Oficina de Publicaciones de la Unión Europea

Hace más de medio siglo, una serie de líderes visionarios inspiraron la Unión Europea en la que vivimos hoy. Sin su energía y su motivación no tendríamos esta zona de paz y estabilidad que ahora damos por supuesta. Había  entre  ellos desde miembros de la resistencia hasta abogados, porque los padres fundadores eran un grupo heterogéneo de personas que compartían un mismo ideal: una Europa pacífica, próspera y unida. Esta publicación relata la historia de once de esas personas. Pero muchas otras inspiraron y trabajaron con denuedo por el proyecto europeo:

Konrad Adenauer 1876 – 1967

El primer Canciller de la República Federal de Alemania, que estuvo al frente del nuevo Estado de 1949 a 1963, influyó más que nadie en la historia alemana y europea de la posguerra.

Como muchos políticos de su generación, Adenauer  se  convenció,  tras  la  Primera Guerra Mundial, de que una paz duradera solo podría lograrse con una Europa unida. Su experiencia durante el Tercer Reich (fue apartado de su cargo de alcalde de Colonia por  los nazis) le reafirmó en esta opinión.

En los seis años que transcurrieron entre 1949 y 1955, Adenauer logró una serie de objetivos trascendentales en política exterior que vincularon el futuro de Alemania a la alianza occidental: ingreso en el Consejo de Europa (1951), fundación de la Comunidad

Europea del Carbón y del Acero (1952) y entrada de Alemania en la OTAN (1955).

Una piedra angular de la política exterior de Adenauer fue la reconciliación con Francia.

Junto con el Presidente francés, Charles de Gaulle, marcó un punto de inflexión en la historia: en 1963, los archienemigos     de antaño, Alemania y Francia, firmaron un tratado de amistad que  fue  un  verdadero  hito  en  el  camino  hacia  la integración europea.

Política alemana

Konrad Adenauer, que nació el 5 de enero de 1876 en la católica Colonia, procedía de una familia de origen humilde, pero guiada por el orden y disciplina inculcados por su padre. En 1904, su matrimonio con la hija de una influyente familia de Colonia le permitió entrar en contacto con políticos locales y le llevó a dedicarse activamente a la política. Supo aprovechar plenamente su talento para dar alas a su carrera política como miembro del partido católico «Zentrum» y, en 1917, se convirtió en alcalde de Colonia. En el puesto, participó en grandes proyectos como la construcción de la primera autopista de Alemania, entre Colonia y Bonn, y pasó a ser conocido como una personalidad decidida y decisiva. Evitando el extremismo político que atrajo a tantas personas de su generación, Adenauer se propuso inculcar el sentido del deber, el orden y los valores y principios morales cristianos a sus conciudadanos.

A finales de la década de 1920, el Partido nazi lanzó una campaña de difamación contra Adenauer. Le acusaron de tener sentimientos antialemanes, de derrochar fondos públicos y de simpatizar con el movimiento sionista. Con los nazis en el poder en 1933, Adenauer se negó a decorar la ciudad con esvásticas para una visita de Hitler, lo cual provocó que le destituyeran de su puesto y le congelaran sus cuentas bancarias. Se quedó sin trabajo, sin hogar y sin ingresos, pasando a depender de la benevolencia de sus amigos y de la Iglesia. Aunque intentó no llamar la atención durante la guerra, fue arrestado en varias ocasiones. Tras el intento de asesinato fallido contra Hitler en 1944, Adenauer fue encarcelado en la temida prisión de la Gestapo en Colonia Brauweiler.

Finalizada la guerra, los estadounidenses rehabilitaron a Adenauer en el cargo de alcalde de Colonia, pero poco después fue nuevamente destituido por los británicos cuando Colonia pasó a pertenecer a la zona de ocupación británica. Esto le permitió dedicar su tiempo a la creación de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU), con la que esperaba reunir a los alemanes católicos y protestantes en un único partido. En 1949 se convirtió en el primer Canciller de la República Federal de Alemania (Alemania Occidental). En un principio, parecía que Adenauer ocuparía el cargo de Canciller durante un breve período de tiempo, dado que ya tenía 73 años. No obstante, a pesar de ello, Adenauer (apodado «Der Alte» o «El viejo») permaneció en el puesto durante 14 años, por lo que no solo fue el alcalde más joven de Colonia, sino también el Canciller más anciano de la historia de Alemania. Bajo su liderazgo, Alemania Occidental se convirtió en una democracia estable y logró reconciliarse de forma duradera con sus países vecinos. Logró recuperar parte de la soberanía para Alemania Occidental integrando el país en la nueva comunidad euroatlántica (la OTAN y la Organización Europea de Cooperación Económica).

Contribución a la integración europea

Las experiencias de Adenauer durante la Segunda Guerra Mundial hicieron de él un político realista. Su visión del papel de Alemania en Europa estaba profundamente influida por las dos Guerras Mundiales y la enemistad secular entre Alemania y Francia. Por consiguiente, se centró en el fomento de la idea de cooperación paneuropea.

Adenauer fue un gran defensor de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, propuesta el 9 de mayo de 1950 en la Declaración Schuman, y del posterior Tratado de la Comunidad Económica Europea en marzo de 1957.

Las opiniones de Adenauer sobre Europa se basaban en la idea de que la unidad europea era indispensable para alcanzar una paz y estabilidad duraderas. Por esta razón, trabajó incansablemente para lograr la reconciliación entre Alemania y sus antiguos enemigos, especialmente Francia. Más tarde, en 1963, el Tratado del Elíseo, también llamado Tratado de Amistad, selló esta reconciliación. En él, Alemania y Francia sentaban una base firme para unas relaciones que pondrían fin a siglos de rivalidad.

Gracias a su talento político, su determinación, su pragmatismo y su clara visión del papel de Alemania en una Europa unida, Adenauer logró que su país se convirtiera en la sociedad libre y democrática que conocemos hoy. Ahora estos valores no solo se dan por supuestos, sino que están profundamente arraigados en la sociedad alemana moderna.

Konrad Adenauer es una de las figuras más notables de la historia europea. Para él, la unidad europea no solo significaba la paz, sino también el modo de reintegrar la Alemania de posguerra en la vida internacional. Europa no sería como la conocemos en la actualidad sin la confianza que logró generar en otros Estados europeos mediante la coherencia de su política exterior. Sus compatriotas aún siguen reconociendo sus logros y, en 2003, le nombraron «el alemán más grande de todos los tiempos».

Joseph Bech 1887- 1975

Joseph Bech fue el político luxemburgués que impulsó la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero a principios de los años 50 del siglo XX y uno de los principales arquitectos de la integración europea a finales de esa década.

Un memorando conjunto de los países del Benelux dio pie a la celebración de la Conferencia de Mesina en junio de 1955, allanando así el camino a la Comunidad Económica Europea.

Bech vivió en Luxemburgo durante las dos Guerras Mundiales y esa experiencia le permitió comprender lo indefenso que puede estar un pequeño Estado aislado entre dos vecinos poderosos. Gracias a ello, captó la importancia del internacionalismo y de la cooperación entre Estados para lograr una Europa estable y próspera. Contribuyó a la creación de la unión del Benelux entre Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo, una experiencia que resultó muy útil durante el desarrollo de las instituciones europeas. Desde entonces, el proceso de formación de esta unión entre tres pequeños Estados se ha considerado un prototipo de la propia Unión Europea.

Juventud y carrera política

Joseph Bech nació el 17 de febrero de 1887 en Diekirch (Luxemburgo). Estudió Derecho en Friburgo (Suiza) y en París. Después de graduarse en 1914, abrió un bufete de abogados y, ese mismo año, fue elegido al Congreso de Diputados luxemburgués por el recién fundado Partido Cristiano.

En 1921, Bech fue nombrado Ministro de Interior y Educación. En 1926 se convirtió en Primer Ministro, además de ocupar el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores y de Agricultura. Fue precisamente durante su mandato como Primer Ministro, entre 1926 y 1936, cuando estalló la crisis financiera mundial. Bech comprendió la gran importancia que tienen las exportaciones para la economía de un país. Como el principal socio comercial de Luxemburgo era Alemania, el país dependía en gran medida de su vecino.  En consecuencia, Bech se esforzó por limitar en la medida de lo posible la dependencia económica de Alemania. En sus intentos por ampliar el mercado para el sector luxemburgués del acero, negoció por primera vez una mayor cooperación económica y una unión aduanera con Bélgica y, posteriormente, con los Países Bajos. Esos esfuerzos contribuyeron a la formación de la unión del Benelux durante la Segunda Guerra Mundial.

La Segunda Guerra Mundial

Cuando la Alemania nazi invadió Luxemburgo el 10 de mayo de 1940, Bech se vio obligado a exiliarse con otros Ministros y con la Jefa de Estado, la Gran Duquesa Charlotte, y formó un Gobierno en el exilio en Londres. Como Ministro de Asuntos Exteriores, firmó el Tratado del Benelux en 1944. Su experiencia en la creación de una unión económica favorable a la libre circulación de trabajadores, capital, servicios y mercancías en la región resultaría muy útil posteriormente durante la creación de la Comunidad Económica Europea.

 Toda la carrera de Bech estuvo marcada por la memoria de la Primera Guerra Mundial y la crisis posterior, en la que Luxemburgo corrió el riesgo de ser absorbido por sus vecinos. Esta sensación de impotencia le llevó a defender un fuerte internacionalismo.

En consecuencia, representó a Luxemburgo en todas las negociaciones multilaterales celebradas durante y después de  la Segunda Guerra Mundial e instó a sus compatriotas a aceptar la adhesión del Gran Ducado a las organizaciones internacionales que se estaban creando: el Benelux en 1944, las Naciones Unidas en 1946 y la OTAN en 1949.

La Comunidad Europea del Carbón y del Acero

El 9 de mayo de 1950, Bech era Ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo. Consciente de la necesidad de que su país uniese a sus vecinos mediante acuerdos económicos y políticos, acogió con gran entusiasmo la propuesta presentada en dicha fecha por su homólogo francés, Robert Schuman, para crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Sabía que esto brindaría a Luxemburgo las oportunidades que necesitaba y permitiría al país disfrutar de un lugar y una voz en Europa. El papel de Luxemburgo en Europa se afianzó aún más cuando logró que la sede de la Alta Autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero se fijase en Luxemburgo.

A continuación, Bech respaldó los planes de formar una Comunidad Europea de Defensa. Francia rechazó el proyecto  en  1954, pero a la integración europea todavía le quedaba mucho camino por delante.

La Conferencia de Mesina

Entre el 1 y el 3 de junio de 1955, Joseph Bech presidió la Conferencia de Mesina, que más tarde conduciría al Tratado de Roma, por el que se constituyó la Comunidad Económica Europea. La Conferencia se centró en un memorando presentado por los tres países del Benelux, con Joseph Bech como representante de Luxemburgo. El documento combinaba planes propuestos por Francia y los Países Bajos, ofreciendo tanto nuevas actividades en los sectores del transporte y la energía, en particular la nuclear, y un mercado común general, centrándose en la necesidad de disponer de una autoridad común con competencias reales. Basándose en la experiencia obtenida con el Benelux y la Comunidad Europa del Carbón y del Acero, los tres Ministros de Exteriores presentaron un proyecto que desarrollaba una idea del Ministro neerlandés Johan Willem Beyen, según el cual la cooperación económica constituía el modo de lograr la unificación europea. El «Informe Spaak», llamado así por el Ministro belga Paul-Henri Spaak, Presidente del Comité que lo había redactado, se convirtió en la base de la Conferencia Intergubernamental que redactó los tratados sobre un mercado común y la cooperación en materia de energía atómica, tratados que se firmaron en Roma el 25 de marzo de 1957.

En 1959, después de haber ocupado el puesto desde 1929, Bech renunció a la cartera de Asuntos Exteriores. Entre 1959 y 1964 presidió la Cámara de Diputados, hasta que abandonó la política a la edad de 77 años. Falleció once años después, en 1975.    En la actualidad, por el papel que desempeñó en la unificación de Europa, le consideramos uno de los padres fundadores de   la Unión Europea. Fue un magnífico ejemplo de cómo un país pequeño como Luxemburgo puede desempeñar un gran papel en la esfera internacional.

Johan Willem Beyen 1897- 1976

Johan Willem Beyen: un plan para un mercado común

El político, empresario y banquero internacional Johan Willem Beyen fue un político neerlandés que, con su «Plan Beyen», dio un nuevo impulso al proceso de integración europea a mediados de la década de 1950.

Beyen es uno de los miembros menos conocidos del grupo de los padres fundadores de la UE. Quienes tuvieron trato con él lo admiraban por su encanto, su internacionalismo y su habilidad para las relaciones sociales.

En los Países Bajos, siendo Ministro de Asuntos Exteriores, Beyen realizó una gran aportación al proceso de unificación europea. Fue capaz  de  convencer  a  las  fuerzas más reacias de los Países Bajos, así como de Europa, para que aceptasen la integración europea. Su «Plan Beyen» era una propuesta de unión aduanera y amplia cooperación económica dentro de un mercado común. Lo esencial de este plan se plasmó en los Tratados de Roma de 1957 y desde entonces constituye la base de la Unión Europea.

Primeros años

Johan Willem (“Wim”) Beyen nació el 2 de mayo de 1897 en Utrecht, Países Bajos. Hijo de una familia acomodada, disfrutó de una infancia tranquila y recibió una educación internacional centrada en la literatura y la música. Después de licenciarse en Derecho por la Universidad de Utrecht en 1918, comenzó su carrera en el sector financiero nacional e internacional. Empezó trabajando en el Ministerio de Hacienda de su país, pero en 1924 pasó a ejercer en el mundo de la empresa y la banca. Más tarde se convertiría en presidente del Banco de Pagos Internacionales y en director de la empresa de bienes de consumo británico- neerlandesa Unilever.

La Segunda Guerra Mundial

Durante la Segunda Guerra Mundial, Beyen trabajó en el exilio en Londres, mientras su país de origen estuvo ocupado por la

Alemania nazi. En 1944 desempeñó un papel destacado en la Conferencia de Bretton Woods, donde se sentaron las bases de la estructura financiera internacional de postguerra. A partir de 1946 representó a los Países Bajos en el consejo del Banco Mundial y, a partir de 1948, desempeñó la misma función en el Fondo Monetario Internacional.

Ministro de Asuntos Exteriores

Beyen fue Ministro de Asuntos Exteriores de los Países Bajos durante los años de reconstrucción que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Durante la guerra, Beyen se había convencido de la necesidad de una cooperación económica regional plena para evitar que se repitiese una crisis financiera como la de la década de 1930. En la posguerra, los líderes de toda Europa empezaron a comprender que la cooperación internacional era el único modo de superar los horrores de la guerra y de las crisis económicas. Mientras que algunas iniciativas se centraron en promover esta cooperación a escala mundial, Beyen creía que se podía llegar más lejos en el plano regional. En 1948 se dieron los primeros pasos hacia una cooperación económica con el Plan Marshall, el vasto paquete de ayuda estadounidense para Europa, que exigía a los países europeos que coordinasen los asuntos económicos en la OCDE. Tras la Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950, se creó, en 1952, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero con el objetivo último de imposibilitar las guerras en Europa.

Beyen en la Conferencia de Mesina, donde presentó su plan de cooperación económica en Europa.

El Plan Beyen

Sin embargo, Beyen creía que la cooperación entre las naciones europeas podía ir aún más allá. Se dio cuenta de que, en aquel momento, sería complicado alcanzar la integración política y convenció a sus colegas neerlandeses y europeos de que se podría progresar más profundizando la cooperación económica, pensando que después llegaría la unificación política. Con esta idea en mente elaboró el Plan Beyen. Gracias a su experiencia en la banca y las finanzas internacionales, sabía que a escala nacional era difícil resolver cuestiones como los obstáculos al comercio y el desempleo, problemas que requerían un enfoque más internacional. Aunque dentro del Gobierno neerlandés se encontró con reticencias y la oposición frontal de algunos miembros, logró presentar el plan tanto en las negociaciones sobre la Comunidad Europea de Defensa como en los debates sobre la Comunidad Política Europea a principios de la década de 1950.

Un mercado común

En un principio, apenas obtuvo apoyo, especialmente porque en aquel momento el Gobierno francés no estaba interesado en  una mayor integración económica. No obstante, cuando la idea de crear una Comunidad Europea de Defensa fracasó porque el Parlamento francés decidió no ratificar el Tratado, la situación cambió. Dado que no se conseguiría ni la comunidad de defensa prevista ni con una comunidad política, se llegó a un punto muerto. Esto hizo que el Plan Beyen recobrara actualidad. El plan se basaba en la idea de que era necesaria una cooperación económica plena, no solo en el ámbito del carbón y el acero, sino en el conjunto de los sectores. Por consiguiente, la solución consistía en crear un mercado común para todos los productos, al estilo de la cooperación establecida entre Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo mediante el acuerdo del Benelux de 1944. Los países del Benelux, guiados por el Ministro Paul-Henri Spaak de Bélgica, combinaron las ideas de Beyen con un plan francés de creación de una Comunidad de la Energía Atómica y ofrecieron a Beyen la oportunidad de presentar sus planes durante la Conferencia de Mesina en 1955. Allí explicó que la unidad política no podría alcanzarse sin un mercado común con algunas responsabilidades compartidas en materia de política económica y social y una autoridad supranacional. Sus ideas tuvieron eco en las opiniones expresadas por otros participantes de la Conferencia, por lo que seis países acabaron firmando los Tratados de Roma en marzo de 1957 y creando la Comunidad Económica Europea y Euratom.

Posteriormente se pasó a menudo por alto el papel desempeñado por Beyen, pero su labor impulsó el proceso de integración europea en la década de 1950 y por eso merece un puesto entre las grandes figuras que ahora denominamos los padres fundadores de la Unión Europea. Será recordado durante mucho tiempo como la persona que dio un nuevo impulso al proyecto europeo, justo cuando más lo necesitaba.

Winston Churchill 1874 - 1965

 Winston Churchill: defensor de los Estados Unidos de Europa (de 1940 a 1945 y de 1951 a 1955), Winston Churchill fue uno de los primeros en propugnar la creación de unos «Estados Unidos de Europa». Tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, estaba convencido de que solamente una Europa unida podía garantizar la paz. Su objetivo era eliminar de una vez por todas las lacras europeas del nacionalismo y el belicismo.

Formuló sus conclusiones, fruto de las lecciones de la historia, en su famoso «Discurso     para la juventud académica», pronunciado en la Universidad de Zúrich en 1946: «Existe un remedio que... en pocos años podría hacer a toda Europa… libre y... feliz. Consiste en volver a crear la familia europea, o al menos la parte de ella que podamos, y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir  una especie de Estados Unidos de Europa.»

De esta forma, el que fuera impulsor de la coalición contra Hitler se convirtió en un militante activo de la causa europea. Winston Churchill también fue conocido como pintor y escritor; en 1953 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

Primeros años

Aunque de madre estadounidense, Winston Churchill nació el  30 de noviembre de 1874 en el seno de la familia aristocrática británica Spencer-Churchill, emparentada con los Duques de Marlborough. Después de disfrutar de una infancia privilegiada, Churchill comenzó sus estudios en 1888 en Harrow, una de las mejores escuelas masculinas de Londres. No fue un estudiante destacado y, por consiguiente, no disfrutó demasiado de sus años en la escuela.

Al terminar sus estudios en 1893, tuvo que realizar el examen de acceso tres veces para entrar finalmente en Sandhurst, la Real Academia Militar. Sin embargo, después de graduarse, inició una carrera militar que, durante los cinco años siguientes, le permitió librar batallas en tres continentes, ganar cuatro medallas y la

Orden del Mérito, escribir cinco libros y obtener un escaño en el Parlamento, todo ello antes de cumplir 26 años.

Carrera política

Mientras servía en el ejército británico, Churchill trabajó además de corresponsal para un periódico. Cuando informaba sobre la guerra de los bóers en Sudáfrica, saltó a los titulares al fugarse de un campo de prisioneros de guerra; en 1900 regresó a Inglaterra para emprender una carrera política. Fue elegido diputado al Parlamento y ejerció en varios Gobiernos como Ministro de Interior y Primer Lord del Almiraztango (Ministro de Marina). En 1915 se vio obligado a dimitir tras el fracaso de una campaña militar. Decidió volver al ejército y dirigió a los hombres del Sexto Batallón de Fusileros Reales Escoceses en las trincheras de Francia. Cuando se formó un nuevo Gobierno en 1917, fue nombrado Ministro de Municiones. Desde entonces y hasta 1929, Churchill dirigió todos los Ministerios importantes excepto el de Asuntos Exteriores.

En 1929, se distanció de su partido, los Conservadores, hecho que marcó el inicio de un período en el que Churchill estuvo apartado de la política. Siguió escribiendo y se convirtió en un autor de artículos y libros muy productivo y reconocido. Churchill fue una de las primeras personas que reconocieron la creciente amenaza que representaba Hitler, mucho antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, y el primero que expresó su preocupación.

La Segunda Guerra Mundial

En 1939, las predicciones de Churchill se hicieron realidad cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. En 1940 fue elegido Primer Ministro y estuvo a la cabeza de Gran Bretaña durante los difíciles años de la guerra, transmitiendo esperanza y tesón al pueblo británico con sus inspiradores discursos. Su firme negativa a plantearse la derrota o negociar con los nazis alentó la resistencia británica, especialmente al principio de la guerra, cuando Gran Bretaña era el único oponente activo de Hitler. No obstante, después de la guerra perdió las elecciones. Lo que no perdió fue su capacidad para interpretar correctamente el futuro desarrollo de los acontecimientos, como demuestra el famoso discurso que pronunció en Fulton, Missouri, sobre la amenaza de los comunistas soviéticos, donde acuñó el conocido término «telón de acero».

Los «Estados Unidos de Europa»

En 1946, Churchill pronunció otro de sus famosos discursos     en la Universidad de Zúrich, donde propugnó la creación de los

«Estados Unidos de Europa» e instó a los europeos a dejar atrás los horrores del pasado y mirar al futuro. Afirmó que Europa no podía permitirse avanzar arrastrando el odio y la venganza que supuraban las heridas del pasado, y que el primer paso para volver a crear la «familia europea» de justicia, misericordia y libertad consistía en «construir una especie de Estados Unidos de Europa, la única manera de que cientos de millones de trabajadores sean capaces de recuperar las sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida merezca la pena».

Consejo de Europa

Con este alegato a favor de unos Estados Unidos de Europa, Churchill fue uno de los primeros defensores de la integración europea a fin de evitar que se repitiesen las atrocidades de las dos guerras mundiales y propuso, como un primer paso, crear un Consejo de Europa. En 1948 se reunieron en La Haya, con Churchill como presidente de honor, 800 delegados de todos los países europeos en un gran Congreso de Europa.

Esto condujo a la creación del Consejo de Europa el 5 de mayo de 1949, cuya primera reunión contó con la presencia del propio Churchill. Podemos considerar que su llamamiento a la acción impulsó aún más la integración, plasmada posteriormente en los acuerdos alcanzados en la Conferencia de Mesina de 1955, que dos años después dieron lugar al Tratado de Roma. Asimismo, fue Churchill quien planteó por primera vez la idea de un «ejército europeo» destinado a proteger el continente y dotar de cierta fuerza a la diplomacia europea. Además, en 1959 se creó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una década después de que Churchill defendiese esa idea por primera vez.

Al inspirar a los europeos como factor aglutinante en la lucha aliada contra el nazismo y el fascismo, Winston Churchill se convertiría en la fuerza motriz de la integración europea y en un defensor activo de su causa.

Alcide de Gasperi 1881 - 1954

De 1945 a 1953, Alcide de Gasperi, Primer Ministro italiano y Ministro de Asuntos Exteriores, trazó la senda del destino de Italia en los años de posguerra.

Había nacido en Trentino-Alto Adigio (Tirol del Sur), región que, hasta 1918, había pertenecido a Austria. Al igual que otros grandes estadistas de su tiempo, propugnó activamente la unidad europea. Sus experiencias durante el fascismo y la guerra —estuvo encarcelado entre 1927 y 1929, antes de obtener asilo en el Vaticano— le llevaron a la convicción de que únicamente la unión de Europa podía evitar que se repitieran.

Promovió numerosas iniciativas para la fusión de Europa Occidental, colaborando en        la realización del Plan Marshall y creando estrechos lazos económicos con otros países europeos, en particular con Francia. Apoyó el Plan Schuman para la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y contribuyó a desarrollar la idea de la política de defensa común europea.

Primeros años

Alcide de Gasperi nació el 3 de abril de 1881, hijo de un policía de modestos recursos. Creció en la región de Trento, que en aquella época era una de las zonas de habla italiana dentro    del amplio grupo multinacional y multicultural de naciones y pueblos que formaba el Imperio Austrohúngaro. Dado que no había universidades italianas donde pudiese estudiar con una beca, se trasladó a Viena en 1900 para estudiar filología. Allí participó activamente en el movimiento estudiantil católico. Durante esos años de estudiante logró perfeccionar sus aptitudes de mediación que tan importantes le resultarían más tarde en   su vida política. Por ejemplo, comprendió que es más importante encontrar soluciones para los problemas que guardar rencor y creía que lo importante era el fondo, no la forma. En 1905, después de licenciarse, regresó al Trentino y se puso a trabajar de periodista en La Voce Cattolica. También emprendió la actividad política en la Unione Politica Popolare del Trentino y, en 1911, fue elegido para representar a su región en la Cámara de Representantes austriaca. Aprovechó el puesto para defender la mejora de los derechos de la minoría italiana.

La Primera Guerra Mundial y las «Idee Ricostruttive»

Aunque Gasperi se mantuvo políticamente neutral durante la Primera Guerra Mundial, simpatizaba con los esfuerzos del Vaticano por poner fin a la guerra. En 1918, cuando terminó la guerra, la región natal de De Gasperi pasó a formar parte de Italia. Un año después cofundó el Partido Popular Italiano (Partito Popolare Italiano, PPI) y en 1921 fue elegido diputado por este partido. Las fuerzas fascistas del Gobierno italiano fueron ganando peso bajo el liderazgo de Mussolini, utilizando abiertamente la violencia y la intimidación contra el PPI, y el partido fue ilegalizado y disuelto en 1926. El propio Gasperi fue arrestado en 1927 y condenado a cuatro años de prisión. Con ayuda del Vaticano, fue puesto en libertad al cabo de 18 meses. Obtuvo asilo en Ciudad del Vaticano, donde trabajó de bibliotecario durante catorce años. En el transcurso de la Segunda Guerra Mundial escribió «Idee ricostruttive» (Ideas para la reconstrucción), que constituiría el manifiesto del Partido Demócrata Cristiano, fundado en la clandestinidad en 1943. Tras la caída del fascismo, Gasperi estuvo al mando del partido y ejerció de Primer Ministro entre 1945 y 1953 en ocho Gobiernos consecutivos. Hasta la fecha todavía ostenta el récord de longevidad política en la historia de la democracia italiana.

Papel en la integración europea

Durante la denominada «Era De Gasperi», Italia se reconstruyó dotándose de una Constitución republicana, consolidando la democracia interna y adoptando las primeras medidas de reconstrucción económica. Gasperi era un defensor entusiasta de la cooperación internacional. Como responsable de la mayor parte de la reconstrucción de posguerra en Italia, estaba convencido de que el país necesitaba recuperar su papel en la esfera internacional. Con este fin impulsó el establecimiento del Consejo de Europa, convenció a Italia de participar en el Plan Marshall de Estados Unidos y de adherirse a la OTAN. Su estrecha cooperación con los Estados Unidos se desarrolló al tiempo que Italia contaba con uno de los mayores partidos comunistas de Europa Occidental.

Democracia, consenso y libertad

Gasperi creía que la Segunda Guerra Mundial había enseñado a todos los europeos una lección: «el futuro no se construirá por la fuerza ni por el afán de conquista, sino por la paciente aplicación del método democrático, el espíritu de consenso constructivo y el respeto de la libertad». Eso fue lo que dijo cuando aceptó el premio Carlomagno por su compromiso a favor de Europa en 1952. Esta visión explica su diligente respuesta al llamamiento de Robert Schuman, el 9 de mayo de 1950, en pro de una Europa integrada, que llevaría a la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) un año después. En 1954 se convirtió en el primer Presidente de la Asamblea Parlamentaria de la CECA. Gasperi fue un gran defensor de la política común europea de defensa, aunque el proyecto acabó fracasando.

Comunidad Económica Europea

En esos primeros pasos hacia la integración europea, se ha dicho que el papel que desempeñó Gasperi fue el de mediador entre Alemania y Francia, países que llevaban enfrentados desde hacía casi un siglo de guerras. Durante los últimos años de su vida también inspiró la creación de la Comunidad Económica Europea. Aunque no viviría para ver el fruto de sus esfuerzos (falleció en agosto de 1954), su trabajo fue ampliamente reconocido cuando se firmaron los Tratados de Roma en 1957.

Su pasado, su experiencia durante la guerra, su vida bajo el fascismo y la pertenencia a una minoría provocaron que Alcide de Gasperi fuera plenamente consciente de que la unidad europea era esencial para curar las heridas causadas por las dos guerras mundiales y para evitar que se repitiesen las atrocidades del pasado. Le motivaba una clara visión de una Unión de Europa que no sustituyese a los Estados individuales, pero permitiese que se complementaran entre sí.

Walter Hallstein 1901 - 1982

Walter Hallstein: la diplomacia como catalizador de la integración europea

Walter Hallstein, europeo comprometido y resuelto defensor de la integración europea, fue el primer Presidente de la Comisión Europea de 1958 a 1967.

En sus años al frente de la Comisión Europea, Hallstein dedicó sus esfuerzos a impulsar la rápida realización del mercado común. Su entusiasmo, su energía y su poder de convicción favorecieron la causa de la integración incluso después de su etapa como Presidente.

Durante su mandato, la integración avanzó significativamente.

Antes había sido Secretario de Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y ya entonces, en la década de 1950, había logrado el reconocimiento internacional gracias        a la llamada «doctrina Hallstein», que marcó la política exterior alemana durante años y propugnaba ante todo la integración de la joven democracia en Europa Occidental.

Primeros años y experiencias durante la guerra

Walter Hallstein nació el 17 de noviembre de 1901 en Maguncia, ciudad del sudoeste de Alemania donde su padre era inspector de obras. Después de concluir sus estudios en el instituto local, estudió Derecho y Ciencias Políticas en Bonn, Berlín y Múnich. Se licenció en 1925 y empezó a trabajar de ayudante de un catedrático en la Universidad de Berlín. En 1927 comenzó a trabajar de examinador en la Universidad de Rostock, en el norte de Alemania, hasta convertirse en profesor universitario en 1929. Un año después le nombraron catedrático de Derecho de sociedades y de Derecho privado, puesto que ocuparía durante un decenio, convirtiéndose en un experto en la materia y respetado conferenciante de prestigio internacional. Después, pasó a trabajar de profesor en la Universidad de Fráncfort, hasta que le reclutaron para las fuerzas armadas alemanas en 1942, a pesar de su hostilidad hacia el nazismo. Tras la invasión de los Aliados en 1944, Hallstein fue trasladado a un campo de prisioneros de guerra en los Estados Unidos, donde creó una especie de universidad para formar a otros presos en Derecho e informarles sobre sus derechos.

Después de la guerra fue nombrado Vicerrector de la Universidad de Fráncfort. En 1948 recibió una invitación para acudir a la Universidad de Georgetown como profesor visitante, siendo uno de los primeros académicos alemanes en ser invitado a una universidad estadounidense. Sus experiencias en los Estados Unidos reforzaron su convicción de que Alemania debería participar en las iniciativas internacionales destinadas a reforzar los vínculos entre democracias tras la Segunda Guerra Mundial. En su opinión, la adhesión de Alemania a alianzas internacionales como la ONU o la OTAN era esencial para recuperar su lugar en el concierto de las naciones.

La Comunidad Europea del Carbón y del Acero

Las magníficas aptitudes diplomáticas de Hallstein, su apoyo a la unidad europea y sus conocimientos y experiencia especializados en este ámbito hicieron que Konrad Adenauer, el entonces Canciller de Alemania, le nombrase presidente de la delegación encargada de las negociaciones en la Conferencia del Plan Schuman sobre la formación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1950. En esa época, trabajó en estrecha colaboración con su homólogo francés, Jean Monnet. Ninguno de los dos tardó en darse cuenta de que compartían los mismos principios básicos sobre  la necesidad de la integración europea para que el continente recuperase su prosperidad.

En 1951, Adenauer nombró a Hallstein Secretario de Estado del Ministerio Federal de Asuntos Exteriores, donde no solo participó en la creación de la CECA, sino también en el intento de crear una Comunidad Europea de Defensa para unir los presupuestos, fuerzas y políticas de armamento de los países de Europa Occidental. Participó asimismo en las negociaciones con Israel sobre el pago de reparaciones al pueblo judío y desempeñó un importante papel en la estrategia de  relaciones  exteriores  de  Alemania. Lo que pasaría a conocerse como la «doctrina Hallstein» era un estricto acuerdo político de 1955 que estipulaba que Alemania Occidental no mantendría relaciones diplomáticas con Estados que reconociesen a Alemania Oriental (RDA).

La Comunidad Económica Europea

Para Hallstein, el fracaso de los planes de creación de una Comunidad Europea de Defensa en 1954 suponía una amenaza real y de gran alcance para la seguridad de Alemania y Europa Occidental en general, dado que la Unión Soviética podría ampliar más fácilmente su influencia en una Europa dividida. Por esta razón, centró sus esfuerzos en el proceso de integración económica, en lugar de la unión política, y se convirtió en un acérrimo defensor de la unidad europea mediante la formación de una Comunidad Económica Europea. Los primeros pasos hacia la integración económica que permitiría la libre circulación de las personas, bienes y servicios se dieron durante la Conferencia de Mesina en 1955. Aunque en un principio Hallstein quería que la integración fuese completa y se alcanzara lo antes posible, la realidad política de la época le hizo reconocer que una fusión progresiva de los mercados de los Estados miembros sería la opción más beneficiosa para todos. En 1958 entró en vigor el Tratado de Roma y Hallstein se convirtió en el primer Presidente de la Comisión de la Comunidad Económica Europea.

Presidencia de la Comisión

Aunque por aquel entonces Hallstein era consciente de que la integración no se alcanzaría tan pronto como le habría gustado, desde su cargo de Presidente de la Comisión ejerció de fuerza motriz del rápido proceso de integración que se produciría después. Por ejemplo, durante su mandato, denominado «período Hallstein», inició la consolidación del Derecho europeo, lo que influiría notablemente en la legislación nacional. Al defender una Europa federal con una Comisión y un Parlamento fuertes (para evitar que la Unión estuviese continuamente a la sombra de los Gobiernos nacionales), sin duda tenía en mente un objetivo para la Comunidad Europea: la visión de una Europa unida, de conformidad con la Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950. Sin embargo, en la época, el Presidente francés Charles de Gaulle tenía un punto de vista diferente: mientras que Hallstein defendía la formación de una federación, lo cual supondría la cesión de gran parte de las competencias y poderes nacionales a la Unión, De Gaulle creía que Europa debía avanzar hacia una confederación, convirtiéndose en una «Europa de los Estados», en la que los Estados miembros conservarían más poderes. La acumulación de discrepancias entre el Gobierno francés y los demás Estados miembros sobre diferentes cuestiones relacionadas con estas opiniones enfrentadas desembocó en la «crisis de la silla vacía» de 1965, en la que Francia retiró a todos sus representantes de las instituciones europeas hasta que se alcanzó un acuerdo.

Sin la energía, el entusiasmo, las aptitudes de negociación diplomática y el gran poder de convicción de Hallstein, la integración europea no habría avanzado al ritmo al que progresó durante su mandato.

Oficina de Publicaciones de la Unión Europea, en europa.eu/

Jutta Burggraf

Sumario

Prólogo.

I. ¿Qué quiere decir “perdonar”?:

1.Reaccionar ante un mal

2. Actuar con libertad

3.  Recordar  el  pasado

4.  Renunciar  a  la  venganza 

5.  Mirar  al  agresor  en  su  dignidad persona 

II.  ¿Qué  actitudes  nos  disponen  a  perdonar?: 

1.  Amor

2.  Comprensión 

3. Generosidad

4. Humildad

III. Reflexión final.

Todos  hemos  sufrido  alguna  vez  injusticias  y  humillaciones;  algunos  tienen  que  soportar diariamente  torturas,  no sólo  en  una  cárcel,  sino  también  en  un  puesto  de  trabajo  o  en  el entorno  familiar.  Es  cierto  que  nadie  puede  hacernos  tanto  daño  como  los  que  debieran amarnos.  “El  único  dolor  que  destruye  más  que  el  hierro  es  la  injusticia  que  procede  de nuestros familiares,” dicen los árabes.

¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos daña a nosotros  mismos.  Es  una  pena  gastar  las  energías  en  enfados,  recelos,  rencores  o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.

Sólo  en  el  perdón  brota  nueva  vida.  Por  esto  es  tan  importante  educar  en  el  “arte”  de practicarlo.

I.            ¿Qué quiere decir "perdonar"? 

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: “Te perdono”? Es evidente que reacciono  ante un  mal  que  alguien  me  ha  hecho;  actúo,  además,  con  libertad;  no  olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1.    Reaccionar ante un mal

En  primer  lugar,  ha  de  tratarse  realmente  de  un  mal  para  el  conjunto  de  mi  vida.  Si  un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación.  No  todo  lo  que  parece  mal  a  un  niño  es  nocivo  para  él.  Los  buenos  padres  no conceden  a  sus  hijos  todos  los  caprichos  que  ellos piden;  los  forman  en  la  fortaleza.  Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro. 

Por  otro  lado,  perdonar  no  consiste,  de  ninguna  manera,  en  no  querer  ver  este  daño,  en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus  cónyuges,  porque  intentan  eludir  todo  conflicto;  buscan  la  paz  a  cualquier  precio  y pretenden  vivir  continuamente  en  un  ambiente  armonioso.  Parece  que  todo  les  diera  lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros  objetos  para  conseguir  unos  fines  egoístas;  "no  importan"  tampoco  el  fraude  o  el adulterio.  Esta  actitud  es  peligrosa,  porque  puede llevar  a  una  completa  ceguera  ante  los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar (1). 

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla  gruesa,  que  levanta  para  protegerse.  Y  ni  siquiera  se  da  cuenta  de  su  falta  de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir,  de  nosotros  mismos);  y  el  dolor  nos  carcome lenta  e  irremediablemente.  Algunos realizan  un  viaje  alrededor  del  mundo,  otros  se  mudan  de  ciudad.  Pero  no  pueden  huir  del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una  experiencia  traumática  y  puede  ser  la  causa  de heridas  perdurables.  Un  dolor  oculto puede  conducir,  en  ciertos  casos,  a  que  una  persona  se  vuelva  agria,  obsesiva,  medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2.   Actuar con Libertad 

El  acto  de  perdonar es  un  asunto  libre. Es  la  única  reacción  que  no  re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por diente" (2). El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción  en  cadena  siga  su  curso.  Entonces  libero  al  otro,  que  ya  no  está  sujeto  al  proceso iniciado.  Pero,  en  primer  lugar,  me  libero  a    mismo.  Estoy  dispuesto  a  desatarme  de  los enfados y rencores. No estoy "re-accionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí. Superar  las  ofensas,  es  una  tarea  sumamente  importante,  porque  el  odio  y  la  venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma (3). El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado  y  devastador,  creando  una  especie  de  malestar  y  de  insatisfacción  generales.  En consecuencia,  uno  no  se  siente  a  gusto  en  su  propia  piel.  Pero,  si  no  se  encuentra  a  gusto consigo  mismo,  entonces  no  se  encuentra  a  gusto  en ningún  lugar.  Los  recuerdos  amargos pueden  encender  siempre  de  nuevo  la  cólera  y  la  tristeza,  pueden  llevar  a  depresiones.  Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas". (4) En  su  libro  Mi  primera  amiga  blanca,  una  periodista  norteamericana  de  color  describe cómo  la  opresión  que  su  pueblo  había  sufrido  en  Estados  Unidos  le  llevó  en  su  juventud  a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado”. La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una  persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz. Las  heridas  no  curadas  pueden  reducir  enormemente  nuestra  libertad.

