Por la consideración de la bienaventuranza y del fin último queda nuevamente asentado el cimiento necesario para la plena acogida de la enseñanza moral de Cristo y para la elaboración de una moral auténticamente cristiana, cuyo eje es la caridad.
3. La reinterpretación del Decálogo desde la caridad
El hecho de centrar la moral en la cuestión de la «bondad» nos lleva a una interpretación del Decálogo de grandes consecuencias. Dentro de la presentación habitual en manuales y catecismos, el Decálogo aparecía como la suma de obligaciones —de deberes y prohibiciones— que Dios imponía al hombre bajo pena de pecado y con amenaza de castigos. Considerado, según San Pablo [10], como expresión de la ley natural inscrita por el Creador en el corazón del hombre, era sentido, no obstante, como una ley exterior y apremiante, como lo era la naturaleza frente a la libertad.
La encíclica mantiene la correspondencia entre el Decálogo y la ley natural, obra de Dios creador que actúa en el corazón del hombre como «la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios», de acuerdo con una fórmula de Santo Tomás que corrige el voluntarismo legalista; pero reinstala la Ley en el marco bíblico de la Alianza de Dios con su pueblo. El Decálogo es un don de Dios que «funda el pueblo de la Alianza» y hace de él «una nación santa» [11].Vinculados a las promesas de Dios relativas a la Tierra mostrada a Moisés —símbolo de la vida eterna—, los mandamientos de Dios «indican al hombre los caminos de la vida y a ella conducen» [12]. El Decálogo no es ya una valla que no se debe traspasar, sino que, con una función positiva, se convierte en guía del hombre hacia el Reino de Dios.
Así pues, el Decálogo requiere del hombre mucho más que una obediencia material y servil; lo que exige es una respuesta de amor en consonancia con el mandamiento fundamental del Deuteronomio: «Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas...» [13]. Y de acuerdo con la división del Decálogo, esa respuesta revestirá la doble forma del amor a Dios y del amor al prójimo.
Antes de entrar en detalles conviene que nos detengamos un momento en esa respuesta de amor que se nos pide. Estamos tan hechos a oír hablar del amor que ya ni siquiera entendemos lo que las palabras quieren darnos a entender. En realidad, aquí la encíclica cambia la piedra angular que sostiene la moral y su estructura. En los manuales tradicionales, el supuesto general era la obligación, y la virtud específica, en realidad, la obediencia legal. El tratado de la caridad era revelador a este propósito: prácticamente se limitaba a la exposición de las obligaciones y pecados para con Dios y para con el prójimo. El estudio de la caridad en sí misma —como impulso hacia Dios y como afecto para con el prójimo— surgía de la espiritualidad y no de la moral, pues ¿podemos acaso amar por obligación?
La encíclica trastoca este ordenamiento, marcado en demasía por el legalismo propio de una época. Vuelve con decisión a la Sagrada Escritura, y más en especial a la interpretación evangélica del Decálogo desde el mandamiento del amor: el Decálogo es un don del amor divino que hay que aceptar y observar con amor. Cita la encíclica una frase de San Agustín que expresa con exactitud esta cuestión decisiva: «Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?... Pero ¿quién puede dudar de que el amor es lo primero? En efecto, el que no ama carece de motivación para guardar los mandamientos» [14]. La encíclica nos invita, pues, a corregir nuestra idea de la moral y a asegurar la primacía efectiva de la caridad, sobre todo gracias a una nueva lectura de los mandamientos, tal como, por otra parte, se encuentra ya en el Catecismo de la Iglesia Católica.
Las dos formas de la respuesta de amor al Decálogo
Inspirándose en la doctrina de Santo Tomás, en su predicación sobre «Los dos preceptos de la caridad y los diez preceptos de la Ley», entre otras obras, muestra la encíclica cómo el Decálogo impone una doble forma a la respuesta de amor exigida. En primer lugar nos enseña a amar a Dios «con todo el corazón», y así lo concreta en los mandamientos de la primera tabla. En eso consiste el reconocimiento de Dios como «Señor único y absoluto» mediante la adoración, la obediencia y el amor de la misericordia. Ese es «el núcleo y el alma de la Ley», del cual emanan los preceptos en particular [15], ése es el «centro del Decálogo» [16].
E inmediatamente viene el amor al prójimo, al que pertenecen los preceptos de la segunda tabla, resumidos en el mandamiento «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». De aquí hace depender la encíclica los temas de la persona tan a menudo expuestos en la catequesis de Juan Pablo II: el respeto a la dignidad individual de la persona humana, la búsqueda del bien de la persona asegurando sus bienes de orden espiritual y material en sus relaciones con Dios, con el prójimo y con el mundo. Puestos al servicio de la caridad, estos mandamientos señalan los deberes y garantizan los derechos fundamentales de la persona humana [17].
Recuperando su aspecto pedagógico, ausente en exceso en la moral postridentina, la encíclica atribuye al Decálogo una función especialmente necesaria en la primera etapa del desarrollo de la personalidad moral por los caminos de la libertad espiritual. Según San Agustín, el evitar los pecados graves prohibidos por los mandamientos constituye en nosotros «una primera libertad...; pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta» [18].
