En una ocasión, invitaron a cenar a santa Teresa de Jesús y a sus compañeras religiosas. Les sirvieron unas deliciosas perdices escabechadas. A las monjas, que estaban acostumbradas a mortificarse y al ayuno, les pareció excesivo lujo comérselas. Así se lo manifestaron a la santa: “Madre, ¿no será demasiado agasajo un manjar tan delicioso?” Y santa Teresa les quitó todo escrúpulo, diciéndoles: “Hijas, cuando perdiz, perdiz; y cuando penitencia, penitencia”. Y se las comió sin ningún temor.
A veces, existe la idea de que si se quiere cumplir la voluntad de Dios hay que sufrir siempre. Pero Dios nos ama y lo que quiere es nuestro bien. A veces será un camino de alegrías –las perdices- y otras de cruces –penitencia-. Lo que importa es el cumplimiento amoroso de la voluntad divina que nos lleva a nuestro bien.
El Papa Francisco reflexionó sobre la petición del Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad”, donde afirma que ese deseo ha de estar lleno de confianza, seguros de que Dios quiere lo mejor para nosotros.
Para pensar
Se podría pensar que mi felicidad proviene de hacer lo que quiera. Y por ello, puede resultar difícil aceptar la voluntad de otro, incluso la de Dios. Pero eso significaría que no estamos confiando en Dios que sabe más que nosotros lo que nos conviene.
No suceda lo que aconteció a Ícaro, hijo de Dédalo en la mitología griega. Dédalo era un arquitecto y artesano muy hábil. Le construyó un laberinto a Minos, el rey de Creta, y éste, para que no revelara su secreto lo encerró junto a su hijo en la isla. Como no podían salir por mar, Dédalo fabricó unas alas para él y su hijo: Recolectó plumas de diferentes tamaños, ató las más grandes con hilo y las más pequeñas con cera, con la suave curvatura de las alas de un pájaro. Cuando al fin terminó, Dédalo batió sus alas y voló por los aires. Le enseñó a Ícaro a volar y le advirtió que no volase demasiado alto para que el calor del sol no derritiese la cera.
Volando huyeron del laberinto. Pero en su vuelo, Ícaro se dejó deslumbrar por el cielo, el sol y un ansia de libertad, y comenzó a ascender cada vez más hasta que el ardiente sol ablandó la cera que unía las plumas y éstas se despegaron. Ícaro cayó al mar encontrando su fatal destino por querer hacer su voluntad. Su padre lloró amargamente y llamó Icaria a la isla cercana en memoria de su hijo. Pensemos si sabemos confiar en la voluntad de Dios.
Para vivir
Al rezar “hágase tu voluntad”, no podemos hacerlo desconfiando o lamentándonos el tener que aceptar lo que Dios quiera. Porque, ¿cuál es esa voluntad que pedimos se cumpla? Nos lo dice san Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (Tm 2, 4). Dios quiere para nosotros el bien, la vida, la salvación. Por ello no rezamos como si fuéramos esclavos, sino hijos confiados. Comenzamos reconociendo a Dios como Padre Nuestro, para rezar como hijos libres.
Así fue la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní, cuando experimentó la angustia: “¡Padre, si quieres, aparta de mi esta cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya!”(Lc 22, 42).
Jesús es aplastado por el mal del mundo, pero se abandona confiadamente al océano del amor de la voluntad del Padre. Una lección para vivirla.
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