Domingo de la semana 3 de Pascua; ciclo B

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

            (Hch 3,13-15.17-19) "Arrepentíos y convertíos para que se borren vuestros pecados"
            (1 Jn 2,1-5a) "Os escribo esto para que no pequéis”
            (Lc 24,35-48) "Paz a vosotros"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de los Santos Protomártires (21-IV-1985)

            --- Pasión y Resurrección
            --- Llamadas a la conversión
            --- Esperanza en Cristo

--- Pasión y Resurrección

“Señor, Jesús..., enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.

La Iglesia presenta hoy esta oración al Señor Jesús, al cantar su “Alleluya”. En ella se encierra el eco de las palabras que pronunciaron los discípulos de Emaús, cuando, después de “partir el pan” pudieron reconocer a Cristo resucitado: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).

En la primera lectura Simón Pedro habla de la pasión y resurrección de Jesús. Habla a oyentes que habían tomado parte en los acontecimientos, y algunos de ellos podían ser llamados “coautores” de la pasión y de la muerte del “Santo y Justo”. Dice, pues, dirigiéndose en segunda persona a sus oyentes: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3,13-15). Está bien que nos detengamos un momento en esta contraposición: Nosotros... Vosotros.

Vosotros, los asesinos de Cristo que lo rechazasteis y repudiasteis. Nosotros, los testigos de la resurrección, que hemos sido llamados a anunciarlo también a vosotros. Nosotros hemos sido elegidos para ser Apóstoles, precisamente a fin de llevaros a la fe, para que, creyendo, podáis, por un inefable don de conversión, haceros por vuestra parte testigos de la resurrección de Aquel a quien rechazasteis.

--- Llamadas a la conversión

En esta contraposición viene a estar la historia de cada alma que pasa del pecado a la conversión, de cada hombre a quien Cristo llama a la fe y lo hace suyo. De este modo, el hombre que no había reconocido a Jesús y que lo había condenado, es invitado a convertirse, mediante un misterioso don de gracia, en el buen terreno que hace nacer y fructificar la semilla con abundancia (cfr. Lc 8,15).

Sí, Pedro es testigo, junto con los Apóstoles. Es el primero entre los testigos, ha visto al Señor resucitado, lo ha encontrado, ha hablado con Él.

Pedro estaba presente en el Cenáculo cuando tuvo lugar allí el acontecimiento pascual que se describe en el Evangelio de Lucas.

Pedro oyó, juntamente con los otros Apóstoles, el saludo del Señor “Paz a vosotros”. Quedó turbado por la inesperada aparición de Cristo, al que creía definitivamente muerto, y experimentó la interna alegría de reconocerlo vivo y de comer todavía con Él: “Palpadme y ved... Le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. Pedro quedó iluminado por las palabras de Jesús, que le abrieron la mente para entender las Escrituras, y sintió como dirigidas a él las palabras del Maestro que trazaban ya el programa de su misión de Apóstol: “Se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.

Así, pues, Pedro es testigo. Como testigo del Resucitado habla en los Hechos de los Apóstoles al pueblo reunido en Jerusalén.

El discurso continúa así: “Hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo” (Hch 3,17).

A pesar de esto, precisamente mediante esta ignorancia y culpa, se cumplió el eterno designio salvífico, el designio de Dios: “Pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los Profetas: que su Mesías tenía que padecer” (Hch 3,18).

Las últimas palabras de Pedro son una apremiante llamada a la penitencia y a la conversión: “Por tanto arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hch 3,19).

Arrepentirse y cambiar de vida son los momentos esenciales de la conversión. Arrepentirse, es decir, recoger el juicio sobre el mal que brota del misterio de Cristo muerto y resucitado, a fin de obtener un sincero y profundo dolor de nuestras culpas y pecados; de los personales, pero también de los que caracterizan a nuestra época y a nuestra sociedad. Nuestro dolor deberá ser sincero y verdadero, capaz de cambiar radicalmente los sentimientos del alma, iluminado por la esperanza de podernos transformar y de conseguir el perdón.

Si hubiéramos rechazado a Jesucristo, tendríamos que cambiar de opinión sobre Él y reconocerlo como Hijo de Dios y Señor. Esta fe renovada nos permitirá rectificar nuestro camino, nos dejará ir por el camino de Dios, hacer nuestro designio y su proyecto para nuestra vida.

--- Esperanza en Cristo

El pasaje de la primera Carta de Juan, que hemos leído, nos propone otro pensamiento consolador: “Cristo, abogado ante el Padre, víctima de propiciación”.

Si miramos seriamente a la seriedad e irreversibilidad de nuestra conversión, nos sentimos con frecuencia pobres y frágiles, porque nuestra santificación todavía no está consumada en nosotros, mientras vivimos en el tiempo. Su cumplimiento está más allá, y nosotros continuamos constatando nuestra pequeñez. Pero sabemos que Cristo “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y prepararse un pueblo purificado” (Tit 2,14). Él ha realizado una liberación definitiva que transciende el tiempo, porque se funda en la potencia de su sacrificio y de su sangre. En esta sangre nuestra reconciliación y nuestro rescate se han convertido en un hecho definitivo, en ella nuestra paz con Dios se ha hecho eterna. En la potencia infinita de este martirio del Justo se funda nuestra esperanza: Cristo inmolado intercede por nosotros para un juicio de salvación. El crucificado implica para nosotros un juicio de Dios que nos salva, porque los pecados de los hombres han muerto con su muerte.

Hoy al cantar “Aleluya”, suplicamos: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. / Enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.