Pueden  dar  origen  a reacciones  desproporcionadas  y  violentas,  que  nos  sorprendan  a  nosotros  mismos.  Una persona  herida,  hiere  a  los  demás.  Y,  como  muchas  veces  oculta  su  corazón  detrás  de  una coraza,  puede  parecer  dura,  inaccesible  e  intratable.  En  realidad,  no  es  así.  Sólo  necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias. Hace  falta  descubrir  las  llagas  para  poder  limpiarlas  y  curarlas.  Poner  orden  en  el  propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y,  en ocasiones,  no  conseguimos  darlo. Podemos  renunciar  a  la  venganza,  pero  no al  dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado 

Se puede perdonar llorando. Cuando  una  persona  ha  realizado  este  acto  eminentemente  libre,  el  sufrimiento  pierde ordinariamente  su  amargura,  y  puede  ser  que  desaparezca  con  el  tiempo.  "Las  heridas  se cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen (5). Recordar el pasado Es una ley natural que el tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones" (6). Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado  a  su  agresor,  sino  que  tiene  ciertas  "ganas  de  vivir".  Un  determinado  estado psíquico  -por  intenso  que  sea-  de  ordinario  no  puede  convertirse  en  permanente.  A  este estado  sigue  un  lento  proceso  de  desprendimiento,  pues  la  vida  continúa.

No  podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza. La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto,  es  importante  para  el  ser  humano,  pero  no  tiene  nada  que  ver  con  la  actitud  de perdonar.  Ésta  no  consiste  simplemente  en  "borrón  y  cuenta  nueva".  Exige  recuperar  la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo  en  paz  con  mi  pasado,  puedo  aprender  mucho  de los  acontecimientos  que  he  vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas. Renunciar a la venganza Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon  Wiesenthal (7)  cuenta  en  uno  de  sus  libros  de  sus  experiencias  en  los  campos  de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió  seguirle.  Le  llevó  a  una  habitación  donde  se encontraba  un  joven  oficial  de  la  SS  que estaba  muriéndose.  Este  oficial  contó  su  vida  al  preso  judío:  habló  de  su  familia,  de  su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar  con  un  judío  sobre  esto  y  pedirle  perdón  de todo  corazón."  Wiesenthal  concluye  su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación”. Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno" (8).

Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten  nunca  heridas.  No  es  que  no  quieran  ver  el mal  y  repriman  el  dolor,  sino  todo  lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno de sus lemas (9). Han  logrado  un  férreo  dominio  de    mismos,  parecen  de  una  ironía  insensible.  Se  sienten superiores  a  los  demás  hombres  y  mantienen  interiormente  una  distancia  tan grande  hacia ellos  que  nadie  puede  tocar  su  corazón.  Como  nada  les  afecta,  no  reprochan  nada  a  sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su "magnanimidad". No se dignan mirar  siquiera  a  quienes  "absuelven"  sin  ningún  esfuerzo.  No  perciben  la  existencia  del "pulgón". El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir  y,  por  tanto,  se  renuncia  al  amor.  Una  persona  que  ama,  siempre  se  hace  pequeña  y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la  vida,  que  adoptar  una  actitud  distante  y  superior  a  los  otros.  Cuando  a  alguien  nunca  le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido. 

Mirar al agresor en su dignidad personal “El  perdón”  comienza  cuando,  gracias  a  una  fuerza  nueva,  una  persona  rechaza  todo  tipo  de venganza.  No  habla  de  los  demás  desde  sus  experiencias  dolorosas,  evita  juzgarlos  y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto. El  secreto  consiste  en  no  identificar  al  agresor  con  su  obra  (10).  Todo  ser  humano  es  más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré  llamando  hombres...  Nos  esforzamos  en  respetar  en  ustedes  lo  que  ustedes  no respetaban en los demás" (11). Cada persona está por encima de sus peores errores. Hace  pensar  una  anécdota  que  se  cuenta  de  un  general  del  siglo  XIX.  Cuando  éste  se encontraba en  su  lecho  de  muerte,  un  sacerdote  le  preguntó  si  perdonaba  a sus  enemigos. "No es posible -respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos"(12). El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud  interior.  Significa  vivir  en  paz  con  los  recuerdos  y  no  perder  el  aprecio  a  ninguna persona.  Se  puede  considerar  también  a  un  difunto  en  su  dignidad  personal.  Nadie  está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz. Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En realidad eres mucho mejor." Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1.     Amor Perdonar es amar intensamente.

El verbo latín pedonare lo expresa con mucha claridad: el prefijo  per intensifica el verbo que acompaña,  donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta  el  extremo.  El  poeta  Werner  Bergengruen  ha  dicho  que  el  amor  se  prueba  en  la fidelidad, y se completa en el perdón. Sin  embargo,  cuando  alguien  nos  ha  ofendido  gravemente,  el  amor  apenas  es  posible.

Es necesario,  en  un  primer  paso,  separarnos  de  algún  modo  del  agresor,  aunque  sea  sólo interiormente.  Mientras  el  cuchillo  está  en  la  herida,  la  herida  nunca  se  cerrará.  Hace  falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita. Una  persona  sólo  puede  vivir  y  desarrollarse  sanamente,  cuando  es  aceptada  tal  como  es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas"(13). Hace falta no sólo  "estar  aquí",  en  la  tierra,  sino  que  hace  falta  la  confirmación  en  el  ser  para  sentirse  a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse  con  otros  en  amistad.  En  este  sentido se  ha  dicho  que  el  amor  continúa  y perfecciona la obra de la creación (14). Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para ser yo mismo." Si  no  perdono  al  otro,  de  alguna  manera  le  quito  el  espacio  para  vivir  y  desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden (15). Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2. Comprensión

Es  preciso  comprender  que  cada  uno  necesita  más  amor  que  "merece";  cada  uno  es  más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás. Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado  de  ellos.  Pero  "tomar  a  un  hombre  perfectamente  en  serio,  significa  destruirle," advierte el filósofo Robert Spaemann (16). Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que  hacemos"(17).  Cuando,  por  ejemplo,  una  persona está  enfadada,  grita  cosas  que,  en  el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos  la  cuenta  de  todos  los  fallos  de  una  persona,  acabaríamos  transformando  en  un monstruo, hasta al ser más encantador. Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender.

A veces, impresiona ver cuánto  puede  transformarse  una  persona,  si  se  le  da  confianza;  cómo  cambia,  si  se  le  trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese."

3.     Generosidad

Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones  tan  complejas  en  las  que  la  mera  justicia  es  imposible.  Si  se  ha  robado,  se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón. El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya  que  es  un  don  gratuito  del  amor,  un  don  siempre inmerecido.  Esto  significa  que  el  que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.

El  arrepentimiento del  otro  no  es  una  condición  necesaria  para  el  perdón,  aunque    es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad. Hay  un  modo  "impuro"  de  perdonar  (18),  cuando  se  hace  con  cálculos,  especulaciones  y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero -a pesar de todo." Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.

4.     Humildad 

Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación  puede  tener  carácter  de  una  acusación.  Puede  ocultar  una  actitud  farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia. Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y  puede  molestar  al  agresor  en  cualquier  momento.  "Cuando  uno  perdona,  se  abandona  al otro,  a  su  poder,  se  expone  a  lo  que  imprevisiblemente  puede  hacer  y  se  le  da  libertad  de ofender  y  herir  (de  nuevo)" (19).  Aquí  se  ve  que  hace  falta  humildad  para  buscar la reconciliación. Cuando  se  den  las  circunstancias  -quizá  después  de un  largo  tiempo-  conviene  tener  una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro  no  dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro. El  perdón  es  un  acto  de  fuerza  interior,  pero  no  de  voluntad  de  poder.  Es  humilde  y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima  debe  evitar  hasta  la  menor  señal  de una  "superioridad  moral"  que,  en  principio,  no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde  en  el  corazón  de  los  otros.  Hay  que  evitar que  en  las  conversaciones  se  acuse  al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá  no  nos  demos  cuenta.  Necesitamos  el  perdón  para  deshacer  los  nudos  del  pasado  y comenzar  de  nuevo.  Es  importante  que  cada  uno  reconozca  la  propia  flaqueza,  los  propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

III. Reflexión final Hemos hablado de una labor interior auténtica y dura.

No podemos negar que la exigencia del perdón  llega  en  ciertos  casos  al  límite  de  nuestras  fuerzas.  ¿Se  puede  perdonar  cuando  el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda todopoderosa de Dios. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos referir  estas  palabras  a  los  muros  que  están  en  nuestro  corazón.  Con  la  ayuda  de  buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de Dios, es posible realizar esta tarea sumamente difícil y liberarnos  a  nosotros  mismos.  Perdonar  es  un  acto  de  fortaleza  espiritual,  un  gran  alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad. Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo (20). En un  primer  momento,  generalmente  no  somos  capaces  de  aceptar  un  gran  dolor.  Antes  que nada,  debemos  tranquilizarnos,  aceptar  que  nos  cuesta  perdonar,  que  necesitamos  tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto si son propias, como si son ajenas. 

Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde  habrá  más  vitalidad  y  fecundidad;  podremos  proyectar  juntos  un  futuro  realmente nuevo.  Para  terminar,  nos  pueden  ayudar  unas  sabias  palabras:  "¿Quieres  ser  feliz  un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."

Jutta Burggraf, en docplayer.es/

Notas

1.Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los presupuestos del perdón. Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz Ofrece el perdón, recibe la paz, 1-I-1997.

2.Cft. Mt 5, 38.

3.M.  SCHELER,  Das  Ressentiment  im  Aufbau  der  Moralen,  en  Vom  Umsturz  der Werte, Bern 1972, pp.36s.

4.P. RAYBON, My First White Friend, New York 1996, p.4s.

5.Cfr. D. von HILDEBRAND, Moralia, Werke IX, Regensburg 1980, p.338.

6.A. KOLNAI, Forgiveness, en B. WILLIAMS; D. WIGGINS (eds.), Ethics, Value and Reality. Selected Papers of Aurel Kolnai, Indianapolis 1978, p.95.

7.Cfr. S. WIESENTHAL,  The  Sunflower.  On  the  Possibilities  and  Limits  of Forgiveness,New York 1998. Sin embargo, la cuestión del perdón se presenta abierta para este autor. Cfr. IDEM, Los límites del perdón, Barcelona 1998.

8.P. LEVI,  Sí,  esto  es  un  hombre, Barcelona 1987, p.186. Cfr. IDEM,  Los  hundidos  y  los salvados, Barcelona 1995, p.117.

9.Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto, que era un esclavo. Cfr. EPICTETO,Handbüchlein der Moral, ed. por H. Schmidt, Stuttgart 1984, p.31.

10.El odio no se dirige a las personas, sino a las obras. Cfr. Rm 12,9. Apoc 2,6.

11.A. CAMUS, Carta a un amigo alemán, Barcelona 1995, p.58.

12.Cfr.  M.  CRESPO,  Das  Verzeihen.  Eine  philosophiche  Untersuchung, Heidelberg 2002, p.96.

13.J. PIEPER, Überdie Liebe, München 1972, p.38s.

14. Cfr. Ibid., p.47.

15. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, München 1976, p.99.

16. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p.273.

17. Pero también existe un no querer ver, una ceguera voluntaria. Cfr. D. von HILDEBRAND,Sittlichkeitund   ethische   Werterkenntnis.   Eine   Untersuchung   über ethische Strukturprobleme, Vallendar 1982, p.49.

18. Cfr. V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999, p.144.

19. A. CENCINI, Vivir en paz, Bilbao 1997, p.96.

20. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-II, q.22

 

Eugenio Mariñas Otero

Las tesis que se plantean, a continuación, pueden sin duda, ser discutibles en algunos de sus aspectos, pero reúnen la objetividad precisa para determinar el verdadero e importante papel que tuvo y tiene el Camino de Santiago en el ámbito cultural. Se trata de cuatro tesis principales:

1.  La fragmentación cultural de Occidente y el Camino de Santiago como elemento de consolidación

En la Alta Edad Media, Occidente, Cristiandad y Europa, son conceptos que carecen de relación entre sr. Europa no existía comorealidad ni se aceptaba como idea-fuerza de signo unificador. En cuanto al Occidente y a la Cristiandad, no eran, ni mucho menos, términos comparables: ni todo Occidente era cristiano (puesto que rebrotaron focos de paganismo, y las penínsulas ibérica e itálica serían en mayor o menor medida musulmanas) ni Oriente había sido sometido al Islam (toda el Asia Menor y parte de Africa eran cristianas). No hay que olvidar tampoco que las herejías (en particular la monofisita) creaban mayores problemas al Imperio Romano residual (Bizancio) que el propio avance mahometano (16).

En realidad, y rompiendo otro tópico generalizado, ni la irrupción de las tribus indo-germánicas en el Occidente romano, ni la muy posterior invasión árabe, fueron factores de destrucción cultural. Fue la propia y agotadora decadencia del Imperio Romano lo que produjo, a partir del siglo III, una aculturación de la totalidad del sistema de Occidente.

En Occidente, en efecto, se rompen la organización y el orden clásicos. La sociedad se hace campesina. Los hombres vuelven a la pequeña aldea, al clan, a la tribu, a la magia. Resurgen antiguos atavismos. Las expresiones y los signos culturales se hacen locales, se cierran en sí mismos(17).

En esta larga etapa, que se extiende entre los siglos II y IX, se pierde el sentido y el significado de las Instituciones, la escritura, la moneda, el comercio. La moral y las creencias se relativizan, si bien la Iglesia mantiene -también dentro de un relativismo-  unos focos culturales, que superan la ruptura orgánica general. Pero se trata de una realidad minoritaria y dispersa, que no afecta a la quiebra de Occidente.

Existe la romanía: el Mundo Mediterráneo vinculado a Bizancio, que conserva todavia la proyección cultural romana. Pero será precisamente sobre ese ámbito, sobre el que las incursiones nórdicas y la fuerza del Islam descargarán su fuerza, y acabarán con la última realidad cultural de signo todavía latino.

Occidente, por tanto, queda dividido en compartimentos estancos, con creencias mínimas, en las que la vecindad y la seguridad del grupo ocupa un lugar prioritario. Es un Occidente incomunicado. Aislamiento que se acentúa por la abundancia de bosques, páramos, landas, montañas, pantanos. Un mundo en el que las calamidades y terrores impiden la posibilidad de las realizaciones.

Esta incomunicación sólose rompe por motivos religiosos: el peregrinaje a los Santos Lugares y a Roma. Los palmeros y romeros serán los únicos que transiten por las ruinosas calzadas de la antigüedad. En este universo cerrado, la aparición de un nuevo foco de peregrinación: Santiago de Compostela, tendrá, evidentemente, una importancia decisiva (18).

No se trata de demostrar en esta tesis, ni tampoco en las siguientes, que el Camino de Santiago salvase a Europa de la barbarie o de las tinieblas. Pero lo cierto es que en el proceso del despertar, o de la anábasis cultural europea el Camino de Santiago estaba allí. Era una realidad existencial.

Los hombres piadosos que se aventuraban a peregrinar a Compostela, pasarán a ser los peregrinos por excelencia.

El peregrino es pobre. En todo los lugares que recorre es, en todo caso, bien recibido: “Hospes velut Christus”. Dándo le hospitalidad se participaba en su estado de gracia. Pero, a su vez, estos peregrinos venían de otros lugares y tenían otras costumbres. Se inicia, así, un principio de comunicación en un Occidente dislocado, que tenderá a acelerarse y a ampliar sus posibilidades en el decurso del tiempo.

En primer lugar este principio dinámico actúa en la propia Península Ibérica. Los núcleos de población dispersos y cerrados por la invasión árabe, tenderán a relacionarse entre sí. Es significativo, en ese sentido, que a medida que se extienden los reinos cristianos hacia el sur, aumentan también los caminos y los itinerarios hacia Santiago de Compostela (cabe recordar la prolongación progresiva del «Camino portugués, que se irá extendiendo, conforme a la reconquista de territorios, así como la aparición de nuevos Caminos españoles, como la Ruta de la Plata, el Camino Catalán o la denominada Ruta del Duero) (19).

La polémica Castro-Albornoz, sobre si Santiago fue un producto de la España en formación o viceversa, aunque demasiado enconada en lo personal, es significativa en su sentido (20). los orígenes de una conciencia hispánica, como los de una conciencia europea, serán el lento resultado de una serie de ínterrelaciones, en los que los símbolos, sirven al hecho de una paulatina ruptura de los localismos.

Se trata de procesos difusos de dinámica social, en que los núcleos pasan aser zonas, las zonas ejes, y estos ejes se extienden de modo indefinido: hacia Roma, hacia Compostela, hacia Bizancio, hacia Jerusalém. En esta dinámica, Compostela constituyejuntamente con las rutas de peregrinación que se van consolidando, un factor substancial que adquirirá pleno signi ficado a p artir d el siglo XI.

En efecto, a pe sar de las trabas feudales y monásticas, impuestas por diversas razones a cualquier tipo de desplazamiento, el crecimiento demográfico en las regiones del norte de Europa (Normandia, Valonia) y de España (Asturias, Cantabria, Navarra), la mejora de ciertas técnicas agrarias y artesanas, y a una evidente inquietud ante la cerrazón y limitación vital, provoca un deseo de marcha, un afán por caminar (21).

Viaja ante todo el peregrino, la vida cristiana se identifica con el peregrinar y la búsqueda. Es el “horno viator” trasunto de la frase evangélica “Ego sum via,...”

Pero además, comenzarán a viajar los comerciantes, los cantores, los hombres sabedores. Bernardo de Chartres señalará como una de las claves del saber la marcha a la “terra aliena”, y Bernardo de Claraval dirá que los bosques y las piedras te enseñarán más que cualquier maestro.

Para llegar a esta movilidad, ha sido preciso un cambio profundo en la mentalidad de Occidente. El denominado Renacimiento Carolingio de principios del siglo IX, había afectado escasamente a una pequeña minoría eclesiástica y palatina (22).

Sin embargo, las escuelas monásticas, surgidas en este período, evolucionaron en los dos siglos posteriores: los estudios pasan a ser, también, comunicables. Esta comunicación de conocimientos, se integra en las vías de peregrinación y, en particular, en los caminos franceses hacia Santiago (23).

A su vez, ya finales del siglo XI comienzan a aparecer los primeros burgos o ciudades. las ciudades de madera se conviertenen ciudades de piedra. En estas ciudades nace, como consecuencia de la propia división del trabajo, el intelectual, el que ofrece su saber, al igual que otros artesanos intercambian otro tipo de creaciones.

Pues bien, estos centros de cultura, que se ínterrelacionarán entre si, aparecen de modo espectacular en los núcleos urbanos del Camino de Santiago: Lion, Orleans, Chartres y, sobre todo, París, que serán claves en el Renacimiento del siglo XII.

El ansia de desplazamiento y de viajar afectará a todos. En 1099, Roberto de Abrissol creará la primera orden religiosa itinerante. Los caballeros también se hacen intinerantes. Se rompe asi el absoluto estatismo que había puesto fin a la cultura clásica, para dar paso a un nuevo sistema cultural de signo ya europeo.

Este sistema cultural tiene dos grandes ejes que pasan por el Camino de Santiago.

a)El eje Norte-Sur

Pondrá en comunicación la naciente cultura europea con la cultura greco­árabe. Pedro el Venerable, en su viaje de inspección por los monasterios cluniacenses de España, en 1141, contacta con las escuelas españolas de traductores. A partir de entonces, la comunicación intelectual entre el sur y el norte de Europa se intensifica. El judío de Huesca Pedro Alfonso, recoge en su “Carta” la importancia del saber arábigo, lo que hará que venga a España Adelardo de Bath. Abelardo y Guillermo de Conchas extenderán (no sin oposición y sin grandes peripecias, que no es éste el lugar para analizar) este nuevo horizonte cultural. Las ciudades del Camino francés, serán los lugares donde esta cultura encuentra su adecuado ambiente de expansión.

Mientras tanto, el peregrino humilde también se impregna de nuevos modos y símbolos culturales, que siguen también este eje Norte-Sur: Germain Noveau, presencia en el siglo XlI conversar a los peregrinos entre si en sus respectivas lenguas romances, lo que le hace escribir con ingenuidad que el Camino de Santiago daba el don de lenguas.

Para estos peregrinos humildes, pero que llevaban consigo un determi­ nado dineroparasusnecesidadeso lujosos exvotos para el Apóstol, se establece todo un sistema comercial (hospederías, vendedores, cambistas) y de ocio (juglares, cantores) que difundirán y unificarán, en cierta medida, la formulación popular de ta nueva cultura europea.

b) El eje Este-Oeste

A través de la ruta de Provenza, hacia Santiago y cruzando por el norte de Italia, la Ruta de los Peregrinos a Roma, los saberes bizantinos llegarán a las ciudades libres del Adriático, del Mediterráneo Norte y, a su vez los slmbolos de Occidente, se proyectarán hacia un Imperio Cristiano de Oriente, que comienza su declinar. Pero es, sobre todo, en la región provenzal, donde estas nuevas formulaciones culturales, propiciadas por el Camino, alcanzarán su mayor virtualidad extendiéndose hacia los confines de Occidente, y hacia el norte y el sur de Europa (24).

2.    La consolidación y difusión de ciclos culturales dispersos en, y por, el Camino de Santiago.

Una sociedad cerrada y bélica, encuentra en los relatos épicos su primera y más normal forma de expresión cultural. Fuera de estos relatos, un conjunto de manuscri tos dedicados a la devoción y a la liturgia, o unos simples relatos orales en los que se mezclaban la superstición y la magia, y que constituían el patrimonio cultural de los primeros monasterios, carecían de significado dinámico.

El Camino de Santiago será tema y sobre todo ámbito de difusión del Ciclo Carolingio.

Los romances y canciones sobre Carlomagno se iniciarán en una fecha indeterminada -posiblemente en el siglo X- y fueron difundidos a lo largo de todo el Camino por los cantores y por los propios peregrinos. A ello contribuyó, de modo directo, el establecimiento posterior en los núcleos de población españoles de artesanos y comerciantes franceses.

Carlomagno es presentado, por esta épica popular, como primer peregrino y libertador de la ciudad del Sepulcro, y del propio Camino a Santiago, lo cual, como es sabido, dista mucho de la realidad histórica. El hecho es que los franceses (peregrinos o establecidos en el Camino Jacobeo) llegarán a estar convencidos de que vivían en tierras liberadas por Carlomagno y sus Pares; todo ello, por cierto, acabará dando lugar a incidentes graves, como el de Pamplona.

Este conjunto de tradiciones y canciones populares, pero promovidas por el poder seilorial y regio (francés y germánico) se extienden por el Camino en los siglos XI y XII, y se recogerá dentro del “Codex Calixtinus”, en el libro Historia “Caroli Magni et Rotholandi”, del pseudo-Turpín. En este período, y  como proyección de la leyenda inicial, se consolida el conjunto de Chansons que darán lugar al Ciclo Carolingio y a los Cantares de Gesta: “Chanson de  Roland”, “Prise  de Pampelune”, “Agolant”,  así como en la “Chanson” o “Geste” de Guillermo de Orange.

En los mencionados Cantares hay una difusa mezcla de elementos francos, hispánicos y germánicos, resultado cierto de la propia amalgama que se producía en las Rutas a Compostela, donde transcurren la mayor parte de los hechos contados en las obras del Ciclo Carolingio.

A través del Camino, se difunde por Europa este primer ciclo épico, que llegará a áreas tan lejanas como el Elba (la Kaiserchronik) o Escandinavia, el Ciclo Carolingio hallará su respuesta germana en los Nibelungos, y su respuesta hispánica en el Poema del Cid y en el de Bernardo del Carpio. Todo el ciclo épico de los siglos XI y XII, unido a las sagas celtas, dará lugar a un nuevo ciclo épico: el del Grial. El origen del Ciclo del Grial, que abrirá paso, a su vez, a la épica caballeresca, tiene sus raíces en temas localistas, bretones y celtas, que se fueron concretando a lo largo del Camino de Compostela, también por los juglares y cantores. Las Leyendas del Rey Arturo, se entremezclan, en esta ceremonia itinerante, con los mitos nibelungos y con el tema del Santo Grial, en una extraordinaria secuencia que tiene uno de sus principales centros en España, y en el propio Camino Jacobeo (25).

Las peregrinaciones son la fuerza transmisora de estas canciones épicas, como lo serán de Ciclo de Alexandre (también a partir de mediados del siglo XII), y del melancólico Ciclo Bretón de Tristán e !solda, que culmína con la obra de Chretien de Troyes. Es muy probable que, en esta segunda fase se introdujesen ya elementos orientales de origen peninsular (hispano e itálico), que aceleraron el despertar literario de Europa.

Mientras se extienden los ciclos épicos, los trovadores de la Corte de Aquitania y los cantores de la Provenza se incorporan también a la vida errante del Renacimiento del siglo XII en Europa , surgen así los romamces cortesanos y la poesía lírica. El primer trovador será Guillermo IX de Aquitania, en relación directa con Roberto de Abrissel (al que nos referimos antes como fundador de la primera Orden religiosa itinerante). Guillermo X peregrinará a Compostela,  y es este mismo Duque de Aquitania, de vida aventurera, el que dará lugar al romance español de Don Gaiteros (26).

Fue por tanto, a lo largo del Camino de Santiago, donde se conformaron la épica y la lírica, básicas, en la cultura europea. Los romances caballerescos encontrarán de modo directo en Suero de Quiñones, en el 1434, y en los trescientos encuentros que sostiene victorioso en el Orbigo, su expresión más contundente y final (27),

El último ciclo en el que el Camino de Santiago tendrá un papel incitador, aunque no tan directo como en los anteriores será, ya en la Baja Edad Media, en el macabro simbolismo de las Danzas de la Muerte. Los diferentes grupos o estamentos sociales caminan hacia la nada. En esta temática está integrado el “Puente de Santiago”, puente sobre el cual las almas pasan hacia la muerte, pero sólo en la medida en que se encuentren en estado de gracia, que consiguen después de haber peregrinado a Compostela.

       3.    El Camino de Santiago y la sociedad y economia de la Edad Media: los nuevos aceleradores culturales

Ante todo, se hace preciso romper otro tópico extendido sin ningún fundamento histórico: el Camino de Santiago no fue una ruta comercial.

Las rutas comerciales europeas hasta prácticamente el final de la Edad Media fueron, sobre todo, marítimas y fluviales.

Tan sólo una parte o ciertos tramos de los cuatro caminos franceses hacia Compostela, tuvieron significado como vias comerciales: en particular, el tramo Fréjus-Narbona, de la Vía de Languedoc (28).

El Camino de Santiago, en si mismo, llegó a constituir una cadena de lugares donde se ejercía el comercio, pero en ningún caso, sirvió de eje comercial europeo, para intercambio de mercancías.

Señalado esto, como cuestión previa, es preciso recordar que al iniciarse la Edad Media había desaparecido el comercio como consecuencia de la fragmentación general subsiguiente a la caida del Imperio. El derecho también se había convertido en un conjunto de principios locales de aplicación territorial. La sociedad se había cerrado, como ya se indicó, en sus unidades básicas de signo comunitario.

Los peregrinos, sin embargo, tenían, como ha quedado también expresado, unas necesidades concretas que no se cubrían en exclusiva con la caridad cristiana. A medida que va aumentando el número de peregrinos, se inicia un sistema de comercio, limitadoal principio, pero que tendrá las más importantes consecuencias.

A partir del siglo XI, y en los lugares y zonas atravesadas por el Camino de Santiago -al igual que ocurrirá en otras regiones europeas- comienza a producirse un conjunto de hechos sociales y económicos que suponen un cambio profundo, que plasmará en un nuevo orden cultural. En la Lotaringia y en Flandes (cabeceras del Camino), así como en el Norte de Italia (también región básica de peregrinos) surgen las primeras ciudades en el sentido socio-económico del término. Un siglo después surgirán las ciudades de la Hansa.

La sociedad tripartita (clero, guerreros y campesinos) se complementa con una nueva clase: los burgueses (artesanos y comerciantes). Estos no sólo peregrinarán hacia Compostela, sino que se instalarán en los núcleos del Camino, en territorio español.

El Camino de Santiago pasa a ser un lugar más habitado donde se ejerce, como se ha dicho, un activo comercio, cuyos productos entrarán y saldrán por los puertos españoles del Cantábrico y de Galicia.

Se establece, así, una cadena de mercados y ferias en el “Camino francés” (los martes en Pamplona y Jaca, los jueves en Estela, los lunes en Sahagún, los miércoles en León...).

Gran parte de estos comerciantes no eran españoles, eran francos, término que adquiere un triple significado: extranjeros, gente libre con privilegios comerciales y jurídicos y, finalmente, y en concreto , comerciantes y artesanos franceses.

En todas las ciudades hispánicas del Camino surgen barrios francos, habitados por burgueses procedentes de Francia, de Inglaterra, de Flandes, de Alemania. Estos extranjeros tenian sus propios estatutos, en gran medida, y precisamente porque los peregrinos a los que atendían (vendiéndoles productos, hospedándoles, cambiando moneda) también disponían de un estatuto propio.

En efecto, desde los origenes de las peregrinaciones, el naciente Derecho de los Reinos hispánicos, equipara al peregrino a los naturales de estos Reinos. Pero además se le eximía de determinados tributos; se regulan en su favor las pesas, medidas y precios; se imponen penas a los que ataquen al peregrino. Llega asi a configurarse un principio de Derecho Internacional, que encontrará su expresión formal en la Pragmáticade Medina de 1434 y en la de Guadalupe de 1479.

Los derechos de los peregrinos se complementan, por tanto, con los derechos de los comerciantes, que estaban ya determinados en et Fuero de Jaca de 1063 (libertad personal, inviolabilidad de domicilio, aplicación de estatuto personal), Fuero que servirá de modelo a los de Logro/lo, Estalla, Puente la Reina, etc.

Esta nueva sociedad y economia del Camino dista mucho del orden cerrado de los albores medievales. No se trata de que la sociedad y la cultura económica burguesa sugieran del Camino de Santiago, pero en él se instaló y se desarrolló en una serie continua de matices y nuevas fórmulas .

En el siglo XI los comerciantes gallegos eran ya habituales en las ferias de la Campaña. En et siglo XIV existían en Brujas cofradías de comerciantes hispánicos, cuyo sello consistía en la Imagen del Apóstol Santiago.

Se trató, en definitiva, de una nueva y enérgica comunicación entre las gentes europeas como resultado de la cual se aceleró el renacimiento cultural de Europa. Se dispuso de más y nuevos productos (entre ellos productos artísticos y nuevos conocimientos). Se promovió una nueva clase social -la burguesía-  más abierta y  creadora que  los  tres estamentos iniciales; se dispuso, en fin, en y por el Camino, de nuevos usos jurídicos y de nuevos modelos de intercambio, frente a las primitivas fórmulas caritativas o de trueque que encontraron los primeros peregrinos. Sin ser, insistimos, una vía comercial, el Camino fue una via de cultura económica, en la que se apuntaba ya la filosofía mercantilista.

El comercio -tanto local como de larga distancia- , se orienta hacia las ciudades del Camino desde los más diversos puntos de Europa y, con seguridad, desde los territorios árabes. El artesanado (con predominio del textil) supone una utilización de nuevas,  aunque todavía modestas, técnicas. Esta nueva clase generará las primeras revueltas de signo revolucionario en Europa.

A principios del siglo XII, en efecto, los artesanos y comerciantes de Sahagún y Santiago se rebelan contra las autoridades; los sucesos de Santiago de Compostela de 1117 marcan así el principio de una toma de conciencia frente a los privilegios señoriales y eclesiástico.    

4. El Camino de Santiago como expresión de la unidad y diversidad cultural del orden europeo

La propia y peculiar circunstancia del Camino hace que en él, y por él, aparezcan una serie de expresiones, formas y símbolos culturales, que unas veces son de origen autóctono y otras consecuencias del trasiego de peregrinos.

Por ejemplo, el canto más antiguo, el del “Ultreya”, se considera de origen flamenco pero, a su vez, se formará un cancionero propio del Camino: romances y canciones de ciego, o canciones nostálgicas y referencias al Camino ya Compostela, baladas inglesas, canciones alemanas. Esta reminiscencia se extenderá en el tiempo y así, se mencionará, también, el Camino de Santiago en la Divina Comedia y -de modo indirecto- en el “Hamlet” de Shakespeare por cítar tan sólo los ejemplos de signo universal.

Nacen nuevas lenguas: el gallego, el castellano, el catalán. En Francia surgirán el normando, el picardo, la lengua d'Oc y el francien.

En las ciudades del Camino y por efecto, sobre todo, de la convivencia de los peregrinos entre sí y con los naturales del Camino, aparecen, a su vez, una rica variedad de expresiones artísticas, desde las más excelsas hasta las de una creatividad menor y cotidiana: musicales, danzas, autos sacramentales...

Es una cita tópica, la referida al “Codex Calixtinus”: Unos tocan cítaras, otros liras, otros tímpanos, otros flautas, caramillos, trompetas, arpas, violines, ruedas británicas o galas, otros acompañando con diversos instrumentos....

Esta referencia (recogida en casi todo los estudios sobre el Camino de Santiago) se supone que es un exceso de imaginación del Cronista, que no hizo sino describir el pórtico de la catedral de Civray. Sin embargo, tanto Civray como el Pórtico de la Gloria de Compostela (Arquivolta de los Ancianos) representaban un hecho cierto: la multitudinaria variedad del mundo del peregrinaje.

La peregrinación es en si misma, una forma de cultura, una cultura itinerante que encuentra en el Camino de Santiago su más importante expresión histórica.Es una cultura que -en cuanto itinerante- mira hacia el hombre y hacia la naturaleza.

El campo es frondoso, los ríos, los prados y los vergeles son allí excelentes, buena fruta, claros manantiales (descripción de Galicia, en el “Codex”).

Esta Cultura itinerante, surgida de las peregrinaciones, se proyectará también hacia dimensiones sorprendentes: los estamentos religiosos, encerrados en sus cenobios y monasterios, comienzan a abrirse al mundo exterior (ya se indicó que en 1099 se funda la primera Orden itínerante). En el siglo XII esta relígiosidad vagabunda chocará frontalmentecon el Pontifícado: los cátaros de Provenza, los valdenses de Lyon y los “humiliati” del norte de Italia (todos ellos en las vías a Compostela) serán condenados por la Iglesia Católica.

San francísco de Asís, un siglo después, entre 1213 y 1215, acude a Compostela. Documentan estaperegrinación San Buenaventura y el propio San Francisco en sus Florecillas . Se hospedó en casa del carbonero Cotolay y en una noche de oración se le reveló el futuro desarrollo y gloria de su Orden.

El sístema relígioso-cultural de la Edad Media se hace internacíonal y de una movilidad creciente en el Camino por excelencia.

Expresión última y lúdica, de esta inquietud y desasosiego , serán los goliardos: surgidos comomovimíento contra-cultural en el París del siglo XII, recorrerán los Caminos de Europa difundiendo una dura crítica intelectual contra el orden establecido (eclesiástico, nobiliario, campesíno y burgués) . No respetan la religión, la sociedad, ni los saberes institucionales. Alaban tan sólo el amor físico y el placer. Los goliardos recorrerán las vias francesas del  Camino de Santíago y,  aunque será un movimiento fugaz,  senalan el sentido de la futura y general critica a unas formas culturales necesitadas ya de renovaciones profundas.

Toda esta diversidad de artes, modos de vida, interpretacionesdel mundo y del hombre, que están en raíz de la cultura europea, encuentran, como ha quedado demostrado, en la Ruta Jacobea su raiz unitaria. Pobreza y riqueza, racionalismo y antirracionalísmo, misticismo y vitalismo, arte y naturaleza, comprensión e incomprensión, comunicación y misterio, constituyen algunos de los modos culturales que desde el Camino de Santiago se extenderán por Europa.

 

Eugenio Mariñas Otero, en turismo.janium.net/

Notas:

(16)      Dawson, C : Hacia la comprensión de Europa. Ed. esp. Madrid, 1953.

(17)      Pirenne, H.: Historia económica y social de la Edad Media. Ed. esp. FCE, 1977.

(18)      Fernández, M. y Freire, F.: Santiago, Jerusalén, Roma. Diario de una peregrinación. Santiago, 1880.

(19)      Fernández Arenas, A.: «Los Caminos de Santiago. Barcelona, 1965.

(20)      Castro, A.:  Sobre el  nombre  y el quién de los españoles y Sánchez  Albornoz C.: España , un enigma histórico.

(21)      Le Goff, J.: La Baja Edad Media. Ed. Esp. Siglo XXI, 1971.

(22)      Pirenne, H.: Mahoma y Carlomagno. Ed. esp. Madrid, 1979.

(23)      Santlago-Otero, H.: Fe y cultura en la  Edad  Media.  Madrid,  CSIC. 1988.

(24)      Le Goff, J.: ob. cit. págs. 201 y ss.

(25)      Castroviejo, J. M .: “Galicia: guia espiritual de una tierra”. Madrid, 1960.

(26)      Menéndez Pidal. R.: “Poesía juglaresca y juglares”. Madrid. 1929.

(27)      Domínguez, M.: “El paso honroso de D. Suero de Quiñones”. León, 1934.

(28)      Postan. M. M. y Habakkut, H. J.: “The Cambridge Economie History of Europe”, Vol. II (1953) y III (1963).

 

 

Eugenio Mariñas Otero

Apoyado inicialmente en realidades monumentales anteriores de origen romano, y, en las escasas realidades monumen tales germánico-visigodas, el Camino de Santiago fue, especialmente en la Edad Media, un ejemplo de potenciación que supone el intercambio artístico entre las naciones que atravesaban los peregrinos.

Las peregrinaciones signilicaron en la Historia del Arte europeo, como seha puesto de relieve por todos los estudiosos de éste (1), un amplio contraste de ideas y estilos que, al margen de que se fundiesen en el Camino como resultado de una formulación objetiva de carácter monumental, dieron lugar a un impulso artístico subjetivo de signo que hoy denominamos europeo (2).

Sin embargo, el legado histórico-artístico del Camino de Santiago, encierra en sí un conjunto de dualidades próximas a lo contradictorio, la búsqueda de cuya síntesis unitaria es fundamental para entender su importancia y significado:

a)       En el Camino de Santiago existían, y siguieron existiendo en el curso de la historia, elementos artísticos que venían dados por etapas anteriores (monumentos romanos, construcciones visigodas, en el momento de iniciarse la época de las peregrinaciones) y que fueron, por necesidad de los tiempos y del propio Camino, sustituidos por elementos artísticos de nuevo estilo, Han coexistido así en el Camino, y siempre, un arte del pasado y un arte del presentecon proyección futura. Dato éste que ha de ser tenido en cuenta, necesariamente, para comprender en su atemporaildad al Camino de Santiago (3).

b)       Existe también una dualidad radical entre Camino-Peregrinaciones. El primero es de signo infraestructural, y se manifiesta bajo forma de legados de signo artístico y patrimonial objetivo (iglesias, castillos, esculturas, pinturas, códices, etc.). Las peregrinaciones , en cambio, proporcionaron un patrimonio cultural de signo vitalista. Mientras que sobre el legado artístico del Camino los efectos del paso del tiempo han sido los propios de un lento deterioro, el patrimonio histórico legado por las peregrinaciones, ha sido factor de conservación y de aceleración del arte del Camino, pero a su vez, sometido de modo directisimo a la relativización o inconstancia del propio tiempo vital.

c)       Por otro lado, y dentro de su unidad, el Camino no era una realidad lineal, en ninguno de los trayectos estudiados, ni siquiera en el muy consolidado Camino francés. Se trataba de una serie de puntos -lugares claves del Camino- separados entre sí por espacios -llanuras, valles, estepas, montañas-; enestos últimos no tenía que haberse producido cambio histórico alguno. Sin embargo, la degradación reciente y progresiva del medio, que la ecología como ciencia en su sentido riguroso ha puesto de mani fiesto, obliga a que todo análisis del Camino deba integrar ambos factores, humanos y naturales, en un todo unitario (4).

d)       En el Camíno y en las peregrinaciones, se producía y se produce todavía, otro dualismo entre lo religioso y lo secular.Es preciso en este sentido romper el tópico de que -desde la misma Edad Media- el legado artístico del Camino quedó expresado fundamentalmentebajo formas de arte sacro: grandes construcciones puramente civiles, comerciales, castillos y fortalezas, incluso nuevas formas de lenguaje, surgieron al impulso del Camino y de sus peregrinos. La mística final que pudiera impregnar todas estas expresiones culturales y artísticas es, con la lógica matización, independiente de la existencia de un legado artlstico en el que lo profano, se articula de modo evidente, como expresión vital de diferentes sociedades y etapas históricas.

e)       En el Camino se produce, también de modo dialéctico y contradictorio, un conjunto de realidades artísticas realizadas para los peregrinos (posadas, hospitales, lugares de culto y devoción...) y otras realizadas por los peregrinos. Estos consolidaron, de hecho, nuevas rutas, trajeron consigo nuevas formas de expresión artística, cargarían incluso como penitencia, en el tramo final, con piedras de considerable tamaño para contribuir a la construcción de la basílica compostelana, como destacó el cronista Aimery Picaud, presunto recopilador de los textos del Codez Calixtinus (5). Los peregrinos aportaron con ellos símbolos, creencias y formas de vida, que inco rporaron a los lugares que atravesaban, y que, sin esta aportación venida de todoslos rincones de Europa, hubiera hecho del Camino de Santiago un conjunto inordinado de expresiones localistas del arte, en lugar de constituir una unidad de sentido cultural.

f)       Dentro de este conjunto de dualidades y contradicciones (lo inanimado y lo vivo, lo objetivo y lo subjetivo, lo metafísico y lo físico, lo acrónico y lo temporal) se produce incluso un legado históríoo que denominaremos positivo , por oposición a otro de signo negativo y que, desde las primeras peregrinaciones preocupó a las jerarquías eclesiásticas y civiles, y fue objeto de relato por historiadores y viajeros. Nos referimos a lo crímenes, asaltos, robos y engaños de que eran victimas los peregrinos (según las crónicas, ingleses, bearneses y vascos tuvieron, particularmente, mala fama).

