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Todas las leyes nos afectan. Pablo Cabellos

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    El Levante, 10 de diciembre de 2004 Se formuló hace siglos, y me atrevo a afirmar que nadie la ha mejorado. Me refiero a la definición de ley propuesta por Tomás de Aquino en la Suma Teológica: «ley no es otra cosa -dijo- que la ordenación de la razón al bien común, promulgada por aquel que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad.» La ley es cierta regla y medida de los actos humanos, pues mediante ella la persona es inducida a obrar de un modo u otro o a dejar d...

 

 

El Levante, 10 de diciembre de 2004

Se formuló hace siglos, y me atrevo a afirmar que nadie la ha mejorado. Me refiero a la definición de ley propuesta por Tomás de Aquino en la Suma Teológica: «ley no es otra cosa -dijo- que la ordenación de la razón al bien común, promulgada por aquel que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad.» La ley es cierta regla y medida de los actos humanos, pues mediante ella la persona es inducida a obrar de un modo u otro o a dejar de hacerlo. Y esto es propio de la razón dirigida al bien común.

Cuando menos, la fórmula de Santo Tomás pone de relieve algunas deficiencias de nuestro modo de legislar: en demasiadas ocasiones se pacta, se intercambia, se llega a un consenso de voluntades para sacar una ley adelante, con independencia de su racionalidad; también al margen de si beneficia o no al bien común de la nación. Así venía a tener razón E. Coke cuando escribía que «la razón es la vida de la ley. Ciertamente la misma ley común no es otra cosa que la razón? La ley es la perfección de la razón». Y es que, en democracia, se necesita mucha rectitud de intención para gobernar bien sin convertir la tarea legislativa en un chalaneo. El Digesto dice con toda claridad que la voluntad ha de estar regulada por la razón y, de no ser así, aquello no sería ley, sino iniquidad.

«En la cultura democrática de nuestro tiempo -escribía Juan Pablo II en Evangelium Vitae- se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral.» Se ve detrás el relativismo ético que muchos reclaman como condición de la democracia. Es cierto que se han cometido crímenes en nombre de la verdad, como ha reconocido con gallardía el Papa, pero se han cometido y se cometen crímenes en nombre del citado relativismo: basta pensar en la llegada del nazismo al poder y la terrible legislación que emanó, en la eutanasia y el aborto. No soluciona nada ese relativismo; más bien, cuando se llega al caos, pone a los países al borde de tiranías y guerras.

En cualquier caso, esas leyes ajenas a la ética, a la verdad sobre el hombre, al bien común y a la razón no pueden justificarse afirmando que a nadie se le obliga a abortar, a casarse de determinada manera o a divorciarse por la vía rápida. Porque todas las leyes, per especialmente las más sociales, afectan a todos, también al que no piensa utilizarlas. El bien común, según recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, comporta tres elementos esenciales: el respecto a la persona, la exigencia del bienestar y desarrollo del país, y la paz. Sólo la coexistencia de estos tres elementos propicia lo que el Vaticano II entendía por bien común: «El conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección.»

Cada una de las leyes afecta al grupo entero -al país para el que se legisla- y a cada uno de sus miembros. Esto no es una teoría, sino que lo contemplamos a diario. Leyes como las citadas, leyes contra la razón disuelven la sociedad, porque la debilitan, por ejemplo, respecto a la fidelidad y a la lealtad, que no sólo fallarán en el matrimonio, sino en muchos otros ámbitos de la vida; leyes que varían el concepto de algo tan básico como la familia, con unas consecuencias incalculables en el ámbito de la libertad, responsabilidad, afectividad y hasta en el rendimiento personal; o los atentados contra la vida que dejan desleído el «no matarás», con posibles influencias desastrosas que puede ir desde la violencia de género hasta el crimen o el terrorismo. ¿Con qué fuerza podremos clamar después contra la guerra? Sólo tal vez con la de la incongruencia, que nos va afectando a todos, con la incoherencia de buscar soluciones muy fuera de la raíz de los males. Cuando la Iglesia hace oír su voz en estos campos, nadie puede tacharla de injerencia: porque está actuando en su terreno y, para los que no entiendan su misión, porque al menos tiene derecho a expresarse alto y claro como cualquier otro colectivo o como cualquier persona individual. Y tratar, por ejemplo, de taparle la boca con amenazas económicas, más o menos veladas, además de mezquino, es injusto, por la cantidad de tareas que resuelve a favor de la sociedad y por su estricta misión religiosa, que es un derecho de los ciudadanos deseosos de acogerla y que para muchos es más importante que otras prestaciones del Estado.

Un comentarista judío a una parashá afirma que en un barco ningún pasajero puede decir: «Yo sólo quiero hacer un agujero en mi camarote. Yo no perjudico a nadie», pues su camarote es parte del barco y si se llena de agua también ese buque correrá la misma suerte.

 

 

 

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