La encíclica concluye su reflexión sobre el Decálogo con una puntualización importante, relativa a las relaciones entre los dos mandamientos del amor: ambos están íntimamente unidos entre sí y se compenetran, de modo que no se les puede disociar. El amor del prójimo no se puede separar del amor de Dios, porque éste existe antes y es el único que da plena respuesta a la cuestión moral de lo que es bueno para la vida eterna. Este punto tiene aplicación a las teorías, criticadas por la encíclica, que quieren limitar la moral a las relaciones entre los hombres —al plano horizontal, como se dice—. Tampoco se puede, evidentemente, concebir el amor de Dios alejado del amor del prójimo sin contradecir la enseñanza formal de San Juan y de los sinópticos. En este caso se podría hablar de una moral vertical. Esta fue antiguamente la tentación de la vida contemplativa; recordemos que también en el seno de las doctrinas «horizontalistas» puede reaparecer esa tentación bajo la forma de la ideología que hace olvidar el sentido del prójimo concreto, de carne y hueso, que es el objeto del amor evangélico.
4. El Sermón de la Montaña y la ley Nueva recobrados por la Moral
Henos, pues, en el centro de nuestro tema. En distintas ocasiones [19] invoca la encíclica el Sermón de la Montaña y apela a la doctrina de la Ley Nueva para ponerla en la cima de la moral cristiana en relación con la segunda respuesta de Jesús al joven rico, en la que le revela el camino hacia la perfección del amor.
La Ley Nueva en Santo Tomás y posteriormente
Para apreciar debidamente esta innovación y sopesar su importancia es necesario que echemos una mirada a la teología y a la historia. Tras una primera elaboración en la Suma franciscana de Alejandro de Hales, la doctrina de la Ley Nueva recibió su formulación teológica de Santo Tomás de Aquino [20]. Es la expresión del poderoso movimiento evangélico encarnado por San Francisco y Santo Domingo. Las fuentes de esta doctrina son éstas: el texto profético de Jeremías sobre la Nueva Alianza y la ley inscrita en el espíritu y en el corazón [21], San Pablo y la ley del Espíritu [22], San Agustín con su comentario sobre el sermón del Señor y con su opúsculo «Del espíritu y de la letra». En resumidas cuentas, en la obra del Doctor Angélico se recoge toda la tradición bíblica y patrística. Según él, la Ley Nueva o evangélica es una ley interior debido a su elemento principal, el cual contiene toda su energía: es la gracia misma del Espíritu Santo recibida por la fe en Cristo que justifica y que opera por la caridad que santifica. He ahí lo esencial. La Ley Nueva comprende también elementos secundarios que la gracia del Espíritu necesita como instrumentos exteriores para obrar en nosotros: tales son el Sermón de la Montaña —texto específico de la Ley Nueva correspondiente al Decálogo de la Ley Antigua— y los sacramentos como medios necesarios para comunicarnos la gracia de Cristo [23]. Así definida, en la Ley Nueva se cumple el Decálogo y es llevado a su perfección [24] junto con la ley natural que contiene. La Ley Nueva ordena directamente los actos interiores del hombre —al nivel del «corazón»—, en los cuales obra la caridad junto con las demás virtudes, mientras que el Decálogo ordenaba directamente los actos exteriores [25].
Desgraciadamente, esta doctrina, que concede un lugar de primer orden a la acción del Espíritu Santo y a las virtudes teologales, y que tan exactamente da cuenta de la dimensión evangélica de la moral, quedó casi completamente olvidada por los moralistas, a partir del siglo XIV, como consecuencia del auge del nominalismo, que redujo la moral al campo de las puras obligaciones. En consecuencia, en los manuales o en la parte moral de los catecismos posteriores al Concilio de Trento prácticamente ni se habla de la Ley Nueva ni del Sermón de la Montaña. Apenas, a veces, una mención; nunca en todo caso, se les concede importancia como fuente de la doctrina moral. Estamos tocando con el dedo el abismo que se abrió entre el Evangelio y la enseñanza de la moral, y que fue causa de un empobrecimiento de la tradición.
La Ley Nueva en el «Catecismo de la Iglesia Católica»
Hemos tenido que esperar a mediados de este siglo para que se inicie entre los exegetas y moralistas el redescubrimiento de la Ley Nueva. Renovación aprovechada por el Catecismo [26]. Al tratar de la ley moral, tras la ley natural y la Ley de Moisés aborda la Ley Nueva o ley evangélica, a la que de esta forma coloca en la cima de la legislación moral, en relación estrecha con la gracia [27]. Presenta la Ley Nueva como «la perfección de la ley divina, natural y revelada, en este mundo» y vuelve a hacer suya la definición que acabamos de exponer de Santo Tomás. A continuación comenta brevemente el Sermón de la Montaña, que expresa esta Ley en concordancia con el mandamiento nuevo del amor fraterno, según San Juan [28]. Muestra cómo es una ley de amor, que hace obrar por amor y no por temor; ley de gracia, que otorga la fuerza para actuar; ley de libertad, que engendra una acción espontánea y nos hace pasar de la condición de siervos a la condición de amigos de Cristo. Libertad de amor puesta por obra y manifestada por los consejos evangélicos.