De estos condicionantes negativos surgían, no obstante, formas artísticas y culturales atípicas, que desembocarán, en última instancia , en la picaresca española, o en et fenómeno francés del “coquillart”, que darán lugar a una abundante y rica literatura, que se apuntaba ya en el Romance de Flora y Blancafo, del siglo XII.

El arte europeo y la ruta de los peregrinos de Santiago de Compostela

Venidos desde la lejana Islandia, las naciones bálticas y las profundidades del cen tro de una Europa en dificil gestación, peregrinos, artistas, artesanos y comerciantesaportaban nuevas formas de arte y nuevas maneras de entender y utilizar el arte. Peculia res modos de atender vocaciones espirituales y maneras útiles de hacer frente a necesidades materiales.

En los cuatro Caminos franceses, y en el Camino español, en que éstos desembocaban, se constituyó un gran eje artístico, por el que discurrieron todas las formulaciones del arte de la Edad Media (6).

Este caótico conjunto de expresiones artísticas ha llegado hasta nuestros días en una variedad tan poliforme como unitaria, cuya formulacíónmás señera fueron los estilos románico y gótico.

Serán ambos estilos (raras muestras de unidad estilística)donde se mezclan sentimientos artísticos de raiz cristiano-europeas y arábigo-africanas: a través de las regiones de Navarra y Cataluña llegarán las influencias francesas, italianas, germanas y, más diluidas, las bizantinas; de las tierras de Andalucía, se obtendrán claras influencias árabes, que encontrarán su última e indirecta expresión en el gótico mudéjar.

No es posible una relación exhaustiva del patrimonio artístico que nos ha legado el Camino y el quehacer de las peregrinaciones. El simple inventario del mismo, constituye en si un magno proyecto todavía no realizado y tan solo configurado de modo muy parcial y fragmentario (7).

Con motivo de la Exposición de 1982 sobre el Camino de Compostela (8), la Organi zación de ésta, sistematizóel patrimonio artístico del Camino, limitándose al Camino tradicional de los peregrinos por territorio español, en varios grupos de legados, que pueden servir de base para una estructuración general.

A.        Ciudades y núcleos urbanos histórícos

Surgieron o encontraron una mayor razón de ser histórica en el hecho de las peregrinaciones: es el caso de Aixla Chapelle, Etampes, Tours, Poitiers, Saintes, Vézelay, Noblet, Limoges, Conques, Arles, Gard, Narbona, etc., en territorio francés, y de Jaca, Estalla, Pamplona, Santo Domingo de la Calzada, Nájera, Triacastela, Palas, etc., en España. El estudio histórico-artístico de todo esteconjunto de ciudades, a las que cabria añadir ciudades portuguesas, flamencas e italianas, desborda los limites de este análisis.

B.        Iglesias y monasterios

Solamente a título de ejemplo, cabe anunciar en territorio francés, y dentro de la vía Turonense, las catedrales góticas de Laon, Soissons y Amiens, las iglesias románicas de San Martín en Tours y de Santa María la Grande de Poitiers, la abadía de Santiago de Compiegn e, la catedral de Chartres y la iglesia románica de San Eutropio de Saintes.

En la vía Lemosina, son de destacar la iglesia románica de Santa Maria Magdalena de Vézelay (9). donde San Bernardo exhortó a la Cruzada. la abadía benedictina de Brantome y la catedral románico-bizantina de San Front en Périgueux.

De la vía Podiense, es preciso señalar la iglesia de San Miguel y la catedral románica de Puy, la iglesia románica de Santa Fé en Conques, la catedral de Cahors, la abadía carolingia de Moinac y la iglesia romano-gótica de la misma ciudad.

Finalmente,  en la vía Tolosana,  en el mismo Arlés (ciudad  en la cual, según una piadosa leyenda, estaban enterrados los doce Pares de Francia), debe señalarse la iglesia de San Trófino y, a lo largo de la ruta, la catedral de San Gil, la iglesia de San Saturnino en Toutouse y la catedral gótica de Auch.

En territorio español, resulta también imposible inventariar las construcciones eclesiásticas y abaciales del Camino. Se indican, sólo por ser únicas en la historia de las construcciones medievales, la abadía de Roncesvalles, la catedral de Jaca, la iglesia-monasterio de San Juan de la Peña, la cartuja de Mlraflores, la iglesia de San Martín de Frómista  las iglesias mudéjares de San Lorenzo y San Tirso de Sahagún, la basílica de San Isidoro de León, la ermita pre-románica del Cebreiro y, por supuesto, la catedral de Compostela (1O).

Este sistema monumental y religioso del Camino de Santiago tuvo, como es bien sabido, uno de sus más fuertes impulsos en la Orden de Cluny, surgida de un modesto monasterio, fundado por un noble borgoñón en el 910. La  Orden de  Cluny,  dependiente directamente  del Pontifice de  Roma,  fue -y ello es ya algo comúnmente reconocido en la Historia del Arte- la gran potenciadora de arte románico y de la empresa jacobea. En el siglo XII la Orden contabacon más de dos mil monasterios esparcidos por toda Europa y, en particular, varios centenares de ellos, integrados en la ruta de los peregrinos a Santiago. Más tarde una nueva Orden, los monjes de Cister, traerán a la Península el estilo gótico (11).

C.        Hospitales y hospederlas

El -pauper et peregrinus- necesitaba ayuda y albergue en su recorrido por un Camino nada fácil. La protección se ejercitaba -por Dei de paradiso- , según la expresión de Orson de Beauvais (12). En principio, eran los monasterios e iglesias los encargados de proporcionar ayuda y albergue, pero pronto la jerarquía eclesiástica fundaría hospitales y hospederías, como insti tuciones independientes, ejemplo seguido por los reyes de Navarra y los de León y Castilla, que fomentarían a su vez la creación de estos lugares de acogida.

El término “hospital” designó en un comienzo, tanto los lugares de albergue como de curación o reposo. Fueron famosos los hospitales pirenáicos de Roncesvalles y Somport, así como el de Cebreiro en la entrada de Galicia.

A lo largo del Camino español, son de destacar también el del Rey en Burgos, y los de San Marcos de León, Santa María de Palencia y Villalcázar de Sirga. De hecho, en el momento estelar de las peregrinaciones ningún núcleo urbano carecía -en   el Camino- de los necesaiors hospitales y hospederías para los peregrinos viajeros de la Ruta.

D.        Las construcciones militares

Precisamente, entre el amparo y la defensa bélica, las dos grandes órdenes, militar del Temple y hospitalaria de San Juan, crearán hospitales a lo largo del Camino de Santiago (así los de Jaca, Pamplona, Cizur, Puente la Reina, Orbigo, etc.).

Posteriormente las órdenes españolas de Santiago y de Calatrava con tinuaron estapiadosa tarea, que se complementa con construcciones militares para la defensa del Camino. Con anterioridad, los nobles y señores habían elevado fortalezasen los enclaves estratégicos de esta ruta, para protegerla del peligro musulmán. Las órdenes religiosas no harán sino proseguir esta tarea, de la que es ejemplo singular el castillo templario de Ponferrada.

Entre estos castillos y fortalezas levantados por Monarcas o Grandes Maestres,destacan, igualmente, los de Castrojeríz, Sarracín, Portomarin y Pambre .

E.        Otros monumentos del Camino

A través del Camino se crearon cementerios propios de peregrinos de determinadas nacionalidades (como el de Herrerías para los inglesesy el de Villafranca para los franceses.) Ser enterrado en Vilar de Donas, era privilegio de los caballeros de la Orden de Santiago.

En general, sin embargo, estos cementerios de peregrinos estaban anexos a hospitales e iglesias, y las lápidas y restos constituyen hoy parte del patrimonio artístico legado por el Camino.

Con las connotaciones religi osas e incluso mágicas que tuvieron los puentes, desde la más remota antigüedad, el Camino de Compostela, en la medida en que atravesaba corrientes fluviales importantes, promovió también sus propios constructoresde puentes (entre ellos Santo Domingo y San Juan de Ortega). Además de los puentes romanos (San Justo de la Vega, Leboreiro), las peregrinaciones dieron lugar al establecimiento de numerosos puentes que han llegado hasta nuestros días: Puente la Reina sobre el río Arga, el de Logroño sobre el Ebro, el de Mansílla sobre el Esla, el de Víllarente sobre el Pomar, el de León sobre el Banerga, el del Orbigo, Puente Cesuras sobre el Ulla, etc.

Tuvieron también importancia básica para los peregrinos las fuentes (así las de Logroño y Rabanal); de otra parte, numerosas cruces medievales se erigieron a lo largo del Camino, como símbolo de devoción, piedad o gratitud. Variante de éstas eran los Cruceros, diferenciados por su alto fuste.

Los milladoiros (13), por último, eran amontonamientos de piedras que señalaban lugares de detención para el rezo de los peregrinos; pero eran, sobre todo, señalizaciones del Camino, en aquellos tramos en que éste se hacía confuso o existía riesgo de pérdida para el viajero.

Todo este inmenso legado histórico-artístíco del Camino de Santiago, que no se ha hecho sino apuntar en sus lineas y sistematización más general, debe completarse con los inestimables tesoros plásticos y decorativos que generaron las Edades Media, Moderna y también Contemporánea, a lo largo de la Ruta de los Peregrinos. Tan sólo el simple inventario de  los mismos es merecedor de una acción de alto nivel a escala europea, por cuanto es un legado de Europa como totalidad cultural.

No cabe olvidar, en ese sentido, y dentro de la sinopsis de este planteamiento, que en Inglaterrael nombre o advocación que más se repite en su patrimonio monumental es el de Saint James; que Bélgica tiene iglesias destinadas al culto a Santiago en Amberes, Gante, Tournay, Lieja y Lovaina; en la catedral de Colonia figura el Santo Apóstol, en una capilla especial, además de los centenares de iglesias que llevan su nombre; Italia cuenta, en fin, con más de treinta edificios religiosos dedicados a Santiago, todo ello, surgido en la época de las grandes peregrinaciones medievales (14).

La cultura europea y el Camino de Santiago

Ha pasado a ser habitual el destacar la im portancia del Camino de Santiago en la cultura europea y española, asi como atribuir al Camino el carácter de crisol y de símbolo cultural de Occidente durante el largo período de la génesis de Europa (15).

Pero, en primer lugar, es necesario determinar, con rigor en el análisis, en qué medida y bajo qué formas, el Camino de Santiago realmente produjo un impacto real sobre la cultura de Europa y, en segundo lugar, es necesario romper un conjunto de tópicos que sehan ido formando por la literatura jacobea, y que, comúnmente aceptados, obscurecen el verdadero significado cultural y europeo del Camino de Santiago.

La importanci a del Camino de Santiago respecto a Europa estálimitada a un periodo histórico determinado: la Edad Media. Fuera de esta época, su importancia para a ser puramente refleja, ejemplarizadora y estática. El verdadero influjo del Camino se produce en la formación de Europa como entidad cultural. Con posterioridad, ya en las épocas moderna y contemporánea, el Camino -sus factores de cultura, objetivos y subjetivos- se incorporan como elemento del acervo cultural europeo, pero más como un recuerdo al que es necesario rescatar del olvido, que como elemento vital de procesos dinámicos.

Esta cultura medieval europea, en la que el Camino de Santiago incide con su impacto más poderoso, es una cultura elemental y deformada, que necesitará de varios siglos para irse concentrando en una forma y sistema especifico. Es un conjunto de factores caóticos, tal como pueden ser las figuras, alucinantes en su realismo, de los pórticos y capiteles de las iglesias románicas.

El determinar este grado o nivel cultural y la influencia auténtica sobre el mismo, es una aventura inleleclual tan apasionante como necesaria, sin cuya cuidadosa toma en consideración, carecería de sentido cualquier análisis, por cuanto no operaría sobre principios de autenticidad.

Eugenio Mariñas Otero, en turismo.janium.net/

Notas:

(1)        Arévalo, A.: “La importancia cultural del Camino de Santiago”. Vol. I y II, ed. Cátedra. Madrid, 1965.

(2)        Disdier, J.: J.: El camlno de Santiago. Ed. esp. Madrid, 1971.

(3)        Apraiz. A.:La cultura de la perogrinación -Las Ciencias-. Año XII , n.01. Madrid, 1942.

(4)        Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo: «El Camino de Santiago». Págs. 2 y 3. Madrid, 1987.

(5)        Sobre el Codex.. véase el estudio Las condiciones de vida del peregrino a Santiago según el "Codex Calixlinus", de E. R. Labande, Bol. Moc. Europ. de Prof. Español, VIII, 1976, págs. 45 a 47.

(6)        Sobre la diversidad de  Caminos y dentro de la abundante bibliografia, es de destacar Martínez, T.: El Camino Jacobeo. Págs. 261 y ss. Bilbao. 1976.

(7)        Marinas, E.: La Fundación Europrea del Camino de Santiago. Ministeiro de Cultura. Madrid.  1989.

(8)        Ministerio de Cultura; Por el Camino de Compostela . Madrid, 1982.

(9)        Donde se supone que está enterrada Santa Maria Magdalena. Sobre el tema de las reliquias en los diferentes Caminos a Compostela: Deox. C.: .Sur les chemins de Compostelle. Tours, 1909.

(10)      Chamosas Lamas. M.: Las excavaciones en la catedral de Santiago, Archivo Español de Arte, 1968.

(11)      Pérez de Urbel, J.: Historia de la Orden Benedictina. Madrid, 1941.

(12)      Valia. E.: El Camino de Santiago. Madrid, 1971.

(13)      En temtorio francés estas seflalizaciones, primitivo y auténtico bacilamiento del Camino, eran conocidas como montes de la alegria.

(14)      Sobra la importancia de las peregrinaciones a Santago en Italia, existen numerosos estudios entre las que destacan los del profesor Caucci von Saucken, y en concreto: Los Peregrinos italianos a Santiago. Ed. esp. La Coruña, 1971.

(15)      Destacan en  esta  apreciación los estudios de los hispanistas franceses Y. Bottineau  y  Mlle Vieillard, asi como la monumental obra de Vázquez de Parga. Lacarra y Uria:” Peregrinaciones a Santiago”, 111 Vol. Madrid. 1948.

 

Marta Arrechea Harriet de Olivero

Nada hay comparable a un amigo fiel. Su precio es incalculable

La virtud del patriotismo es la que “reconoce lo que la Patria le ha dado y le da. Le tributa el honor y el servicio debidos, reforzando y defendiendo el conjunto de valores que representa, teniendo a la vez por suyos los afanes nobles de todos los países”. (1)

Dicho en otras palabras, el Patriotismo es el amor a la Patria, que es la tierra de nuestros padres.

Santo Tomás la coloca dentro de la virtud de la virtud de la Piedad, la pietas, virtud que regula nuestros deberes de reverencia y honor para con los padres y la Patria en el cuarto mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te lo ha mandado, para que tengas una larga vida y seas feliz en la tierra que el Señor, tu Dios, te da.” (Dt 5, 16).

Esta noble virtud de la piedad nos hace deudores de ambos y depende de la justicia, que es el “dar a cada uno lo que es debido”. El orden por lo tanto es: justicia, piedad, patriotismo. O, dicho de otra manera, la justicia es como la “abuela” del patriotismo, porque tanto la Patria como los padres tienen derecho a ser queridos y honrados por sus hijos, ya que después de Dios es a ellos a quienes más le debemos y de quienes más hemos recibido.

Dios, Patria y Padres conforman la paternidad total. Este amor y reverencia que ellos nos generan es lo propio de toda alma noble y bien nacida. El patriotismo es una de las virtudes más atacadas hoy en día, aun desde los ámbitos del gobierno, y si se habla de él es para ridiculizarlo. La palabra “patria” proviene de “pater” (padrea). Al hablar de Patria estamos hablando de una herencia que hemos recibido, mientras que la “Nación” se refiere al futuro. Si la Patria es una herencia, la Nación es una misión a realizar. Pasado y futuro son los conceptos de Patria y Nación. La Patria no sólo son los símbolos patrios, la Bandera, la Escarapela o el Himno Nacional. Estos la representan, pero ellos solos no son la Patria. Tampoco es solamente un territorio hasta las fronteras físicas. La Patria tiene un cuerpo, pero también tiene un alma.

Patria física es el territorio. Aunque nos vayamos lejos, siempre llevaremos dentro de nosotros la imagen de una determinada geografía, de un territorio donde habremos crecido y donde nos habremos arraigado como lo hace el árbol a la tierra para echar sus raíces y poder desarrollarse, crecer y dar frutos. De ahí que lo primero que la Patria exige sea un territorio en donde enraizarnos. La idea nace en el Génesis: “Tomó pues, Jahvé Dios al hombre y lo llevo al jardín del Edén para que lo labrara y lo cuidase”. (Gn 2, 15).

Para el hombre antiguo y clásico, la Patria era algo muy concreto, muy real. Para Cicerón, la Patria era “el lugar donde se ha nacido”. Para los griegos, la Patria se asentaba en una tierra determinada. Los romanos hablaban de “la terra patrum”, la tierra de los padres, y se sentían inseparablemente ligados a la tierra de sus antepasados. Cuando Rómulo fundó Roma llevó consigo tierra de su patria natal y de sus dioses. De ahí nace el concepto de “extranjero”, el que no pertenece a la tierra patria y de ahí que, durante siglos, el destierro fuera el peor castigo que se podía dar a un hombre después de la muerte Pero la Patria es además una casa, un hogar. Como lo describe el P. Alberto Ezcurra: “Cuando pensamos en la Patria, en el territorio físico de la Patria como en la casa de nuestra familia grande, podemos pensar más bien en aquella casa solariega, en aquella casa en la cual la familia se aquerenciaba y tenía historia en sus paredes, en sus árboles, en sus muebles; en aquella casa que había sido habitada durante generaciones, en la cual se arraigaba de una manera profunda el corazón de una familia”. (2)

La Patria espiritual es el patrimonio cultural, una asociación espiritual unida por los mismos lazos, históricos, culturales, religiosos, nacionales. Son los argentinos que viven en ese territorio, más los que lo han labrado y trabajado. Los presentes que con su esfuerzo diario la sostienen de pie y la llevan adelante. Los que han honrado y han muerto por esa tierra, por esa cultura y esas tradiciones. Los que algún día vendrán a trabajar y luchar pero todavía no han nacido más los que vendrán después, en un futuro, pero que también tiene derecho a recibirla en su integridad y no cercenada porque pasó por nuestras manos. Todo este cúmulo cultural de principios y valores a defender es la Patria espiritual.

Como bien lo describe Jean Ousset: “Recibimos por así decirlo, a granel, el capital material, la herencia espiritual, intelectual y moral que nos han dejado nuestros abuelos. Ese capital, esa herencia constituye la patria... Esa unidad humana durable que es la nación, esta continuidad en el tiempo de las generaciones pasadas, presentes y futuras, sólo puede hacerse sobre los valores, que por ser verdaderos y eternos son también los que aseguran vida y duración a las sociedades fundadas sobre ellos”. (3) La lengua es la expresión más notoria de este patrimonio cultural y probablemente la lengua patria el mejor medio para transmitir la cultura y el legado cultural que se hereda de los antepasados. La revolución anticristiana, en su intento de destruir nuestra cultura, ha dado el golpe mortal sobre el lenguaje escrito (y por ende hablado) en la educación, justamente para romper este eslabón de transmisión de la cultura de una generación a otra.

La juventud actual no conoce su idioma, no tiene vocabulario y esto le impide comunicarse. Se expresa sólo con monosílabas y de una manera totalmente rudimentaria. Este conocimiento tan primario del lenguaje los condicionará a una manera primaria de pensar porque ya no podrán manifestar ni sus ideas ni sus pensamientos. En el orden del embrutecimiento de la persona y de la destrucción de la cultura este es un puntal clave, porque los jóvenes captarán más de lo que serán capaces de expresar y las palabras no les alcanzarán para dar a entender sus ideas y sentimientos, lo que les generará una enorme frustración espiritual y psicológica.

No es igual poder expresar que uno está triste con todos los matices que ello conlleva a decir que a uno le da “cosa”. No es lo mismo expresar que uno tiene temor ante la muerte y el propio juicio, con todos los matices de la lengua, que decir que uno tiene “cuiqui” No es lo mismo decir que algo nos da vergüenza que decir que nos da “cosa”. Los llevan adrede a manejarse con sólo 200 palabras del idioma y a desconocer la belleza de los matices que encierra nuestra lengua de más de 10.000 vocablos. Podemos decir, además, que nuestra familia y todas las familias que viven en esta tierra conforman la Patria grande.

Hemos visto que a “la Patria no se la elige sino que se la honra. Cuán equivocado estuvo Rousseau al decir que la Patria es un “contrato social”. No somos miembros de la Patria por un contrato colectivo. La Patria no es comparable a un partido político o a un club deportivo, a los cuales podemos afiliarnos o de los que podemos retirarnos libremente. No es así la Patria, un contrato que se puede romper, un contrato rescindible. La Patria me viene con el nacimiento, previamente a toda elección mía voluntaria. Es, pues, una mentira del liberalismo, la del contrato social, pero también lo es del marxismo, con sus “proletarios del mundo uníos”, tan apátrida como aquel. La Patria es una realidad anterior y superior a las clases sociales. Puedo cambiar de clase, pero no de Patria”. (4) La revolución cultural ha impuesto para combatirla el llamado “ciudadano del mundo”, concepto creado por el nuevo orden mundial para que la persona no se sienta que pertenece a ninguna Patria en especial y sientan menos violencia cuando ellos se la quitan.

Cuanto más profundas sean las raíces, más recursos tendrá la planta para sobrevivir. De la misma manera, cuantas más raíces tenga una persona, mejor podrá resistir los embates de los enemigos de su cultura, como ya hemos especificado en una anécdota muy ilustrativa en otro capítulo. De ahí que sea urgente educar a los jóvenes en el amor trascendente de la Patria, para que sepan anteponer el bien nacional a sus intereses personales, particulares o sectoriales. Ya Aristóteles en su libro sobre Política explica que las virtudes políticas no se improvisan (como nada de lo que requiere aprendizaje e información) y así es indispensable que la autoridad pública procure adiestrar a los niños para su futura actuación ciudadana. Santo Tomás, comentando la doctrina aristotélica, también afirma la necesidad de un plan educativo común a todos los jóvenes para que la formación política en la sociedad sea homogénea. No es que desautorice el lugar prioritario de los padres en la educación, sino reforzar la idea de que la educación pública y común debe estar enriquecida por las virtudes patrióticas relacionadas con el Bien Común. Si bien es cierto que los padres son los primeros educadores, los gobernantes debieran tener al menos la actitud paternal en orden a los ciudadanos por ellos gobernados. De ahí resultará que un buen católico será siempre el mejor ciudadano, sometido a la autoridad civil legítima constituida en cualquier forma de gobierno. De ahí concluimos que la educación, ya sea pública como privada, no puede desinteresarse de la formación del espíritu patriótico que genera el Bien Común. La revolución anticristiana ha penetrado en la educación y socavado estos valores que estaban en la médula de los jóvenes argentinos, para lograr sus fines de dominación sobre las personas.

El cristiano debe amar la Patria por dos motivos:

Por la virtud cristiana de la piedad, que está implícita en el 4to mandamiento y nos manda honrar, venerar y respetar a los padres y a la Patria, es decir, a aquellos de quienes recibimos la vida, los alimentos, la educación, la lengua, la raza, la fe y toda nuestra cultura. El amarla no es una opción, sino un mandato del cielo. Después del apostolado de trabajar por la salvación eterna de los hombres, el trabajar por el Bien Común de la Patria es el más alto ejercicio de caridad que une los dos amores: Dios y el prójimo.

Solamente el cristianismo lleva al patriotismo a su plenitud, ya que quien no ve en la defensa de la Patria los valores trascendentes y se reconoce peregrino en esta tierra, corre el peligro de caer en un nacionalismo pagano (agarrado solamente al suelo como si fuese la Patria definitiva) abierto a desviaciones. El P. Castellani lo expresó de esta manera:

 

Amar a la Patria es el amor primero

Y es el postrero amor después de Dios

Y si es crucificado y verdadero

Ya son un solo amor, ya no son dos.

Y San Agustín:

Ama siempre a tus prójimos,

Y más que a tus prójimos, a tus padres,

Y más que a tus padres, a tu Patria,

Y más que a tu Patria, ama a Dios.

 

El amor a la Patria es el punto de equilibrio entre el amor a nuestra familia, a los nuestros y el amor a la humanidad. No se puede amar ni respetar a otras Patrias si no se ha aprendido a amar la propia primero. Hay quienes se preocupan por los problemas de la humanidad, del hambre de otros países, pero son incapaces de amar el lugar en donde Dios ha querido que nacieran. No hay amor verdadero de lo anónimo y, mientras más se ama lo anónimo, menos se ama a los hombres en concreto, y esto sirve para las personas y sirve también para las patrias. El patriotismo no es alérgico a la integración con otras naciones, lo que le rechaza es el diluirse en un cosmopolitismo vago y desencarnado. Esta integración nosotros los argentinos la podemos soñar con los países hispanoamericanos, con quienes tenemos las mismas raíces grecolatinas ibéricas católicas. Aquella unidad en la diversidad, propia de las patrias cristianas europeas que fue la Cristiandad (hoy en plena decadencia y apostasía) ha dejado sus hijos en Hispanoamérica tal vez con una misión que la Providencia quiera asignarnos de reconstrucción...

“Es inútil soñar. Uno podría decir: ¡Cómo me hubiese gustado nacer en tal país, vivir en tal siglo, en tal lugar de la historia con tales obispos, con tales gobernantes! Pero este es nuestro tiempo, este es nuestro lugar, el querido por Dios. Lo que debemos amar (digámoslo siguiendo el verbo del P. Escurra) es esta Patria nuestra que nació cristiana, que amaneció como un sueño en la mente de los Reyes Católicos, que surcó el océano en las carabelas de Colón, que vio desplegar el celo de los misioneros y el coraje de los conquistadores. Es ésta la Patria que debemos amar, la Patria de nuestros próceres, los auténticos, aquellos que cuando salían al combate, como San Martín y Belgrano, le ofrecían a la Santísima Virgen su bastón de mando y le dedicaban sus victorias. La Patria de los gauchos, en quienes se encarnó algo del espíritu de la Caballería, ese espíritu generoso y desinteresado, del amigo capaz de tender la mano, capaz de jugarse en las patriadas. Esta es nuestra Patria concreta. Y también la constituyen aquellos inmigrantes honestos, que vinieron para arraigarse en nuestra tierra y que, con su trabajo, abrieron surcos a fuerza de sacrificios, haciendo vergeles de los páramos. Muchas veces sus hijos y nietos fueron más patriotas que los nacidos en la tierra. También ellos son la patria” (5).

Y ya en un lenguaje más actual el P. Ezcurra (haciendo referencia a una anécdota de su vida) nos cuenta que, estando en Rio Gallegos con motivo de la movilización por el problema del Beagle, cuando el peligro de la guerra ya había cesado, una noche, cenando en una estancia, le preguntó al dueño de casa;

- “Dígame, ¿usted nunca tuvo miedo? – El viejo se quedó pensando y después dijo:

- Si, una noche tuve miedo. Acá, cuando uno planta un árbol en esta tierra dura y de vientos fuertes, no lo planta para uno, lo planta para los hijos, para los que van a venir. Aquellos álamos de allá los plantó mi padre, aquellos cerezos grandes los plantó mi abuelo hace ochenta años. Y yo un día me puse a pensar: si hay guerra, van a bombardear donde hay árboles. Y si destruyen estos árboles que plantaron mi padre y mi abuelo, yo que tengo 62 años y no tengo hijos, ¿Me animaría a hacerlos crecer de vuelta? Tuve miedo y me quedé dando vueltas en la cama hasta las tres de la mañana. Y a las tres de la mañana dije: “Empezaré de nuevo”. Comenta Escurra que jamás vio un patriotismo expresado de una forma más sencilla. Aquel hombre amaba a la tierra porque había sido hecha con el sacrificio de los padres y de los abuelos. No era sólo un pedazo de tierra. Era su Patria, la tierra de sus padres.” (6)

De ahí que amar a la Patria sea también un deber de Justicia, al darle “a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, a lo cual tiene derecho”, y la Patria tiene derecho a ser querida y defendida por sus propios hijos, aunque éstos sean capaces de ver sus miserias. El amor patrio no debe ser ingenuo sino crítico. Así amó Sócrates a Atenas y Dante a Florencia. Belgrano murió exclamando “ Hay Patria mía!” Y José Antonio al referirse a España decía:

“Nosotros no amamos esta ruina, a esta decadencia de nuestra España física de ahora. Nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica de España”(7).

Cristo también amaba a su Patria y lloró pensando en la ruina de Jerusalén y Juan Pablo II, cuando era todavía arzobispo en Polonia, se expresaba así a sus fieles: “No nos desarraiguemos de nuestro pasado, no dejemos que éste nos sea arrancado del alma. Es éste el contenido de nuestra identidad de hoy. Queremos que nuestros jóvenes conozcan toda la verdad sobre la historia de la nación, queremos que la herencia de la cultura polaca, sin desviación de ninguna clase, sea transmitida siempre a las nuevas generaciones de polacos. Una nación vive de la verdad sobre sí misma, tiene derecho a la verdad sobre sí misma y, sobre todo, tiene derecho de esperarla de quienes educan... No puede construirse el futuro más que sobre este fundamento. No se puede forjar el alma del joven polaco si se lo arranca de este suelo profundo y milenario. Por esta razón nosotros, en este lugar, elevamos una oración por el futuro de nuestra Patria, porque nosotros la amamos. Ella es nuestro gran amor. Que nadie se atreva a poner en tela de juicio nuestro amor a la Patria. Que nadie se atreva.” (8)

¿Por qué tenemos que defenderla y por qué el patriotismo es una virtud?... Porque de la misma manera que si alguien nos tira una trompada a la cara, el brazo instintivamente (como miembro del cuerpo) se levanta a defenderlo (aunque lo quiebren). Nuestra patria amenazada exige la misma reacción de sus hijos para defenderla... Si ésta es una reacción instintiva de un cuerpo en el ámbito natural, mucho más lo será la Patria que conlleva aún un cuerpo espiritual. Nuestra querida Argentina hoy está atacada por invasiones peores que la de los ingleses en el siglo pasado. Hoy, bajo la excusa de la globalización, sufrimos la invasión cultural. Pio XI, en la misma Encíclica que condeno al comunismo, condenó “el imperialismo internacional del dinero” que erosiona y presiona contra la soberanía de las naciones.

¿Y cómo logran nuestros enemigos destruirnos?...”Ante todo, mediante la pérdida de nuestra soberanía cultural. Asistimos a una inteligente campaña de vaciamiento en dicho campo, una auténtica invasión cultural, sobre todo a través de los medios de comunicación, que van haciendo de nuestros jóvenes una masa homologada e informe, sin ideales, sin memoria, sin tradiciones, sin amor a la Patria. Y ello con una música de fondo que, al mismo tiempo que aturde, vacía de ideas las cabezas. No será ya una invasión armada. Es una invasión pacífica, silenciosa, pero tremendamente eficaz. Será menester enfrentarla consolidando el ser nacional. Porque si un pueblo tiene arraigado su espíritu en las raíces más profundas de la cultura, de la tradición, de la propia lengua, ese pueblo nunca será dominado, porque el espíritu es más fuerte que la materia.

Se quiere, asimismo, destruir la familia. Lo están haciendo mediante la propagación del divorcio, con la consiguiente burla de la fidelidad hasta la muerte, propia del matrimonio, la pornografía, el fomento de la rebelión de los hijos en contra de sus padres, el permisivismo de estos últimos, el envenenamiento del alma de los niños, la escuela sin Dios... Cuando uno de los llamados “chicos de la calle” comete un delito, se lo mete en la cárcel, pero no se mira por qué ello sucedió. Ese chico no tuvo familia, no se le inculcó la moral, se le quitó la enseñanza religiosa, no se le explicó el sentido de su vida, de dónde viene y a dónde va... Junto con el vaciamiento cultural y la destrucción de la familia viene lo más grave, el atentado contra la religión que nos dio luz. Recordemos que ya hace años decía el Presidente Roosevelt, refiriéndose a las Patrias de Ibero América: “Creo que será larga y difícil la absorción de estos países por los Estados Unidos mientras sean países católicos”. La unidad de fe y el espíritu del catolicismo constituían el principal obstáculo para sus planes de hegemonía...La tarea destructiva llega principalmente por la enseñanza, sobre todo de la historia. No se enseña la historia verdadera. Bien saben los pedagogos que los niños aprenden sobre todo por el ejemplo... Con facilidad se exaltan próceres equívocos, que frecuentemente vivieron de espaldas a la patria, que admiraban todo lo que venía de los Estados Unidos, de Inglaterra o de la Francia revolucionaria, de cualquier lado menos de donde habíamos recibido la fe, la cultura y la lengua, que creyeron que la Independencia de la Madre Patria no fue la separación de un hijo llegado a su madurez, sino el repudio de todo lo que nos vino de España, incluida la fe católica.

Ha dicho Castellani: “no es un mal que en la Argentina haya habido traidores y traiciones; el mal está en hacer estatuas a los traidores y adorar traiciones”... Los santos y los héroes están siendo reemplazados por los ídolos, los ídolos de la farándula, de la publicidad, de la televisión, de la música, del deporte, de las películas. Tales son los ejemplos que se proponen a los jóvenes. Frente a esta situación dramática de un país que parece abocado a su propia demolición por la ruptura con las fuentes de su tradición no nos queda, como dice Caturelli, sino reafirmar más que nunca el concepto cristiano de la Patria...

El nacionalismo surge y es legítimo cuando la patria esta envenenada, cuando se la arremete seductoramente desde afuera y también desde dentro para hacerla cautiva. El imperialismo de hoy, que a eso precisamente tiende, sabe muy bien que a una patria no se la cautiva con las armas simplemente, si antes no se la ha vaciado de contenido, no se la ha desvertebrado, descerebrado. Antes que matar el cuerpo, hay que matar el alma. (9)

Todas las patrias cristianas deben ser defendidas ya que todas ellas conservan una parte de herencia de la Cristiandad. Aunque hubiese un 90% de argentinos que no les importase que nuestra Patria llegase a ser una estrella más de alguna bandera extranjera, el 10% restante tendría el derecho y el deber moral de defenderla aún con las armas, como en el Paraíso, en donde Dios puso un ángel, no con una guitarra eléctrica... sino con una espada... Rogamos para que la Santísima Virgen, quien se empecinó en quedarse con nosotros (y no hubo bueyes que pudieran moverla) se haya vestido con nuestra bandera para liderar esta colosal batalla que nos espera.

Marta Arrechea Harriet de Olivero, en es.catholic.net/

Notas

(1) “La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 443.

(2) “Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.401.

(3) “Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.41

(4) “Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Saenz. Ed. Gladius. Pag.413.

(5) “Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Saenz. Ed.Gladius.Pag.417

(6) “Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed. Gladius.Pag.437.

(7) “Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed.Gladius.Pag.439

(8) “Las siete virtudes olvidadas”. R.P Alfredo Sáenz. Ed.Gladius.Pag.445

(9) “Las siete virtudes olvidadas” R.P Alfredo Sáenz. Ed. Gladius.Pag.460.

César Augusto Ayuso Picado

4.    “Cómo a nuestro parecer…” - El tiempo y la temporalidad

Particularmente, pienso que Jorge Manrique hace en el poema un uso muy certero del pensamiento agustiniano. Lo deduzco al cotejar las Coplas con los capítulos correspondientes de Las confesiones en los que el santo de Tagaste se ocupó de dirimir y explicar la sustancia del tiempo como referente ineludible de la vida humana.

Ya dijimos que las Coplas no tienen desperdicio, no hay en ellas lugar a concesiones o demoras retóricas. Desde el principio al fin son palabra precisa, prieta, aunque muy jugosa y plástica, porque obedecen a un designio claro y concluyente cuyo fin es esencialmente doctrinal, sin desaprovechar por ello el rédito político, como veremos más adelante. El inicio no puede estar más cargado de sentido, pues en las primeras coplas se puede decir que está ya expuesta al completo la tesis del poema: la fugacidad de la vida y la muerte cierta e imprevisible (I y II), la provisionalidad y escaso valor de este mundo, solo lugar de paso para ganar el otro que promete la fe en Dios (V y VI), pero es que además el arranque del poema no es otra cosa que una invitación al hombre –al oyente o lector del poema– a contemplar esas grandes verdades de la vida que va a exponer a continuación desde la profundidad del yo, desde su interioridad:

Recuerde el alma dormida,

abive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando;

cuánd presto se va el plazer,

cómo después de acordado da

dolor,

cómo a nuestro parescer

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

Aparte de los ecos e influencias muy puntuales que se han visto en las formas verbales de la exhortación o en los siguientes versos [27], hay un trasfondo agustiniano que nos parece evidente y que va a apuntalar el sentido de todas las Coplas. La mirada del hombre consciente siempre debe partir de su interioridad, de su alma, que es el centro de su yo, de su ser, tal es la idea motriz de san Agustín a la hora de iniciar su filosofía-teología hacia la trascendencia. Dice en el decisivo libro X de Las confesiones: “Soy un hombre, y tengo un cuerpo que mira al exterior y un alma que está en mi interior (…) Pero la parte mejor del hombre es sin duda la parte interior” [28]. A esa parte, infrautilizada o abandonada habitualmente por el hombre, hace referencia Jorge Manrique, cuya concepción antropológica es eminentemente agustiniana, aunque este dualismo lo adoptó la Iglesia enseguida y era el propio del mundo medieval. San Agustín creía que era en el alma donde se guardaba la huella divina, pues había sido creada por Dios a su imagen y semejanza. Tal dualidad aparece meridianamente en la copla VII, que opone “la cara fermosa corporal” al “anima gloriosa angelical”, y llama a la primera “cattiva” y a la segunda “señora”, aunque el hombre mire por la primera y deje postergada a la segunda[29].

El poeta invita al alma, a la parte noble del hombre, a la contemplación o consideración de lo que es su vida y lo que debiera ser. Un sentido moral muy propio del sermón, que también empezaría con una llamada a la atención del oyente. Sin embargo, es fácil deducir cómo las tres potencias del alma que consideraba san Agustín: memoria, entendimiento y voluntad, están presentes en las Coplas.  Empieza  aludiendo  a  la memoria –“recuerde”– y al juicio o “seso”, a los que pone alerta –“despierte”– para que se dispongan a la meditación, pues la reflexión es la que lleva al conocimiento y la que pone en trance de decidir a la voluntad. Como en san Agustín, esta reflexión para llegar a la verdad, al conocimiento de la filiación divina del hombre, ha de partir de la contingencia y mutabilidad del mundo y la finitud de la vida humana. El papel de la memoria es fundamental  para  el  de  Hipona,  porque  en ella “están guardados inmensos tesoros de imágenes de todas esas cosas que nos entran por los sentidos” [30]. El hombre exterior le presta al hombre interior un gran servicio a través de los sentidos, cuyas imágenes almacenará la memoria según impresiones recibidas.

A ese despertar de la memoria a que alude el “recuerde” inicial, contribuye el poeta acudiendo a imágenes certeras, figurativas, para ilustrar las ideas abstractas que expone. En este sentido, las imágenes de los ríos y el mar de la copla III no son sino la trasposición sensitiva de las dos primeras, como la imagen del camino y la jornada de la V. El poeta crea imágenes, porque son estas y no las cosas en sí las que activan la memoria. La tan comentada sensorialidad de las coplas del apartado del ubi sunt serían un magnífico ejemplo de este proceder. Dice san Agustín que todas esas imágenes que se conservan en la memoria con entera distinción y según su especie han ido entrado cada una por su puerta: “por los ojos la luz y todos los colores y las formas de los cuerpos; por los oídos toda la gama de las percepciones sonoras; por la entrada de la nariz los olores, y los sabores por la entrada de la boca y el paladar…” [31] Cuando se las nombra o recuerda acuden al pensamiento. Con la voluptuosidad de algunas coplas como las que evocan las ostentosas fiestas en la corte de Juan II, el poeta está suscitando esas imágenes alojadas en la memoria de sus oyentes para que sometan las acciones de donde proceden a juicio, de acuerdo con la doctrina ascética que trata [32]. Somete a juicio, en todas estas coplas dedicadas a la última grandeza castellana, lo que él llama “los plazeres y dulçores” de la vida, las ambiciones y los bienes poseídos, representados en las cosas y las sensaciones placenteras que sus imágenes suscitan, que, dado su carácter efímero, son un yerro en el camino hacia bienes superiores y eternos.