Sí. Tú, Cristo, nos hablas por medio de los testigos de tu pasión y resurrección. Tú nos hablas por medio de Pedro y de los Apóstoles. Tú hablas también por medio de aquellos Protomártires que -en su mayoría- creyeron, aunque no habían visto. Y después de haber creído, dieron la vida por Cristo. Nosotros somos herederos de este testimonio. ¡Tenemos que ser dignos de esta heredad!

Buscamos su fuente en la Sagrada Escritura: “Explícanos las Escrituras”. Tú nos hablas en ellas.

Y aunque no te veamos personalmente, como tantas generaciones de cristianos en esta Ciudad Eterna, sin embargo, en la Escritura encontramos siempre la misma fuente de la fe. Tú nos hablas en ellas.

¡Señor, enciende nuestro corazón! ¡Enciende el corazón! ¡Permítenos amar la verdad, la verdad de tu pasión y resurrección! Permítenos vivir de la fuerza de tu misterio pascual.

DP-119 1985

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Las apariciones de Cristo Resucitado contrastan con las escenas del Jesús que los discípulos habían conocido y tratado antes de su muerte en la Cruz. La seguridad de estar ante una persona excepcional sí, pero de carne y hueso, que come, duerme, se cansa, se alegra y llora, sufre y muere, contrasta con estas súbitas apariciones y desapariciones de Cristo glorioso y triunfador de la muerte. Las dudas ante lo que cuentan los que le han visto y la perplejidad de quienes le están viendo pensando que se trata de un fantasma o una ilusión, se nos comunica en el Evangelio de la Misa de hoy.

“¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. “Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo) de que se trata de un fantasma y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto... Palpadme y ved. Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que se presenta ante ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado. Ese cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha hecho espiritual y glorificado y por lo tanto ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales... Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc. Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de la resurrección de Cristo” (Juan Pablo II).

La certeza de que Cristo había resucitado no fue un producto de la credulidad o sugestión de los discípulos, sino de las repetidas apariciones y ofrecimientos de pruebas con las que el Señor les fue ayudando a que aceptaran un hecho tan sobrenatural. De ahí que cuando hubieron de proclamar esta verdad que, por otra parte acusaba de un deicidio a quienes condujeron a la muerte a Jesús, al ser intimidados con torturas y amenazas de muerte si no se callaban, Pedro y Juan contestaron: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Act 4, 19-20).

“Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día...”. Con esta luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la Cruz y están en condiciones de anunciar estas cosas a todos los pueblos.

El trato con Jesucristo en la lectura atenta y frecuente de su Palabra y en la Eucaristía, es lo que nos ayudará a disipar cualquier duda sobre el fundamento de nuestra fe: todo no acaba con la muerte, Cristo la ha vencido y nos ha dado la posibilidad de que también nosotros la superemos. Dediquemos un tiempo todos los días a la meditación de la Sagrada Escritura rogando a Dios con las palabras de la Liturgia de hoy: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas. Aleluya”.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"Creer en la Resurrección es sentirse impulsado por la fe a proclamarla en todo tiempo y lugar"

Hch 3,13-15.17-19: "Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos"
Sal 4,2.4.7.9: "Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor"
1 Jn 2,1-5: "Él es víctima de propiciación por nuestros pecados y también por los del mundo entero"
Lc 24, 35-38: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día"

Lo fundamental del discurso de san Pedro es que el llamamiento a la conversión se realiza sólo a partir del anuncio de la Resurrección. El asombro de quienes se preguntaban cómo san Pedro había hecho andar al paralítico, había servido de apoyo para invitar a la conversión.

La misma conversión continuada se pide en la segunda lectura. Del conocimiento de Jesucristo se desprende que el creyente se compromete a cumplir fielmente lo que Dios quiere.

El valor del testimonio está en darlo, es decir, en vivir de tal manera que los demás se sientan interpelados por una determinada manera de actuar. La diferencia con el "ejemplo" es que éste es más ocasional y pretende enseñar algo. El testigo no pretende enseñar —y menos dar lecciones—. Se limita a ser consecuente.

Tal vez nunca la sociedad ha hablado tanto de coherencia y la demanda tanto. Ser coherente, sin más, no es ni bueno ni malo; depende de con qué se es coherente, la coherencia pide un fundamento para el obrar. Hoy nuestra sociedad necesitaría cuidar más la correlación entre el "obrar" y el "ser".

— Cumplimiento en Cristo de las Promesas:

"Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Ésta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios  «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección:  «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28,10; Jn 20,17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección" (654).

— Ser testigo de Cristo es serlo de su Resurrección:

"Ser testigo de Cristo es ser  «testigo de su Resurrección» (Hch 1,22);  «haber comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41). La esperanza cristiana en la Resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él" (995; cf. 1303).

— "Los Apóstoles, palabra que significa  «enviados», después de haber elegido a Matías, echándolo a suertes, para sustituir a Judas y completar así el número de doce, y después de haber obtenido la fuerza del Espíritu Santo para hablar y realizar milagros, como lo había prometido el Señor, dieron primero en Judea testimonio de la fe en Jesucristo e instituyeron allí iglesias, después fueron por el mundo para proclamar a las naciones la misma doctrina y la misma fe... Y, por esto, toda la multitud de Iglesias son una con aquella primera Iglesia fundada por los apóstoles, de la que proceden todas las otras" (Tertuliano, de presc. haer 20).

El testimonio cristiano puede no ir acompañado de palabras. Pero es imprescindible que vaya siempre apoyado y avalado por la Palabra de Dios.

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