Observemos finalmente que el Catecismo [29], en este punto con mayor claridad que la encíclica [30], añade al Sermón de la Montaña «la catequesis moral de las enseñanzas apostólicas» es decir, la paraclesis (término preferible a parenesis debido al empleo frecuente y casi técnico de la «exhortación») de las grandes epístolas, que exponen la enseñanza moral de los apóstoles. El Sermón de la Montaña, en efecto, no es un texto aislado; más bien es un lugar privilegiado de concentración de la doctrina moral del Nuevo Testamento y de toda la Escritura.
El Catecismo y la encíclica llevan a cabo de esta forma un cambio de la mayor importancia en la moral fundamental. Al lado de la ley natural y del Decálogo ponen la Ley Nueva, con el Sermón de la Montaña, para plasmar así las dos bases indispensables y complementarias de la moral cristiana. En la pedagogía divina, el Decálogo es especialmente necesario en la primera etapa de la vida moral, mientras que el crecimiento que conduce a la caridad hacia su perfección es presidido por la Ley Nueva.
El futuro de la Ley Nueva
La introducción de la Ley Nueva dentro de la moral fundamental es una innovación que gustosamente calificaríamos de profética. Aún está lejos de ser aceptada por los moralistas. Sin embargo, es la condición sine qua non de la renovación evangélica de la moral y constituye una contribución esencial a la tarea de la «nueva evangelización» promovida por Juan Pablo II. En este punto, la encíclica se sitúa muy por delante de las ideas hoy comunes en moral, siempre determinadas por la casuística y sus categorías, como ocurre, entre otras, con las doctrinas del proporcionalismo y el consecuencialismo, censuradas en el capítulo II. Desde este punto de vista, la encíclica es más innovadora que los moralistas calificados de innovadores, grandemente sometidos a la casuística y a sus limitaciones.
Las propias ediciones del Catecismo constituyen por sí mismas una muestra de la dificultad que existe para hacer que la Ley Nueva entre en nuestras categorías morales. En el índice de materias de la edición francesa —y lo mismo ocurre en la italiana— no figura la mención del Sermón de la Montaña, a pesar de que cuenta con varios números dedicados a él [31] y que es citado repetidamente. La edición alemana se ha preocupado de componer un nuevo índice, pero tampoco éste menciona el «Bergpredigt». Y, sin embargo, si consultamos el índice bíblico de la edición francesa encontraremos 139 citas de los capítulos 5 a 7 del evangelio de San Mateo. Parece, pues, que el Sermón de la Montaña, texto característico de la Ley Nueva, aún no forma parte de las nociones usuales en moral.
El Sermón de la Montaña y la Ley Nueva en la encíclica
Efectivamente, el Sermón de la Montaña apenas cabe en una moral concebida como objeto de obligaciones y prohibiciones. El Sermón exalta otro tipo de moral, en la cual el amor precede a la obligación legal. La propia encíclica repara en ello: los mandamientos «no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual cuya alma es el amor» [32]. Dicho en otras palabras, pasamos de una moral estática, que se aferra a fijar lo que no hay que hacer, a una moral dinámica, empujada a un progreso continuo por el impulso de la caridad.
La interpretación del Sermón de la Montaña que nos propone la encíclica se halla dentro de esta línea del crecimiento de la caridad. Las Bienaventuranzas con las que se abre el Sermón, advierte la encíclica, no pueden en manera alguna estar en oposición con los mandamientos que las siguen; muy al contrario, lo que ellas prometen encamina a los mandamientos hacia la perfección de la caridad. Y desde su profundidad nos proponen «una especie de autorretrato de Cristo», invitándonos a seguirle y a vivir en comunión con él [33]. En efecto, en el conjunto del Sermón podemos distinguir los rasgos del rostro espiritual de Cristo que se nos ofrece como modelo y compañero en los caminos del Reino indicados por sus preceptos.
En su segunda parte, el Sermón recapitula los principales mandamientos del Decálogo, interioriza y radicaliza el amor del prójimo y nos propone como modelo la perfección misma del Padre celestial en su amor misericordioso. En Jesús nos muestra el cumplimiento vivo de la Ley; él es quien nos da la gracia de participar de su amor y la fuerza para dar testimonio de él en nuestros actos y decisiones [34].
Por ello, al Sermón de la Montaña se le puede designar como la «carta magna» de la moral evangélica. Podemos considerarlo como la constitución fundamental del pueblo cristiano, y al mismo tiempo como la regla y constitución básica de las Ordenes religiosas y de cuantos se consagran a la vida evangélica.
Más adelante, hablando de las relaciones entre la ley y la libertad, la encíclica vuelve explícitamente a la doctrina de Santo Tomás sobre la Ley Nueva como ley interior escrita por el Espíritu en el corazón de los fieles, ley de perfección y libertad. A este propósito cita su comentario a la Epístola a los Romanos que manifiesta los estrechos vínculos existentes entre esta Ley y el Espíritu Santo y, que prepara la definición de la Ley Nueva en la Suma Teológica como la gracia del Espíritu. La Ley Nueva es evocada igualmente en el n.24 de la VS, relativo a la necesidad de la gracia; volveremos sobre ello.