La facultad de la memoria está íntimamente vinculada con la conciencia humana del tiempo. Y el concepto del tiempo es en san Agustín no una cuestión ajena al hombre, una realidad física, tal como la concebía Aristóteles, sino una realidad síquica, inherente al alma humana. A analizar la experiencia del tiempo como realidad que el hombre descubre en su interior dedica el santo el libro siguiente, el undécimo de Las confesiones. El tiempo –dice– no sería tal si no fuera fugitivo; tal es su esencia: la fugacidad, y esta es la primera premisa que pone Manrique en sus Coplas, lo que invita a “contemplar” de inmediato al alma: “cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”. El poeta se sitúa en la misma consideración del tiempo sicológico o fenomenológico, fruto de la experiencia interior humana, que no del físico o cosmológico, pues para el santo no es por el movimiento de los astros o por el de los cuerpos como puede ser este medido. El tiempo es una “distensión del alma”, una medida interior que esta hace por la impresión que le dejan las cosas al pasar. Ellas pasan, pero su impresión queda presente. A eso hace referencia el poeta cuando habla en la primera copla de que el placer, “después de acordado” produce dolor y que el pasado se ve de manera subjetiva: “cómo, a nuestro parescer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.

Aludido el pasado, en la segunda copla el poeta aludirá al presente y al futuro, pues los tres tiempos se alojan en el alma humana para el filósofo:

Y pues vemos lo presente

cómo en un punto se es ido

y acabado,

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no venido

por pasado.

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vio,

pues que todo ha de pasar

por tal manera.

El  presente  en    mismo  no  dura nada –dice san Agustín–, no se detiene en absoluto, y al hombre solo le cabe verlo pasar. El futuro, por tanto, comenta el poeta, se hará presente un momento pero pasará igualmente, con la misma celeridad, pues, ya que su condición es pasar, no puede quedar fijado, inmovilizado. El tiempo solo existe para el hombre como memoria, solo puede traerlo al presente por el recuerdo, el recuerdo de las cosas, que no las cosas mismas, tal es la opinión del santo, que añade: “Las palabras se conciben conforme a las imágenes que quedan en el alma como vestigio que le dejaron las cosas al pasar” [33]. Por eso, más que considerar que hay tres tiempos distintos, prefiere hablar de un único tiempo presente que existe solo en la mente como tres modalidades: un presente del pretérito, del que se ocupa la memoria; un presente del presente, que se percibe por la visión, y un presente del futuro, que se crea mediante la expectativa o la espera. El tiempo solo puede medirse como presente, y, dado que el presente no ocupa espacio, el alma solo puede medirlo mientras pasa, al hilo de su fugacidad. Viene del futuro, pasa por el presente y marcha hacia el pasado: “pasa de lo que todavía no es, por donde no hay espacio, hacia lo que ya no es” [34]. Lo que el poeta quiere expresar, y expresa, en las dos primeras coplas al aludir a los tres nombres comunes como conocemos el tiempo, es esto mismo que trata san Agustín. Esto es a lo que invita a los oyentes o lectores, a que se abstraigan de solicitudes perentorias, del tiempo “mundanal”, físico, y se recojan en su interior para meditar en lo más profundo y noble de su ser, que es el alma, la esencia temporal, y por tanto finita, del hombre en esta vida. Una vez enunciado esto de forma más o menos abstracta, siguiendo la estela de san Agustín, el poeta intenta ayudarle al oyente traduciendo a imágenes más animadas, más visuales, representadas en el espacio, su significado, y a ese propósito crea coplas tan memorables y de tan alto valor lírico como la tercera, aunque no sea totalmente original en la invención metafórica [35]. Con las coplas del ubi sunt, lo que hace es trasladar la reflexión genérica de la vida del hombre en su condición pasajera a una escala mayor, que es el tiempo histórico: suma de las vidas individuales de todos los hombres, tal como lo había propuesto san Agustín.

El tiempo, por tanto, es una experiencia interior que el hombre descubre mediante la reflexión y que se le hace evidente activando la memoria, pues solo esta le permite traer el pasado al presente y, desde este mismo presente, hacer proyectos cara el futuro. Como dice Laín Entralgo, memoria y esperanza van de la mano, porque “una y otra son, ante todo, modos de expresión de la esencial temporeidad de la existencia del hombre” [36]. Jorge Manrique toma prestado este concepto agustiniano del tiempo no solo en su planteamiento filosófico, sino también en su concepción teológica, si bien hay que decir que esta era la propia de su tiempo, recogida y predicada por la Iglesia. Dios, que es eterno, es el autor del tiempo al crear el mundo, porque la historia del mundo está limitada en el tiempo, tuvo un principio y tendrá un fin. Pero el hombre, tras el pecado original, limitado en su vida en el mundo por la muerte, puede alcanzar la eternidad gracias al proceso redentor que Dios estableció por la mediación de su Hijo. El Verbo encarnado y redentor establece un antes y un después en la historia y separa tiempo y eternidad. Todo hombre, por su fe, aspira a trascender el tiempo de su vida mortal y alcanzar la eternidad junto a Dios. Las coplas V, VI y XII reproducen toda esta doc- trina dual de este mundo y el otro, el uno sometido a la ley del tiempo, es decir, a la finitud, y el otro eterno. Los llama “suelo” y “cielo” y, acudiendo a las imágenes, dice que el primero es “camino” para el otro, que es “morada sin pesar”. En la VI alude también al misterio de la encarnación y muerte redentora de “aquel hijo de Dios” para facilitar al hombre el tránsito del uno al otro:

Este mundo bueno fue

si bien usáramos de él

como devemos,

porque, segúnd nuestra fe,

es para ganar aquél

que atendemos;

y aun aquel hijo de Dios,

para sobirnos al cielo,

descendió

a nascer acá entre nos

y bivir en este suelo

do murió.

Ya dijimos que en esta copla está concentrada la idea motriz del poema, por su claro sentido moral, indesligable de la mera creencia. Cada hombre es en su vida el protagonista de su salvación y, por su voluntad, elige sus actos, siempre teniendo en cuenta los principios contrarios del bien y el mal. El poeta, aludiendo a “este mundo”, está aludiendo al tiempo del hombre, sometido al pecado o las fuerzas del mal y, por ello, pendiente del juicio de Dios. Con raíces en la filosofía griega de Platón y Plotino, en la VII aparece otro dualismo antropológico agustiniano: la separación del alma y del cuerpo y la superioridad de aquella [37]. No se desvía el poeta de la doctrina eclesiástica, pero no la utiliza sin más, imparcialmente, sino pro domo sua, como se verá una vez leído todo el poema y analizada la segunda parte referida a su padre.

No puede desecharse la idea de que fuese a través de Petrarca como Jorge Manrique llegase a san Agustín; quiero decir que pudo haber leído Las confesiones tras conocer la obra Secretum de Petrarca. En esta se hallan no pocas concomitancias ideológicas y doctrinales con las Coplas. El libro se compone de tres diálogos que el poeta y humanista florentino mantiene con san Agustín sobre su propia vida. Llegado a la madurez, hace su propia confesión y el santo le comenta los afectos, desafectos y dudas como si de un maestro espiritual se tratase. En boca del propio Agustín expone la teoría dualista alma/cuerpo, tomada –le hace decir Petrarca– de Sócrates y Platón gracias a una máxima ciceroniana. El alma, tanto tiempo encerrada en el cuerpo degenera en su nobleza y echa en olvido su propio origen y a su propio creador, pues los sentidos la llevan a falsas imaginaciones que le embotan la inteligencia, haciéndole olvidar el ejercicio de la meditación, único modo de llegar al conocimiento [38].

Es la idea de la que parte Jorge Manrique: la necesidad de meditación, de entrar en sí mismo para caer en la cuenta. Y llama la atención el inicio del Secretum, tan parecido al de las Coplas: “¿Qué haces, pobrecillo? ¿Qué sueñas? ¿Qué esperas? ¿Es que has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal?”. Son preguntas que a bocajarro le hace Agustín a Francisco, para explicarle de inmediato que “nada hay más eficaz que la memoria de la propia miseria y la asidua meditación de la muerte” si quiere restaurar el espíritu [39]. Abunda luego en las ideas del desprecio del mundo, por engañoso, y del beneficio de la virtud, superior al de la gloria terrena y único que puede hacer feliz al alma. “Tal es nuestra abominable costumbre: empeñarse en lo transitorio, descuidar lo eterno”, dice claramente [40], y también –para la aplicación en las coplas del ubi sunt– advierte que es bueno contemplar el destino ajeno para recordar el propio [41]. Además de la doctrina agustiniana, que el florentino tenía bien asimilada, la recurrencia a los poetas y moralistas latinos es constante. Podría este libro haber sido una buena fuente para Manrique, que perfeccionó con Las confesiones, del que tomó los conceptos del tiempo como vivencia interior y experiencia profunda de la labilidad de todo [42]. Tras el eclipse en el siglo XIII por el triunfo del tomismo, el pensamiento del filósofo africano volvía a valorarse con el Renacimiento.

 

5.    “Nos dexó harto consuelo su memoria…” - Ejemplo del “caballero cristiano”

La segunda parte del poema la ocupa íntegramente la figura de su padre. Esta se introduce sin transición, justo a continuación de las otras figuras de la realeza y la nobleza castellana que le fueron coetáneas. Todas estas han sido presentadas simultáneamente en la apoteosis de su gloria y en el despojo absoluto de la muerte, vacías de obras que pudieran llevarse. No así el maestre don Rodrigo Manrique, que se erigirá desde la copla inicial en auténtica contrafigura de aquellos, pues lo que fue en ellos lamentación de la vanidad con la entonación del ubi sunt, será en la evocación de este un elogio cuantioso y continuado, primero en nueve estrofas de su vida (XXV-XXXIII) y luego en otras seis de su muerte (XXXIV-XXXIX).

La primera de estas coplas es ya un resumen temático de los aspectos que va a elogiar en él: las virtudes humanas: “aquel de buenos abrigo, / amado por virtuoso / de la gente”, de la fama y de la valentía: “tanto famoso y tan valiente”, como caballero cristiano. Esas virtudes humanas las desarrollará, bien por exclamaciones ponderativas (XXVI), bien por parangón con figuras antonomásicas del mundo clásico (XXVII-XXVIII). Estas tres coplas en las que elogia sus virtudes, tanto personales como sociales y caballerescas, muestran un alto grado de retoricismo, como deuda con los cánones convencionales del género del elogio fúnebre que sigue [43]. Tras la sarta de ponderaciones muy generales de estas tres estrofas, el panegírico va a descender a detalles más concretos, más circunstanciales en las siguientes. Frente a la acumulación de riquezas y la rapiña de personajes anteriormente mencionados en la lamentación elegíaca como el rey Enrique IV y el condestable Álvaro de Luna, el maestre destaca por su justo proceder a la hora de reunir su patrimonio, ganado en justa lid en la guerra contra los moros (XXIX), así como a la hora de sobreponerse a las dificultades creadas por sus enemigos políticos (XXX). Méritos guerreros y habilidad diplomática le granjearon el título de maestre de la orden de Santiago (XXXI), que tuvo que defender valientemente ante sus opositores rivales, así como los buenos servicios prestados a su rey natural (XXXII).

La copla XXX hace perfectamente la ilación entre la vida y la muerte de don Rodrigo, no como sucedía con los otros personajes castellanos anteriormente evocados, cuya vida, con sus placeres, bienes y ambiciones, parecía súbitamente arrebatada por la muerte, eclipsándoles para siempre. En esta copla, se anuncia con demora la llegada de la muerte, tras un recuento de sus hechos principales: haberse jugado tantas veces la vida, haber servido la corona de su rey y haber realizado tantas hazañas. La triple reiteración de anáforas temporales encabezadas por el “después de”, contribuye sobremanera a esta impresión de que al maestre le ha dado tiempo a vivir y madurar una vida en plenitud. Del mismo modo que se contraponen las demasías de aquellos: en el placer y en el lujo, en la acumulación de riquezas y dinero, de terrenos y posesiones, todas para el disfrute egoísta, a las de este, cuyo sentido es totalmente contrario, pues obedecen al deber caballeresco y patriótico del maestre. Además, la voz autorial, que hace de cronista ahora, le encomia con propicias pretericiones: “sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hazer caros, / pues que todo el mundo sabe / cuáles fueron” (XXV) o “después de tanta hazaña / a que no puede bastar

/ cuenta cierta” (XXXIII).

Este juicio moral solapado se esclarece en las coplas del llamado “auto de la muerte”. Esta aparece con figura humana, sin ninguno de los atavíos e instrumentos atemorizadores de las coetáneas Danzas de la muerte, y se le presenta al maestre en su propia casa como autoridad digna y correcta que no solo le anuncia la llegada de su fin en la tierra, sino que le anima a aceptarlo con gozo, pues su vida ha sido ejemplar. Le llama de entrada “buen caballero” y no hace sino corroborar los méritos de su esforzada vida, tal como fueron expuestos por el narrador, y valorarlos a la luz de la fe cristiana. Le habla de las ventajas de dejar “el mundo engañoso y su halago” para ganar una vida “perdurable”, a la que se ha hecho acreedor tanto desde su estado caballeresco por su contribución a la religión en la lucha contra los moros, como por la fe que tiene en las verdades reveladas. Le pide que se enfrente con valentía al trance, al tiempo que le confirma, por sus méritos, en la esperanza de alcanzar esa vida eterna. La respuesta del maestre no hace sino confirmar el retrato ejemplar que el autor ha decidido otorgarle.

Ejemplar en la vida y en la muerte. El maestre ha muerto en casa, después de una vida cumplida y con tiempo suficiente para prepararse espiritualmente para el tránsito a la otra vida. La suya ha sido una muerte envidiable, ideal, en su domicilio y rodeado de la familia y los fámulos. Esta muerte prevista y serena era considerada una gracia concedida por Dios, porque le permitía al hombre ser consciente del paso trascendente que iba a dar y arrepentirse de sus pecados, todo lo contrario de la muerte súbita, violenta, sin tiempo para nada, que se consideraba un castigo por los pecados o la mala vida, y que aparece más de una vez en las coplas del ubi sunt, evocada a propósito de aquellos otros caballeros que, en muchos casos, fueron enemigos del maestre. Esta es la muerte “airada” que se clava como flecha de la copla XXIV, o que aparece cruel y sañuda deshaciendo las esperanzas terrenales y no garantizando las eternas en la XXIII.

Esta última parte conocida como “auto de la muerte” por su elemental estructura dramática o dialogada, bien al contrario de los temores que podía suscitar, y de hecho suscitaba, en las gentes de la época, y del aspecto vindicativo y macabro que presentaba en Las danzas de la muerte, debe no poco a la idea que la Iglesia quería transmitir de ella. La escena que compone Jorge Manrique estaría, en gran parte, inspirada en unos manuales conocidos como Ars bene moriendi. La Iglesia los promovía como un modo de catequesis para los fieles, sabedora de los temores e incertidumbres que el trance definitivo suscitaba. Parece ser que el primero de ellos fue obra de un dominico a principios del siglo XV y que luego se fueron prodigando hasta hacerse habituales en la segunda mitad del siglo, máxime con las facilidades de la imprenta. Suponían estos manuales tanto una preparación remota en vida como una preparación inmediata en la agonía del enfermo. Enseñaban, ante todo, que la clave de una buena muerte no era otra que haber llevado una buena vida, para lo cual era imprescindible vivir sabiendo que había que morir y que en la muerte solo se llevaban las buenas obras. La muerte no era más que la culminación de la vida, y una y otra se parecían.

Esta idea aparece nítidamente en las Coplas del mismo modo que aparecerán otras destinadas a una preparación próxima, ante el lecho de muerte. La muerte, que tan amigablemente aparece en figura humana, no hace sino el papel que un clérigo, o incluso un laico, solían realizar a la cabecera del enfermo exhortándole y ayudándole a bien morir. La muerte le anuncia el momento culminante en que se encuentra y le anima a enfrentarse a él con valentía y esperanza. Le habla por ello de los méritos que ya ha contraído en vida y de que la vida que le espera será mejor y “perdurable”. Era importante en este momento quitarle al enfermo temores y confirmarle en la esperanza de la gloria, pues decían los manuales que era habitual que los enfermos flaqueasen invadidos por una serie de tentaciones como la infidelidad, la desesperación, la impaciencia, la vanagloria y la avaricia [44].

La intervención de don Rodrigo disipa todas las dudas, pues recibe la noticia con absoluta tranquilidad y se confirma en las creencias del hombre de fe que acepta la voluntad divina y está presto para morir. “No gastemos tiempo ya / en esta vida mezquina”, dice, y “con voluntad plazentera, / clara y pura” afronta el trance. Por dos veces utiliza la palabra “voluntad” en esta copla XXXVIII el maestre. A la memoria y entendimiento, puestos en marcha con las palabras de la muerte, responde el protagonista con su consentimiento, con su voluntad. Las tres potencias del alma agustiniana se han concitado ante el fin como se supone que estaban concitadas en vida para desempeñar su papel de “caballero cristiano”. La coronación de sus palabras es la oración que dirige a Jesucristo encomendándose humilde y esperanzadamente a su sola misericordia.

Se pasan por alto en esta dramatización sin dramatismo de la muerte del maestre algunos pasos fundamentales de los Ars bene moriendi que venían a continuación de la exhortación, como la disposición del testamento y los sacramentos de la confesión y la extremaunción. Se pueden dar por hechos. La oración que el maestre dirige a continuación a Cristo para encomendarse a él (XXXIX) hay que entenderla como la confessio o protestatio que el moribundo suscribía al otorgar su testamento, en el que no podía faltar la firme voluntad de morir como hijo de la Iglesia, reafirmándose en su fe en aras de la salvación de su alma. La primera manda que aparecía en ellos era la del alma a Jescucristo, que la compró y redimió con su sangre [45]. Esta encomienda u oración del maestre concentra los principios cristocéntricos que le sustentan, que no son otros que la encarnación del hijo de Dios y su muerte en la cruz en orden a la redención del hombre, cuya condición tilda de “vil” pensando en el pecado original. Es el mismo principio doctrinal que aparecía en la copla VI. Al solicitar el perdón a Cristo, deja bien claro que lo hace solo teniendo en cuenta su misericordia y no los méritos que él haya podido hacer en vida. Esto parece un poco en contradicción con lo afirmado por la Muerte de que el caballero debe esperar el galardón confiando en su buen hacer en vida, particularmente por sus “trabajos y afliciones / contra moros” (XXXVI-XXX-VII) y por la misma voz autorial, que en la exposición general de la primera parte valora las obras cuando dice que el mundo se torna bueno solo “si bien usáramos del / como debemos” (VI). Hay que entenderlo como un acto de humildad del maestre, que no está tentado de vanagloria, y, sobre todo, que los Ars bene moriendi en todo momento quieren dejar bien patente que es solo la sobreabundancia de los méritos de Cristo en la Pasión la garantía de la salvación del alma, y que, por tanto, con nada se compra esta salvación, pues es gracia que otorga la misericordia divina [46].

Jorge Manrique sigue fielmente la doctrina y la praxis pastoral de la Iglesia de su tiempo, pues otras ideas capitales que pretenden transmitir estos catecismos de la buena muerte es que esta no tiene autonomía ninguna, sino que es un designio divino y Dios se la concede a cada hombre en el momento justo. A unos les viene prematura, como al infante don Alfonso, del que dice: “O juizio divinal, / cuando más ardía el fuego / echaste agua.” (XX) y a otros, como ejemplifica en el maestre, les llega con una vida ya gastada. Igualmente, silencia las alusiones a un juicio al final de los tiempos, para hacer más relevante el juicio inmediato ante Dios, de tal modo que el destino eterno del alma se decide en el instante de la muerte. Esta solicitud de la Iglesia por tutelar la muerte humana en aras a la salvación eterna muestra la aguda conciencia escatológica que infundió a los fieles y cómo todo, en la sociedad medieval, estaba orientado a ella, supeditando la vida temporal, caduca, a esa otra vida perdurable. Esta “clericalización” de la muerte supuso una domesticación de la misma de cara a los temores que les invadían a los fieles ante el último “trago” o “afrenta”, como la califica Manrique en boca del personaje de la Muerte (XXXIV). Pretendía que cada hombre “viviese” su propia muerte, que se responsabilizase ante ella [47].

La visión que transmite Jorge Manrique es que la actitud de su padre, tanto en la vida como en la muerte, fue la de un auténtico “caballero cristiano”. Utilizó, en todo momento, las tres potencias del alma según san Agustín: memoria, entendimiento y voluntad, lo que le hizo ser dueño de su propia vida y de su muerte, que no quiere decir otra cosa que haber vivido con entereza moral la vida, tal como alegóricamente expuso en la programática copla VI: andar el camino y hacer la jornada “sin errar”. A esa consciencia, a esa alerta continuada es a la que llama en la primera copla: tener en todo momento presente la muerte para orientar hacia ella la vida. Su padre aparece así como el ejemplo que cumple esta consigna. No será más que el trasunto fehaciente de la doctrina ascética cristiana que orienta el “camino” de su vida pensando en la “morada” eterna (V). En la copla XXXVI expone por boca de la muerte este programa ideal para el “caballero cristiano”:

El bevir que es perdurable

no se gana con estados

mundanales

ni con vida deleitable

en que moran los pecados

infernales;

mas los buenos religiosos

gánanlo con oraciones

y con lloros,

los cavalleros famosos,

con trabajos y afliciones

contra moros

Esta copla remite a las coplas del ubi sunt. Como contraposición. Lo que recuerda en la mitad primera de sus versos es de lo que se hablaba en aquellas: de esos “estados mundanales” y esa “vida deleitable” que les hace corresponderse con “pecados infernales”. Por el contrario, los versos de la segunda parte proponen algo bien distinto: el ascetismo y la renuncia de quienes posponen “los deleites de acá”, pasajeros, para evitar “los tormentos de allá”, eternos (XII). Según el estado, y mirando a ese futuro perdurable, hay un ideal de vida. Mucho se ha hablado de esas coplas en que “los plazeres y dulçores” aparecen vívidamente evocados, como una espléndida fiesta para los sentidos, particularmente la XVI y la XVII, que retrotraen al oyente o lector a la suntuosidad de la Corte de Juan II. Se ha dicho reiteradamente que son como un oasis o un paréntesis que abre el autor en la rigurosa templanza doctrinal del resto del poema [48]. Sin desdeñar el magnífico y selecto cuadro logrado, un prodigio de dinamismo y plasticidad, creo que es un modo que emplea el poeta para hacer más expresivo lo que de engañoso y ficticio tienen esos placeres mundanales sobre los que reiteradamente pone sobreaviso al lector en otras estrofas. Utiliza la técnica del contraste, más efectivo cuanto más vivo según el sentido didáctico medieval, como sucede en el Libro de buen amor o La Celestina, por citar dos obras reconocidas en las que la lección moral corrige y contrarresta el afán de goce de los placeres temporales [49].

Pero en esta segunda parte, la figura del maestre no le sirve al poeta solo para ponerle como ejemplo de probidad moral y de haber desarrollado las tres facultades del alma para trascenderse en el tiempo y seguir el dictado de la ley divina hasta su muerte ejemplar. Es una apología que rebasa lo doctrinal para adentrarse en lo político. Como dice Vicente Beltrán, opera en ella “la gran mixtificación ideológica de la figura de su padre”, haciéndose eco de las ideas dominantes que empezaban a imponerse en el reinado de los Reyes Católicos [50]. No solo recalca en varias ocasiones que ha sido un caballero famoso y valiente, cuyas hazañas militares son bien conocidas, sino que sobre todo deja bien claro que luchó contra los moros, que en ello gastó su vida (XXIX y XXX), y que sirvió lealmente a su rey natural (XXXII y XXXIII). Y tiene la habilidad de que la figura alegórica de la Muerte refrende sus palabras de cronista en la exhortación que le hace para que acepte la muerte con esperanza. Lo hace aludiendo a esa segunda vida “de honor” o “de fama tan gloriosa” que deja en el mundo (XXXV), además de que le augura que por sus “trabajos y esfuerzos / contra moros” se hace, unido a su fe en Dios, acreedor a la vida perdurable o eterna (XXXVI-XXXVII). La lucha contra el infiel y la lealtad al rey eran virtudes muy meritorias para cierta propaganda política que pretendía encumbrar a los caballeros cristianos que así servían a Dios y a su patria, conceptos que no tenían inconveniente en unir [51]. El maestre don Rodrigo queda retratado de tal modo como gran ejemplo de “caballero cristiano”, que dedicó su vida a los grandes ideales y no se perdió en espejismos mundanos, efímeros, como los personajes contemporáneos que evoca en las coplas del ubi sunt.

Al poeta no le importa seguir al pie de la letra las enseñanzas doctrinales eclesiásticas en su exposición general, pero sí que toma la iniciativa a la hora de recordar y engrandecer a su padre eligiéndolo, nada menos, que como prototipo de la oligarquía de su tiempo. No vamos a entrar aquí si era una forma de reivindicar sus muchos méritos frente a otros nobles rivales con los que siempre estuvo enfrentado y que le disputaron el título de Maestre de Santiago y nunca se lo reconocieron, o, incluso, ante la misma reina Isabel que postergó a los Manrique a la hora de traspasar dicho título al hijo mayor [52]. Ni siquiera a si responde a la defensa de los privilegios de la casta feudal a la que pertenecían los Manrique ante una clase emergente de nuevas ideas [53]. Sí, que reivindicó a su padre, y con él al linaje de los Manrique, del que había sido el gran líder, proclamando la fama o segunda vida gloriosa que dejaba en su tiempo, a la que se había hecho acreedor por sus muchas virtudes humanas, civiles y militares. Del mismo modo que insinuaba que se había hecho acreedor a la tercera vida, la “eternal y verdadera”, por su muerte cristiana ejemplar. Así, al menos, lo pide en la copla que da fin a la elegía: “dio el alma al que ge la dio, / el cual la ponga en el cielo / y en su gloria”. Lo que sí termina afirmando es la feliz memoria que ha dejado tras su muerte, memoria que es “harto consuelo”. Es decir, el poeta declara la íntima satisfacción, que debe extenderse a toda la familia y, por qué no, a todos los que quieran entender la importancia de vivir bien para morir bien. La memoria de su vida y de su muerte es digna de recuerdo, de consideración, pues sirve de ejemplo para quienes todavía gocen de la primera vida y aspiren a la tercera, pues quienes viven solo pensando en esta no dejan huella, no trascienden en la memoria de las gentes. Baste contrastar esta copla última, en la que habla de “memoria” y “consuelo”, con la XV, en la que dice que los nobles –unos nombrados, otros mentados en genera– que a continuación va a evocar en las coplas del ubi sunt, no han dejado huella o ejemplaridad moral: “No curemos de saber / lo de aquel siglo pasado / qué fue dello; / vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello”. No en vano, hablando de todos ellos, el poeta reiterará en las siguientes coplas las preguntas tópicas: “¿Qué se hizo…?”, “¿Qué se hizieron…”, etc. El poeta presenta a su padre, al maestre Don Rodrigo, triunfador sobre la muerte, glorificado; por el contrario, sobre sus rivales, Álvaro de Luna, o los hermanos Pacheco y Girón, queda la pregunta lanzada al vacío. Del primero hay algo grande que afirmar, de los otros todo parece haberse disuelto en el aire [54].

Al respecto, algún estudioso afirma que no deja de ser sorprendente el hecho de que el poeta ponga su vena lírica “al servicio del honor familiar”, pues tal defensa o elogio era más propio de composiciones narrativas que empleaban el arte mayor y tenían auténtico carácter épico [55]. Sin embargo, no debía de ser tan extraño, que el poema fúnebre se convirtiese en texto propagandístico del personaje llorado, mezclando así la consideraciones morales con el interés político [56]. Lo que sí llama la atención es la habilidad con la que Jorge Manrique aprovecha la doctrina  general  ascético-cristiana  del  valor del tiempo y el desprecio del mundo para coronarla con el ejemplo biográfico de su padre, magnificando a este a los ojos de sus enemigos. Que la elegía propiamente dicha, compuesta de epicedio o panegírico de virtudes, y el auto de la muerte vayan al final, después de la exhortación y amonestación, que forman la parénesis de la primera parte, es uno de los grandes aciertos reconocidos, pues la obra, conducida por mano maestra, se cierra justo en el momento en que su padre (se da por supuesto) ha accedido a la tercera vía o vida perdurable, tras haber dejado justa fama en esta [57].

No es solo la elegancia y naturalidad del estilo, la claridad y concisión con que desgrana las ideas o la fluencia rítmica lo que asombra, sino el acierto que demuestra a la hora de recoger los materiales de la tradición e irlos disponiendo para que resulten más eficaces y convincentes. Y no solo de disponerlos, sino de innovarlos, como sucede con el tratamiento del tópico del ubi sunt o la inclusión del auto de la muerte al final. Cómo, en suma, va desmontando las apariencias de este mundo que ofrece cosas de tan “poco valor” y las vidas que corren tras ellas en la primera parte, para ir desvelando la cara positiva del buen obrar en la segunda y colocar en vitrina de honor a su padre. Y esa es la consolación, el haber puesto a salvo su memoria.

6.    “Entre los poetas míos tiene Manrique un altar…” - Una poética del tiempo

Solo bien arraigado en la tradición puede un poeta trascenderse en el tiempo. Solo del vigor de las raíces se alimenta la savia que mantiene siempre lozano el árbol. La poesía de Jorge Manrique es la voz perenne en el tiempo, que se ha hecho ubicua e intemporal precisamente por haberse sustanciado en él. Ha sido así una referencia y lo seguirá siendo [58].

Nunca la poética de Jorge Manrique estuvo tan vigente, o brilló en todo su esplendor, como en el siglo XX, en cuya primera mitad la filosofía asumió la temporalidad como un existencial humano, de modo que filosofía y poesía convergieron en la misma idea seminal. La filosofía, se puede decir, que desveló en este tiempo lo que la poesía revelaba cada vez que preservaba la pureza de su canto. El lirismo, decía Antonio Machado, reside en el temblor del tiempo en la palabra. La poesía la definía como “palabra esencial en el tiempo”, o también, como el diálogo de un hombre con su tiempo. No en vano, esa emoción del tiempo que capta la realidad del acontecer en su fluencia lo percibió Antonio Machado como en ningún otro poeta leyendo las Coplas de Manrique. Para este gran poeta del tiempo en la poesía contemporánea española, Jorge Manrique era un clásico redivivo, veía ya en él palpitante esa conciencia del tiempo, sentido como fugacidad y descrito como realidad insoslayable. Y como Manrique, Machado despreció el tiempo físico y atendió solo al que su mayor apócrifo consideró “metafísico”, tal como dice: “Nuestros relojes nada tienen que ver con nuestro tiempo, realidad última de carácter síquico, que tampoco se cuenta ni se mide” [59]. También para él la vida tiene un ritmo interior, se vive en tensión anímica gracias a la memoria y a la imaginación, que integran pasado y futuro [60].

Machado había asistido en el curso 1910-11 en el Colegio de Francia de París a las lecciones del filósofo Henri Bergson, de cuya filosofía acusa un gran débito su concepción poética. Para este filósofo judío, la extensión es lo que caracteriza la materialidad del mundo, que se dispone en el espacio; en cambio, lo característico de la conciencia del yo es la duración. Esta nada tiene que ver con la mensurabilidad del tiempo físico, es una vivencia interior que –como la intensión del alma en san Agustín– en el presente aprehende el pasado por el recuerdo y por la anticipación el futuro, y fuera de esa conciencia que siempre se sucede en el presente, pasado y futuro no existen [61].

Frente a la filosofía racionalista, la consideración de la vida como fluir constante llevó a la filosofía existencialista a definir la vida como existencia, sin ver en ella otra cosa en sí, otra esencialidad que devenir, ser en el tiempo, aquella duración bergsoniana. De tal modo temporalidad y existencia serán para el alemán Martin Heidegger conceptos equivalentes, que, en su obra capital Sein und Zeit, eleva la intuición agustiniana del tiempo como realidad fenomenológica o vivencia del alma a verdad “ontológica”. Al poner, sin embargo, la muerte como límite del horizonte humano –define al hombre como Sein-für-Tod–, limita al ser a la angustia de lo finito. Para el alemán, la existencia, el ser, es quien funda igualmente el mundo, el yo y el tiempo. San Agustín, el Ser lo escribía con las mayúsculas de Dios, que había creado a un tiempo el mundo y el tiempo y, en ellos, al hombre. Y Dios, el Ser Supremo, para Agustín era eterno e inmutable; es decir, habiendo creado el tiempo, estaba por encima de él.

De alguna manera, la fina intuición de María Zambrano llegó a ver en la obra de Unamuno y Antonio Machado un antecedente de la filosofía existencialista heideggeriana, del mismo modo que consideraba la asunción de la temporalidad de la existencia como uno de los rasgos propios del realismo que impregnaba toda la cultura española [62].

Y a Jorge Manrique uno de sus adelantados y más conspicuos representantes. Todo lo que este tiene de moderno –en el planteamiento de la temporalidad como experiencia humana, principalmente– se lo debe a la asimilación de las ideas agustianianas sobre este concepto y sobre la explicación del hombre y el mundo en general. No está por ello de más, establecidas las similitudes manriqueñas con el siglo XX, señalar sus diferencias. Unas y otras, al fin y al cabo, emanan de la misma doctrina señalada.

El tiempo, que es el origen del problema para todos, es también la solución para Manrique. La división dualista de cuerpo y alma formulada por san Agustín y aceptada por la doctrina de la Iglesia, salva el tiempo finito del cuerpo y abre el alma a la eternidad. La muerte, horizonte para las filosofías inmanentes, no será muro, sino puerta de acceso al más allá. La angustia de la muerte lleva al cuerpo a aferrarse a la temporalidad; en cambio, la creencia en la inmortalidad sacrifica el cuerpo en el tránsito temporal para no privar al espíritu de la eternidad. Manrique insistirá en la voluntad humana para vencer, por un imperativo moral, la servidumbre del tiempo. Este, no es más que duración; es decir, fugacidad, tránsito entre dos nadas. El alma, en cambio, aspira a la perduración. A una y otra concepción las separa el concepto teológico de la Salvación cristiana.

De todas formas, no han sido las ideas o la doctrina suscrita lo que ha hecho a las Coplas manriqueñas sobrevivir en el tiempo y resplandecer en la literatura, sino esa chispa de genialidad que acertó a injertar la veracidad de la razón en la intuición de la palabra, o, si se quiere, la cristalinidad lírica en la espesura abstracta, de tal modo que, en una sola, se hiciesen razón de la memoria y palabra perdurable en el tiempo.

César Augusto Ayuso Picado, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

27 Un himno litúrgico de san Ambrosio que se recitaba en tiempo de adviento, sería la inspiración de estos versos primeros, según Mª Rosa LIDA DE MARKIEL, “Notas para la primera de las coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre”, La tradición clásica en España, Barcelona, Ariel, 1975, pp. 199-206. Hay quien remite a una homilía de san Gregorio, Joaquín GIMENO CASALDUERO, “Jorge Manrique y Fray Luis de León (Cicerón y san Gregorio)”, en Giusseppe BELLINI (ed.), Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Roma, Bulzoni, 1980, pp. 553-560.

28 Las citas se toman de la edición introducida por José Anoz, Madrid, San Pablo, 2008, p. 312.

29 Esta idea de que “la belleza del cuerpo no puede ser acrecentada, pero sí en todo momento la del alma”, aparece en la Epistola ad Theodorum de san Juan Crisóstomo, según Tomás GONZÁLEZ ROLÁN y Pilar SEQUEROS, “Prólogo” de op. cit., p. 48-50. Es anterior la propuesta de Mª Rosa LIDA DE MALKIEL, “Una copla de Jorge Manrique y la tradición de Filón en la literatura española”, Estudios sobre la literatura española del siglo XV, Madrid, Porrúa Turanzas, 1977, pp. 145-178.

30  Op. cit., p. 314.

31  Ibídem, p. 315.

32 Las justas y los torneos de que se habla en la XVI, puede que se refieran a unas muy famosas que se celebraron en Valladolid en 1428. Ver Francisco RICO, “Unas coplas de Jorge Manrique y las fiestas de Valladolid de 1428”, Texto y contextos. Estudios sobre la poesía española del siglo XV, Madrid, Porrúa Turanzas, 1990, pp. 169-187. No obstante, caen ya muy alejadas del tiempo en que fue escrito el poema -unos cincuenta años- y no estarían ni en la memoria de un entonces nonato Manrique ni en los receptores inmediatos posibles. Aunque persistiera la noticia de su grandiosidad, las imágenes suscitadas serían de forma referida y no directa, y los espectadores deberían acudir al recuerdo de otras más recientes y conocidas por ellos. Por ejemplo, las justas vallisoletanas de 1475 con ocasión de la entrada de los Reyes Católicos en Valladolid. Ver Miguel Ángel PÉREZ PRIEGO, edición de Jorge Manrique: Poesías Completas, Madrid, Espasa Calpe, 2005, notas de las pp. 160-161.

33  Op. cit, p. 385.

34  Ibídem, p. 388.

35 La imagen de los ríos que acaban en el mar aparecía ya en el Eclesiastés y fue utilizada anteriormente por otros poetas como Petrarca, el canciller Ayala o su tío Gómez Manrique

36 La espera y la esperanza, Madrid, Alianza Universidad, 1984, p. 61.

37 El mundo medieval se regía por representaciones dualistas, todo lo explicaba mediante realidades en contraposición: cielo/ tierra, tiempo/eternidad, cuerpo/alma, bien/mal… Ver Arón GURIÉVICH, Las categorías de la cultura medieval, Madrid, Taurus, 1990. Apunta estas y otras oposiciones duales Miguel de SANTIAGO en “Estudio crítico” de su edición Jorge Manrique: Obra Completa, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 119 ss.

38 PETRARCA, Obras, I, Prosa, al cuidado de Francisco Rico, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1978, pp. 64 ss.

39  Ibídem, p. 45.

40  Ibídem, p. 76.

41  Ibídem, p. 56.

42 Salinas apunta tangencialmente cierta similitud de la idea de tiempo de Manrique con la de san Agustín, como también estudia la importancia del libro de Petrarca para el pensamiento medieval, pero no concreta. Ver op. cit., pp. 128-129 y 73-78, respectivamente. Por su parte, Bienvenido Morros estudia la posible influencia de otra obra de Petrarca, Triumphi, en las Coplas. Concretamente, por la idea de las tres vidas y la visión serena de la muerte, así como la conversión de esta en personaje alegórico. Ver “Manrique y Petrarca. Estudios del petrarquismo en la literatura del siglo XV”, Medioevo Romanzo, XXIX, 2005, pp. 132-156.

43 Emilia GARCÍA JIMÉNEZ, “La elegía medieval: un discurso epidíctico”, Cuadernos de Investigación Filológica, XIX-XX, 1993-1994, pp. 7-26.

44 Quien mejor ha estudiado estos tratados ha sido Ildefonso ADEVA MARTÍN, “Los “Artes de bien morir” en España antes del maestro Venegas”, Scripta Theologica, 16, 1-2, 1984, pp. 405-415; “Cómo se preparaban para la muerte los españoles a finales del siglo XV”, Anuario de Historia de la Iglesia, 1, 1992, pp. 113-138: y “Ars bene moriendi. La muerte amiga” en Jaume AURELL y Julio PAVÓN, editores: Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval, Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 295-360. Hay edición del más señalado de estos incunables, el de la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, a cargo de Francisco Javier GAGO JOVER, Arte de bien morir y Breve Observatorio, Barcelona, J. Olañeta-Universitat de les Illes Balears, 1999.

45 Clara Isabel LÓPEZ BENITO, La nobleza salmantina ante la vida y la muerte (1476-1535), Salamanca, Diputación de Salamanca, 1992, pp. 235 ss.

46 Ildefonso ADEVA MARTÍN, “Ars bene moriendi. La muerte amiga”, ya citado, p. 352.

47 Ver, particularmente, el capítulo VIII: “La clericalización de la muerte” en Fernando MARTÍNEZ GIL, La muerte vivida. Muerte y sociedad en Castilla durante la Baja Edad Media, Toledo, Diputación de Toledo, 1996, pp. 129-134. También, Philippe ARIÈS El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983.