La vuelta a la tradición patrística
En esta renovación de la moral católica por ella inaugurada, la encíclica es de hecho más renovadora que innovadora, ya que por mediación de Santo Tomás enlaza con la gran tradición de los Padres, nacida directamente de los escritos del Nuevo Testamento. Es de importancia capital, sin embargo, entender que dicha tradición no es material y estática, como la transmisión de un texto o de una legislación. De acuerdo con la propia definición de la Ley Nueva, nos hallamos ante una tradición viva, la de la comunicación de la fuente de vida y de renovación permanente que es la gracia del Espíritu Santo. La encíclica nos invita, pues, a acudir a la fuente interior de todas las primaveras espirituales producidas en la vida de la Iglesia a la luz del Evangelio desde sus orígenes hasta nuestros días. Guiado y autentificado por el Sermón de nuestro Señor y por la catequesis apostólica, nuestro esfuerzo de renovación deberá ser también sustentado por el uso de los sacramentos en una liturgia renovada por el espíritu de oración.
La definición de la Ley Nueva dada por Santo Tomás puede ayudarnos grandemente a iluminar nuestro camino y a poner en claro nuestras ideas. Fruto de una de las grandes primaveras espirituales de la historia, dicha doctrina ha adquirido valor universal en su formulación y puede ser considerada como la expresión teológica del evangelismo de todos los tiempos. El tratado de la Ley Nueva es, dentro de la estructura de la Suma Teológica, una clave de bóveda para el conjunto de la moral, puesta ésta en relación con la vida trinitaria por medio del Espíritu Santo que infunde la caridad (I Pars) y con la persona de Cristo por medio de la fe y la recepción de la gracia sacramental (III Pars) [35]. Así pues, con toda justicia ha recogido la encíclica esta doctrina. No obstante, Santo Tomás no es aquí más que un intermediario que nos encamina hacia el Espíritu Santo como nuestro santificador y hacia Cristo como nuestro Salvador, como el único Camino hacia la bienaventuranza prometida por el Padre (Prólogo de la III Pars).
5. La conexión entre la observancia de los Mandamientos y la búsqueda de la perfección
Volvamos con la encíclica a la meditación del episodio del joven rico. Aprovechando la aspiración al bien que le anima y que no puede satisfacer sólo con la observancia de los mandamientos, Jesús revela a aquel joven su vocación a la plenitud del bien, a la perfección del amor. De esta forma le traslada, en cierto sentido, de la Ley Antigua, presidida por el Decálogo, a la Ley Nueva.
El problema de la doble moral
Aquí nos encontramos con un importante problema de interpretación, que la encíclica va a resolver con discreción y firmeza. El episodio del joven rico, efectivamente, ha dado pie con frecuencia a una separación entre la moral y la búsqueda de la perfección. Cuando Jesús, en su primera respuesta, recuerda los principales mandamientos del Decálogo, le estaría recordando al joven rico los preceptos que se nos imponen a todos y que constituyen la moral. La segunda respuesta, en condicional —«Si quieres ser perfecto...»—, indicaría una vía especial, un modo de vida superior reservado a los que como en el caso de los apóstoles se comprometen con entera libertad a la búsqueda de la perfección. Este relato serviría, pues, de base evangélica para el establecimiento de dos estados en la Iglesia: el normal de los fieles, a los cuales les bastaría con la práctica del Decálogo marcado con la señal de la obligación, y el de los llamados libremente a una perfección mayor dentro de la observancia de los consejos, a los cuales solemos identificar con los religiosos. Punto éste que ha llevado a los autores protestantes a hablar de una doble moral dentro de la Iglesia católica, una para el pueblo cristiano y otra para los monjes.
Dicha división corresponde a la enseñanza teológica. A un lado pondremos la moral propiamente dicha, con las obligaciones exigidas a todos en torno al Decálogo, y a otro la ascética y la mística que corresponden a las vías de perfección reservadas a un grupo escogido. Por un lado, una moral que se limita a un mínimo de observancias y al cuidado de evitar el pecado; por otro, una búsqueda de la perfección, que se realizará sobre todo mediante la ascesis y observancias suplementarias. Uno de los mayores inconvenientes de esta división era que cerraba el paso al pueblo cristiano a la llamada a la perfección y a la santidad y que llevaba a pensar que los fieles tenían bastante con el mínimo requerido.
La respuesta del «Catecismo» y de la encíclica
El «Catecismo» ya había corregido claramente posturas y perspectivas en oposición a estas divisiones. Su postura es la de la «Lumen gentium» en su enseñanza sobre la llamada de todos a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad». Y la confirma con una cita del Sermón: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» [36]. A continuación puntualiza incluso que la vida cristiana tiene una dimensión mística, ya que, alimentado por los sacramentos, todo cristiano está llamado a progresar espiritualmente por medio de una unión íntima con Cristo a la que podemos llamar mística y que nos introduce en el misterio mismo de la vida trinitaria. Conviene distinguir entre esta vida de unión con Cristo —que es lo esencial y «las gracias especiales o los signos extraordinarios... concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos» [37]. Así pues, no se debe identificar la mística, tal como se ha hecho a menudo, con los fenómenos extraordinarios que en algunos casos pueden acompañar a la participación intensa en el «misterio» de Cristo, como en el caso de San Francisco de Asís.