48 Lo apunta Américo Castro en “Muerte y belleza…”, ya citado; y lo desarrolla Pedro Salinas en Jorge Manrique o tradición y originalidad, pp. 157-160; amén de resaltarlo igualmente Luis Cernuda en “Tres poetas metafísicos”, Prosa completa, Barcelona, Barral Ediciones, 1975, pp 761-767; Stephen Gilman en “Tres retratos…”, ya citado; o Rafael Sánchez Ferlosio, que solo aprecia estas nueve coplas del ubi sunt y rechaza el resto del poema por su acentuado carácter doctrinal, en op. cit, pp. 238 ss. Y los poetas palentinos Juan José Cuadros: ”Tiempo de Jorge Manrique” en Al amor de los clásicos, edición y prólogo de César Augusto Ayuso, Palencia, Diputación de Palencia, 2008, pp. 70-71, y Marcelino García Velasco, art. cit.

49 Como una reprimenda y no como una concesión a la nostalgia de la buena vida lo interpreta José B Monleón; aunque más que una postura moral ve en ello una clara intención política de censurar la forma de vida mercantilista y moderna de sus enemigos políticos. En «Las Coplas de Manrique: un discurso político», Ideologies & Literature, 17, 1983, p. 125.

50 “Prólogo” a la edición de Crítica, ya citada, p. 29.

51  Emilio MITRE FERNÁNDEZ, “Muerte y modelos de muerte en la Edad Media clásica”, Edad Media, Revista de Historia, 6, 2003-2004, p. 28. Y María MORRÁS, “Mors bifrons: Las élites ante la muerte en la poesía cortesana del Cuatrocientos castellano”, en Jaume AURELL y Julia PAVÓN (editores), Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval, Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 175 ss.

52 Ver Antonio SERRANO DE HARO, op. cit. pp 219 ss.

53 No nos parecen correctas, por parciales e insficientes, las tesis que lo basan todo en cuestiones de ideología dependiente de los modos de producción y el dinero, realizadas desde una perspectiva marxista, como el ya citado artículo de José B. MONLEÓN, pp. 116-132; Julio RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS, “Estudio preliminar” a su edición de Jorge Manrique: Cancionero, Madrid, Akal, 1997, pp. 33-42, o Víctor Manuel PUEYO ZOCO, “La Coplas de la muerte de su padre: una lectura marxista”, Revista de Crítica Literaria Marxista, 6, 2012, pp. 4-21.

54 Bernard DARBORD, “La définition de la mort dans les Coplas de Jorge Manrique”, Annexes des Cahiers de Lingüistique Hispanique Médiévale, vol. 7, 1988, pp. 225-232.

55 Ángel GÓMEZ PÉREZ, “Prologo” a su edición de Jorge Manrique: Poesía Completa, Madrid, Alianza, 2000, p. 13.

56 María MORRÁS RUIZ-FALCÓ, “La ambivalencia en la poesía de cancionero: algunos poemas en clave política”, en Eva María DÍAZ MARTÍNEZ y Juan CASAS RIGALL, Iberia cantat: estudios sobre poesía hispánica medieval, Congreso Internacional sobre Poesía Hispánica Medieval, 2-5 de abril, 2001, Santiago de Compostela, 2002, pp. 335-370.

57 El esquema que J. Manrique invierte, venía ya de la elegía griega, según estudia Francisco Rodríguez Adrados en Líricos griegos. Elegíacos y yambógrafos arcaicos y cita Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, p. 10, nota 2. Para Tomás González Rolán y Pilar Sequeros, la estructura de las Coplas es la propia del poema consolatorio latino pagano, que, a su vez, aplica el esquema griego. El modelo sería el De consolatione de Cicerón, obra compuesta a la muerte de su hija Tulia. Las cuatro partes de este las ven reflejadas perfectamente en el poema de Manrique: exposición general sobre la vida y la muerte (I-XIII); lamentación de la transitoriedad de la vida y vanidad del mundo (XIV-XXIV); panegírico de don Rodrigo (XXV-XXXII) y consuelo de la muerte en persona a don Rodrigo, que le abre el camino a otra vida (XXXIII-XL). Ver su “Introducción” a Las Coplas de Jorge Manrique…, ya citado, pp. 12 ss.

58 Puede verse Nancy F. MARINO, Jorge Manrique´s Coplas por la muerte de su padre. A History of the Poem and its Reception, Woodbridge, Tamesis Books, 2011.

59 Juan de Mairena, edición, prólogo y estudio comparativo de Pablo del Barco, Madrid, Alianza, 1986, p. 270. Ver también “El “Arte poética” de Juan de Mairena”, en Nuevas Canciones y De un cancionero apócrifo, edición de José María Valverde, Madrid, Castalia, 1975, pp. 216-226.

60 Sobre el sentido del tiempo en el poeta, puede verse Ricardo GULLÓN, Una poética para Antonio Machado, Madrid, Espasa Calpe, 1986, pp. 170 ss. Para ver la influencia de las Coplas en la poesía del sevillano, importa: “Manrique, poeta del tiempo”, en Francisco LÓPEZ ESTRADA, Los “primitivos” de Manuel y Antonio Machado, Madrid, Cupsa, 1977, pp. 179-206.

61 Estas ideas aparecen en sus obras Essai sur les données inmédiates de la conscience, de 1889, y L`évolution créatrice, de 1907.

62 El artículo “Antonio Machado y Unamuno, precursores de Heidegger”, aparecido en el nº 42, de marzo de 1938, en la revista bonaerense Sur, está recogido en Senderos, Barcelona, 1986, pp. 117-119.

 

César Augusto Ayuso Picado

He elegido para mi reflexión a Jorge Manrique como tema, y más concretamente la cumbre de su obra, las Coplas a la muerte de su padre. No sé si es osadía o monotonía. Lo primero, porque qué decir de nuevo a lo mucho escrito sobre el poeta; lo segundo, por ser motivo recurrente entre académicos de la institución, sobre todo si son poetas o les atañe la literatura. Quiero recordar que ya en 1968 lo eligió Pablo Cepeda Calzada como tema de entrada en la Academia [1]. Y que hablaron y escribieron de él otros ya desaparecidos como Antonio Álamo Salazar, Jesús Castañón, Casilda Ordóñez y Santiago Francia [2]. E igualmente le han dedicado su atención Manuel Carrión, Miguel de Santiago y Marcelino García Velasco[3]. A pesar de ello, me he decidido a abordarlo una vez más. No creo que haya otro tema más solemne y más interesante tratándose de literatura palentina.

La creación de la Coplas a la muerte de su padre nunca dejará de parecernos un hecho prodigioso, tanto si se tiene en cuenta el resto de la obra de su autor como si se compara con la lírica de su época. Y más aún si se tiene en cuenta cómo mantiene en el tiempo, siglo tras siglo, una fragante lozanía que para nada desdice ni en su expresión ni en su contenido un aura de actualidad. Es un clásico permanente que ha merecido la admiración de infinitos lectores y la atención de numerosos críticos que la han estudiado y valorado en todos sus aspectos, tanto lingüísticos como humanísticos y estéticos. Y, sin embargo, precisamente por eso, porque es un clásico, no deja de atraer continuamente y de presentar nuevos puntos de escrutinio e interpretación.

Azorín, al que las obras de los clásicos le hacían soñar, es decir, imaginárselos a ellos o a sus personajes y circunstancias en la reviviscencia del tiempo, no puede prescindir de su visión impresionista cuando evoca a nuestro poeta: “Jorge Manrique es un escalofrío ligero que nos sobrecoge un momento y nos hace pensar. Jorge Manrique es una ráfaga que lleva nuestro espíritu allá hacia una lontananza ideal” [4]. Ramón Menéndez Pidal, en cambio, más apegado a la precisión filológica, establece un juicio más concreto, que la crítica aceptará sin discusión. Habla de “llaneza”, tanto de expresión como de pensamiento, a la hora de describir su aportación a la lengua y la literatura castellanas. Y añade: “Esta obra maestra, cuyo éxito ha salvado los infinitos cambios de gusto de tantos siglos, cuyos versos adornan la memoria de tantos hispano-hablantes cultos, no persigue invención extraordinaria alguna, sino solo distinción constante en la sencillez. Medita lo que está en la mente de todos, y lo dice con palabras que están en los labios de todos, pero lo piensa y lo dice mejor que todos” [5].

El estilo, el acierto en la fórmula exacta del decir, es el secreto del verdadero escritor. E incluye una serie de componentes, todos ellos logrados y que contribuyen a la excelencia conjunta, como pueden ser la selección y precisión léxicas, los recursos retóricos, la elegancia sintáctica, la adecuación del tono o la fluencia rítmica. Estos y otros han sido ya muy competentemente considerados por los diversos estudiosos y no vamos a ahondar en ellos. Este estilo es el que hace inconfundible a esta obra y encumbra a su autor como un clásico: su llaneza, su armonía, su naturalidad, reconocida por todos, es la señal de su maestría y el secreto de su perenne valor. Como una isla en la lírica culta de su siglo, Jorge Manrique adelantó con estos versos el Renacimiento en España, aunque solo fuera en algunos rasgos estilísticos, precisamente aquellos que más contribuyen a la armoniosa sencillez y a la elegante serenidad de su expresión. Ya la métrica, a pesar del uso del tradicional octosílabo hispano, encierra, al decir de quien mejor la ha estudiado, “una compleja y refinada estructura” que lleva a su plenitud la lírica conocida hasta entonces [6]. En cuanto a las ideas, al fondo del pensamiento, hay que decir –y este es el objetivo del presente estudio– que pertenece casi exclusivamente a su tiempo, es un claro exponente de la mentalidad medieval, moldeada a expensas del cristianismo. No es que esto no esté ya reconocido, que lo está suficientemente [7], pero se van a abordar algunos aspectos muy concretos que no han sido desarrollados o no se han fijado en sus justos términos. Se hará, además, desde enfoques distintos: bien desde la crítica interna o la teoría del texto, o de la crítica externa, que trate de las fuentes del pensamiento o el trasfondo social de época.

1. “Dexo las invocaciones de los famosos poetas…” - una elegía cortesana

La vida del poeta está llena de desconocimientos y lagunas, y entre ellos no lo es menos el de su formación intelectual y literaria. Al contrario que el Marqués de Santillana, por ejemplo, cuya selecta y abundante biblioteca es bien conocida y revela su condición de humanista, de Jorge Manrique apenas hay certezas documentales, más bien conjeturas al hilo de los logros de su obra. Cómo se formó o qué libros leyó no dejan de ser incógnitas que los eruditos han ido desvelando en un rastreo concienzudo de fuentes y profundos análisis filológicos. La alta calidad de las Coplas evidencia, sin embargo, que debió de tener una exquisita y cuidada formación, o, cuando menos, dada su predominante dedicación militar, que fue capaz de asimilar con gran provecho y dotes de intuición toda una serie de principios doctrinales y estéticos que estaban en el ambiente de la época. De asimilar y, sobre todo, de transformarlos en aras de un discurso nuevo y distinto que quedaría como modelo sorprendente y único. Lejos de convertirse en un mero repetidor de tópicos y lugares comunes, gracias a las Coplas emergió una genialidad oculta que, aun debiendo mucho a su tiempo, pone un hito señero en la lírica y en el pensamiento hispanos. No en vano, el ejemplar estudio de Pedro Salinas, aparecido en 1947, diseccionaba brillantemente los hilos y el entramado de su obra, señalando ya desde el título –Jorge Manrique o tradición y originalidad– las claves de su trabajo creativo [8].

En esta vertiente de su formación, parece que debió no poco a su tío Gómez Manrique, que le facilitaría autores y obras y cuyos poemas tuvo muy en cuenta a la hora de hacer los suyos, como se puede observar por ciertas influencias. Era este, junto con Hernán Pérez de Guzmán, destacada figura del círculo intelectual toledano que frecuentaba el palacio del arzobispo Carrillo, en el que también participaría nuestro poeta. Se caracterizaba este grupo por cultivar un humanismo cristiano que se nutría, purificándola, de la tradición grecolatina, y que estaba formado más bien por conversos. Un antecesor de este círculo sería el también converso Alonso de Cartagena, que llegó a obispo de Burgos y tuvo un importante papel en la versión de obras latinas. Les distinguía la lectura y traducción de los moralistas cristianos como San Gregorio o Boecio o de los clásicos como Cicerón y Séneca, seguían el magisterio de Petrarca y también la tendencia al empleo de una lengua literaria basada en la naturalidad y horra de artificio [9]. De todo ello quedan elocuentes huellas en las Coplas.

La adopción del llamado “sermo humilis” o “baxo estilo” [10] sería una de las consecuencias de haber pertenecido a este círculo cultural que tomó el humanismo cristiano como fundamento y modelo. Manrique abandona la retórica pagana, recargada y profusa, y adopta la expresión natural y transparente de la experiencia cotidiana para transmitir verdades universales. La reflexión serena se impone a la elucubración retórica y al discurrir ornamental, y elige imágenes sencillas, muy visuales, hondamente arraigadas en la vida cotidiana y provenientes de una cultura ancestral, preferentemente bíblica, para hacer el curso de su pensamiento cercano y asequible. Marca así una frontera con la poesía culta de su tiempo, la encabezada por el Marqués de Santillana y Juan de Mena. La poesía cristiana de los himnos litúrgicos, los textos bíblicos, los moralistas y teólogos le servirían como fuente de ideas; y no renuncia a los sabios modelos del mundo clásico latino, pero el cauce llano y limpio por el que hacer discurrir estas aguas será exclusivamente suyo. En la copla IV el yo autorial hace confesión explícita de sus intenciones y su modo de proceder: no le interesa la asistencia de las musas paganas, que ninguna verdad provechosa transmiten, sino la protección de quien considera que es Hijo de Dios y origina toda su confianza: “Dexo las invocaciones / de los famosos poetas / y oradores; / non curo de sus ficciones (…) A Aquel solo me encomiendo, / a Aquel solo invoco yo…” El propio autor acota explícitamente el territorio de su canto, y no solo en lo ideológico, también en lo expresivo, porque la expresión clara va aparejada a la claridad de la verdad, mientras el verbo oscuro pertenece al mundo pagano que se debatía en las tinieblas del error.

Al componerle el poema a su padre muerto, hubo de acogerse a los moldes propios del género, que no era otro que el del poema funeral o la elegía. A través de la tradición grecolatina, se había prodigado en la edad medieval hasta alcanzar, precisamente en el siglo de Manrique, una profusión y desarrollo desconocidos. Naturalmente, el poeta conocería las mejores composiciones funerarias de sus contemporáneos, y ya Salinas avanzó el cotejo con algunas, en las que aparecen ciertos recursos o lugares comunes que se encontrarán en las Coplas. Parece ser que las que tuvo más cerca, aquellas en que más se fijó, fueron las que se deben a la pluma su tío Gómez Manrique, hecha una en honor del caballero Garci Lasso de la Vega y otra del Marqués de Santillana. La retórica de estas composiciones anteriores al poeta queda, sin embargo, al descubierto al ponerse a la par con la suya, pues la limpia expresión de esta y la presencia del sentimiento que hace aflorar en ella con toda naturalidad, le dan ese aire de maestría que traspasa su propia circunstancia [11].

Pero si ya en la elección de la lengua y del esquema métrico deja Manrique la impronta de su originalidad al abordar tema tan solemne y de tanta inspiración en su tiempo, no va a ser menos a la hora de elegir los materiales, las ideas y los motivos y darles un lugar en la composición. También aquí mostrará una estructura novedosa que se sale de lo más socorrido, pues aúna las dos formas diversas en que se desdoblaba la elegía cortesana cinquecentista: por una parte, el poema fúnebre, que medita en general sobre el valor de la vida y la subordinación a la muerte; y, por otra, la llamada “defunción”, centrada en una persona concreta, en cuyo recuerdo se escribe y en la que no puede faltar junto al elogio de sus virtudes la consolación por su pérdida [12].

No siempre la crítica se pone de acuerdo a la hora de juzgar la unidad del gran poema manriqueño, o de estructurarlo. Como nada se sabe con exactitud sobre las fechas y los tiempos de su composición y tampoco existe el manuscrito, se hacen conjeturas sobre si lo componen distintas partes conjuntadas a posteriori, hechas en momentos distintos y sin esquema previo, o si, a pesar de ello, y con algunas disyunciones, se puede hablar de una obra unitaria en la que si se aprecian distintas partes, estas, sin embargo, obedecen a una intención meridiana y se ensamblan convincentemente [13]. Me inclino más bien por esta opción última y trataré de buscar en ello una unidad de interpretación.

La estructura tripartita de las Coplas tiene una larga tradición y parece ser la más aceptada, aunque no todos los críticos coincidan a la hora de determinar con igual claridad y exactitud dichas partes. Pedro Salinas las distinguió perfectamente, pues señala cómo de la reflexión general que se hace sobre la muerte en el inicio (I-XIV), se pasa luego a la consideración de los muertos (XV-XIV), para terminar con la figura del muerto protagonista, el maestre don Rodrigo (XXV-XL) [14]. Stephen Gilman, por su parte, considera estas tres partes desde otra clave temática como es el desarrollo de las tres vidas que se plantean para el hombre en la estrofa XXXV: la vida sensorial terrena, la vida de la fama y la vida eterna, cada una de las cuales tiene su representación en uno de los tramos del poema [15]. Particularmente, me parece más coherente hablar de una división en dos partes que, a su vez, se compondrían de otras dos partes cada una. La primera sería la reflexión general sobre la existencia humana, contraponiendo las actitudes que suele adoptar el hombre en ella y las que debería adoptar de cara a la muerte (I-XXIV), y la segunda la elegía propiamente dicha en honor de su padre (XXV-XL). La primera habría que subdividirla en la reflexión doctrinaria genérica centrada en el tópico del contemptus mundi (I-XIV) y la ejemplificación consiguiente a expensas del tópico del ubi sunt (XV-XXIV), y la segunda en el epicedio o retrato elogioso del padre (XXV-XXXIII) y representación alegórica de la muerte del mismo (XXXIV-XXXIX (XL)) [16].

2. “No se engañe nadie, no…” - una exhortación moral

La coherencia de las Coplas me parece fuera de duda, pues las partes se ensamblan perfectamente entre sí, y los elementos de cohesión dentro de ellas lo corroboran, y la unidad de intención es manifiesta. Aunque el poeta tuviera in mente a la hora de escribirlas un destinatario muy particular, como pudiera ser la clase política y nobiliaria castellana de su tiempo, el acierto en el planteamiento y la estructura, así como en el registro y la tonalidad del sentimiento, sin olvidar otros elementos técnicos como la métrica y las figuras retóricas, las dejaron tan perfectamente moldeadas que su alcance se ha hecho universal, traspasando clases, siglos y fronteras. Es muy posible que estuvieran destinadas a ser leídas en voz alta, ante un público selecto, buscando la solemnidad de la ocasión y un impacto profundo [17]. Si el poema mortuorio en honor del padre no perseguía otra finalidad que reivindicarlo en las luchas banderizas de la Corte, es bien cierto que la larga introducción hasta llegar al elogio de su figura en vida y la dignificación de su muerte, toma tal altura desde su inicio, que hace olvidar toda particularidad para dejarle al posible lector u oyente prendido de esa grave tonalidad que le empuja a inmiscuirse en el ritmo y el mensaje de sus palabras, a sentirse dentro de esa fluencia meditativa que suave pero implacablemente le pone frente a su propio destino.

Se ha visto reiteradamente el poema como un sermón moral [18], y no solo por la gravedad doctrinal de la materia que trata, sino también en su forma, pues adopta con gran pericia la retórica propia de las artes de la predicación [19]. La modalidad exhortativa es evidente desde el mismo inicio, pues se abre con la forma verbal “recuerde” y escoge como sujeto activo a la parte más noble del hombre, el alma, que es donde residen las capacidades de la voluntad y de donde salen las decisiones morales. No en vano, lo que en esta primera parte de las Coplas se plantea no es otra cosa que hacerle recapacitar al hombre sobre su propio destino. Destino que no es una cuestión banal que pueda improvisarse o posponerse, sino que, dada la gravedad e importancia del mismo, supone una toma de conciencia y una elección consciente por parte del individuo. Lo efímero y azaroso de la vida, así lo exige. El tópico del tempus fugit queda claro, tanto de forma doctrinal como plástica en las tres primeras estrofas. Tras el paréntesis de la cuarta, de la quinta a la séptima el motivo moral aparece de manera clara y rotunda: el hombre es dueño de sus obras y, por tanto, artífice de su salvación eterna: “más cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar” (V); “Este mundo bueno fue / si bien usáramos de él / como debemos, / porque, según nuestra fe, / es para ganar aquel / que atendemos”. Las coplas que siguen a estas son una llamada de atención para no olvidar, precisamente, que no es este mundo el destino del hombre, sino otro, invisible; de ahí que el memento mori y el contemptus mundi sean los tópicos que se desarrollen, unidos al primero, en toda la primera parte, hasta la copla XXIV.

El poema, en este marchamo doctrinario y moralizador que adquiere, adopta los principios y recursos de todo texto argumentativo, por lo que no pierde de vista la capacidad de instruir, persuadir y conmover que a estos se les otorga. Y para ello echará mano tanto de las consiguientes estrategias que avalen sus razones e ideas, para que aparezcan más convincentes, como de los recursos exhortativos que muevan al interlocutor y le atraigan a su discurso. Para reforzar la exposición de sus argumentos utilizará los temas tópicos que el mundo eclesiástico había acomodado de la literatura pagana clásica a su doctrina. Y, sobre todo, la invocación que en la copla IV hace al mismo Jesucristo para que le inspire, es todo un propósito de avisar al lector de la seriedad e importancia de lo que quiere exponer. Esta es la autoridad que cita, a la que remite la recta intención y la fuerza de verdad de su discurso, porque, sembrados aquí y allá, en unos versos y en otros, aparecen numerosos ecos bíblicos, patrísticos y de autores clásicos, como ya ha demostrado suficientemente la abundante erudición que la obra ha generado.

Particularmente brillante está en el desarrollo que hace del tópico del ubi sunt en la decena de coplas que van de la XV a la XXIV, pues es una manera de mostrar con ejemplos muy concretos la validez de las verdades generales anteriormente desarrolladas. Sobre todo, porque acude a personajes de la historia más reciente de Castilla, que están en la mente de sus contemporáneos, dando así a su discurso un aspecto de verismo y plasticidad insospechado en los autores que le precedieron. Toda la parte dedicada a su padre no será sino el supremo ejemplo, por vía contraria a los anteriores, de las ideas doctrinales expuestas en las catorce primeras coplas.

En todo momento llama la atención la seguridad con que la voz autorial se expresa y conduce su discurso. Hace gala de una gran pericia retórica, plena de recursos y muy dúctil para mantener la atención del oyente o lector y meterle dentro de la reflexión que se propone. Las primeras palabras son ya una invitación al recogimiento, a la contemplación de las verdades que va a desplegar ante sus oídos, apelando en todo momento a la experiencia. Y se vale profusamente de expresiones asertivas y sentencias que le dan a su discurso ese aire de verdad incontestable, tales como “No se engañe, nadie, no…” (II) o “Los estados y riqueza, / que nos dexan a desora, / ¡quién lo duda!” (XI). Su ductilidad enunciativa le hace esconder el yo (vimos ya cómo lo utiliza solo claramente en la copla IV al hacer la confesión de su propósito y encomienda divina) y volcarse en la atención de los receptores, centrándoles la atención y englobándolos en sus palabras mediante la deixis personal que los señala, bien utilizando la primera persona del plural de los verbos: “y pues vemos lo presente” (II) o, muy particularmente, en las coplas V, VI, VII y VIII; las partículas pronominales: “por eso no nos engañen” (XII) o las posesivas: “nuestras vidas son los ríos” (III). Y más cuando, en el comienzo de algunas coplas, mediante los imperativos se les alude directamente: “Ved de quánd poco valor” (VIII) o se les solicita: “Dezidme: la hermosura…” (IX). Especialmente eficaces resultan las continuadas preguntas retóricas que lanza en las coplas del ubi sunt (XVI y XVII, sobre todo, pero también en XIX y XXI) como un modo de corroborar y hacerles insoslayable la evidencia de lo enunciado.

Se han hecho célebres los sermones barrocos por el despliegue retórico y parateatral que desarrollaron, hasta rayar en lo hiperbólico y ridículo. La elegía manriqueña, ideada y desarrollada también como un sermón doctrinal, es una muestra, sin embargo, de la elegancia, la claridad de pensamiento y el dominio de los recursos retóricos de la elocuencia para exponer brillantemente unas ideas. De acuerdo, eso sí, con la causa que la originó y la finalidad que persigue, que no era hacer un mero ejercicio literario, sino el elogio interesado del maestre don Rodrigo Manrique, padre del autor. Esta habilidad retórica no se agota en la capacidad argumental o en el mestizaje de formas enunciativas, como ya vimos. Se extiende, y se hace no menos eficaz, con el cambio de planos, de perspectivas y motivos, logrando también evitar la monotonía y sorprender de continuo al lector en la variedad y la intensidad de las formas expositivas. Vimos ya cómo el autor no hace ninguna concesión desde el principio a las vacuidades retóricas, pues entra de lleno en cuestión sin darle al interlocutor tregua. Solo una vez centrado el tema en las tres primeras coplas, hace un paréntesis en la cuarta para invocar la consiguiente inspiración, que tampoco está de más. Hasta la copla XIV, la exposición doctrinal sabe engarzar y hacer discurrir muy bien la abstracción de los temas –el tiempo fugitivo, la inestabilidad de todo y lo azaroso de la fortuna, la muerte inevitable e igualitaria– para, en un cambio de escenario, y de perspectiva, hacer más evidente lo dicho con una ejemplificación dinámica y colorista, que no deja de ser sino una breve pero densa incursión en la última historia de Castilla.

Parece unánime la admiración que estas coplas han suscitado por la plasticidad con que logra recrear esos momentos históricos en que se mezclan y suceden la brillantez cortesana de las grandes fiestas y celebraciones con las riquezas y las ambiciones desmedidas, las glorias y la exhibición guerrera con las desgracias y caídas. Como en una película llena de movimiento, el poeta evoca por orden cronológico y jerárquico a la realeza y nobleza mayor del reino de Castilla. Todos aparecen por un momento enfocados en sucesivas escenas panorámicas, descritos con un apunte incisivo, a base preferentemente de enumeraciones rápidas y selectas que dan la sensación de movimiento incesante, precisamente como una manera de plasmar el torbellino incuestionable del tiempo que desagua en la muerte. Esta es, en esa decena de coplas, la gran protagonista, pues todos los personajes evocados han cumplido ya en ella su destino. El poeta no solo la evoca, sino que ya al final de su recuento panorámico la va a hacer presente, la dota de viveza y personalidad interpelándola (XXIII) o haciéndola objeto de sus irrebatibles aseveraciones (XXIII y XXIV)

Tantos duques excelentes, tantos marqueses y condes y varones

como vimos tan  potentes, di, Muerte, ¿dó los escondes y traspones?

Y sus muy claras hazañas, que hizieron en las guerras y en las pazes,

cuando tú, cruda, te ensañas, con tu fuerça las atierras

y deshazes [20].

De la elusión de la muerte, de pronto el poeta pasa a aludirla, y a aludirla de forma directa, como si la hiciera presente, la personificase. Al cambiar el enunciante de interlocutor, el virtual oyente o lector pasa de interpelado o cosujeto de la enunciación a espectador, sin que por ello deje de ser partícipe en tan apasionada meditación que el autor le dirige. Este remate de la segunda parte, para los que prefieren la estructura tripartita, o de la primera, como prefiero entender, no puede ser más expresivo y efectista, pues se cierra dirigiéndose a la muerte y sin posibilidad de respuesta. Es tal la fuerza del aserto, que estaría de más. Nada pueden los hombres contra ella, por más que se preparen y pertrechen (y no es inocua esta gran imagen militar desarrollada en la copla XIV): “Quando tú vienes airada, / todo lo pasas en claro / con tu flecha”.

El clímax con que acaba esta primera parte es patente. La copla XXV, que inicia ya a la segunda, evidencia un cambio drástico de protagonista y motivo, de perspectiva y de escenario. No cabe entenderlo, por tanto, como se quejan algunos comentaristas, de desconexión o fallo de engarce, por cambio excesivamente brusco entre una copla y otra. Es más bien un cambio de tempo, un ajuste escénico que marca la diferencia entre dos partes, distintas pero complementarias, de un texto único [21]. Solo una vez terminada la lectura del poema puede uno darse cuenta de la radical coherencia temática que existe entre ambas partes. La figura del maestre, cuyo elogio de su vida y de su muerte ocupará la segunda parte, solo puede entenderse como la ejemplificación fehaciente, en positivo, de la tesis moral mantenida por el poeta en la primera parte, concentrada preferentemente en la copla VI: la recta actuación del hombre en vida de acuerdo a la exigencia divina es el medio para salvarse.

Y aun esta segunda parte, dedicada íntegramente a don Rodrigo, carece de unidad discursiva, pues el poeta, para no acomodarse el interlocutor y mantener viva la tensión de su discurso, opta también por distinguir dos partes, rompiendo la posible monotonía que se va apoderando de la primera con un nuevo impacto de cambio escénico. El yo autorial introduce en el tema a su padre, don Rodrigo, ya muerto, y se erige en narrador de sus hazañas. Será un parcial valedor, pues la evocación tomará en seguida un intenso aire ponderativo, encomiástico, a pesar de que, al inicio, lo niega utilizando hábilmente la figura de la preterición: “sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hazer caros, / pues el mundo todo sabe / cuáles fueron” (XXV). Esta parte es el elogio propiamente dicho, que no podía faltar en una elegía en honor del fallecido. Ocupa nueve estrofas (XXV- XXXIII), porque, a continuación, y de nuevo casi sin transición, pillándole al oyente o lector otra vez de improviso, le pone a este ante una escena dramatizada, pues desaparece su voz expositiva o dirigente para dejar frente a frente a la figura de la Muerte, en amable caracterización humana, y al maestre postrado en su lecho, que entablarán un diálogo, tan ajustado como emotivo. Es, sin duda, un pequeño auto o sucinta y elemental representación de la preparación ejemplar para una muerte inminente (XXXIV-XXXIX). Como sucedía en las coplas del ubi sunt, el autor logra acercar a los espectadores una escena, tornarla viva; si en aquellas ponía ante oculos unas actuaciones históricas, dotándolas de sensorialidad y movimiento, también en este pequeño auto hace al oyente espectador que no solo ve la escena de la llegada de la muerte y su entrada en la habitación del maestre, sino que le permite oír las palabras que ambos personajes pronuncian. Solo queda en el poema una estrofa más, en la que la voz autorial vuelve a su papel narrativo y sentencioso (XL). Tampoco aquí hay que ver un final excesivamente abrupto, pues esta copla que cierra serviría de “consolación” [22]. La finalidad del discurso se ha cumplido, y el poeta ha sido en todo momento consciente de sus intenciones y de sus recursos, que, aunque manejados con suma destreza, siempre han tendido a la concisión y el equilibrio, a la precisión y la emoción contenida. Una elegante meditación sobre la existencia y el destino del hombre, que, lejos de la recargada ornamentación y el hueco retoricismo, ha preferido exponer con claridad, intensidad y novedosa variedad de recursos discursivos y persuasivos.

3. “Este mundo es el camino para el otro…” - cronotopos

La voz es, en realidad, la que crea ese mundo que aparece hecho texto, discurso, con todos sus matices, protagonismos y ocultaciones. Y la voz, que enuncia, siempre lo hace en el tiempo, descubre la temporalidad en que está inmersa [23]. La voz autorial de Jorge Manrique discurre en el poema, precisamente, como desveladora de la condición temporal de la existencia humana. La condición temporal de la vida humana será la génesis de su reflexión, el punto nodal del que brota su discurso y en torno al cual lo va fundamentando. Hay un concepto que el lingüista y teórico de la literatura ruso Mijail Bajtin definió como “cronotopos” y que aplicó al análisis de la novela. Este concepto tenía que ver con la nueva dimensión que el físico Albert Einstein había asignado a principios del pasado siglo al espacio y al tiempo, que dejaban de ser magnitudes independientes absolutas, como expuso la física racionalista, para formar una única magnitud que debía entenderse como un continuum. Así, el cronotopo literario lo entenderá Bajtin como la unión de elementos espaciales y temporales que deben ser analizados como un todo inteligible y concreto [24]. En las Coplas, está muy presente la exposición narrativa, y se nos antoja muy fecunda la aplicación de este concepto a su análisis. La temporalidad, el gran tema desarrollado, no se hace inteligible, visualizable, sino en continuas figuraciones espaciales. Cómo logra presentar Jorge Manrique esta abstracción y hacerla familiar y cotidiana, maleable, es otro de sus grandes aciertos, aquello por lo que sus coplas resultan memorables en cualquier tiempo que se lean.

Para lograr una sola encarnación de ambos conceptos, se vale el poeta de la deixis por una parte, y de la creación plástica de imágenes por otra. Son otros dos recursos que contribuyen sobremanera a que el poema se asemeje tanto al sermón moralizador, y a hacer su mensaje vivencial y cercano. La coherencia semántica del poema no admite ninguna duda. “Vida”, “muerte”, “tiempo” y “mundo” son cuatro palabras clave cuya interrelación no es difícil demostrar. Las tres primeras aparecen en la primera copla, en que queda ya fijada la temporalidad, es decir, la condición pasajera del hombre. “Mundo”, en cambio, no aparecerá hasta la quinta. Es el lugar donde trascurre la vida, pero la imbricación “mundo”/“vida” es tal que, en realidad, se confunden semánticamente, ambos son conceptos indesligables de la temporalidad, ambos son efímeros, limitados. Frecuentemente, quedan acotados mediante la deixis: “nuestras vidas” (III), “esta vida” (X), “este mundo” (V, VI), pues es lo que requiere la reflexión hecha en presente ante un auditorio (real o ficticio) al que se incluye en el discurso. Y ambos conceptos son ilustrados con imágenes de gran poder traslaticio, visual:

I       Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en el mar

que es el morir.

II      Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar,

mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar.

Partimos cuando nacemos,

andamos cuando  bivimos

y allegamos

al tiempo que fenecemos;

así que, cuando morimos,

descansamos.

Los términos imaginarios escogidos añaden la otra dimensión que presuponen los términos reales. “Vida”, y “muerte”, entendidas como tiempo, se ven correspondidos con “río” y “mar”, de dimensión espacial. “Mundo” es equiparable aquí a “vida”, sobre todo en el desarrollo de la imagen en que le corresponde como término imaginario “jornada”, cuya dimensión señala el tiempo. En la segunda parte de la copla se produce un desarrollo muy claro de esa doble figuración de “mundo” (vida) como “camino” (espacial) y “jornada” (temporal), a través de la serie de correspondencias verbales perfectamente enfrentadas que conjugan puntos del espacio (partir-andar-llegar) con puntos del tiempo (nacer, vivir, fenecer).

La abundancia de verbos de movimiento aplicados a ambos conceptos hace, igualmente, pensar en la intrínseca relación que existe entre el trascurso temporal y la imagen espacial. Respecto a “vida”, aparece de inmediato: “contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando” (I), así como las variantes del verbo “ir” en la tercera copla. En cuanto a “mundo”, están también presentes en la primera copla en que aparece, la V, con verbos como “andar”, “partir”, “llegar”, y la imagen se hace más explícita en la VIII: “Ved de quánd poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos / que, en este mundo traidor, / aun primero que muramos / las perdemos”. La realidad del paso del tiempo solo se le revela al hombre en lo concreto y tangible de un lugar, de un espacio: las cosas que se ofrecen a la posesión, al uso. El verbo “correr”, particularmente, adquiere un sentido moral en el poema, pues va ligado a la inconsciencia humana, tal como puede deducirse de la copla XIII:

Los plazeres y dulçores

de esta vida trabajada

que tenemos

no son sino corredores,

y la muerte, la celada

en que caemos.

No mirando a nuestro daño,

corremos a rienda suelta,

sin parar;

desque vemos el engaño

y queremos dar la buelta,

no ay lugar.

De nuevo las imágenes que aúnan la temporalidad con la ubicuidad: la vida como una carrera en pos del placer, que es como llama el poeta a los bienes efímeros, y su límite, la muerte, como una trampa puesta en el mismo campo en que se corre. La irreversible linealidad del tiempo es la que impide volverse atrás, desandar el camino.

La vida del hombre en el mundo es una cuestión moral, es una opción de vida, una forma de elección y actuación. Y el hombre no siempre acierta, pues le engañan los sentidos. De ahí los calificativos que acompañarán al mundo, el primero de los cuales es “este mundo traidor” (VIII), que hablando del rey Enrique IV se convierte en “cuán blando y cuán falaguero” (XVIII), mientras que la Muerte, al invitarle al maestre a dejarlo, lo tilda de “el mundo engañoso” (XXXIV). La inconsistencia de los bienes y placeres que el mundo ofrece dependen de las veleidades de la fortuna, concepto intrínseco a la vida y al mundo, que hace que todo sea pasajero, que tenga fecha de caducidad. Caducidad y engaño son cualidades de la vida temporal, encarnadas en las cosas o apariencias del mundo. El poeta, por tal razón, acude al tópico del desprecio del mundo, que, partiendo de la filosofía socrática, alcanza omnímodo desarrollo en la patrística y la ascética cristiana hasta culminar en De contemptu mundi, la obra escrita en el siglo XI por quien llegaría a ser el papa Inocencio III. En las coplas que van de la VIII a la XXIV el poeta se aplica a la demostración de esta doctrina. Acude primero a la experiencia que tiene todo hombre de las pérdidas propias o ajenas en vida: el vigor y la belleza de la juventud, la pérdida de poder y prestigio social, la riqueza… (VIII-XIII), y pasa luego a hacer un recuento histórico de personajes de la historia próxima, pero ya muertos, entonando el ubi sunt (XIII-XXIV).

Es impensable hablar de la vida sin considerar incluida en ella la muerte. Vinculadas aparecen ya en la primera copla: “cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”. En la XIV, que puede ser considerada como de transición entre el enjuiciamiento del poder caprichoso de la fortuna en vida y la desaparición definitiva del hombre del mundo, lo que se plantea es otro tópico muy propio del tiempo: el poder igualatorio de la muerte, al que ya antes había aludido en la III. Lo que tan dramáticamente se reconstruía en las coetáneas Danzas de la muerte, y con un fuerte componente social, aquí aparece únicamente para señalar la inconsistencia de todo lo que se puede obtener en este mundo, porque para la muerte “no ay cosa fuerte”, y ella hace tabla rasa a la hora de poner fin a toda vida humana: “que a papas y emperadores / y perlados, / así los trata la muerte / como a los pobres pastores / de ganados”. Tiempo y muerte en alianza juegan en contra del hombre, condicionan y sojuzgan su existencia. Las coplas del ubi sunt proceden a modo de ejemplos, como la oportunidad de hacer concretos y visualizables los efectos de estas fuerzas ocultas, calladas pero implacables, en la vida.

Su gran acierto, como ya la crítica ha explicado sobradamente, ha sido olvidarse de erudiciones que remitieran a la antigüedad, como era perceptivo en los poemas funerarios de la época, y tomar como sujetos de ejemplaridad a las grandes personalidades de la más reciente historia de Castilla [25]. La fuerza del menosprecio del mundo se le hacía más persuasiva al oyente, alertaba su conciencia enfrentándole con vidas cuyo destino permanecía en el recuerdo. La gran vivacidad que logra al evocar escenas de estas vidas poderosas y regaladas, además del movimiento que les imprime y de la sensorialidad de los cuadros, se debe a la simbiosis en la evocación espacio-temporal. Cuando evoca las justas y los torneos, los bailes de la corte de Juan II por ejemplo, el oyente no puede sino representárselos en unos lugares concretos, bien sean exteriores –el palenque– o interiores –las salas del palacio–, llenos de ornamentación y esplendidez (XVI-XVII). Lo mismo cabe decir de Enrique IV, cuya alusión se centra más bien en las cosas: las monedas, las vajillas, los tesoros, los arreos y atavíos, todo con su forma, colorido y volumen (XIX), o del Condestable Álvaro de Luna, que al nombrarlo alude a “sus infinitos tesoros / sus villas y sus lugares…” (XXI).

Destacan sobremanera en las coplas de esta parte las metáforas con que suele coronar la evocación de cada uno de los personajes, formuladas casi siempre como preguntas. Son sencillas y directas, pero sumamente elocuentes y animadas para hacer expresiva la disolución de vidas, haciendas y honras por la tiranía de la muerte. En todas ellas la imagen es el resultado de un singular cronotopo. Ya vimos cómo sucedía lo mismo en las que dedicaba a la vida (III) y al mundo (V), o cuando habla del “arrabal de senectud” (IX), espléndida correlación entre la última etapa de la edad de un hombre (tiempo) y los confines de la ciudad (espacio). Las dos imágenes primeras guardan entre sí una gran semejanza, pues están formuladas no solo sobre un paralelismo sintáctico sino también semántico, ya que toman espacios vegetales como referente imaginario para dar a entender lo efímero e inconsistente de los placeres de la vida. “¿Qué fueron sino verduras / de las heras?”, dice del esplendoroso lujo que la nobleza disfrutó en la corte de Juan II (XVI), y “¿Qué fueron sino rocíos de los prados?”, de las dádivas y mercedes de los cortesanos de Enrique IV (XIX). Las dos siguientes imágenes repetirán también la relación de semejanza semántica al representar a la muerte como una amenaza imprevisible y arbitraria. Hablando del desgraciado infante Alfonso, que murió prematuramente, hace imaginar la muerte como un herrero que en su fragua (espacio) “cuando más ardía el fuego / echaste agua” (XX). Y hablando de los hermanos Juan Pacheco y Pedro Girón, vuelve a representar la prosperidad de sus vidas como un fuego que es bruscamente apagado: “qué fue sino claridad, / que estando más encendida / fue amatada” (XXII). Las dos últimas imágenes también comparten el mismo imaginario semántico, en este caso tomado de la actividad bélica: la muerte se la figura como un sañudo guerrero que derriba a los guerreros (XXIII) o los traspasa con su flecha (XIV). Esta última copla que cierra la ejemplificación del ubi sunt y lo que consideramos la primera parte de la composición, vuelve a ser, como aquellas en que evocaba los festejos esplendorosos del reinado de Juan II, un prodigio de ambientación plástica, concentrada pero precisa. En este caso de los escenarios del mundo militar medieval con toda su marcialidad y parafernalia.

Como el poeta lleva a cabo su meditación de la existencia humana del hombre en el mundo teniendo muy presente a los interlocutores, es obligado la utilización correlativa de la deixis, de tal modo que lo presente se distinga de lo ya desaparecido. “Esta vida” o “este mundo” entra en la experiencia viva del tiempo en que se está, mientras que cuando hace referencia a un tiempo pasado, a otros seres desaparecidos en el “ayer”, borrados ya físicamente por la muerte, utiliza partículas mostrativas del alejamiento, de la distancia que solo puede salvar la memoria: “pues aquel gran Condestable” (XXI), “pues los otros dos hermanos”… Del mismo modo que utiliza profusamente las formas verbales del pasado finito cuando se introduce en ese “ayer” irretornable del ubi sunt: “¿Qué se hizo…”, “¿Qué se hicieron…” “¿Qué fue…”, ”¿Qué fueron…”. Sin embargo, el poeta no solo hace referencia al pasado hablando desde el presente y para el presente, también piensa en un futuro que fija tras la muerte. La muerte, en efecto, que pone fin a esta vida, abre, sin embargo, otra dimensión que el poeta no tiene más remedio que formular con las categorías cronotópicas de la experiencia del presente y del lenguaje humano. Una vez presentada la fugacidad y fragilidad de la vida en las tres primeras coplas, en las tres siguientes (V-VII), con el paréntesis de la IV entre medias, descubrirá otra vida y otro mundo. El “Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar”, conecta con esa “divinidad” a la que se aludía en el cierre de la copla anterior: “A aquel solo me encomiendo / (…) que, en este mundo biviendo, / el mundo no conosció / su deidad” (IV). En la VI reitera la idea: la vida en este mundo es, según la fe cristiana, solo la antesala “para ganar aquel / que atendemos”.

En esta copla VI es donde se formula con mayor claridad y precisión semántica esta diversidad de espacios separados por la muerte: “Y aun aquel fijo de Dios, para sobirnos al cielo, / descendió / a nascer acá entre nos / y bivir en este suelo / do murió”. Sucesivos o escalonados en los parámetros espacio-temporales de la experiencia humana –acá/allá, temporales/eternales– ambas vidas o ambos mundos guardan una relación moral indefectible según la copla XII:

Y los deleites de acá

son, en que nos deleitamos,

temporales,

y los tormentos de allá

que por ellos esperamos,

eternales.

Estas abstracciones categoriales que el poeta emplea con tanta soltura, claridad y armonía en esta copla –basta ver los perfectos paralelismos de las contraposiciones semánticas– y en otras, en un perfecta conjunción de cronotopos en las imágenes, alusiones y alegorías, tienen su origen y su razón de ser en los principios doctrinales del cristianismo, formulados teóricamente por teólogos y apologetas y predicados al pueblo con un lenguaje más asequible en las iglesias. Jorge Manrique se ciñe estrictamente a él. Lo que cabe preguntarse es de dónde lo tomó: ¿de boca de los pastores en sus sermones al pueblo o de las mismas fuentes doctrinales que llegó a leer? Si pertenecía al círculo de intelectuales auspiciados en Toledo por el arzobispo Carrillo es fácil colegir que tuvo acceso a las fuentes del humanismo cristiano. Entre ellas no hay que desdeñar ciertas asimilaciones debidamente filtradas del pensamiento pagano, como el estoico, que en el siglo XV, precisamente, suscitó especial atención. Lo que me parece excesivo es hacer de este pensamiento el preponderante en las Coplas, tal como defiende María Zambrano [26].

César Augusto Ayuso Picado, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1 Pablo CEPEDA CALZADA, “Evocación de Jorge Manrique”, PITTM, 28 (1969), pp. 25-43. También el artículo “Nueva recordación de las Coplas de Jorge Manrique”, El Diario Palentino, 4-IX-1976, p. 3.

2 Antonio ÁLAMO SALAZAR, “¿Cuándo escribió Jorge Manrique las Coplas a la muerte de su padre?”, El Diario Palentino, 13-XI-1976, p. 3. Jesús CASTAÑÓN DÍAZ, “Cara y cruz de las Coplas de Jorge Manrique”, PITTM, 35 (1975), pp. 139-173. Casilda ORDÓÑEZ, Jorge Manrique. Apuntes Palentinos, tomo II Literatura, Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Palencia, 1983. Santiago FRANCIA LORENZO, “Jorge Manrique y el cabildo palentino”, Castilla. Estudios de Literatura, 13 (1988), pp. 43-55.

3 Manuel CARRIÓN GÚTIEZ, Bibliografía de Jorge Manrique (1479-1979), Palencia, Diputación Provincial, 1979. Miguel de SANTIAGO, “La poesía burlesca: un ámbito inédito en la obra de Jorge Manrique”, PITTM, 40 (1978), pp. 217-226, y “Estudio crítico” en su edición de Jorge Manrique. Obra Completa, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 7-130. Marcelino GARCÍA VELASCO, “Las coplas a la muerte de don Rodrigo, Maestre de Santiago, de Jorge Manrique, como canto a la vida”, PITTM, 77 (2006), pp. 5-28.

4 Al margen de los clásicos, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1915, p. 23.

5 Historia de la lengua española, vol I, 2ª ed. (corregida), Madrid, Fundación Menéndez Pidal, 2007, p. 673.

6 Tomás NAVARRO TOMÁS, Los poetas en sus versos. Desde Jorge Manrique a García Lorca, Barcelona, Ariel, 1982, p. 84.

7 “Un doctrinal de cristiana filosofía”, dijo ya que eran Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Antología de poetas líricos castellanos, II, Madrid-Santander, CSIC, 1944, p. 398.

8 A aquella primera edición de la bonaerense Editorial Sudamericana le siguió una nueva edición en Barcelona, Seix Barral, 1974. De particular interés considero el estudio de posibles lecturas y fuentes que hacen Tomás GONZÁLEZ ROLÁN y Pilar SAQUERO, “Prólogo” a Las Coplas de Jorge Manrique entre la Antigüedad y el Renacimiento, Madrid, Ediciones Clásicas, 1994, pp. 1-66.

9 Antonio SERRANO DE HARO, Personalidad y destino de Jorge Manrique, Madrid, Gredos, 1975, pp. 289 ss.; y Guillermo SERÉS, “La autoridad literaria:

círculos intelectuales y géneros en la Castilla del siglo XV”, Bulletin Hispanique, tomo 109, 2, décembre 2007, pp. 368 ss.

10 Erich AUERBACH, Lenguaje literario y público en la baja latinidad y en la Edad Media, Barcelona, Seix Barral, 1966, pp. 30 ss.

11 El ponderado antirretoricismo de Manrique en el poema obedece a una estudiada intención persuasiva y estética, a un “particular retoricismo”, podría decirse, como bien ha señalado José María MICÓ, “Las pretericiones de Jorge Manrique”, Ínsula, 713, abril 2006, pp. 2-3.

12 Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, pp. 63 ss.

13 Aunque la calidad y el resultado final le parecen indiscutibles, en un estudio que ha sido determinante para la fijación definitiva del orden consecutivo de las cuarenta coplas, Ricardo Senabre piensa que esta elegía “no es una obra unitaria en su concepción ni en su ejecución (…) es más bien el producto de yuxtaposiciones, reajustes e inspiraciones distintas, fundidas en una amalgama final…”. En “Puntos oscuros en las Coplas de Jorge Manrique, Anuario de Estudios Filológicos, VII, 1984, p. 350. En cuanto a las fechas de composición del poema, la más extrema nos parece la de Francisco Caravaca, que opina que la primera parte de las Coplas, las que tienen un carácter más general, estaban ya hechas antes de la muerte del padre y fueron aprovechadas a la hora de dedicarle el panegírico tras su muerte. En “Foulché-Delbosc y su edición crítica de las Coplas de Jorge Manrique”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 49, 1973, pp. 229-279, y “Notas sobre las llamadas “coplas póstumas” de Jorge Manrique”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 50, 1974, pp. 89-135. La propuesta más plausible, y mejor considerada, es la sostenida por su mejor biógrafo, Antonio Serrano de Haro: “El examen mismo de las Coplas parece revelar que junto a los exponentes de una redacción rápida del poema, bajo la impresión muy próxima de la muerte de D. Rodrigo, hay también rastros de una confección más lenta y laboriosa”, en Personalidad y destino de Jorge Manrique, ya citada, p. 390.

14 Op. cit. 1974. En la misma división le habían precedido, sin embargo, en los años treinta sendos artículos de Rosemarie Burkhart y Anne Krause.

15 “Tres retratos de la muerte en las Coplas de Jorge Manrique”, Nueva Revista de Filología Hispánica, 13, 1959, pp. 305-324, recogido en Del Arcipreste de Hita a Pedro Salinas, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002, pp. 87-104. Ya anteriormente Américo Castro había hablado de ellas en su artículo “Muerte y belleza. Un recuerdo de Jorge Manrique”. Aparecido en 1930, se recoge en su libro Hacia Cervantes, Madrid, Taurus, 1957, pp. 51-57.

16 Esta estructura bipartita la consideró ya Rodolfo A. BORELLO, “Las Coplas de Jorge Manrique: estructura y fuentes”, Cuadernos de Filología, 1, Mendoza, 1976, pp. 49-72. La adopta también Vicente BELTRÁN: “Prólogo” a su edición de Jorge Manrique: Poesía, Barcelona, Crítica, 1993. Antonio Serrano de Haro realizó una división cuatripartita, pues fue el primero que vio dos bloques claramente separables en la tercera, tal como hemos descrito, op. cit., pp. 366 ss.

17 “Siempre me he imaginado el “estreno” de las Coplas de Jorge Manrique como una lectura en voz alta por parte del autor, ya sea desde el púlpito de una iglesia, ya desde la sala de un palacio, ante la reunión solemne y enlutada de los familiares, los amigos, los deudos, los criados del difunto”, dice Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO, “El caso Manrique”, en Las semanas del jardín. Semana segunda: Splendet dum fungitur, Madrid, Nostromo, 1974, p. 236.

18 Así lo calificó ya el poeta prerromántico Manuel José Quintana.

19 María Dolores ROYO LATORRE, “Jorge Manrique y el Ars Praedicandi. Una aproximación a la influencia del arte sermonario en las Coplas a la muerte de su padre”, Revista de Filología Española, LXXIV, julio-diciembre 1994, pp. 249-260. Anteriores a ella, ya estudiaron algunos procedimientos retóricos propios del sermón Leo SPITZER, “Dos observaciones sintáctico-estilísticas a las Coplas de Manrique”, Estilo y estructura en la literatura española, Barcelona, Crítica, 1980, pp. 165-194, y Vicente BELTRÁN, “Prólogo” a la edición de Jorge Manrique: Poesía Completa, Barcelona, Planeta, 1988, pp. XXII ss.

20 Las citas se hacen según la anteriormente citada edición de 1993 de Vicente Beltrán en Crítica.

21 En esta segunda parte, por ejemplo, desaparece esa intensa relación entre la voz autorial y sus interlocutores, pues se prescinde de los recursos de apelación directa al oyente/lector. A ambos -“personaje orador” y “personaje oyente”, los llamalos considera Manuel Cabada Gómez como sujetos del enunciado. En “El personaje oyente en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique”, Cuadernos Hispanoamericanos, 335, 1978, pp. 325-332.

22 En la elegía cortesana del tiempo, esta parte, la “consolación”, a veces no tenía sentido cristiano, o, simplemente, no aparecía. Ver Eduardo CAMACHO GUIZADO, La elegía funeral en la poesía española, Madrid, Gredos, 1969, pp. 76 ss.

23 Esto, que ya lo apuntó Emile BENVENISTE, Problemas de lingüística general, I, México, Siglo XXI, 1971, lo desarrolla más recientemente Giorgio AGAMBEN, El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre la negatividad, Valencia, Pre-Textos, 2008. Dice este:”El lenguaje, en cuanto tiene lugar en la voz, tiene lugar en el tiempo. Mostrando la instancia del discurso, la voz abre, a la vez, el ser y el tiempo. Es cronotética”, p. 66.

24 Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, p. 237.

25 Pedro SALINAS, op. cit, pp. 143 ss.

26 Ver preferentemente los capítulos “Estoicismo culto español: Jorge Manrique” y “La muerte callada” de Pensamiento y poesía en la vida española, libro escrito en los años 30 del pasado siglo. He utilizado la edición de Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, pp.191ss.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Luis Lorda

Publicado al terminar la segunda guerra mundial (1944), el lúcido ensayo ‘El drama del humanismo ateo’ representó un análisis cristiano de los fermentos que habían llevado a la cultura moderna a apartarse del cristianismo, y que eran, en parte, responsables de la catástrofe

Romano Guardini

La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso

 El hombre fracasó en la prueba. Quiso ser "como Dios", señor de las cosas y de sí mismo. Con eso se destruyó el Paraíso y todo lo que éste significaba para el hombre y su obra.

En el tercer capítulo del Génesis se dice: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor Dios, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El contestó: Oí tu voz en el jardín: tuve miedo porque estoy desnudo y me escondí. El dijo: ¿Quién te ha enseñado que estás desnudo? ¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí? El hombre contestó: La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces dijo el Señor Dios a la mujer: ¿Qué has hecho? La mujer contestó: La serpiente me sedujo, y comí" (Gn 3, 13).

Y al final del capítulo se dice: "Echó al hombre, le hizo vivir al Este del Edén, y puso los querubines y la espada llameante para guardar el camino al árbol de la vida" (24).

Una vez más la Revelación habla por imágenes. Son sencillas, casi infantiles, pero grandiosas y de profundidad inagotable para quien les pregunte como es debido.

Los hombres creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que se entregaron a sus palabras, se les volvió confusa la verdad que formaba la base de su existencia: que sólo Dios es Dios, y ellos en cambio sus criaturas; Él era el modelo, y ellos en cambio imágenes: Él. Señor por esencia; ellos, señores por Su gracia. Sólo a partir de esa verdad se hubiera podido realizar su vida justamente, con grandeza y fecundidad. Pero se extraviaron de ella, y en la medida en que esto ocurrió, les pareció seductor lo prohibido y sucumbieron al tentador. Entonces quedan ahí, seducidos; confundidos en el núcleo de su existencia, despojados de lo auténtico de su vida y obra, encendidos de vergüenza.

¿Y qué ocurre? "Oyen" a Dios, sienten que viene ¡y se esconden! Nos cuesta trabajo compenetrarnos reflexivamente con lo que ahí ocurre. El hombre se esconde ante Aquél de cuya mano recibe constantemente la vida, y se recibe a sí mismo, y las cosas, y la posibilidad de reinar y crear, de ser fecundo y feliz. Ante Éste se esconde. En tal impulso se expresa la terrible contradicción que ha aparecido en su existencia. De acuerdo con la verdad, tendría que partir elementalmente de la naturaleza humana el movimiento hacia Dios, hacia su proximidad, en que surge todo bien; estar abierto ante Él y en Él. En vez de eso, está la torturada insensatez de esconderse ante Él, de querer apartarse de Él; tan sin sentido como antes el deseo de ser como Él. Pero la vergüenza es expresión de la conciencia de haber sido llevado con engaño a esa insoportable contradicción. Entonces Dios pregunta al hombre: "¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí?" No es la pregunta del que todo lo sabe, que no necesita preguntar: es la del juez, que pide que se le rindan cuentas, y exige que el culpable se haga responsable; que confiese lo que ha hecho ante Quien ha puesto el mandato, y que se atenga a su acción. Ese es el comienzo del acabamiento de lo ocurrido, el primer paso hacia lo nuevo; y quién sabe lo que habría sido posible si el hombre hubiera dicho la verdad. En vez de eso, elude su responsabilidad.

El hombre dice: "La mujer que me has dado por compañera me dió del árbol, y comí." ¡Cómo queda todo destruido ahí! Cuando Dios le presentó la mujer, él sintió júbilo por aquella perfecta compañera; por eso habría debido, a pesar de todo, defenderla, ponerse ante ella; ¡y cómo lo hubiera estimado esto Dios, el Dios de toda nobleza! Pero el que había tenido pretensiones de ser soberano del mundo, deja a su compañera en la estacada y le endosa su responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se hace aquí evidente que la rebelión contra Dios no era en absoluto grandiosa, en absoluto heroica, sino en el fondo mezquina, porque tapa la verdad con mentiras!

Entonces Dios se vuelve a la mujer y pregunta: "¿Qué has hecho?" Otra vez, es el momento de atenerse a la propia acción. Pero ella contesta: "La serpiente me sedujo, y comí." También ella se esquiva. También ella elude la responsabilidad. Los dos fallan. El hombre falla en la verdad y en la obediencia ante el mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios; pero también en la valentía moral, así como en la decadencia personal ante sí y ante su compañera.

Pero ha ocurrido algo peor. En la respuesta del hombre hay unas palabras que con facilidad se pasan por alto: No dice sólo: "mi mujer me dio del árbol", sino "la mujer que me has dado por compañera" lo hizo. Y esto significa: ¡Tú tienes la culpa!

La rebelión que el hombre había emprendido antes como desobediencia contra el mandato de Dios, ahora se prolonga en la acusación: Tú, Dios, eres responsable de lo que he hecho yo. Con eso discute a su Juez el derecho de considerarle responsable, y comienza la acusación que desde ahí atravesará la Historia entera: Dios mismo tiene la culpa del mal que hacen los hombres, y de la condenación que de ello se les deriva. El ha creado a los hombres como son; les ha dado la libertad, y con ella, la posibilidad de actuar contra el bien; ha previsto lo que harían, y sin embargo, les ha puesto en esa situación la existencia entera está formada de tal modo que no se marcha por ella sin el mal... y tantas otras maneras como el hombre vuelve del revés el juicio, intentando convertirse en juez y convertir a Dios en acusado.

Entonces pronuncia Dios la sentencia: Perderán el Paraíso. "Le echó del Edén para que cultivase el suelo de que había salido" (23). Cada palabra es importante en estas escuetas frases.

Los primeros hombres tienen que marcharse del Paraíso, "fuera". ¿Y qué hay fuera? El suelo, "la tierra" que el hombre ha de cultivar ahora. Pero también el jardín era "tierra". Y ya en él se había dicho: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y cuidara" (Gen., 2,15). Tierra tanto en un sitio como en otro. Es decir, las cosas son iguales, e igual es la acción. Pero allí esa tierra estaba en el ámbito de la voluntad y el agrado de Dios; del respeto y la obediencia del hombre. Era Paraíso. En cambio ahora es la tierra que el hombre ha desgajado de la armonía con Dios: es una cosa extraña y lo sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos por formar una patria en tierra y casa, en la obra humana y la comunidad de los hombres. Y en tanto que el hombre hacía allí su trabajo en paz con Dios, y resultaba libre y fecundo, ahora se ha levantado contra el Señor del mundo, y su trabajo estará en una difícil situación.

Contra interpretaciones falsas del Paraíso, ya hemos dicho antes que en él había de tener lugar todo lo que forma la vida y el trabajo humano; en acuerdo con Dios y en una creación que se ajustaría dócilmente a la soberanía del hombre. Ahora ha quedado destruido el campo de fuerza de ese acuerdo. Las cosas se han vuelto duras y pesadas. Se han vuelto como son hoy, resistentes y reacias. Pero dejémonos aleccionar por la palabra de Dios: que la situación en que ahora están las cosas no es su situación más original: que su conexión con el hombre no es esa Naturaleza que Dios había querido, confiada y amistosa; sino que en nuestra relación con ella se ha roto algo. Si tenemos ojos para ver y corazón para sentir, notamos que en todas las relaciones que el hombre puede tener con las cosas hay algo que no está en orden. Y no nos dejemos apartar engañosamente de esta experiencia por persuasiones sobre el progreso, que, según se dice, cada vez sube más y más alto, y lo hace todo cada vez mejor. Pues ese progreso mismo tampoco está en orden, y no porque unas cosas sean falsas, y otras todavía interminadas, y el conjunto todavía no lleve bastante tiempo en marcha, sino porque hay algo deformado en lo íntimo de la relación del hombre con todas las cosas.

La Escritura dice todavía algo más, que abre una nueva profundidad. Se había dicho: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor, entre los árboles del jardín" (Gn 3, 8). ¿Nos hemos acercado ya a todo lo que se dice en estas palabras?

Ante todo, estamos tentados a oírlo como palabras de cuentos de niños: El buen Dios ha salido a pasear por su bello jardín, por la tarde, cuando soplaba la brisa fresca, y miraba si todo estaba en orden... Pero no es así. No son palabras de cuento, sino que vuelven a ponernos ante los ojos una imagen, que hemos de ver y percibir como tal imagen; entonces nos manifestará cosas muy profundas. Pero antes debemos tomar otro punto de partida.

Entre las tareas que plantea al hombre la maduración religiosa, está la de aprender a concebir adecuadamente a Dios. Para eso tiene que buscarse los conceptos con que pueda hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? De niños, los encontrábamos en los conceptos del trato diario con nuestro padre, nuestra madre y las cosas de nuestro mundo circundante. Así, Dios "venía", y "hablaba", y "hacía" esto o lo otro. Eso estaba en orden y no había nada que objetar. Pero luego nos hicimos conscientes y críticos, y dejamos a un lado los conceptos infantiles: o digamos más exactamente: los formábamos en lo hondo del ánimo, en la oración y en el sueño. Pero para Dios aprendimos el concepto del Ser Supremo, al esforzarnos en evitar todo lo que es defectivo, limitado y transitorio, conservando sólo lo que tuviera pleno sentido y fuera perfecto. Así formamos el concepto de Dios como el Santo de todo lo Santo y el Ser Absoluto; El que todo lo sabe y puede, el Eterno y Feliz. Alcanzar este concepto ha sido quizá la suprema realización de la historia humana; y cada cual de nosotros debe volver a darse cuenta de él, como por primera vez, porque no puede pensar a Dios sin ese concepto. Pero ¿basta? ¿Con él solo hacemos justicia a la realidad de Dios, tal como se testimonia en la Revelación? ¿Podemos asumir en él todo lo que dice la Escritura, sin que se nos vuelva irreal y pálido?

Tomemos un ejemplo. Si alguien hablara de un amigo mío y dijera: Nació y morirá; tiene entendimiento, tiene el don de la libertad y la sensibilidad; trabaja, disfruta y padece; ¿me quedaría yo satisfecho? Respondería: Lo que dices es cierto; es la verdad universal que se ajusta a todo hombre normal. Pero ahí falta lo más importante, es decir, él mismo: ese ser vivo, personal, inconfundible con nadie, que yo conozco y quiero, y con el que me gusta tratar. Si falta eso, falta entonces lo auténtico.

Esto ocurre también con Dios. Si nos familiarizamos más con la Sagrada Escritura, nos damos cuenta de algo que al principio quizá nos deja perplejos, pero que luego se hace cada vez más importante: que es demasiado poco decir de Él solamente: Es el Santo Supremo, el Todopoderoso, el Omnisciente, en una palabra, el Absoluto. Es demasiado poco de lo más importante: de Él mismo. Su personalidad viva, su autenticidad tiene que formar parte integrante de la expresión sobre Dios, para que ésta sea capaz de asumir todo lo que dice de Él la Revelación. Para ello necesito imágenes tomadas de las cosas de la Naturaleza, de la vida de los hombres. Por ejemplo, digo: Dios es luz; como está en el prólogo del Evangelio de San Juan. Es una imagen, y tengo que dejarla como imagen, para no destrozarla. No puedo sustituirla con las expresiones: En Dios no hay error ni mentira ni ignorancia, sino sólo verdad y comprensión. Todo esto, naturalmente, sería cierto, pero habría desaparecido la imagen, y con ella lo auténticamente significado. No: sino: Dios es luz. Incluso, la luz, la luz una y única; y cuanto se llame luz en el mundo, es un reflejo de ella... Lo mismo ocurre con todas las expresiones concretas de la Sagrada Escritura, cuando se dice que Dios viene, y habita, y ve, y mira, y actúa; y todas las innumerables cosas que se dicen de su ser y conducta personales.

En la historia de la maduración religiosa que acabamos de indicar, hemos aprendido y entendido poco a poco que no se hace justicia a la sagrada realidad de Dios si se le piensa sólo como el Ser absoluto, sino que se le debe pensar como lo hace la Escritura, con todas las expresiones concretas y vivas que se dan en Él. Y no son concesiones, como se hacen a los ignorantes que no son capaces de pensar exactamente de modo filosófico o teológico, sino que son correctas: naturalmente, con tal que al mismo tiempo se conserve sólidamente el elemento de absoluto. Este "al mismo tiempo", "juntamente", es cierto que no se puede realizar lógicamente, pero el corazón percibe la verdad. Es lo que expresa el nombre con que le llama la Escritura: "el Dios vivo"; y el otro nombre con que le llama el corazón cuando percibe su proximidad: "Dios mío", para cada hombre, "mío", y mío como de nadie más. Si el creyente llega ahí en la marcha de su aprendizaje, entonces recupera el lenguaje de su infancia, pero conservando el producto de su pensamiento maduro, el concepto de absoluto. Si ahora intenta pensar las cosas de Dios, le llegan los conceptos desde las dos fuentes y son igualmente vivos y exactos.

Ha sido un largo rodeo, pero nos han enseñado algo que es importante para esta ocasión. Ahora volvamos a nuestro texto: aquí hay una imagen así para la vitalidad de Dios. Él ha dado al hombre el Paraíso; un "jardín" en que tenía que vivir, cuidándolo. Pero detrás de eso hay otra cosa sin expresar: Que en ese dominio de toda abundancia habita Él mismo; y que Él otorga al hombre su sagrada confianza. Y cuando, después del ardor del día, a la hora en que el viento de la tarde trae frescura, el gran Señor va por el jardín, entonces vienen ante Él sus hombres y hablan con Él.

¿No es hermosa la imagen? ¿Tan hermosa que le mueve a uno el corazón, al ver cómo los hombres, seres puros y nobles, se acercan a su Creador y hablan con Él en el acuerdo de la confianza amorosa? ¿Y de qué hablan? Pienso yo: del mundo. Hablan con Dios de la tierra, de los árboles, del sol, de todo lo que Él ha creado. No en idilio juguetón, sino seriamente, ávidos de conocer. Pero de conocer como sólo se puede conocer juntamente con Dios, de tal modo que se unen el pensamiento y la oración, el conocimiento y la experiencia. ¡Cómo deberían resplandecer las cosas en esa conversación! ¡Cómo debía abrirse ante los hombres todo lo que existe, tan claro como profundo! ¿A dónde tiende la pregunta del niño cuando quiere saber: Madre, qué es esto? A algo que en el fondo no le puede decir ninguna madre. Pues al contestarle, le dice palabras y conceptos. Y el niño querría saber cómo son realmente las cosas; y saberlo de veras, en el fulgor interior de su ser. Pero eso no lo puede dar ningún hombre: sólo lo puede Dios. Cuando lo da, el interior del hombre exclama: ¡Sí, eso es!

... Pienso que en esos diálogos con el Señor del Paraíso, en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y comprendieron lo que no hace comprender ninguna ciencia.

Y sobre ellos mismos hablaban a Dios. Él les respondía, y ellos entendían. ¿Entendemos nosotros, amigos míos? ¿Entendemos lo que está más cerca de nosotros, muy cerca, porque lo somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué hemos hecho esto o aquello? ¿Por qué esto nos alegra, lo otro nos turba, lo otro nos estremece? ¿Lo entendemos realmente, desde el fondo? ¿Entendemos este mundo tan entretejido, tan estratificado hacia abajo como hacia arriba, que somos nosotros mismos? ¿Me resulta claro quién soy yo? ¿Que yo exista, en vez de no ser? De todo esto, nuestro espíritu no capta nunca más que algunos hilos, algunos movimientos, un acontecer y pasar que se manifiesta indeterminadamente; pero ¿entendemos realmente?

El hombre es muy grande y vive muy altamente más allá de sí mismo, y muy profundamente dentro de sí; si pregunta con seriedad: qué, y quién y cómo, y por qué, entonces sólo Dios puede contestar. Una vez contestaba Él, y ¡qué bondadosamente serias, qué íntimamente convincentes debieron ser sus respuestas! Toda respuesta, conteniéndole a Él mismo; a Él, como lo que debe ser pensado dentro de cada pensamiento, y dicho dentro de cada palabra; debe respuesta realmente verdadera y plena.

Y ahora imaginémonos lo que saldría de ahí: ¡qué riqueza de vida humana, qué plenitud de trabajo humano! Pero todo esto lo hemos pensado sólo para tener que decir que el hombre, con el destrozo de la culpa, huyó de esa proximidad sagrada, y se escondió de Dios "entre los árboles del jardín", entre la Naturaleza, que se le hizo extraña.

La Muerte

Dentro de lo que cuenta el Génesis sobre el Paraíso, encontramos una expresión que nos choca como muy extraña, porque contradice nuestra imagen del hombre y de su vida: esto es, la declaración de que si hubiera permanecido fiel en la prueba, no habría tenido que morir.

Se podría pensar entonces que se tratara de un tema subsidiario, con carácter de leyenda, que cabría incluso desprender sin perjudicar lo esencial de la Revelación sobre el Paraíso. Pero pronto se ve que esto no es posible. Pues lo que dice Dios al primer hombre, es tan claro como apremiante: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Solamente del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día en que lo comas, debes morir" (Gn 2, 16-17). El texto hebreo habla de modo aún más tajante: "debes morir la muerte", o, como traducen otros: "debes morir, sí, morir".

En su diálogo con el tentador dice la mujer: "Solamente de los frutos del árbol en el centro del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, no los toquéis, porque entonces moriréis" (Gn 3, 3). Y el tentador contesta: "¡De ningún modo moriréis! Sino que Dios sabe: Si coméis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gn 3, 4-5).

Así, pues, se trata de algo que forma parte esencial del conjunto de la doctrina del Paraíso.

Pero ¿qué es lo que quiere decir? La explicación racionalista está preparada en seguida: afirma que se trata de una de esas leyendas del Paraíso, como se encuentran tantas; la imagen del anhelo humano de una existencia maravillosa, en que no haya nada de lo que aquí oprime; sólo belleza y encanto. Por tanto, en esa tierra de toda dicha, tampoco hay muerte, sino vida interminable; y naturalmente, vida en juventud inmarchitable.

Otros, aunque insertan esa expresión en el conjunto de lo revelado, sienten que les pone en una dificultad. Aceptan la imagen moderna del hombre como base obvia de su pensamiento; y así, sin negar directamente esa expresión, la desplazan hasta el borde del campo de la conciencia, de modo que prácticamente desaparece de él. Sin embargo, forma parte del núcleo de la Revelación y es lo único que nos hace comprensible nuestra existencia actual.

La doctrina de la muerte en el Génesis encuentra un poderoso eco en el Nuevo Testamento, y precisamente en la Epístola a los Romanos: "Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y también la muerte ha pasado a todos los hombres, en cuanto que todos pecaron..." (Gn 5, 12). Aún más tajantemente habla después, al decir que "por el pecado de uno solo la muerte reinó", y "reinó sobre todo" (Gn 5, 17.14); aunque en unión inmediata con estas ideas siguen las grandes declaraciones sobre la Redención y la nueva vida mediante Cristo.

Ya vemos: aquí es completamente imposible hablar de motivos legendarios de papel subalterno. Las ideas de la muerte y el pecado están tan estrechamente compenetradas, que se hacen una misma cosa, incluso. Se habla de una soberanía de la muerte; de una situación que se deriva de esa soberanía y en que se encuentran todos los hombres. En cambio, la gracia de la Redención, frente a esa soberanía, se entiende como vida indestructible.

Finalmente, ahí está el maravilloso capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, en que se habla del anhelo de la Creación, que aguarda con esperanza el momento en que los hijos de Dios lleguen a su plenitud y se hagan patentes en su gloria. Ahora es "lo transitorio", "la corrupción", esto es, está "sometida a la muerte", pero luego será liberada de "la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios". Y la síntesis de esa gloria es "la redención de nuestro cuerpo" en la resurrección de los muertos (Gn 8, 19-23).

Se trata, pues, de algo que está en el centro del mensaje de salvación. Todos nosotros, amigos míos, vivimos dentro del contexto del pensamiento moderno. En la cuestión que aquí nos ocupa, ese pensamiento parte del supuesto de que el hombre de nuestra experiencia es el hombre sin más; de que la existencia como la percibimos, es la existencia sin más, y aunque en ésta haya dificultades y fracasos, y el pensamiento encuentre plantados los más difíciles problemas, con todo, sobre ella sólo se puede pensar y hablar a partir del conjunto que nos está dado. Y si el pensamiento se sale más allá, entonces son leyendas, juegos de la fantasía, que pueden tener un sentido psicológico o estético, pero que de ningún modo pueden pretender ser verdadera. En estas circunstancias piensa el hombre cuando piensa sobre sí mismo, siempre a partir de la situación en que se encuentra ahora. La consecuencia es que nunca saca la cabeza de su situación. Su pensamiento corre por caminos predeterminados y siempre le vuelve a confirmar de nuevo que lo que es ahora, es lo único y lo real. Si le salen al paso en el Génesis ideas como las que acabamos de mencionar, entonces las expulsa del dominio de lo seriamente real.

Pero si es realmente creyente; si confía en la Revelación como la fuente de verdad divina; si toma esos pensamientos, aunque al principio le resulten extraños, con la seriedad del mensaje, entonces le abren la mirada para la realidad auténtica. Le dicen que la situación en que el hombre se encuentra ahora, y como se lo muestra también, por otra parte, toda la historia, no es la auténtica situación primitiva y normal; sino que más bien ha ocurrido algo que ha cambiado la primera situación real. Por eso la situación actual no puede ser comprendida sólo a partir de ella misma. Semejante mirada a lo auténtico nos da también esa expresión de la Escritura, según la cual la muerte no forma parte de la estructura de la vida que Dios había preparado propiamente para el hombre.

Pero ¿vamos a pensar la doctrina de la Revelación, sin confundir todo lo que nos dicen la experiencia diaria y el conocimiento científico sobre la existencia humana? Mejor dicho ¿sin entrar en conflicto con nuestra conciencia de la verdad, puesto que la auténtica experiencia y la auténtica ciencia nos obligan, a pesar de todo?

La antropología actual ha obtenido ideas y puntos de vista que constituyen importantes referencias para lo expresado por la Revelación. En la época anterior a la primera guerra mundial se había concebido al hombre como una forma cerrada, en que todo discurre según leyes físicas, químicas y biológicas. Ni siquiera lo psíquico y espiritual parecía estorbar a esa visión, pues se entendía como última diferenciación de determinados procesos celulares y nerviosos, esto es, como un elemento regulador del conjunto orgánico; o, de otro modo, como lo que transcurre, no se sabe cómo e inexplicablemente, al margen de lo orgánico. Pero hoy, por observaciones cada vez más numerosas y por análisis cada vez más penetrantes, sabemos que esa imagen es falsa. El cuerpo no forma en absoluto un sistema cerrado, sino que está abierto a la iniciativa que procede del alma y el espíritu. Constantemente los procesos de ese cuerpo quedan influidos por el talante, por la actitud personal, por la conciencia.

Por ejemplo, hay dos personas que trabajan una junto a la otra. Su constitución corporal, así corno su capacidad profesional, son semejantes. Pero el uno ve el trabajo como algo lleno de sentido y que le obliga en conciencia, mientras que para el otro es sólo un medio de ganar dinero para el deporte y las diversiones: ¿dispondrán de la misma energía ante una tarea difícil? Ciertamente que no. La iniciativa que viene del espíritu es distinta... Todo médico sabe lo que significa que en una crisis el enfermo esté decidido a vivir porque los suyos le necesitan y le gusta su trabajo, o que capitule ante la muerte. En el primer caso, la voluntad proporciona las más sorprendentes fuerzas para defenderse; en el otro caso, el enfermo se muere desde dentro... La psicología enseña que muchas desgracias no están producidas solamente por causas exteriores, sino que están bajo una misteriosa dirección que procede del hombre mismo... El fenómeno de la sugestión y la hipnosis nos muestra qué efectos realmente desconcertantes pueden provenir de la voluntad... Y así sucesivamente. Todo ello indica que el cuerpo humano está bajo la constante influencia del espíritu; que es estorbado o estimulado por éste. Podemos designar el cuerpo humano igualmente como un acontecer o como una forma fija; pero la orientación de ese acontecer corresponde en buena parte al espíritu.

Si es así ¿qué ha de significar que el hombre en cuestión salga nuevo de la mano de Dios, puro de corazón, viviendo entero en la verdad, obedeciendo desde la raíz a Aquel que es la verdad y el orden; si es el espíritu de ese hombre el que rige el cuerpo, y si ese Dios puede hacer desembocar su fuerza constantemente creadora, rica y fuerte, en ese hombre, porque tiene de par en par abierta la puerta, la libre voluntad, el corazón dueño de sí mismo? ¿Qué puede ocurrir en tal hombre?

Sobre esto, amigos míos, la ciencia no puede decir nada, ni a favor, ni en contra. Mucho menos cuando ya no hay semejante hombre, pues el actual es diferente y vive en otras condiciones. Aunque se imagina ser "el" hombre, no lo es en absoluto. Es un hombre destruido, que, por más que realice inauditos logros de ciencia, de conquista y de estructuración, pone en todo, sin embargo, esa confusión que habita en él. Y entonces dice la Revelación: "En el primer hombre, que estaba tan abierto a Dios como quepa decir, Dios obró la gracia de una vitalidad que no había de extinguirse. Naturalmente, el curso de la vida habría tenido un fin, pues es una forma, y toda forma es límite. Pero ese límite mismo habría sido obra del poder vital del espíritu, tan totalmente vivo: espiritualización, transformación, tránsito. Es algo muy diverso de la leyenda de una inmortalidad que siempre continúa, de una juventud que nunca envejece. Es algo que ya no hay; pero podemos entrever algo de eso al mirar el rostro de una persona que supera realmente el egoísmo, dejándolo atrás, y echa raíz en la verdad. Si imaginamos que no se deformara nunca y siguiera desplegándose, eso apuntaría en la dirección que queremos. Pero esto no tiene nada que ver con efectos naturales. Viene del espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, terminó esta situación, y se abrió un nuevo mundo: el mundo de la muerte.

En el fondo, no se comprende cómo pudieron sobrevivir en absoluto al momento de la rebelión. El hecho de que no se aniquilaran ahí, sino que permanecieran en  vida y tuvieran historia, fue sólo posible porque Dios los orientaba a la Redención que habría algún día. Ya era Redención. Pero qué melancolía debió oprimirles, qué afán debió consumirles, qué miedos debieron invadirles; opresiones que todavía suben ahora desde lo hondo de nuestro subconsciente y que no proceden de causas biológicas, ni de determinados complejos anímicos, sino de experiencias primitivas del hombre, en un mundo que era extraño y enemigo. En ese mundo vive ahora; bajo la soberanía de la muerte, de que habla San Pablo.