Es ésta una confirmación del brote de espiritualidad iniciado a finales del siglo pasado en Francia por Mons. Saudreau y continuado por el P. Arintero en España, y que afirmaba que el camino a la vida espiritual, incluso mística, estaba abierto a todos los cristianos mediante la frecuencia de los sacramentos y la práctica de la meditación bajo la acción del Espíritu Santo.
Dentro de esta misma línea, la encíclica nos ofrece una interpretación renovada del episodio del joven rico. Según ella, no existe separación, y mucho menos ruptura, entre las dos respuestas de Jesús; lo que hay es una continuidad profunda, cimentada en la caridad ya presente en la aspiración del joven rico hacia «el bien», de suerte que las dos respuestas expresan dos etapas en el progreso de una única caridad hacia su perfección, y no dos estados escindibles entre sí.
Siguiendo a San Agustín, que hace coincidir el crecimiento moral hacia la perfección del amor y la maduración de la libertad con la ayuda de la Ley de Dios [38], la encíclica pone de relieve la diferencia entre la observancia de la Ley como una carga, como una restricción, como una negación acaso de la libertad —es lo que ocurre con la obediencia por pura obligación—, y la observancia inspirada por el amor que capta la «urgencia interior» de la Ley divina y trata espontáneamente de vivir las obligaciones en su plenitud, más allá del mínimo exigido [39]. Esa es la raíz del problema de nuestra relación con la Ley de Dios: o bien practicamos el Decálogo con amor, y en este caso se convierte en un guía que, más allá de sí mismo, nos conduce hasta la Ley Nueva, o bien, practicándolo a la fuerza por obligación, es una carga que intentamos aligerar, pero nunca acrecentar.
Contando con esta presencia de la caridad (al menos en germen) en el inicio de toda vida cristiana, la encíclica puede afirmar que «la vocación al amor perfecto no está reservada a un grupo de personas», sino que se dirige a todos, pues la caridad, como toda forma de vida, espontáneamente tiende a crecer, «tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo» [40]. De acuerdo con las enseñanzas de Jesús dicha perfección adoptará una doble forma: la radicalización del amor al prójimo por medio de la distribución de los bienes a los pobres, y, el amor a Dios en el seguimiento de Cristo. Por supuesto, las modalidades concretas de realizar este llamamiento serán muy variadas según las vacaciones. Lo esencial para el Evangelio está a la altura del «corazón»: lo importante es saber a quién se ama, a quién se prefiere, a quién se elige. El condicional «Si quieres ser perfecto...» no es un consejo que se pueda buenamente seguir o no seguir, sino una llamada al amor, el cual sólo se puede entregar libremente. Cuando Jesús le invita a seguirle, quiere despertar en el corazón del joven rico el amor que dormitaba en él y hacerle salir de la crisálida de los mandamientos, algo imposible sin una elección libre.
El seguimiento y la imitación de Cristo
De esta forma nos lleva nuevamente la encíclica al tema evangélico de la vida cristiana, entendida ésta como un seguimiento y una imitación de Cristo que permite devolver a la moral su dimensión personal y espiritual.
Observemos que la encíclica tiene buen cuidado de aunar ambos términos —seguimiento e imitación— frente a la oposición introducida por Lutero con detrimento de la imitación de Cristo, tan importante en la espiritualidad católica, pero que a él le parecía demasiado para el esfuerzo y mérito del hombre. La expresión de «seguir a Cristo» para designar a los discípulos está presente sobre todo en los sinópticos, que nos relatan la vida de Cristo en compañía de quienes le seguían en sus viajes. El tema de la invitación lo encontramos en las dos epístolas a los Tesalonicenses [41] y se dirige a los cristianos que, tras la muerte y ascensión de Jesús, no le pueden seguir ya físicamente, sino sólo espiritualmente. Ambas formulas se complementan, pues, entre sí. La imitación es un seguimiento interior, desde el corazón y bajo la acción del Espíritu Santo; es un «conformarse» con Cristo.
La encíclica orienta el seguimiento y la imitación de Cristo en la dirección del amor fraterno, de cuyo modelo nos ha dado ejemplo Cristo en el lavatorio de los pies, que anuncia a la Pasión, y cuya medida nos ha dejado en el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» [42]. Así pues, vistos desde la caridad, «el modo de actuar de Jesús, sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana» [43].
6. La necesidad de la Gracia
La belleza y la grandeza de la doctrina moral propuesta por Cristo al joven rico —y luego a todos los discípulos en la Ley Nueva— nos sitúan ante una cuestión crucial, que es la de la posibilidad de llevar a la práctica unas enseñanzas tan elevadas. El problema surge ya con el Decálogo y con toda moral exigente, y mucho más en el caso de la moral evangélica, especialmente si se le atribuye alcance universal, tal como lo hace la encíclica.
Aquí está, efectivamente, la dificultad mayor, que ha frenado y como desorientado a la exégesis y a la teología en la interpretación del Sermón de la Montaña. ¿Acaso no nos pone ante un imposible, ante un ideal irrealizable para el común de los hombres? Dificultad que aumenta aún más el hecho de entender la moral como un conjunto de obligaciones; vista así la moral, los preceptos del Sermón, que alcanzan hasta los sentimientos más íntimos, parece que aumentan el peso de las obligaciones hasta convertirlo en insoportable.
Han sido varias las respuestas a este problema. En el lado católico nos encontramos con la distinción entre la moral propiamente dicha, apta para todos y reducida al Decálogo, y la espiritualidad, puesta de relieve por el Sermón y no destinada a todos, sino a los discípulos escogidos que se acercan a Jesús para escucharle, según una interpretación de Mt 5,1, es decir, un grupo llamado a la perfección. Lutero, por su parte, rechaza la distinción entre los preceptos y los consejos, aplicando simplemente al Sermón la respuesta que ya había dado a la cuestión del papel que desempeña la Ley de Moisés. Lo mismo que con ésta, el primer «uso» del Sermón, su primera función, es convencernos de nuestro pecado y hacernos acudir consecuentemente a la sola fe. Únicamente Cristo, en efecto, ha realizado para todos la doctrina del Sermón y él nos reviste de la justicia que explica por medio de la fe.
La encíclica da por supuesta toda esta problemática vinculada a la moral evangélica y relaciona con ella en su respuesta las dificultades concretas con las que los cristianos se pueden encontrar en la práctica de la doctrina moral enseñada por la Iglesia.
La respuesta nos llega de San Pablo y de los Padres: el hombre no puede imitar el amor de Cristo con sus solas fuerzas, sino solamente por la virtud del don de Dios; ése será precisamente el don del Espíritu, que derrama el amor en los corazones. En relación con esta gracia necesaria, la Ley cumple una función pedagógica: es ella la que hace que el hombre tenga conciencia del pecado, de su incapacidad, y la que le abre a la súplica, a la acogida del Espíritu [44]. A propósito de ello recoge la encíclica una afirmación de San Agustín que expresa significativamente las relaciones entre la gracia y la Ley: «La ley ha sido dada para que pidamos la gracia; la gracia ha sido dada para que cumplamos la ley». En el capítulo III, al término de la exposición de los problemas morales, vuelve sobre este punto: sean las que fueren las tentaciones y la dificultad, junto con sus mandamientos el Señor siempre nos da la posibilidad de observarlos con la ayuda de su gracia que coopera con la libertad humana [45]. La propia conciencia de nuestra debilidad prepara nuestro corazón a recibir la misericordia de Dios y despierta en nosotros el deseo de la gracia.
El tratado de la Gracia en la Moral
A quienes conocen los estudios de teología les será fácil entender el cambio que se ha introducido: junto a la ley debe encontrar su lugar en la moral el tratado de la gracia. Ello es consecuencia directa de la reinserción de la Ley Nueva en el estudio de las leyes. Y significa, según la encíclica, que en adelante ya no se puede enseñar moral sin hablar de la gracia y sin reservarle un buen lugar, sin mostrar de qué manera interviene en la vida de todo cristiano por medio de actos concretos, como la oración, en la cual se ejercitan la fe y la esperanza y se nutre la caridad, y se descubre asimismo de modo admirable la acción del Espíritu Santo, que es el maestro de la oración.
Como se ve, todo está relacionado. La pregunta del joven rico sobre lo que es bueno para la vida eterna ha renovado y dilatado la cuestión moral: ésta no puede tener plena respuesta más que en Dios, pues sólo él es Bueno. A la luz de las Escrituras hemos recuperado la interpretación del Decálogo, considerándolo como un don de Dios que exige una respuesta de amor. Considerado desde la caridad, a la que guía en su primera etapa, el Decálogo nos prepara para redescubrir el camino de la perfección trazado por el Sermón e iluminado por la Ley Nueva, en la que nos sostiene la gracia del Espíritu. De modo que podemos restablecer una continuidad progresiva entre las distintas etapas de la caridad y una unidad profunda dentro del pueblo cristiano conforme a la llamada hecha a todos para seguir a Cristo y para recorrer los caminos de la santidad. Las enseñanzas del Señor, finalmente, y la misma conciencia de nuestra debilidad nos hacen ver la necesidad de la gracia para responder a semejante vocación. Felizmente, esa gracia nos ha precedido: basta con que la acojamos con la libre espontaneidad del amor.
En el centro de esta renovación de las líneas de la moral se encuentra la doctrina de la Ley Nueva, que en cierto sentido es expresión del corazón mismo del Evangelio. Gracias a ella se restablecen los lazos fuertes y profundos, entre la moral y el Evangelio. La Ley Nueva y la ley natural, unidas, pueden llevarnos a reconstituir una enseñanza moral a la vez auténticamente cristiana y plenamente humana. Únicamente nos faltará desarrollar la potencialidad contenida en la doctrina evangélica como lo hicieron los Padres. A nuestro modo de ver, la línea más fructífera se halla en una moral de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo conforme al modelo propuesto por Santo Tomás de Aquino, siempre que hagamos valer plenamente todos los elementos evangélicos que su doctrina contiene.
En su primera parte, la encíclica ha devuelto a la moral sus fundamentos cristianos; ahora les toca a los moralistas construir sobre estos cimientos. Y queda mucho por hacer.