Amigos míos, volvamos la vista una vez más a la oscura inundación de morir y matar que ha pasado sobre el mundo en las últimas cinco décadas. Y oigamos luego con qué naturalidad se habla de ello, de que se mataron a tantos o cuantos millones, y tantos millones de heridos, mutilados, exilados... ¿es natural?

Se dice que eso precisamente es la lucha por la existencia; que esto ocurre entre todos los seres vivos; como en los animales, igual entre los hombres. Pero no es así. Es un ciego engaño trasladar a los hombres el concepto de la lucha por la existencia en los animales. Cuando el animal tiene hambre, mata a su víctima, la consume y con eso se cierra el proceso.

Pero el hombre mata porque quiere matar, y lo hace con todos los medios auxiliares del progreso y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la curación, construye hospitales y sanatorios, crea teorías terapéuticas y organiza profesiones para la asistencia; pero al mismo tiempo dedica sumas incontables de dinero, trabajo y sacrificios de toda índole para ver cómo puede aniquilar poblaciones, destruir culturas y esterilizar campos, haciéndolos inhabitables. ¿Es natural eso?

Queridos amigos, no se dejen enredar en conceptos biológicos. Alguien ha dicho que es una gran merced poder ver lo que existe. ¡Qué razón tiene esta frase! Miren ustedes, distingan, enjuicien cómo es el hombre, el auténtico, en la historia como en la actualidad, en torno de nosotros y en nosotros mismos. Entonces no dirán ya que esto sea una situación natural, o sea, adecuada por esencia. Es una situación deformada, la soberanía de la muerte, que ha penetrado hasta el instinto. Si no, el hombre, que, según la teoría se ha elevado con tan larga evolución desde lía materia, y que por tanto debería estar hecho según las leyes de la razonabilidad y ordenación naturales, ¿cómo podría comportarse de un modo como no se comporta ningún animal? Ahí ha pasado algo que ha llegado hasta el núcleo de la naturaleza humana y que en él ha podido alcanzar tan temible potencia destructiva precisamente porque el hombre no es un animal, ni aun muy diferenciado; precisamente porque en el hombre hay espíritu, que da a todo impulso una libertad sólo posible por él, y una radicalidad sólo efectiva por él.

De esta relación de sentido habla la Escritura, Esta muerte no la habría debido morir el hombre; á este poder de muerte no habría tenido que sucumbir.

Con la enseñanza de esta doctrina se transforma nuestra mirada sobre la existencia. Cede el hechizo del carácter de Naturaleza: pierde su muda obviedad el supuesto que por todas partes domina el pensamiento, desde lo cotidiano a lo filosófico, según el cual el hombre es sencillamente lo que es hoy. Se hace evidente que nuestro pensamiento es cosa muy distinta de algo "sin supuestos previos", y empezamos a poner en cuestión ese supuesto. Presentimos que el hombre no sólo es "Naturaleza", y la historia no sólo "evolución" natural, sino que la existencia tiene un carácter trágico, pero una tragicidad de índole diversa que la inmanente de la transitoriedad de todo lo terrenal, o de la inexorabilidad de la lucha por la vida. Es más bien la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la cual ha perdido una posibilidad infinita; una traición que tuvo lugar antes del comienzo de lo que hoy es historia.

Con tal comprensión hacemos pie ante la existencia; nos hacemos capaces de juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero también presentimos lo que significa la Redención, que ya opera en tal acción de hacer pie, y presentimos lo que quiere decir la promesa de libertad futura. Y esto no es luego una nueva teoría de la vida junto a tantas otras —optimistas, pesimistas, absurdistas y tantas otras como puedan inventarse—, sino un nuevo comienzo, que lleva a la verdad.

Y permítanme, queridos amigos, que hable personalmente, desde una larga vida de preguntar y pensar: Se percibe qué acertado es lo que dice la Revelación: inquietantemente acertado. Ahí no se toma menos en seno al hombre y al mundo, sino en serio desde Dios. No con menos objetividad, sino que entonces es cuando se empieza a tener objetividad. Pues, créanme: no sólo las leyendas fantasean; a menudo también lo hacen los filósofos. Y a veces lo hacen igual los científicos; sobre todo cuando construyen su labor sobre supuestos que jamás examinan; más aún, cuando no se dan cuenta de que existen.

El trastorno

Una vez que el hombre —¡y de qué pobre manera!— hubo reconocido su desobediencia, Dios le dijo: "Porque has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol que te había prohibido comer, maldito sea el suelo por ti; trabajosamente sacarás alimento de él todos los días de tu vida. Dará para ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas al suelo de donde saliste. Pues polvo eres y al polvo volverás" (Gn 3, 17-19).

Esto nos suena extraño y duro; pero nos hemos decidido a no seguir las convenciones del pensamiento que nos rodean, sino a confiar en la palabra de la Escritura y dejarnos llevar por ella. Entonces ¿qué se dice aquí?

Se dice que el hombre debe cultivar el campo, que, a su vez, representa el mundo. En él ha de hacer el hombre su obra; de él se debe alimentar; en él debe hacer todo lo que llamamos cultura en el sentido más amplio de la palabra. Pero en él, como impone Dios, reinará una confusión. Las cosas no darán lo que el hombre espera de ellas. El trabajo costará gran esfuerzo y estropeará el gozo por el resultado que produzca; el resultado mismo será mezquino; y así seguirá siendo para el hombre hasta el fin de su vida. Y ese fin es la muerte.

Amargo balance de una existencia en que el hombre había querido "ser como Dios". ¿Ha resultado verdad?

Dios ha creado al hombre según Su imagen, para que sea señor del mundo por gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas del mundo habían de plegarse a su voluntad, así como él mismo había de ser obediente respecto a su propio Señor. En Su servicio debía el hombre ejercer su señorío, y el mundo habría sido "Paraíso"; permaneciendo en acuerdo con el hombre mediante la gracia que quería penetrarlo y regirlo todo.

Ese mundo lo tenía que "cultivar" el hombre, como se dice en el Gn, 2, 15: conocer las cosas, asumir en sí la riqueza del mundo, desarrollar en las cosas la abundancia de sus fuerzas recién creadas, realizar los hechos y obras a que le invitara el encuentro con ellas... Y tenía que "guardar" el mundo. Estaba puesto en sus manos, para que él lo conservara en la verdad y el orden; para que le diera la posibilidad de desplegar su esencia, su grandeza y su belleza en el ámbito vital humano. Eso lo tenía que hacer manteniéndose él mismo en su verdad y orden ' y "guardándose" de ese modo a sí mismo.

¡Pero cómo han cambiado de sentido estas palabras "Cultivar y guardar": de qué otro modo suenan en el juicio de Dios después de la rebelión, al lado de como sonaban antes, cuando Él dio Su misión. No se puede separar lo uno de lo otro, amigos míos: no se puede reinar sobre la obra de Dios, si se es desobediente al Señor de esa obra. Mientras el hombre manifestaba obediencia a Dios, la Naturaleza le obedecía.

El hombre no es un aparato que, siempre igual en sí mismo, produzca un resultado siempre uniforme, sino que vive, y lo que hace es desarrollo de esa vida. Por eso, necesariamente, hace que influya lo que es él mismo en lo que hace. Su obra resulta influida por la situación en que se encuentra. El trastorno en que había caído por su traición a Dios, debía trastornar también, por lo tanto, su obra en el mundo.

No solamente esto: las cosas, en efecto, no son un mero material que pueda ser manejado a capricho, sino que Dios les ha dado su naturaleza, y se pliegan a la intervención del hombre cuando éste las toma en la verdad de su naturaleza. La primera soberanía la ejercía el hombre en situación de claridad, de acuerdo con su propia naturaleza, con voluntad pura y mano segura. Y lo hacía con mirada penetrante y corazón respetuoso para la naturaleza de las cosas y el orden en que estaban. Por eso la Naturaleza conservaba en su obra la libertad de su ser; más aún, en esa obra se hacía más ella misma de lo que era en su primera situación.

Esto ha cambiado. En buena medida ocurre que el hombre sujeta a la Naturaleza a su voluntad y la destruye así. El mundo está lleno de Naturaleza devastada y vuelta innatural. El reverso de la medalla es que el hombre queda sometido a esa Naturaleza a la que piensa dominar. Hacer violencia a la Naturaleza y sucumbir a ella, son dos caras de lo mismo. La relación del hombre con la Naturaleza se ha vuelto falsa, y eso influye en todo lo que hace el hombre.

Objetarán ustedes quizá: ¿cómo se puede hablar así de la obra del hombre, cuando éste realiza logros tan poderosos? Lo que realiza, es realmente poderoso. El tiempo de la Historia que conocemos es relativamente corto; en él crece su obra con celeridad asombrosa, y hoy tiene el hombre la sensación de que, en el fondo, todo le es posible. ¿Dónde sigue estando la mezquindad del resultado? ¿Dónde están las espinas y los cardos?

Por lo pronto, pongamos ante nuestra mirada algo que ilumina la verdad como de golpe: Mientras que una parte relativamente pequeña de la población terrestre se  las arregla bien, una gran parte de ella no tiene el alimento que debería tener para poder vivir sana, y un porcentaje aterrador muere de hambre cada año. ¿No habla esto con bastante claridad? Pero observemos con atención la obra misma. Si pudiéramos ver las pirámides tal como se elevaban antaño en el desierto egipcio, brillando bajo el fulgor del sol como gigantescas piedras preciosas, diríamos: ¡Qué maravilla! Pero los cientos de miles de esclavos que fueron ejecutados en el terrible trabajo

¿qué fue de ellos? La injusticia, mejor dicho, el crimen que se cometió con esos hombres, ha penetrado en la obra y envenena su grandeza, y es una mentira apartar la vista de esos horrores ante tales grandezas. Quizá se replicará que eso fue en la época de la esclavitud; y que hoy se ha superado. Prescindamos de que hoy todavía existe esclavitud y caza de esclavos —en diversas formas—: pero ¿cómo se construyen los canales en Rusia? ¿Y la desecación de marismas, y las minas y las roturaciones de campos? Luego estarán en los mapas con gran esplendor, y la historia de la cultura contará qué gigantesca fue esa realización, pero los millones de trabajadores forzados que hicieron y que perecieron en ella ¿qué es de ellos? De ellos no se habla: están olvidados. Pero Dios les conoce y sabe que su sangre se adhiere a la obra. Ha vuelto la esclavitud, y como institución oficial, sólo que se llama de otro modo: campos de trabajo, campos de concentración, aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los reaccionarios y capitalistas, y demás palabras mentirosas. También estuvo entre nosotros en los doce años del nazismo; y ¿quién garantiza, que no volverá a aparecer también más adelante en otras formas? Además, el trabajo de esclavitud oculta, realizado bajo la coerción de los sistemas  técnico-económicos, bajo la presión de la necesidad, en oficios ingratos, con fuerzas insuficientes, con cuerpo enfermo y corazón cansado ¿qué ocurre con eso? Se dice que con el progreso de la evolución cultural todo mejorará: pero hace falta el impulso de la juventud o la obediencia del hombre de partido, para creerlo.

Y aun aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les da lo que les prometía cuando la comenzaron? La confianza de que se haría algo digno y valioso; el deseo de hacer una obra pura en la profesión; la sensación de estar dotado y tener energía; la esperanza de éxito y provecho, ¿encuentra cumplimiento todo ello? Dura también, cuando se ha pasado el encanto de la novedad, cuando vienen dificultades, cuando empieza a oprimir la fatiga diaria...? Si se preguntara a los hombres en la oficina, en la fábrica, en las administraciones públicas: ¿Encuentras en tu trabajo lo que esperabas de él?, entonces, por más que todos supieran hablar de la obligación realizada a conciencia y del sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, ¿se notaría además que viven en trabajo fecundo, y las cosas se pliegan a su voluntad? Ciertamente que no, pues entonces tendrían otras caras. Y si se les preguntara por qué siguen en el trabajo, la respuesta sería: Porque debo seguir. Porque no sé hacer nada mejor. Porque ha pasado la edad de cambiar de oficio. Porque la familia depende de mí. Porque, en el fondo, todo es lo mismo...

¿Y qué ocurre con los grandes? Amigos míos, miren el rostro de Beethoven: ¿de dónde viene su terrible gravedad? ¿De dónde viene la melancolía de la mirada de Miguel Ángel? ¿Y la amargura en los rasgos de Dante? Los grandes científicos y filósofos ¿tienen rostros en que se exprese la esperanza realizada? Los estadistas importantes, los educadores, los reformadores sociales ¿tienen cara de estar contentos, real e íntimamente, con su trabajo?

Pero entremos más allá: Hay un hombre que quiere algo bueno. Pone en obra toda su energía; es valiente, dispuesto al sacrificio, constante. Incluso realiza algo excelente; pero una vez y otra se manifiesta un fenómeno inquietante: lo bueno que él quiere da lugar formalmente a su contradicción.

¿Qué cosa hay más noble que poder decir: lucho en tal o cual sentido por la justicia? Eso, naturalmente, significa que se lucha contra aquellos hombres que se interponen en el camino de la justicia. Pero entonces ¿se les hace justicia? ¿De dónde viene el antiguo dicho: summum jus, summa injuria, "suprema justicia, suprema injusticia"? Viene de la experiencia de que en la sustancia de la vida humana opera algo incómodo: Tan pronto como uno se entrega a un impulso que en sí es totalmente bueno y claro, se enreda, se confunde y se deforma, y surgen consecuencias ante las cuales uno se asusta... O bien, alguien sufre por tantas inmundicias en imagen y letra impresa, en espectáculos e industrias de diversión. Se enfrenta con ello, para que el mundo se haga más limpio, y los jóvenes puedan crecer con un claro sentido del honor y la decencia. Habla, escribe, trata de poner en movimiento a la ley y la autoridad, conquista personas de igual modo de ver: ¿cuánto tardan sus esfuerzos en adquirir un aura de estrechez, de torpeza, de comicidad, de modo que se hacen fácil juguete de sus adversarios?

¿Por qué ocurre así? Tomen ustedes los valores que quieran: salud, bienestar, orden, justicia, arte, ciencia: tan pronto como se lanzan a la realidad de la existencia es como si ellos mismos se organizaran su propia contradicción. ¿Está esto en orden?

Queridos amigos, en estas consideraciones nos hemos exhortado a menudo a dejar a un lado la costumbre, que todo lo vuelve gris: a romper las convenciones que nos envuelven; a rechazar las influencias que llegan a nosotros en libros y discursos, en la radio y el periódico. ¡Hagámoslo pues! ¿Qué es lo que vemos, si nos despojamos de la charlatanería del progreso y la educación y la cultura? Bien es verdad que, cada vez más, se realiza algo inaudito en la ciencia, en la ordenación social, en la técnica y la higiene; pero también es verdad que todo eso está atravesado por una profunda confusión. Y ello no sólo por defecto del comienzo, o por fenómenos de crisis en su transcurso, sino siempre y en todo. Pues la confusión está asentada en el núcleo, tan profundamente, que los hombres que de veras saben algo de la vida nos dicen que en el fondo no hay nada que poner en orden. Estas son las "espinas y cardos" que le crecen al hombre cuando trabaja en el campo de su vida.

¿Qué hemos de hacer entonces? Ante todo, amigos míos, desear la verdad. Mirar a través del engaño del progreso. Oponerse a la cobardía del optimismo, que ve en todo solamente los puntos de éxito, pero no lo que sale mal. Ser honrados, y ver lo que tiene que pagar el hombre por su obra, después de haberla desgajado de su verdad. No es pesimismo. Es pesimista el que se complace en afirmar que todo está mal: porque él mismo ha fracasado, porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso. No tengamos ese modo de ver, sino deseemos la plena verdad. De ahí surge una seriedad que es más profunda y noble que todas las charlatanerías sobre la cultura, pues responde del hombre, tal como realmente es.

En segundo lugar: trabajar y luchar por lo justo, sin dejarse desanimar. Pues lo que importa no es el progreso y la grandeza en la tierra, sino la verdad y fidelidad.

Todo lo que queda en desarreglo: la confusión, el esfuerzo, la inutilidad, todo ello encuentra sólo un nombre que realmente se mantenga firme: el nombre de expiación. Esto es lo que viene en tercer lugar: El hombre debe expiar con la menesterosidad de su trabajo lo que ha faltado la soberbia de su desobediencia. Pero ¿quién piensa en ello? Por todas partes, análisis, programas de reforma, utopías: ¿quién piensa en responder de la vida humana como hombre y en expiar la falta del hombre?

Dejémonos penetrar en nuestra mente y en nuestro corazón por la verdad de este campo que debemos cultivar y que nos da espinas y cardos. No llegaremos a su término pasándola por alto con fantasías, sino aceptando con ella el trabajo en la seriedad de la fe.

El trastorno en la relación mutua entre los sexos

El hombre rehusó la obediencia a Dios: Por ahí entró el desorden en toda su existencia. En nuestra última consideración se habló de cómo influyó ese desorden en la obra del hombre: recae ante todo sobre el varón, ya que, como vio el pensamiento de la Antigüedad, es a él a quien corresponde la acción y trabajo públicos; pero, naturalmente, no afecta sólo a su trabajo, sino también a la mujer. La Escritura no es un libro sistemático. No desarrolla sus ideas por todas sus facetas, sino que las pone en lugares donde tengan una importancia representativa, y encomienda a su potencia interior de verdad el desarrollo de su efecto.

Si escudriñamos con atención en la Historia —pero igualmente en nuestro tiempo, e incluso en nuestro ambiente— pronto nos damos cuenta del peso que tiene el yugo del trabajo sobre la mujer; qué dura esclavitud ha experimentado y sigue experimentando, y cuántas "espinas y cardos" le da el campo de la vida. A través del último medio siglo se desarrolla la lucha de la mujer por su libertad social y económica, habiendo obtenido muchos logros. Estos últimos años han traído como solución la consigna de su igualdad, tras de la cual, con excesiva facilidad, aparece la de igualdad de naturaleza y trabajo. Pero quienes conducen la lucha han de mantener bien abiertos los ojos, vigilando para que todo eso no se convierta en una nueva servidumbre de trabajo y realización, no menos destructiva y deshonrosa que la anterior.

El desorden de que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la relación entre hombre y mujer. Ya hemos visto antes que Dios hizo al hombre a su imagen; pero en la misma frase se dice: "los hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27). Con eso se expresa que la división del género humano en los dos sexos no es algo sobreañadido, que sobreviniera con miras a alguna finalidad determinada, sino que forma parte del plan básico según el cual está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que le considere de modo dualista en algún sentido, viendo la sexualidad como algo bajo, o malo, o simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación.

Con eso se dice también que el hombre y la mujer están del mismo modo en la semejanza a Dios; y que también su comunidad forma parte de su semejanza. El parentesco de semejanza, en que la generosidad del amor de Dios ha elevado al hombre ante Sí mismo, no es algo que corresponda sólo al espíritu por encima de los sexos, a la cima de lo propiamente humano, mientras que "abajo", en las bajezas de lo biológico, quede el dominio de lo infrahumano, que tendría su modelo en el animal. El hombre entero es imagen de Dios, y su vida entera debe realizarse ahí. Su semejanza de imagen significa que, en obediencia al verdadero Señor, puede y debe ser señor del mundo, así como de sí mismo. Por tanto, también la sexualidad del hombre debe ser un modo de ese señorío.

Como se ha dicho repetidamente, la doctrina de la Creación en el Génesis se desarrolla en imágenes. Por eso el segundo relato, que está orientado hacia la ordenación del matrimonio, hace que primero aparezca el hombre solo. Y luego dice Dios: "No es bueno que el hombre este solo; quiero hacerle una ayuda que le sea adecuada" (Gn 2, 18). Ayuda ¿para qué? Para todo lo que se llama vida y trabajo. Y entonces se pregunta si esa ayuda podría venirle al hombre de otro ser vivo; pero se echa de ver que no es posible. Al hombre no le puede llegar de la Naturaleza, de ninguna forma viva animal, esa compañía y ayuda vital que necesita. Por eso Dios forma para el hombre a la mujer de la misma materia esencial, si así puede decirse, de que está hecho él. Sólo entonces aparece la auxiliadora que necesita.

En otro aspecto, ya nos hemos fijado en el importante hecho de que el concepto con que la Revelación determina la relación de hombre y mujer, no es el de instinto, sino el de la ayuda. Según toda la disposición del relato, esta ayuda empieza por considerarse respecto al varón; pero también se refiere igualmente a la mujer. Cada cual debe ayudar al otro, en todo lo que significa vida y obra: en la producción de nuestra vida, en su defensa, cuidado y crianza; en el despliegue de la propia personalidad, que adquiere su plenitud en la del otro; en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la relación con las cosas, cuya riqueza sólo se hace evidente al que ama; en el señorío sobre la existencia, que sólo corresponde al hombre completo; y completo sólo llega a serlo en la compañía... En todo eso han de servirse de ayuda mutua el hombre y la mujer.

Y entonces dice el texto cómo aparece el trastorno en esta relación tan profunda y abarcadora de todo. La ayuda sólo es posible sobre la base del respeto del uno al otro, en libertad y con honor. Pero eso presupone que ambos estén en la lealtad de la obediencia respecto a Aquel a quien corresponde en principio el honor. Los hombres, sin embargo, se han rebelado contra Dios y con ello han puesto en cuestión la base de la ordenación de la vida. Por eso surge entonces esa relación mutua entre los sexos tal como hoy la conocemos. Se pretende que tal como es ahora, es por esencia; se hacen investigaciones sobre cómo se desarrolla, qué evolución ha tenido y seguirá teniendo; se inventan teorías sobre su naturaleza y se pretende que así es "el" hombre, y así es "la" sexualidad. En verdad, todo ello está confuso y deformado.

En el Paraíso, el instinto sexual permanecía en la unidad de la imagen del hombre querida por Dios; obediente con naturalidad a su libertad espiritual, así como ésta era obediente al Señor de la vida. Por eso, la cima de la naturaleza humana estaba de acuerdo con Dios, y desde ahí influía su potencia ordenadora en el conjunto de la personalidad humana, tan múltiplemente desplegada. El instinto estaba determinado por la persona y permanecía en su honor. Su impulso era respetuoso; su fuerza, buena. Cuando se rompió ese acuerdo, perdió la obviedad de su ordenación. Desde entonces adquirió esa violencia con que amenaza esa ordenación; esa indiferencia respecto al honor de la persona, esa dureza y crueldad con que produce tan gran destrozo.

Se está ciego si se pretende explicar la vida del hombre por la del animal. El instinto de éste aparece dentro de una ordenación perfecta: la de la ley natural. También el instinto del hombre debía desarrollarse en una ordenación, esto es, la de la ayuda personal. Pero cuando se destrozó ésta, no sólo es que el hombre, por decirlo así, descendiera a la de la Naturaleza, sino que, exactamente hablando, ya no está en ninguna ordenación. Ha caído en un desatamiento que en ningún sitio queda garantizado con evidencia.

Así dice el juicio que da Dios a la mujer: "Multiplicaré los dolores de tus preñeces; con sufrimiento parirás hijos. Y sin embargo tu solicitud te unirá a tu mando, y él te dominará" (Gn 3, 16).

Las dificultades, dolores y peligros de la preñez y el nacimiento forman parte de ese poder de la muerte de que hablábamos en una consideración anterior. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica y la higiene han logrado aquí mucho, han eludido grandes peligros y han suprimido tormentosos dolores. Pero a los que se dan cuenta de la realidad, no sólo les parece insolencia, sino exageración infantil decir triunfalmente que "la maldición del Génesis" se ha vuelto vana. Las dificultades y peligros de la vida de la mujer proceden, ante todo, de inconvenientes que pueden evitarse, pero en lo más hondo vienen de raíces a donde no pueden llegar la medicina y la psicología. ¿No ha ocurrido ya a menudo que al superar un inconveniente aparecía otro? Pero si queremos enjuiciar en absoluto las ventajas de los diagnósticos, la terapéutica y la higiene, debemos hacerlo en relación con el conjunto de la vida. Entonces nos dejará preocupados el darnos cuenta de hasta qué punto esas ventajas o mejor dicho, la cultura que las produce, alejan al hombre de la Naturaleza, le artificializan, incluso, le corrompen.

Pero por lo que toca al "dominio" del varón, de que habla el texto, no se refiere sólo a los inconvenientes sociales y culturales, aunque éstos ya pesan mucho: el desprecio y desposeimiento de derechos de la mujer por la violencia de una ordenación masculina de la vida no sólo ha sido una gran injusticia, sino que siempre ha tenido resultados fatales. Pero de lo que se trata propiamente es de ese trastorno que sigue teniendo efecto aun donde la mujer disfruta de todos los derechos y libertades, y  aun quizá ha obtenido la primacía socialmente. Se trata de lo que llaman la psicología y la literatura "la guerra de los sexos". De ello se habla a veces con ligereza, incluso con la sensación de que el hacerlo así demuestra experiencia y superioridad vital. En realidad, ahí se manifiesta la entera devastación que ha producido el pecado; y ello no sólo en la mujer, sino exactamente igual en el hombre.

Con ello se quiere decir que el uno presenta imposiciones al otro, pero que también se le somete; que el uno concede al otro plenitud, pero que queda subyugado. Es la traición a la ayuda. Esta empezó cuando la tentación se dirigió a la mujer. Entonces el hombre debía haberse puesto a su lado y defenderla antes que a sí mismo; en vez de eso, la dejó sola. Y la mujer, desde lo hondo de su amor, habría debido sentir que se trataba de la salvación de aquél con quien estaba unida, y haber visto con claridad, mirando también por él. En vez de eso, le indujo a caer con ella. Y después de la culpa, los dos debían haber estado unidos ante Dios en la amargura de su culpa, llevándose mutuamente el peso, y guiándose uno a otro al arrepentimiento. En vez de eso, eludieron de sí mismos la culpa; de modo especialmente acusador el hombre, que hizo responsable de la perdición a la mujer que antes había recibido con tanto gozo. Esa traición a la ayuda sigue teniendo efecto en lo sucesivo. Siempre vuelven a dejarse solos el hombre y la mujer, y los que están estrechamente unidos, pueden quedar tan solitarios uno con otro como si fueran desconocidos.

No sólo esto: el deseo sexual, que aparece con tal poder, da lugar a un secreto rencor. Cada uno siente su dependencia y se revuelve contra el otro, a quien se siente sujeto. Más aún, el deseo mismo tiene en sí el germen del desvío. En la enredada naturaleza humana, sólo es unívoca la auténtica decisión del espíritu, la pura verdad de la conciencia: en cambio, el instinto, y el sentimiento determinado por él, pueden en todo momento volverse en su dirección opuesta. El amor de la compañía, que va de persona a persona, es inequívoco; descansa en la verdad y se realiza en la fidelidad. En cambio el amor del instinto es codicia y se revuelve en contradicciones. Piensa no poder vivir sin la otra persona, y a su vez no la puede aguantar.

¿No ha ocurrido así a través de toda la Historia, y sigue ocurriendo, y no se ve cómo habría de ser de otro modo, a pesar de tanto hablar de libertad y de igualdad de derechos: que el hombre convierte en una esclava a la mujer, y la mujer convierte en un loco al hombre; y no menos al revés?

Pero en el fondo del ser humano está muy hondamente grabada la imagen de la comunidad de hombre y mujer, y le es muy necesaria la ayuda, cuando lo esencial se vuelve a abrir paso, una y otra vez, a través de los terribles trastornos. Pues la Historia está atravesada también por las fuerzas del amor y la fidelidad, del sacrificio y de la cotidiana victoria sobre el destino en obsequio a los demás; ciertamente, fuerzas que, cuanto más silenciosamente actúan, más auténticas son.

Pero luego viene Cristo y da a cada cual su dignidad, a la mujer como al hombre. Declara nulo el privilegio que se había concedido en el Antiguo Testamento a la "dureza de corazón" del hombre: "Unos fariseos se acercaron a preguntarle, para ponerle a prueba, si está permitido al hombre divorciarse de su mujer. Pero él les replicó: —¿Qué os encargó Moisés?—. Ellos dijeron: —Moisés permitió dar documento de repudio y divorciarse—. Jesús les dijo: —Por vuestra dureza de corazón os dejó escrita esta prescripción. Pero al principio de la creación Dios les hizo hombre y mujer. Por causa de eso, el hombre dejará a su padre y a su madre [y se unirá a su mujer] y serán los dos una sola carne. Así, ya no son dos, sino una sola carne. Entonces, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Mc 5, 27-28). Y San Pablo vuelve a tomar del Génesis esta idea y dice: "En el Señor, la mujer no va sin el hombre, ni el hombre sin la mujer: pues si la mujer ha salido del hombre, el hombre existe también por la mujer, y todo viene de Dios" (1Co 11, 11-12). Sobre la base de esta declaración, la ayuda adquiere una nueva dignidad, profundidad y ternura. Cierto es que la confusión y desorden que trajo a la naturaleza humana la rebelión de la primera culpa, sigue estando ahí; la Redención no es envolverlo todo en hechizos. Pero se abre la gran posibilidad: la del auténtico matrimonio como ayuda entre hijos de Dios, en respeto y fidelidad, o la de la auténtica soledad para Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento. Aparecen santos y más santos que hacen visible el misterio de uno y otro estado, y muestran el camino hacia la libertad.

Pero entonces viene la Edad Moderna y proclama la autonomía. Rehúsa ordenar la vida según Dios y legitimar el señorío humano por el señorío de Dios. Erige la libertad por derecho propio. Lo que ha llegado a ser mediante Cristo, lo abandona, o lo convierte en asunto de desarrollo histórico separado; aparentemente justificado por la renuncia de incontables cristianos, que no se dan cuenta de esa gran posibilidad. Así surge, en medio de las realizaciones de la civilización más progresada, un nuevo caos de las relaciones sexuales, que es peor que el que había antes de que viniera Cristo. Peor, porque por Cristo el hombre había llegado a ser éticamente mayor de edad, y se había hecho capaz de conocimiento y decisión personal.

Pero, para hablar una vez más de la equiparación de la mujer con el hombre: El derecho fundamental en que ha de haber igualdad consiste en el derecho a la propia esencia, fundada por Dios. Pero ¿a dónde se va a parar por ese camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, confiando sólo en su propia comprensión y en el impulso de su propio corazón? ¿Alcanza el nombre la libertad de su esencia cuando el Estado le convierte en una rueda de su mecanismo? ¿Se hace libre la mujer para sí misma cuando tiene que ir a las minas y luchar como soldado? ¿No se abre paso ahí una tendencia a igualar al hombre y la mujer en una tercera cosa, en un ser sin carácter propio, que sirve a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica? Pero esa tendencia en la relación de hombre y mujer, surge cuando ellos ya no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser distinto.

Cerrarnos nuestras meditaciones sobre los primeros capítulos del Génesis. Sus expresiones sencillas, a veces aparentemente infantiles, llevan a una honda verdad. Hoy se habla de filosofía existencial, y con eso se alude a la cuestión de cómo es todo, puesto que el hombre existe; de qué modo es el hombre, cómo debe ser, y con qué fuerzas lo logra. En el Génesis —como también luego en las Epístolas de San Pablo— hay ideas básicas para una filosofía y una teología existenciales. Un amigo me decía una vez que el primer libro de la Sagrada Escritura tenía afinidad con los tres primeros Evangelios en su cercanía a la realidad. Sus figuras, realmente, hablan desde una simplicidad y una grandeza que luego desaparecen.

A la mirada dispuesta a ver, le muestra las leyes básicas de la existencia. El hombre actual sabe mucha física y psicología y sociología, pero le parecen ocultas las ordenaciones según las cuales su ser humano sigue estando a salvo y prospera. Aquí las puede aprender.

Romano Guardini, en unav.edu/

Romano Guardini

El primer relato de la creación y el día del Señor

Hemos considerado el poderoso lema que, como primer versículo del Génesis, no sólo preside a éste, sino a toda la Sagrada Escritura, y, por tanto, a la existencia creyente: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra." Lo que es, está creado por Él. Todo viene de Él, y a Él va todo. En su voluntad creativa residen las raíces de nuestra existencia. Es el Señor, que es, le pertenece. Somos suyos, pero no como cosa, lo mismo que un recipiente pertenece al que lo ha hecho o comprado, sino del modo como una persona viva es de quien la ama; como persona, que existe en sí y no puede ser en absoluto poseída, sino que puede ser recibida por libre donación de sí misma. Cierto es que también este "ser-persona" nuestro lo ha creado Dios, pero para cimentar el misterio de nuestra libertad. Libertad también respecto a Él; pero ahí se hunde el pensamiento en misterio...

Los dos primeros capítulos del Génesis cuentan luego cómo sigue obrando Dios dentro de este conjunto de la Creación; cómo hace que surjan las innumerables cosas y sus ordenaciones; cómo llama a la existencia al 'hombre y le señala su sitio en el mundo. Este relato se desarrolla en dos narraciones.

La primera la conocemos bajo el nombre de "obra de los seis días". Abarca el primer capítulo y tres versículos y medio del segundo, y hace que tenga lugar ante nuestra mirada, paso a paso, el gran acontecimiento. La otra empieza con la segunda mitad de ese mencionado versículo, llega hasta el fin del capítulo y habla sobre todo de la creación del hombre. Las dos narraciones, pues, están presentadas de diverso modo; pero son análogas en algo de que hemos de darnos cuenta para entender bien su sentido: no tienen nada que ver con la ciencia. En ningún punto se cruzan con lo que puede decir la investigación, si permanece en sus límites, sobre el origen del sistema del universo, sobre el devenir de la vida y su transcurso, sobre el origen del hombre y su primera historia, sino que su sentido es totalmente religioso. Bien es verdad que hablan de la misma realidad de que también habla la ciencia: del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Pero la intención que hay bajo lo dicho es diversa que en la investigación. Durante mucho tiempo se ha creído que lo que dicen la astronomía y la paleontología, debe volverse a hallar en el Génesis, y se ha tratado, con duro esfuerzo, de ajustar entre sí las diversas expresiones. Se quería hacer con toda seriedad; pues se partía del respeto a la verdad de la Sagrada Escritura. Pero no se tenía en cuenta que la verdad es rica, y se puede hablar del mismo objeto, de modo verdadero, desde muy diversos puntos de vista.

Fijémonos en el primero de esos dos relatos de la Creación. Empieza con la frase: "La tierra estaba desierta y confusa, y la tiniebla se extendía sobre el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas."

Las palabras expresan el concepto bíblico del caos. Con eso se alude a algo muy diverso que en el mito. Para éste, el caos es la realidad prístina, que era de modo absoluto, increada y "divina" en ella misma —una concepción que entra en lo inquietante y demoníaco—. Por el contrario, el caos de que habla la Revelación, es claro y bueno. Es la Creación en su primer estado, pero llena de todas las posibilidades; plenitud de energía, que todavía no tiene objeto, pero que ya está orientada al porvenir planeado por Dios. Aquí no hizo falta ningún demiurgo que ordenara conformara. En la obra de Dios nunca hubo desorden. Nunca fue su situación como si se tuviera que expresar con las imágenes de una potencia primitiva rebelada, o de un seno prístino, paridor y devorador. En semejantes imágenes trata de justificarse la rebelión del hombre caído, poniendo su propio modo de sentir en el fondo de las cosas. Por el contrario, sobre caos del Génesis rige el Espíritu Santo, que luego aparece en el Antiguo Testamento cuando Dios da luz para formar, fuerza para realizar, sabiduría para ordenar. Este Espíritu Santo hemos de pensarlo inserto en todo lo que se dice luego en el relato.

Y entonces empieza la obra: "¡Hágase!"

¿Cómo tiene lugar la creación en el mito? Llega un ser poderoso, reúne el caos contradictorio, lucha con él, lo domina por la fuerza, le da forma; de modo que se ve a simple vista: no es Dios, sino el hombre en su esfuerzo, aumentado hasta lo gigantesco. ¡Qué diferente la Revelación! Ahí habla Dios: "¡hágase!" y se hace. Su creación no ocurre por los puños, sino por la palabra, esto es, por el espíritu y la verdad. Esa creación es sin esfuerzo. La omnipotencia no se fatiga. Place su obra en la libertad de Quien es Señor. Realmente Señor; no sólo vencedor sobre los enemigos y obstáculos. Para Él no hay enemigo ni obstáculo.

Pero lo que ha de existir ante todo, es la luz. Sobre esta expresión se ha cavilado mucho. La respuesta sólo llega a ser adecuada cuando se mantiene ante la mirada el sentido y la intención del relato entero. Pues ¿qué luz es, si el versículo 14 dice que el sol y la luna se crearon luego? Evidentemente, no es lo mismo a que alude el físico cuando habla de luz. Se llamará "día"; su opuesto, en cambio, la tiniebla, "noche"; y ambas cosas quedan "separadas". La obra de la separación, esto es, de la ordenación, ha comenzado. Pero ésta no se refiere al mundo como naturaleza, sino como ámbito vital del hombre, al mundo de nuestra existencia.

De este modo surge el día como espacio temporal en que despierta el hombre, anda por su camino, hace su obra; y la noche como el otro espacio, en que el hombre se retira, descansa del trabajo, duerme.

Entonces se dice: "Se hizo la tarde y se hizo la mañana: el primer día." Después: "el segundo día", y "el tercero", y así sucesivamente. Es decir, el relato de la Creación tiene la forma de un poema didáctico y presenta el hecho de la Creación en la imagen

<de una sucesión de trabajo que se cumple a lo largo de una semana, dividiéndose tal hecho según los días de la semana. No es que Dios realmente "trabaje", ya lo dijimos; entonces volvería a aparecer el demiurgo del mito. Sino que también esta imagen se refiere al mundo de la existencia del hombre, y cimenta la ordenación de su vida. Sobre eso diremos algo más en seguida.

Prosiguen las separaciones. Surge una bóveda: el firmamento. Se hace evidente la antigua imagen del inundo, en que hay una campana celestial que se aboveda sobre la tierra y divide las aguas. "Aguas", al principio, entendido todavía como expresión del caos, de lo no formado, de lo que se derrama por todas partes. Esto queda ahora separado y adscrito a diversos dominios: al de las nubes, de que viene la lluvia, y al de la superficie terrestre con sus extensiones de agua.

Todas estas cosas tienen tan poco que ver con la cosmología, como la luz de que se hablaba. También ellas se trata de la ordenación de los espacios de vida: el de la altura, los poderes meteóricos que obedecen a Dios, y el de la tierra, donde los hombres .u van su vida y hacen su trabajo.

Esa es la obra del segundo día.

En el tercer día, Dios establece una separación en la misma tierra. Empieza con la separación entre el agua y lo seco, y surge la tierra firme y el mar. Otra vez: No se trata de nada de geología: "Tierra" es más bien el ámbito donde el hombre tiene su casa y labra su campo; "mar" es aquello que para él al principio es intransitable, pero en que luego —como dice el gran Salmo de la Creación, el 103— sus barcos se abren caminos de nueva especie.

Entonces se dice: "Dios vio que era bueno". La frase se vuelve contra el dualismo babilónico, cuya imagen del mundo contenía perversos poderes primitivos, y dice: Desde el "principio", no hay en el mundo nada malo. Todo lo que Dios ha creado y ordenado, es bueno. Sólo el hombre ha traído el mal al mundo. El mal no forma un principio de este mundo. No es necesario para que surja la tensión, para que haya vida, para que se desarrolle la Historia. Tales ideas son el mal versículo que el hombre ha puesto con su acción y sus consecuencias. Contra tales modos de ver se elevan las palabras del relato de la Creación: El Que todo lo ve, pondera su trabajo y declara: "¡Es bueno!" Cinco veces lo dice así; y la sexta vez, al fin de toda la obra, dice sellándolo definitivamente: Dios vio todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno."

Ahí surge el mundo de las plantas. En ellas se señala especialmente la maravillosa propiedad de "tener semillas", es decir, de ser fecundas. Luego se dirá de ellas, en el versículo 29, que han de servir de alimento al hombre.

La cuarta estrofa vuelve a indicar cómo todo esto no está bajo la perspectiva de las ciencias naturales. Habla de la aparición de los cuerpos celestes y dice que tiene lugar después del nacimiento de las plantas.

Tampoco las estrellas y astros aparecen como simples formas naturales, sino como elementos de la existencia humana. El sol y la luna determinan su vida; no sólo midiendo el tiempo, sino también como potencias. Influyen penetrando con sus ritmos su vitalidad; ordenan sus trabajos y fiestas, viajes e iniciativas. Los cuerpos celestes, pues, en esta abundancia poder y significado, son aquello a que se alude en este relato de la Creación.

Una vez que existe el mundo vegetal, aparecen en existencia los animales; la quinta estrofa habla de ellos, así como la sexta. Viven de las plantas, y se echan de ver los tres dominios que habitan: el mar, tierra y el aire.