El «proporcionalismo» y la Ley Nueva
Terminaremos nuestro estudio echando una mirada a la segunda parte de la encíclica y a la crítica que hace de ciertas teorías hoy extendidas en la enseñanza católica, especialmente bajo la forma del «proporcionalismo» y del «consecuencialismo», que son dos variantes de un mismo sistema. En ella encontraremos una especie de contraprueba de lo dicho en relación con el papel de la Ley Nueva en la moral. Efectivamente, dichas teorías se orientan en una dirección exactamente contraria a la del esfuerzo de renovación evangélica emprendido por la encíclica y constituyen hoy en día el mayor obstáculo para su aceptación.
El «proporcionalismo» es, de hecho, una transformación y como una metamorfosis de la casuística de estos últimos siglos; utiliza los mismos fundamentos y categorías de los manuales, modificándolos en el sentido de una tecnificación adaptada a la mentalidad moderna con la ayuda de una reflexión de inspiración kantiana. La idea clave del sistema es la aplicación a todos los actos morales de la teoría de la causa de doble efecto, utilizado tradicionalmente para la solución de casos difíciles. Partiendo del plano «premoral», se tiene en cuenta que todo acto que hagamos produce efectos buenos y malos, útiles y perjudiciales, y que, por tanto, debe ser juzgado de acuerdo con un cálculo comparativo de esa doble serie de consecuencias y del conjunto de circunstancias comparadas con el fin que se persigue [46]. Esta forma de juzgar, tomada de la casuística, está muy próxima a los métodos de razonamiento utilizados en la técnica industrial con miras a la utilidad, a la eficacia, a la productividad. Nos encontramos, pues, frente a una especie de técnica del juicio moral que ha elaborado sus propios procedimientos, sus categorías y hasta su vocabulario propio, como cuando se habla de la «rectitud» de un acto (Richtigkeit, rightness) anterior a su bondad moral (Gutheit, goodness), lo cual hace difíciles las publicaciones de esta escuela para los no iniciados.
En relación con la enseñanza del Evangelio, el «proporcionalismo» acentúa grandemente la separación que se podía reprochar a la casuistica. Desde el primer momento, este sistema introduce una división entre el Evangelio y la moral que los convierte prácticamente en independientes entre sí. Tal es la distinción introducida en el seno de la moral cristiana entre el plano trascendental, el orden de la salvación, como también dice la encíclica, que comprende las actitudes y conductas que comprometen la vida y la persona de una manera global, para con Cristo, para con Dios, para con el prójimo —aquí la aportación de las Escrituras es grande—, y el plano categorial, en el cual se ordenan los actos particulares según las categorías formadas por los mandamientos y las virtudes como la justicia, la castidad, la veracidad. Dentro de este nivel, los documentos bíblicos no nos suministrarían normas propias, claras y precisas, y universalmente aplicables. Aquí no contaríamos con una aportación específicamente cristiana, sino con una moral simplemente humana [47].
Este recorte tiene grandes consecuencias, ya que todos los problemas éticos hoy en discusión, junto con las normas que los rigen, entrarán dentro del plano categorial. Tal será la ética propiamente dicha —separada de la aportación cristiana—, convirtiéndose en un simple contexto de clima favorable, en una confirmación, en un sedante de la inquietud humana.
Nos volvemos a encontrar, pues, con la distinción clásica entre moral y espiritualidad; pero, acentuando esa distinción, pasa a convertirse en separación sistemática, ya que el nuevo sistema se presenta como una moral puramente racional concerniente sólo a las relaciones interhumanas, y, haciendo valer con fuerza una reivindicación de autonomía en nombre del magisterio de la razón, rechaza el Magisterio de la Iglesia al plano categorial, tal como la admitía la casuística tradicional en el orden de la ley natural. Frente a la voluntad de evangelización que anima a la encíclica, desde el lado proporcionalista se puede hablar de una voluntad de secularización de la moral.
El sistema proporcionalista se constituye también en obstáculo contra el acceso al Evangelio por su forma complicada, técnica, se podría decir esotérica, de proponer los problemas morales, exigiendo una formulación de normas concretas que no se hallan en las Escrituras, ni tampoco en el lenguaje corriente. Dirán, pues, que la enseñanza moral se reduce a una simple exhortación, a una parenesis, a una espiritualidad. La ética, por tanto, se podrá constituir sin necesidad de recurrir a las Escrituras, manteniéndose más bien alejada de la Revelación por temor a una intervención exterior, dogmática, como dicen.
Nos encontramos en los antípodas de la enseñanza de la encíclica, la cual se esfuerza por mostrar cómo el Evangelio y las virtudes teologales deben penetrar la actividad toda del cristiano, hasta sus actos concretos y problemas de cada día, cómo actúa en nosotros especialmente la caridad desde el momento en que despierta nuestra conciencia a la aspiración al bien, a la cual responde en primer lugar el Decálogo con las promesas de Dios, y después la Ley Nueva, que la lleva a la perfección por medio del seguimiento de Cristo.
Idéntica oposición hallamos en cuanto a la doctrina de la ley natural, que la encíclica consolida asociándola con la Ley Nueva y defendiendo con fuerza su aplicación universal. El sistema proporcionalista, por el contrario, que se presenta a sí mismo gustosamente con la aureola de la razón y de la ciencia con pretensiones de rigor, conduce lógicamente al abandono de la ley natural que constituía la base sólida de la casuística introduciendo la relatividad en las normas morales, las cuales hace depender del cálculo variable de las consecuencias y de la multiplicidad de las circunstancias de orden cultural, histórico, social o personal. De esta forma arrebata al Evangelio su base natural, dada por Dios creador, y de la cual necesita para encauzar la actividad humana hacia la bienaventuranza prometida.
La separación entre el «proporcionalismo» y el Evangelio se acrecienta aún más debido al distanciamiento añadido y característico de este sistema entre el plano premoral, en el cual sitúa todos los elementos concretos de la valoración de los actos, y el plano moral, que depende de la intención ulterior de la voluntad [48]. Esta reducción del juicio a un cálculo de las consecuencias, con olvido del plano propiamente moral, lleva a dejar de lado los valores más específicamente morales y humanos.
Estos, en efecto, son irreductibles a semejantes cálculos de utilidad, ya que exigen ser elegidos y queridos por sí mismos, incluso con perjuicio del propio interés y a veces hasta con peligro de la vida. Tal ocurre con la justicia, la verdad, el amor generoso, y más aún con la caridad. Son todas las virtudes, las cualidades del espíritu y del corazón en su conjunto, las que quedan comprometidas por la reducción de la evaluación de las obras a la técnica de un juicio.
Pues bien: la interioridad moral, el «corazón», ése es el lugar en donde el Evangelio arraiga en nuestros actos y donde nos ilumina con su luz. No hay técnica alguna que pueda penetrar hasta aquí, hasta el interior de la conciencia en donde nace la fe en Cristo y en donde obra el Espíritu, en donde se desarrolla el amor a Dios y al prójimo, resumen de la Ley y del Evangelio. Por eso para San Pablo la pertenencia a Cristo y el amor fraterno son criterios primordiales a la hora de juzgar los casos de conciencia que le son consultados en la primera carta a los Corintios, dándonos así un ejemplo de discernimiento cristiano que se halla por encima de cualquier consideración utilitaria.
Como vemos, el debate abierto por la encíclica abarca toda la moral cristiana. Afecta al lugar que debe ocupar el Evangelio dentro de la enseñanza moral y alcanza al mismo tiempo a los valores fundamentales que constituyen la ley natural, puestos en peligro por una tecnificación excesiva del juicio moral, que a su vez compromete el carácter universal y permanente de las leyes morales en su conjunto [49].
Notas
[1] Cfr S. Pinckaers y C. J. Pinto de Oliveira, Universalité et permanence des Lois morales, Fribourg-París 1986.
[2] VS, n. 4.
[3] Cfr Conc. Vaticano II, Decreto Optatam totius sobre la formación de los sacerdotes, n. 16.
[4] VS, n.19.
[5] VS, n. 20.
[6] Mt 19,16.
[7] VS, n.7.
[8] Cfr CEC, 1716-1729.
[9] VS, nn.8-9.
[10] Cfr Rom 2,14.
[11] VS, n. 12.
[12] VS, n. 12.
[13] Dt 6,4-5.
[14] VS, n. 22.
[15] VS, n. 11.
[16] VS, n. 13.
[17] VS, n. 13.
[18] VS, n. 13.
[19] VS, nn.12, 15-16, 24, 45.
[20] Cfr I-II q.106-108.
[21] Cfr Ier 31,31.
[22] Cfr Rom 8.
[23] Cfr I-II q.106 a.l y q.108 a.l.
[24] Cfr q.107.
[25] q.108 a.3.
[26] Cfr CEC, nn.1965-1986.
[27] Cfr CEC, nn.1965-1974.
[28] Cfr Jn 13,24.
[29] Cfr CEC, n.1971.
[30] Cfr VS, n. 26.
[31] Cfr CEC, nn. 1967-1970.
[32] VS, n. 15.
[33] VS, n. 16.
[34] Cfr Mt 5-7
[35] Cfr nuestra obra: Les Sources de la Morale chrétienne, Fribourg-París 1993, capítulo VII, «La morale de saint Thomas est-elle chrétienne?».
[36] CEC, n. 2013.
[37] CEC, n. 2014.
[38] Cfr VS, n. 17.
[39] Cfr VS, n. 18.
[40] VS, n. 18.
[41] 1 Tes 1,6 y 2 Tes 3,7; cfr también Flp 2,5, 1 Pe 2,21.
[42] Jn 15,12.
[43] VS, n. 20.
[44] Cfr VS, n. 23.
[45] Cfr CEC, nn.102-103.
[46] P. Knauer, La détermination du bien et du mal moral par le principe du double effet, en NRTh 87 (1965) 356-376. Asimismo, del mismo autor, Zu Grundbegriffen der Enzyklika «Veritatis splendor», Stimmen der Zeit 119 (1994) 14-26.
[47] J. Fuchs, Existe-t-il une morale chrétienne?, Gembloux, 1973.
[48] L. Janssens, Ontic Evil and Moral Evil, Lovain Studies 4 (1972), 115-156.
[49] Para más detalles, cfr nuestra obra: Ce que’on ne peut jamais faire. La question des actes intrinsèquement mauvais. Histoire et discussion, Fribourg-París 1986.
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