En los animales, tal como nadan y corren y vuelan, muestran plenamente vida y fecundidad. Por eso la Revelación habla en ese momento de la bendición de Dios. Esta corresponde a la vida. Hace que la vida, tan en peligro, pero con esa profundidad de que surge crecimiento, la generación y el nacimiento; que la vida, digo, sea sagrada, prospere y aumente. Para los hombres del Antiguo Testamento no hay ni energías naturales ni leyes, sino que todo se realiza inmediatamente por obra de Dios; también y sobre todo, los procesos de la vida. Y la bendición es la creación de Dios por la cual subsiste todo; los Salmos hablan de ella una vez y otra; pensemos en el espléndido Salmo 64.

Ahora habla Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen." La palabra que aquí aparece como nombre de Dios, "Elohim", es un plural en hebreo: por eso se puede traducir también: "Haré al hombre a Mi imagen."

Sobre la creación del hombre hablará más exactamente el segundo relato de la Creación. En el primero se dice que aparece tan pronto como el conjunto del mundo está en la plenitud de sus formas, así como en la sabiduría de su ordenación. Luego se dice que es imagen de Dios, y que es hombre y mujer. Pero es imagen de Dios por cuanto puede reinar sobre el mundo. Dios es el Señor por esencia y eternidad; prototipo de todo señorío. Al hombre, en cambio, le ha hecho señor por gracia, y en eso consiste su semejanza a Dios. Este es el signo primero bajo el cual ha de estar toda su existencia: que permanezca en la conciencia de ser señor en semejanza, es decir, bajo Dios, dispuesto a reinar obedeciendo; o que se extravíe en espíritu y pretenda un señorío que proceda de su propio poder esencial. Ahí, en cómo ponga ese signo inicial, se decidirá todo.

Pero también sobre el hombre pronuncia Dios su bendición: sobre su vida, para que sea fecunda; sobre su obra, para que resulte bien e incorpore en su poder la tierra con todo lo que hay en ella.

"Así quedaron hechos", se dice luego, "el cielo y la tierra, y todo su ejército". El "ejército" es la multitud de las formas; en el cielo, las constelaciones; en la tierra, los seres vivos.

Con eso Dios ha terminado su obra: "Y Dios terminó el séptimo día su obra, que había creado, y reposó el séptimo día de toda su obra, que había creado". ¡Palabras misteriosas ¡Dios "reposó"! Pero su omnipotencia no había experimentado ninguna fatiga al crear: ¿cómo iba a requerir el reposo? ¿Y cómo esa posterioridad, si para Él no hay tiempo? Pero de Él, según ya vimos, se habla como de un artesano, que trabaja seis días y descansa el séptimo. Así el séptimo día queda hecho también día de descanso para los hombres, y se funda el sabbat, el día festivo.

Pasemos por encima de la cuestión de si la palabra ""reposo" no puede significar también algo para Dios, y dónde se puede buscar de algún modo su sentido. En todo caso, aquí se ancla en la Creación misma una ordenación de la vida humana, la del trabajo y el reposo. Esto es, si observamos con más exactitud, se nos hace evidente que toda la construcción del relato va a parar a la proclamación del sabbat: otra vez, una prueba de qué poco se trata aquí de ciencia natural. Pero ¿por qué se da tal importancia a ese día?

La condición de imagen divina en el hombre consiste en que puede reinar, pero ha de hacerlo como imagen de Dios. No por derecho propio, sino ejerciendo su señorío como imagen respecto a Dios, esto Es, en obediencia respecto al auténtico Señor. Pero tampoco como esclavo, ni de un poderoso terrenal, ni de su trabajo mismo, sino asimismo en semejanza Dios, esto es, en libertad. Resulta muy sintomático que la época misma que ya no reconoce a Dios como Señor de la existencia, sino que quiere ser autónoma, esclavice al hombre en el trabajo de un modo sin precedentes. El séptimo día ha de dar al hombre la libertad de la existencia sin trabajo, para que llegue a la plena conciencia de su nobleza.

Pero significa aún algo más. En la paz del séptimo lía ha de deponer el hombre su corona, y debe elevarse la imagen del auténtico Señor. En el misterio de su calma ha de hacerse visible Dios. De ahí la gran importancia de ese día. Debe volver una y otra vez a poner en claro la ordenación básica de las cosas: que Dios es dominador por esencia, y nosotros, en cambio, lo somos por gracias y bajo Él. Él creó en el primer principio la obra del mundo; nosotros hemos de continuarla a través del tiempo en obediencia respecto a Él. Todos los ataques contra el día del Señor son ataques contra Dios.

Pero mediante Cristo, el sabbat, el sábado hebreo, se ha convertido en el domingo, el día de Su Resurrección. Los primeros cristianos observaron ambos días, el sábado y también el domingo. Luego quedó absorbido el primero en el segundo. Ahora es el día en que hemos de darnos cuenta de la obra del mundo, que el Creador ha hecho, pura y grande; pero también de la obra de la Redención, que ha realizado tan incomprensiblemente el Hijo del eterno Padre.

El primer relato de la Creación dice, pues, por su parte: Todo ha sido creado por Dios. Podemos también expresar así esta verdad: No hay Naturaleza en el sentido moderno. Esta la ha inventado el hombre de la Edad Moderna para hacer superfluo a Dios. Ha metido en la Naturaleza todo lo que en verdad corresponde al Señor de la existencia: que sea aquello que siempre ha existido: el misterio primitivo de que viene todo; el espacio universal en que todo transcurre; el mar último en que todo desemboca. No hay tal Naturaleza. El mundo no es Naturaleza, sino obra. No lo primitivamente primero, sino lo segundo, esencialmente segundo, lo que ha llegado a ser mediante la voluntad del Creador. Permítanme añadir unas palabras personales. He pasado años para entender en qué consiste esa distinción, y qué significa. Si a ustedes no les resulta claro —pero realmente claro, por esencia y consecuencia— entonces traten de lograrlo. Todas las cosas adquirirán con ello otro carácter. La idea moderna de Naturaleza falsea todas las determinaciones de la existencia. El reconocer que el mundo es obra, y que detrás de él está la voluntad de Aquél que lo ha querido, le pone en orden.

El relato del Génesis dice algo más: Todo está lleno de sabiduría. No era preciso el hombre para ordenarlo, porque estuviera caótico en sí, según ha afirmado la misma Edad Moderna; ordenarlo mediante las categorías del espíritu humano y esa potencia otorgadora de sentido que es su voluntad. Todo esto también está pensado para hacer superfluo a Dios; pero tampoco existe tal caos del ser. El mundo es obra de Dios; por tanto, obra formada en sí, digna de gloria y de confianza.

Y una tercera cosa: La existencia es buena. Todas las trágicas visiones del mundo que dicen que el mal forma parte del Universo, necesaria para que surja una tensión espiritual y la Historia se ponga en marcha, son teorías que inventa el hombre para justificar la perdición que él ha traído. Por su origen, la existencia buena. Lo malo que ahora la enreda, ha llegado después a ella. Y elsabbat, o mejor dicho, el domingo, debe ser el día en que volvamos a aprender a distinguir, dándoselo a Dios, lo que Le corresponde, y a recibir de Él la libertad que nos ha preparado.

El paraíso

Las consideraciones del domingo pasado nos han hecho darnos cuenta de esa verdad que sostiene toda otra verdad: que Dios lo ha creado todo, y a nosotros en Él, y que por tanto nuestra existencia descansa en la libertad de Su amor. Nos han recordado la abundancia de las cosas que han brotado de Su inagotable poder; la igualdad de semejanza con Él que ha concedido al hombre, y la responsabilidad por el mundo, que ha puesto en sus manos. Y, por fin, las dos ordenaciones que habían de mantener en su medida la vida y la actividad humana: el día del Señor y el matrimonio.

Ante nuestro espíritu se ha elevado la imagen de un mundo que resplandecía con el fulgor de una novedad surgida del poder prístino de Dios; un mundo del cual el Creador da testimonio de que es "bueno" y está rodeado del cuidado de su amor. Y ante el hombre se ha abierto una existencia cuyas posibilidades de vida y de trabajo superan a toda imaginación.

¿Cómo indica la Revelación esa vida de belleza prístina, rica y sagrada? De nuevo esperamos una imagen que adoctrine nuestro espíritu y nuestro corazón; ¿aparece en efecto? ¿Y cómo se nos presenta ante la mirada?

Como hemos 'hecho tantas veces en estas consideraciones, intentemos de nuevo poner un fondo a la palabra de la Revelación, y precisamente preguntándonos cómo aparece el primer hombre en otras perspectivas, en la ciencia, en la literatura, en la conversación diaria.

La ciencia —la auténtica, la consciente de su responsabilidad— se mantiene muy reservada. Parece decir que el hombre se ha elevado, de un modo que no cabe determinar mejor, a partir de formas de vida prehumanas; que ha empezado a manifestar en imágenes lo observado en su interior, a proponer finalidades y a hallar medios para su realización, a comprender la verdad y a expresarla en palabras. Así empezó lo propiamente humano. Si se deja a un lado lo que se adhiere alrededor como hipótesis o mera fantasía, queda como resultado evidentemente captable, que la existencia humana ascendió desarrollándose desde los niveles más primitivos, durante mucho tiempo y mediante pasos graduales.

Otra imagen proviene del pensamiento romántico. Ve al primer hombre como un niño; inocente, innocuo, en acuerdo armónico con la Naturaleza, y obediente a esa ordenación que su vida mantiene en piadosa medida. Pero el idilio no dura: el niño despierta, se rebela contra la autoridad de los poderes supremos y asume su propio derecho. Con ello empieza la vida auténticamente humana.

Otra tercera idea resulta tan insatisfactoria cuanto ampliamente difundida. En ella se une la imagen de la existencia natural inocente con una secreta concupiscencia. Esta acecha bajo el idilio y aguarda la ocasión de irrumpir. Es la idea que tanto suele aparecer cuando se escribe y se habla, en el arte auténtico o en el presunto.

¿Cómo habla la Revelación?

Dice: Los primeros hombres no eran unos seres tontos, que acabaran de emanciparse, luchando, de lo animal. Tampoco eran niños irresponsables. Y tampoco eran criaturas aparentemente inocentes, pero ya corrompidas en lo interior. Sino que aparecieron, fuertes y llenos de vida, de un impulso de creatividad divina. Cómo ocurrió esto en concreto; cómo ha de ser entendida por la ciencia la imagen de esa

tierra de que se formó su figura, y de ese aliento divino, por el que recibieron al espíritu dador de vida, es un problema aparte y no podemos seguirnos ocupando de él.

De lo que se trata aquí es de la forma en que la Revelación presenta la existencia humana en el principio. Esta se encuentra en pura grandeza ante nosotros. Hay un modo de entender que tiende a derivar lo más alto de lo más bajo: la Revelación no habla así. Según ella, el principio es obra de Dios, y es perfecto. Con eso no se indica que haya llegado a su término; éste aparece sólo al final del devenir. Más bien es plenitud del principio, que no se deduce de lo precedente, sino que ha de ser entendido por sí mismo, o mejor dicho, por la fuerza creativa que lo produce.

Lo que viene entonces, es historia; lo que hace la libertad con las posibilidades del principio.

Los primeros hombres eran un principio, eran juventud, pero estaban llenos de gloria. Si entraran en el mismo sitio en que estuviéramos nosotros, no los podríamos soportar. Nos resultaría aniquiladoramente claro qué pequeños, qué confusos y qué feos somos. Les gritaríamos: ¡Marchaos, para que no tengamos que avergonzarnos demasiado! No tenían ruptura en su naturaleza; eran poderosos de espíritu; claros de corazón; resplandecientemente bellos. En ellos estaba la imagen de Dios; pero esto quiere decir también que Dios se manifestaba en ellos. ¡Cómo debió refulgir Su gloria en ellos! Y no olvidemos que en sus hombros estaba puesta la decisión que iba a dar dirección a la historia humana. ¡Cómo podría haberse exigido cosa semejante a niños o a seres atontados que empezaran a abrirse paso!

Tampoco podemos olvidar esto: que esos primeros hombres eran nuestros antepasados. De los antepasados hay que hablar con respeto: una virtud que ha desaparecido, pues el hombre moderno ya no conoce antepasados. En aquel que se propone vivir de la "revolución permanente", la vida vuelve a empezar siempre hoy. Por eso nosotros queremos hablar de ellos de un modo conveniente.

De los primeros hombres dice la Escritura que estaban en el Paraíso. ¿Qué significa esto?

También andan por ahí diversas ideas del Paraíso. Representaciones míticas: de las Islas Afortunadas, o del país de Hesperia, donde hay eterna primavera...

Ideas legendarias: del país de Jauja, donde no hay nada más que placer... La idea puede también asumir un tono sarcástico: entonces el paraíso se convierte en un sitio anodino y aburrido, en que el hombre da vueltas sin saber qué hacer consigo mismo, hasta que llega el pecado, y la vida empieza a valer la pena... Pobres ideas, con las que el hombre hundido rebaja algo cuya grandeza le avergüenza.

En el Génesis se dice: "El Señor Dios plantó un jardín en el Edén hacia Oriente, y puso allí al hombre al que había formado. Y el Señor Dios hizo crecer del suelo toda clase de árboles, de hermoso aspecto y buenos para comer; y el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal... El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara" (Gn 2, 8-9.15).

La Escritura, pues, nos presenta el Paraíso en la imagen de un jardín o parque, que ha puesto un soberano para su placer. El jardín está rodeado con cuidado, para que no pueda entrar nada que moleste. En él hay eso que el hombre meridional considera tan precioso: aguas frescas que fluyen inagotablemente; árboles que dan sombra; animales de muchas especies, hermosos de ver. Todo eso es imagen, y significa el mundo. Pero el mundo en tanto es vivido por un hombre que está él mismo en pura comunidad con Dios.

Miremos a la vida cotidiana para ver el alcance de esta idea. ¿Ocurre algo análogo en toda vida humana? Si hay alguien bondadoso y dispuesto a la ayuda, y deja lugar y libertad a su prójimo, mientras otro, en cambio, es estrecho de corazón y violento, y quiere que todo vaya según su mente, ¿ocurren en los mundos de sus vidas las mismas cosas? ¿Tiene en ellas el mismo carácter la existencia? ¿Se comportan las personas del mismo modo? Pues ciertamente, no. En el uno respiran libremente, tienen confianza, se sienten bien; en el otro tienen miedo, se preservan, se vuelven suspicaces. En sí, es el mismo mundo, son iguales hombres, pero ¡qué diferencia aquí y allá! Sin embargo, la diferencia la produce el espíritu de ambos; la irradiación que surge de su naturaleza. Pues todo hombre se forma su propio mundo, a partir del mundo general, por ser como es y como vive, como le llevan su manera y modo de ver.

Otro ejemplo. ¿No se dice: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo", y todo va mal? Uno no se las arregla con las personas; aparecen los más variados obstáculos; los instrumentos no funcionan; las cosas se le caen a uno de las manos o se rompen; se piensa que aquél tiene una mirada hostil, que ese otro deja entrever intenciones enemistosas. Pero otro día todo es diferente. Los hombres parecen bienintencionados; las cosas se ensamblan propicias; la pluma y el martillo trabajan como por sí solos. ¿Qué significa eso? Ayer, sin embargo, la realidad era la misma que hoy; los hombres, los mismos, los instrumentos y situaciones, iguales. Sí, es cierto, pero nosotros mismos somos diversos; nuestros pensamientos, nuestro temple, nuestros nervios. Unas veces, ajustados y seguros de sí mismos; otras veces intranquilos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. ¡Cómo no van a ir diferentes las cosas! Pues lo que se llama en realidad "mundo", es algo que se forma constantemente por el encuentro del hombre con lo dado.

Ahora imagínense ustedes que ese hombre en cuestión sea tal como ha salido de la mano de Dios: lleno de vida, fuerte, claro y santo. En su corazón, ninguna mentira, ninguna codicia, ni rebeldía ni violencia. Todo en él está abierto a Dios; en pura armonía con el que le ha creado. Todo está regido y penetrado por Su luz, seguro de Su amor, obediente a Su mandato. Si es tal hombre el que se pone ante: las cosas ¿qué mundo surge de su mirar, sentir, percibir, actuar? ¡El Paraíso! "Paraíso" es el mundo, tal como se forma constantemente en torno al hombre que es imagen de Dios y no quiere ser nada más que Su imagen; el que ama a Dios, el que Le obedece y asume constantemente al mundo en la sagrada unidad.

Ya ven ustedes que aquello de que se trata es algo totalmente diverso de lo que se dice desde un punto de vista naturalista, o romántico, o despreciador, o concupiscente. Ese Paraíso era el mundo que Dios había querido realmente; el segundo mundo que había de surgir constantemente del encuentro del hombre con el primer mundo. Y en él debía tener lugar y ser producido todo cuanto se llama vida humana y trabajo humano: conocimiento y comunidad, realización y arte; pero en gracia, verdad, pureza y obediencia.

Al considerarlo así, también nos resulta claro algo más: que esta situación no estaba asegurada, sino puesta a prueba. Que el sol se levanta cuando llega el momento; que una cosa caiga cuando se la suelta; que una materia arda cuando se la pone a una determinada temperatura: todo esto es seguro, pues las leyes de la Naturaleza lo garantizan. En cambio, la acción del hombre es libre, y libertad significa que la acción se produce en la forma del brotar, del surgimiento desde el origen interior que se posee a sí mismo. Aquí no hay ninguna seguridad, pues ésta inmediatamente destruiría la libertad. Aquí está todo expuesto.

Entonces ¿qué expuesta y arriesgada debe estar una situación que procede tan enteramente de la gracia y agrado de Dios como aquella que se llama Paraíso, en la cual el Señor de todas las cosas pone al hombre su mundo en las manos, para que el hombre construya en él su reino, que con eso mismo había de hacerse Reino de Dios? ¡Cómo debía pasar esto por la prueba de la fidelidad!

Por eso nos dicen luego que, "en medio del jardín", en el centro del entero conjunto divino que se llama "Paraíso", se eleva un signo por el cual el hombre está a prueba: "Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles, hermosos de ver y buenos para comer... pero en medio del jardín, también el árbol del conocimiento del bien y del mal... Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; sólo del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día que comas de él, morirás" (Gn 2, 9.16-17).

En ese árbol ha de decidirse si el hombre quiere vivir en la verdad de la semejanza a Dios o si tiene la pretensión de ser prototipo: si quiere ser criatura de Dios, o si pretende subsistir sobre lo suyo propio: si quiere amar a Dios y obedecerle, y a partir de ahí elevarse a una libertad cada vez mayor, o si quiere tomarse, a sí mismo y al mundo, bajo su propio dominio.

Ahí se decidió el destino del hombre: el de nuestros antepasados, y en ellos, el nuestro propio. Pero también —lo decimos con gran respeto— se decidió algo para Dios mismo. Pues la obra que Dios había llenado de tan divino sentido y que tanto amaba, la había puesto en manos del hombre, confiando en él para que la conservase con gloria y realizase en ella un trabajo que proseguiría la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esa confianza, con el intento impío de quitarle a Dios Su mundo de las manos.

El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio

Las consideraciones del domingo pasado nos han llevado al primer relato de la Creación. Lo preside esa enérgica frase que tiene poder para transformar el corazón que se abra ante ella: "En el principio creo Dios el cielo y la tierra." Viene luego, ordenada según el transcurso de una semana, y como trabajo de seis días, la producción de las formas del mundo. Esta sucesión de trabajo llega a la creación el hombre, que está formado a imagen de Dios ha de reinar sobre todas las cosas que se encuentran en la tierra. Pero entonces se establece un límite. El hombre ha de ser señor, pero bajo Dios. Por eso debe reposar de su labor en el séptimo día. Ante ido, porque no es un esclavo y ha de tener libertad, pero además, porque tiene que deponer su poder, para que en el ámbito del descanso dominical eleve la grandiosidad del verdadero Señor.

Y ahora hablemos del segundo relato, que sigue inmediatamente al primero. Se introduce con unas frases que dicen de un modo nuevo que al principio reinaba el caos, la confusión. No había surgido ninguna vegetación, ni se había hecho labor ninguna en la tierra. "Cuando el Señor hizo la tierra y el cielo, no había todavía ningún arbusto silvestre, ni crecía todavía ninguna hierba del campo; pues el Señor Dios todavía no había llovido sobre la tierra, ni había hombre para labrar el suelo. Sólo surgía un manantial de la tierra y regaba toda la superficie". (Gn 2, 4b-6).

Pero en seguida se narra la creación del hombre: "Entonces formó Dios al hombre con polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre vivió" (7). Vemos que el hombre está en el centro del relato; todo lo demás se ordena hacia él. El modo de describir cómo llega a ser, no tiene nada que ver —digámoslo una vez más— con la ciencia. Se presenta en imágenes; pero las imágenes deben leerse de otro modo que las expresiones conceptuales. Han de evocarse espiritualmente, han de intuirse, percibirse, entendiéndose su sentido desde dentro. Y ciertamente, se dice que Dios, el Señor, hizo el cuerpo del hombre con "polvo de la tierra"; de tierra del mismo campo en que crece el trigo que le da pan.

Pero cuando se habla de "cuerpo humano", y del "aliento" que le sopla Dios, no se alude a la distinción en que pensamos al hablar de "cuerpo y alma". "Cuerpo" es aquí una figura muerta. Está ahí como la forma que surge cuando un artista toma la arcilla y le da forma. Miguel Ángel, en su famoso techo de la Sixtina, representó al hombre cuando ya vive y tiende la mano a Dios para recibir la chispa del espíritu desde el dedo del Creador. Eso está pensado con mucho ingenio, pero va contra el sentido del relato sagrado. Lo que hay ahí, según éste, es ante todo una forma muerta. Luego, Dios se inclina, por decirlo así, y sopla en ella "aliento de vida". En esta expresión se reúnen muchas cosas: el aliento, que penetra el cuerpo misteriosamente; la vida, que crece, siente y se mueve; el espíritu, que piensa y proyecta; e incluso, el pneuma, el aliento de Dios, que llena a los Profetas. Todo esto suena aquí y hace percibir lo inaudito de la existencia humana.

Así, pues, cuando el hombre entra a tientas con su meditación por su profundidad interior; cuando trata de palpar a dónde llevan las raíces de su ser, llega entonces, ante todo, al "polvo de la tierra", a lo más bajo del campo. Pero luego —digámoslo atrevidamente con las palabras que nos da la Escritura misma— al pecho de Dios. No queremos dar muchas vueltas con interpretaciones a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vivas, y percibir lo que nos dicen de modo tan profundamente conmovedor: que nuestra esencia humana viene del fondo de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso está el hombre en el mundo y también, por otra parte, fuera de él. Por eso puede comprender y amar al mundo, pero ser señor sobre él.

¡Es terrible cuando quiere habérselas con el mundo, pero sin que esté Dios en él!

Luego Dios prepara al hombre el ámbito de su vida, esto es, crea el Paraíso. Este aparece bajo la imagen de un jardín o un parque —algo así como lo mandaba hacer un soberano de tiempos antiguos, para poder pasear—. Un ámbito protegido y defendido; bañado por puras corrientes de agua —"aguas vivas", como suele decir la Escritura, para distinguirlas del agua muerta de las cisternas— y poblado de hermosos árboles llenos de fruta; para el habitante de aquellos países abrasados por el sol, una síntesis de preciosa plenitud de vida. Ese jardín Dios se lo da al hombre, para que lo cuide y labre.

Otra vez una imagen, pero ¿qué significa? Significa el mundo, en cuanto está dado al hombre en sus manos, para que lo mantenga en su cuidado y realice en él su labor; pero de modo que Dios esté en todo. Es decir, con la imagen del jardín confiado al hombre, se introduce algo más: que Dios mismo habita en él. Ello se muestra en el relato de la tentación, donde se cuenta que Dios pasea en la brisa fresca del día al atardecer (Gn 3, 8). Una imagen hermosa de cómo Dios quería participar en toda acción de sus hombres; habitando con ellos en el mundo santificado. Había de desarrollarse todo lo que se llama vida humana y trabajo, historia y cultura, pero todo ello en la cercanía de Dios y junto con Él, de tal modo que el hombre nunca habría necesitado hacer eso que luego se dice con otra imagen: esconderse ante Dios.

Después se escribe: "El Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo". En el relato, hasta entonces el hombre existe sólo como varón. Pero eso "no es bueno". La esencia humana no está todavía cumplida con eso: más aún, está en peligro. Por eso Dios da al varón "ayuda" para la vida y el trabajo, compañía. Y una auténtica compañía sólo puede tenerla una persona con otra persona: "El Señor Dios formó de tierra toda clase de animales terrestres y pájaros del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaría éste; cada cual debía llevar el nombre que le diera el hombre. El hombre dio nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros, y a todos los animales del suelo; pero no tenía para él ninguna ayuda que le fuera semejante" (19-20).

Lo que ocurre aquí, es "encuentro" en el sentido esencial de la palabra. El hombre llega ante el animal, observa, comprende y nombra. Para el modo de ver primitivo, el nombre representa lo nombrado mismo, en la apertura de la palabra: por tanto, cuando el hombre nombra algo, capta su esencia en la palabra, y de ese modo asume la cosa en la trabazón de su lenguaje, en la ordenación de su propia existencia. Así nombra el hombre a los animales, y se tacha de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y los animales, y se echa de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y el animal.

Es importante entender esta enseñanza que se da al hombre "en el principio" de su existencia: que es diferente del animal: que no le encontrará jamás en esa comunidad que le depara el "tú" y el "nosotros".

Puede obtener una relación muy viva con el animal, en que se pongan en juego los más vanados aspectos. Puede acercarse tanto a la Naturaleza en el animal, cuanto puede la Naturaleza llegar hasta él: igual que ocurre en el jardín, mediante el mundo de las plantas. Pero la frontera esencial persiste siempre; y algo queda trastocado cuando el nombre toma al animal en una relación en que sólo podría estar otra persona; como hijo, como amigo, o de cualquier otro modo. Para no hablar de esa destrucción de la verdad que aparece cuando el hombre venera lo divino en forma de animal. Pensemos en la horrible caída que tiene lugar en el ámbito sagrado del Sinaí, mientras que en su cima Moisés recibe para el pueblo la Revelación del Dios vivo: cómo exigen a Aarón que les haga "dioses, que les guíen yendo por delante de ellos": él, con las joyas de las mujeres, funde el becerro de oro; y el pueblo, en tumulto pagano, presta homenaje al ídolo (Ex 32, 1 ss.).

Luego cuentan los versículos siguientes cómo Dios le hace al hombre la compañera adecuada por esencia; lo que significa también que ésta recibe su compañero apropiado: "Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Tomó una de sus costillas y cerró otra vez la carne en su lugar. El Señor Dios, de la costilla que había quitado al hombre, formó una mujer y se la presentó" (21-22).

Tampoco esto es una expresión conceptual, sino una imagen. No se fatiguen ustedes por la repetición: es esencial seguir dándose cuenta del modo como habla el texto sagrado. Lo que ahora tiene lugar, ocurre el "sueño profundo", en un éxtasis, en que el hombre es sacado de su condición natural de conciencia. En esa situación, Dios toma una parte de su cuerpo y forma con ella a la mujer: la más viva expresión de la igualdad esencial que hay entre hombre y mujer. Para subrayar qué poco tiene esto que ver con la biología o la anatomía, basta hacer notar que quizá todo este suceso deba ser entendido como una visión.

Así Dios da forma a la mujer, la presenta al hombre y tiene lugar el encuentro en lo más vivo, el conocimiento hasta lo esencial. Ello se muestra en estas dos frases, que son un himno de júbilo: "¡Al fin es el hueso de mi hueso y carne de mi carne! ¡Se llamará hembra porque salió del hombre!" (23) *. [* N. del T. —Por supuesto, en castellano "hembra" y "hombre" no son palabras relacionadas en cuanto a su raíz y origen, pero me ha parecido que de algún modo hay que indicar el juego de palabras hebreo'ishsha y 'îsh. Guardini entrecomilla "Männin", en contraposición a Mann, pero en castellano sería imposible decir "varona".]

Ahora es posible la compañía humana. Y expresa algo importante el hecho de que ésta se indique ante todo como "ayuda": como una colaboración en la existencia: un completamiento en vida y obra. Es decir, lo que determina en lo más profundo la esencia de esta unión no es lo sexual, sino lo personal. Contiene todo lo que surge entre hombre y mujer: la conmoción del amor, la fecundidad humana, el encuentro con el mundo, la inspiración de la obra: todo eso se expresa en la "ayuda". Por tanto, el segundo relato de la Creación dice lo mismo con sus imágenes que el primero con la frase: "Así hizo Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios le creó. Le creó como varón y mujer" (Gn 1, 27). "El hombre" es varón y mujer. Eso se dice ahí en una frase de síntesis; en el segundo relato, mediante una narración: en ambos casos, es la "carta magna" de la relación entre los sexos.

"Y por ello", se sigue diciendo, "el hombre dejará a su padre y su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne" (24). El primer relato terminaba en el establecimiento del día del Señor, la ordenación del tiempo de la vida, santificado: el segundo en la fundación del matrimonio, de la ordenación de la comunidad humana. Hacia esto tiende todo lo que dice.

Y se encuentra un eco en el Evangelio de San Mateo: Vienen algunos a Jesús y le preguntan: "¿Se puede uno divorciar de su mujer por todo motivo?" (Gn 19, 3). Saben que en la ordenación del Antiguo Testamento el varón tenía el derecho de repudio. Podía separarse de su mujer por razones que se estipulaban en la Ley. Y entonces preguntan sus adversarios: ¿Por cuáles razones? ¿Quizá por todas? ¿Por cualquier capricho? Es decir, se trataba de esas preguntas capciosas que se hacían al Señor, para ponerle al descubierto. Entonces Él contesta:"¿No sabéis que el Creador desde el principio les hizo hombre y mujer, y dijo: Por causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?" Lo cual significa: que no la puede abandonar en absoluto. Pero como los que preguntan quieren tener razón y objetan: "¿Pues por qué Moisés dispuso dar documento de divorcio y repudiar?", Él contesta: "Moisés, por vuestra dureza de corazón, os dejó repudiar a vuestras mujeres: pero desde el principio no fue así" (Mt 19, 4 ss.). En las palabras de Jesús percibimos un eco de lo que fue "en el principio". Entonces se fundó el matrimonio, y éste es insoluble por esencia. Lo que vino luego, fueron concesiones a la debilidad de los hombres: concedidas en una época en que las decisiones de la historia de la Revelación debían ir a caer en otro sitio. Entonces los "corazones duros" no eran capaces todavía de comprender lo que significa el amor, que siempre es también sacrificio.

Así, cada uno de los dos relatos de la Creación está orientado a fundamentar una ordenación de la vida: la primera, respecto al trabajo y el reposo, expresándose en los seis días, que pertenecen al hombre, y el séptimo día, que pertenece a Dios; la segunda, respecto al establecimiento del matrimonio como comunidad de vida y de fecundidad. Qué estrecha es esta comunidad, nos los dice el ya citado versículo 24: tan estrecha que por su causa "dejará el hombre a su adre y su madre". Por su causa se separa el hombre la relación más original que conoce la cultura primitiva: la del parentesco... Pero el hecho de que las ideas aquí manifestadas sean muy antiguas, podría provenir de que no se dice que la mujer dejará a su padre y su madre, sino que será el hombre quien dará paso. Entonces el texto remitiría a una época en que la ordenación social descansaba en la jefatura de la mujer, es decir, el matriarcado.

Esas dos ordenaciones protegen la dignidad del hombre y hacen una llamada a su responsabilidad: ante el trabajo y ante la persona del otro sexo. Pero precisamente por eso, forman también un límite. El séptimo día exige que el hombre, en su intervalo, deponga la soberanía, para que en el ámbito de su quietud se eleve la grandiosidad de Dios, dominándolo todo. La insolubilidad del matrimonio requiere que el deseo vital del hombre se sujete a la ligazón de la fidelidad.

Ya ven ustedes qué profundas cosas resultan cuando se meditan estos textos con respeto y cuidado. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que haga tan evidente el núcleo más íntimo de las cosas humanas como estas sencillas expresiones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: palabras originales que vienen de Dios.

No leamos sólo exteriormente, abramos nuestro corazón y percibamos cómo se eleva la verdad. Las cosas se ponen en su sitio. El sentido queda claro. La vida se vuelve incitante y grandiosa.

El árbol del conocimiento del bien y del mal

El domingo pasado hemos hablado del Paraíso, el jardín lleno de árboles con flores y frutos, regado por frescas corrientes, lleno de hermosura y paz. Una imagen para la situación del corazón humano, que era puro, abierto a Dios y penetrado por el influjo de Su gracia, así como para el acuerdo vigente entre ese hombre y la Creación. No era una situación natural, que hubieran asegurado leyes y necesidades; la libre fidelidad del hombre en gracia debía mantenerla en pie.

También la prueba en que había de observarse esa fidelidad vuelve a estar expresada por la Escritura en una imagen. Dice: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara. Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; solamente no puedes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal; pues el día en que lo comas, perecerás" (Gn 2, 15-17).

¿Qué significa esta imagen? ¿Qué representa el árbol?

Sobre él hay diversas interpretaciones. Por ejemplo, partiendo del nombre que le da la Escritura, se ha dicho que con él se alude al trágico efecto producido por el preguntar y conocer. Según eso, el hombre está en el Paraíso en tanto que —bien sea como niño, bien sea como pueblo de un nivel cultural primitivo— va viviendo con simplicidad, confiándose al orden de la existencia tal como se manifiesta en la naturaleza y la costumbre. Entonces todo está bien y claro, y el hombre es feliz. Pero tan pronto comienza a preguntar críticamente el porqué y el para qué, empieza a haber intranquilidad y desconfianza; surgen conflictos, que son a la vez injusticia y dolor, y queda destruido el Paraíso.

Esta interpretación queda ahondada religiosamente por el significado que tiene el saber en mitología. Según éste, el saber da poder mágico a quien lo posee. Por tanto, la Divinidad se lo quiere reservar para sí; y los hombres, en cambio, han de permanecer ignorantes, para que ella los pueda gobernar fácilmente. La voluntad de saber es declarada injusticia, y la ignorancia, por el contrario, es elevada a virtud. El "Paraíso", entonces, es la dicha aparente que la Divinidad presenta como espejismo a los hombres, para que sigan sumisos. Consecuentemente, la irrupción del espíritu en el conocimiento es a la vez culpa y liberación. El Paraíso se rompe, pero toma comienzo la auténtica existencia humana, grande y por ello mismo peligrosa.

No hace falta más que leer cuidadosamente el texto del Génesis para ver que esta interpretación deforma totalmente su sentido. No hay en él nada que dé ocasión para suponer en la mente de Dios, magnánimo y generoso, la envidia de los númenes míticos. Tampoco tiene nada que ver el símbolo del árbol prohibido con el efecto trágico del conocimiento, pues este efecto pertenece a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha traído a ella. El hombre puesto en la obediencia de la verdad no habría experimentado nada de semejante efecto.

Pero, prescindiendo de eso: ¡el hombre tiene que conocer! A él le está dada la soberanía sobre el mundo, y ésta empieza con el conocimiento. Por eso también, el primer acto de soberanía del hombre consiste, como cuenta el Génesis (Gn 2,19 ss.), en dar "nombres" a los animales, lo cual significa que comprende su ser y lo expresa en la palabra. Lo que se le prohíbe es otra cosa, a saber: un determinado modo de conocer. En toda pregunta e investigación, aclaración y ahondamiento, en toda comprensión espiritual, hay una alternativa: que tenga lugar en obediencia ante el Autor de la existencia, o en rebeldía y orgullo. A este orgullo se refiere la prohibición. Lo que ha de ocurrir ante el árbol no es la renuncia al conocimiento, sino, al contrario, la fundamentación de todo conocer: la comprensión y reconocimiento, sostenidos por el serio empeño personal, de que sólo Dios es Dios, y el hombre en cambio sólo es hombre. El asentir a ello o negarlo es ese "bien y mal", ante el cual se decide todo. En el ámbito de esa verdad fundamental había de tener lugar después todo ulterior conocimiento, y la espléndida capacidad espiritual del hombre puro lo habría realizado verdaderamente con muy diversa fecundidad que nosotros, a quienes el pecado nos ha traído tan honda confusión en mirada y juicio.

Hay otra interpretación que no parte del nombre del árbol, sino de la interpretación que tiene su imagen en los mitos, así como en el psicoanálisis del inconsciente. El árbol que ahonda con sus raíces en lo profundo de la tierra, sacando de allí su savia y que se eleva por el espacio, creciendo y desarrollándose, es un símbolo de la fuerza vital. Cada año se concentra en el fruto; y el fruto, a su vez, le propaga en nuevos seres arbóreos.

La interpretación dice así: El árbol del Paraíso es el mitológico árbol de la vida, y su fruto es la sexualidad madurada. Lo que prohíbe el mandato es la realización sexual. Mientras el hombre es niño, y duerme el instinto, vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en acuerdo mutuo, y hay paz. Tan pronto como se mueve el instinto vital, empieza la intranquilidad. El niño entra en contradicción consigo mismo, y ya no se entiende. Entra también en conflicto con las personas mayores. La ordenación que éstas imponen le prohíbe la satisfacción del instinto; se vuelve escondido y contumaz. Pero él quiere la plenitud de la vida, sigue el instinto y con eso destruye el Paraíso de la inocencia feliz infantil. Sin embargo, eso debe ocurrir, porque la naturaleza humana, al crecer, sólo de este modo llega a la madurez de la vida, con su fecundidad, su felicidad y su seriedad. Lo que relata el Génesis sería entonces la representación primitiva de ese drama que se desarrolla en la vida de todo hombre.

Pero también esa interpretación es falsa. Así se cuenta cómo fue creado el hombre: "Dios hizo al hombre a su imagen: a imagen de Dios le hizo, le hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27). Es decir, su determinación sexual va unida a su semejanza a Dios. Y se dice luego: "Dios les bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1, 28). Eso se ha dicho antes de la prueba, al fundar su esencia, y quiere que los hombres se hayan de desarrollar hasta la plenitud de la vida y de la fecundidad.

Pero ¿cómo se llega a semejante interpretación falsa? Porque se retrotrae al plan de Dios la actual situación del hombre, la historia del devenir de su género, tan rica en logros como en destrucciones, y se olvida que entre el hombre tal como es hoy, y aquél de quien habla el Génesis, está esa terrible catástrofe que se llama "pecado".

Por tanto, el árbol no significa la satisfacción del instinto, y el mandato no dice que esté prohibido. Sino que se refiere, como en el caso del conocimiento, al modo como tiene lugar. También el instinto pone al hombre ante una decisión. Puede convertirse en un orgullo que se rebele contra Dios y su orden; pero puede ser también obediencia, que asiente al orden y la verdad. Al final del segundo relato se dice: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza" (Gn 2, 25). Los primeros hombres existían en la apertura de su naturaleza, claros y de acuerdo consigo mismos, y nada les daba la sensación de que hubiera en ellos algo que no estuviera en orden. Pero no porque fueran niños, sino porque estaban con todo su ser en la voluntad de Dios. Por eso no se avergonzaban; y tampoco se habrían avergonzado, si en tal estado de ánimo se hubieran unido como hombre y mujer, cumpliendo el mandato: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1, 28). Y hubiera sido sin toda la confusión, toda la menesterosidad y todo el deshonor que ahora pone el instinto en la vida del hombre.

¿Qué significa, pues, el árbol? Ni el conocimiento, ni la sexualidad; ni el afán de mayoría de edad espiritual, ni el avance hacia el horizonte del dominio sobre el mundo. Es más bien la marca de la grandeza de Dios, y nada más. Quiere decir: En tu conocimiento, en tu voluntad, en tu mente, en tu voluntad, en toda tu vida, debe estar presente el hecho de que sólo Dios es Dios, y tú en cambio eres criatura: que eres imagen Suya, pero sólo imagen; Él es el modelo. Tú puedes y debes llegar a ser señor del mundo; pero por Su gracia, pues sólo El es señor por esencia. El es el orden. Por este orden, compréndete y vive en él. Reconoce en ese orden la verdad, realízate en fecundidad y toma el mundo en tu propiedad. Recordar esto era la esencia del árbol. La prohibición de comer no se refiere a otra cosa que a la ocasión, expresada en la forma concreta del fruto, para decidirse entre obediencia e inobediencia. Nada más.

Debemos tomar la Sagrada Escritura dispuestos a oír lo que dice; no mandarle qué es lo que tiene que decir. Quien con esta disposición entra atentamente en los primeros capítulos de la Escritura, obtiene una comprensión de la esencia de la vida humana, de la cultura, de la historia, como no puede dársela ninguna investigación natural.

Romano Guardini, en unav.edu/